En aquel tiempo, Madrid era muy chiquito. Debía parecer así como uno de esos Nacimientos que se venden por Navidad en la plaza de San ta Cruz.
Era un recinto amurallado, con un alcázar y muchos raros grupos de casucas entre una red de estrechas, torcidas y sucias calles.
Este cinturón de piedra estaba rodeado de espesos bosques.
De bosques poblados por animales, hoy fabulosos, en los alrededores... El ciervo, que iba sacudiendo de bote en bote su ornamentada cabeza; el colmilludo jabalí; el oso, aficionado á robar panales y á comérselos.
Madrid estaba todavía en poder de los moros.
Corría el siglo once, como diría un novelista.
Y no era afrenta, por lo tanto, como es hoy en día, vender en las esquinas babuchas, pastillas de la Arabia y dátiles.
Los elegantes de aquel tiempo llevaban turbante y alquicel; no entraban y salían como ahora para ir á tirar al pichón ó jugar al tennis, sino para cambiar de armas, caballos...
Era un siglo de lucha incesante, universal; era el reinado de la fuerza.
Los castillos, los pueblos, las ciudades, eran nidos de buitres, de donde salían hombres de hierro.
Nosotros ejercíamos en la Villa empleos humildes. Para los moros, la adarga y la lanza; para los cristianos, la azada y el arado.
Esto de cultivar la tierra fué siempre oficio bajo; y no fué siempre noble devastarla, incendiarla y ensangrentarla.
Isidro era cristiano y era criado de un labrador. Los biógrafos no se han resignado fácilmente con que Isidro fuese de baja cuna. Indican que pudo vivir sin trabajar, porque sus padres tenían algo.
Pero la religión de Isidro era mucha; su deseo de obedecer á Dios, infinito; y un día entró en la iglesia y oyó la voz bíblica, que decía:
«¡Ganarás el pan con el sudor de tu frente!»
Y quiso trabajar con su cuerpo y con sus manos, hasta que su frente fatigada dejase caer sobre el pan tibias lágrimas.
San Isidro es patrón de Madrid por haber sido bueno. No era hombre de ciudad y de corte; sólo tenía las virtudes que da el trato de la Naturaleza y de la soledad. Era un dechado de llaneza, de humildad y de sencillez.
Oraba en su casa.
Oraba por el camino, cuando iba á sus labores. Oraba en el campo.
Y tanto y tan ingenuamente oró, que Dios le concedió el don que más atrae, que más asombra, que se lleva tras si como un rebaño á los hombres; el don de hacer milagros.
Se supo que los hacía, porque intentaron perjudicarle sus envidiosos. Y dijeron á Iván de Vargas, amo de Isidro, que éste oraba mucho, pero que no araba nada.
Fue Vargas al campo, y... ¿qué vió?
Vió que mientras Isidro, arrodillado y con las manos juntas, estaba rezando, otro ángel con las alas plegadas conducía los bueyes y forzaba con el peso de su cuerpo celestial el arado.
Los envidiosos tenían razón; pero Iván de Vargas quedó muy satisfecho de verse así servido por criados que lo eran de Dios.
Era inagotable la caridad de Isidro. Sus manos sembraban el bien como sembraban la avena, ó el centeno, ó el trigo.
Verdad es que Dios era su tesorero.
Verdad es que jamás los restos de su comida fueron agotados; porque cuanto daba en la puerta, otro tanto se encontraba Juego en la cocina.
El más bonito de sus milagros es el de los pájaros.
Era una tarde de invierno, y el campo de Madrid estaba cubierto de nieve en muchas leguas.
Isidro salió á moler trigo. Caminaba entristecido, con su exquisita piedad. Iba por entre la nieve rezando sus oraciones, pidiendo á Dios consuelo para el desamparado y fuego para el entumecido, y salvación para el viajero extraviado y hundido, porque ha perdido la senda.
El vientecillo corta, el cielo se despliega como un toldo gris, amenazando con otra nevada; detrás, Madrid parece un fantasma con su enorme turbante blanco; delante, lejos, está el molino, muy tieso, puesto sobre una línea blanca también, y blanco él mismo como un gran cucurucho.
Absorto en su oración, Isidro no ve nada de esto, y camina, guiado sin duda por un lazarillo divino, invisible...
Pero oye.
Y oye algo como suspirar y gemir.
