Los Triunfos del Dolor

Jacinto Octavio Picón


Cuento


En una extensa planicie formada por tierras de panllevar, estaba la casa solariega de los Niharra, donde descuidada del mundo, cuidadosa de su hacienda y soñadora con sus recuerdos, vivía doña Inés, a quien en los contornos apellidaban la Santa. Nombrarla en la comarca era casi, y para muchos sin casi, nombrar a la Providencia; porque a veces, quien imploraba algo del cielo, que lo puede todo, solía no alcanzarlo, mientras ella nada negaba estando en su mano concederlo. Perdonar arriendos, rebajar censos, dotar doncellas y redimir mozos de quintas, era para doña Inés el pan nuestro de cada día. De sus armarios salían las ropas para los pobres; de su despensa los comestibles para los desvalidos; de sus trojes el grano para los labradores arruinados; costeaba médico y botica; por su precepto, iban los niños a la escuela; con su prudencia enfrenaba discordias, desvanecía rencores, y añadiendo a la limosna que puede dar el rico la compasión que solo siente el bueno, siempre y para todos, tenía piedad en el corazón y consuelo en los labios. Si alguna vez se ensoberbeció la ingratitud contra ella, supo ahogarla a fuerza de beneficios; así que por dónde quiera que iba, salían las gentes a su paso, muchas a pedir, y muchas más, aunque parezca increíble, a mostrarse agradecidas. Las frases de bendición y de respeto que escuchaba, la riqueza que le permitía hacer tanta caridad y el justo regocijo de su conciencia, sobre todo, debieran de infundirle aquella tranquilidad de espíritu en que la verdadera felicidad se funda, y sin embargo, no daba señales de ser dichosa.

Al recuerdo de amores contrariados no había que achatarlo; primero, porque ni su lenguaje, ni su rostro, delataban la tristeza apacible, pero indeleble, que deja en los resignados el dolor; y, además, porque los años todo lo aminoran, y ella contaba tantos, que bien podían haberle ido borrando del pensamiento las memorias tristes, por muchas que tuviese.

Sus ojos, y su boca no sonreían con la tranquila melancolía de quien sufre, porque recuerda; ni eran los suyos sinsabores, medio consumidos, y acaso poetizados por el tiempo: eran penas vivas, recientes, de las que la imaginación agrava cada día y roban más sueño cada noche. Ante aquella mujer, buena y sin ventura, el alma se sentía invadida de tedio y desesperanza, porque aún engendra más escepticismo la desdicha del justo, que la prosperidad del malo.

Tenía dos hijos: Marcelo y Luciano, de tan opuesta inclinación, que nunca pudieron vivir en paz. Cuando niños fueron sus juegos diferentes, cuando jóvenes distintas sus aspiraciones, y hechos hombres, antagónicos sus ideales, de modo que jamás hubo entre ellos concordia ni armonía. Marcelo era apasionado y vehemente, todo imaginación y viveza: Luciano reflexivo y tranquilo, todo razón y calma: uno, impulsado por su fantasía, se deleitaba en las especulaciones del espíritu, poetizándolas con el encanto del misterio y prestando fe a lo que su entendimiento no alcanzaba: otro, sin más guía que la investigación y el análisis, estudiaba el carácter de los fenómenos y el origen de las cosas hasta arrebatarles sus secretos, dando solo el augusto nombre de verdades a las demostradas por la observación y la experiencia.

Para Marcelo el alma era inmortal como su Creador, señora de sí misma; los hechos fruto de las ideas, y la verdad el resplandor de la revelación: para Luciano causas y efectos, hechos e ideas se confundían en el seno de la Naturaleza, deidad esquiva y desdeñosa, que no con oraciones, sino sólo con trabajo y estudio, se deja arrebatar los bienes: a Marcelo le bastaba el pensamiento para abismarse en la contemplación de lo divino hasta sentir en los arrobos del éxtasis la clara visión de Dios: Luciano creía que el destino del hombre es luchar con la materia, vencerla, y luego perderse confundido y sumado con ella para siempre.

Sólo en un punto estaban de acuerdo: en adorar a su madre, que distante por igual del fanatismo de ambos, vivía consagrada a endulzar amarguras y aminorar desdichas, sin preguntar jamás cómo pensaba el que sufría. Doña Inés, por su perfecta imparcialidad en el reparto de la limosna y el consuelo, antes buscaba al dolor mismo que a su víctima; iba hacia el infortunio como corre el agua dulce de los ríos hacia el mar, sin arrancarle nunca su amargura salobre, pero sin cansarse jamás; mientras sus hijos aunque animados, en el fondo del mismo espíritu de caridad, perdían el tiempo en el estéril empeño de descifrar lo incognoscible.

