Madrid estaba tranquilo en la víspera del Dos de Mayo.
—Murat—decían los franceses—ha escrito al emperador que no pasará nada.
Y el emperador confiaba en Murat. Sin embargo...
—¿Qué le parece á usted de los españoles?—preguntó á uno de sus ayudantes el gran duque de Berg.—Su aristocracia y su clero, sus soldados y su paisanaje, ¿le parecen á usted temibles?
—¡A mi no me parecen de cuidado aquí—le contestó el oficial—más que los frailes y las mujeres!
Madrid, pues, el día 1.º de Mayo, no sabía ni esperaba nada; si algo esperaba, era lo que le ordenasen desde el extranjero sus reyes; si algo sabía, es que las tropas del emperador se habían entrado en casa y no salían de ella.
Y había partidarios de Carlos IV.
Y había partidarios de Fernando VIL Y había partidarios de Napoleón.
Pero éstos se guardaban mucho de llamarse tales en voz alta.
Acaso en alguno de los puestos de libros de las Gradas, ó en casa de Cerro, de Toledano ó de Esparza, entre un rimero de ejemplares de la Alfalfa divina para los borregos de Cristo, y una pirámide de tomitos con el título de Instrucciones para bailar contradanzas y minuetes, decían algunos literatos:
—¿Han oído ustedes lo que corre por ahí? Lo ha dicho el paje de Bolsa de un contratista francés. Bonaparte dice que él sólo desea el mejoramiento de las instituciones políticas de España; que los españoles sean iguales ante la ley y ante el rey, y que la agricultura, el comercio y la industria sean libres, fecundas y nobles. Bonaparte dice que el águila francesa nos trae en su pico la rama de la dicha.
—¡Los españoles somos demasiado orgullosos para aceptar de un conquistador ni la felicidad!
¡Eso lo dirán cuatro afrancesados!
En los salones de los palacios y en los camarines de las duquesas, la conversación no es tan reservada.
Penetremos en ellos.
Se comenta con aplauso la frase de la última carta escrita por Carlos IV á su glorioso aliado, referente al motín de Aranjuez: «Todo debe hacerse para el pueblo y nada por él.»
—Asombra que con tanta clarividencia en el pensar y en sentir—dice un covachuelista,—S. M. no haya hecho con el emperador lo que el emperador ha hecho con él.
Y no hay más que mirarle al rostro, serio, pálido como el nácar, encuadrado en rica peluca de bucles blancos y ensebados, para convencerse de que dice lo que siente y sin malicia.
Así lo cree también este otro palaciego con quien habla, un petimetre vestido á la última de entonces: chupa blanca bordada al realce y de ramos de colores, chorrera de siete listones de encaje de Bruselas, corbatín blanco, calzones de punto color de clavo pasado y una casaca de piqué de seda del mismo color, con botonadura de acero. Las medias son de patán, blancas, y el zapato bajo con hebillas de oro.
Un traje que convierte á un hombre en algo parecido á un ave encantadora y sobrenatural.
Un traje contra el cual los franceses han hecho una revolución, y con el cual subió á la guillotina un rey cristiano, amante de sus súbditos y de su familia, honrado y bueno; un traje que es un siglo, una civilización... y una mina de oro para los pintores de abanicos y para los autores de zarzuelas por horas.
Traje que al salir de palacio se cubría con una fina capa de grana, y así aquella figura, símbolo del exquisitismo aristocrático, parecía significar también un siglo que muere entre llamaradas y sangre.
Y nada he dicho del espadín, porque, á la verdad, se me había pasado que este petimetre del año ocho llevara con qué matar á nadie.
El espadín de 1808 era delgado como un junco; su empuñadura, propia de la mano de un niño; la cazoleta, en forma oval, y tenía por guardamano una cadeneta de acero tallado que caía en granos de luz, torcida y suelta.
Los cortesanos de Carlos IV eran nietos de los cortesanos de Felipe II, y sus espadines eran también nietos de aquellas espadas.
Pero es el hecho que las revoluciones en España no se han preparado, y aun lo es también que las que se han preparado han salido mal.
En el fondo del carácter español hay una gran pereza para todo; y por pereza consentimos así las pulgas como los malos Gobiernos. Ni el dolor, ni las contribuciones, ni la elocuencia de los revolucionarios pueden nada en un pueblo que se pasa las horas recostado contra una tapia bañada por el sol, viendo pasar mujerzuelas, soldados, carromatos y arrieros... Pero el ladrido de algún can, un lloro de chiquillo, un chillido de mujer, hacen saltar á un buen español como salta el arco de una ballesta y echar mano á la navaja. Esto debía suceder al día siguiente... Pero como ni el perro había ladrado, ni el chico llorado, ni chillado la mujerzuela, Madrid, como acababa de decir Murat, estaba tranquilo.
