I
Julián y Rosita se conocieron en un baile de la Zarzuela. Hace de esto muchos años.
Rosita le arrojó un merengue—que le dió en un ojo,—sin saber á quién se lo arrojaba. Julián la dió un bofetón, sin saber á quién sacudía.
Esto fué en la escalera del restaurant.
Difícil es contar lo que allí pasó: hubo como des cargas á la bayoneta entre los que bajaban y subían; no se vieron más que brazos amenazadores, sombreros que salían despedidos de las cabezas, confusión y remolino de levitas negras, faldas de colores, pantalones obscuros y enaguas lisas y bordadas.
Cuando ya no hubo más escalones que rodar, todo el mundo pidió explicaciones, y algunos intentaron darlas. El caballero que iba con Rosita le dijo á Julián que al día siguiente le enviaría sus padrinos. Julián le contestó que estaba dispuesto á zanjar la cuestión en el momento; pero su adversario replicó que él no se batiría mientras Julián sólo tuviese disponible un ojo.
Dos días después, Julián y su adversario cruzaban dos enormes sables que les habían proporcionado dos oficiales del ejército. Julián recibió un sablazo en la cabeza, sablazo del cual su amigo y padrino Martín Montano, licenciado en Medicina, tío D. Anselmo de Puentedueñas y Carmalengado, recibía con la primera cura la execración de su respetable y escandalizado pariente.
Martín Montano era un joven aprovechado y un amigo fraternal. Le asistió con saber y con cariño. Al cabo de un mes Julián estaba en disposición de beberse otras cuantas botellas, pero su manera de ser había cambiado. Del motivo de esta transformación puede darnos idea la siguiente carta que escribió, no bien pudo dejar el lecho:
«Señorita: Mi primer deber, al recobrar la salud, es rogarle me conceda su perdón por mi crimen de aquella noche fatal y venturosa; fatal por mi osadía, venturosa por haberla conocido á usted. Uno de mis ojos estaba obstruido por el merengue que usted se dignó lanzarme: el otro por la ira; y... ¿á qué no decirlo? por los vapores alcohólicos, señorita.—Quizás notase usted, luego, en el restaurant, que la manzanilla era muy mala.—Pero en el momento mismo de poner mi mano donde un ángel, señorita, no sería digno de poner sus labios, vi su rostro de usted.—¡Ah, señorita, cuán bella es usted!—y su hermosura engendró súbitamente una pasión que sólo morirá conmigo.
»¿Por qué no habré muerto, Rosa, Rosita—como la llaman á usted todos,—por qué no habré muerto á manos de ese hombre, cuya felicidad envidio?... ¡Ah, Rosita! Mi enfermedad ha sido un delirio constante, alimentado por su imagen de usted, que flotaba siempre ante mis ojos; que flotaba como un negro remordimiento, á ratos; como una luminosa esperanza, á veces.
Perdóneme usted, señorita, y compadézcame usted también. La sangre que he derramado, no me puedo haber devuelto la honra, ni la opinión pública puede satisfacerme; yo necesito saber que no desprecia usted, que no odia, que perdona usted, en fin, al más desgraciado de los hombres... Si, Rosita; ¿qué mayor desgracia que haber abofeteado al sol, á mi propio corazón, á mi misma alma?
»Mi amigo Martín Montano entregará á usted ésta. Dos veces me habrá salvado la vida con este favor.
»Su perdón de usted. Rosita, su perdón, y un granito de cariño, una partícula de amor, ó los cuidados de la ciencia habrán sido inútiles. Sin vivir en usted y para usted y con usted, ¿se puede vivir?—Julián Ramos.»
Al día siguiente, Martín entregó á su amigo una carta, en cuyo sobre había un sello litografiado en colores, un Cupido corriendo sobre un velocípedo hecho de una moneda de cinco duros. Julián miró la carta; fué á abrir el sobre, no pudo, palideció; y todo conmovido y falto de aliento tuvo que sentarse en una butaca.
Martín abrió el sobre.
En el plieguecito sólo había muchos renglones de grandes caracteres, al parecer, arábigos. Descifrados por Martín, resultó que decían:
«Cavayero. Mi racon condenava á Vsté; mi coraconn le perdona. Todos los días preguntaba por usted a Coaquina: vuenas amijas tiene Vsté, Ollendola me daban ganas de amarle.
»Póngase V. vueno prontitito, que quiero saber si son havladurías.
»¡Qué ratitos me ha hecho V. pasar, muriéndose ó no muriéndose, al principio! ¡¡¡Y por mí!!!
