Menelik ha enviado de regalo un elefante al presidente de la República francesa.
Y puesto que Toby es hoy el favorito de París, y lo que á París le interesa conmueve al mundo, quiero que mi cuento de hoy sea, para mayor carácter, un cuento elefantino.
Allá en tiempos remotos y en una de las más feraces regiones de la India, hubo un príncipe famoso por cruel y por fiero.
Y eso que la India de aquel tiempo era madre natural de la servidumbre. El brahma, es decir, el hijo predilecto del Destino, tenía derecho á cuanto existía sobre la tierra; la vida de los demás hombres era don de su generosidad. Y el paria sabía que había nacido para los oficios más vergonzosos y repugnantes.
—¡El vientre de los animales feroces es lo que debes tener por cementerio!
Esto es lo que decía el brahma.
¡Pero aquel príncipe era más atormentador de los suyos que pudieran serlo las panteras negras de la tierra del Sur, y el oso del Himalaya, y el león de Katiavar, y el aligator de los pantanos y la serpiente cobra de los bosques del Ganges!
Y aquellos indios, hechos á vivir en el dolor y en la miseria y en el desprecio, decidieron rebelarse.
El viejo Maisur los congregó á los representantes de las tribus por medio de emisarios escondidizos, como las víboras, y una tarde se reunieron en uno de los templos que allá en la negrura húmeda de los bosques tienen aún sus divinidades.
¡Era la hora en que el sol poniente, chispeando a lo lejos entre los troncos de ébano y las hojas recortadas por un borde de vivo rojo, entristecía el ánimo como la llamarada de un incendio. Los zorros volantes cruzaban en bandada con aleteo lúgubre; y se removían en las posiciones caprichosas que preceden al sueño los esmaltados loros y la elegante maina, el gallo de los juncales, el lofóforo, los ánades, los pavos silvestres y las perdices. De cada árbol salían silbos, de cada planta suspiros; todo se movía, y una corriente musical, una ovación grandiosa, parecía despedir al ocaso.
¡Todo, menos el hombre, cantaba!
Entre un tejido de troncos de árboles abríase la puerta del templo; y las lianas, cayendo y recogiéndose como serpientes enroscadas, formaban una colgadura colosal, de la cual caía en flecos plateados, diamante por diamante, corriendo por las hojas una cortina de agua.
Uno á uno, como esas gotas, fueron entrando los conjurados; ¡aquellos pobres indios, tan miserables, tan doloridos, tan envilecidos, que envidiaban la suerte de los bandikut, la rata infestadora de las ciudades!
Dentro, el templo era una caverna, y las paredes estaban cubiertas de figuras simbólicas...
¡Hombres y animales de tamaños gigantescos; dioses, demonios, espectros soñados!
¡Diríase que estaba reunida en aquel subterráneo la podredumbre viva de la India! ¡Casi todos estaban llagados, se encorvaban, parecían esqueletos en los cuales sólo vivía la tristísima luz de sus estúpidos ojos!
¡Casi todos desnudos también! ¿Dónde estaban aquellas telas que por todas las otras partes del mundo extendieron la fama de Cambay, Masulipam y Cachemira? Estaban sobre los hombros de las esclavas del príncipe; cubrían las carnes, bien nutridas, bien ungidas, de los palaciegos y de sus parásitos.
Todos reunidos, todos en silencio, Maisur habló de esta manera:
«Hace hoy un año del mayor acontecimiento de este imperio. El elefante blanco (la multitud congregada se puso de rodillas y se alzó luego con un murmullo que parecía una ovación); el elefante blanco regalado por el gobernador de Siam, llegó al palacio del príncipe. Yo le vi; ¡único alivio que han tenido mis constantes penas! Se le había conducido desde los bosques hasta una balsa formada de maderas preciosas, cubierta de un palio de la más exquisita tela de hilos de oro y plata que hayan tejido con vuestras lágrimas y entre vuestras maldiciones vuestras manos. ¡Mandarines sin número, en barcas de fiesta, llegaron y remolcaron la balsa, que fué por el rio majestuosamente, al son de cien orquestas, saludada por la muchedumbre arrodillada y trémula de placer, en las orillas!
»¡Todos le arrojaban, al pasar, exquisitos manjares y delicadas frutas; y él recibía todo como la divinidad á quien, en forma tosca y con rudos movimientos, representaba!
«Llegó á tierra y á palacio; allí se le dió el nombre del primer mandarín del imperio; se le nombró servidumbre; se construyeron y plantaron jardines donde se cultivaron exclusivamente para él bananeros y cocoteros, y viñas para su vino, é ingenios para su tabaco. Y todos los días iba bajo el quitasol, que le llevaban servidores, á su baño de agua recién venida y rodeada de dulces cañas.
»Y uno y otro mes pasó, y el príncipe esperó en vano por lo que constituía su principal deseo.
¡Las elefantas hablan venido á visitar al esposo, pero el esposo no las habla recibido! Mostrábales amor, pero amor esquivo y triste. ¡El pudor es la virtud del elefante; el elefante no quiere tener hijos que sean esclavos!
»El furor del príncipe es grande, pero el elefante blanco es divino. El príncipe sofoca su deseo y su ira. Dobla la cabeza y calla.
»Ahora—prosiguió Maisur,—si queréis robarle el imperio á nuestro tirano, no penséis en vuestra debilidad, porque sois fuertes. Podréis vencerle sin ira, sin armas, sólo con vuestra voluntad, en vuestro hogar y por los siglos.
»¡Ay del tirano, si el hombre, como el elefante, no quiere reproducirse en la servidumbre!»
* * *
Un estremecimiento general y un largo silencio sucedió á estas palabras.
Desconfiando Maisur al ver á toda la congregación callada é inmóvil, exclamó al fin:
—¡Salid y obedeced!
Pero Kaders, el único indio quizás fuerte y vivo; el de ancha espalda, pierna musculosa, encendido color y abultados labios, gritó con fiereza:
—¡Maisur, tú eres un viejo y en tí aconseja la edad! ¡Arranquemos el imperio al príncipe muriendo nosotros! ¡Matemos en nosotros á nuestros hijos! ¡No amar es imposible! ¡Morir es fácil!