Capítulo I
El señor de Kellynch Hall en Somersetshire, Sir Walter Elliot, era un hombre que no hallaba entretención en la lectura salvo que se tratase de la Crónica de los baronets. Con ese libro hacía llevaderas sus horas de ocio y se sentía consolado en las de abatimiento. Su alma desbordaba admiración y respeto al detenerse en lo poco que quedaba de los antiguos privilegios, y cualquier sensación desagradable surgida de las trivialidades de la vida doméstica se le convertía en lástima y desprecio. Así, recorría la lista casi interminable de los títulos concedidos en el último siglo, y allí, aunque no le interesaran demasiado las otras páginas, podía leer con ilusión siempre viva su propia historia. La página en la que invariablemente estaba abierto su libro decía:
Elliot, de Kellynch Hall
Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760, contrajo matrimonio en 15 de julio de 1784 con Isabel, hija de Jaime Stevenson, hidalgo de South Park, en el condado de Gloucester. De esta señora, fallecida en 1800, tuvo a Isabel, nacida el 1 de junio de 1785; a Ana, nacida el 9 de agosto de 1787; a un hijo nonato, el 5 de noviembre de 1789, y a María, nacida el 20 de noviembre de 1791.
Tal era el párrafo original salido de manos del impresor; pero Sir Walter lo había mejorado, añadiendo, para información propia y de su familia, las siguientes palabras después de la fecha del natalicio de María: «Casada el 16 de diciembre de 1810 con Carlos, hijo y heredero de Carlos Musgrove, hidalgo de Uppercross, en el condado de Somerset». Apuntó también con el mayor cuidado el día y el mes en que perdiera a su esposa.
Enseguida venían la historia y el encumbramiento de la antigua y respetable familia, en los términos acostumbrados. Se describía que al principio se establecieron en Cheshire y que gozaron de gran reputación en Dugdale, donde desempeñaron el cargo de gobernador, y que habían sido representantes de una ciudad en tres parlamentos sucesivos. Después venían las recompensas a la lealtad y la concesión de la dignidad de baronet en el primer año del reinado de Carlos II, con la mención de todas las Marías e Isabeles con quienes los Elliot se habían casado. En total, la historia formaba dos hermosas páginas en doceavo y terminaba con las armas y la divisa: «Residencia solariega, Kellynch Hall, en el condado de Somerset». Sir Walter había agregado de su puño y letra este final:
«Presunto heredero, William Walter Elliot, hidalgo, bisnieto del segundo Sir Walter». La vanidad era el alfa y omega de la personalidad de Sir Walter Elliot; vanidad de su persona y de su posición. Había sido sin duda buenmozo en su juventud, y a los cincuenta y cuatro años era todavía un hombre de atractiva apariencia. Pocas mujeres presumían más de sus encantos que Sir Walter de los suyos, y ningún paje de ningún nuevo señor habría estado más orgulloso de lo que él estaba de la posición que ocupaba en la sociedad. El don de la belleza para él sólo era inferior al don de un título de nobleza, por lo que se tenía a sí mismo como objeto de sus más calurosos respeto y devoción.
Su buena estampa y su linaje eran poderosos argumentos para atraerle el amor. A ellos debió una esposa muy superior a lo que Sir Walter podía esperar por sus méritos. Lady Elliot fue una mujer excelente, tierna y sensible, a cuyas conducta y buen juicio debía perdonarse la juvenil flaqueza de haber querido ser Lady Elliot, considerando que nunca más precisó de otras indulgencias. Su talante alegre, su suavidad y el disimulo de sus defectos le procuraron la auténtica estima de que disfrutó durante diecisiete años. Y aunque no fue demasiado feliz en este mundo, encontró en el cumplimiento de sus deberes, en sus amigos y en sus hijos motivos suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferencia cuando le llegó la hora. Tres hijas, de dieciséis y catorce años respectivamente las dos mayores, eran un legado que la madre temía dejar; una carga demasiado delicada para confiarla a la autoridad de un padre presumido y estúpido. Lady Elliot tenía, sin embargo, una amiga muy cercana, sensible y meritoria mujer, que había llegado, movida por el gran cariño que profesaba a Lady Elliot, a establecerse próxima a ella en el pueblo de Kellynch. En su discreción y en su bondad puso Lady Elliot sus esperanzas de sustentar y mantener los buenos principios y la educación que tanto ansiaba dar a sus hijas.
Dicha amiga y Sir Walter no se casaron, no obstante lo que antecede pudiera inducir a pensarlo. Trece años habían transcurrido desde la muerte de la señora Elliot, y una y otro seguían siendo vecinos e íntimos amigos, aunque cada uno viudo por su lado.
El hecho de que Lady Russell, de muy buena edad y agradable carácter, y en circunstancias ideales para ello, no hubiese querido pensar en segundas nupcias, no tiene por qué ser explicado al público, que está tan dispuesto a sentirse irracionalmente descontento cuando una mujer no se vuelve a casar. Pero el hecho de que Sir Walter continuase viudo merece una aclaración. Ha de saberse, pues, que como buen padre (después de haberse llevado un chasco en uno o dos intentos descabellados) se enorgullecía de permanecer viudo en atención a sus queridas hijas. Por una de ellas, la mayor, hubiese hecho en realidad cualquier cosa, aunque no hubiese tenido muchas ocasiones de demostrarlo. Isabel, a los dieciséis años, había asumido, en la medida de lo posible, todos los derechos y la importancia de su madre; y como era muy guapa y muy parecida a su padre, su influencia era grande y los dos se llevaban muy bien. Sus otras dos hijas gozaban de menor atención. María consiguió una pequeña y artificial importancia al convertirse en la señora de Carlos Musgrove; pero Ana, que poseía una finura de espíritu y una dulzura de carácter que la habrían colocado en el mejor lugar entre gentes de verdadero seso, no era nadie entre su padre y su hermana; sus palabras no pesaban y no se atendían en absoluto sus intereses. Era Ana, y nada más.
