La Familia

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Nos encontrábamos sentados á la mesa redonda del restaurant de La Perla. Había diez ó doce individuos todavía. Se había servido el café y el coñac. Estaban en tela de juicio, sobre el mantel, los más sagrados fundamentos sociales. Se hablaba de la familia. Después de una comida que había empezado con sopa de rabo de buey y había concluido con tortillas al ron, eran disculpables todas las conversaciones y todos los extravíos.

Hubo un momento en que todo el mundo hablaba á un mismo tiempo, sin que pudiera entenderse nadie en aquella confusión de gritos. Los brazos y las copas estaban en el aire; se golpeaba en la mesa con los mangos de los cuchillos y con las cucharillas. Pero, al fin y al cabo, los de menos pulmón callaron. El campo quedó por dos combatientes. Era el uno un caballero alto, flaco, de rostro amarillento y de larguísima nariz, de ojos azules, grandes, redondos y muertos, y vestido, mejor dicho, enfundado en un gabán negro. Fin duda era un ideólogo, mejor dicho, un malvado.

—¡Oh!—había prorrumpido.—¡La familia! ¿Y todavía hay quien defienda eso?

Realmente, su figura, como sus ideas, inspiraba la más profunda antipatía.

Su contrincante era muy diferente. Era respetable, limpio, gordo, blanco, entre cano y bermejo, de ojillos grises, defendidos por cristales de roca engarzados en oro; mucha tirilla y gran pechera, y un disforme chaleco del color de la manteca de Flandes, sobre el cual danzaban á cada movimiento suyo la cadena de su reloj y media docena de dijes y sellos. Había tomado á su cargo la santa defensa de la familia, y se llevaba de calle á los oyentes, maravillados de su buen sentido, su saber y su elocuencia.

Mas el hombre que parecía un paraguas no se daba por convencido. Sin duda había sido muy desgraciado con sus parientes; sin duda en aquel cuerpo enflaquecido y oxidado había ido recogiendo la hiel de los desengaños domésticos, la más negra, la más amarga, la más corrosiva de las hieles... El era, sin duda, un drama de familia viviente; su arrugada figura denotaba la sequedad de su corazón y de sus sentimientos. En cambio, el defensor de los grandes principios sociales publicaba en su color sanísimo, en su abdomen patriarcal, en el aseo y corte de su traje, en la placidez, serenidad y aire autorizado de su persona, que el hogar doméstico y toda la familia, en sus diversas ramificaciones, sólo tenían para él alegrías, dulzuras y bienandanzas.

—Yo no soy intransigente—decía,—no me asusta la civilización; pero no puedo menos de deplorar el decaimiento de ese principio, sin el cual no hay salvación posible. Sin padres y sin madres, ¿es posible la existencia, no digo yo de la sociedad, sino de la humanidad misma?

Esto era concluyente, y hasta los mozos que servían el coñac se sintieron conmovidos.

Todos volvieron los ojos hacia el hombre enfundado.

Esto dirigió su puntiaguda nariz hacia el señor gordo, como un pez-espada que se dispone á embestir á un ballenato.

—Lo que acaba usted de decir—exclamó—manifiesta que la familia, como sentimiento y no come ficción social, existirá siempre. El hogar doméstico no está fuera del hombre, sino dentro de él. ¡Se llama corazón!

El hombre gordo se volvió hacia el mozo... Toados creímos que pedía su sombrero y su bastón para retirarse; pero, no: pedía únicamente un palillo. Los grandes improvisadores procuran siempre utilizar cualquier recurso que les proporciona tiempo.

—¡Tiemblo—exclamó luego,—tiemblo de comprender el alcance de esas palabras! ¡El corazón!

¿Es decir, la Naturaleza entregada al capricho de las pasiones? ¿Un hogar formado por la falta, consolidado por el vicio, deshecho más pronto ó más tarde por el hastío y por los remordimientos?

Un murmullo general ensalzó estas nobilísimas, palabras.

El hombre flaco no se inmutó por eso.

—Aquí—dijo—no discutimos palabras, sino hechos; la familia será eterna, pero su constitución no habrá de ser la misma siempre. Nosotros...

—¿Y quiénes son ustedes?—interrumpió el de las gafas, acudiendo al ataque irregular de las interrupciones.

—Los hombres exentos de toda preocupación, los que representamos el libre pensamiento, el libre sentimiento, el equilibrio de las fuerzas morales y sociales por su propia atracción, ponderación y cohesión.

El silencio hubiese sido verdaderamente fúnebre después de estas palabras, si un mozo no hubiese.


exclamado, al oir esto, con menosprecio de la etiqueta:

—¡Caracoles!

