I
Era el tiempo en que para trasladar a los presos y penados de cárcel a cárcel, de penal a penal, se les llevaba todavía a pie por los caminos, entre destacamentos de gente armada.
Tras el día de calor insufrible, vino la noche sin brisa, cálida y sofocante.
No corría un pelo de aire, ni se alzaba del suelo un átomo de polvo. La carretera abierta en la dilatada extensión de la llanura, se destacaba interrumpiendo el gris terroso de los campos, como una cinta blanca y ancha tendida sobre los surcos en rastrojo.
Por su centro iba la cuerda, la reata humana, doblemente rendida a la pesadumbre de la fatiga y del delito.
Quién llevaba morral, quién alforjas, quién manta, los más, nada; veíanse muchos descalzos, despeados; pocos fumaban, no reía ninguno. A los lados marchaba la tropa obligada a meterse por la estrecha hondura de las cunetas, o a subirse en los montones de guija y pedernal recién partido, mientras el brillo de las armas, iluminadas por la luna, limitaba la movible masa de aquella triste muchedumbre. Los grillos y las cigarras cantaban libremente; voces humanas se oían pocas, y esas eran blasfemias; tal vez envidia de los animalillos, desahogo propio de gente forzada del rey que iba a las galeras.
En la Venta de la Mora se hizo alto: la cuerda se recogió a un lado del camino, en un repecho: los soldados desataron los cabos de bramante, y luego, apartándose y formando extenso círculo en torno de los presos, colocaron centinelas. De allí a poco salieron de la venta quince o veinte mujeres harapientas, sucias, miserables, y esquivando a los de uniforme corrieron hacia los del grupo central, aunándose con ellos en parejas que desaparecían tras un tronco, tras un peñasco, en un repliegue del terreno, donde pudieran ocultarse.
Era la visita del amor a la desgracia; amor momentáneo, vicioso, repugnante, y venal; pero amor. Y era también costumbre sancionada por los años, tolerancia perpetuada por la tradición, abuso que tomó origen en el capricho de un rey absoluto, ganoso de repoblar su reino.
Antes de romper el alba, la columna se ponía en marcha. Después, los padres anónimos morían en presidio, y los hijos de aquellas esposas de una noche se llamaban los hijos del camino.
II
Así fue concebido Juan.
Su madre le adoró, como si estuviera engendrado mediante sacramento; pero las gentes del lugar, cuando niño, le miraron con lástima, cuando adolescente le mofaron y de mozo le escarnecieron. Cada vez que pasaba por la aldea una cuerda de presos, le decían las chicas:
— Juan, ¿será tu padre alguno de esos?
Primero se ganó la vida recogiendo boñigas para estercolar huertos, después fue lazarillo de ciego, dio al fuelle en casa del herrero, se metió a zagal de diligencias... por fin huyó de la comarca.
Su pobre madre no volvió a saber de él en mucho tiempo.
Estuvo como alimentador de horno en una fábrica de vidrio, sufriendo las bocanadas de las llamas; fue minero, permaneciendo semanas enteras sin ver la luz del sol: trabajó en los telares, respirando el polvillo que blanqueaba los tejidos y le cegaba los pulmones; no hubo industria que no intentara ni oficio en que pudiese medrar.
Si en su lugarejo no encontró amparo, en las ciudades le faltó protección. Nadie le dio enseñanza, ni le dejó tiempo de adquirirla. Su instinto le decía «estudia»; la necesidad le respondía «gana». Cualquier aprendizaje le hubiera mermado el pan y el sueño.
En tanto, la madre pensaba en él, arrancándole su recuerdo las horribles lágrimas de la incertidumbre, pues no sabía dónde estaba, ni si era vivo o muerto. Al fin lo averiguó; hizo que le escribieran, y aunque de tarde en tarde supieron uno de otro: ella le enviaba besos; él le mandó por un arriero un gran pañuelo de algodón de colores, valor de un día de jornal.
Juan pasó de labor a labor, de oficio a oficio, practicándolos todos, sin dominar ninguno, renunciando a unos por penosos e insalubres, a otros por indignos y embrutecedores, hasta que entró en una compañía de alumbrado eléctrico, casi como bestia de carga.
Su obligación era llevar artefactos, utensilios y herramientas a sus compañeros de trabajo.
Una tarde fue con ellos a la prueba de luces en una soberbia casa, donde a la noche debía verificarse una gran fiesta. ¡Cuánta magnificencia contemplaron sus ojos! Jamás vio cosa igual.
Cada salón era un prodigio del arte o un camarín de la molicie. Los mármoles parecían encerrar en su seno transparente hojas de vegetaciones inverosímiles; los muebles, por sus formas, incitaban a la voluptuosidad o al reposo; los tapices caían discretamente ante las puertas; los rasos y los flecos guardaban en la urdimbre de sus tramas los colores del iris; había canastillas de orquídeas australianas mezcladas con flores de cristal que despedían rayos luminosos; libros cubiertos de oro, que atesoraban en sus páginas el oro aún más puro del pensamiento humano, y todo ello en desorden bellísimo se reflejaba en espejos que, como poseídos de codicia, multiplicaban hasta lo infinito las riquezas.
De pronto apareció Luz, la dueña de la casa, ya vestida para la fiesta, e impaciente por juzgar el efecto de la iluminación.