Para Lady Russell, en cambio, era la más querida y la más preciada de las criaturas; era su amiga y su favorita. Lady Russell las quería a todas, pero sólo en Ana veía el vivo retrato de su madre.
Pocos años antes, Ana Elliot había sido una muchacha muy hermosa, pero su frescura se marchitó temprano. Su padre, que ni siquiera cuando estaba en su apogeo encontraba nada que admirar en ella (pues sus delicadas facciones y sus suaves y oscuros ojos eran totalmente distintos de los de él), menos le encontrará entonces, que estaba delgada y consumida. Nunca abrigó demasiadas esperanzas, y ya no abrigaba ninguna, de leer su nombre en una página de su libro predilecto. Ponía en Isabel todas sus ilusiones de una alianza de su igual; pues María no había hecho más que entroncarse con una antigua familia rural, muy rica y respetable, a la que llevó todo su honor sin recibir ella ninguno. Isabel era la única que podría protagonizar, algún día, una boda como Dios manda.
Suele ocurrir que una mujer sea más guapa a los veintinueve años que a los veinte. Y, por lo general, si no ha sufrido ninguna enfermedad ni soportado ningún padecimiento moral, es una época de la vida en que raramente se ha perdido algún encanto. Eso sucedía a Isabel, que era aún la misma hermosa señorita Elliot que empezó a ser a los trece años. Podía perdonarse, pues, que Sir Walter olvidase la edad de su hija o, en última instancia, creerle únicamente medio loco por considerarse a sí mismo y a Isabel tan primaverales como siempre, en medio del derrumbe físico de todos sus coetáneos, porque no tenía ojos más que para ver lo viejos que se estaban poniendo todos sus deudos y conocidos. El carácter huraño de Ana, la aspereza de María y los ajados rostros de sus vecinos, unidos al rápido incremento de las patas de gallo en las sienes de Lady Russell, lo sumían en el mayor desconsuelo.
Isabel era tan vanidosa como su padre. Durante trece años fue la señora de Kellynch Hall, presidiendo y dirigiendo todo con un dominio de sí misma y una decisión que no parecían propias de su edad. Por trece años hizo los honores de la casa, aplicó las leyes domésticas, ocupó el lugar de preferencia en la carroza y fue inmediatamente detrás de Lady Russell en todos los salones y comedores de la comarca. Los hielos de trece inviernos sucesivos la vieron presidir todos los bailes importantes celebrados en la reducida vecindad y trece primaveras abrieron sus capullos mientras ella viajaba a Londres con el fin de disfrutar año tras año con su padre, por unas cuantas semanas, de los placeres del gran mundo. Isabel recordaba todo esto, y la conciencia de tener veintinueve años le despertaba algunas inquietudes y recelos. La complacía verse aún tan guapa como siempre, pero sentía que se le aproximaban los años peligrosos, y se habría alegrado de tener la seguridad de que dentro de uno o dos años sería solicitada por un joven de sangre noble. Sólo así habría podido hojear de nuevo el libro de los libros con el mismo gozo que en sus años tempranos; pero a la sazón no le hacía gracia. Eso de tener siempre presente la fecha de su nacimiento sin acariciar otro, proyecto de matrimonio que el de su hermana menor, le hacía mirar el libro como un tormento; y más de una vez, cuando su padre lo dejaba abierto encima de la mesa, junto a ella, lo había cerrado con ojos severos y lo había empujado lejos de sí.
Había tenido, además, un desencanto que le impedía olvidar el libro y la historia de su familia. El presunto heredero, aquel mismo William Walter Elliot cuyos derechos se hallaban tan generosamente reconocidos por su padre, la había desdeñado.
Sabía, desde muy joven, que en el caso de no tener ningún hermano, seria William el futuro baronet, y creyó que se casaría con él, creencia siempre compartida con su padre. No lo conocieron de niño, pero en cuanto murió Lady Elliot, Sir Walter entabló relación con él, y aunque sus insinuaciones fueron acogidas sin ningún entusiasmo, siguió persiguiéndolo y atribuyendo su indiferencia a la timidez propia de la juventud. En una de sus excursiones primaverales a Londres, y cuando Isabel estaba en todo su esplendor, el joven Elliot se vio forzado a la presentación.
En aquella época era un chico muy joven, recién iniciado en el estudio del derecho; Isabel lo encontró por demás agradable y todos los planes en favor de él quedaron confirmados. Lo invitaron a Kellynch Hall; se habló de él y se le esperó todo el resto del año, pero él no fue. En la primavera siguiente volvieron a encontrarlo en la capital; les pareció igualmente simpático y de nuevo lo alentaron, invitaron y esperaron. Y otra vez no acudió. Al poco tiempo supieron que se había casado. En vez de dejar que su sino siguiera la línea que le señalaba la herencia de la casa de Elliot, había comprado su independencia uniéndose a una mujer rica de cuna inferior a la suya.
