Las Plegarias

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I
II
III

I

Al dar la una y media comenzaron a despedirse los contertulios: a las dos sólo quedaban en el magnífico salón los dueños de la casa, marido y mujer, ambos jóvenes, hermosos y al parecer felices: él se puso a leer un periódico de la noche y ella se entretuvo escribiendo con un lápiz de oro al dorso de una tarjeta las visitas y compras que pensaba hacer al día siguiente.

Después hablaron un rato de cosas de poca monta, y, por fin, ella, levantándose de pronto, le dijo mirándole amorosamente:

— Me voy a recoger el pelo. ¿Tardarás?

— Acuéstate. Enseguida voy.

Luego de retirarse la dama, el hombre pasó del salón a su despacho, que era la habitación contigua, y oprimiendo un resorte oculto entre los cortinajes, dio luz a las lámparas eléctricas.

Los muros estaban cubiertos de verdaderos tapices góticos, los estantes llenos de buenos libros, en un testero había un magnífico retrato de familia a cuyos lados brillaban dos panoplias de armas antiguas, y en otro lienzo de pared destacaba sobre el fondo multicolor y borroso del tapiz un santo pintado por Zurbarán. Cuanto allí había era prueba de exquisito gusto, cultura y riqueza bien empleada. Indudablemente el lujo de relumbrón, las antiguallas falsificadas y los caprichos absurdos impuestos por la moda, no tenían entrada en aquella casa.

Sentose el caballero ante la mesa, sacó de un cajón una cartera, y tras consultar rápidamente varios papeles, apuntó, poco más o menos de este modo, lo que se proponía hacer al otro día:

«Carta al administrador de Terrones para que perdone la mensualidad a los colonos perjudicados por la nube del mes pasado, y les dé lo necesario para la siembra. — Al mayordomo de Valhondo que libre de quintas al hijo del guarda. — Decir al ministro que no voto a favor de la desviación del canal, porque no conviene a los intereses de aquellos pueblos. — Mandar, según costumbre, lo que haga falta en el Monte para desempeñar las herramientas de trabajo y máquinas de coser cuyas papeletas venzan este mes.»

Todo lo cual indicaba que aquel rico merecía serlo.

Después guardó la cartera, cerró el cajón, y recostándose en el sillón, permaneció largo rato ensimismado y como abstraído por sus pensamientos.

Poco a poco fue dibujándose en su rostro un gesto de inexpresable amargura, luego dobló la cabeza sobre el pecho, y enseguida, enderezando a Dios el pensamiento, dijo mentalmente de este modo, no con palabras aprendidas de memoria, sino con aquellas espontáneas y sinceras razones que, inspiradas en verdadera piedad, no pueden menos de llegar a dónde van dirigidas:

«¡Un día más... y un día menos! No he hecho mal a nadie, y he procurado algún bien. Permíteme, Señor, que pueda decir lo mismo mañana. No faltándome tu favor, estoy seguro de mi voluntad... Me has hecho rico, es decir, depositario de lo que destinas a los pobres, y al remediar los males del prójimo imagino cumplir tus mandatos. No me desprendo de nada mío, sino que doy a cada cual lo que quieres que sea suyo; si más me dieres, más distribuiría; y si de todo me privases, mi único dolor sería ver desdichas sin poder remediarlas... Por Tí he comprendido que la verdadera sabiduría estriba en combatir odios y sofocar rencores: procuro ser justo; pero no me has hecho feliz. Tú sabes lo que falta a mi dicha. Te pido un hijo. Quiero tenerlo para que aprenda a ensalzarte como Te gusta ser ensalzado, que es sometiendo la maldad a la justicia, acercando la compasión al dolor; y quiero también ser padre, porque no es bueno que se seque el árbol sin dejar retoño. Mi esposa me ama tanto como yo a ella, pero nuestro lecho es estéril. ¡Señor! Dame un hijo para que te ame con dos vidas y te sirva con dos voluntades.»

De pronto sonó a lo lejos una voz femenina que llamaba cariñosamente; el caballero apagó la luz, y a oscuras, andando a tientas, que es como el hombre camina hacia la felicidad, salió en busca de su mujer.

II

Varía la decoración y son otras las personas.

