El Tiempo sobre una Roca

Isabel Petrus


Cuento


I
II
III

I

Ella había sido de las primeras en llegar a Es Murtar, cuando sólo había cinco casas, hacía más de cincuenta años. Los veranos de entonces eran mucho más largos, casi eternos, en un tiempo que aún no había inventado la prisa, y que disfrutaba del silencio y la tranquilidad. Se iba a la casita de la playa el fin de semana, solamente, con la comida de dos días preparada, con ganas de cantar, de reír, de disfrutar, y dispuestos para una larga caminata.

No había frigoríficos, televisores, ni artilugios que hoy consideramos imprescindibles. Todo ocurrió en uno de estos domingos alegres, que se rompió justo en la mitad con sus gritos, y rompió a la vez su vida, partiéndola en dos, antes y después de este mediodía.

No se dieron cuenta de nada, hasta que encontraron el cuerpecito del niño flotando, inerte, en el agua. No saben cómo pasó, y era inútil lanzar reproches, buscar culpables. Simplemente, había pasado. En un momento, en un descuido, se rompieron dos vidas: la de un niño, casi sin darse cuenta, y la de una madre, que dejó, en la orilla, su alegría y su sentido común. Tras el primer grito, no volvió a ser la misma. Notaba, por segundos, que se le escapaba la vida y la cordura por la boca.

Vivió la madre todavía varios años, a un paso siempre de recuperar la razón, una razón que estaba perdida definitivamente. Creo que ni intentó recuperarla jamás, pues la realidad de una vida sin su hijo era demasiado desastrosa. Nunca más, mientras vivió, volvieron a dejarla acercarse al mar, por temor a remover en ella un dolor demasiado terrible.

Al fin, murió de la misma forma que había pasado sus últimos años: sin darse cuenta, sin quejarse apenas. En realidad, murió su cuerpo, pues su alma hacía tiempo, años ya, que había muerto.

II

Su ilusión había sido comprar una casita junto al mar. En una época de chalets, villas y demás piezas de un juego del Palé imposible para los que dependen sólo de su sueldo, resultó casi un milagro descubrir, al fin, aquella pequeña casita al borde del agua, donde la urbanización ya casi había perdido su nombre, y que había resistido los ataques del mar y del tiempo como si los esperara.

Ilusionados, se lanzaron a la compra y arreglo de aquellas paredes que encerraban un sueño acariciado durante años.

Para los niños, era un mundo nuevo, despertar cada mañana para poner los pies en el agua del mar.

Veranear aquí, en Es Murtar, era una delicia. Ya existían los frigoríficos, la televisión y el coche era algo totalmente normal, por lo que pasar el verano en la playa era lo habitual.

Todo era perfectamente real y sólido, desde la casa, al mar, a las letras que pagaban cada mes para hacer suyo su sueño.

III

Una noche, despertó él con la sensación acuciante de necesitar hacerlo. Fue a la cocina, esta cocina tan conocida y normal, tan sólida. Desde la ventana, con una luna llena que iluminaba todo, el mar tenía un brillo especial, calmado como un espejo. El paisaje era el de siempre: rocas que se fundían en el mar, algas, tranquilidad. Algo le llamó la atención. ¿Una sombra? ¿Qué era aquello, en la última roca, casi sobre el mar? Se acercó un poco más, y miró atentamente.

Sentada, justo en el borde, con la tranquilidad que da el saber que se dispone de todo el tiempo del mundo, que nadie va a interrumpir, una mujer joven sonreía, rodeando con su brazo los hombros de un pequeño sentado a su lado.

Sólo la ropa y la tranquilidad inmensa de sus gestos y sus caras eran extraños a nuestra época. Denotaban un ayer de muchos años atrás.

Frotándose los ojos, dudando, fue a encender la luz de la terraza, para iluminar mejor una escena que reunía en sí toda la realidad del mundo y todo lo insólito de lo desconocido. Con el primer resplandor de la luz, desaparecieron.

La roca volvía a estar desierta, fundiéndose, sola, en el mar.

Se fue a la cama, convencido de lo que había visto.

A la mañana siguiente, manteniendo la sensación, dudaba entre si había sido realidad o sueño.

Pero muchas veces más, aquel verano, se despertó en la noche, sin necesidad de hacerlo, para mirar desde la ventana de la cocina, cuidando mucho de no encender la luz.

No volvieron a aparecer, y llegó casi a convencerse de que lo había imaginado.

Claro que no volvió a coincidir jamás su necesidad de levantarse sin motivo con una luna llena reflejándose en el mar calmado.

Además, el no conocía la primera parte de esta historia. Sólo por esto, llegó a convencerse de que lo había soñado, aunque alguna vez le asaltara la duda, y recordara el momento mágico que, sólo una vez, había vivido.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 64 veces.