Marcelo siguió la carrera eclesiástica, Luciano estudió medicina, y ambos simultáneamente, por su virtud, y su mérito, llegaron a ser, uno espejo de sacerdotes, y otro modelo de hombres de ciencia; citándose al par en el mundo como justamente envidiables, la gloria alcanzada por Marcelo en el pulpito y los concilios, y el prestigio conquistado por Luciano en los laboratorios y hospitales.

De su madre no se olvidó ninguno. A servirla y cuidarla asistían con cariñosa frecuencia, pero nunca iban a verla al mismo tiempo, porque los años, aferrándoles a sus ideas habían exacerbado su doble intransigencia.

De hallarse juntos, Marcelo habría tachado de abominables e impíos los trabajos de la ciencia moderna, y Luciano hubiera escarnecido todo respeto a lo sobrenatural y dogmático.

Ni la religión ni la ciencia supieron hacerles mansos de corazón. La única virtud que les faltaba era la tolerancia.

Al cabo de mucho tiempo recibieron aviso de que su madre se moría, y casi a la misma hora, sin temor a encontrarse, llegaron a la antigua casa solariega. Para entrar en ella les fue preciso cruzar por entre los grupos de campesinos, que abandonando sus hogares, acudían a saber de doña Inés.

Subieron al cuarto de la enferma, que vencida ya por la dolencia, no pudo conocerles, y considerando ambos la situación gravísima, cada cual obró como quien era.

Marcelo dijo que si su madre recobraba el sentido, la prepararía inmediatamente a bien morir: sin más que un reclinatorio, un crucifijo y dos velas, improvisó un altar a la derecha de la cama y sacando de bajo los hábitos un libro se puso en oración.

Luciano, después de hablar largamente con el médico que la había asistido, para enterarse de la índole y progresos del mal, resolvió no apartarse de allí un momento, apurando cuantos recursos le sugiriese aquella ciencia que tanto amaba, y de que entonces había menester más que nunca.

El cuarto día a contar desde su llegada, fue tristísimo. La pobre anciana parecía irse consumiendo como haz de leña seca y menuda, abrasada por un fuego invisible. Su cuerpo endeble, pequeñuelo, e inmóvil, apenas formaba bulto bajo las ropas del lecho; la respiración era tan débil que casi no hubiera empañado la superficie de un espejo.

Marcelo continuaba orando.

Luciano paseaba en silencio desde el dormitorio a la estancia contigua, y con la mano derecha metida en el bolsillo del chaleco, acariciaba nerviosamente un pequeño frasco de cristal.

Al caer la tarde, creyendo observar en el estado de la enferma la presentación de síntomas aterradores, llamó por señas a su hermano, llevole lejos de la cama, y mostrándole el pomo, que contenía quince o veinte gramos de un líquido transparente e incoloro, le dijo:

— Voy perdiendo toda esperanza... ya no hay remedio.

— La misericordia de Dios es infinita — repuso Marcelo.

— Escucha — prosiguió Luciano — esto que parece agua, es el alcaloide extraída de una planta del extremo Oriente, que nadie antes que yo ha empleado en medicina: yo mismo lo he preparado... pero la experimentación me ha producido efectos que aún no puedo someter a principios fijos. Cuatro gotas de esto pueden, tal vez, ahora, retrasar la catástrofe; acaso consigamos una reacción, una crisis que devuelva a madre la salud... pero el remedio va a obrar en un organismo muy gastado, sin resistencia ni vigor, y si no tiene fuerzas para soportarlo se muere... es decir, la matamos. En una palabra; esto puede ser la vida y puede ser la muerte; es una probabilidad, no es la certidumbre de salvarla...

Los ojos de ambos estaban nublados de lágrimas.

Ya no había en aquellos dos hombres encono ni aversión: la amenaza de la muerte parecía restaurar en sus corazones la fraternidad que su pensamiento había roto.

— Esperaremos — dijo tímidamente Marcelo al cabo de unos instantes. — Y volvió a arrodillarse en el reclinatorio.

Luciano, dejando sobre la mesa el frasco, se colocó a los pies de la cama y permaneció sin apartar la vista de su madre.