En un miserable sotabanco habita un matrimonio pobre. El marido fue empleado y quedó cesante sin auxilio, amparo ni valimiento; la mujer, que era menestrala, enfermó durante el primer embarazo y fue despedida del taller: rápidamente pasaron de la escasez a la pobreza y de la pobreza a la miseria; pero como eran jóvenes y se querían mucho, nada contuvo su pasión. En seis años de matrimonio tuvieron otros tantos hijos.

La noche era horrible: los vidrios rajados o mal juntos dejaban paso al frío por roturas y resquicios: no había rescoldo en el fogón, ni cisco en el brasero, ni provisiones en la alacena, ni casi ropas en las camas, porque el carbonero ya no fiaba, ni el tendero se compadecía, ni el prestamista devolvía las mantas sin que le pagasen lo estipulado; y los pequeñuelos lloraban y los mayorcitos pedían pan, mientras los padres se miraban silenciosa y desesperadamente, ya pronto el hombre a toda maldad y dispuesta la mujer a todo sacrificio.

Más tarde, cuando el marido se fue a acostar, renegando de Dios y maldiciendo de los hombres, ella dio un beso a cada niño, y enseguida, postrándose de rodillas ante una grosera estampa de Cristo pegada en la pared, comenzó a orar entre dientes.

Rezó primero el Padre Nuestro, luego el Credo después muchas Salves y Ave Marías, cuanto aprendió de niña sin saber lo que significaba, y por último, buscando en las reconditeces de su alma acentos propios, inspirados en la magnitud de su desventura; dijo alzando los ojos y clavándolos en la estampa: «¡Señor! ¡Piedad, misericordia! ¡Que no se mueran estos niños! ¡Pan, nada más que pan!» — Y dejando caer la cabeza sobre el asiento de una silla que tenía delante, permaneció en oración largo rato, hasta que el marido la llamó desde el jergón que les servía de cama, diciendo:

— Ven, hija, ven y trae cualquier cosa para arroparnos, que aquí no se puede parar de frío.

III

En los altos cielos, espacios eternamente misteriosos y negados por siempre al pensamiento humano, allí donde solo llegan los desvaríos de la imaginación y los arrobos de la fe, resonaban dos voces de acento sobrenatural y prodigioso. La una era majestuosa, imponente y dulce sobre toda ponderación; la otra era voz humana, dignificada y ennoblecida por la santidad.

— ¡Pedro! — dijo la primera.

— Señor — repuso con humildad la segunda.

— ¿Hay algo?

— Lo de siempre. Peticiones de la ambición, exigencias de la codicia, vanidades del amor propio, arrogancias de la soberbia, desafueros de la maldad, sollozos de dolor y bostezos de hambre.

— A esos hay que atender primero.

— Señor, es que son muchos los que piden y pocos los que agradecen.

— No importa. Coge a manos llenas los bienes y déjalos caer sobre los limpios de corazón.

Pasado algún tiempo, el matrimonio rico heredó una considerable fortuna que acreció la suya. Fue aquello como golpe de agua que, dejando acaso estéril la llanura, engrosa el caudal de otra corriente: y en el hogar del matrimonio pobre nació el séptimo hijo.

Los afortunados no agradecieron lo que les sobraba, y los infelices casi maldijeron lo que no habían pedido.

Entonces resonaron de nuevo en las alturas las voces misteriosas:

— ¡Pedro!

— ¡Señor!

— Mis órdenes se cumplen mal — dijo la voz de imponente e inefable dulzura — a pesar de mis bondades suben de la Tierra lamentos de dolor que mueven a piedad.

— Los del planetilla revoltoso no hacen más que pedir. Nadie quiere penar; todos creen merecer. Ninguno acepta su misión fatal e ineludible, ni se resigna a cumplirla. Imaginan que la vida debe ser la felicidad, cuando es sólo ocasión de conseguirla.

— Es que yo no soy el Destino ciego, sino la Providencia bondadosa. ¡Felices! ¿Por qué no han de serlo? En verdad te digo que el hombre no comprenderá nunca la majestad del dolor. De hoy más, a quien pida con fe para obrar con caridad, désele todo. Hay que reorganizar este negociado.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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