Así es que, por la tarde, el Mentidero de las gradas de San Felipe se encontraba muy concurrido.
Allí se hablaba de todo lo que se habla hoy en los Circuitos y en el Salón de Conferencias del Congreso.
Allí concurría el covachuelista de las Reales con su traje serio, y el erudito de rostro famélico, y el guardia de Corps con calzón blanco, botines ajustados hasta la rodilla y su gran casaca encarnada con solapa blanca; el mayorazgo en toda su fastuosidad, el petimetre con sus cien sortijas y sus perfumes, el abate con su hábito á la romana y sus cajas de rapé, el literato con el último tomo de poesías de Moratín.
Era un observatorio magnífico y podían oírse cosas como ésta:
—¡Vea usted, allá, mi casero, el celebérrimo don Pedro, qué pensativo viene! ¿Sabe usted por qué? Porque á su querida, la damita del Corral de la Cruz, la silbaron ayer cantando las seguidillas. La tempestad, el canario y el arroyito.
Eran muchas las parejas de frailes que se detenían un momento en el Mentidero, caladas las capuchas, metidas las manos en las mangas, para ir de seguida á las casas de sus penitentes, que ya les tenían preparado el soconusco.
Hoy, el descreimiento general es tan grande, que un cura en la calle parece que no es nadie; de un fraile no hablo, porque los que hay no salen de su convento. Entonces, los señores más linajudos, que no sólo los chicos, les detenían para besarles la mano, y las alcaldesas y las oidoras y todas las mujeres, les besaban la correa. Ser fraile era serlo todo: era ser noble, rico, influyente, santo. ¡La tierra en propiedad y el cielo en promesa! El cabeza de familia no era el padre natural, sino el espiritual. Hay que dar carrera á un chico. ¡Consultaremos al fraile! ¿Con quién debe casarse la chica?
¡El padre lo dirá! ¿De qué molino se ha de traer el cacao? ¡Preguntárselo á Su Reverencia!
¡Ha durado más el chocolate que los frailes!
¡Esto no podía comprenderse en 1808!
¿Cómo habían de creerlo aquellos cristianísimos varones?
He aquí la calle Mayor, entonces, como ahora, de las principales de Madrid. Por el centro vienen con pesadez y con estrépito algunas carrozas del tamaño de pequeños navíos, tiradas por mulas colosales; vienen soldados y guardias, unos á pie, los otros á caballo; pasan, con los diferentes gritos y ruidos de sus industrias y oficios, los vendedores ambulantes; atraviesan, con sus chaquetillas y su aire decidido, los manolos, que vienen de los barrios extremos; parecen deslizarse sobre el hielo, con pie invisible, las petimetras; y todo es ir y venir, formando por la acera estas idas y venidas un cruzamiento interminable de pobres y ricos, señorones y mendigos, militares y curas, beatas y pecadoras; un tejido de historias, de ilusiones, de temores; cadena de vida que hace pensar, que hace sentir y que alegra y aturde con su rumor y sus deslumbramientos... Pues bien; en el vecino convento de la Soledad ha sonado la primer campanada de las Oraciones... Y las mulas de los coches se han parado, como si conociesen el toque; y los soldados, los paisanos y las mujeres, y el bien y el mal que todos llevan dentro, queda suspendido... Todo en la calle se ha petrificado. ¡No hay más que estatuas de hombres que tienen la cabeza inclinada y en las manos los sombreros!
Hoy...
Este era el Madrid de la víspera del Dos de Mayo. Y un Madrid así podía parecer tranquilo, pero no estarlo.
Lo que hay es que Madrid no tenía reyes y nada sabía hacer sin ellos.
Lo que hay es que todo lo esperaba de Carlos IV ó de Fernando VII.
Pero Carlos IV había entregado á España en rescate de la persona de su favorito.
Y Fernando VII se contentaba con que Napoleón no devolviese el trono de España á su señor padre.
—¡Yo no puedo tener á mis espaldas la Inquisición y el fanatismo! ¡España debe ser liberal y debe ser mía!
Esto se lo había dicho muchas veces Napoleón á Savary.