Sir Walter quedó muy resentido. Como cabeza de familia, consideraba que debió habérsele consultado, en especial después de haber tomado al muchacho tan públicamente bajo su égida.
—Pues por fuerza se les ha de haber visto juntos una vez en Tattersal y dos en la tribuna de la Cámara de los Comunes —observaba.
En apariencia muy poco afectado, expresó su desaprobación. Elliot, por su parte, ni siquiera se tomó la molestia de explicar su proceder y se mostró tan poco deseoso de que la familia volviese a ocuparse de él, cuanto indigno de ello fue considerado por Sir Walter. Las relaciones entre ellos quedaron definitivamente suspendidas.
A pesar de los años transcurridos, Isabel seguía resentida por ese desdichado incidente. Desde la A hasta la Z, no había baronet a quien pudiese mirar con tanto agrado como a un igual suyo. La conducta de William Elliot había sido tan ruin que aunque allá por el verano de 1814 Isabel llevaba luto por la muerte de la joven señora Elliot, no podía admitir pensar en él de nuevo. Y si no hubiese sido más que por aquel matrimonio que quedó sin fruto y podía ser considerado sólo como un fugaz contratiempo, pase. Pero lo peor era que algunos buenos y oficiosos amigos les habían referido que hablaba de ellos irrespetuosamente y que despreciaba su prosapia así como los honores que la misma le confería. Y eso era algo que no podía perdonarse.
Tales eran los sentimientos e inquietudes de Isabel Elliot, los cuidados a que había de dedicarse, las agitaciones que la alteraban, la monotonía y la elegancia, las prosperidades y las naderías que constituían el escenario en que se movía.
Pero por entonces otra preocupación y otra zozobra empezaban a añadirse a todas ésas. Su padre estaba cada día más apurado de dinero. Sabía que iba a hipotecar sus propiedades para librarse de la obsesión de las subidas cuentas de sus abastecedores y de los importunos avisos de su agente Mr. Shepherd. Las posesiones de Kellynch eran buenas, pero no suficientes para mantener el nivel de vida que Sir Walter creía que debía llevar su propietario. Mientras vivió Lady Elliot, se observó método, moderación y economía, dentro de lo que los ingresos permitían. Pero con su muerte, terminó toda prudencia y Sir Walter empezó a sucumbir a los excesos. No le era posible gastar menos y no podía dejar de hacer aquello a lo que se consideraba imperiosamente obligado. Por muy reprensible que fuese, sus deudas se abultaban y se hablaba de ellas tan a menudo que ya fue inútil tratar de ocultárselas por más tiempo y ni siquiera en parte a su hija. Durante su última primavera en la capital aludió a su situación y llegó a decir a Isabel:
—¿Podríamos reducir nuestros gastos? ¿Se te ocurre algo que pudiésemos suprimir?
Isabel —justo es decirlo—, en sus primeros arrebatos de femenina alarma, se puso a pensar seriamente en qué podrían hacer y terminó por proponer estas dos soluciones: suspender algunas limosnas innecesarias y abstenerse del nuevo mobiliario del salón. A estos expedientes agregó luego la peregrina idea de no comprarle a Ana el regalo que acostumbraban llevarle todos los años. Pero estas medidas, aunque buenas en sí mismas, fueron insuficientes dada la gran envergadura del mal, cuya totalidad Sir Walter se creyó obligado a confesar a Isabel poco después. Isabel no supo proponer nada que fuese verdaderamente eficaz.
Su padre sólo podía disponer de una pequeña parte de sus dominios, y aunque hubiese podido enajenar todos sus campos, nada habría cambiado. Accedería a hipotecar todo lo que pudiese, pero jamás consentiría en vender. No, nunca deshonraría su nombre hasta ese punto. Las posesiones de Kellynch serían transmitidas íntegras y en su totalidad, tal como él las había recibido.
Sus dos confidentes: el señor Shepherd, que vivía en la vecina ciudad, y Lady Russell, fueron llamados a consulta. Tanto el padre como la hija parecían esperar que a uno o a otra se le ocurriría algo para librarlos de sus apuros y reducir su presupuesto sin que ello significase ningún menoscabo de sus gustos o de su boato.
Capítulo II
El señor Shepherd, abogado cauto y político, cualesquiera que fuesen su concepto de Sir Walter y sus proyectos acerca del mismo, quiso que lo desagradable le fuese propuesto por otra persona y se negó a dar el menor consejo, limitándose a pedir que le permitieran recomendarles el excelente juicio de Lady Russell, pues estaba seguro de que su proverbial buen sentido les sugeriría las medidas más aconsejables, que sabía habrían de ser finalmente adoptadas.