Pasó la noche. ¡Qué largas les parecieron las horas, qué medroso el silencio, qué alarmante cualquier rumor, y cómo les desazonaba el ruido metálico y acompasado del reloj, que en cada oscilación del péndulo parecía llevarse un instante de aquella vida que era para ellos el mayor tesoro del mundo!

Por un balcón de la estancia inmediata, dejado entreabierto para renovar la atmósfera, comenzó a soplar el aire saturado de aromas campestres, oyose el canto vigoroso de los gallos, y primero en vago resplandor, luego en torrentes de claridad, entró la luz del día, saludado con maravillosos gorjeos por los millares de pájaros que rebullían entre el ramaje de las huertas. Cuanto venía de fuera significaba llamamiento a la renovación y la vida; mientras allí dentro la inacción y el silencio parecían ir allanando su camino a la muerte.

Marcelo seguía rezando.

Luciano había puesto sobre la mesa donde estaba el frasco, una copa con un cortadillo de agua, a la cual era preciso unir el medicamento: todo lo tenía preparado, y sin atreverse a intentar la horrible prueba, iba y venía de un cuarto a otro, mirando alternativamente al frasco y a la copa.

Al cabo de muchas horas de aplanamiento y laxitud, doña Inés pareció reanimarse, abrió los ojos y cambiando de postura murmuró algunas frases incoherentes. Entonces Luciano alargó la mano hacia la mesa, cogió el frasco, lo destapó... y enseguida, de pronto, bruscamente, como acobardado, volvió a dejarlo de golpe donde estaba.

Al ruido alzó Marcelo la cabeza, y viendo retratada en el rostro de su hermano la perplejidad y angustia que sentía, fue hacia él, preguntándole por lo bajo:

— ¿Qué es eso?

— Mira — repuso señalando a su madre — se ha movido, ha hablado, está más fuerte... tal vez pudiera resistirlo. Este es el instante oportuno... ¡y no me atrevo! ¡Si estuviéramos en la clínica! ¡Si no fuera ella!

— ¿Tú crees que se salvaría con... eso?

— En casos análogos... unas veces el medicamento ha respondido... otras ha fallado.

De repente, doña Inés, incorporándose sola en el lecho y con voz apenas perceptible, murmuró:

— ¡Agua!

Ellos se contemplaron de hito en hito; silenciosamente, leyéndose en los ojos la incertidumbre que les consumía, mientras la anciana repitió sordamente:

— ¡Agua!... ¡Agua!

Aquella voz que temían no volver a escuchar nunca les removió el fondo del alma, agitando y trastornando de tal modo sus ideas, que cada uno, sin darse cuenta de ello, buscó la salvación de lo que amaba, no en los medios que le eran peculiares y propios, sino en aquello mismo que por serle ajeno, desconocido y contrario, adquirió a sus ojos las proporciones de lo maravilloso.

En aquel momento supremo vaciló la fe del creyente y se quebrantó la incredulidad del esceptico: el místico se sintió mordido por la duda y el desengañado se dejó seducir por la esperanza. Todo lo trastornó el brutal zarpazo del dolor.

Luciano, el médico, cayó de rodillas ante el crucifijo adorando a Dios en espíritu y en verdad. Marcelo, el sacerdote, se aproximó a la mesa, tomó el frasco, vertió unas cuantas gotas de su contenido en el agua, y sosteniendo con una mano a la enferma le hizo con otra beber el líquido misterioso. Mientras el médico pedía misericordia al cielo, el sacerdote se echaba en brazos de la ciencia.

¿Llegó al cielo la plegaria? ¿Obró la substancia química sobre el organismo?

De allí a poco doña Inés comenzó a mejorar, recobró la salud y fue de nuevo durante algunos años alivio de pobres y consuelo de tristes.

Los dos hermanos procuraron desde entonces no hallarse frente a frente. Cada uno de ellos era poseedor del secreto del otro y ambos se sentían avergonzados por aquel pasajero desfallecimiento que a nadie confesaron.

Quedoles el convencimiento de que en el mundo había algo que les era común y propio por igual, algo que todo lo perturba y equipara: el Dolor, deidad suprema que puede sembrar la duda en el espíritu del creyente y hacer que brote la esperanza en el pensamiento del incrédulo; pero alejado el peligro renació en su corazón la intransigencia, y ni Luciano atribuyó poder a su oración, ni Marcelo creyó en la eficacia del remedio.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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