Dedicado á Isabelita Roma Ratazzi.
I
En aquella noche de velada universal, el placer se ocultaba, como el ascua entre la ceniza, detrás de las paredes: en el fondo de los palacios y de los chiribitiles; bien cerradas las puertas, mejor cerradas aún las ventanas. Ni sonar de panderos, ni redoblar de tambores, ni chirriar de chicharras.
¡Aquel siempre glorioso aniversario del Nacimiento del Hijo de Dios fué todo nieve, silencio y soledad en las calles!
¡Veinticuatro de Diciembre! En esta noche de redención tiene derecho á compartir nuestra cena y á calentarse al fuego de nuestro hogar el mendigo más miserable.
Sin esta costumbre de la piedad cristiana... ¿qué hubiera sido de Periquín?
¡Periquín! Seguid esas huellas que dos pequeños pies descalzos han dejado sobre la nieve, y le encontraréis.
Si, es Periquín: el lazarillo de Roque el ciego, un rapaz de ocho años; endeble, enfermizo, de rubio, abundante y enmarañado cabello. Parece un esqueleto que se revuelve entre harapos.
Pero no creáis que Periquín es uno de esos granujas que viven y crecen abandonados en las calles, con el sello de la abyección en la frente, desde su más tierna edad predestinados para el vicio y el crimen. Es pobre, es solo y está desamparado; pero en sus grandes ojos azules, hechos á llorar desde el nacer, llenos de miedo hacia los hombres y las cosas del mundo, transparentase la serenidad de un alma toda dolor y toda inocencia.
¿Por qué Periquín se encuentra en la calle y no en la buhardilla de Roque? O ¿por qué Roque no está, como de costumbre, al lado de Periquín?
Periquín no era hijo, ni quizás pariente de Roque; era sólo su víctima. ¿Desde cuándo estaba con el ciego? No lo sabía. Sabia únicamente que Roque le pegaba todas las noches cuando volvían de pordiosear, el uno hambriento y lloroso, el otro blasfemador y borracho.—Acordábase de que un día huyó de casa del ciego, y que los vecinos del barrio le cogieron y le entregaron á Roque, el cual le agarró por la nuca y á correazos le puso la espalda en carne viva, para precaver así cualquier arranque de independencia... Resignóse, pues, á vivir temblando bajo el poder del ciego. Y ¿á dónde hubiera ido él con sus ocho años y su historia desconocida, vestido de harapos, lleno de miseria, deshecho en lágrimas?...
Pero en la noche del Santo Aniversario, Roque volvía á su zaquizamí de la calle del Fúcar, después de haber recorrido muchas tabernas cantando y bebiendo. Bebiendo y cantando en honor de la Vírgen Madre, del parto divino, del Niño Dios y de los Reyes de Oriente. Y algo extraño le pasaba. Bamboleábase más que de costumbre, y no maltrataba á su lazarillo ni maldecía. Pero de cuando en cuando abría desmesuradamente los ojos y miraba á Periquín con indefinible terror. Al subir por la escalera tropezó, y articuló un ronquido estertoroso. Su rostro, cruel y estúpido, contrájose horriblemente. Y dentro ya de su estrecha y obscura buhardilla, tendió los brazos hacia adelante, como quien busca un apoyo, y diciendo... «¡Jesús!... ¡me muero!...» se desplomó cadáver.
Era la primera vez que Periquín vela un muerto. Aquel cuerpo, rígidamente tendido sobre las baldosas, le causó estupefacción. Instintivamente comprendió que la fiera había dejado de hacer daño. Pero el ciego muerto le inspiraba más miedo aún que vivo. El horror le impedía alegrarse... ni moverse. ¡Ni se atrevía á gritar, temiendo que á sus gritos resucitase el ciego!
Y aunque hubiera gritado, no le hubieran oído.
¿Cómo habían de oírle las gentes de la casa?... En las celdillas de aquella gran colmena nunca hubo alegría tan ruidosa... Unos atizaban el fuego; cantaban otros al compás del chisporroteo de las astillas y al chasquido de las castañas puestas entre el rescoldo; cuáles reían á carcajadas, ó acompañaban los cantares con mal tañidos y no bien pergeñados instrumentos. ¡Los gritos del niño se hubieran perdido en la baraúnda enloquecedora de las familias pobres que se divierten!
Sólo en un cuchitril próximo sintióse ruido como de abrirse una puerta y salir tropel de gente al pasillo; gente que pasó por delante de la buhardilla del ciego, rasgueando bandurrias y guitarras, y cantando la copla:
¡Esta noche es Nochebuena,
y mañana Navidad;
dame la bota, morena,
que me quiero emborrachar!
Periquín hizo un esfuerzo supremo, y encontrando fuerzas en su
mismo terror, lanzóse fuera de aquel tugurio; bajó casi rodando la
escalera; salvó de un salto el umbral de la puerta de la casa, y echó á
correr con Ímpetu, sin rumbo, entre la nieve, trémulo, desatentado!...
¡Y corría y corría, como si la sombra de Roque le fuera siguiendo!
II
Al cabo le fué preciso detenerse ó caer exánime.
Miró entonces... Encontrábase en una irregular plazoleta, cuya línea más extensa estaba formada por un edificio de carácter monumental. Anunciábale como habitación de un magnate su portada, de esbeltas columnas, rodeadas, como tirsos, por guirnaldas y cuyos adornos esculturales subían, revistiendo el grande balcón central, hasta engarzar un ancho escudo que sobre grifos y angelones y coronando el edificio, rompía la inmensa línea del alero.
Periquín sudaba á chorros; su frente ardía, sus pies estaban doloridos ó hinchados.
No viendo más que sombras y nieve, corrió al hueco de la puerta que tenía delante; arrinconóse en él; cubrióse el pecho con sus brazos para darse calor, y así, material y moralmente reconcentrado, rompió á llorar... ¡Llorar; único y triste consuelo! de su infancia desventurada!
Pero el vientecillo de la noche le cortaba la piel, y la nieve seguía cayendo. Los recuerdos de su pena huyeron ante un nuevo dolor. Dejó de llorar de tristeza, y lloró de frío.
De pronto un ruido extraordinario le hizo levantar la cabeza, y miró tímidamente.
Delante de él acababa de parar una carroza. Bajó el lacayo, abrió la portezuela, y Periquín, á través de sus lágrimas, vió una mujer vestida de blanco.
Detrás de la puerta sonó el complicado herraje de la cerradura, y una de las hojas giró pesadamente para dar entrada á la dama del coche.
—¿Qué es... esto?—preguntó ella, reparando en aquel extraño bulto.
Acercóse el lacayo, y olfateando á Periquín á modo de sabueso, y aplicándole un puntapié como última prueba de reconocimiento, dijo:
—Señora, es un granujilla que tiene frío y que no tiene casa, y que viene aquí á llenar de miseria la puerta del palacio.
La dama pasó.
—¡Dame la fusta, Juan—dijo el lacayo al cochero,—y verás qué pronto hago entrar en calor á este canalleja!...
Pero el cochero le contestó:
—¡Hombre! ¿Te parece á tí que estoy para perder el tiempo?... Mi mujer y mis hijos, y unas buenas brasas y una soberbia cena me están esperando. ¿Qué nos importa á nosotros ese chicuelo?...
El carruaje partió á todo el correr de los caballos.
La aparición de aquella mujer fué para Periquín un relámpago de esperanza. El cielo se había abierto en una visión resplandeciente... Mas ¡ay! que se encontraba en mayor obscuridad que nunca. A la esperanza perdida sucedió, como siempre, un nuevo temor. Era, en verdad, un triste rincón de muerte aquella puerta; ¡pero al menos podía morir allí tranquilo!... Y quizás el portero y los criados de la casa iban á salir, y le arrojarían de allí á palos para que muriera en mitad del arroyo, entre charcos de agua helada; mordido quizás por los perros; sepultado, vivo aún, bajo la nieve...