Lady Russell se preocupó muchísimo por el asunto y les hizo muy graves observaciones. Era mujer de recursos más reflexivos que rápidos y su gran dificultad para indicar una solución en aquel caso provenía de dos principios opuestos. Era muy íntegra y estricta y tenía un delicado sentido del honor; pero deseaba no herir los sentimientos de Sir Walter y poner a resguardo, al mismo tiempo, la buena fama de la familia; como persona honesta y sensata, su conducta era correcta, rígidas sus nociones del decoro y aristocráticas sus ideas acerca de lo que la alcurnia reclamaba. Era una mujer afable, caritativa y bondadosa, capaz de las más sólidas adhesiones y merecedora por sus modales de ser considerada como arquetipo de la buena crianza. Era culta, razonable y mesurada; respecto del linaje abrigaba ciertos prejuicios y otorgaba al rango y al concepto social una significación que llegaba hasta ignorar las debilidades de los que gozaban de tales privilegios. Viuda de un sencillo hidalgo, rendía justa pleitesía a la dignidad de baronet; y aparte las razones de antigua amistad, vecindad solícita y amable hospitalidad, Sir Walter tenía para ella, además de la circunstancia de haber sido el marido de su queridísima amiga y de ser el padre de Ana y sus hermanas, el mérito de ser Sir Walter, por lo que era acreedor a que se lo compadeciese y se lo considerase por encima de las dificultades por las que atravesaba.
No tenían más alternativa que moderarse; eso no admitía dudas. Pero Lady Russell ansiaba lograrlo con el menor sacrificio posible por parte de Isabel y de su padre. Trazó planes de economía, hizo detallados y exactísimos cálculos, llegando hasta lo que nadie hubiese sospechado: a consultar a Ana, a quien nadie reconocía el derecho de inmiscuirse en el asunto. Consultada Ana e influida Lady Russell por ella en alguna medida, el proyecto de restricciones fue ultimado y sometido a la aprobación de Sir Walter. Todos los cambios que Ana proponía iban destinados a hacer prevalecer el honor por encima de la vanidad. Aspiraba a medidas rigurosas, a una modificación radical, a la rápida cancelación de las deudas y a una absoluta indiferencia para todo lo que no fuese justo.
—Si logramos meterle a tu padre todo esto en la cabeza —decía Lady Russell paseando la mirada por su proyecto— habremos conseguido mucho. Si se somete a estas normas, en siete años su situación estará despejada. Ojalá convenzamos a Isabel y a tu padre de que la respetabilidad de la casa de Kellynch Hall quedará incólume a pesar de estas restricciones y de que la verdadera dignidad de Sir Walter Elliot no sufrirá ningún menoscabo a los ojos de la gente sensata, por obrar como corresponde a un hombre de principios. Lo que él tiene que hacer se ha hecho ya o ha debido hacerse en muchas familias de alto rango. Este caso no tiene nada de particular, y es la particularidad lo que a menudo constituye la parte más ingrata de nuestros sufrimientos. Confío en el éxito, pero tenemos que actuar con serenidad y decisión. Al fin y al cabo, el que contrae una deuda no puede eludir pagarla, y aunque las convicciones de un caballero y jefe de familia como tu padre son muy respetables, más respetable es la condición de hombre honrado.
Estos eran los principios que Ana quería que su padre acatase, apremiado por sus amigos. Estimaba indispensable acabar con las demandas de los acreedores tan pronto como un discreto sistema de economía lo hiciese posible, en lo cual no veía nada indigno. Había que aceptar este criterio y considerarlo una obligación. Confiaba mucho en la influencia de Lady Russell, y en cuanto al grado severo de propia renunciación que su conciencia le dictaba, creía que sería poco más difícil inducirlos a una reforma completa que a una reforma parcial. Conocía bastante bien a Isabel y a su padre como para saber que sacrificar un par de caballos les sería casi tan doloroso como sacrificar todo el tronco, y pensaba lo mismo de todas las demás restricciones por demás moderadas que constituían la lista de Lady Russell.
La forma en que fueron acogidas las rígidas fórmulas de Ana es lo de menos. El caso es que Lady Russell no tuvo ningún éxito. Sus planes eran tan irrealizables como intolerables.
—¿Cómo? ¡Suprimir de golpe y porrazo todas las comodidades de la vida! ¡Viajes, Londres, criados, caballos, comida, limitaciones por todas partes! ¡Dejar de vivir con la decencia que se permiten hasta los caballeros particulares! No, antes abandonar Kellynch Hall de una vez que reducirlo a tan humilde estado.
¡Abandonar Kellynch Hall! La proposición fue en el acto recogida por el señor Shepherd, a cuyos intereses convenía una auténtica moderación del tren de gastos de Sir Walter, y quien estaba absolutamente convencido de que nada podría hacerse sin un cambio de casa. Puesto que la idea había surgido de quien más derecho tenía a sugerirla, confesó sin ambages que él opinaba lo mismo. Sabía muy bien que Sir Walter no podría cambiar de modo de vivir en una casa sobre la que pesaban antiguas obligaciones de rango y deberes de hospitalidad. En cualquier otro lugar, Sir Walter podría ordenar su vida según su propio criterio y regirse por las normas que la nueva existencia le plantease.
Sir Walter saldría de Kellynch Hall. Después de algunos días de dudas e indecisiones, quedó resuelto el gran problema de su nueva residencia y fijaron las primeras líneas generales del cambio que iba a producirse.
Había tres alternativas: Londres, Bath u otra casa de la misma comarca. Ana prefería esta última; toda su ilusión era vivir en una casita de aquella misma vecindad, donde pudiese seguir disfrutando de la compañía de Lady Russell, seguir estando cerca de María y seguir teniendo el placer de ver de cuando en cuando los prados y los bosques de Kellynch. Pero el hado implacable de Ana no habría de complacerla; tenía que imponerle algo que fuese lo más opuesto posible a sus deseos. No le gustaba Bath y creía que no le sentaría; pero en Bath se fijó su domicilio.
