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—¡Este muchacho será nuestra perdición! —vociferaba el padre de Nicolás, en su casa, después del episodio.
Nicolás recibió entonces muchos golpes, soportó mucho dolor, lloró, sollozó; pero en su conducta nada cambió. Los juguetes de los otros niños no corrieron menores riesgos. Lo mismo ocurrió con las ropas. Los niños más ricos del barrio no salían a la calle sino con las más modestas vestimentas de entrecasa, único modo de escapar a las uñas de Nicolás. Con el transcurso del tiempo, extendió él su aversión a las caras, cuando eran bonitas o consideradas como tales. La calle donde él vivía contaba con un sinnúmero de caras lastimadas, arañadas, contusas. Las cosas llegaron a tal punto, que el padre resolvió encerrarlo en su casa durante tres o cuatro meses. Fue un paliativo y, como tal, excelente. Mientras duró la reclusión, Nicolás se mostró poco menos que angelical; excepción hecha de aquella inclinación mórbida, era tierno, dócil, obediente, amigo de la familia, puntual en las oraciones. Pasados los cuatro meses, el padre lo soltó; ya era hora de que se encargase de él un profesor de lectura y gramática.
12 págs. / 21 minutos.
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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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