¡Morir, sí... que la muerte de hielo le iba subiendo ya por las piernas y le agarrotaba los brazos!
¡El recuerdo de la buhardilla, donde yacía en soledad espantosa el cadáver del ciego, cruzó entonces por la mente de Periquín como un refugio de salvación, y pensó en volver á la calle del Fúcar, y quiso levantarse!
¡Infeliz, no podía moverse!
¡Periquín abrió los labios y rezó...!
Pero al subir la escalera, la dama del vestido blanco había dicho:
—¡Bernardo, que hagan entrar á ese niño, y que le pongan otro vestido, y que le den lumbre, y cena y cama, y que no salga de aquí sin una buena limosna...!
Un minuto de atención de la dama había bastado para cambiar en gozo la pena de Periquín.
¡Sí! ¡Ya se abren las puertas del palacio; ya salen criados vestidos con libreas de gala; ya cogen y meten dentro á Periquín!
¡Dios mío! ¡Cuán fácilmente puede hacer el bien el poderoso!
III
La dama del vestido blanco era doña Matilde Monzón de Alderete, condesa del Berrocal, esposa de D. Braulio de Torrejoncillo y Zúñiga, embajador que fué en París, cuando París estaba en la China y la China no estaba en el mundo; y era la más ilustre, y la más rica, y la más hermosa, y la más elegante de cuantas daban esplendor á la corte del señor rey D. Carlos IV y de la señora reina doña María Luisa.
Tales cosas y tan honoríficas le habían acontecido, que entraba en su palacio con el rostro radiante de felicidad. Tenía razón para creerse dichosa. Aquel 24 de Diciembre, doña Matilde estaba de guardia en el cuarto de María Luisa, y con temor de que la augusta señora le dispensase la honra de retenerla toda la noche á su cuidado; porque era vieja costumbre de los condes celebrar el Nacimiento de Dios reuniendo en su casa y en magnífica fiesta á todos los Zúñigas y Torrejoncillos. Monzones y Alderetes que se encontrasen en Madrid y disfrutasen de salud: damas y caballeros, ancianos y niños, ricos y pobres.
Pero no bien el reloj de soneria de la antecámara repitió su música de campanario y dió las nueve, salió un ujier del regio camarín y dijo á la sin par hermosura de su excelencia que S. M. deseaba hablarla. La reina le llamaba para despedirla; y á tal punto llevaba su extrema bondad, que con sus propias reales manos le entregaba una pequeña figura de cera, vestida con primor, y que representaba un rey negro, para que la pusiera en el Nacimiento de Isabelita. Isabelita era la hija de los condes. Manifestó doña Matilde su gratitud en vivas frases, é inclinándose ante María Luisa con respetuosa sencillez, como quien rinde homenaje á una reina que suele muchas veces mostrarse amiga, ó á una amiga que alguna vez suele acordarse de que es reina, salió del camarín con el precioso muñeco en brazos... á tiempo en que se entraba por la antecámara, sin previo aviso, el señor D: Manuel Godoy, príncipe de la Paz, duque de la Alcudia y de Sueca, soñador de un reino en el Algarbe. El cual, apartándose, dobló graciosamente el cuerpo, y puesta la izquierda mano en la cintura, y bajando la derecha hasta tocar con el sombrero en la alfombra, la dijo: ¡Soberbia nodriza!...
Una gran fiesta en perspectiva; un regalo, tres veces augusto, para el amor de sus amores, y una flor galante calda de los labios del verdadero rey de España, bien podían regocijar los cascos de una dama de aquel tiempo.
Aguardaban ya en el salón el conde y los parientes y los amigos; y así se lo dijo á la condesa la respetable aya de Isabelita, madame Courtois, venida de París con la embajada; pero doña Matilde entró en su tocador, y los convidados esperaron aún otra hora.
Y no fué mucho, si se atiende á que cincuenta minutos los invirtió en ponerse un lunar en el rostro, costumbre que jamás perdió desde que vino de Francia. Primero se le puso en la sien, y acaso le pareció parche microscópico medicinal; después sobre el labio, y no le gustó verle tan cerca de la nariz; y le hizo viajar por aquel paraíso hasta dejarle en la mejilla como enterrado en el hoyuelo de la risa. Se perfumó, se blanqueó, se adornó, y poniéndose delante de un gran espejo, torció gallardamente la cintura por admirar una vez más las formas de su cuerpo, y exclamó:
—¡A pesar de mis treinta y cinco, seré hoy la más hermosa de todas! ¡Vamos!
Pero al salir del tocador le cortaron el paso alborotadamente madame Courtois y dos niños.
Uno de ellos era Isabelita.
—Y este caballerito... tan elegante, ¿quién es?—preguntó la condesa.—¿Cómo te llamas?...
—¡Este es el pobre.!—exclamó Isabel con su vocecita de plata.
—Yo—contestó el niño tímidamente y fijando sus grandes ojos del color del cielo en el rostro de doña Matilde—yo me llamo... ¡Periquín!...
IV
Como la señora doña Justa, antigua doncella de la madre de la condesa, tenía las llaves de los roperos, á ella vino á parar el niño.
—¡Jesús!—exclamó la buena señora al verle llegar entre dos lacayos—; pero ¿qué me traéis aquí? ¡Si esto es un pedazo de hielo! Y ¡qué harapos! Y ¡cómo chorrea!... Pronto, pronto,¡secadlo, envolvedlo en una manta, ponedlo cerca de la lumbre! ¡Desgraciado, cuánta miseria hay en el mundo! ¡Qué padres! ¡Si no tendrá padres! ¡Jesús!—volvió á decir, tocándole en sus brazos desnudos.—¡Quema de frío! ¡Vamos, dadle friegas en todo el cuerpo! ¡Bárbaros, que le hacéis mal! ¡Así, bien!... Voy á sacar alguna ropa de desecho del señorito Luis para vestirlo.
—La ropa de desecho del señorito Luis es para el sobrino del ayuda de cámara de S. E.—le interrumpió un lacayo...
—¿Te quieres callar? Bastante quedará para el sobrino de ese gabacho. ¡Nos vino Dios á ver con la dichosa embajada! Y el mosiú pase, pero... ¿y su mujer, que es la deshonra de la casa y que, como no la entiendo, me parece que me insulta en francés? ¡Qué aya para doña Isabelita! ¡Si la va á pervertir! Si la pobre niña lo mismo ya habla el francés que el español. ¡Jesús, Jesús, y cómo va el mundo! Bien dice el padre capellán que de todo tiene la culpa Napoleón.
Periquín dió un prolongado suspiro. Volvia á vivir, y volvia á quejarse.
Doña Justa despidió á los criados; puso agua templada en una palangana, y vertió en ella un chorrito de Esencia de Circasia, procedente sin duda del tocador de la señora. La esencia perfumó todo el cuarto.
Doña Justa aspiró el aroma con fuertes resoplidos de nariz, y luego exclamó para descargar su conciencia de este pecado de voluptuosidad:
—¡Jesús, no sé cómo Dios permite que los franceses hagan estas cosas que huelen tan bien!...
Abrió una cómoda y después un ropero, y sacó calcetas y calzoncillos de algodón, una camisa de finísimo lienzo con chorrerita de gusto ya entonces antiguo, unos pantalones de paño de grana, un chaleco blanco con botonadura de cristal, y una chaquetilla de color de tabaco con dibujos de trencilla negra, á modo de marsellés y según el estilo de la manolería... No eran menos lujosos los zapatitos con hebillas de nácar, ni la chalina de raso azul que sacó luego.