En un principio, Sir Walter pensó en Londres. Pero Londres no inspiraba confianza a Shepherd, y éste se las ingenió para disuadirlo de ello y hacer que se decidiera por Bath. Era aquél un lugar inmejorable para una persona de la clase de Sir Walter, y podría sostener allí un rango con menos dispendios. Dos ventajas materiales de Bath sobre Londres hicieron inclinar la balanza: no hallarse más que a quince millas de distancia de Kellynch y dar la coincidencia de que Lady Russell pasaba allí buena parte del invierno todos los años. Con gran satisfacción de ella, cuyo primer dictamen al cambiarse el proyecto fue favorable a Bath, Sir Walter e Isabel terminaron por aceptar que ni su importancia ni sus placeres sufrirían mengua por ir a establecerse a ese lugar.
Lady Russell se vio obligada a contrariar los deseos de Ana, deseos que conocía muy bien. Habría sido demasiado pedir a Sir Walter descender a ocupar una vivienda más modesta en sus propios dominios. La misma Ana hubiese tenido que soportar mortificaciones mayores de las que suponía. Había que contar además con lo que aquello habría humillado a Sir Walter; y en cuanto a la aversión de Ana por Bath, no era más que una manía y un error que provenían sobre todo de la circunstancia de haber pasado allí tres años en un colegio después de la muerte de su madre, y de que durante el único invierno que estuvo allí con Lady Russell se halló de muy mal ánimo.
La oposición de Sir Walter a mudarse a otra casa de aquellas vecindades estaba fortalecida por una de las más importantes partes del programa que tan bien acogida fuera al principio. No sólo tenía que dejar su casa, sino verla en manos de otros, prueba de resistencia que temples más fuertes que el de Sir Walter habrían sentido excesiva. Kellynch Hall sería desalojado; sin embargo, se guardaba sobre ello un hermético secreto; nada debía saberse fuera del círculo de los íntimos.
Sir Walter no podía soportar la humillación de que se supiese su decisión de abandonar su casa. Una vez el señor Shepherd pronunció —la palabra «anuncio», pero nunca más osó repetirla. Sir Walter abominaba de la idea de ofrecer su casa en cualquier forma que fuese y prohibió terminantemente que se insinuase que tenía tal propósito; sólo en el caso de que Kellynch Hall fuese solicitada por algún pretendiente excepcional que aceptase las condiciones de Sir Walter y como un gran favor, consentiría en dejarla.
¡Qué pronto surgen razones para aprobar lo que nos gusta! Lady Russell en seguida tuvo a mano una excelente para alegrarse una enormidad de que Sir Walter y su familia se alejasen de la comarca. Isabel había entablado recientemente una amistad que Lady Russell deseaba ver interrumpida. Tal amistad era con una hija de Shepherd que acababa de volver a la casa paterna con el engorro de dos pequeños hijos. Era una chica inteligente, que conocía el arte de agradar o, por lo menos, el de agradar en Kellynch Hall.
Logró inspirar a Isabel tanto cariño que más de una vez se hospedó en su mansión, a pesar de los consejos de precaución y reserva de Lady Russell, a quien esa intimidad le parecía del todo fuera de lugar.
Pero Lady Russell tenía escasa influencia sobre Isabel, y más parecía quererla porque quería quererla que porque lo mereciese. Nunca recibió de ella más que atenciones triviales, nada más allá de la observancia de la cortesía. Nunca logró hacerla cambiar de parecer.
Varias veces se empeñó en que llevasen a Ana a sus excursiones a Londres y clamó abiertamente contra la injusticia y el mal efecto de aquellos —egoístas arreglos en los que se prescindía de ella. Otras, intentó proporcionar a Isabel las ventajas de su mejor entendimiento y experiencia, pero siempre fue en vano. Isabel quería hacer su regalada voluntad y nunca lo hizo con más decidida oposición a Lady Russell que en la cuestión de su encaprichamiento por la señora Clay, apartándose del trato de una hermana tan buena, para entregar su afecto y su confianza a una persona que no debió haber sido para ella más que objeto de una distante cortesía.
Lady Russell estimaba que la condición de la señora Clay era muy inferior, y que su carácter la convertía en una compañera en extremo peligrosa. De manera que un traslado que alejaba a la señora Clay y ponía alrededor de la señorita Elliot una selección de amistades más adecuadas no podía menos que celebrarse.
Capítulo III
—Permítame observar, Sir Walter —dijo el señor Shepherd una mañana en Kellynch Hall, dejando el periódico—, que las actuales circunstancias se inclinan a nuestro favor. Esta paz traerá a tierra a todos nuestros ricos oficiales de marina. Todos necesitarán alojamiento. No podía presentársenos mejor ocasión, Sir Walter, para elegir a unos inquilinos, a unos inquilinos responsables. Se han hecho muchas grandes fortunas durante la guerra. ¡Si tropezáramos con un opulento almirante, Sir Walter…!
—Sería un hombre muy afortunado ése, Shepherd —replicó Sir Walter—; esto es todo lo que tengo que decir. Bonito botín sería para él Kellynch Hall; mejor dicho, el mejor de todos los botines. No habrá hecho muchos parecidos, ¿no lo cree usted, Shepherd?