¡Para que se me hubiese usted presentado en fantasma todas las noches!
»Cosas muy melosicas me dice V.—No he entendio vien lo del sol, el coracon y el alma que me pone; pero me ha gustado mucho.—Tiene V. mucho talento, como dice Coaquina.
»Yo ubiese ido á cuidar a V., los ratos perdidos; pero Coaquina me ha dicho que el tío de usted es un monstruo y me echaría por la escalera.
»Cuando esté V. presentable nos veremos... Vsté verá entonces que mi cara no conserva señal de aquello, ni mi coracon tampoco.
«Coaquina se ha empeñado en que le escriba yo que en esta carta le mando un beso.
»Y yo he dicho que es pronto; pero como me hace presente su cadáver de usted por mi, que ha sido posible, se le envío á usted, sin que se haga costumbre.—Rosita.»
Coaquina era una corsetera de la más intima intimidad de Martín. Rosita y ella se querían como hermanas.
No es necesario decir que Rosita y Julián se vieron, y que Julián fué perdonado de palabra, como lo había sido por escrito.
A la conferencia asistieron Joaquina y Martín. Al separarse á la puerta de la casa donde ellas vivían, Julián se retiraba ya cuando Rosita le llamó y le dijo:
—¡Vamos! ¡Pero sin que se haga costumbre!
Y le presentó la mejilla.
II
Una tarde Martín se personó en casa de las dos amigas. Joaquina estaba arreglando un precioso corsé; Rosita concluía un lindo traje que le hatea enviado, para reformarle, su maestra. Las dos criaturas no vivían de esto únicamente. Martín llevaba el dinero de las visitas; Julián el dinero que podía sacar á su pariente, hombre agarradísimo.
—¡Albricias!—exclamó.—¡D. Anselmo ha muerto! ¡Julián es millonario! ¡Dejad todo eso! Venid en seguida á casa del difunto á secar las lágrimas del heredero; su casa nos pertenece ya; no pueden arrojarnos de ella; ¡desde mañana vida nueva!
—¡Yo ir!—exclamó Joaquina.—¿Pues no dices que está de cuerpo presente? A mi me dan miedo los difuntos.
—Quita, chica; los solterones muertos dicen que traen felicidad—dijo Rosita.—Además, yo me muero por ver difuntos. Digo, ¡y D. Anselmo! ¡Qué cara tendrá! Pobrecito, era muy ruin; pero si no fuese porque á Julián le hace mucha falta el dinero, no me alegraría. ¡Qué ricos vamos á ser todos! Andando, á casa de Julián!
Aquella noche, en la habitación contigua al cuarto donde estaba, entre cuatro blandones, el cadáver de D. Anselmo, se oía ruido de monedas como SI vaciasen talegas llenas de oro sobre las baldosas, conversaciones agitadas, y algunas veces alegres risas. El viejo criado de D. Anselmo se hizo la señal de la cruz cuando, asomándose al gabinete en el cual se daba el escándalo, vió á Joaquina cubierta con un magnifico chal de Persia y una capota de paja de Italia con plumas; vejeces que habían aparecido en un armario y habían sido novedades cuando vivía la esposa de D. Anselmo. Rosa no estaba siempre en aquella habitación; se alegraba de que Julián fuese millonario, según decían; pero el aspecto de la muerte había impuesto su ánimo y conmovido su alma; horas enteras se pasó aquella noche de rodillas, rezando las pocas oraciones que sabía, y contemplando el cadáver con más tristeza y piedad que terror.
El ama de llaves de D. Anselmo, escandalizada en un principio con la presencia de aquella preciosa joven, concluyó por rezar junto á ella y mezclar á sus lágrimas lágrimas de simpatía.
De pronto Rosa escuchó ruido como de gran disputa en el cuarto donde estaban Julián, Martín y Joaquina. ¿Qué era ello?
El viejo criado no había podido tolerar más tiempo aquella profanación. Había reprendido acerbamente á su señorito su conducta, y de palabra en palabra había llamado miserables á los hombres y á Joaquina mujerzuela.
Rosa apaciguó el tumulto y dijo á Julián:
—Mira, este hombre, seamos justos, tiene razón. Lo que hacemos no está bien. Tu tío, al fin, era tu tío, y además es un muerto. ¡Vámonos todos! ¡Vamos á casa! Estos viejos cuidarán de su amo; mañana vendrás para recibir á los amigos.
—¡Yo marcharme!—exclamó Julián.—¡Tengo que estar aquí! ¿Qué se diría si yo desatendiese al cadáver? Además, ¿y el dinero?