—Ven aquí, hijo mío, que te voy á poner hecho todo un príncipe de Asturias.—Y sentando sobre sus rodillas al asombrado, regenerado y perfumado Periquín, que le miraba con alegre esperanza, no limpia completamente de susto, empezó á vestirle.
—La señora es buena, muy buena—decía doña Justa, vistiéndole—; pero tú, pobrecito mío, no estarías tan majo si yo no supiera que ese francés, ocupado en darse tono por el salón, no te verá la ropa... Y aunque la vea, ¿qué? ¿No es más justo que la gaste el hijo de un español que no el sobrino de un francés?...
—Y ¡es muy guapo! Y ¡cómo se deja vestir! No se parece al señorito, que me pega cada pescozón y cada bocado... Ya, pero el señorito es noble y mayorazgo, y éste... ¿Pero qué quieres, chico?...
Periquín había visto sobre una cómoda un gran trozo de bizcocho y alargaba el brazo para cogerlo. ¡Tal era su hambre!
—No, hijito, no—dijo doña Justa—que ese bizcocho es mío y para mi, y no es del sobrino de Mr. Courtois. Pero ¡toma!—y sacó de una alacena un pedazo de pan.
El niño lo devoró en un momento.
Y ahora que ya estás hecho un sol, ¡á la cocina!...
—¿Dónde está, dónde está? ¡Quiero verle!—dijo en esto una voz infantil en el pasillo.
—¡No tan de prisa, ma petite!—dijo otra voz; y se oyó ruido de gente que venía corriendo.
—¡La señorita Isabel! ¡El aya!—exclamó doña Justa.
Una preciosa niña de cinco ó seis años entró, bulliciosamente, como una paloma que revolotea, en el cuarto de doña Justa.
—¿Dónde está el pobre? ¡Que me enseñen al pobre!—decía.
Y viendo al otro niño, se le plantó frente á frente; le miró de los pies á la cabeza, y soltando como un alegre canto su risa, le echó al cuello los brazos y le dió un beso en un carrillo, diciendo:
—Comm'il est gentil!
Madame Courtois soltó la carcajada. Doña Justa se santiguó y dejó caer sobre la conciencia del siglo estas palabras:
—¡Qué época. Dios santo!
En cuanto á Periquín, se quedó confuso, abrió y cerró los ojos, se puso encarnado y se sonrió al fin, quizás por la primera vez de su vida.
No había entendido el francés... Pero había entendido el beso.
V
Ni los razonamientos, ni los halagos, ni las súplicas, pudieron evitar la desgracia que se venía sobre el blasón de los Monzones, Alderetes y demás góticos apellidos. Isabelita se arrojó, llorando, sobre la otomana del tocador, y afirmó, entre los hipos lastimosos de su cólera y su pena, que no entraría en el salón si no la dejaban llevar á Periquín de chevalier servant ó de cortejo.
—Pero, niña, ¿por que?—le preguntó su madre.
—Porque sí; porque es rubio, y porque es espigadito, y porque tiene los ojos azules, y sobre todo, porque es el último que he visto.
Quedóse doña Matilde como petrificada al oir tan absurda pretensión. ¡Su hija del brazo de un mendigo en la fiesta! ¡Y de un mendigo que había recibido un puntapié poco antes de uno de los lacayos! ¡Su hija complaciéndose en ser dama de aquel granuja recién dorado, en mal hora, y por compasión, venido á su casa, y que por todo abolengo, ejecutoria y respetabilidad, traía el nombre—ni el nombre—el alias de Periquín!
La condesa volvió los ojos para no ver la cara de su hija. No podía negarse á ninguno de sus caprichos mirándola. Y en verdad que jamás fué disculpado por tal conjunto de gracias un carácter ligero y voluntarioso, nacido en la fortuna y educado en el mimo. No era el rostro de Isabelita notable por la armonía de sus lineas; no era tampoco de esa belleza germánica de nieve y oro, tipo del hada y de la ondina. Era un rostro de incorrectos perfiles que tenia algo respingadilla la nariz, de un moreno desvanecido casi hasta dejar de parecerlo, y de mejillas coloradas como amapolas. Sus ojos eran su verdadero encanto, el imán que le atraía todos los corazones, el embebecimiento de sus padres, el tema obligado y jamás molesto de la conversación de parientes y amigos. Sus ojos eran la alegría, la luz, la felicidad, la perturbación de la casa; ojos que eran todo su rostro; ojos grandes, cuyas negras pupilas parecían abismos de lágrimas en sus penas, tempestades en su cólera, diamantes de deslumbradoras luces en sus alegrías.
¡Si en alguna ocasión Isabel se olvidaba de si misma y la mujer diablillo se convertía en estatua, Isabel, como una flor que se cierra, perdía sus más vivos colores, sus más alegres reflejos, su más poderosa seducción; perdía su alma, que era toda actividad de nobles instintos y de irreflexivos movimientos; su alma, cuya luz se veía palpitar en su rostro encendido y sonriente, como la del sol si le miramos á través de una rosa!
Siendo la condesa madre, y siendo madre de tal preciosidad, la orden general de todos los días debía ser ésta: ¿Isabelita lo quiere? ¡Pues hágase lo que quiere Isabelita!
Pero la pretensión de aquel momento le pareció á doña Matilde un delirio... Y como la única persona que tenía influencia sobre Isabel era su aya, volvió los ojos con aire turbado hacia madame Courtois.
Desgraciadamente, esta recia, fresca y rubia señora tenía su orgullo—y acaso el fundamento de su prestigio—en mostrarse más cariñosa con Isabel que la misma doña Matilde. Y para mayor desventura, madame Courtois, según murmuración del capellán de la casa, habla tenido relaciones amorosas con Voltaire. El aya encontró, pues, muy natural el deseo de la niña, y expuso una tesis que dió pretexto á la condesa para ceder. Y fué la siguiente: que si bien ella conceptuaría indigno de la prosapia de tan altos señores casar á Isabelita con un desventurado sin abuelos, como Periquín, no se hablaba de un bodorrio aquella noche, puesto que Mademoiselle sólo trataba de pasar alegremente el rato con un petit monsieur que le parecía bien, aunque plebeyo, por ser lindo y galán, sin que esta deplorable confusión de categorías pudiera obligarles en lo futuro, siendo breve amistad que duraría lo que duran las flores y los caprichos de los niños.
Y para reforzar su dictamen enumeró clarísimamente, salvo algún error en la pronunciación, los apellidos de las infinitas señoras de la corte cuya conducta era ejemplo de esta fraternidad, puramente civil, de todas las clases.
La verdad tiene una elocuencia irresistible. Como entre los nombres citados por el aya, estaban casi todos los de su parentela, tranquila ya doña Matilde en sus puntillos de honra, dió su autorización para aquel galanteo de una velada.
—Conque al salón, y... ¡ya verás lo que nos divertimos!—dijo Isabelita colgándose del brazo de Periquín.
La condesa y el aya les seguían riendo. La condesa empezaba á interesarse por aquel niño. ¡Cuando los afectos caen en un corazón generoso, se desarrollan con súbita abundancia!
Atravesaron varias salas, revestidas unas de tapices, otras de armas y cuadros, y al fin llegaron á la puerta del salón principal: destacábase como la boca de un horno encendido, en obscura pared; y salian por ella, en vapores tormentosos, el calor y el ruido de la fiesta.
Isabelita tiró del brazo á Periquín y le preguntó:
—¿Sabes tú hablar francés?
¡Oh, dichosa inocencia, que no debió ser malicia! ¡Oh, feliz desconocimiento del organismo de las lenguas!... Quedóse Periquín así como quien hace memoria, y debió de hacerla, en efecto, pues diciendo á Isabelita:—¿No es así como se habla?—la devolvió sencillamente aquel beso con que la niña, saludándole en gringo, habla escandalizado á doña Justa.
Bajo tan buenos auspicios entraron en el salón.
