Listas, Listas, Listísimas

Isabel Petrus


Cuentos, Colección



Para Dino. Porque su paciencia conmigo es infinita.

Para Eduardo y Dinito. Porque, pese a todo, siguen considerándome una aceptable, aunque atípica, versión de madre.

Para mi madre. Porque sin ella, sin su cariño y apoyo, nada sería posible. Para Laly, Carlota, Irene, Magda y Belarmino. Porque ellos, en este orden o en cualquier otro, son los amigos fieles que no te fallan nunca, los importantes, los imprescindibles.

Y para quien conmigo va, aunque su sombra y la mía coincidan tan pocas veces.


Si ellos no existieran, esta aventura, mi primer libro, no sería posible.

Gracias a todos.


Y para tí, Edmundo, estés donde estés. Porque me hiciste pelirroja y rebelde, porque me enseñaste de la vida más que cualquier libro. Y porque siempre confiaste en mí, aunque te rieras de mis ilusiones absurdas llamándome lista, lista, listísima.

Ya ves, papá, tu broma se ha convertido en el título de mi primer libro.

Prólogo

La vida, imprevisible, no siempre confirma las expectativas. Pero algunas sí se cumplen.

Me llama Isabel para solicitarme que le escriba el prólogo a su primer libro que va a publicar. Y lo hago gustoso, con el placer de quien asiste a la confirmación de una promesa anunciada. Atrás quedaron aquellos años que para mí significaban el inicio de mi andadura profesional y en los que Isabel, a sus dieciséis años, se mostraba como una chica aplicada e inquieta, que manejaba la pluma con soltura y despuntaba con sus redacciones originales y sugerentes, llenas de creatividad. Sin duda había madera de escritora en aquella adolescente, soñadora y vivaz, que irradiaba simpatía entre las paredes del Instituto, todavía sin nombre, que le vieron crecer.

Y aquí la tenemos, toda una realidad, ya mujer, ante su gran aventura, largamente esperada, a la que llega, temerosa e insegura, en su presentación. Lo hace con una atractiva miscelánea de relatos breves, escogidos para la ocasión.

Extrovertida y comunicadora infatigable, Isabel planta cara a la vida con firme decisión. Feminista militante, comprometida socialmente desde su ideario político, no es, ciertamente, una desconocida en nuestro mundillo insular.

Su intensa pasión literaria, lectora empedernida, se enriquece con su faceta de articulista, que se asoma con regularidad a las páginas del diario MENORCA para interpretar, al hilo de la actualidad, todo aquello que alienta vida.

Dotada de una fértil imaginación y de un talento evidente en el uso creativo del lenguaje, en sus relatos hay una atmósfera característica y persistente, que resulta de su peculiar visión de la vida elegíaca y tierna, nostálgica y lírica a la vez.

Sus personajes se debaten en una tensión constante entre la realidad y el deseo, perdedores, las más de las veces, en su vano intento por lograr que ambos confluyan.

Isabel ha estructurado su obra en tres apartados: «Cuentos casi posibles», «Cuentos de amor imposible» y «Cuentos imposibles», cuyo hilo conductor es la incapacidad de los protagonistas de materializar sus anhelos, siempre sometidos a la realidad hostil.

En algunos de estos cuentos podrás observar, amigo lector, ambientes y personajes próximos. Son aquellos en los que se refleja claramente la evocación melancólica del universo familiar de la autora, donde objetos y hechos cobra nueva vida, en un intento «Proustiano» por recuperar el tiempo perdido. («La bruja de la calle de la Plana», «¿Quién teme al lobo feroz?» o «Quince años». Este último le ofrece la oportunidad de recordar a la amiga que se sintió estafada por la vida).

En otros hallarás almas atormentadas, que se debaten entre la soledad y el recuerdo, ancladas en un vacío existencial esterilizante («Historia de desamor»); personajes que viven entre los barrotes de esa cárcel absurda que se les antoja la vida y que, por ello, intentan una huida hacia un reencuentro interior («La última carta») o aquellos para quienes la muerte es el alivio a sus angustias y soledades «La mujer lunar»). Individuos que temen quedarse a solas con la realidad prosaica de la vida y para quienes la literatura es un maravilloso vehículo de alienación («La escritora de historias»). Ironía y sarcasmo en «Una casa con mucho amor», cuyos protagonistas huelen a éxito, ahogados en el tedio de sus vidas sin sentido. Amores rotos, sueños frustrados, pasiones vacías que dejan un regusto amargo.

Y acabo. La indiscutible vocación literaria de Isabel augura un futuro prometedor. Para mí es un gozo poder acompañarla en tan feliz evento. Estoy seguro que éste no es más que el primer paso de un largo y fructífero camino. ¡Bienvenida a las letras menorquinas!, Isabel. Para ti mi estímulo. ¡Suerte!


Diego Dubón

Cuentos casi posibles

La dulce Mô

Fue un autentico follón.

Empezaron las llamadas al Ayuntamiento a las diez de la mañana. Y se repetían en la comisaría de policía, en la policía municipal.

Mô, la dulce Mô, la sirenita que adornaba el puerto de Mahón, había desaparecido. Quedó sólo la base de la estatua, este cubo verdoso, que le daba soporte. Pero, ¿dónde estaba Mô?

El rumor se hizo clamor en el Mercado. La gente hablaba de ello en la calle. Todo el mundo se extrañaba de su ausencia. Nadie sabía qué había pasado. Todo eran rumores, supuestos. Pero nadie conocía la verdad.

Había rumores para todos los gustos: que si una gamberrada, que si la habían tirado al fondo del mar, que si alguien se la había llevado como recuerdo.

Y pasaban las horas y Mô no aparecía. Se pensó en buscarla en el agua, se visitó a los gamberros habituales, ya fichados, que otras veces con sus actos vandálicos habían sublevado al pueblo de Mahón. Pero no la encontraban.

El Alcalde hizo de ello un tema personal. Él, en contra de la opinión de muchos, y con la de otros muchos a favor, fue el que decidió, en su día, colocarla junto al agua, en el puerto. Pero ahora, su idea, su creación, se había esfumado.

Lo tomó como algo personal, y se empeñó en que se la buscara día y noche. Pero Mô no aparecía.

Y no ha vuelto a aparecer. Yo, como tantos, como muchos, busque mi propia versión de la historia. Y creo que es la más real, pues muchos datos la confirman. Incluso, lo hable con el pintor Neé que la amaba en silencio, y me da la razón, incluso sabe algo que yo no sé, que se guarda para sí. No me extraña que Mô, la dulce Mô, lo eligiera de confidente.

Sé, por su expresión, que a Mô le encantaba su protagonismo, cuando la colocaron en el puerto. La gente, unos para bien, otros para mal, bajaba a verla, a diario. Oía los comentarios, a favor y en contra, y se sentía en la cresta de la ola: era la protagonista. Ya saben, todas las sirenas son iguales: un poco presumidillas, y muy tiernas, les encanta que les hagan caso. Y Mô no era una excepción.

Se sentía atraída por el color azul del mar y del ciclo, y dejaba pasar sus horas, viendo el ir y venir de barcos, de gente, el movimiento eterno del puerto. Pero cuando dejó de ser novedad, cuando la gente dejó de mirarla. Mô empezó a escuchar, a pensar. Y se dio cuenta de que la habían colocado al revés, que estaba de espaldas al mundo y al bullicio que cada noche se organizaba en el puerto.

Notó que la vida vivía detrás de ella, que la música y el ambiente estaban a su espalda. Se dio cuenta de que la gente usaba también el puerto por la noche, para evadirse de sus ansias, para olvidarse de su cada día.

Y deseó ser parte de ellos, ser como ellos. Deseó vivir, y no limitarse a ver pasar la vida.

Lo habló con el pintor Neé, que estaba en el secreto. Le hablaba de cómo deseaba bailar, pasear. Le dijo que la cabeza se le iba, que las ideas se escapaban de ella, pero no podía moverse. La habían hecho grácil, etérea, pero inmóvil.

El pintor Neé le llevaba sus cuadros, para que los viera. Sus flores más hermosas, en todas las tonalidades de azul, que alegran el ánimo y calman los corazones. Pero no lograba nada: la sirenita seguía mustia, triste. Probó luego con sus flores multicolores, con rojos llameantes, y naranjas muy vivos, convencido como estaba, de que era un buen remedio para las tristezas: al fin, sus flores habían alegrado a Carmen, a Ana, a Isabel, y a tantas otras amigas. Incluso, y aunque sentía algo de celos, el pintor Neé le llevó una mañana a su amigo, el escribidor, el poeta. Pero nada. Ni la poesía que compuso para ella, ni el artículo que le dedicó en el «Menorca», lograron animarla.

Y la situación llegó al paroxismo, cuando una mañana, en su habitual visita, el pintor descubrió una lágrima furtiva, que se deslizaba lentamente por la cara de Mô. Además, no podía dejar de notarse que, cada vez, el color de la sirenita era más verdoso, más apagado. Y esto, en las sirenas varadas en tierra, es muy peligroso. Y le prometió encontrar una solución. Se convirtió en un investigador de mitologías, leía y buscaba sin cesar el remedio para su amiga, que languidecía de pena, y se apagaba un poco más cada día.

Y un día me comentó su problema: había prometido algo que no podía cumplir. ¿Cómo podía ayudar a su amiga, cómo liberarla?

A mí me gusta coleccionar quimeras, perseguir sueños. Y pensar que lodo lo imposible es realizable. Y entonces, lógico, podía ayudarles a encontrar una solución. Y la encontramos.

Las sirenas, y el tiempo y lo vivido nos han dado la razón, pueden conseguir un deseo. Han de desearlo mucho, en cuerpo y alma. Ha de ser tan importante como para decidir renunciar a sí mismas, por lograrlo. Y Mô reunía estas condiciones. Sabía que el coste era alto: dejaría de ser lo que era, la sirena del puerto de Mahón, para lograr su deseo. Pero le pareció justo, le pareció bien: un precio razonable.

Quizá ustedes me dirán que es absurdo, que es muy caro dejar de ser uno mismo, para perseguir un sueño. Pero yo no hice esta ley. Y además, es imprescindible poner orden en el mundo de las sirenas: calculen, con la cantidad que hay, pululando en nuestros mares, que se pasaran el tiempo cambiando de estado, siendo y dejando de ser lo que son. Pero como el dios que las creó era un dios comprensivo, y las sabía tan hermosas pero tan enamoradizas, tan vulnerables, les dio esta única oportunidad.

Y Mô la usó. Sabía que tardaría días, que debía pensar exclusivamente en su deseo, para lograrlo. Como no podía distraerse con charlas, ni mirar otra cosa que su propia fuerza de voluntad, pidió al pintor Neé que dejara de visitarla. Con dolor, él renunció a sus mañanas en el puerto, pero la vigilaba desde arriba, desde el mirador. E, incluso de lejos, comprobaba poco a poco sus progresos.

Mô tenía los ojos cerrados con obstinación, no dejaba que nada la distrajera. Y, poquito a poco, como me iba confirmando el pintor, la sirenita se iba dando la vuelta, la piel de su cola se volvía, muy despacio, traslúcida, y se le caían las escamas, lentamente. Pero sólo lo sabíamos nosotros. Y Mô.

Y una noche, seguramente, lo logró. Porque no hemos sabido nada más de ella. Quizá el pintor, como digo, sepa algo que yo desconozco. Pero él es amigo de sus amigas, y no traicionará nunca la confianza de quien le cuente sus secretos. Si Mô ha hablado otra vez con él, no ha querido decírmelo.

Pero estoy casi segura de que no se ha alejado mucho. Le encanta el bullicio, la gente, el ruido del puerto. ¿Y cómo va a vivir una ex sirena lejos del mar? Seguro, seguro, que anda por ahí, entre esta gente joven que cada noche se pierde en el bullicio, en el ruido. Seguro que, alguna vez, debe mirar, un poco melancólica, este sitio que dejó para siempre.

Voy a decirles otro de mis secretos, por si les sirve. Las sirenas que renuncian a serlo, mantienen, para siempre, los ojos verdes, y tienen un resplandor del mismo color, que las envuelve, cuando bailan a ritmo muy rápido. Es tenue, apenas un aura, un visto y no visto. Pero les puede servir para reconocerla. Además, cuando aman, se vuelven traslúcidas, casi transparentes. Esto no se lo conté nunca a Mô, ni al pintor Neé. Lo guarde como un secreto personal, para reconocerla algún día, si se hacía realidad su sueño.

