La afición á las flores es cosa de hace pocos años en Madrid. Cuando yo era pollo eran raras y caras.
Había jardines públicos; los había en algunos palacios; pero... mucho verde, ningún aroma. Un trocito de campo encerrado entre tapias.
Los balcones, sin macetas; las mujeres, en ellos, sin una flor.
Allá por los barrios antiguos—en casa con escudo de armas en piedra y señal sobre el yeso de haber habido un retablo—sacaba el pecho algún balcón de hierros torcidos, sobre eses de hierros floreados; y en este balcón alborotaban la tristeza de la calle muchos húmedos tiestos. Y en espirales de hojas y colores subía formando marco mucha enredadera. Balcón de niña bonita, de pintor, de poeta, bajo el cual hubo hace siglos canciones y cuchilladas, del cual se hablaba en Madrid como extraño capricho; admiración del monocle de los ingleses; ¡escarcela de la primavera, oratorio del amor y fiesta de colores y de aromas, de la alegría y de la juventud!
Pero el Madrid central era diferente. Los balcones estaban adornados con las muestras de los dentistas y de los prestamistas, nada más; y para regocijo de la luz y del aire, los paños menores de la sociedad distinguida...
Las flores eran raras y caras, como he dicho. Pero como el lujo y la vanidad son tan madrileños, las flores debían popularizarse. Fue de moda viajar por países donde la flor tiene derecho de ciudadanía; fué de necesidad para ser persona tener un hotel, tener una villa; hubo exposiciones de flores y plantas; súpose que había en el extrajere quien pagaba miles de francos por un tulipán... Fueron muchas las estufas y sin número las jardineras. Y flores tenemos; y ahora las fachadas de las casas parecen faldas de baile con prendidos de bouquets, y no hay vestíbulo sin jarrones con plantas, ni hay salón que no reviente en rosas y claveles por las rinconeras.
Flores en todo; y más que en ninguna parte, en la mesa. ¡En corbellas, en capricho de china, formando dibujos, sembradas, como realces de seda, sobre el hilo del mantel!... ¡La mesa moderna es una canastilla de parterre; el jardinero es el jefe del comedor; los cubiertos, las copas, los platos descansan entre lilas, pensamientos y violetas, y al menor descuido nos llevamos á la boca un Don Diego de noche enganchado en el tenedor!
Toldo Madrid es flores; lo cual no quiere decir que Madrid las ame: quiere decir que las tiene y las paga.
No creo en el amor á las flores más que cuando veo en las ventanas de las casas pobres alguna mata en algún tarro, en algún cajoncillo. Allí está cubriendo el hueco de la ventana, robando luz y aire, pero diciendo:
«¡Aquí, no sólo me aman, sino que yo les amo á ellos también; porque no me trajeron de ningún pensil, ni me subió por alfombrada escalera galoneado lacayo, ni dedos con pedrería me pusieron en pintado vaso de Sajonia, ni en tibor de oro»
opacos de la China para cuidarme como planta que si enferma y
muere, piérdese más dinero que ilusión! ¡Aquí, en este puñado de tierra,
fui sembrada, y manos toscas me cuidaron! ¡Fui desde el primer brote,
para estas buenas gentes, una hija más! ¡No vivo entre duques y
marqueses, pero los chiquitines de la casa inclinan sobre mi sus rostros
y sus corazones para verme florecer! ¡Me han dado un nombre de hija, y á
ella está unida mi suerte! El día en que en mis ramas aparece un
capullo, se alborota la casa; aquel en que se abre la corola, se invita
para que la vean á los vecinos.
¿Arrancarme ellos de mi tallo? ¡Jamás! ¡No, no soy una flor; yo soy una vida!»
No hay para amar sino los padres y las madres. Aman á las plantas los que las siembran y cultivan y respetan. Los que ven en ellas seres misteriosos que embellecen el universo.
¿Es que el hombre no tiene algo de planta también? ¿No parece decirnos el sentimiento de la patria que venimos de flor? ¿Quién es dichoso separado de los suyos? La ciudad es una maceta, los compatriotas son flores de una misma rama, y nuestra mujer y nuestros hijos son pétalos reunidos en un cáliz y que forman una corola.
¿Habremos sido planta? Hay quien dice que la humanidad viene de un pescado; hay quien opina que de un mono. ¡Mejor seria que hubiéramos tenido por padres un lirio y una rosa!
Hay hombres, sin embargo, que hacen inverosímil esta hipótesis. No sólo no gustan de las flores; es que no saben lo que son. Ni las han tenido jamás, ni las han comprado, ni saben que ellas brillan ni que ellas huelen. Pasan por un jardín sin apreciar más que el número de metros que tiene de superficie, y si lijan la vista en un árbol, ha de ser en árbol frutal y ha de ser para ver si la fruta se les quedará en la mano. Dejan que la florera les ponga un clavel en el ojal de la americana; pero dicen á la muchacha cosas tales, que si el clavel no fuera rojo... rojo se pondría. Suelen ser hombres de fortuna, en papel, bien trajeados, hombres montgolfieres que tardan dos horas en ir desde el ministerio de Hacienda hasta el Banco. Aun éstos concluyen por reconocer á las flores personalidad ó importancia. Un día, en el Parque de Madrid, en el teatro, en la Plaza de Toros, ó en las carreras del Hipódromo, encuentran una de esas mujeres, manojos de huesos recubiertos de carne de nácar, ó revestidas de carne de fuego; rubias luminosas, morenas devorantes, que necesitan para la floricultura de sus hoteles todo el reino de Valencia...