VI
Cuando Periquín entró y miró, lo primero que hizo fué santiguarse.
Isabel soltó una carcajada, y volviéndose hacia su madre, dijo:
—Mamá, ¿si creerá que entra en la iglesia? Esto habla creído, en efecto, el niño.
El salón era inmenso y de altísima techumbre. Dos de los lienzos de pared tenían puertas; los otros, que formaban los frentes, ninguna. En uno de estos últimos habla un escenario, propio de un teatro para actores niños, y de vistoso telón. Por los otros tres lienzos corría un aparador, sólo interrumpiéndose para dejar Ubres las puertas, y descansaban sobre él grupos de barro y talla, que figuraban escenas de la Sagrada Biblia. El lienzo que daba frente al teatrillo, y que era el principal, estaba ocupado por un Nacimiento, pobladísimo de figuras de talla, barro y cera; fabricado de rocas de cartón; de árboles y plantas de lienzo y papel; de casas de madera; de arroyos, lagos y cascadas de cristal. El techo era un fresco que representaba la apoteosis de los Torrejoncillos y Zúñigas, Monzones y Alderetes. Los condes podían ver desde el estrado á sus ascendientes gozando de Dios, como por incontrovertible derecho les correspondía. Sostenían el cornisamento columnas empotradas en las paredes, y entre columna y columna pendían de cordones magníficos cuadros. Alzábase uno, disforme, en el testero del salón, sobre el Nacimiento, que parecía figurar un manzano cargadísimo de fruto; pero luego se vela que no eran manzanas, sino retratos de ilustres cabezas. Y como complemento de este frutal genealógico, formábale marco una brillante cenefa heráldica.
¡Jamás el ingenio de Churriguera deliró como en la ornamentación de aquel recinto! ¡Aquellas cornisas truncadas; aquellas ventrudas columnas; aquellas puertas de jambas, con triglifos; aquellos medallones con marcos de cornucopias; aquellos ángeles, sátiros y dragoncillos escondidos entre parrales, ó que se descolgaban por las columnas desde el techo al salón; aquel laberinto de escaroladuras, entortijaciones y hojarasca, era un poema de Góngora esculpido en madera y yeso!
Alumbraban el salón grandes arañas de cristal recargadas de chupadores; candelabros que salían de la pared como manojos de sarmientos de oro, y número incalculable de vasos de color, farolillos y candelitas, puestos formando dibujos, ó al capricho, alrededor de los grupos bíblicos y por montes, valles y laderas del Nacimiento.
En divanes y taburetes, en sillas y sillones puestos en formación delante de aquellos tinglados, discurriendo en parejas, arremolinándose en grupos ó contemplando la minuciosa copia de alguna escena sagrada, encontrábanse allí los parientes de los condes y sus amigos; la flor de la sociedad, deshojada sobre la alfombra, en damas, señorones, petimetres y niños. Ellas vestían sus túnicas de estatua, sus muselinas venidas del Asia con las flotas de Cádiz, y pintadas á pincel, ó con dibujos de abalorios ó de lentejuelas; y traían sobre sus cabezas en continuo temblor airones de brillantes y de plumas. Ellos lucían casacones de terciopelo, rasos y sargas que hacían tornasol, bordados de dibujos de ramaje, flores, grecas y cordonería, con sedas, plata y oro; y pelucas bien, ensebadas y mejor espolvoreadas.
Si Periquín hubiera sido poeta, hubiera comparado este conjunto de colores, luz y movimiento, á una concha de nácares vivísimos en que celebrasen una fiesta multitud de insectos fosforescentes. Aquel espectáculo le produjo una emoción de sorpresa y placer que le era casi dolorosa. Pero no podía juzgar de nada. Sólo veía una confusión de dorados; una confusión de gentes; una confusión de luces; una confusión de confusiones.
La aparición de la condesa produjo en el salón murmullo y movimiento, como los que debe promover en una colmena la entrada de la abeja reina. Todos se acercaron á ella; quién á saludarla, por cumplir; quién á tasar con la mirada el vale: de sus joyas; quién por entregarle al propio tiempo la solicitud de una pensión sobre cualquiera mitra ó de unos cordones, ó de una bandolera, ó de una plaza en el consejo de Castilla; y todos también rodearon á Isabel, y la dijeron flores, y la dieron besos y pusieron sobre la luz del sol la luz de sus ojos.
El conde, el señorito Luis y el capellán fueron los últimos que llegaron á donde estaba doña Matilde.
Minutos después, la conversación general versaba sobre el vestido y tocado de la condesa; sobre el rey moro, regalo de la reina, y sobre los amores de Periquín é Isabelita.
Fuese bondad de alma, cortesía ó adulación para con doña Matilde, todos se mostraban llenos de cuidados, de benevolencia y cariño; y todos buscaban pretextos para hablar, jugar y reir con Isabelita y Periquín. Todos los embromaban, felicitándoles por su boda. Cierto covachuelista, de gran privanza con Godoy, se ofreció á ser padrino de los futuros y de sus más futuros hijos...
En aquel centro de alegría, mimado, acariciado de todos; llena el alma de un dulce calor que le parecía venir de los ojos de Isabelita; confundido en un corro de niños, revoltosos y sonrientes, Periquín fué calmándose; fué perdiendo sus sombríos recuerdos; fué empezando á comprender que también él podía ser dichoso.
Y... ¡cómo no!, si él, que en su miserable existencia callejera y en su escasa edad tenía veneración por los curas, y jamás dejaba de correr á besarles conmovido de respeto la mano, oyó estas palabras de los mismos labios del respetable capellán de la casa:
—¡Ya verás! Cuando yo te case con Isabelita, serás conde, tendrás caballos y carrozas, escopeta y perros, vestidos de terciopelo, y ríos y ríos de oro. ¡Todo cuanto miras, será tuyo!
—¿Todo?...
—Sí.
—¿Y ese Nacimiento, también?
—¡También ese Nacimiento!
—Pues, ¡vamos, Isabelita, vamos á ver si me conviene!—exclamó Periquín.
El capellán, sacando su caja de rapé, tomó dos polvos, y dijo entre uno y otro estornudo:
—¿Cuánto va á que este pobre niño no sabe ni una jota del Catecismo, ni es capaz de ayudará una mala misa?...
Y se fué detrás de ellos hacia el magnífico Nacimiento, que por la solemnidad de la noche era la novedad, el interés, el mejor adorno y la admiración de la fiesta.
VII
¡Nacimiento hermoso sobre toda ponderación!
Si nos dirigiéramos hacia él por la derecha de la sala, como viniendo del escenario, podríamos seguir, cronológicamente, el desarrollo del Santo Misterio.
Esto quiso el capellán que hicieran Periquín é Isabelita.
El Sr. D. Lucas Corchado, respetable clérigo, proveedor del pasto espiritual de la casa, gozaba crédito de orador elocuente. La verdad es que no era menos chabacano que los más reputados entonces; que ingería en sus peroraciones alusiones personales á feligreses y feligresas; y que alguna vez perdía la continencia, hasta el punto de llamar hacia sus filípicas la atención de algún circunstante distraído, tirándole desde el pulpito el bonete. Y no era tan sólo útil en la casa como hablador verboso, húmedo y agresivo y como teólogo sutilísimo; era, sobre esto, maestro de educación de todas las aves de la pajarera; gran chocolatero; pendolista clásico; experto en relojería; artífice sin igual en palillos afiligranados; el primer tijeretista del reino en la fabricación de encajes y cuadros de papel, y repostero con repertorio original y exclusivo de almíbares.
Pero el que poseyese tantas habilidades no excluía que tuviera un corazón lleno de verdadera piedad y de ternura, y su goce más puro era enseñar la Doctrina cristiana á los niños; obra que realizaba pacientísimamente con los de la casa, puesto el libro sobre sus rodillas y el dedo índice bajo la línea ó el pasaje dificultosos.
