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—¿Quieres que te lleve a mi isba?
—Con mucho gusto.
—Sube, pues, a tu drochka.
El guardabosque tomó mi yegua por la brida y sacó el vehículo de la huella pantanosa donde nos habíamos detenido.
Me agarré al almohadón del vehículo, que se balanceaba como un barco en un mar tempestuoso.
La yegua resbalaba y a cada momento estaba a punto de caer… La espoleaba Birouk pegándole con el látigo, ya a la derecha, ya a la izquierda.
Avanzaba en la sombra, como un espectro, y una vez atravesado el bosque nos detuvo junto a su choza.
—Es aquí, mi amo.
Miré. A la luz de los relámpagos alcancé a ver una pequeña isba en medio de un recinto de césped.
Después de atar el animal a la reja, el guardabosque fue a llamar a la puerta. Por una de las estrechas ventanas se filtraba un débil hilo de luz.
—¡Ya! —gritó una voz infantil, apenas hubo llamado el hombre.
Escuché unos pasitos precipitados de pies descalzos. Movieron el picaporte y una chiquilla de doce años abrió la puerta.
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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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