Shepherd sabía que se tenía que reír de la agudeza, y se rió, agregando en seguida:
—Quisiera añadir, Sir Walter, que en lo que a negocios se refiere, los señores de la Armada son muy tratables. Conozco algo su manera de negociar y no tengo reparos en confesar que son muy liberales, lo que los hace más deseables como inquilinos que cualquier otra clase de gente con quien nos pudiésemos topar. Por lo tanto, Sir Walter, lo que yo— querría sugerirle es que si algún rumor trasciende su deseo de reserva (cosa que debe ser tenida por posible, pues ya sabemos lo difícil que es preservar los actos e intenciones de una parte del mundo del conocimiento y curiosidad de la otra; la importancia tiene sus inconvenientes, y yo, Juan Shepherd, puedo ocultar cualquier asunto de familia, porque nadie se tomaría la molestia de cuidarse de mí, pero Sir Walter Elliot tiene pendientes de él miradas que son muy difíciles de esquivar), yo apostaría, y no me sorprendería nada que a pesar de toda nuestra cautela se llegase a saber la verdad, en cuyo caso querría observar, puesto que sin duda alguna se nos harán proposiciones, que debemos esperarlas de alguno de nuestros enriquecidos jefes de la Armada especialmente digno de ser —atendido, y me permito añadir que en cualquier ocasión podría yo llegar aquí en menos de dos horas y evitarle a usted el trabajo de contestar personalmente.
Sir Walter sólo meneó la cabeza. Pero poco después se levantó y, paseándose por el cuarto, dijo, sarcástico:
—Me figuro que habrá pocos señores en la Armada que no se maravillen de encontrarse en una casa como ésta.
Mirarían a su alrededor, sin duda, y bendecirían su buena suerte —dijo la señora Clay, que se hallaba presente y a quien su padre había llevado con él debido a que nada le sentaba mejor para su salud que una visita a Kellynch—. Estoy de acuerdo con mi padre en creer que un marino sería un inquilino muy deseable. ¡He conocido a muchos de esa profesión, y además de su generosidad, son tan pulcros y esmerados en todo! Esos valiosos cuadros, Sir Walter, si quiere usted dejarlos, estarán perfectamente seguros. ¡Cuidarían con tanto afán de todo lo que hay dentro y fuera de la casa! Los jardines y florestas se conservarían casi en tan buen estado como están ahora. ¡No tema usted, señorita Elliot, que dejen abandonado su precioso jardín de flores!
—En cuanto a eso —replicó desdeñosamente Sir Walter—, aun suponiendo que me decidiese a dejar mi casa, no he pensado en nada que se refiera a los privilegios anexos a ella. No estoy dispuesto en favor de ningún inquilino en particular. Claro está que se le permitiría entrar en el parque, lo cual ya es un honor que ni los oficiales de la Armada ni ninguna otra clase de hombre están acostumbrados a disfrutar; pero las restricciones que puedo imponer en el uso de los terrenos de recreo son otra cosa. No me hago a la idea de que alguien se acerque a mis plantíos y aconsejaría a la señorita Elliot que tomase sus precauciones con respecto a su jardín de flores. Me siento muy poco proclive a hacer ninguna concesión extraordinaria a los arrendatarios de Kellynch Hall, se lo aseguro a usted, tanto si son marinos como si son soldados.
Después de una breve pausa, Shepherd se aventuró a decir:
—En todos estos casos hay costumbres establecidas que lo allanan y facilitan todo entre el dueño y el inquilino. Sus intereses, Sir Walter, están en muy buenas manos. Puede estar usted tranquilo; me cuidaré muy bien de que ningún nuevo habitante goce de más derechos de los que le correspondan en justicia. Me atrevo a insinuar que Sir Walter Elliot no pone en sus propios asuntos ni la mitad del celo que pone Juan Shepherd.
Al llegar a este punto, Ana terció:
—Creo que los marinos, que tanto han hecho por nosotros, tienen los mismos derechos que cualquier otro hombre a las comodidades y los privilegios que todas las casas pueden proporcionar. Debemos permitirles el bienestar por el que tan duramente han trabajado.
—Muy cierto, en efecto. Lo que dice la señorita Ana es muy cierto —apoyó el señor Shepherd.
—¡Ya lo creo! —agregó su hija.
Pero Sir Walter replicó poco después:
—Esa profesión tiene su utilidad, pero lamentaría que cualquier amigo mío perteneciese a ella.
—¡Cómo! —exclamaron todos muy sorprendidos.