¡Sus casas de Madrid, sus viñas de Andalucía, sus acciones del Banco, todo se esparce, todo vuela en nardos, jacintos, crisantemos y gardenias, entonces!
Las flores son más caras que los brillantes; los diamantes quedan, las flores pasan. Pero esto es en lenguaje de comercio; las flores son amistad, pasión, recuerdos, poesía, y esto no pasa jamás.
Los cuentos, las historias, las tragedias del amor, todas se han enlazado y desenlazado por las flores. El hombre más serio guarda entre las páginas de sus libros algún pensamiento seco; alguna hojita mustia, triste, como dicha que pasó. Raro es que cuando muere uno de estos que han amado mucho, no aparezcan en los cajoncillos de su secreter rosas, claveles, ramitos que se pulverizan al contacto de los dedos de los testamentarios y al rumor de sus risas.
Y es que con las flores se puede hablar en secreto, pero no en público; el amor deposita en ellas sus ansias, sus aspiraciones, como en un fonógrafo, sensible tan sólo ante la evocación de otra alma gemela.
Amor que da flores no necesita ser parlanchín cuando dice: ¡Te amo!, le contestan: ¡Ya lo sabía!
¡Desgraciado el amor que ya no da flores! Me acuerdo de cierta historia... Los dos héroes eran amigos míos. Uno era el preferido de una de las más hermosas damas de Madrid, cuyo marido estaba ausente; el otro era la pasión de una linda joven, soltera y virtuosa. El primero de mis amigos solia comer en el palacio de su adorada, ir con ella al teatro y tomar el té, luego, en su compañía. Le odiaban por su dicha todos los Tenorios de Madrid. Y decía una tarde:
—¡Cuando el alba salgo de su hotel, y el vientecillo me da en la cara y el primer rayo de sol me hace entornar, deslumbrado, los ojos; siento escalofríos de rubor y de angustia, y me pregunto si, como el mundo dice, soy dichoso!
El otro amante... rara, rarísima vez podía acercarse hasta la casa de su novia. La familia de ésta se oponía á tales relaciones y guardaba las cercanías. Pero una noche logró llegar hasta la ventana, dió un golpecito, la ventana se abrió, asomó un rostro, avanzó una mano, cayó una rosa, y una voz, cortada en los labios por un dedo, dijo: ¡Adiós! Al mismo tiempo sonó un pistoletazo y huyó un hombre herido. Le vi á la mañana siguiente en la cama, rabiando de dolores, con la mano en la herida, y me contó la aventura. Pero alzando los ojos hacia una estampa de la Virgen, sobre la cual estaba prendida la rosa, me dijo con la mirada, iluminado el rostro:
—¡No me compadezcas, que soy muy feliz!
Preciso es que las flores tengan algo de divino, cuando son símbolo de muchas venturas, cuando; tantos buenos sentimientos inspiran.
No sólo las mujeres tienen mucho de flores, y las, flores de mujeres; es que hay mujeres que tienen vida, forma y espíritu de flor. Son flores que han podido, al fin, andar, hablar, transfigurarse, y sin duda cuando se mueran—si mueren jóvenes, y hermosas—pasarán de ser flores-mujeres á ser flores-ángeles. Preguntad, si lo dudáis, á los que, aman.
Yo doy ahora grande importancia á los frutos. No estoy en la edad de las rosas, sino en la de las espinas. Pero me acuerdo siempre de aquellas ramas de almendro y de lilas, de aquellas varas de, nardos y de azucenas, de aquellos ramos de flores silvestres cogidas por mi en los campos cuando el almanaque rezaba Esperanza y Amor; y quiero á las flores como visiones de rosas que han desaparecido.
Por sus colores y por sus perfumes tienen las, flores señorío sobre nuestras almas. Señorío eterno.
Todo pasa. El tiempo y la guerra y el mar derriban las obras de los hombres; barren los campos, arrasan los bosques y hasta aplanan las montañas. Pero más tarde brota el musgo, retoña la planta, se abre la flor y la palmera triunfa sobre la, linea horizontal del desierto, y los jazmines suben á vestir de estrellas de olor las ruinas de, los palacios y de las torres y casas.
Y es que hay flores y flores. Las del campo y las de la ciudad, las de afuera y las de adentro. Unas, hijas de Dios; otras, hijas del hombre.
Las flores hijas de los hombres no dan útil semilla, no son generación. ¡Rosas colosales, claveles verdes, tulipanes negros!... Sois maravillas sin mañana; vivís para deslumbrar los ojos, para encender los deseos en los círculos de un vals, para formar bouquets maravillosos; servís para morir abrasados en una fiesta de Caridad—como ahora en la de París—sobre pechos hermosos que estallan de terror y de angustia.
¡Pero las llores humildes, las sencillas, las que nacen en el campo, las del primer día de la Creación, las de Eva, las de las vírgenes de Israel, las de María!...
Esas, sin jardinero, sin vaso, sin etiqueta colgante, sin vendedor, sin precio... ¡Esas aman, tienen hijos, forman generaciones: nunca mueren!
Suprimid las flores si os parecen inútiles; hallad el modo de que el fruto venga sin la flor. Habréis rebajado los tonos de color, de alegría, de luz, de la Creación; la habréis entristecido.
Las flores fueron la última creación de Dios... Hecho el mundo, le encontró ingrato para los ojos. No era cosa de hacerle de nuevo ni de alterar ninguna de sus leyes fundamentales...
Era preciso algo que fuese y que no fuese, algo que no fuese nada y pareciese todo.
Y el Señor abrió los brazos y dijo:
—¡Muchas flores!