Por favor, no se lo digan al Alcalde. Podría dedicar sus días y sus noches a buscarla, y obligarla, luego, a volver a su sitio. Al fin, él casi la inventó, y se siente responsable de ella.

La bruja de la calle de la Plana

Ella, no podía evitarlo, se definiría siempre en pelirrojo.

No había ningún signo exterior que la explicara tan bien, ni nadie dudaba a la hora de explicar como era:

—Sí, la pelirroja, esta niña con gafas, la hija del barbero...

Y acabó siendo, por definición, la pelirroja. Y esto, indudablemente, imprime carácter. Se puede ser muchas cosas en la vida, unas más importantes, otras menos. Tener los ojos azules, o ser alta, redondita, lista, o desgarbada. Pero todo esto, en menor o mayor medida, abunda. No pasa lo mismo con las pelirrojas: hay pocas, son escogidas, normalmente tienen un genio endiablado, y siempre, siempre, son algo brujas.

En su familia, y desde siempre, había un pelirrojo o una pelirroja en cada generación. No se repetían. Afortunadamente. Ya era un problema para todos liarse con una sola, como para andar repitiendo la experiencia al mismo tiempo. Y todos los pelirrojos de su familia tenían una vida diferente. No mejor, ni peor. Pero sí distinta. Marcada por la buena o la mala suerte, pero encontrando siempre la manera de no perderse, de capear el temporal, de sortear los escollos. Normalmente, eran aquellos de los que se contaba su historia en las largas tardes de los domingos de invierno, porque siempre habían vivido cosas que los habían hecho desgraciados, o terriblemente felices. Nunca fueron medianías, nunca se casaron y tuvieron hijos y después comieron perdices, como les pasaba a la inmensa mayoría de los mortales. Algo fallaba siempre, fuese el marido, la mujer, los hijos, o las sufridas perdices, símbolo de la felicidad de los cuentos, por algún lado se rompía la historia, para bien o para mal.

Y ella no iba a ser menos, estaba segura. En su fuero interno, en la tranquilidad tremenda que te da la sabiduría de los pocos años, sabía, sin lugar a dudas, que era una elegida. No se puede tener un pelo así, sin que algún dios te haya tocado con su mano. Claro que hay dioses de muchas clases, incluso dioses nocivos, y alguno, acaba siendo sólo un dios menor. Pero dioses al fin, con capacidades desconocidas por los hombres. Y esto la hacía soñar.

Estaba convencida también de que descendía en línea directa de alguna bruja quemada en la Edad Media, por pelirroja. Lo contaba, y su historia era tenebrosa. Hacía estremecerse de miedo a su hermana Gary, a su prima Juani. Y a quien quisiera escucharla, claro. No se negaba a cualquier público dispuesto. Pues tenía un gran defecto: era tremendamente presumida, y convencida como estaba de que era especial, tenía prisa por convencer a todos de que su vida, sin duda, sería diferente.

Esperaba convocar a los dioses protectores con sus historias, esperaba que la levantaran al vuelo, y se la llevaran de allí, del barrio que la sumía en la medianía, de la vulgaridad del vivir de cada día, que la agarraba, estaba segura, por los pies y le impedía volar.

Porque, hablemos claro, ¿qué hacía una bruja como ella, dotada de poderes especiales, tocada por la mano de un dios, viviendo en un sitio como este? Pero estaba segura de que tarde o temprano llegaría su momento glorioso, aquel en que se reconocerían sus méritos, aquel momento, al fin, en que podría volar sola, y despegar, salir de su entorno y volar para siempre.

No sabía todavía lo que haría con su vida, pero tenía algo muy claro: sería algo grande, célebre. En los atardeceres de verano, cuando el día se mostraba interminable, nada decidido a fundirse con la noche, ella soñaba, sentada en el portal, mientras sus amigas jugaban a los juegos de siempre, aquellos de los que las piedras de la calle de la Plana sabían los nombres, los sabores, incluso las trampas.

Se quedaba absorta, ensimismada, mientras Ani, Montse, Orieta corrían de lado a lado, buscando el hierro protector de los pestillos de las puertas, de los cerrojos de las ventanas, que les impedirían perder turno en el juego, y ella volaba, sin alas, en busca de su destino seguro.

Sería ministra, escritora, descubridora de maravillas, desfacedora de entuertos. Conocería los más bellos lugares, las más interesantes personas. Y la reconocerían a ella como extraordinaria. Se comería el mundo, estaba segura.

A veces, sus destinos cambiaban, según el último libro que caía en sus manos. Podía ser una piloto de aviones aventurera, o una genial diseñadora de modelos carísimos, que dejarían a sus clientas con la boca abierta. Descubriría tierras ignotas, o vencería una epidemia imparable con sus tratamientos médicos. Normalmente, podía pasar cualquier cosa, menos las que encerraban en sus historias las soluciones que dependían del buen hacer de una hada madrina. Ya se sabe: las hadas madrinas y las brujas, aunque sean buenas, no se llevan bien. Además, ella dejaba estas soluciones fáciles, junto con los príncipes encantados, para las pobres de espíritu, para las que esperaban que la solución les llegara de fuera, de forma milagrosa. Porque ella estaba convencida de que el milagro suyo era un milagro de cada día, algo que llevaba dentro, que formaba parte de ella misma, y que se manifestaba, sin duda, en este pelo rojo que la hacía diferente de las demás.

Para vivir, sólo necesitaba su imaginación, un buen libro y un rincón tranquilo en el que su soledad creara el mejor ambiente.

Descubrió pronto que si deseaba algo con mucha, mucha fuerza, lo conseguía. Lo probó un par de veces, y dio resultado. La primera, con el molinillo de café.

Era una lata, para cualquiera, moler el café con este molinillo de madera, pesado, aburrido, con el que dabas vueltas y vueltas, y nunca quedaba suficientemente fino. A ella le parecía que sí, que estaba bien. Pero su madre comprobaba siempre que no, que quedaban trozos de granos, que todavía debía seguir. Claro, pronto encontró el truco de esconderse para no hacerlo. Pero el mismo truco descubrieron sus dos hermanos, y le dolía luego la conciencia, cuando veía a su madre, agobiada ya por demasiadas horas de trabajo, insistir, dale que dale, dando vueltas al dichoso molinillo. Se le ocurrió entonces la posibilidad de que cayera del cielo un aparatito eléctrico, uno de estos que se usaban en casa de tía Toñi, y que resolvía el pesado problema.

En aquel tiempo, el café se compraba a granel en la tienda de Es Pla des Monestir, y no en las bolsas ya molidas que se compran ahora en el supermercado. En Vicent de sa Creu d’en Ramis tenía fama de vender el mejor café, y el mejor aceite de Mahón. Era una excursión mensual, el ir a comprar estos artículos. El aceite de colza no había enturbiado todavía el panorama español, y era una maravilla ver cómo salía el aceite, medido con una manivela, como formando parte de una magia no descubierta. Pero volvamos al tema. Intentó buscar soluciones alternativas al molinillo. Y empezó a pensar seriamente en ello. Por la noche, en la cama, con los ojos apretados con fuerza, se concentraba en buscar soluciones. Llegó a la conclusión de que no necesitaba encontrar la forma de hacer el milagro: el milagro se haría solo, ya pondrían los ciclos la manera. Ella sólo debía concentrarse en desear el nuevo artilugio, en imaginarlo hasta su más íntimo detalle. Desde luego, no había que pensar en comprarlo: la economía familiar no daba para estos gastos fuera de presupuesto, y sería una locura imaginar que un dinero necesario para cosas más imprescindibles, se destinara a algo así.

Blanco. Sería blanco. Lo decidió la tercera noche que se pasó deseándolo con fuerza. Y su tapa sería de un color achocolatado, transparente, para comprobar lo bien molido que estaba el café, sin destaparlo. Y el pulsador negro, claro. No se detuvo a pensar en si había visto algo así en algún lugar, o si lo inventaba mientras pensaba en él. Se concentró, exclusivamente, en desearlo. En imaginarlo sobre la mesa de la cocina. En verlo como propio.

Y sucedió el milagro, claro. No podía ser de otro modo. No se imaginaba siquiera un posible fracaso.

El sábado siguiente añadió a la compra encargada por su madre un vaso de leche de almendras Solís. Hay que decir que fue su billete de lotería premiada. Lo compró como una golosina, sabiendo que se salía de presupuesto. Y pumba. Fue llegar a casa, y leer atentamente la etiqueta. Promoción: para dar a conocer el nuevo producto, se ofrecía la posibilidad de que en el reverso de la etiqueta apareciera el premio de un electrodoméstico. Era el sueño de cualquier ama de casa, claro. Los primeros sesenta pillaron a todo el mundo con la ilusión del enchufe, y con unas economías familiares, especialmente en este barrio, que no daban para alegrías eléctricas.

Casi no necesitó ni mirar la etiqueta para saber lo que decía.

—Mira, mamá. El molinillo de café.

—Tonta. ¿Cómo va a tocamos a nosotros? Con la cantidad de frascos que se venderán, y las pocas etiquetas premiadas que habrá...

Pero sí, sí. Ésta era, no podía ser de otra forma, la etiqueta premiada. Y el premio, no podía ser otro que el molinillo, dichoso trastito, pedido hasta el aburrimiento. Menuda sorpresa. Todavía lo recuerda, allí, sobre la mesa de la cocina, blanco, por supuesto. Y con la tapa oscura, casi transparente. Y el pulsador negro. Como en sus deseos. Formó parle de los aparatos domésticos, durante mucho tiempo, hasta que fue sustituido por otro, más moderno, comprado, por lo que no tenía ni la mitad del valor que tuvo el primero.

Y no fue esta la única vez en que puso a prueba sus poderes. Otra vez... aunque ésta es todavía demasiado dolorosa como para recordarla. Era algo en lo que se jugaba mucho. Los problemas, idiotas problemas, llamaban a la puerta de casa, y se derrumbaba la fortaleza familiar. El agobio podía provocar una ruptura, y nadie parecía encontrar solución. Y la solución apareció de repente, casi sin sentir, cuando ya nadie la esperaba. Y ella sabía, sólo ella, de qué forma llegó. Fue también el resultado de alguna noche en vela, de apretar con fuerza los ojos cerrados, de desear hasta entumecerse el cerebro una cosa, con desesperación. Y llegaron, claro, como digo, las soluciones. Y todo volvió a la normalidad.

Nunca habló de ello. Nunca dijo ni explicó que ella sabía cómo se había solucionado todo. ¿Para qué? No valía la pena entrar en detalles. Lo importante era lo logrado. Pero le cogió miedo al sistema. Se convenció de que podía ser peligroso. Descubrió que manejar así las cosas era algo que podía ser terrible, a la larga, para ella y para los demás. Hubo un momento de ruptura entre lo que era, y lo que tenía miedo de ser. Y dejó de desear, decidió que no pediría nada más.

Claro que coincidió, más o menos, con el corte de su melena. Su pelo se convirtió en una vulgar melena de paje, adocenada, nada sugerente para ningún dios.

Todavía, tras el paso de tantos años, recordaba cómo caían los mechones de su pelo, en la peluquería de Luisa.

—Es más cómodo —decía mamá—. No se te enredará tanto el pelo, podrás peinarlo más fácilmente.

Y era verdad, claro. Quién iba a dudarlo. Pero estaba segura de que desaparecía mucho más que su pelo en la aventura.

Se olvidó de desear. No se dejó crecer el pelo en mucho tiempo. Dejó de considerarse especial, algún tipo de bruja buena. Se adocenó, definitivamente.

Y nunca más le pasó nada extraordinario. Con los años, se casó y descasó, tuvo hijos, luchó a brazo partido con la vida. Los problemas llegaron a poder con ella, y los resolvió poco a poco, como todo el mundo hacía, sin misterios. Salió a su tiempo de la calle de la Plana, y sólo volvió a ella para las visitas llenas de nostalgia. Pero no salió volando, ni en volandas. Fue la vida la que la sacó, y la dejó en otros sitios que no fueron, forzosamente, mejores. Todo lo que le pasó, desde entonces, rozaba tanto la normalidad, que le hizo olvidar, con el tiempo, que alguna vez había sido, en secreto, la bruja de la calle de la Plana.

Incluso ahora, cuando alguna cana aparece ya entre su melena pelirroja, larga otra vez, pero sin poderes visibles, duda. Duda de si lo que recuerda fue verdad, o sólo un sueño. Pero sabe, en el fondo sabe que le encantó ser, alguna vez, esta bruja pelirroja que iba a comerse el mundo.