—¡Y á eso vamos!—prosiguió el ideólogo.—Compare usted las ideas que hoy dominan en este asunto con las de otro tiempo... ¿En qué se parece la familia de hoy á la familia bíblica, á la familia romana, á la familia de los primeros cristianos, á la familia de la Edad Media, á la familia, siquiera, del siglo pasado?

—¡Oh! Desgraciadamente, no se parecen, es cierto; pero eso no debilita la virtud de los principios, sino la organización social, que es deplorable; donde no hay respeto á la familia, cariño á los parientes...

—Pero, señor, ¿nos entenderemos?—exclamaba el librepensador, retorciéndose impaciente en su silla.—¡Si es que no hubo jamás el cariño hacia los parientes, el respeto á la familia de que usted habla! ¡Si precisamente lo que hay que hacer es hacer familia, hacer parientes!...

—Permítame que no tome en serio semejantes extravagancias... Bajo esas frases pérfidas se encubre la disolución social. ¿Qué argumentos, es decir, qué hechos puede usted alegar en pro de esa afirmación?

—¡Infinitos!... La familia es un nombre bello que encubre un gran egoísmo. En los tiempos patriarcales, en los tiempos de Abraham, éste huye de su casa y de sus hermanos; su hija Agar huye de Isaac. Jacob huye de Esaú, y después Esaú y Jacob se hacen la guerra. Los hijos de Jacob venden á José, y las familias se constituyen por procedimientos que juzgarían hoy durísimamente los tribunales. Abraham puso el cuchillo sobre el cuello de su hijo; lo cual hoy, seguramente, no sería aprobado por ningún padre de familia. Pasemos á los romanos. ¿Había familia allí donde los padres reconocían á sus hijos únicamente cuando en ello eran gustosos, ó los exponían en la calle para que los adoptase quien quisiera, y si nadie los adoptaba, se muriesen de abandono y de hambre? ¿Era familia la de las Edades cristianas y feudales, en las que la Iglesia y la sociedad consideraban como el más perfecto estado el celibato, es decir, la negación del hogar, la supremacía del convento?

¿Podía darse tal nombre á la organización social del siglo pasado, en la cual todos los hijos, todos los parientes, debían ser sacrificados al primer nacido, para conservar en su cabeza la vanidad del nombre y el prestigio de la riqueza, sepultando á los demás en un claustro, arrojándolos al servicio militar y á vivir en la trampa y en la miseria?

¡Ruego á usted que me conteste con razones, en vez de chupar y rechupar, con ostentación y desdeñosamente, ese palillo!

—¿Y qué? ¿Todo eso no enaltece al principio de autoridad, base de la familia? Se ve ahí al padre tiranizando al hijo, tal vez; pero éste, luego, padre á su vez...

—Será otro tirano; y así, de generación en generación, se eterniza la tiranía. No; la sociedad no ha llegado al ideal de la familia, que es el predominio del amor; pero, dígase lo que se quiera, caminamos hacia él. Vea usted un ligero ejemplo: Desde los tiempos bíblicos los padres han venido imponiendo penas corporales á los hijos, no hablo de aquéllos en que tenían derecho absoluto sobre su vida y le ejercían en ocasiones—¡bárbaros!—sino de todas las épocas, porque en todas se ha dado á los padres el derecho de azotes... Pues bien; hoy es mal visto el padre que fustiga las redondas carnes en la tolerancia, hasta que la razón les corrija por su propia virtud emoliente. ¡El interior de las familias antiguas pone los pelos de punta! ¡Un cuarto obscuro, disciplinas con puntas de hierro, correas, látigos, palmetas, pan seco y agua, frascos de árnica y ungüentos para curar los golpes y las ronchas de los pellizcos!... ¡La familia no ha existido todavía: sólo han existido víctimas y verdugos!

Y al decir esto, levantó la taza del café, y dando un golpe con ella sobre el platillo, hizo una y otro pedazos, dejando así convencidos á todos de sus procedimientos de dulzura.

(Contra institución tan sagrada como la familia no hay razones; la razón misma sería aborrecible si tuviese la pretensión de imponerse. Estas ideas se dibujaban en la frente de los espectadores, que no estaban dispuestos á dar razón al raído saco negro del ideólogo. Y que se sentían deslumbrados por el chaleco manteca de Flandes del caballero gordo.)

