El opulentísimo Sr. D. Justo Regaliz ha tenido ocasión de saber que todo lo vence el dinero en amores, razón por la cual se conceptúa irresistible. A decir verdad, se le atribuyen triunfos asombrosos, pues no se refieren á mujeres fáciles, sino á encopetadísimas damas del más alto respeto. En Madrid, casi todas las señoras tienen deudas, y, por lo tanto, en peligro su honor. Cuando D. Justo, de sobremesa, fumando un cigarro y tomando una copita empieza la relación de sus triunfos, es cosa de taparse los oídos para no oir la deshonra de las virtudes de Madrid. Es de advertir que estas conquistas no le satisfacen: su verdadera pasión son las cocottes; pero le gusta rendir las mujeres honradas por dar esta satisfacción al vicio.
A D. Justo no le duelen prendas; tales como son sus aventuras las publica; siempre gana en ello su reputación de hombre fastuoso y triunfador.
Oigámosle contar la más reciente de sus aventuras. Acaba de comer en un gabinete de Pomos con varios amigos, y todos le oyen con atención y con envidia.
El, ufano de los sentimientos que inspira, cruza una pierna sobre otra, echa el cuerpo atrás sobre el respaldo de la silla y cierra los ojos como para recoger y percibir mejor sus recuerdos y sus ideas.
He aquí sus palabras:
«Alguna vez, en la calle y en los teatros, había yo visto una mujer que había fijado mi atención por su belleza, por su gracia, por cierta natural desenvoltura bien avenida con el mayor decoro, y porque toda ella, en fin, respiraba una sencillez, una alegría, una frescura, que parecía suavizar las pasiones del corazón, de volverle su juventud y llenarle de esperanzas.
¡»Hay mujeres así—prosiguió,—mujeres radiantes de dicha, que la difunden, que todo lo iluminan con resplandores de aurora; que pasan envolviéndonos en aromas balsámicos; así como hay otras que parecen atraernos á un remolino cálido de infernales deseos en que la juventud más lozana se abrasa y calcina, y se deshace al fin como una hoja seca.»
Y D. Justo miró á sus oyentes como diciéndoles:
«—¿Qué tal? ¿He dicho algo?
»Pues bien, yo había visto á esa mujer y muchas veces me había preocupado con su recuerdo... Es joven, tiene veintidós años; su elegancia no es rebuscada, y su sonrisa es de ángel. Esta sonrisa, sobre todo, había quedado fija en mi memoria como expresión de la inocencia, de la serenidad y de la felicidad de su alma.
»La recordaba siempre, y, sin embargo, no se me había ocurrido aún que yo tenía mucho, muchísimo dinero.
»Pero hace dos noches, cuando volvía yo de casa de un amigo hacia la mía, pasé por la Carrera de San Jerónimo, y maquinalmente me paré delante del escaparate de Marzo.
»En aquel mismo instante me dió en la nariz el perfume de una esencia riquísima, de uno de esos extractos que hablan de la proximidad de una mujer distinguida y hermosa... A mi lado estaba la encantadora desconocida; esbelta, vestida de claro, como una, palmera de que ha colgado su blanca túnica la diosa del desierto; sonriente como la onda de un lago agitado por la brisa de la mañana.»
(Y aquí D. Justo hizo un descanso; como lo requería esfuerzo tan poético.)
«La joven no estaba sola; se acompañaba de una señora de edad, una vieja rara, que yo alguna vez habla visto con ella en los teatros, vestida de colorines, semejante á un mochuelo con las plumas de papagayo.
»La joven miraba con interés las joyas del escaparate y su vista se fijó en una pulsera, espléndida en verdad—un anchísimo aro de oro mate, con figuras de esmalte vivísimo.—Las figuras representaban ser ninfas y sátiros; con tirsos, ánforas y guirnaldas, conduciendo á Baco en su carroza tirada por tigres y coronado de pámpanos: y limitaban este aro dos festones ó hileras de gruesos brillantes, sobre una cinta negra que realzaba sus prismáticos fulgores.»
—¡Incomparable joya!—repuso Regaliz, exhalando un suspiro.
«—¡Tía—exclamó la joven,—mira qué pulsera!
¡Qué preciosidad, qué riqueza, y sobre todo qué arte y qué gusto! ¡Ah, Dios mió, qué feliz debe ser la mujer que pueda lucir ese prodigio en su brazo!
—Y al decir esto alargó uno de los suyos y miró al sitio en que ella hubiera deseado ponerse el aro. Después retiró la vista con tristeza.
»Yo soy audaz, como todo el mundo sabe y lo tengo acreditado en regla. La tía daba en aquel momento una limosna á un granujilla y no podía oírme. Sin moverme, sin inclinar mis labios hacia su oído, la dije bajo, muy bajo:—Señora, bien poco vale esa pulsera comparada con su hermosura de usted. ¡Me haría usted el hombre más dichoso del mundo si me permitiera regalársela!...