La escritora de historias

Las tenía de todos los tamaños, de todas las medidas, de todos los sabores, de todos los colores.

Lo suyo era visceral, total: amaba escribir historias, y hacía de ello su vida misma. Pasaba las horas ante su máquina de escribir, y se olvidaba, al hacerlo, de hablar, de comer, de dormir. Cuando sentía nacer una historia en su interior, nada era capaz de detener el impulso que la llevaba a agarrar su máquina, y llenar aquel folio blanco que era como una tentación, como un pecado.

Había empezado como un juego, y acabó siendo más fuerte que la vida misma. Y arrancaba chispas a su máquina de escribir, mientras su imaginación volaba por libre, descubriendo mundos, inventando realidades que, hasta que ella aparecía, se escondían muchas veces detrás de la realidad misma. Y lo que escribía era tan obvio, tan real, tan cierto, que nadie dudaba de que su vida era rica y densa, interesante, como sus mismas historias. Nadie podía escribir con tal intensidad, convenciendo tanto, sin ser parte real de lo contado.

Cuando ella hablaba de amor, una imaginaba las más ardientes historias, los más densos romances, los besos más apasionados, los más agotadores clímax. No podía ser de otro modo. Y, quienes la leían, sentían envidia de sus vivencias, e intentaban imitarla, igualar lo que ella explicaba:

«Sus ojos la subyugaban. Y ella se dejaba hipnotizar. Sus caricias, ¡ah, sus caricias!. Y el placer inmenso se extendía en oleadas, mientras besaba su cuello, y sus manos recorrían su cuerpo, sin darle un momento de reposo...».

¿Cómo no creer que era la mejor amante del mundo? Se preguntaba más de una, mientras suspiraba resignada, mirando al manta de su marido, que nunca la llevaba a estas colas de placer, ni le hacía sentir algo parecido, y que se limitaba a darse la vuelta, en la cama, tras musitar un:

—¿Te ha gustado?— que hacía mucho tiempo ya que no merecía más respuesta que el silencio. Y a dormir, claro.

Describía paisajes, viajes, aventuras, que hacían soñar. Debía, forzosamente, conocer medio mundo, quien lo pintaba con palabras tan vivas, con colores tan bellos.

«...y el mar rompía, dulce, sobre la arena. El sol caía, lentamente, en el horizonte, y la quietud y la calma ganaban, poco a poco, la playa. Los últimos bañistas, rezagados, pasaban, con sus bolsas y sus sombrillas a cuestas, dispuestos a volver a casa. Mientras, toda la belleza y el color dorado de los atardeceres del Mediterráneo se fundían, lentamente, en la playa de Son Bou, en la remota isla de Menorca. Nada rompería la calma del momento, hasta la mañana siguiente, cuando las hamacas, las sombrillas, la gente, irrumpiera de nuevo, con su olor a bronceador, su piel roja y requemada, su prisa en quemar al sol sus vacaciones...».

¡Ah! ¿Cómo dudarlo? Esta escritora de historias había viajado mucho, conocía las puestas de sol en Menorca, los amaneceres en Ibiza, las tormentas de arena del desierto y el bullicio salvaje de las grandes ciudades... Que envidia despertaba en sus lectoras, que conocían solamente sus lugares de cada día, y el repelido paisaje de su lugar de vacaciones de todos los años, con abuelos, niños...

¿La riqueza? ¿El lujo? ¿La fama? Debía de haberlo experimentado todo, si no, era imposible describir estos ambientes, hablar como ella hablaba de palacios, bailes, teatros y actividades sociales.

«Refulgía toda ella, envuelta en joyas exclusivas de Cartier. Su cuerpo era una exhibición de buen gusto, llevada a la exasperación por un traje de seda y gasa verde de Saint Laurent. Bailaba, sin que se notase casi su movimiento, en el salón inmenso de la Embajada, y se dejaba tentar por uno u otro bailarín, sin hacer caso seriamente a ninguno, sonriendo apenas, para atender sus pretensiones. Luego, la cena de gala, dispuesta para cien personas, en una sala donde la plata de los cubiertos, el cristal de los platos, con su brillo, realzaban la belleza y el fulgor de las invitadas...».

¿Quién podía ser luego feliz, en su pisito de ochenta metros cuadrados, que costaba tanto pagar, mes a mes, al banco? ¿Quién podía conformarse con las fiestas de la Asociación de Vecinos, o las tapitas de la tasca de la esquina? ¿Quién no haría rechinar los dientes, viendo que había tanta injusticia en el mundo? Unas, bailes de gala, romances con príncipes, vidas de princesas... Y otras, fregoteando la cocina, llevando los niños al colegio, haciendo la compra... Imaginar, simplemente, que la autora había vivido lodo esto, para explicárselo a ellas, era para partirse de envidia, para volverse verde, vamos.

Y así, seguían todas sus historias. Y así seguían todas sus lectoras, semana a semana, tragándose embelesadas, medio roídas ya por la envidia, pero impacientes por leer de nuevo, por encontrar un romance mejor que el anterior, un ambiente más lujoso, un amante con los ojos más azules o el coche más potente...

Y así, la escritora de historias se pasaba la vida, inventando aquello que sus lectoras querían, y sabiendo de antemano que nunca podrían juzgar la verdad de sus cuentos, pues ninguna de ellas tendría ocasión nunca de cambiar el marido que le había tocado en suerte por el maravilloso amante de ojos azules, coche descapotable, y cuenta millonaria. Tampoco nadie, era lógico, iba a invitarlas a un baile de gala en la embajada, ni a llevarlas de vacaciones a Menorca.

Por tanto, ella podía lanzarse, sin miedo, a inventar lo que quisiera: los más bellos paisajes, los más dulces encuentros, los más apasionados romances. Todo lo que la vida, al fin, debería dar sin regatear, pero que, inevitablemente, reservaba para muy pocos.

Y escribía y escribía sin cesar. Aunque sólo fuera para evitar quedarse a solas con su vida real. Una vida de soledad desde el principio, de soledad sin paliativos. Ni novios, ni amantes, ni maridos, hubo en su vida. Y lo que le pagaban por sus novelas rosa no daba para mucho: con un poco de suerte, sobrevivía mes a mes. Claro que no tenía grandes ambiciones, apenas salía de casa, y podía escribir con el batín y las zapatillas: total, nadie la visitaba, ni la conocía, y, además, escribía con seudónimo. Menuda vergüenza le daría, si la señora del segundo piso, o la esposa del comerciante de la esquina, que comentaban con pasión su última novela, y hablaban de la maravillosa escritora, hubiesen sabido que era ella, esta mujer de cincuenta años, vida gris, normal, y que vivía sólo para inventar, para escribir historias...

En fin, mejor olvidarlo, y lanzarse a por otra: por ejemplo, la princesa raptada de su cuna, bellísima, de ojos azules y maravilloso pelo rubio, a la que descubrirá el duque encantador, cual cenicienta revivida... ¡Ah! ya podía imaginar el ambiente, las casas maravillosas que describiría, los vestidos de fábula...

Y sobre todo, tenía que acordarse de llamar de nuevo al fontanero: el calentador no funcionaba, y la calefacción estaba apenas a medio gas, y una se helaba, pensó mientras se envolvía en su batín más astroso, pero también el más calentito, y buscaba sus zapatillas desgastadas, pero cómodas, y... y ponía un nuevo folio en la máquina. Y escribía sobre mundos maravillosos una vez más.

Maruja S.L.

Maruja es cualquier cosa menos una sociedad limitada.

Derrocha tiempo, humanidad, presencia a su alrededor. Corre de un lado para otro desde que empieza el día porque, claro, ella no trabaja, y, ante esto, todo el mundo en casa se siente capacitado para pedirle algo, exigirle más, esperar que ella se desmonte por piezas por el resto de la familia.

Anda en esta edad indecisa, que se difumina en su cara y en su cuerpo como una nube, bordeando los cuarenta, aunque a veces ha de esforzarse para recordar que ya ha cumplido los treinta.

Y es que, todo, absolutamente todo, parece que pasó ayer. Ha de contar mentalmente los años que han transcurrido desde su boda, desde el nacimiento de Carlos, desde que Lorena hizo la primera comunión. Claro que guarda un álbum gordote y estropeado en los bordes, en el que todo el mundo le sonríe desde la distancia en el tiempo, en el que ella, más que nadie, conoce fechas y felicidades, aventuras y desventuras, sin necesidad de que nadie le recuerde el cuándo, el cómo, el dónde.

Sin ella saberlo, es un prototipo ideal. Es, exactamente, lo que no quiere ser su hija, lo que no fue su madre, lo que no querría ser ella misma.

Se conforma, porque no tiene más remedio, con lo que le ha dado la vida. Y se queja, porque es lógico y humano, por todo lo que no ha tenido, por todo aquello a lo que cree tener derecho. Basta fijar la vista en el espejo de cuerpo entero que preside su dormitorio: si pudiera colocar en el pecho exactamente lo que le sobra en las caderas, sería una mujer diez. Al menos, esto es lo que cree, y, entretenida en imaginarlo, no se desespera encontrando problemas más hondos, dilemas más serios. Conoce todos los sistemas de la abuelita para adelgazar, aderezados con los últimos sistemas del mercado: el «biomanán» no tiene misterios para ella, la revolución dietética del doctor Atkins la llevó a cambiar la comida por el aburrimiento, la mermelada por la mayonesa, la fruta por el sabor correoso, continuo y repetitivo de la carne. Pero, aun así, su talla de caderas sigue siendo muy superior a la de su talle, y visitar las tiendas de moda, un autentico suplicio.

No la preocupa tanto el hecho de que su cabeza también se agoste demasiado delante de la tele, sufriendo, como sufre, por Rubí, Cristal, Manuela y tantas desgraciadas que llegan de allende los mares para hacemos sufrir sus penas con ellas, en la telenovela, a la hora del café.

Los culebrones, la tarta de manzana, los concursos de la tele y soñar con Miami son sus debilidades más comunes.

Porque, en el fondo, ella sabe que es todas y cada una de las mujeres cuyas historias sufre en carne propia con cada uno de los seriales, y sabe que, al mismo tiempo, no es ninguna de ellas. Pero su vida se ha vuelto tan normal, que necesita estos sueños para hacerla un poco más pasable.

Porque a ella no la engañaría Luis Alfonso, que va. Ni la llevaría al huerto Armando. Ella, con su «savoir faire», los llevaría a todos de calle, los transformaría en ciudadanos normales, les enseñaría a vivir, lejos de tanta desgracia, de tanto sufrimiento. Pero es que estas chicas de hoy en día... Y se queja por lo bajini de que por culpa de este capítulo de hoy, va a llegar tarde a Mercoisa, y le queda todavía la cocina por arreglar, y, además, debería preparar esta coca de albaricoques para la asociación de vecinos, ya que se ofrecieron todas a colaborar en la venta del sábado, para recaudar fondos...

Qué agobio. Y pensar que en casa dicen que ella es una privilegiada, que no depende de horarios, de jefes, de maestros, de oficinas ni clases... pero qué sabrán. A todos les encanta encontrar la cama hecha, la ropa limpia, su comida preparada. Nadie se ofrece para lavar los platos, para poner en marcha la secadora. Y, por supuesto, nadie le pregunta al llegar la noche si su día ha sido bueno, ni cómo lleva el tener que adaptar el presupuesto familiar a los ingresos que llegan cada mes, algo que se está convirtiendo cada día en un trabajo más difícil. Si intenta comentar con su marido la subida de los precios, las colas del supermercado, o este chismorreo último que le ha contado Pili, la mujer del municipal que vive en la casa vecina, todo el mundo corre, se escapa, o encierra la nariz en el periódico. Lorena y Carlos chistan para que calle, interesados en la programación de la tele. Pero, claro, cuando ellos necesitan a alguien que les escuche, vienen corriendo a ella, ya se sabe, pues siempre debe encontrar tiempo para consolarles, lamer sus heridas, darles apoyo...

Menudo papelón le ha dado la vida. No vale. Es una trampa asquerosa. Y se lo repite a sí misma muchas mañanas, mientras prepara la lista de la compra, o apenas queda vacía la casa, cuando han salido todos corriendo. Antonio, su marido, a la oficina. Lorena, sin tiempo casi para dar los buenos días, cogiendo los libros al paso, corriendo hacia el Instituto. Carlos, un poco más cariñoso, dándole un beso distraído, mientras pide su desayuno, a punto para ir al colegio...

Y todos marchan, y la dejan con la tarea inmensa de lograr que esto, la casa, funcione. Y ahí no hay excusas. Todos llegarán al mediodía con hambre, con deberes por hacer, con problemas de trabajo.