—¡Utopías!—exclamó éste un poco aturdido de los argumentos de su adversario y del estrépito de la loza hecha añicos.—¡La sociedad actual no admite mejora si no es retrocediendo á los manantiales de la virtud! ¡Todo ataque á la familia es un crimen de lesa humanidad! ¡Sólo pueden hablar centra ella los que no merecen tenerla! Dejémonos de vana palabrería... ¡Acompañadme, si gustáis, al seno de un hogar que merezca este nombre! ¿Qué véis en él? ¡No veis sólo una reunión de individuos que al azar del nacimiento ó una caprichosa elección matrimonial han formado, sino también esa comunidad de almas que mi contradictor quiere establecer sobre ruinas! Aquí, el jefe de familia solícitamente atiende al mantenimiento de toda ella, entregado á sus trabajos; allí, la madre cuida de los pequeños; comienza la educación de los más crecidos; espía la conducta de los más jóvenes, les aconseja y templa siempre las iras del padre. ¡Con todos ellos se mezclan los parientes, que reciben protección del más fuerte y más rico; que acompañan y velan en las enfermedades; que facilitan con su actividad y su buen deseo todos los caminos para la educación de los unos, para la colocación de los otros, para el matrimonio de la hija, para que no traigan una catástrofe las deudas y los vicios del hijo! ¡Hermoso cuadro, digno del pincel de Murillo, y que sólo puede ser descrito por pluma divina y contemplado con lágrimas! ¿Y qué diré en las solemnidades de la casa, en las tiestas patronímicas, en los aniversarios, en Nochebuena y en Navidad, en el otoño y en el invierno, estaciones inclementes; en las grandes desdichas como en los grandes regocijos? ¡Todo es entonces animación, todo luz, todo alegría, entre tantas y tantas diferentes personas, ó todo igual tristeza y dolor! ¡Oh! ¡Comparad este cuadro con el terrible panorama de disolución que algún iluso traza para sustituirle; panorama en el cual todos forman una familia de séres aislados, cuyos trabajos, aspiraciones, riquezas, alegrías y pesares no se confunden! ¡Desiertos pobladísimos! ¡Familia inmensa, en la cual los padres, para poder tratar á sus hijos, tendrían que serles presentados!

Se comprende que este discurso debía cerrar la discusión; nada más razonado, ni más patético, ni más punzante.

Pero el ideólogo extendió el brazo, y los espectadores, que ya removían sus sillas para levantarse, se detuvieron y escucharon.

—¡Soy librepensador—dijo,—pero un corazón sensible se aposenta entre estos huesos! Paso por el elogio del padre y de la madre y de los hermanos... ¡Pero mi mano borra despiadadamente esos engañosos cuadros de familia, y sobre todo la presencia de la parentela!... Sí; hay alegría en los banquetes de la familia; pero es el regocijo de la gula. Si; allí todos llevan sus actividades; mas es para explotar al pariente rico é influyente... ¡Revisad las nóminas de los ministerios! ¡Las veréis cubiertas por los nombres de unas cuantas célebres familias! la esos parientes famélicos han sido pospuestos los pretendientes inteligentes y honrados!

¡Registrad las Audiencias! ¡De cada cien pleitos, noventa de ellos son entre padres, hijos, hermanos y parientes! ¡Entrad en la alcoba del moribundo! ¡Allí veréis parientes solícitos, los menos al dolor, los más á la herencia!... ¡Y cuántos crímenes de puñal y veneno, unos públicos, los más ignorados, ejecutados por el odio y la codicia en el hogar doméstico!... ¡No hablo del primo, enemigo autorizado de la castidad y de la inocencia de las primas; no hablo de la madre política; no hablo del pariente sablacista; no hablo tampoco del pillo que deshonra una familia, deshonrando con sus vicios ó sus crímenes su nombre!... ¡Maldición sobre aquel que inventó los parientes!...

A este grito, en el cual palpitaba, sin duda, una tragedia personal, el hombre gordo contestó, levantándose y tendiendo las manos para cobijar toda la mesa redonda:

—¡No! ¡Bendito sea!

Todos se levantaron en confusión: las sillas rechinaron al sentirse aliviadas del peso; los mozos cobraron el cubierto; los oradores recibieron felicitaciones; el hombre flaco se alzó el cuello de su funda; el del chaleco se tendió fastuosamente á uno y otro lado las solapas de su levita; al encanto de la controversia, al ruido del festín, iban á reemplazar bien pronto la soledad y el silencio.

Como es natural, los dos adversarios, sin rencores ni envidias, partieron el terreno, y á presencia del público se estrecharon las manos.

Entonces pasó algo que merece consignarse sobre mármol en letras de oro.

—¡Felicito á usted—dijo el anarquista,—no por su gran elocuencia, sino por otra dicha mayor!

—¿Qué dicha?—preguntó el defensor de la familia.

—La de tener tan buenos parientes.

—¿Parientes?—contestó con pasmosa naturalidad.—¡Si yo no los tengo!


Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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