Encontrábase, pues, en sus glorias, con la idea de mostrar su erudición y ejercer su profesión de maestro explicando el Nacimiento; y conforme iba visitando las esculturas, iba empujando hacia él fondo del salón á cuantas personas podía reunir, á manera de pastor que trata de encerrar su rebaño.
El primer grupo era La Visitación.
—Sepamos, Isabelita—dijo D. Lucas.—¿Recuerdas lo que aprendiste estos días para que hoy pudieras recitarlo? ¡Vaya si te acordarás! ¡Así tuvieras vocación monjil como tienes memoria!... ¡Vaya, no me dejes mal, lucero!...
—Sí, me acuerdo... oiga usted; en tiempo de Heredes vivía en Morón...
—¡En Hebrón!... ¡Isabelita!
—En Hebrón, un varón al que llamaban...
—Un varón justo, y no le llamaban, ni él venía; sino que tenía por nombre...
—¡Pacarías!...
—Zacarías, quieres decir. No le hagan sus mercedes caso. Esta niña está perdiendo la buena pronunciación con tanto hablar el francés... ¡Adelante! El grupo siguiente era La Anunciación. En el centro de un intercolumnio griego, entre dos macetas que alzaban gentilmente sus altísimas varas de azucenas, estaba María. Veíanse por detrás de las columnas magníficas palmeras casi vencidas con el peso del fruto; el ángel descansaba de rodillas sobre una nube de azulados reflejos; Gabriel tenía las alas abiertas y juntas. Parecía una mariposa descansando sobre un lirio.
Rompió su largo silencio Periquín, diciendo maquinalmente:
—«¡Dios te salve ¡oh, María! llena de gracia; el Señor es contigo: bendita tú eres entre todas las mujeres!...»
—¿Quién te ha enseñado eso, Periquín?—le preguntó D. Lucas.
—¡El ciego!...—contestó el pobre muchacho. Y una nube de tristeza pasó por su rostro...
El tercer grupo era el niño San Juan, vestido con un saco de pieles de camello, sustentándose de langosta y de la miel silvestre en el Desierto. Así esperaba la venida de Jesús.
La procesión, engrosándose cada vez más, siguió.
—Y esto, y esto, ¿qué es?—preguntó una voz recia y desagradable.
Era nada menos que el señorito Luis quien hacia la pregunta, alargando el brazo hacia un grupo de talla que figuraba un asno con la boca abierta, como solicitando posada, y sobre el asno un varón de aspecto grave; grupo que descansaba sobre amplia y churrigueresca repisa.
—Ese grupo—le contestó un humanista representa á Balaan oyendo la pregunta que le dirige su burra.
—Qué, ¿también preguntan los burros?—exclamó el ilustre primogénito.
—Si, querido—replicó sosegadamente el humanista.—Sí, ¡también preguntan!
VIII
En esto se encontraron delante del Nacimiento. El padre capellán se volvió hacia los que le seguían, y extendiendo los brazos como para contenerlos en su marcha y reunirlos, dijo:
«¡Damas y caballeros, amados oyentes míos! Vosotros, y sólo vosotros, sois discretos entre cuantos realzan el decoro de este salón, Olimpo de tan magníficos señores; vosotros sólo, porque dejando para las noches de Luzbel, que lo son casi todas, esas conversaciones reprobables sobre galanteos y politiquillas, y sobre chucherías, perendengues y zarandajas de París, honráis la noche de Dios congregándoos para oir su santa palabra, que sale de la impureza de mi boca como raudal del caño de barro! ¡Vosotros sólo...»
Sabe Dios dónde hubiera ido á parar con estos arranques oratorios el capellán, si no se hubiera encontrado interrumpido por el llanto súbito y desesperado de Isabelita...
—Pero, ¿qué es esto? ¿Por qué llora la rosa, el lucero y la maravilla de Madrid?...—preguntaron todos.
—¡Porque—dijo Isabelita—yo había dicho á Periquín que me sabía la explicación muy bien y muy de memoria, y su merced no me deja decirla!...
—Pero, ¿no sabes que has dicho antes una porción de desatinos... hija mía?...
—¡Fué de broma, porque me estaba pellizcando Periquín! Pero lo sé muy bien ¡Déjeme su merced, Sr. D. Lucas!
El fecundo orador dió un suspiro, sintiéndose sin fuerzas para oponerse á la voluntad de la caprichosa reina de aquel salón. Periquín acercó un taburete dorado; y haciéndole pulpito colocóse sobre él Isabelita, la cual, para sostenerse mejor, rodeó con un brazo el cuello de D. Lucas, y dirigiéndose á Periquín, empezó de este modo:
«Quedó cumplida, pues, la profecía de aquel ángel tan hermoso que se apareció á la Virgen... Se había dado un edicto mandando que todas las personas se empadronasen en la ciudad de su nacimiento ó de su origen. José, que pertenecía á la familia del rey David, el elegido de Samuel, el que por casarse con la hija de Saul mató á Goliat y á 200 filísteos, se fué á Belén, donde David había nacido; y sucedió que hallándose allí parió María á su Hijo, y lo envolvió en pañales y recostóle en un pesebre...»
Y alargando su mano derecha, Isabelita señaló el portal de Belén que estaba en el centro del magnífico grupo.
Y continuó:
«...Porque habían llegado tarde y no había sitio para ellos en el mesón.
»Muy serena estaba la noche, muy serena. Los pastores de Belén guardaban el sueño á sus ganados junto á las hogueras, que resplandecían menos que la serenidad de sus rostros y la bondad de sus almas. Y estando con los ojos puestos en el cielo recreándose con las estrellas, vieron un numeroso ejército de la milicia celeste, que, como una banda fulgurosa, se tendía por el espacio y cantaba las alabanzas de Dios.
»Como una estrella que cae y que antes de llegar á tierra se despliega en alas y queda milagrosamente cerniéndose en el aire, así un ángel descendió y vino á ellos y les habló, diciéndoles: «Hoy ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo. Buscadle, rústicos, y le hallaréis reclinado en un pesebre.»
»Y ved los pastores y los pastorcillos corriendo hacia Belén, y á sus rebaños de ovejas y corderos detrás, y con ellos los fieles mastines, y después cuantos hombres y mujeres encuentran en su camino. Allí véis á los pastores de rodillas: sus rostros curtidos expresan sentimiento de cariño, mezclado de admiración; sus labios murmuran oraciones; cruzan sus manos sobre el pecho; doblan también sobre él sus cabezas sin montera, dejando caer sus lágrimas sobre el estiércol. ¡Cuán bien expresan la confusión de tiernos sentimientos que les agita! Traen leche; traen huevos y manteca; traen gallinas y pollos, y cántaros de vino y cantarillas de leche, y frutas y manojos de romero y de flores. ¡Dan á Dios cuanto Dios les ha dado!
»El Niño está en el pesebre, tan blanco y tan sonriente que parece resplandecer, y los pastores le comparan á un gusanito de luz.
»Su cuna es humilde; pero le arrullan los cantos de los ángeles, que como gorriones y golondrinas juegan y cantan en los árboles vecinos y en los tejados de Belén. ¡Es pequeño en la tierra, y ya le teme Heredes el poderoso! ¡Sus pies son tiernezuelos, y han aplastado ya la cabeza de la serpiente!
¡Sus brazos son chiquititos, y bastan para abrazar y para redimir al mundo!
»¡Ya Jesús tiene nombre; ya se llama Jesús!—Jesús quiere decir Salvador.—Lo llamaron así porque el ángel que se apareció á María dijo que así le llamasen; y el que se apareció á Josef en sueños, añadió la razón:—«Porque El hará salvo á su pueblo de los pecados.» El es el Salvador, no de los cuerpos ni de las haciendas, sino de las almas. Jesús quiere decir hermosura, perfección, esperanza, perdón de los pecados, amor eterno. ¡Jesús, dulcísimo nombre...! ¡Bendito, bendito seas!