Y no puede quejarse, qué va. Si le recuerdan entonces que su vida es la más fácil de lodos...

Y ella, mientras lava los platos cada mediodía, sola otra vez en casa, piensa en la forma absurda que pasa su vida, corriendo hacia la nada, como esta agua que escapa por el desagüe. Y no siempre fue así.

A veces, todavía sueña y recuerda aquellos tiempos en que se sentía capaz de hacer grandes cosas. Creía, ilusa, que la vida era algo más, bastante más que esto. Creía, por ejemplo, que el amor era algo más que este distraído beso de buenas noches, o esta gimnasia a veces tan poco deseada en que se han convertido las relaciones con su marido. Los sábados, ya se sabe... ¡Ah! ¡Qué distinto es esto a la pasión de sus telenovelas! ¡Esto es amor de verdad, del bueno, y no amor programado, como el que ella conoce...! Pero no puede quejarse. En el fondo, sabe que no tiene motivos para quejarse en modo alguno. Antonio es un buen marido, con un trabajo estable, y no le ha dado problemas en la vida. No sale muchas veces con amigotes, sólo cuando es auténticamente necesario. No le ha dado una mala vida, es cierto. A veces, sus ojos tienen también un brillo extraño, le ha sorprendido mirando a alguna chica guapa, o sonriendo como un idiota ante las imágenes de estas descaradas de Telecinco, que enseñan más de lo que tienen en la tele... pero ya se sabe: los hombres... Y ella ha aprendido a no molestarse por ello. Porque, a ver, ¿que tendrán estas que ella no tenga? Tampoco son tan guapas... Y si ella pudiese ir a la peluquería todos los días, y, comprarse los vestidos que quisiera, y cuidarse... a ver. Así, cualquiera es guapa. Pero no. Ella tiene que esperar a que le toque el turno, que siempre es después del de los demás. Antes de pensar en un vestido, debe recordar que Lorena necesita esto, aquello, o lo de más allá, y que las clases de repaso de Carlos, que le son imprescindibles, cuestan un ojo de la cara, y que su marido necesita ir arreglado a la oficina, y que...

Pero bueno. Tampoco es para quejarse. ¿A dónde iría Antonio si ella le dejara? Tiene ya tripita, y alguna cana. Y el pelo le clarea en la frente. Y hay que verle también, en bata y zapatillas... Poco miedo le dan las aventuras que pueda correr su marido. Y, al fin, siempre vale más malo conocido que bueno por conocer, ¿no?

¿Y sus hijos? Pues son buenos chicos, piensa mientras se levanta al fin del sofá, y se decide a marchar a la compra. Lorena no le ha dado ningún disgusto, incluso este noviete medio hippie que tuvo el verano pasado es ya historia, que menuda es ella, dando la lata y explicándole a su hija que este chico no le convenía de ningún modo, que ellos tenían mayores ilusiones para ella, que para esto no se iban a matar, dándole estudios... menos mal que, al fin, ella volvió al redil, y sigue estudiando, y seguro que en la universidad conocerá algún chico conveniente... aunque ella quiere, por supuesto, que Lorena acabe una carrera. Hoy en día, las mujeres necesitan ganarse la vida por ellas mismas, aunque sólo sea para saber que si algo va mal... Y Lorena es muy lista. Lo han dicho siempre los profesores.

Carlos es más normalito. Pero es tan cariñoso... Quizá no llegue a estudiar para algo importante, como ella querría, pero seguro, seguro, que encontrará la forma de ganarse la vida. Y es serio, y responsable, y no le da ningún disgusto. A veces, le gustaría verle un poco más espabilado, pero ya se sabe, hoy por hoy, los espabilados suelen serlo demasiado, y acaban con el alcohol, y las drogas, y a lo mejor... no, mejor no pensar en lodos los males que pueden esperar a sus hijos apenas abandonen los brazos protectores de sus padres...

Se arregla, deprisa, ante el espejo. Otra vez, la falda queda un poco estrecha en las caderas... Esta Navidad, con las comidas familiares, y tanto compromiso... ya se sabe. A partir de mañana, verdura y carne a la plancha. Aunque, ¿para que?, se pregunta a sí misma, mientras esconde un poco esta tripita con un jersey largo. Si total, Antonio no se da ni cuenta, y para lo que la miran los demás... y tampoco quiere ella gustar a nadie. Menudo follón, añadir ahora estos problemas... Aunque dicen, y ella casi se lo cree, que la dependienta del super de la esquina tiene un lío. Y, a ver, ¿no tiene casi su misma edad? Claro que su marido es un manta, y no le hace ni caso, y el tío con el que la han visto varias veces está muy bien... pero mira que liarse una mujer casada, y con hijos como los suyos... Bueno, a lo mejor son sólo comentarios con mala idea. Aunque ya se ha fijado ella en que últimamente va muy arreglada, y se la ve muy compuesta, con rimmel desde primera hora de la mañana... ¿y cómo será esto de tener un lío? ¡Uf! Tener que preocuparse por gustar a otro, cuando la vida ya se te ha vuelto tan cómoda con tu compañero de siempre... Pero este es uno de los peligros de salir a trabajar, como dice Antonio. Él, en esto, es muy moro. Recuerda todavía cuando su hermana puso la mercería, y le ofreció compartir el negocio. Que ilusión. Y que jarro de agua fría, cuando Antonio le dijo que ni hablar. Que el ganaba bastante para mantener una familia, y que estaría bueno que ahora, cuando los chicos la necesitaban más, tuvieran que prescindir de ella... Y que iba a hacer. Lo dejó, claro. Y resulta que a Marta le va muy bien, con su negocio. Y que incluso han podido irse ella y su marido a Canarias, esta Navidad... ¡Que envidia! Escapar de las comidas familiares, tumbarse al sol, vagar lodo el día, en lugar de escuchar las enfermedades de siempre, los problemas de siempre, y de tener que cocinar para todos... porque claro, al marchar Marta, le tocó a ella doble trabajo. Que si comida en Navidad, y comida en Año Nuevo. Menuda egoísta es Marta. Y además, con cara de mártir, porque claro, como ahora trabaja...

Estos zapatos necesitan ir al zapatero. Tienen el tacón desgastado. Claro que, lo que de verdad necesitaría son otros nuevos. Y ha visto unos tan bonitos en el escaparate de Rúbrica... pero no. Todavía no. Estos resistirán el invierno, y está el viaje de fin de curso de Carlos a la vuelta de la esquina, y habrá que comprarle tantas cosas... Porque claro, no querrá ir como un pordiosero. Y con la manía que le ha dado ahora por las marcas... que si Levis, que si Reebok... En fin. Sólo serán jóvenes una vez, y mientras ella pueda...

Pero estaría bien que pudieran tomarse unas vacaciones, piensa para sí, mientras se pinta distraída los labios. Casi no recuerda la última vez que marcharon fuera de Menorca. Y era sólo unos días en Barcelona, pero que bien lo pasaron... Ya se ha salido otra vez la pintura en los bordes. Se retoca corriendo con un kleenex, y piensa que este color, definitivamente, no es el que aparece este año en las revistas. Aunque, bueno, tampoco esta gabardina es el último grito de la moda... pero bueno, ¿quién va a controlar su aspecto en Mercoisa? Si todas van a lo suyo, comprando rápido, buscando ofertas y el mejor precio... Deprisa. Ya llega, definitivamente, tarde para preparar la cena.

Sale a toda prisa, y ha de volver a entrar. Se ha dejado la cartera en el otro bolso, y la lista de la compra en la mesa de la cocina. El coche, este maldito R-5, pide ya la jubilación Pero claro, compraron el coche grande hace dos años, y no están para estos gastos, y, total, para lo que ella usa el coche... Arranca al fin, con un ruido sospechoso que le recuerda que ha de pasar, ya, por el mecánico.

El súper está cada vez más imposible. Carritos por todos lados, y la gente que parece no saber ni andar, y tropiezan unos con otros continuamente. Hay una cola enorme en la carnicería, pero le toca apuntarse a ella, pues no ha dejado nada fuera del congelador para la cena. ¿Hamburguesas? Lorena protestará, pero le encantan a Carlos... Y Antonio, al fin, cena mirando el telediario, y come cualquier cosa... Deprisa, deprisa, pasa por los mostradores de fruta y verduras. ¿El pan? No ha mirado si queda todavía en casa. Compra un paquete de Bimbo, como previsión, esto siempre va bien, y dura mucho en la nevera... pasa sin mirar ante la pastelería. Y se siente bien consigo misma. Al fin, no es tan difícil vencer la tentación... pero, ¿qué ve? turrones en oferta. Claro, ya han pasado las fiestas... pero estaría bien llevarse un par de barritas a casa. Total, es un postre sufrido, y están tan bien de precio... Llega al fin a la caja registradora, y, como siempre, se ha pasado. Menos mal que lleva siempre la Visa en el bolso...

Aunque esto suele traer problemas. Quiere ajustarse a un presupuesto, y ahora, va a desequilibrarlo... En fin. No hay remedio.

Corriendo, corriendo, llega a casa. Ponerse las zapatillas, y ropa cómoda. ¡Uf! Estos tacones la matan. ¿y las medias? ya se ha hecho una carrera sin darse cuenta... otro par tirado. Qué horror. En sus tiempos, recuerda, había en cada calle una señora que recogía los puntos... qué risa. Ahora, esto es impensable. ¡Agg! Se ha olvidado de la espuma de afeitar. Y mira que Antonio se lo había recordado esta mañana... en fin, que hay que volver a salir, aunque sea rápido.

La cena. El teléfono que suena.

—Sí, mamá. Sí, recuerdo que hoy es tu santo. Pero pensábamos llamarte todos, a la hora de la cena...— Qué horror. Menudo despiste. ¿Se habrá dado cuenta de que no lo recordaba? Parece que queda convencida.

—Sí, mamá. Te llamaremos todos igual. Y el domingo cenamos en casa, ¿de acuerdo? Le llega el olor a chamusquina desde la cocina. ¡Las hamburguesas! Menos mal que es todavía salvable. Da la vuelta rápida a la carne, prepara las patatas. Estarán ya al llegar. Timbre de la puerta. No son ellos, todos tienen llave... La vecina, una vez más, que se ha olvidado de comprar sal. Qué pesada. Y la obliga a perder diez minutos. Y sigue hablando... menos mal que consigue cortarla, y volver a la cocina. Y llegan ellos. Uno tras otro, hambrientos, como siempre. Con sus propios problemas, como siempre. Viéndola, también como siempre, como ese mueble imprescindible, necesario, que se ocupa de la intendencia de la casa, y poquito más. Y cuando ya han cenado, han felicitado todos a la abuela, ha lavado los platos, y ha llegado al límite de su resistencia, agotada casi ya en la cama, contesta a la pregunta ritual:

—¿Has tenido un buen día? —pura rutina, lo sabe, de un Antonio medio dormido.

Y va a contestarle, a decirle que no, que este día, como todos sus días, es demasiado igual al anterior, que está agotada, que necesita vacaciones, que quiere que la mimen, que quiere que la quieran, que ella también es una persona, que también tiene problemas, que... que...

Pero se da cuenta, mientras planea cómo empezar su discurso, de que Antonio ha dado ya media vuelta, y está dormido.

En fin. Si siempre es igual, ¿de qué va a quejarse ahora? Y se pone el pijama, hace sitio junto a su marido, le da un rápido beso de buenas noches, que él acepta entre sonidos ininteligibles y, una noche más, se dispone a dormirse.

¿Quién teme al lobo feroz?

Es un jueves cualquiera, o podría serlo. Pero no. Es jueves, siete de enero, y son las diez y media de la noche. Mi amiga Laly lleva ocho horas en el quirófano, y yo estoy sentada al lado del teléfono, esperando una llamada que me diga, simplemente:

—Todo ha ido bien. No hay peligro, y Laly se recupera.

Pero no. No llega esta llamada, que me haría reconciliarme hoy con el mundo. Elisa, amiga mutua y cuñada de Laly, ha prometido llamarme apenas su marido, Paco, la llame desde la clínica Quirón. Y yo mato las horas y la angustia escribiendo, mientras este maldito teléfono se empeña en permanecer mudo.

Porque Laly es mucha Laly, incluso dormida, incluso bajo los efectos de la anestesia. Incluso luchando, como hace ahora, por volver a la vida normal, esta vida que nos gusta a todos, y que suele despertarse cualquier viernes, cuando me llama.