No se equivocaba más que en la segunda parte. Los soldados son cinceles para labrar, pero labran mal; sólo labra bien el tiempo.
España, Madrid, eran inconquistables.
Había que suprimir primero los frailes, y luego los toros para conquistarlo.
Acaso pensó en esto alguna vez Murat, cuando veía pasar hacia la gran Plaza oleadas y oleadas de gente, entre la confusión, de las oscilantes carrozas y las rápidas y vocingleras calesas.
Acaso pensó que un pueblo, cuya fiesta intima es una fiesta de matar y aun de morir, no es pueblo que se rinde ni á las filosofías ni á los cañones. Pero la víspera del Dos de Mayo, Murat recibió con sonrisa las inquietas advertencias de su policía. Le habían dicho que la partida de los infantes D. Antonio y D. Francisco podría dar motivo para que se tumultuase el pueblo. Murat hizo un gesto que significaba tal vez:
—¡No seré tan dichoso!
Porque el gran duque de Berg no deseaba otra cosa. Quería ser rey de España, y pensaba que antes de hacerse amar debía hacerse temer.
Muchas tardes había paseado por las calles sin más escolta que dos ayudantes, no pensando que así daba ejemplo de que la vida vale menos que el honor y que el deber, y debe despreciarse.
Iba, como solía hacerlo, por mera vanidad, con uno de sus grandes uniformes. Venía de visitar á los atribulados señores de la junta.
Murat era el más valiente y el más vanidoso y el más aparatoso de los franceses; un guerrero fantástico, una especie de arcángel de las batallas.
¡Qué lujosamente vestía y qué soberanamente montaba!
¡Qué plumeros se ponía en sus chacós y qué airones de brillantes en ellos!
¡Cuánto galón dorado y cuánta cordonería de seda en sus extrañas casacas!
¡Qué sables corvos, con empuñadura de marfil y nácar y piedras preciosas, se ceñía!
¡Qué cinturones, como círculos de luz, para colgarse los sables!
¡Qué figura y que aire y qué desprecio de todo cuanto no era Francia y Napoleón y El!
Al verle pasar por las calles de Madrid, se sentía el transeúnte insultado, ofendido, por su figura, por su traje, por su mirada.
Y su mismo caballo, monstruo hermoso, de crines y cola encrespadas, baria el suelo con sus cascos como escupiendo su desprecio en trozos de pedernales á las caras.
Los hombres no volvían el rostro para ver á Murat, y sólo los chicos—curiosidad y alegría sin patria—le seguían fascinados.
Algún fraile le echaba la bendición, sacando y metiendo rápidamente la mano entre el sayal, con intención equivoca de vida ó de muerte.
Y alguna maja de las bravías, de las del pincel de Goya, de las que vestían ricas faldas de rasos de vivo color, toda alamares y abalorios; alguna maja, con dos ojos negros y grandes puestos bajo una moña roja de lazos de plata; con arracadas del tamaño de dos pequeñas cornucopias; con la garganta como un retablo, por sus relicarios y colgantes infinitos... se paraba al ver inundada la calle por tanta grandeza, y poníase en jarras y decía esto ú otra cosa por el estilo:
—¡Miste qué Dios! ¡Si paece un loro á caballo!
Y Murat pasaba sonriéndose, creyendo tal vez que le enviaban un requiebro, y repetía para sí:
—Madrid, Madrid engañado; Madrid prisionero, Madrid sucio, Madrid en tinieblas, Madrid el de las manolas, los chisperos, los petimetres, las beatas y los abates; Madrid con su casacón bordado, su peluca empolvada, sus rondas del Pecado mortal y de Pan y huevo, su fandango, sus seguidillas, sus rosquillas y sus torraos; Madrid sin Carlos IV, sin María Luisa y sin Godoy... Madrid... ¡está tranquilo!
Y aquel día lo estaba, en efecto.
Veinticuatro horas después, Murat, implacable, barría las calles con sus cañones.
Murat no fué rey de España, sin embargo. Napoleón envió por rey á su hermano José, hombre que convenía al propósito más que á la ejecución.
Traía el árbol de la libertad, mas no pudo plantarlo.
La libertad no se planta; se siembra.
Los Diputados del año 12 la sembraron; millones de españoles la han regado después con su sangre y con su llanto; y hoy la libertad cubre todo nuestro cielo como un rosal eternamente florido, como una palmera que extiende desde los Pirineos hasta el mar sus victoriosas ramas.
Pero la víspera del día Dos de Mayo, como Murat decía.... Madrid estaba tranquilo.