Por entonces no había hombre verdaderamente elegante en Madrid que no se ocupase de Justa un día siquiera por semana. No crean ustedes, sin embargo, que esta Justa fuese alguna constelación del mundo: era una hermosa joven de veintidós años; morena, con buenos ojos, mucha gracia y gran resolución en su manera de decir y de andar. Pero sólo era planchadora. Nadie como ella daba lustre á la tabla de una pechera ni á los puños de una camisa.
Vamos al caso.
Justa vivía en aquel año por este tiempo en la calle del Rubio, en un cuarto segundo de una de esas casuchas que todavía dan á Madrid carácter de villorrio de la Mancha. El balcón de esta casa ofrecía generalmente un aspecto risueño, pues estaba todo colgado de lienzos blanquísimos. El sol se recreaba en aquella blancura, y cuando Justa, con los brazos desnudos y el negro pelo mal cogido, salía para tender ó recoger la ropa, se recreaba más todavía.
Pero el día de la Vírgen del Carmen, el sol, al dar en aquel balcón muy de mañana, tuvo un placer más que de costumbre, porque vió allí puesto sobre una tabla de pino que corría cubriendo toda la barandilla, un tiestecito, encarnado como si fuese de coral, en cuya negra tierra se alzaba con fresquísima pomposidad una planta de albahaca en flor.
Todos conocen esta planta: sus florecillas de labios rizados y como con almenas; con sus hojas ovales, lisas, sencillas, enteras y sostenidas por pezones... En la verbena se venden tiestecillos de estas matas á cientos, y no hay rico ni pobre, ni vieja ni doncella, que no compre alguno para adornar las ventanas, las rinconeras ó el altar de la casa.
Estas matitas son tan pequeñas y tan redondas, que más que plantas parecen grandes flores verdes. La albahaca es, en efecto, la flor de la mujer pobre—flor que crece, se madura y perfuma con sol ardiente;—muy al contrario de la camelia—flor que pide aire tibio, media sombra, estufas y fanales.
Lo que es aquel 16 de Julio debieron no tener camisa que ponerse muchos parroquianos, porque Justa se pasó toda la mañana y el principio de la tarde entrando y saliendo del balcón al cuarto y del cuarto al balcón; mirando y remirando el tiesto, dándole vueltas, regándole y viendo cómo la tierra se empapaba del agua; quitándole el polvo con el soplo cariñoso de sus labios; contando sus flores y besándolas, y dando, por fin—como satisfacción de su tarea y como expresión de inquietos sentimientos y deseos—algún suspiro.
Cuando una mujer ó un hombre hacen todas estas cosas mirando á unas flores ó una planta, es que esa planta ó esas flores tienen la fisonomía de alguien por quien se siente amor.
La fisonomía de aquel copito de albahaca era muy conocida en la calle y en sus alrededores. Pertenecía á un buen mozo, muy tocador de guitarra; muy cantador de malagueñas; de genio abierto y corazón de oro; de famosa celebridad en los ramos de peinadoras y ribeteadoras; temible por su locuacidad en soltando la lengua y mucho más aún en tomando la navaja... Era barbero.
Era barbero y era novio de Justa. Queríala con un fin trágico, según Víctor Hugo, puesto que su propósito era casarse. El amor le había regenerado... ¡No más doncellas de peine y ribete! Había puesto su corazón, definitivamente, bajo la plancha de Justa. Y Justa le adoraba también; desde que le conocía planchaba peor; ¿qué prueba más completa podía darle de cariño?—Ninguna. Así al menos opinaban los parroquianos.
Sebastián—él así se llamaba—no estaba, sin embargo, convencido de que el amor de Justa no tuviese límites como aseguraba ella; era barbero corrido, y por lo tanto, desconfiado; en cuanto á Justa, guardaba debajo de su pañuelo de Manila en el cofrecillo de sus secretos y de sus inquietudes, en su tiernísimo corazón, el recuerdo de las aventuras amorosas de su Tenorio.
Estas dudas, estas quejas, estos recelos, que son el torcedor y al mismo tiempo la sal y pimienta de los corazones enamorados, habían sido pena y placer de sus conversaciones en la noche pasada, caminando á lo largo de la calle de Alcalá, entre el bullicio de la verbena, ya en dulce cuchicheo, como música de pájaros, ya en tormentosa algarabía. Pero todo cesó, porque, al fin, Sebastián se paró delante de un puesto de macetas de albahaca, y cogiendo la que le pareció más verde y florida, se la dió á Justa y la dijo:
—¡Por la Vírgen del Carmen, que ha escogido entre todas las flores esta flor de la albahaca, te juro que sólo á tí te quiero, y que sólo te querré á tí!