—¿Bel? ¿Terminarás hoy muy tarde?

Y yo ya sé, entonces, que es una buena noche para dar una vuelta, para despejar fantasmas, para enfrentamos juntas a este vivir de cada día que se asoma sin remedio, sin solución, y que sólo estos buenos ratos nos ayudan a sobrellevar.

Y a Laly y a mí, entonces, nos encanta tomar una pizza en el puerto, cuando el buen tiempo nos lo permite, o cualquier cosa en La Jarrita. La noche, aunque sea larga, resulta corta para estas amigas que, de vez en cuando, juegan a recuperar unos tiempos que, de ningún modo, pueden morir en el recuerdo. Luego, por supuesto, Es Cau, es nuestro mejor sitio. Allí mueren muchas angustias, entre las canciones de Biel, la dulce guitarra de Curro, y los comentarios que bordean la broma:

—Manitas de plata, eres un manitas de plata —repite Biel, entre canción y canción.

Y yo les pido, como siempre, que canten «Si tu me dices ven», esta canción que hace soñar, imaginar un mundo imposible.

Y, bolero tras bolero, la noche puede ser lenta, espesa, fácil o difícil, mientras los amigos de siempre acompañan las nostalgias como siempre, y esconden, como siempre, los miedos en una noche que sabe a poco, a soledad compartida, a eterna presencia.

Paqui, si se deja convencer, canta las canciones del festival de Alaior. Mercedes no canta, pero vive la noche con deleite. Tina se mantiene en esa quietud que la hace tan enigmática, y más de dos, estoy segura, repetirían aquello de:

—Daría cualquier cosa por saber lo que piensas. —Pero no se atreven. Tina es mucha Tina, e impone mucho.

Las noches de Es Cau, y que me perdone la competencia, son las mejores noches de la isla. A veces, salta la chispa, y, en grupo, emigramos todas al Salón. Éste es un rincón de amigos especial. Nuestra otra casa. Otro mundo de sueños, de ilusiones, que derivan en lentejuelas, brillos, tacones. Pero nada es más real que esta fantasía, nada tiene más magia que sus canciones, ningún sitio se convierte en mejor posada para almas errantes que buscan, cualquier noche, sentirse en paz consigo mismas.

Y porque Laly no ha estado bien, porque tenía en puertas esta aventura de hoy, hemos dejado, durante meses, de disfrutar de alguna de estas noches de viernes, hechas, como no, para almas que se sienten a gusto entonando juntas la canción de las noches perdidas, como canta Joaquín Sabina. Cómo entiende este poeta urbano a los que ya no cumpliremos treinta años, a los que sabemos que la vida nos enganchó ya, sin remedio, en un juego sin concesiones, en el que la única posibilidad es, de vez en cuando, romper por la calle de en medio, y arañar la noche, hasta hacerle daño.

Porque la noche es mala, cruel y traicionera. A veces, le desvela, en tu propia cama, y te cuenta tantas angustias, que no deja, de ningún modo, que vuelvas a dormirte.

Se apodera de ti, convierte en cartón piedra tus ilusiones, te enfrenta con estas realidades que no tienen solución, ni nombre apenas. Y otras, la noche es un guante de seda que te acompaña, te enamora de su magia, le encandila. Para las aves nocturnas, la noche es el refugio, la isla del náufrago, la promesa que nunca se cumplirá.

Pero este teléfono sigue sin sonar. Y esta noche es larga. Pienso en su madre, en sus hermanos, que, como yo, esperan la buena noticia que ponga fin a tantos minutos malos.

Y recuerdo las cosas de la vida, que me han llevado a sentir a Laly, amiga de mi infancia, de mi primera juventud, como algo tan cercano, tan amiga siempre, cuando ya los años nos recuerdan que no pasan de vacío, cuando ya, ahora, el rimmel y el lipslick nos son imprescindibles para conservar la ilusión de que somos las mismas de siempre. Aquellos años de Instituto, en los que el mundo era un abanico de posibilidades sin fondo. Aquellos primeros chicos que nos gustaron, y nos llenaban el recreo con versiones en tecnicolor de lo que iba a ser nuestra vida. Aquellas veces en que probábamos a pintarnos las uñas, como vampiresas, mientras el esmalte se corría sin remedio, y nos quedaban unas manos espantosas. Las mañanas de Asinpros, cuando jugábamos a remediar el mundo. Y los días de exámenes, en que todo quedaba anulado por el peligro inminente.

Y Laly sobrevivió a todo esto, como sobreviví yo, como lo hicieron tantas y tantas compañeras de curso. La vida, luego, nos separó un poco, puso el Mediterráneo por en medio: ella, como muchas compañeras, siguió estudiando en Palma. Yo, como tantas, termine mi COU, y me incorpore al mundo de nuestra isla, desde el trabajo. Luego, los años, la afición política, los viejos recuerdos, se encargaron de unimos de nuevo. Ella era ya una abogada no decidida a ejercer demasiado, que había cambiado las salas de juicio por la vocación de enseñar. Yo, me había dejado vapulear por la vida, y me encontraba, como siempre, a un paso exacto de la deriva, en un mar que siempre, siempre, ha sido demasiado grande y tentador para mí. La vida, esta colección de momentos fugaces, inolvidables, para mí, ha estado siempre por encima del vivir de cada día. Y así me han funcionado las cosas.

Y, como predestinadas por el tiempo, reiniciamos a marchas forzadas una amistad que no había muerto, simplemente, había conocido el barbecho, que, ya se sabe, es ideal para dar buenos frutos.

Y ahí estamos ahora. Amigas, como siempre, y salvando las distancias. Y esta noche, Laly me recuerda que hay noches buenas y malas, que, inevitablemente, volveremos, apenas se recupere, a disfrutarlas como nos gusta, codo con codo con la ilusión, con las canciones, con la buena conversación. Pero ésta, inevitablemente, es una noche difícil. Porque son las once y media, y el teléfono sigue sin llamar, y la duda, todavía, me mantiene el alma en vilo.

Una casa con mucho amor

Habían empezado como en un sueño. Despacito, poco a poco, a costa de ataques de nervios continuos, convirtieron aquella especie de nave inmensa, esto sí, muy bien situada, en la casa de sus sueños.

Me explicaban, entre la ilusión y el ensueño, cómo se habían colocado las baldosas del baño, minúsculas, una a una, cómo cada uno de los detalles se había discutido hasta la saciedad, y cómo cada uno de los logros acumulados era fruto de discusiones continuas con los albañiles, con todo el personal que compartió los sabores y sinsabores de tan magna obra.

Doscientos metros cuadrados arrancados a la vulgaridad, a la nada, para convertirlos en un sueño hecho realidad: ellos podían hacerlo, tenían los medios, el lugar, los sueños y la ilusión, y, poco a poco, lo convirtieron en esta presencia viva que les envolvió, después, durante años, y les hizo más fácil la convivencia, el ensueño, la continua presencia que significa, de repente, pasar de ser uno a ser dos, con los inmensos problemas que ello conlleva.

Discutir sobre azulejos, madera de parquet, o acabados de obra, une mucho. Durante algún tiempo uno no necesita ser chistoso, ocurrente o extraordinario, porque no hace falta inventar temas de conversación: la decoración lo llena todo, y los posibles vacíos se llenan con cemento de obra, mármol, lechos y molduras de yeso. Esto siempre da un respiro a uno mismo, y uno juega a ser genio, por encima de cualquier vulgaridad, uno se siente al pairo de tantos problemas de cada día.

Poco a poco, fue tomando forma y color aquel sueño que les había ocupado, y liberado, anocheceres y discusiones, que había hecho de ellos genios creadores, y había llenado vacíos llenos de sinamor, pero ocupados al fin.

Nadie les había avisado del peligro que corrían al terminar su aventura, nadie imaginaba lo que podía pasar después. Verdaderamente, era difícil de adivinar.

Pero, de repente, terminaron. El parquet no podía brillar más. Cada ventana encajaba exactamente en su marco. Los muebles eran el remate final a tanta maravilla. Los esfuerzos se concretaban en todos y cada uno de los detalles que formaban, en conjunto, este ciclo de los justos, este marco perfecto para un amor, también perfecto, si hubiese sobrevivido. Pero, de repente, se acabaron los temas.

Con la colocación de la última cortina, con el último cenicero puesto en su lugar, ya no supieron cómo llenar sus veladas. Había un vacío inmenso, desconocido para ellos hasta entonces, porque, hasta este mismo instante, había estado lleno. Lleno de soledad compartida, de albañiles, electricistas, problemas municipales, licencias y permisos.

Buscaron una solución. Decidieron hacer una fiesta de inauguración como no había conocido ninguna, con aperitivos, cócteles, enhorabuenas.

Redactar invitaciones, seleccionar invitados, preparar el menú, elegir los vinos y los cavas, fue tema suficiente para un mes. Durante este tiempo, se olvidaron también del vacío que se formaba a su alrededor, que aparecía semidibujado, expectante, detrás de sus últimas palabras. Pero era bonito. Tenían algo de que hablar, algo que discutir, algo que llenaba sus largas veladas. Después de una jornada laboral, en las que no se les pedía más que ser los mejores en su campo profesional, siempre era un alivio volver a lo conocido, al sofá seleccionado entre cien, a los cuadros elegidos con tan sumo gusto, a este teatro tan bien formado para su exclusivo disfrute. Y resultó un éxito. Jamás tanta soledad fue tan bien compartida. Los ¡ohs! de maravilla resallaban en las paredes, se deslizaban por las cortinas, formaban un nido de amor en cada esquina, se adaptaban a los bordes curvos de las molduras de yeso. El asombro se saboreaba, formaba parte ya de este teatro tan snob y exclusivo que quedaba encajado exactamente, en el vano del salón, en la esquina de la chimenea.

Pero también la fiesta se terminó. Con la despedida del último invitado, con el último adiós, volvió el silencio. Y la casa ya rozaba de nuevo los bordes ocultos de su alma, les enseñaba, poco a poco, qué vacía es la ilusión cuando se consigue, qué poco duran los sueños cuando se convierten en nuestro pan de cada día.

Y se replantearon poco a poco, y por separado, sus problemas. Tenían una casa que era el sueño de los dos, realizado. Por tanto, era indivisible, les pertenecía por igual. Pero era lo único propiamente de los dos. Todo lo otro que compartieron lo perdieron en este camino para lograr la perfección, se les fue en esta persecución de lo perfecto, en esta ópera prima que había ocupado sus últimos años, sus vidas, sus anhelos.

Y, de repente, una vez más, su vida quedó vacía. Y no supieron cómo llenar sus veladas, tras el beso frío de buenas noches, sus ¿que tal, en el trabajo?, su pseudoamor entre sábanas que olían maravillosamente, estaban perfectamente combinadas, pero no encerraban ni rastro de ilusión, de búsqueda.

Poco a poco, como a ráfagas, se les volvió la vida insoportable. Tenían el mejor de los cuartos de baño, pero se estorbaban. En su hilo musical sonaba Vivaldi, pero las estaciones eran cada vez más sombrías: el otoño, o un invierno precoz, les llenaba el alma. Todo era demasiado perfecto, intocable, y, por tanto, mustio. Nada devolvía el color a su obra de arte, que, poco a poco, tomaba el color absurdo, amarronado, del aburrimiento.

Y, un buen día, hartos ya de buscar soluciones sin reconocerlo, aparecieron por mi oficina. Era lógico: su amor y su convivencia se basaron en una ilusión convertida en casa, y debían buscar en una agencia inmobiliaria la salida.

Me gustaron inmediatamente. Ella era tan rubia, tan perfecta, tan vestida por Sybilla. Él tenía el aspecto perfecto de los triunfadores. Olían a éxito, a dinero, a aburrimiento. Ni el Armani sabiamente dosificado, que llegaba en pequeñas oleadas de él, ni el Saint Laurent que le animaba a ella las esquinas del alma, podían disimular su infelicidad, su búsqueda continua. Eran guapísimos hasta la perfección, perfectos hasta el absurdo. Y, por tanto, les compadecí.

Nadie puede ser tan maravilloso: algo debe romperse por algún lado para proporcionar la felicidad de la búsqueda, el placer trémulo del encuentro. Pero aquí no había trampa ni cartón.