Levanta la cabeza y los ojos, y ve un árbol; una especie de escoba clavada por el mango, y en cuyo negro y espinoso ramaje pía gran número de pájaros.
Los pajarillos.—¡Isidro, nos morimos de hambre! ¡Socórrenos, Isidro!
Isidro (bajándose, apartando la nieve de la tierra con la mano y descubriendo un buen espacio y en él una porción de trigo).—¡Comed, pajarillos, que Dios da para todos con abundancia!
Y los pájaros comen, y él los mira, y después, con trinos alegres como en una mañana de primavera, como si cantasen á las hojas, á las flores y al sol, le acompañan revoloteando sobre su cabeza hasta el molino.
Mas si éste es el milagro más bonito para pintarle, sin duda que más alabanzas merece el que hoy celebran y visitan los romeros en el cerro sagrado.
Fué en el día aquel en que Iván de Vargas sentíase fatigado y sediento y no podía calmar la calentura que la sed y el cansancio le causaban. Isidro hirió la tierra con la punta de la pértiga y brotó una fuente de agua cristalina...
Y brotó algo más: brotó una sucesión de fiestas anuales, adornadas de las devociones que al Santo se le deben y de las admiraciones que sus virtudes merecen; brotó una capilla para su gloria y una población en su recuerdo.
El, sin duda, lo vió en visión del porvenir entonces, y se vió patrón de una Villa, toda maravillas en el arte, en la ciencia, en la industria, en el comercio, en las elegancias, en los placeres, en todo, en fin, menos en aquello que debía ilustrar su nombre: en la sencillez, en la humildad, en la caridad, en la pobreza, en la religión y en el amor y práctica de la agricultura.
Cuando él fuese canonizado, los bosques, los jabalíes, los ciervos desaparecerían, y el último oso se refugiaría en el Ayuntamiento y lo encasillarían en el escudo.
Para el patronazgo de Madrid debió ser elegido un santo de juventud borrascosa, disipador, libertino, entrometido en la gobernación pública, concejal á ser posible, y cómico y torero.
¿Que no los hubo jamás de tales condiciones? Y bien: un varón justo, un hombre de campo, no es el patrono que le conviene á este Madrid moderno. Así es que los madrileños le rezan, le festejan; pero no le imitan.
Yo, en otro tiempo, celebraba el día del Santo como todos, entre violentas alegrías, entre la multitud clamorosa que acude á la Pradera. Hoy creo rendir al Santo más digno tributo dirigiéndome en opuesta dirección: al campo solitario.
La conmemoración del Santo debía ser una fiesta de Agricultura.
Pero al madrileño no se le puede hablar de la vida pastoril ni de los encantos de la Naturaleza. El se ha construido el mundo en que vive y él ha combinado hasta el aire que respira.
Nació lejos del campo y no le ama.
Los panoramas de que goza en sus paseos son escenarios con decoraciones que debe á los arquitectos y á los jardineros; en ellos no aparece ni un arado, ni un buey, ni una mula, ni ganados; la población de la campiña ó de los bosques.
Sólo los que hemos pasado algunas largas temporadas, en nuestra niñez, allí donde el gallo canta velando entre las sombras por la seguridad de su serrallo, sentimos de cuando en cuando la necesidad de ver una Naturaleza pura, sincera, verdad.
Y salimos de la corte á cualquier pueblecillo, á cualquier soledad donde haya árboles, algunas corrientes, mulas que campanilleen, perros que ladren y gallinas que al vernos huyan, abriendo las alas y cacareando con voces que parecen salir de una tempestad de plumas.
Y si pudiera... Eso sería realizar mi sueño dorado.
Dejar á Madrid, buscar la paz del alma en la soledad campestre y gozar los placeres tranquilos, sin dejo amargo, que Rousseau ha divinizado en prosa y el Petrarca en verso.
Pero Madrid es un pulpo enorme y no suelta á quien aprisionó con sus tentáculos.
Madrid es... para siempre. Así es que cuando el hastío de la vida cortesana hace resurgir en mi memoria aquellos versos del maestro, por mí nunca olvidados:
Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido, y busca la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido... yo quiero buscar esa senda escondida.
Y mis pies, sin duda, equivocan el camino.
Y van, mal de su grado, donde va el tropel de las gentes.
A la romería de San Isidro.
A ver la entrada de los ciclistas. A vitorear á Polavieja.
Al camino ancho, donde van los placeres que fatigan.
¡No por la escondida senda de la Felicidad!