Y sebastián se enterneció tanto al decir esto, que Justa creyó ver que un lagrimón le caía sobre la tersísima pechera. ¡Porque no hay que decir si Sebastián llevaría la pechera bien planchada!
Justa subió por la escalera de su casa como por la escala del Paraíso; y jamás un pasadizo sombrío y empinado ha sido iluminado con más alegría. Llevaba el tiesto entre los brazos, como se lleva un niño, y cantaba bajito, como para arrullar el sueño de aquellas flores de su amor.
Se acostó y se durmió pensando en que las infidelidades de su novio eran, hasta cierto punto, disculpables; porque, al fin y al cabo, ¿qué hacían en el mundo las demás mujeres si no querían á Sebastián?
Pasó la mañana y pasó también el principio de la tarde. Lo que ella hizo y lo que no hizo, ya lo he contado... Mirarse en la maceta.
Pero en una de estas salidas al balcón, sus ojos se fijaron en la calle y se pintó en ellos la admiración primero, la ira después.
Casi debajo de su balcón hablaban un hombre y una mujer. El hombre era Sebastián; la mujer era una hembra bien vestida para su estilo: bata de percal rameado, muy descolgada por atrás; finísimo chal de larguísimos flecos; el pañuelo de la cabeza caído sobre la espalda como capucha; altísimo rodete, y en el cuello, junto á la oreja, lo mejor en claveles del reino valenciano.
Se habían encontrado sin duda; ella iba y él venía. Acaso ella le había detenido á él; pero la verdad es que estaban como extasiados y que ella y él hablaban.
Necesitaba yo la trompa épica que cantó La Araucana para describir el espectáculo que pocos momentos después ofrecía la calle del Rubio.
La gente se arremolinaba enfrente del balcón de Justa, formando un hormiguero que crecía por instantes; oíanse gritos de lástima, de piedad, de indignación; se hacían versiones sobre los orígenes de la catástrofe; se pedía un médico para el herido, y hasta la Unción; todos hablaban á un tiempo; nadie se entendía, y, dominando el tumulto, subían y bajaban desde la calle al balcón y desde el balcón á la calle las inflamadas injurias de dos leonas... hechas mujeres.
—¿Quién es el muerto?—preguntó uno.
—No ha muerto aún—contestó el interpelado con acento en que se traslucía cierto disgusto porque la grandiosidad del suceso fuese menor,—pero tenemos esperanza de que morirá; el golpe ha sido terrible; apenas se le puede ver el semblante, porque la sangre le cubre por completo...
—Yo, sin embargo, le he conocido—dijo terciando un caballero:—es Sebastián; es mi barbero; buen chico, modelo del barbero español, que afeita y habla, y come y habla, y duerme y habla también... ¡Será una pérdida sensible para el gremio! Nadie como él para levantar en un momento sobre el rostro del parroquiano una montaña de espuma de jabón; nadie más pulcro para cogerle á usted con los dos clásicos dedos la punta de la nariz, ó para levantarle, como una cortinilla, el labio superior; todo para embellecimiento del paciente y honra del oficio barberil... Eso sí, con la barra del cosmético en la mano es feroz; golpea el cráneo sin piedad, como si tocase el tambor; no hay pelo que subsista con él: ¡en el barrio todos somos calvos!
—¿No puede saberse la causa del suceso?
—¿La causa?...—dijo una mujer.—Pues bien clara está. ¿Ven ustedes esos pedazos como de puchero sembrados por ahí?... Pues son pedazos de un tiesto de albahaca que aquella mujer que grita tanto desde el balcón le ha tirado á la cabeza.
—¡Qué atrocidad!
—Es su novia; le ha visto hablando con esta otra mujer y vamos... ¡se conoce que le quiere mucho!
Esta, sin duda, fué la opinión de Sebastián. Porque algún tiempo después, ya compuesta la cabeza, no quiso esperar mayores pruebas de cariño y se casó.
Hoy tiene una peluquería en uno de los principales sitios de Madrid. Justa, como Norma, dejó apagarse la hornilla, sumiendo en llanto al Veloz Club.
En la peluquería hay varios chicos, rubios, colorados, traviesos como ardillas.
Son los cachos de la maceta.