Buscaban la felicidad perdida, el tiempo robado al desamor, aquello que una vez tuvieron sin apreciarlo. Y yo, que llevo años intentando adivinar lo que se esconde tras cada deseo, lo que busca cualquier posible cliente cuando intenta encontrar sus sueños en mis álbumes fotográficos de ofertas inmobiliarias, les entendí a tiempo. No les ofrecí el paraíso del yuppie, ni el reposo del guerrero al borde de la maravillosa piscina. Aquella maravilla rústica al borde del pueblo de cuento de hadas era poco para ellos: no tenía arreglo posible. Tampoco les servía el ático de ensueño, ni el chaletito en la colina. Tenía que ser algo maravilloso, único, cargado de dificultades. Algo, en fin, que hubiese rechazado cualquier mortal, algo que no se quisiera ni regalado, pero que para ellos fuese un reto, un llenar su cada día, un mundo de sueños que les llenara este vacío inmenso que les bordeaba el alma y se les asomaba en la esquina de los ojos, en la comisura amarga de su boca.

Y yo lo tenía, claro. Faltaría más. Una vida dedicada a intentar vender lo invendible, a buscar la ganga imposible, da mucho de sí.

Busque en mi carpeta de imposibles, aquella que el buen Dios quiso un día que empezara para acabarme la paciencia y el humor, aquella que era mi cajón de sastre de los retos, aquella en que se acumula lo imposible y lo invendible, pero que, de vez en cuando, amanece para recrear el milagro, para convencerme de que, al fin, soy una buena vendedora. Aquella que justifica mi oficio y beneficio, y me pone en paz con mi supervivencia y con el absurdo continuo de ganarse el pan de forma tan prosaica. Lo encontré. Y note el acierto en sus ojos, en la expresión de asombro y amor reencontrado que sorprendí en su mirada cómplice. Había ilusión. Y esto era lo más importante. Verdaderamente, su elección y la mía era todo un reto, y cabalgaba entre lo imposible y lo absurdo, a un paso de la pesadilla y del más dulce de los sueños. Aquella casa, pegadita al agua, oculta en la cala más desconocida de Menorca, cayéndose a pedazos, era su máxima aspiración. No podíamos encontrar algo mejor.

Ninguna pared está recta. El muelle de acceso al mar está lleno de baches y pedruscos. Ni una baldosa recuerda el color que tuvieron inicialmente. Los balcones son una muestra de auténtica imprudencia. Las puertas se atrancaron hace tiempo. Pero es una casa solitaria, situada allí mismo donde el mar decide cambiarse en arena, dibujada donde el agua y el ciclo confunden su azul. Una ruina que cuesta millones por su situación, pero no los vale. Algo que, definitivamente, llevará años de trabajo restaurar, algo que puede ocupar toda una vida. Algo que, de poseerlo, te da la sensación de que eres el amo del mundo, de que tus posibilidades son infinitas, pero insuficiente.

Algo, en fin, que enamora a quien hace tiempo que olvidó lo que es el amor, y necesita materializarlo en imposibles. Algo que es todo un reto a la imaginación, a la capacidad de inventar, al tiempo libre. Y, además, terriblemente caro, faltaría más.

Y ahí están, desde entonces. Terriblemente infelices en su inmensa felicidad. Terriblemente ocupados, llenando el vacío de su tiempo. Ilusionados hasta el absurdo, entre planos, arquitectos, albañiles y polvo de obra.

Calculo que, más o menos, les he dado cinco años de feliz vida conyugal. Se que, en un arrebato, descubrieron de nuevo la ilusión del amor prohibido entre sacos de cemento, el sexo rápido y placentero a escondidas, o casi, de los albañiles, de espaldas a su realidad, a su cama de lujo, a sus sábanas de ensueño. Sé que no necesitan inventar conversaciones, porque, por ahora, las tienen llenas. Sé que no tienen bastantes horas para la obra inmensa que se han marcado.

Y son terriblemente felices. Y a mí, me toca el trabajo ímprobo de intentar vender su anterior casa, tan perfecta, personal y aburrida como ellos mismos. No lo lograré nunca, claro, pues aquella casa inicial, el primer pozo donde enterraron sus sueños y su amor, se siente terriblemente celosa de su nueva competidora, y no cede ante los numerosos posibles clientes que le he presentado. Fría, distante, perfecta y terriblemente orgullosa, consigue, con su arrogancia, con su aspecto de dama ofendida, repeler a cualquier posible comprador. Y les aseguro que me empeño en ello. Pero no tiene una gran importancia. Ya se le caerá algún azulejo, ya se volverá dentro de algún tiempo, humana, y, por tanto, vendible en su imperfección.

Y, mientras, busco en qué ocuparles cuando terminen su nueva obra maestra. Aunque es difícil. De momento, les tengo entretenidos y atareados, enamorados hasta el aburrimiento, agotados hasta la náusea.

Después, ya veremos. Estoy pensando en el castillo derrumbado que hay al otro lado del pueblo, algo que, sin duda, puede ocuparles el resto de su vida. No es urgente, pues, como les digo, tienen, de momento, trabajo para rato.

Ya saben, si conocen algo difícil, imposible, si tienen algo encantador pero irrecuperable para vender, avísenme. Tengo los compradores ideales para ello. Además, entre ustedes y yo, vamos a salvar a este matrimonio para la eternidad. Les tendremos, eternamente, ocupados. Y enamorados, claro. Faltaría más.

Cuentos de amor imposibles

Historia de desamor

I

Él le dijo:

—Quiero amarte ahora.

Y ella se olvidó de todo.

Se dejó amar, en los atardeceres lentos, en las noches perdidas, en todos los momentos que robaron a la normalidad, a la vida.

Descubrieron, eso sí, que la vida eran los escasos momentos que pasaban juntos, que el resto del tiempo era sólo esto: tiempo, para vivir lo más deprisa posible, entre uno y otro encuentro.

Ella aprendió, de nuevo, a enamorarse. Y se enamoró de sus defectos, de sus escasas virtudes, de sus ausencias largas. Aprendió a valorar el poco tiempo de que disponían, a vivir una doble vida entre estos espacios que llenaban su felicidad, y la vida normal, que, hasta entonces, le pareció lógica, y, desde entonces, vacía y sin sentido. Lo terrible era volver a casa. Esta casa que había aceptado hasta ahora como propia, y que se volvió, de repente, extraña, una prisión para su tiempo.

Sus cosas no eran ya sus cosas, y hasta el ángel de lo más querido se le fue difuminando, perdiendo valor, en las esperas.

Él le decía:

—Te quiero ahora.

Y ella quería lo que el quería, en el mismo momento, en el mismo segundo.

Por él se volvió arriesgada, valiente, inconsciente casi, por complacerle. Descubrió que el amor era mucho más que lo que había conocido hasta entonces. El amor era perderse despacio, amarse poco a poco, encontrarse de nuevo, con el corazón en la boca.

El amor, para ella, pasó a ser mucho más que sudor de dos cuerpos, mucho más que complacencia rápida. Descubrió que se puede amar con los ojos, en la distancia.

Descubrió el placer de compartir su presencia, aunque estuviesen lejos, sin hablar. Descubrió que el amor más dulce es el amor robado, prohibido, inconsciente.

Aprendió a amar despacio, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Pero el reloj era su peor enemigo.

Se volvió bella. En sus ojos había siempre la esperanza de un sueño, que asomaba, inquieto, y la volvía deseable. Su cuerpo se adaptó a las caricias robadas, y se hizo noble, deseado. Su cara era el reflejo fiel de la felicidad que la embargaba de continuo, y que se le notaba en la sonrisa fácil, como ausente, con la que se dejaba poseer y enamorar.

Sus días y sus noches giraban alrededor de un reloj que no era un reloj normal: tenía dos horas de amor por dos días de ausencia, y esto, incluso, llegó a parecerle normal, lógico.

Y se acostumbró a vivir así, de espaldas a la realidad, de espaldas al mundo. Pero todo, o casi todo, era perfecto, de esta forma.

II

Él había conocido otras mujeres, otros mundos. Pero hacía tiempo que su vida se movía, despacio, a un paso escaso de la normalidad, demasiado rutinario para gustarle.

Durante mucho tiempo, se había acostumbrado a guardar sus sueños, y sus recuerdos, para sí mismo. Pero esto, en él, no era normal. Prefería, sin duda, la atracción de lo desconocido, el riesgo, que le hacía descubrir mundos nuevos.

Se enamoró, si puede llamarse a esto amor, de su risa. De su boca, que le sonaba a promesas, de sus ojos, que eran un espejo sin fondo donde mirarse a sí mismo.

Hubo varios encuentros, anteriores, en los que la mutua atracción fue algo palpable, algo que se podía tocar con las manos del alma. Algo que encandiló sus sueños, y fue tomando cuerpo en sus madrugadas.

Y sintió, un día, que toda ella le decía sin palabras:

—Quiero amarte ahora.

Y él lo dijo en voz alta, seguro de que era un deseo compartido, algo lógico, normal, deseable. Y, por tanto, inevitable.

Y ella se dejó amar, y amó, como él esperaba.

Fue como un sueño. Aprendió a sentir, a engañar, para amarla.

Y la perseguía en la solitaria madrugada de sus sueños, la deseaba entre la rutina normal de su trabajo, la imaginaba como la tenía a ratos, mientras discutía proyectos, trabajos, logros. Y la llamaba entonces, y le decía:

—Te quiero ahora.

Porque sabía que ella también le quería. Con la misma prisa, con la misma urgencia. Con las mismas ganas de perderse para siempre y pensar que esto, lo imposible, no tenía final.

Lo peor era siempre la vuelta a casa, a la normalidad, a la rutina. Pero lo superaba. A fin de cuentas, para él, no era nada nuevo compartir la vida con los sueños.

III

Poco a poco, con la costumbre, con la facilidad, se fue volviendo todo rutina. Sus cuerpos dejaron de ser novedad, de ser atracción. Repelían los mismos gestos. Hacían las mismas cosas. El amor llegó a ser sólo una costumbre, un rito. Y el riesgo, sin duda, demasiado alto para lo que lograban. Hubo, antes de llegar al hastío, demasiadas esperas sin justificar, demasiadas ausencias sin motivo.

Ella empezó a odiar las horas vacías, sin su llamada. Él empezó a pensar más en sus proyectos, a fijarse, aunque fuese con descuido, en otra boca que no era su boca, en otra cara que no era la suya. Incluso, despertó una noche deseando tener tiempo para otra mujer que le quitaba, esta noche, el sueño.

Empezó el tiempo de las excusas, que, en los amantes, no tiene razón de ser: estas cosas, sin sinceridad, no valen la pena. El pecado ha de arrebatar el alma, cuando se vuelve costumbre, no merece ya la pena jugarse la vida, no compensa.

Ella empezó a pensar que quizá su amor no era el mejor amor del mundo, ni el único. Empezó a ver sus defectos, y dejó, poco a poco, de amarlos. Él se dio cuenta también, de que a veces había un rictus amargo detrás de su sonrisa, y de que ella también quería compartir sus tristezas, y no solamente esta alegría que le había regalado hasta entonces.

De repente, comenzaron los dos a valorar más lo que ya tenían, lo que habían tenido antes de conocerse.

Poco a poco, y a la vez, creyeron que quizá se habían equivocado.

No dijeron nada, al principio. Pero sus caricias se hicieron más rápidas, más escasas. Su deseo se hizo más urgente, por encima de las palabras, de la mutua soledad en compañía. Sus citas fueron cada vez más distantes.

Un día, él dejó de llamarla. Y, despacio, ella dejó de esperar sus llamadas. Terminó todo, casi con la misma rapidez que había empezado.

Dicen que, ahora, él tiene una amante rubia, que le alegra, de nuevo, los anocheceres. A veces, todavía, sueña con el sabor de ella, pero intenta no acordarse demasiado.

Ella lo recuerda a menudo, especialmente en las tardes de invierno, en las que la lluvia borda con nostalgias el alma. Pero también intenta que no le llene las noches ni los días.

A veces, y no lo saben, recuerdan los dos al mismo tiempo.

Y les parece oír, a la vez, la voz del otro, que repite:

—Quiero amarte ahora.

Y sonríen, en su soledad que es ahora más intensa. Saben que es, solamente, un sueño. Esto ya pasó, ya es historia. Se dicen, a la vez, para consolarse. Y se olvidan, lo más rápido posible, de la nostalgia.

Porque, a veces, todavía, estos recuerdos les hacen daño, les provocan un anhelo casi olvidado, y les hacen desear, al mismo tiempo, lo que antes, juntos, tuvieron.

La última carta

Querido Juan:


Hoy, de repente, he amanecido un poco más valiente.