—Sí, esa carrera me disgusta por dos motivos; tengo dos poderosos argumentos. El primero es que da ocasión a gente de humilde cuna a encumbrarse hasta posiciones indebidas y alcanzar honores que nunca habrían soñado sus padres ni sus abuelos. Y el segundo es que destruye de un modo lamentable la juventud y el vigor de los hombres; un marino se vuelve viejo más pronto que cualquier otro hombre. Lo he observado toda mi vida. Un hombre corre el riesgo en la Marina de ser insultado por el ascenso de otro a cuyo padre hubiese desdeñado dirigir la palabra el padre del primero, y de convertirse prematuramente en un guiñapo, cosa que no sucede en ninguna otra profesión. Un día de la pasada primavera, en la ciudad, estuve en compañía de dos hombres cuyo ejemplo me impresionó tanto que por eso lo digo: Lord St. Ives, a cuyo padre hemos conocido todos cuando era un simple pastor rural que no tenía ni pan que llevarse a la boca. Tuve que ceder el paso a Lord St. Ives y a un cierto almirante Baldwin, el sujeto peor trazado que puedan ustedes imaginar: con la cara de color caoba, tosca y peluda en extremo, surcada de líneas y de arrugas, con nueve pelos grises a un lado de la cabeza y nada más que una mancha de polvos en la coronilla. «¡Por Dios!, ¿quién es ese vejete?», pregunté a un amigo mío que estaba allí cerca (Sir Basil Morley). «¿Cómo que vejete?», exclamó Sir Basil. «Es el almirante Baldwin. ¿Qué edad cree usted que tiene?»; yo respondí que sesenta o sesenta y dos años. «Cuarenta», replicó Sir Basil, «cuarenta solamente». Figúrense mi estupor; no olvidaré tan fácilmente al almirante Baldwin. Jamás vi una muestra tan lastimosa de lo que puede hacer el andar viajando por los mares. Me consta que, en mayor o menor grado, a todos los marinos les sucede lo mismo. Siempre andan golpeados, expuestos a todos los climas y a todos los tiempos, hasta que ya no se les puede ni mirar. Es una lástima que no reciban un golpe en la cabeza de una vez antes de llegar a la edad del almirante Baldwin.
—No tanto, Sir Walter —exclamó la señora Clay—; eso es demasiado severo. Un poco de compasión para esos pobres hombres. No todos hemos nacido para ser hermosos. Es cierto que el mar no embellece, y que los marinos envejecen antes de tiempo; lo he observado a menudo; pierden en seguida su aspecto juvenil. Pero ¿acaso no sucede lo mismo con muchas otras profesiones, tal vez con la mayoría? Los soldados en servicio activo no acaban mucho mejor; y hasta en las profesiones más tranquilas hay un desgaste y un esfuerzo del pensamiento, cuando no del cuerpo, que raras veces sustraen el aspecto del hombre de los efectos naturales del tiempo. Los afanes del abogado consumido por las preocupaciones de sus pleitos; el médico que se levanta de la cama a cualquier hora y que trabaja, llueva, truene o relampaguee; y hasta el clérigo… —se detuvo un momento para pensar qué podría decir del clérigo— y hasta el clérigo, ya sabe usted, que se ve en la obligación de acudir a viviendas infectas y a exponer su salud y su físico a las injurias de una atmósfera envenenada. En otras palabras, estoy absolutamente convencida de que todas las profesiones son a la vez necesarias y honrosas; sólo los pocos que no necesitan ejercer ninguna pueden vivir de un modo regular, en el campo, disponiendo de su tiempo como se les antoja, haciendo lo que les da la gana y morando en sus propiedades, sin el tormento de tener que ganarse el pan. Como digo, esos pocos son los únicos que pueden gozar de los dones de la salud y del buen ver hasta el máximo. No conozco otro género de hombres que no pierdan algo de su personalidad al dejar atrás la juventud.
Parecía que el señor Shepherd, con su afán de inclinar la voluntad de Sir Walter hacia un oficial de la Marina, para inquilino, había sido dotado con la facultad de la adivinación, pues la primera solicitud recibida procedió de un tal almirante Croft, a quien conociera poco después en las sesiones de la Audiencia de Taunton y que le había mandado avisar por medio de uno de sus corresponsales de Londres. Según las referencias que se apresuró a llevar a Kellynch, el almirante Croft era oriundo de Somersetshire y dueño de una respetable fortuna, y deseando establecerse en tierra, había ido a Taunton para ver algunas de las casas anunciadas, las que no fueron de su agrado. Por casualidad se enteró de que Kellynch Hall iba a ser desalojado —pues ya Shepherd había predicho que los asuntos de Sir Walter no podrían permanecer en secreto— y, sabiendo que Shepherd tenía que ver con el propietario, se hizo presentar a él con objeto de requerir datos concretos. En el curso de una grata y prolongada conversación manifestó por el lugar una inclinación todo lo decidida que podía ser en vista de que sólo lo conocía por las descripciones. Por las explícitas noticias de sí mismo que le dio al señor Shepherd, podía tenérsele por hombre digno de la mayor confianza y de ser aceptado como inquilino.
—¿Y quién es ese almirante Croft? preguntó Sir Walter en tono de frío recelo.
El señor Shepherd le informó que pertenecía a una familia de caballeros y nombró el lugar de donde eran naturales. Siguió una breve pausa y Ana agregó:
—Es un contralmirante. Estuvo en la batalla de Trafalgar y pasó luego a las Indias Orientales, donde permaneció, según creo, varios años.
—Si es así, doy por descontado —observó Sir Walter— que tiene la cara anaranjada como las bocamangas y cuellos de mis libreas.
El señor Shepherd se dio prisa en asegurarle que el almirante Croft era un hombre sano, cordial y de buena presencia; algo atezado, naturalmente, por los vendavales, pero no demasiado; un perfecto caballero en sus principios y costumbres y nada exigente en lo tocante a las condiciones. Lo único que quería era tener una vivienda cómoda lo antes posible; sabía que tendría que pagarse el gusto y no se le ocultaba que una casa lista y amueblada de aquel modo le costaría una buena suma, por lo que no se extrañaría que Sir Walter le pidiese más dinero. Preguntó por el propietario y dijo que le gustaría presentarse, desde luego, aunque sin insistir sobre este punto. Agregó que a veces tomaba una escopeta, pero que nunca era para matar. En fin, se trataba de todo un caballero.