»Por entonces vinieron del Oriente á Jerusalén unos Magos... Que habían visto en su país una estrella clarísima que anunciaba el nacimiento de un nuevo príncipe. Y aterróse Heredes, ya enfermo de enfermedad de muerte; y cuando supo esta noticia, y la agitación que tal nueva producía en los judíos, congregó á los príncipes de los sacerdotes, los cuales le dijeron que Jesús había de nacer en Belén.
»Y él dijo á los Magos que fuesen á ver al nuevo Rey, y que le avisasen en cuanto le hubiesen visto, para que él también fuese á adorarle. Y partieron los Reyes Magos y apareció nuevamente la estrella. Y la siguieron todos embebecidos, como se sigue una esperanza de eterna felicidad; y la estrella se detuvo sobre Belén.
»¿Cómo podrá compararse esta fiesta que los Reyes ofrecen á Dios, con las fiestas que los hombres ofrecen á los Reyes? Los Magos de Oriente llegan con sus bárbaras servidumbres, y de rodillas le rinden homenaje. Y hacen venir sus camellos y hacen abrir los cofres de sus tesoros, y que sus esclavos arrojen á brazadas, ante la cuna, ánforas, armas, joyas de oro de preciosa cinceladura; telas que parecen tejidas con hilos de la luz del sol, y pintadas con colores de los celajes de Oriente; y queman incienso y mirra, y pareciéndoles aún poca humildad la que así muestran, y complaciéndose y deleitándose en el desprecio de su propia grandeza, con sus propias manos arrancan los preciosos bordados de sus mantos y los ofrecen al Niño.
¡Y también le ofrecen sus cetros y sus coronas!...
»Y uno de ellos, un Rey negro, que es el que véis delante de la Vírgen en este magnífico Nacimiento... con manto de carmín y un turbante coronado por la media luna...»
Una carcajada general cortó la inspirada peroración de Isabelita.
—Pero ¡tonta!—le dijo el mayorazgo—¿no has visto que le hemos cambiado?...
A Isabelita le hablan hecho aprender de memoria, párrafo más ó menos, la relación descriptiva del Nacimiento, escrita por un poeta amigo del escultor; pero no habían podido enseñarla que durante su discurso, el conde, por hacer honor al regalo de María Luisa, sustituiría el Rey legítimo y propio del Nacimiento con el otro Rey advenedizo. Isabelita, que ya se iba cargando de su largo discurso, saltó del pulpito al suelo, y arrastrando consigo á Periquín, echó á correr diciendo:
—¡Vaya!... ¡Que no digo más!
—¡Isabel! ¡Sublime criatura de memoria y de gracia sin igual, ven, por Dios, y dinos cómo los Reyes Magos volvieron á su tierra sin ver á Heredes, y cómo Heredes no dejó niño con vida en toda la comarca!
Así exclamó el capellán.
Pero ella le gritó ya desde lejos:
—¡Colorín, colorao, mi cuento se ha acabao!... La sustitución de Rey hecha por el Conde fué interpretada por todos como un rasgo de galantería palaciega, digna de su habilidad diplomática.
Sin embargo, un abate, adjunto á la casa, y natural cortejante de la condesa, cuya más alta misión era avisar al peluquero y traer cosméticos y perfumes, y noticia diaria de los adelantamientos que experimentaban, bajo la tijera y la aguja de las costureras, baqueros, jubones, mantos, escofietas y sombrerillos; arrugado de carnes, como si le hubieran disecado por evaporación; atiplado de voz; fino de nariz; una quisicosa, en fin, que vestía de clérigo á la romana, no encontró tan feliz la inspiración del conde; pues volviéndose á un su amigo, alto y delgado, percha de un pelucón, le dijo con volteriana sonrisa:
—¡Mal ha hecho el conde! ¡Mal ha hecho!
—¿Por qué, hombre?
—¡Porque cuando se tiene unos Reyes como los nuestros, no es diplomático dar pública lección de cómo se ponen y se quitan los Reyes...!
IX
Mr. Courtois en persona acababa de abrir el comedor. Todos se dirigieron á él y entraron por la ancha puerta con el arremolinamiento, la confusión y el rumor sordo con que pasa un aluvión por el ojo de un puente.
El comedor era casi tan espacioso como el salón del Nacimiento. Las puertas estaban cubiertas con tapices flamencos, tejidos con oro y plata, y revestían las paredes Cacerías, en lienzo, de Sniders:
Las chimeneas pudieran servir de alcobas modernas, y tenían un cerco churrigueresco de mármol blanco, en el cual la imaginación del artista había arrojado vegetación fantástica de flores y frutos, y multitud de faunos, ninfas y alados monstruos. En los hogares descansaban árboles casi enteros sobre altos morillos de bronce. De este metal eran también las escaroladas arañas de infinitas bujías. Sobre la mesa brillaba magnífico servicio de plata, y en fuentes y bandejas alzábanse grupos, castillos y agujas de pastas, helados, frutas y dulces; la luz de las arañas se derramaba sobre los manteles chispeando en los vasos y copas de cristal y en la vajilla, produciendo alegría en los ojos. Periquín sintió en el estómago como vagidos de esperanza... Hasta entonces la curiosidad, la rareza de cuanto veía y le pasaba, habíanle embotado el apetito.
Periquín comió y bebió como si no hubiera comido nunca, ó como si no hubiera de volver á comer y á beber en toda su vida.
A ello le convidaban las bromas de Isabel.
Cuando se levantaron de la mesa, Periquín le dijo á su linda pareja:
—¿Sabes una cosa? Pues no te lo quisiera decir; pero se me figura que me pasa lo que le pasaba al ciego... ¡Que estoy algo chispo!
—Señores—dijo la condesa—ya están puestas las sillas en el salón; ¡vamos á ver el Auto!...
Isabelita, que se había separado un momento de Periquín, volvió corriendo hacia él.
—¡Ven, ven! El Rey Baltasar se ha puesto malo, y yo he dicho que tú vas á representar su papel.
—No entiendo lo que dices—exclamó Periquín, andando con cierto movimiento oscilatorio.
—Pues nada, ¡que vas á ser Rey! ¿Te parece poco?
X
Lo que pasó dentro del escenario y detrás del telón mientras damas y caballeros ocupaban las sillas, es imposible decirlo.
Periquín, como Wamba, se negaba rotundamente á ceñirse la corona. Verdad es que era una corona de papel dorado.
Se negaba, porque aseguraba no tener tan buena memoria como Isabelita.
—Pero, ¡bendito de Dios!—le decía ésta, impaciente.—¿No sabrás repetir los versos conforme te los digan?
—Repetirlos... ya es diferente.
—Pues ensayemos: Julianito, ven aquí y apunta unos versos á Periquín.
Julianito era el apuntador.
—¡Allá va eso!—dijo éste sacando del bolsillo un manuscrito.—Repite lo que voy diciendo:
Que la inmensa torre suba a ser támbico pilar, á ser dórica columna, embarazo de los vientos y lisonja de la luna.
Periquín repitió los versos.
—¡Qué bién! ¡Qué bién!—gritaba Julianito.—¡No se ha equivocado más que cuatro veces!
Periquín aceptó, por fin, la corona.
Periquín había dejado de ser Periquín. Sus ademanes eran desenvueltos, fuerte su voz, audaz su mirada, inseguro su paso y sus ojos azules centelleaban.
El Auto sacramental que iba á representarse había sido original de D. Pedro Calderón. En la actualidad pertenecía, por derecho de arreglo, reducción y acomodamiento á las necesidades de aquel teatro y actores liliputienses, al capellán de la casa.