No lo creía posible. Durante mucho tiempo, me acostumbré a ser tu sombra, tu deseo, el cuerpo exacto de tu ausencia. Durante mucho tiempo, las líneas de mi cuerpo han sido, solamente, el dibujo exacto de tus huidas, la parodia de tus ausencias. Durante demasiado tiempo, he sido, solamente, lo que tú has querido, a un paso exacto entre la ilusión y el olvido.

Pero se acabó. Hoy he hecho mis maletas. He puesto en ellas, solamente, lo que más necesito: una cucharada de ilusión, toneladas de olvido, y este montón de ausencias que me has regalado últimamente. Y te he escrito ésta, mi última carta, mi último cuento, con la esperanza exacta de que no la esperes, de que te pille por sorpresa, de que tardes, como las anteriores, en leerla, para que me de tiempo para estar muy lejos.

Porque mi valor no alcanza para tanto. Igual, en el último momento, me convences. Y no quiero. Pretendo, por una vez, romper los barrotes de esta cárcel absurda en que me muevo, y volar de nuevo, sola, hacia otros rumbos, a compartir otras presencias. Fue bueno. Te juro que fue bueno mientras duró. Y podría haber durado mucho tiempo. Pero nadie se cree ya tus excusas, tus soluciones fáciles, que me mantienen atada a tus llamadas, pendiente de ti, sin solución ni remedio.

Por esto me voy. Emprendo el viaje sola, casi sin equipaje. Para mí, también, los caminos de la mar son inmensos, y las noches demasiado dulces, como para compartirlas con un sueño. Y me voy. Me voy mientras abrazo todavía tus recuerdos. Cada una de tus caricias, cada una de tus palabras. Pero ya las supero. Porque, de repente, he decidido volver a ser yo misma. Me he cansado, y espero que para siempre, de ser solamente lo que tu quieras, pendiente de tu voz, de tus ausencias. Demasiado, demasiado tiempo he vivido sólo para ti.

Hoy, de nuevo, tomaré el tren que no lleva a ninguna parte. ¿El final del recorrido? Encontrarme a mí misma, en cualquier estación, esperando sin saber que, pero sabiendo que me he recuperado, que me he reencontrado, que vuelvo a ser, conmigo, cuerpo y alma en compañía. Durante demasiado tiempo he contado los días por tus encuentros, por tus caricias, y ya llega el tiempo de volver a contar como es debido: éxitos personales, logros, presencias, que, forzosamente, no son sólo tu presencia.

Se acabó. Intenta comprenderlo. Aunque no me importa mucho si no lo haces. Tampoco te has empeñado demasiado en que yo te entendiera. Tú bordaste los encuentros, desde el principio. Marcaste las pautas, los caminos. Y yo me dejé llevar.

Y bendita fue tu presencia de entonces. Me abriste nuevas vías a la vida. Diste alas a mi imaginación, voz a mi cuerpo, y despertaste en mí anhelos como no había conocido. Muy bien hasta aquí. Pero ahora ya se el camino. Tú me enseñaste. Y ya puedo volar sola. Ahora, cogeré tus lecciones de amor, tus palabras dulces, tus ausencias. Y formaré con todo ello el mejor bagaje de quimeras. Montaré sobre él, como sobre un sueño, y emprenderé el más libre de los viajes: a solas, con mi imaginación, con mis deseos. Y tú serás ya, solamente, un recuerdo.

Te regalo, al irme, el más preciado de mis regalos: formas parte, desde ya y para siempre, de uno de mis cuentos.

Ninguno de mis amores llegó más lejos: nadie ha llegado, todavía, a llenar una novela. Y algunos, ni cuento han sido. Quédate con esto.

Al final, y desde que empecé a escribirte, yo ya me he ido. Para siempre.


Helena

La mujer lunar

Siempre fue una soñadora. Una vez, en que decidió buscar el porqué de su razón de ser, le dijeron que era una mujer lunar: influenciada por la luna, vivía de sueños, de quimeras, y los anteponía a sus realidades, a su cada día.

Lo pensó lentamente, mientras escuchaba. Y decidió que le gustaba así. Era feliz de esta forma, evadiendo realidades, tan duras a veces, y jugando con un mundo de sueños que se anteponían a su vida, que la hacían vivir, un poco más feliz, aunque a contrapunto de lo real, en un mundo que, al fin, ella elegía.

No consideraba que tuviera que dar explicaciones a nadie por ello. Había decidido ser así, y esto le ayudaba a superar los problemas, a enfrentarse a la vida.

En su vida de sueños, era una quimera en busca de realidades. Amaba y se enamoraba del amor, perseguía sus sueños en un mundo irreal, y formaba realidades con sus sueños. Pero se daba trompazos imposibles cuando intentaba convertir en verdades estos sueños, cuando realizaba, de algún modo, sus deseos.

Se enamoraba, y amaba a sus sueños y deseos en cada hombre. Deseaba la felicidad, cuando ellos sólo deseaban su cuerpo. Se enamoraba de los vértices del alma que imaginaba en sus amantes, y ellos sólo amaban el borde agudo de sus pechos, la concavidad dulce de su sexo. Buscaba, en cualquier relación, la compañía, la soledad compartida, la conversación lenta. Y ellos buscaban el placer rápido y escondido, el cuerpo cálido en el que enterrar su deseo, la curvatura exacta de sus caderas.

Nunca se dio cuenta exacta de que no la amaban a ella. Pero su insatisfacción debió dejarle alguna duda, cuando iba, de uno a otro, persiguiendo lo que no hallaba en ninguno.

Fue la flor perfecta y deseada de la noche, que perseguía quimeras en una barra, anhelaba encuentros en soledades que eran siempre amargas, y volvía, siempre, con la insatisfacción en el borde del alma, que le hacía buscar sin detenerse, anhelar lo no logrado, seguir adelante, persiguiendo un sueño.

Coleccionó romances en primavera, amores de verano, despedidas de otoño. Sus inviernos se repartían entre la soledad, la despedida y la búsqueda constante, reiniciando otra vez el ciclo interminable, persiguiendo lo que nunca alcanzó. Confundió mil veces el deseo con el amor, sus ansias con las de su oponente. Creía sus promesas que eran flor de un día, soñaba con ellas de madrugada, se engañaba a sí misma, creyendo que el amor era este velo turbio que, en la noche, oscurecía la mirada de sus compañeros, poniendo poesías y juramentos eternos en lo que no era más que juego de una noche, deseo rápidamente colmado. Cada despedida, definitiva, era para ella un hasta mañana. Pero en su mundo, no amanecía nunca en compañía, y la soledad, los sueños rotos, iban poniendo una costra cada vez más dura a su alma, una capa más fuerte a su soledad, un escalón más alto a sus quimeras.

Persiguió sus sueños mientras su cuerpo fue, todavía, deseable. Su soledad se apoyaba cada noche en otra soledad en compañía, y confundía el vino compartido con la vida, su soledad atroz y perdida con el protagonismo de la noche, con el amor buscado.

Nadie le dijo nunca que se equivocaba. Y ella siguió, persiguió, reiteró su búsqueda. De algún modo, era feliz, porque añadía lo que faltaba a sus relaciones. Inventaba las despedidas dulces, confundía la risa con el cariño, las caricias con el amor.

Se reinventaba cada anochecer, con el último trazo de maquillaje que colocaba en su cara. Se despedía, de madrugada, de la versión que había sido en esta noche, y se inventaba ya su versión de mañana. Se enamoraba de todas las mujeres que fue, de sus mentiras. Y amanecía, cada día, un poco más perdida, un poco más lejana, un poco más imposible.

Pero la vida, como los sueños, fue dulce con ella. No la dejó descubrir que no era ya deseable, que su mundo se acababa, cuando empezaron a nacer las arrugas, cuando empezó este deterioro lento, imparable ya, de su cuerpo.

Antes de perder su protagonismo de la noche, antes de dejar de ser ella, antes de que la abandonaran incluso sus quimeras, sus amantes rápidos y poco complacientes, la abandonó la vida.

Amaneció, una mañana, rota en un coche destrozado. El amor, ah, este amor que ella buscaba desesperadamente, sin darse cuenta de que no era más que un deseo, un espejismo provocó el accidente. En un descuido, rápido, sin tiempo para darse cuenta, el coche volcó y le rompió la vida.

Pero fue para bien. Nadie, nadie, consiguió romperle los sueños. Se fue convencida de que la amaba quien, en aquel momento, buscaba su cuerpo con sus caricias rápidas, para colmar un deseo y una ausencia que no tenía el color de sus ojos, ni el sabor de sus labios. La vida fue difícil pero buena con ella. La muerte fue su mejor aliada. Le evitó las soledades abruptas de la noche, las búsquedas ya anunciadas. Se fue convencida, como siempre, de que el amor la rondaba y la encontraba, antes de que, inevitablemente, le mostrara la cara amarga, dura y difícil que enseña a quien se ha vuelto viejo para el amor y, sin embargo, ama.

Aquella madrugada, la de su muerte, la de su encuentro definitivo con su mundo de sueños, la vida y la muerte se dieron la mano. Para liberarla.

Cuentos imposibles

Quince años

Ella tiene quince años en esta foto. Y luego, en la misma caja de recuerdos, hay fotos de quince, dieciséis, dieciocho años: estos años que compartimos, en los que los sueños se acumulaban, hablar de ellos era hablar de todo un mundo, y nuestras ilusiones jugaban a la par con nuestras ansias.

Como digo, en esta foto, ella tiene quince años. A su lado, a mi lado, otros chicos y chicas de quince y dieciséis años miran expectantes a la cámara, como preguntándole al tiempo que será de ellos, que pasará con su vida.

Pero ella no lo pregunta. Ella se queda anclada en estos quince años que la satisfacen en este momento, y que nunca más, nunca más, se repetirán.

Porque después de esta época, la vida fue, para ella, distinta. Aquí, en sus quince años, acumula todavía la ilusión, y esto le basta. Sabe que la vida no la ha favorecido hasta este momento, con muchas cosas. Por ello, espera una compensación, y está segura de obtenerla. Qué inocente.

Pero siempre fue muy dura. Obstinada. Consecuente. Ella dejaba pasar las tardes del domingo, con el libro de la mano, repasando lecciones difíciles, mientras nosotros dábamos vueltas a la Explanada, perseguíamos al chico de ojos claros que nos enredaba el alma, y dejábamos transcurrir un tiempo difícil, a la sombra de esta dorada inocencia. Pero ella no. Ella, estudiaba, luchaba, porque estaba segura de que tarde o temprano la vida le devolvería lo que le había robado.

Recuerdo como si fuera hoy el día en que tomamos esta foto, y han pasado ya veinte años. Habíamos decidido, porque eramos ya mayores, pasar el día en Alaior, comer en Ca’n Ximenes, y disfrutar de esta estrenada libertad que nos llegaba desde hacía poco. Mi hermana Gari y yo estrenamos el mismo abrigo blanco: mi madre no se dejaba convencer todavía por aquel «somos ya mayores», y seguía empeñada en vestimos iguales, a pesar de estos dos años de diferencia que a mi me amargaban el alma: ¿cómo se puede comparar a una casi mujer de quince años (yo, por supuesto) con una enana de trece?

Pero discutir este lema era discutir la cuadratura del círculo. May no se dejaba convencer, y nosotras seguíamos, tan monas, tan iguales, a pesar de mis quejas. Y bien, en una esquina, nos dejamos cautivar para siempre por el objetivo de Miguel, que se empeñó en que posáramos para la eternidad. Y debía ser cierto. Recientemente, Jaime, mi primer amor, mi amor de aquellos tiempos, tan intenso, pero que no pasó la barrera de nuestros quince años primeros, me enseñó una copia de la misma fotografía como un trofeo, como un recuerdo amable de aquel enamoramiento que ilusionó mi adolescencia y se convirtió en mi primer desengaño.

Pero esta es una foto especialmente dolorosa, por irrepetible. Porque, aunque queramos, no hay opción. No podemos volver a hacerla. Y no son excusas estos años pasados, el paso del tiempo, lo mucho que hemos cambiado. No. Todo esto sería perfectamente superable, simpático, casi, si quisiéramos repetir la aventura de perdemos en un pueblo cercano, y revivir viejos tiempos.

Pero es imposible. Porque ella, que en esta foto tiene quince años, esta amiga del alma con la que compartimos tantas cosas, descubrió, un buen día, que la vida la había estafado, la había engañado, le había roto el alma y las esperanzas.

Y decidió que no iba con ella seguir luchando contra la marea y los pleamares de la vida. Y tomó una decisión, la más dolorosa, la más sangrante.