Juan imaginó que era una diosa. Traía la cabellera salpicada de brillantes que semejaban estrellas perdidas en una nube de oro, el cuello ceñido por hilos de perlas menos blancas que su pecho, y todas las líneas de su cuerpo admirable envueltas en telas primorosas, antes dispuestas para revelar la forma que para encubrir la desnudez. Tenía la voz aunque imperiosa, encantadora, y su persona exhalaba un perfume penetrante y sutil, intenso y turbador, que juntamente producía fascinación al espíritu y embriaguez a los sentidos.
El hombre inculto e ignorante, incapaz de analizar lo que experimentaba, pero hombre al fin, sintió la tentación y el ánsia que dá la fruta puesta al alcance de la boca del niño.
Primero quedó suspenso con el pasmo de la sorpresa, luego se dijo con la velocidad del pensamiento que cuanto había en aquel maravilloso recinto y cuanto realzaba la belleza de aquella mujer extraordinaria, había bajo una u otra forma nacido entre sus manos. Carbón arrancado a las entrañas de la tierra y convertido en torrentes de claridad; cristales fundidos por aquel horno que secó su garganta; hierros forjados al fuego en que se abrasó los dedos; sedas teñidas en aquellas substancias que le envenenaron los pulmones; todo, ¡todo! había contribuido a formarlo, y nada, ¡nada! era para él. Entonces Luz se ofreció a su deseo como creación maravillosa en que él había puesto hueso de sus huesos y sangre de su sangre, hasta convertirla en el compendio de las dichas humanas. ¿Por qué no había de pertenecerle? ¿Habrían de vivir eternamente juntos y separados a la vez, como la cortesana y el esclavo? ¿Qué ley cruel lo disponía? ¿Quién la escribió?
El espectáculo de la riqueza le llenó de asombro; la privación de lo que otros disfrutaban espoleó a la envidia; la ignorancia cerró a la abnegación el paso; la conciencia le dijo que su ambición era justa; miró a Luz con codicia, y en el fondo de su alma surgió el deseo de gozarla o la resolución de destruirla.
Así se hallaron frente a frente la personificación de todas las grandezas acumuladas por los tiempos y el representante de una raza que contribuyó a crearla para delicia de otros.
Juan poseído de una pasión que daba espanto, tendió hacia ella los brazos. Luz, al principio sonrió despreciativamente, pero al sentir las manos callosas sobre el pecho, dio voces, lanzó gritos de angustia; y en su auxilio acudieron tres hombres.
III
El primero, que parecía consumido por el estudio, la riqueza y los vicios, dijo a Juan casi medrosamente, acompañando la frase con ademanes oratorios:
— Su amor no se alcanza por fuerza... Puedes llegar a lograrlo, pero no así. ¿Cómo ha de amarte si tus caricias son zarpazos? Adquiere instrucción y cultura. Eres libre... Ejercita los derechos que te permiten igualarte a los que somos preferidos.
El segundo, que vestía ropa negra y talar, le dijo endulzando el desengaño con acento meloso:
— El amor de esa mujer no es para tí. Conténtate con su caridad. Los favoritos de ahora son los dichosos de aquí bajo... Tú serás de los bienaventurados allá arriba. ¡Hay otra vida! ¡Cree, sufre y espera!
El tercero de aquellos hombres, que ceñía espada y llevaba en el traje bordados de oro, le dijo ásperamente:
— Si das un paso más hacia ella te mataré con este arma que tú mismo has forjado.
Juan salió profiriendo amenazas: y Luz quedó al oírle extremecida de pavor, como la ciudad de las rameras ante la voz de los Profetas.
IV
Poco tiempo después una explosión formidable destruyó la soberbia morada. Lienzos en que el genio imitó la Naturaleza, mármoles en que palpitó la vida, páginas preñadas de ciencia y poesía, prodigios del arte y maravillas de la industria... todo fue destruido, y sobre un montón de escombros humeantes quedó Luz aún viva, pero desgarradas las carnes, bañada en su propia sangre, espantosa, mutilada y deforme.
Juan confesó el delito con altanería y se dispuso a purgarlo con valor. ¿Qué le importaba morir? Su crimen fue salvaje, porque lo aconsejaron el deseo frustrado y la razón escarnecida, pero su causa era justa. El delincuente se consagró mártir. Otros tan desdichados como él vendrían detrás. Luz habría de sentarles a su mesa en el banquete de la vida y darles la parte de amor que les correspondiese, o resignarse a perecer.
No se repliega el viento a los senos misteriosos donde nace, ni el agua retrocede a las fuentes en que brota; pero el espíritu está sujeto al atavismo como el cuerpo a la herencia. Juan era hijo del camino.
Fue condenado a muerte, y llegada la hora tremenda, entró con pie firme y ánimo sereno en la capilla; lugar en que, dudosa de sí misma, busca la justicia humana complicidad en la divina.
Allí le esperaban los tres personajes que ampararon a Luz. Uno representaba la ley: otro mandaba la fuerza armada; el tercero le ayudaría a bien morir.
Faltaban pocos minutos para subir las gradas del patíbulo, cuando, por especial permiso de quien podía concederlo, entró en la estancia un hombre con un papel en la mano. Tomolo el sacerdote y pasando por el escrito los ojos, dejó enseguida caer los brazos a lo largo del cuerpo.
— ¿Es el indulto? — preguntó Juan, sin miedo ni esperanza.
— No es una carta de tu madre. Te infundirá valor. Toma y lee.
Juan la estrujó contra sus labios en silencio, lloró sobre ella, y devolviéndosela al ministro de Dios, repuso amargamente:
— ¡No me han enseñado! ¡No sé!