—¡El dinero!—dijo Rosa dejando caer sus brazos con desaliento.—¡El dinero! Julián, este dinero nos traerá desgracia. ¡Maldito sea! ¡Hasta hoy, jamás se me pasó por la imaginación que tú fueses malo! Un gruñido terrible y un ruido sordo como el que hace un objeto pesado al caer sobre una alfombra, helaron la sangre en las venas á los cuatro amigos.
Martín, sin embargo, asomó la cabeza, y después exclamó con una mueca más que con una risa.
—¡Nada, ha sido el perro, León, que se ha soltado, y al ponerse de manos para alcanzar la caja, ha derribado un candelero!
Pero Joaquina y Rosa no le oyeron, porque habían huido espantadas.
III
El ama de llaves y el viejo criado salieron de la casa tras del cadáver. No necesitaban tampoco de Julián. Estaban ricos. Pero al despedirse de Julián, le dijo doña Estefanía:
—¡Usted no puede concluir bien, señorito! Julián se echó á reir y Rosita á temblar. Después pasó un año y otro año; y pasaron cuatro, tiempo suficiente para olvidar ciertos augurios.
Julián empezó por dejar España y viajar con Rosa por París, Suiza ó Italia. Después volvió á Madrid y se estableció en un hotel precioso.
Madrid se fijó en ellos con interés y con envidia. ¿Quién era él? Bien pronto lo supieron. ¿Quién era ella? Su genealogía fué más difícil de establecer: su madre parece que habla sido ama de huéspedes en la calle del Lobo; que murió dejando tres hijas como tres flores y que cada una echó por donde pudo. Rosa se fué con una pariente y esto aplazó su perdición. De las otras no se supo jamás. Por esto nadie extrañó que Julián no se hubiese casado con Rosa, ni que Rosa se contentase con ser su querida.
Los madrileños enloquecían por Rosa; habla ésta recibido con la riqueza y el trato de una sociedad de elegantes, nuevos esplendores y nuevas seducciones. En los teatros y en las fiestas públicas ninguna otra mujer podía competir con ella. Era un tipo eminentemente poético. Su cabello tenia el color de la miel; su tez era blanquísima; sus ojos negros y de larguísimas pestañas que moderaban el fuego de las pupilas con sombras tristes y lánguidas; su boca era correcta y sonriente con dulzura; sus ademanes sencillos y modestos. En su vestir no había ostentación, sino gusto; diríase que so vestía con riqueza por agradar á Julián.
Se sabía que estaba enamoradísima de su amante. «Aunque no le hubiera querido cuando era pobre, le debería querer hoy—decía,—todo se lo debo á él. Conmigo, en mi persona, en mi obsequio, en mis gustos, gasta la mitad de su fortuna.»
Pero esto no era verdad. Rosa le quería porque si. Y si acaso, más que por otra cosa, por piedad. Julián era desgraciado... El tapete verde, la Bolsa y algunos negocios le habían llevado la herencia. Le abrumaban las deudas; y al quinto año de la muerte de D. Anselmo, toda su fortuna consistía en las joyas de Rosa.
Rosa lo sabía, y una mañana las vendió todas y entregó dos manojos de billetes de Banco á Julián.
Julián la dió un abrazo y un beso, y arrojó después los billetes á la chimenea.
Los dos manojos cayeron casi juntos, se inflamaron y al inflamarse cruzaron sus llamas en lo alto como atraídas por una electricidad amorosa, formando de este modo una sola llama grande.
La riqueza no había curado á Rosa de sus supersticiones.
¡Pensó que aquellas dos llamas eran imagen de la vida de Julián y de su vida!
IV
La solución de este conflicto no se hizo esperar.
He aquí una carta que puede servir de epílogo á nuestra historia:
«Querida Joaquina: Cuando recibas esta carta Julián y yo habremos dejado de existir. Julián ha perdido toda su fortuna; no le queda en el mundo sino mi amor, que es ya su tormento.
»Me propuso que nos matáramos.—¿Sin dinero nosotros—me dijo,—qué hemos de hacer?
»El trabajo me espanta; mas para conservar su vida, le propuse que trabajásemos. Yo podría volver á ser modista... El, ¡qué sé yo! Se echó á reir. No he querido contrariarle. ¡Sabes lo bueno que ha sido para mí!
«Adiós, Joaquina.—Rosa. »
—¡Pobre Rosa!—exclamó Martín al leer esta carta.—¡Y lo que había mejorado de ortografía!