En este Auto, el mayorazgo hacía de Profeta Daniel; Isabelita, de Idolatría; una niña de siete ú ocho años, blanca como la nieve y rubia como el oro, de Vanidad; y de Baltasar, Periquín. Salían, además, en la obra, Pensamiento, Muerte, una Estatua á caballo y músicos.
El Jerez había dado á Periquín arranques de inspiración. Repetía los versos á maravilla y los recitaba con arrogancia.
Pero ocurrióle una cosa particular. Se había olvidado de que todo aquello era una farsa, y creía que era verdad y que realmente sucedía lo que se representaba.
Así es que cuando Idolatría recitaba estos versos:
A tus pies verás que estoy
siempre firme y siempre amante;
y cuando le decía Vanidad:
Siempre, Baltasar constante,
luz de tus discursos soy,
se figuraba que él era un rey, y que las dos lindas niñas estaban enamoradísimas de él.
Su gozo era inmenso, por lo tanto, cuando oía de aquellos labios, hechos de rubíes, estos versos de Calderón:
Idolatría:
Y si á los dioses te igualas
yo por Dios te haré adorar.
Vanidad:
Yo porque puedas volar
dare á tu ambición mis alas.
Idolatría:
Sobre la deidad más suma
coronaré tu arrebol.
Vanidad:
Yo para subir al sol
te haré una escala de pluma.
Idolatría:
Estatuas te labraré
que repitan tu persona.
Vanidad:
Yo al laurel de tu corona
más hojas añadiré.
Si Julianito no le hubiera apuntado después los versos que le
correspondían, él los hubiera adivinado. Con admirable soltura y firmeza
se dirigió á las dos actrices, y tendiendo los brazos hacia ellas, las
dijo profundamente conmovido:
Baltasar:
Dadme los brazos las dos.
¿Quién de Un dulces abrazos
podrá las redes y lazos
romper...?
Pero no contaba con el mayorazgo, que cuando vió que Periquín
abrazaba á la niña rubia, que era su prometida fuera de las tablas, le
dió un terrible sopapo, derribándole al suelo y diciendo según rezaba el
texto:
Daniel:
¡La mano de Dios!
(Confusión en la escena. El Rey Baltasar arremete con el profeta Daniel; La Vanidad huye; La Idolatría
da un grito de primera actriz y se desmaya; la condesa y madame
Courtois acuden en socorro de Isabelita, y el capellán y un alcalde de
casa y corte la cogen y la sacan del salón; lamentos universales;
conatos de destile general. El conde y Mr. Courtois buscan á Periquín.
Periquín ha desaparecido.)
D. Lucas Corchado, por su parte, junta las manos y exclama:
—¡Y para esto le he corregido yo el Auto á Calderón!
XI
¡Es triste el salón donde se acaba de celebrar la fiesta! Los grandes ramos de flores, ya mustios y que sobre los mármoles de las consolas han deja de caer sus hojas marchitadas; las sillas fuera de línea, revueltas; los servicios de refrescos dejados sobre los muebles; algún objeto caído; el pábilo de las bujías que se consume en el hueco de los candeleros y en las arañas, arrojando llamaradas como ojos de luz que pestañean en las sombras; el chasquido de las arandelas de cristal caldeadas por los besos del fuego!... ¡todo esto es triste!... Y cuando es un salón grandioso, como el de los condes lo era, las tinieblas caen sobre la luz con manchas extrañas; en los tapices se animan las figuras; los retratos de los caballeros de hábito y de las damas de tontillo nos miran con ojos que hieren como espadas de acero; los monstruos de las esculturas se hacen de carne blanda y fría como la de los reptiles, y vienen á nosotros para acariciarnos; el más pequeño ruido detiene nuestra planta, nos suspende el ánimo, ¡nos eriza el cabello!
No es raro, por lo tanto, que Mr. Courtois, al atravesar el salón minutos después de terminada la fiesta, se estremeciese oyendo un gemido prolongado que parecía venir de sitio recóndito.
Repuesto de su primera impresión, Mr. Courtois, con su palmatoria de plata en la mano, se echó á buscar la procedencia de aquel ruido.
Al fin, cuando levantó la falda del aparador que sostenía el grupo de La Visitación, encontró el origen.
—¡Ah, granuja! ¡Te habías escondido aquí huyendo del castigo!... ¡Sal afuera! ¡Pero no salgas, no, que no hace falta!—Y agarrando por una pierna ú Periquín, le sacó arrastrando.
—¡Vamos, ponte en pie, hombre, que quiero yo ver aquí á solas si sabes llevar bien la ropa de mi sobrino! ¡Canalleja!...
Y puso de pie á Periquín.
Pero el niño se tambaleó y amenazó caer.
El ayuda de cámara le hizo guardar el equilibrio aplicándole un cachete.
Periquín murmuró confusamente:
—¡Perdón!
Mr. Courtois se acercó á la habitación inmediata y exclamó:
—¡Bernardo! Apareció un lacayo.
—Lleva á tu cuarto á este chico mientras yo hablo con Su Excelencia.
Mr. Courtois entró en la alcoba del conde. Encontrábase éste en ese crepúsculo de sombras y de ideas con que empieza la noche del sueño.
—¡Señor!... ¡Soy yo!... ¡Courtois!...
—¿Qué ocurre á Isabelita?—preguntó el conde sorprendido.
—Está buena, señor, y durmiendo y soñando como un ángel... sin acordarse de las cosas de la tierra. Es, señor, que ya he encontrado á ese... Periquín.
—¿Y qué?...—preguntó el conde con visible mal humor.
—Que me atrevo á preguntar, en vista de todo lo sucedido, qué es lo que se debe hacer de él.
El conde guardó profundo silencio; y ya creía Mr. Courtois que se había dormido, cuando dijo natural y sencillamente:
—Pues... ¡ponle en la calle!
¿Pensó el conde en Isabelita y quiso separarla para siempre de Periquín?...
Mr. Courtois fué al cuarto del lacayo.
—Mira—le dijo.—Vé por la ropa que trajo este gamin... ¡que no es cosa de que se lleve la de mi sobrino!...
Bernardo volvió con los andrajos del lazarillo empapados aún de agua. Los traía cogiéndolos con
¡as puntas de los dedos.
Periquín luchaba con el atontamiento que le había producido el alcohol; comprendía que estaba enfrente de un peligro, pero no se daba completa cuenta de él. Ante sus ojos pasaban ráfagas luminosas y profundas obscuridades.
Le quitaron su marsellés de trencillas, y sus pantalones de grana, y su chaleco blanco, y sus zapatos de hebillas, y ni la camisa le dejaron.
¡Aquella ropa tenia otro dueño!
Después le vistieron de su antigua miseria.
Y luego lo llevaron al portal y abrieron la puerta, y Mr. Courtois le dió un puntapié y le puso en la calle.
XII
Amanecía.
La plazoleta estaba desierta. La nieve había cesado de caer. La unidad opaca del cielo se rompía en nubes violadas y sucias como vapores de humo. Sobre la esponjada nieve se veían las huellas de un hombre que había pasado. Estas huellas encharcadas eran huellas de unos zapatos, grandes como zuecos, y se repetían de esquina á esquina de las calles con simetría y regularidad propias de los pasos de un hombre que va y viene y pasa la noche en vela por oficio. En electo, al revolver una callejuela, una luz rojiza, un punto de fuego, el pábilo ya hecho ascua y chisporroteador de un farolillo, daba á conocer la presencia de algún sereno.