Una tarde, cuando nadie esperaba esta locura, emprendió el viaje a ninguna parte. Se fue ligera de equipaje, empeñada en no molestar, en no hacer ruido. Se le rompió, al mismo tiempo, el alma y la vida, a esta mujer que había sido siempre un ejemplo de sensatez, de sentido común, un caso para ponerlo como ejemplo de lo que puede la fuerza de voluntad, el esfuerzo, anteponiéndose a la desidia, al menorquín «tant me n’enfot».

Pero a nosotros, sus amigos de esta foto, todavía nos duele su abandono. Cada mes de junio, sentimos de nuevo su presencia. Y cualquier excusa es buena para recordarla, mientras la añoranza nos empaña un poco la vista, y deseamos, como nada, tenerla a nuestro lado.

Porque ella nos era, y nos es todavía, imprescindible. Sin ella, no volveremos a ser nunca el mismo sueño, la misma foto. Y, por ella nos dejamos por momentos arrebatar por la nostalgia.

Porque todos la queríamos. Porque no la habríamos dejado, de ningún modo, irse tan sola. Nuestras manos habrían sido una sola mano, nuestras fuerzas, una sola fuerza, si nos hubiese dejado adivinar lo que le doblaba el alma, y le robaba la vida.

Porque todos nosotros seguimos añorándola. Porque la seguimos queriendo. Porque era, por encima de todo, nuestra amiga. Y nosotros, sin duda, sus amigos.

Ojalá que antes de tomar esta decisión, antes de decidir acabar con todo, alguien le hubiese recordado esta foto, y aquel día, en que, sin sentar precedente, fuimos felices, todos y cada uno de nosotros.

Seguramente, le habría dado fuerza para escaparse, para dejar de lado sus pesares. Seguramente, si hubiese sabido que todos nosotros, los mismos chicos de quince años, estábamos a su lado, no le habría fallado el valor, y habría vencido a la muerte.

Pero todos nosotros somos culpables. Todos teníamos guardada, en el baúl de los recuerdos, esta única arma que podía salvarle la vida, evitar que se le rompiera, a la vez, el cuerpo y el alma aquella tarde.

Pero todos estábamos demasiado ocupados, persiguiendo nuestras particulares quimeras. Y no nos dimos cuenta. No tenemos, por ello, perdón.

Pero nosotros nos lo buscamos. Mientras perdíamos el tiempo, ella se lo llevó todo debajo del brazo, por decisión propia.

Y se llevó también nuestras últimas ilusiones, nuestras últimas expectativas. Se llevó, sin duda, la posibilidad de repetir esta foto.

Y las cincuenta, las cien, las mil fotos, en las que hoy, mujer de treinta y cinco años, querríamos verla posar. A nuestro lado. Pero esto es ya un sueño imposible, una quimera más que unir a nuestros sueños.

Aunque nunca, nunca, ella dejará de estar presente en nuestros recuerdos. Porque, por encima de todo, ella sigue siendo nuestra amiga.

La compañera con la que compartimos los sueños de los quince años. Aquellos quince años que, sin ella, nunca volverán. Aquellos quince años que, por ella, por su irremediable ausencia, nos resultan tan dolorosos en el recuerdo.

El tiempo sobre una roca

I

Ella había sido de las primeras en llegar a Es Murtar, cuando sólo había cinco casas, hacía más de cincuenta años. Los veranos de entonces eran mucho más largos, casi eternos, en un tiempo que aún no había inventado la prisa, y que disfrutaba del silencio y la tranquilidad. Se iba a la casita de la playa el fin de semana, solamente, con la comida de dos días preparada, con ganas de cantar, de reír, de disfrutar, y dispuestos para una larga caminata.

No había frigoríficos, televisores, ni artilugios que hoy consideramos imprescindibles. Todo ocurrió en uno de estos domingos alegres, que se rompió justo en la mitad con sus gritos, y rompió a la vez su vida, partiéndola en dos, antes y después de este mediodía.

No se dieron cuenta de nada, hasta que encontraron el cuerpecito del niño flotando, inerte, en el agua. No saben cómo pasó, y era inútil lanzar reproches, buscar culpables. Simplemente, había pasado. En un momento, en un descuido, se rompieron dos vidas: la de un niño, casi sin darse cuenta, y la de una madre, que dejó, en la orilla, su alegría y su sentido común. Tras el primer grito, no volvió a ser la misma. Notaba, por segundos, que se le escapaba la vida y la cordura por la boca.

Vivió la madre todavía varios años, a un paso siempre de recuperar la razón, una razón que estaba perdida definitivamente. Creo que ni intentó recuperarla jamás, pues la realidad de una vida sin su hijo era demasiado desastrosa. Nunca más, mientras vivió, volvieron a dejarla acercarse al mar, por temor a remover en ella un dolor demasiado terrible.

Al fin, murió de la misma forma que había pasado sus últimos años: sin darse cuenta, sin quejarse apenas. En realidad, murió su cuerpo, pues su alma hacía tiempo, años ya, que había muerto.

II

Su ilusión había sido comprar una casita junto al mar. En una época de chalets, villas y demás piezas de un juego del Palé imposible para los que dependen sólo de su sueldo, resultó casi un milagro descubrir, al fin, aquella pequeña casita al borde del agua, donde la urbanización ya casi había perdido su nombre, y que había resistido los ataques del mar y del tiempo como si los esperara.

Ilusionados, se lanzaron a la compra y arreglo de aquellas paredes que encerraban un sueño acariciado durante años.

Para los niños, era un mundo nuevo, despertar cada mañana para poner los pies en el agua del mar.

Veranear aquí, en Es Murtar, era una delicia. Ya existían los frigoríficos, la televisión y el coche era algo totalmente normal, por lo que pasar el verano en la playa era lo habitual.

Todo era perfectamente real y sólido, desde la casa, al mar, a las letras que pagaban cada mes para hacer suyo su sueño.

III

Una noche, despertó él con la sensación acuciante de necesitar hacerlo. Fue a la cocina, esta cocina tan conocida y normal, tan sólida. Desde la ventana, con una luna llena que iluminaba todo, el mar tenía un brillo especial, calmado como un espejo. El paisaje era el de siempre: rocas que se fundían en el mar, algas, tranquilidad. Algo le llamó la atención. ¿Una sombra? ¿Qué era aquello, en la última roca, casi sobre el mar? Se acercó un poco más, y miró atentamente.

Sentada, justo en el borde, con la tranquilidad que da el saber que se dispone de todo el tiempo del mundo, que nadie va a interrumpir, una mujer joven sonreía, rodeando con su brazo los hombros de un pequeño sentado a su lado.

Sólo la ropa y la tranquilidad inmensa de sus gestos y sus caras eran extraños a nuestra época. Denotaban un ayer de muchos años atrás.

Frotándose los ojos, dudando, fue a encender la luz de la terraza, para iluminar mejor una escena que reunía en sí toda la realidad del mundo y todo lo insólito de lo desconocido. Con el primer resplandor de la luz, desaparecieron.

La roca volvía a estar desierta, fundiéndose, sola, en el mar.

Se fue a la cama, convencido de lo que había visto.

A la mañana siguiente, manteniendo la sensación, dudaba entre si había sido realidad o sueño.

Pero muchas veces más, aquel verano, se despertó en la noche, sin necesidad de hacerlo, para mirar desde la ventana de la cocina, cuidando mucho de no encender la luz.

No volvieron a aparecer, y llegó casi a convencerse de que lo había imaginado.

Claro que no volvió a coincidir jamás su necesidad de levantarse sin motivo con una luna llena reflejándose en el mar calmado.

Además, el no conocía la primera parte de esta historia. Sólo por esto, llegó a convencerse de que lo había soñado, aunque alguna vez le asaltara la duda, y recordara el momento mágico que, sólo una vez, había vivido.

Pesadillas

No tenía ningún motivo para ello. Pero vivía aterrorizada.

En cualquier momento, sin avisar, sin motivo aparente, aparecía una imagen en su mente que rompía toda la armonía, que lo estropeaba lodo.

Por ejemplo, este verano. Era un día soleado, de piscina, de niños jugando, un día ideal, en una palabra. Se quedó dormida. Influyó en ello este sol, adormecedor, el aperitivo, el bienestar. Los niños jugaban, tranquilamente.

De repente, despertó sobresaltada. Había un extraño silencio a su alrededor, que contrastaba profundamente con el bullicio anterior. No se movía ninguna hoja de los árboles, el agua estaba extrañamente calmada. Ningún ruido turbaba una paz que, de ningún modo, correspondía a una mañana de agosto en un complejo de apartamentos de Menorca.

Sobresaltada, quiso gritar. Ningún ruido salió de su boca. Quiso moverse, hacer algo. Pero todo estaba quieto, parado y silencioso, como ella, y no se veía a nadie allí.

La sensación de ahogo, de impotencia, la embargó. Y estuvo así un rato, un momento eterno, que parecía no acabar nunca.

Cerró los ojos, al fin, un minuto. Y al abrirlos de nuevo, todo había vuelto a la normalidad. Los niños jugaban, el agua no estaba calmada ni por un momento, la gente bordeaba la piscina, se lanzaba a ella. Había vuelto al mundo real, al que conocía. Tomó un sorbo rápido de su aperitivo, se aseguró de no cerrar los ojos de nuevo, y siguió disfrutando del verano, sin dejarse avasallar por las imágenes extrañas.

Pero hubo más veces. Antes, y después de ésta. Y algunas muy extrañas. Casi irrepetibles. De hecho, prefería no acordarse de ellas, pues eran demasiado terroríficas. Pero no podía evitar que, de vez en cuando, le volvieran a la memoria, le quitaran el sueño durante la noche.

Recordaba una en especial. Era de noche. Una noche lluviosa, oscura como pocas. Conducía cansada ya, con ganas de llegar a casa.

Su marido dormía, después de haber realizado su tumo de conducción. Los niños habían acabado, agotados, rendidos, hartos de cantar, de comer galletas, de hacer todo el ruido y barullo posibles, en los asientos traseros del coche. Al fin, un poco de calma la dejaba concentrarse en la conducción, y luchar contra este sueño dulce lento, que intentaba vencerla.

Puso la radio. No la ayudó demasiado, pues la música clásica que transmitían a estas horas era ideal para calmar el ánimo, pero no para mantener despierto a alguien que se dejaba vencer ya por el sueño, por el agotamiento de todo un día de carretera, aunque alternara el conducir con su marido.

No podía jurarlo. No sabía hasta qué punto pudo vencerla el agotamiento. No podría asegurar el haberse dormido o no, por un segundo sólo. Pero lo que vio, lo que tenía de repente ante ella, le quitó el aliento.

De repente, la carretera ante ella se había vuelto vertical. El asfalto subía, en línea recta, hasta el cielo. No veía su final. Y nada, ni nadie, podría evitar el inminente choque frontal que iba a tener ya, en décimas de segundo.

Apretó el freno con fuerza, agarró desesperada el volante, quiso avisar del impacto a su marido y a sus hijos. Y, ante lo imposible, ante el hecho inminente, cerró los ojos.

Se sobresaltó al notar que no pasaba nada. Que no habían chocado, que seguían enteros. Y que seguía conduciendo. No hubo choque alguno. Abrió de nuevo los ojos, asombrada. La carretera había recobrado la normalidad, su dirección y su tamaño. El muro de asfalto no existía, sólo una cinta continua, de la que no se veía el fin, iluminada apenas en un tramo por los faros del coche.

Respiró aliviada, recuperando totalmente el control. No dijo nada a los suyos. ¿Para que preocuparles? Ya se quejaban a menudo de sus ocurrencias, de sus sueños despierta, como los llamaban. Nadie entendía estas crisis, nadie de su casa las compartía. Eran un mundo especial, terrorífico y perverso, que la acompañaba sólo a ella. Y que le volvía la vida, a ratos, intolerable.

Por esto, ahora, recordando estas historias y otras muchas, cerraba los ojos con fuerza, y los abría con desesperación. Porque estaba segura de que este maldito sueño, esta pesadilla, también debía terminar. Era otra vez lo mismo, estaba segura, no podía ser de otro modo.

Pero no encontraba el modo de salir de ella. No podía. Ninguno de sus viejos trucos le servía esta vez.

Definitivamente, desde hacía un buen rato, estaba enterrada, viva, en una tumba a la que no sabía cómo había llegado. Había despertado, convencida de que esto acabaría bien, como siempre. Pero empezaba a darse cuenta, a convencerse, de que esta vez no era un sueño.

Y, desde luego, superaba sus peores pesadillas.


Publicado el 6 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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