»Volvió los ojos hacia mí, y en honor de la verdad, no pareció sorprenderse del ofrecimiento tanto como yo lo esperaba. Hasta me miró como si me conociera. Después pareció reconcentrarse, después volvió á mirarme y á mirar á la joya, después se puso el dedo indice de su mano derecha sobre los labios como para cerrar el paso á la expresión de sus sentimientos, y por último se echó á reir, sin hacer caso de que la escuchaba su tía; sacó un tarjetero del bolsillo, entrecogió una tarjeta y me dijo alargándomela con un ademán encantador y con voz deliciosa:
»—¿Y por qué no? ¡Mañana espero á usted de dos á tres! ¡Acepto!
»Miré la tarjeta para enterarme de su nombre y las señas de su habitación. (Permitan ustedes que me las reserve.) Cuando alcé los ojos, ella y su tín habían desaparecido.
»Me quedé algo confuso, único espectador del escaparate, mirando y pensando delante de la pulsera. Ciertamente, yo no había creído que la joya fuese aceptada; no era mujer aquella para aceptar así, al primer ofrecimiento, dinero ni brillantes. Sin embargo, el hecho es que había aceptado. ¡Y en voz alta, delante de su tia! ¿Estaría yo equivocado? Lo que yo había creído honestísima señora, ¿seria una horizontal más ó menos presuntuosa?
«¿Será casada? ¿Será viuda?—me preguntaba yo luego.—Y, ¿esa tía?... ¿Qué misterio hay aquí?
»Pero la pulsera desde su estuche de terciopelo rojo fulminaba sus luces y parecía decirme:—No seas tonto, ¿qué misterio ha de ser sino lo mucho que deslumbro, y lo mucho que valgo?
»Entré en la joyería y di orden que me la llevasen á casa. ¡Y, sin embargo, creo que hubiese dado con más gusto el dinero que valía la pulsera, porque ella no la hubiese aceptado! Realmente aquella mujer habla despertado en mi cerebro mil ensueños poéticos; habla yo entrevisto en ella siempre la mujer ideal; habla soñado con amores sin oro; amores excepcionales, capaces de regenerar un corazón hastiado ya de falsas virtudes.
»¡Cómo ha de ser, la ilusión ha huido!—exclamé.—¡Contentémonos con la realidad! Y al día siguiente me vestí con cierto exquisito cuidado, y con el estuche envuelto en un papel de seda, me dirigí á casa de la nueva conquista.»
(Pausa prolongada; sensación en el auditorio.)
«La calle donde vive no es de las principales, pero si céntrica; su casa tiene buen aspecto y todo manifiesta en ella una decente burguesía. Me abrió la puerta una doncella bastante guapa; la cual, sin preguntarme nada, me hizo entrar en un saloncito muy mono, revestido de tela carmesí, y lleno de preciosas chucherías de porcelana y de cristal. Parecía el bazar de una niña caprichosa; pero todo denotaba el mejor gusto.
»Yo lo miraba todo; pero con cierta vaga inquietud bien justificada por mi posición.
»En el testero principal había un retrato de mujer de cuerpo entero, admirablemente pintado y perfectamente parecido. En la media luz de la sala, aquella figura blanca ejercía sobre mí irresistible prestigio. También el retrato sonreía; pero no con la sonrisa de la ingenuidad, sino con ironía desdeñosa.
»Me estremecí al sentir abrirse la puerta de un gabinete. ¿Era ella? No: era la tía. La tía, con su nariz de uña diablesca, sus ojillos redondos y asombrados, y su cutis del color y las arrugas de la cáscara de la nuez. Vestía de negro, lo cual completaba su aspecto fatídico.
»—Mi sobrina está vistiéndose, pero tendrá mucho gusto en recibir á usted.
»—¡Oh! Esperaré, señora.
»En esto se oyó una voz delicada, argentina, de imán irresistible; una música de amor que dijo desde dentro:
»—Es el Sr. D. Justo Regaliz, ¿no es cierto, tía?
»—¡El mismo, hija, el mismo!
»—¡Cuánto me alegro! ¡Dile que si trae la pulsera!
»—¡Aquí está!—dije, entregándosela á la vieja.
»—¡Qué amable! ¡quiero verla en seguida!
»El ave lúgubre desapareció en el gabinete.
»Volvió á sonar aquella voz de celestes armonías... volvió á sonar; pero diciendo estas espantosas palabas:
»—¡Dile que conservaré esta joya eternamente en recuerdo de su generosidad... y que ya puede retirarse!
»Salió la vieja y extendió hacia la puerta su brazo seco, terminado en cinco garfios con gesto imperativo.
»¡El mochuelo se había transformado en águila!...
»¿Qué hacer?
»¡Salir!
»Excuso deciros que estoy loco de amor por esa honradísima estafadora.»