El frío y el horror de la noche removidos, si puede así decirse, por el gris del amanecer, agitaron instantáneamente con un sacudimiento nervioso los miembros de Periquín. El dulce calor de las ropas de que le habían vestido ¡y desnudado!; la sofocante atmósfera del salón; las repetidas agitaciones de la fiesta; la gustosa cena, con ansia de pobre devorada, le hablan producido vahos de fuego que le venían al rostro y le abrasaban el cerebro, y una picazón como la que experimentamos en los principios de una enfermedad eruptiva.
Pero este estado físico era artificial; y cuando la escarcha cayó sobre aquel pobre niño, juguete de tan contradictorias emociones, el malestar del insomnio, ese golpe de maza que los trasnochadores reciben cuando salen de sus orgías y sienten el aire del amanecer, cayó sobre él y le hizo estremecerse con siniestro temblorcillo.
Por un movimiento instintivo se volvió y empujó con sus pequeñas manos la puerta. Estaba cerrada; ni se movió siquiera. ¡La puerta del cielo debe parecer menos recia y fuerte á los condenados!...
Dejó de empujar la puerta y clavó los ojos en su antiguo rincón; aquel sitio de redención donde la caridad le habla encontrado; aquel lugar de muerte á donde el egoísmo le volvía...
Clavó en él los ojos con cierto espanto, que parecía no estar exento de curiosidad.
Buscaba algo en aquel sitio; algo que no encontraba.
Se inclinó, fué hacia el rincón y tentó en el vacio con las palmas de las manos, indeciso y temeroso, como tentaba Roque el ciego.
¿Estaba borracho aún, ó era más bien que él recordaba haber estado allí, y que se creía víctima de un sueño, de una ilusión, de un delirio, y creía despertar y buscaba su cuerpo moribundo, que debía haberse quedado allí mientras su alma volaba de maravilla en maravilla por celestiales regiones?...
¡Sólo los desesperados saben los absurdos que reviste con apariencias de verdad la desesperación!
Pero él no estaba allí. Allí no había nadie.
Espantóse y huyó; resbaló en el hielo y cayó de bruces en medio de la plazuela.
Y... ¡volvió á ser dichoso un momento, porque ni vió, ni oyó, ni sintió nada!
Algunos minutos después, aquel punto de fuego que luchaba con las sombras en la callejuela empezó á venir, como »in fuego fatuo, hacia Periquín. Un hombre que desaparecía bajo un saco de ¡pano pardo con capucha, fué acercándose hasta dar con el pie en el cuerpo del niño.
—¡Calle!—exclamó con voz llena y áspera.—
¡Cero y van tres!... ¡Y éste parece un chico! ¡Muchacho, pronto empiezan á gustarte las turcas!
Y le tiró del brazo con grande violencia. Periquín era un plomo.
—¡Esta es, por lo visto, de padre y señor mió!—exclamó el sereno.—Voy al cuerpo de guardia por alguien que me ayude...
Y le soltó el brazo y se fué.
Periquín volvió á quedar sobre la nieve boca abajo y con los brazos en cruz.
Poco después dió un suspiro, intentó levantarse, apoyó lentamente un codo en tierra y mirando á todos lados, llenos de asombro los ojos, murmuró con indefinible acento esta palabra, quizás de placer, quizás de dolor:
—¡Vivo!
Y sus ojos se arrasaron de lágrimas.
XIII
Sin duda que un novelista de oficio hubiera creído que lo mejor hubiera sido dejar á Periquín sobre la nieve, para que se muriese hecho hielo. Pero es la verdad que Periquín no murió helado, pues dos soldados vinieron por él y lo llevaron á un cuerpo de guardia establecido para la seguridad pública. Periquín debía vivir y vivió, que, como suelen decir las viejas, creyendo hacer una alabanza de la misericordia divina. Dios aprieta pero no ahoga.
Los soldados abrieron la puerta de un barracón adjunto al cuerpo de guardia; le empujaron adentro y cerraron. Un tufo de candil apagado le anunció que allí también había habido velada. La sombra era densa, pero no tanto que Periquín no viese cuerpos que se movían. Del techo del barracón caían gotas de nieve, y al apoyarse con las manos en la pared, sintió que chorreaba también agua.
Al dar un paso hacia adelante, pisó un cuerpo blando, y vió alzarse un bulto del suelo y oyó una maldición. Entonces otras sombras se alzaron dando gritos.
Periquín, de los horrores de la nieve, había pasado á los horrores de la sombra. Le parecía que sapos hinchados pasaban entre sus pies; que murciélagos enormes revoloteaban sobre su cabeza. Pero ni los sapos ni los murciélagos hablan, gritan, blasfeman. Periquín se quedó en pie sin moverse de terror... y esperó.
Por entre las junturas de las tablas del barracón se veía ya la primera luz del día...
—¿Quién ha matado el candil?—preguntó una voz con acentos de gruñido, desde uno de los rincones.
—¡Quién ha de haber sido, sino la falta de aceite!—exclamó otro.
—¡Miserables! ¡Me habréis robado, sin duda!
—¡Robarle!—exclamo otra voz.—Y aunque te hubiéramos robado... ¿qué? Quien roba á un ladrón...
—¡Ven aquí! ¿Dónde estás? Ven y dímelo cara á cara—dijo la primera voz; y se oyó ruido de una persona que se levanta, y se vió una como mancha negra que se iba corriendo por la pared.
—¡Allá voy, allá voy, que tú no me das miedo!—Y otra mancha se corrió por la pared opuesta á encontrarse con la que venía.
Siguió á esto una confusión de cuerpos, de gritos y de movimientos indefinibles. Las sombras luchaban brazo á brazo, se insultaban, se mordían, se asesinaban.
Por fin, una de las sombras cayo pesadamente al suelo, tropezando al caer y arrastrando en la caída á Periquín.
Al ruido de la contienda, abrieron la puerta los soldados.
—¿Qué demonios hacéis?—preguntó el cabo.—Calle... ¿Quién ha reñido con éste? ¡Tremenda navajada! Has sido tú, ¿eh? ¡Valiente gresca habéis traído toda la noche!... Reconocimiento general, á ver qué casta de pájaros hemos enjaulado aquí.
Y dirigiéndose á un soldado le preguntó:
—¿Por qué han traído á éste?
—A éste y aquél, y aquél y ese granuja—y el soldado señaló á Periquín—por borrachos; el que está recostado sobre aquella mesa, por haber hecho añicos la guitarra en la cabeza de su novia; ese que duerme en aquel rincón, por haber robado un pan; y el que le sigue, el del pañuelo ensangrentado en la frente, por riña con ese otro del rincón, con quien ha vuelto á reñir ahora.
—Pues orden del día: A los borrachos una docena de palos por barba, y á la calle; el que rompió la guitarra en la cabeza de su novia, bastante pena tiene con los celillos que le habrá dado esa mujer; al que robó el pan y el que acaba de dar á ese infeliz una puñalada, á la cárcel; y el herido...
—El herido—prosiguió el cabo acercándose al que estaba tendido cuan largo era en el rincón, y poniéndole la mano sobre el pecho y la oreja en la boca,—¡al cementerio!...
Periquín estaba condenado por embriaguez á doce palos. El cabo, comprediendo sin duda que en cuerpo de pocos años no cabe grande borrachera, por equidad, le perdonó... seis.
Cuando vió desierto el barracón, formó el cabo sus cuatro soldados, y poniéndose al frente, dijo:
—¡Arrrh! ¡Marchen!...
Y... sin duda que antes de formar en la milicia del rey habla estudiado en Salamanca, porque añadió fiosóficamente:
—¡El vino de Nochebuena es muy dulce; poro sus posos son muy amargos!
XIV
Una vez más en la calle, y más desgraciado cada vez, Periquín miró al cielo preguntándole cuál era su porvenir.
¡El cielo estaba cubierto con una inmensa nube de tristeza!
¿Qué fué de ti, pobre niño, triste, solo, desamparado?...
23 de Diciembre de 1875.