La cervecería donde yo suelo tomar un bok por las tardes, está enfrente de uno de nuestros grandes hoteles.
Ayer, cuando ya sentado y servido fijé los ojos en la fachada del hotel y en uno de sus balcones, me quedé asombrado.
¡Qué mujer! Era alta, esbelta, de anchos hombros, graciosísima en sus movimientos y no tendría veinte años. Su cabeza era pequeña, pero sus cabellos negros estaban peinados en forma de magnifico turbante. Sus ojos eran negros también y formaban con las cejas dos enormes manchas de sombra.
Su traje era claro, sencillo, elengantísimo, y podía ser parisiense, inglés, alemán ó ruso. Como ella.
Porque era difícil saber á primera vista el país de aquella extraordinaria belleza.
En el balcón, sobre una linda silla, había una maceta; un rosal chiquito con dos ó tres rosas, y el tiesto era de barro, pero con cerco de oro puesto sobre un plato del mismo metal; y más arriba, á la altura de la mano, colgada de una escarpita, había también una jaula de forma chinesca, en la cual revoloteaba un pájaro de colores.
Tiesto y jaula eran, pues, de la desconocida. Viajaban con ella; anunciaban sus aficiones, su sensibilidad, su amor á la Naturaleza, á la poesía. No era únicamente una mujer hermosa, la más hermosa de todas; era un corazón femenino. Yo le presté en un instante las delicadezas infinitas de la flor y las facultades ascensionales del pájaro.
Pero no fui yo sólo quien deliró así. El balcón donde ella aparecía estaba muy bajito; la gente que pasaba por delante del cristal de la cervecería casi me ocultaba su vista... Unos pasaban con la cabeza baja, hala que hala, llevando adelante su misero cuerpo y trabajada vida... Pero otros, satisfechos con su existencia, llevaban la frente alta, los ojos despiertos... Y éstos se fijaban en el balcón del hotel, en la dama y en su hermosura indescriptible; y, ¡pal!, se quedaban clavados en la acera. Después, por el buen parecer, seguían; pero torciendo el cuello, alzando los ojos y andando á la ventura.
Y muchos de éstos, al poco tiempo, repasaban por delante del cristal, volviendo á nublarme la visión encantadora del hotel, parándose de nuevo y mostrando, en fin, la perturbación de sus sentimientos y de sus ideas.
Dejé el vaso, llamé al mozo y salí á la calle para verla mejor. Me quedé á la puerta de la cervecería y me puse á observar... Mis ojos leían en la frente de los que pasaban, mirando á la mujer del balcón, igual encanto, un mismo deseo.
—¡Qué hermosa es!—decían todas las miradas.
—¡Qué dichoso debe ser el hombre que la posea!
—¡Qué feliz será el mortal á quien ame!
Y en todos inspiraba los mismos afectos. Porque es cierto que Platón y Aristóteles, y los estoicos,,y los Padres de la Iglesia, y los filósofos del Renacimiento, y los filósofos alemanes del siglo XVIII, han dado cien definiciones de la belleza, para deducir al cabo que ella es indefinible, pero también es cierto que esta definición tan intrincada y tan recóndita, la llevamos todos en los ojos.
Y así lo estimaron altos y bajos, pobres y ricos. Y unos, viendo á otros que miraban, miraron también, y confundieron sus pensamientos y su emoción unánimemente. Y los que hablan mirado y visto ya, volvían los ojos á los que no hablan mirado todavía, como con deseos de advertirles y de que participasen de su admiración y de su placer.
Porque la posesión del amor es egoísta, pero no lo es la simple admiración de la belleza.
Esta es como la luz del sol, como el aire, como todo principio de la vida universal, que deseamos compartir con todos.
Pronto la calle fué una especie de carrera, de procesión, de desfile, en honor de la hermosura.
Pronto la gente formó corros.
¿Y la extranjera?
Permaneció asomada largo rato, sin apercibirse del efecto que producía; no lo mostraba por lo menos. Su ademán era tranquilo; su actitud, de suprema elegancia. Sus ojos no se encontraban con ningunos. Pasaban de un admirador á otro con mirada de relámpago. Sin duda, le era grato el efecto que producía; pero, á no dudar, también estaba muy acostumbrada á estas admiraciones.
Mas como aquello iba tomando carácter de manifestación, sin priesa, con graciosa naturalidad, cogió la maceta de rosas, alcanzó con la otra mano la jaula chinesca y se entró en su cuarto. Y apareció de nuevo, y alargando sus magníficos brazos cerró el balcón...
El corro se disolvió; los admiradores sueltos fueron alejándose, y la calle volvió á ser lo que antes era: pasadizo de indiferentes, de tristes, de ociosos y de luchadores por la vida.
¡Todo había sido abrir y cerrarse un balcón coa un pequeño intervalo de tiempo! ¡No había pasado nada!
Más, sí; algo había pasado.
Porque éramos muchos los que habíamos mirado al balcón y le habíamos visto.
Eramos muchos los que habíamos deseado penetrar el misterio de su vida, de su corazón, de su alma.
Eramos muchos los que habíamos deseado su amor; los que habíamos envidiado al hombre para quien cultivaba aquellas rosas, cuyo nombre cantaba en sus canciones aquel pájaro.
Eramos muchos los que al verla nos habíamos alegrado primero, entristecido después.
Muchos, los que teníamos el corazón lleno de una dulce inquietud, á la cual no podíamos dar nombre.
y todos llevábamos su recuerdo dentro de nuestra alma, todos habíamos reconocido la sombra de la Divinidad, el reflejo de Dios mismo en su admirable rostro.
Y cada uno de nosotros abandonaba su puesto, mirando al balcón desierto y haciendo castillos en el aire.
Y, á la noche, soñaríamos con aquella belleza, más aún en sueños fantaseada.
Y durante toda la vida, al pasar por aquel mismo sitio, volveremos á mirar aquel balcón y á reconstruir en él una ideal figura, preguntándonos:
—¿Dónde estará? ¿Vivirá todavía?
¡Oh, infinito poder! ¡Oh, sublime triunfo!
¡Hermosura! ¡Tú, con sólo mostrarte; tú, con sólo pisar, haces dichosos!