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Sentado algunas veces junto a la fuente de la huerta, que desde una eminencia dominaba la ciudad, viendo a lo lejos tejados, y azoteas, escuchando el bullir y los ruidos que como provocación constante le traían los aires, Lázaro pensaba que aquellas eran las guaridas del mal. Sólo las cruces puestas en lo alto de las torres eran signos de redención o amparo. Y si su memoria, protestando de aquel falso sistema del mundo, le recordaba que no todo era malo en la tierra, que él había visto a su padre dar trigo a los labriegos pobres o socorrer a los necesitados, que en la tierra existían cariño, afabilidad y amor, que él mismo había llevado hasta los apartados caseríos consejos de paz y de justicia, todo se desvanecía ante la influencia maléfica del pulvis eris que le habían inculcado en el alma.
Fue Lázaro después al seminario; tuvo su celda estrecha y triste; aprendió mal latín y peor griego, no para admirar el genio de los grandes poetas paganos, sino para embotar su inteligencia en casuismos teológicos; se apacentó dócilmente con filosofía escolástica; le dieron los libros de los Padres de la Iglesia; le dijeron el criterio que había de seguir para que no cayera en la peligrosa pendiente de pensar; marcaron a su entendimiento las lindes que no debía traspasar, y como si el pensamiento del hombre fuese ave, cuyo vuelo depende de voluntad ajena, le impusieron la idea, el dogma y el sentido de cuanto debía creer y proclamar. En su cerebro había de dar cabida, lo repugnase o no, a lo que otros concibieron; su esfuerzo tenía que hacerse mantenedor de proposiciones que apenas le era dado examinar; debía admitir la verdad sin examinarla, creerla sin que le fuese demostrada. «No sólo de pan vive el hombre, sino también de la palabra de Dios», le dijeron; y la palabra de Dios era un enigma, todo lo más una promesa. Le fue negada la interpretación o el examen de los libros sagrados; y para colmo de absurdo le afirmaron que en aquel misterio impenetrable, que constituye la esencia de todo lo dogmático, están la imposible demostración de la verdad y el encanto de su divina poesía, porque la fe es substancia de las cosas, que se esperan, argumento de las cosas que no aparecen.
96 págs. / 2 horas, 48 minutos.
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Publicado el 16 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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