El señor Shepherd derrochó elocuencia sobre el particular, señalando todas las circunstancias relativas a la familia del almirante que lo hacían particularmente deseable como inquilino. Era casado pero no tenía hijos; el estado ideal. El señor Shepherd observaba que una casa nunca está bien cuidada sin una señora; no sabía si el mobiliario corría mayor peligro no habiendo señora que habiendo niños. Una señora sin hijos era la mejor garantía imaginable para la conservación de los muebles. En Taunton vio a la señora Croft con el almirante, y estuvo presente mientras ellos trataron del asunto.
—Parece una señora muy bien hablada, fina y discreta —siguió diciendo Shepherd—. Hizo más preguntas acerca de la casa, de las condiciones y de los impuestos que el mismo almirante; creo que es más experta que él en los negocios. Y además, Sir Walter, descubrí que ni ella ni su marido son extraños en esta comarca, pues sabrá usted que ella es hermana de un caballero que vivió pocos años atrás en Monkford. ¡Ay, caramba!, ¿cómo se llamaba? En este momento no puedo recordar su nombre, a pesar de que hace poco lo he oído. Penélope, querida, ayúdame, ¿recuerdas tú el nombre del señor que vivió en Monkford, el hermano de la señora Croft?
Pero la señora Clay hablaba tan animadamente con la señorita Elliot, que no oyó la pregunta.
—No tengo idea de a quién puede usted referirse, Shepherd; no recuerdo a ningún caballero residente en Monkford desde los tiempos del viejo gobernador Trent.
—¡Caramba, qué fastidio! A este paso pronto voy a olvidar mi propio nombre. ¡Un nombre con el que estoy tan familiarizado! Conozco al señor como conozco mis propias manos; lo he visto cientos de veces; recuerdo que en una ocasión vino a consultarme acerca de un atropello de que le hizo víctima uno de sus vecinos: un labriego que entró en su huerto saltando por la tapia, para robarle unas manzanas y que fue cogido in fraganti. Luego, contra mi parecer, el hecho fue resuelto por amigables componedores. ¡Qué cosa más rara!
Se hizo una pausa y Ana apuntó:
—¿Se refiere usted al señor Wentworth?
Shepherd se deshizo en alardes de gratitud.
—¡Wentworth! ¡Claro que sí! Al señor Wentworth me estaba refiriendo. Tuvo el curato de Monkford, ¿sabe usted, Sir Walter?, durante dos o tres años. Vino hacia el año 5, eso es. Estoy seguro de que lo recuerdan ustedes.
—¿Wentworth? ¡Acabáramos! El párroco de Monkford. Me desorientó usted dándole el tratamiento de caballero. Pensé que hablaba usted de algún propietario. Ese señor Wentworth no era nadie, ya recuerdo. Completamente desconocido, sin ninguna relación con la familia de Strafford. No puede uno menos que extrañarse al ver tan vulgarizados muchos de nuestros nombres más ilustres.
Cuando el señor Shepherd se dio cuenta de que este parentesco de los Croft no impresionaba a Sir Walter favorablemente, la dejó de lado y volvió con el mayor celo a insistir en las otras circunstancias más convincentes. La edad, el número y la fortuna de los componentes de la familia Croft; el alto concepto que tenían de Kellynch Hall y su extremado empeño en arrendarlo; hasta tal punto que no parecía sino que para ellos no había en esta tierra más felicidad que la de llegar a ser inquilinos de Sir Walter Elliot, lo cual suponía por cierto un gusto extraordinario, que les hacía acreedores a que Sir Walter les considerase dignos de ello.
El arrendamiento se llevó a efecto. No obstante Sir Walter miraba con muy malos ojos a cualquier aspirante a habitar en su casa, y que lo habría considerado infinitamente beneficiado permitiéndole alquilarla en condiciones leoninas, se vio forzado a consentir en que el señor Shepherd procediese a cerrar el trato, autorizándolo a visitar al almirante Croft, que aún residía en Taunton, para fijar el día en que verían la casa.
Sir Walter no era muy listo, pero tenía la suficiente experiencia de las cosas para comprender que difícilmente podía presentársele un inquilino menos objetable en todo lo esencial que el almirante Croft. Su entendimiento no llegaba a más, y su vanidad encontraba cierto halago adicional en la posición del almirante, que era todo lo elevada que se requería, pero no demasiado. «He alquilado mi casa al almirante Croft» era una afirmación altisonante; mucho mejor que decir a cualquier señor X. Un señor X (salvo, quizás, una media docena de nombres de la nación) siempre necesita una explicación. La importancia de un almirante se explica por sí misma y, al mismo tiempo, nunca puede mirar a un baronet por encima del hombro. En todo momento Sir Walter Elliot tendría la preeminencia.
Nada podía hacerse sin que lo supiera Isabel; pero su inclinación a cambiar de lugar iba siendo tan decidida que le encantó el que ya estuviese fijado y resuelto con un inquilino a mano, por lo que se guardó muy bien de pronunciar una sola palabra que pudiese suspender el acuerdo.
Se invistió al señor Shepherd de omnímodos poderes y tan pronto como quedó todo ultimado, Ana, que había escuchado sin perderse palabra, salió de la habitación en busca del alivio del aire fresco para sus encendidas mejillas; y mientras paseaba por su arboleda favorita, dijo con un dulce suspiro:
—Unos meses más y quizá él se pasee por aquí.
Capítulo IV
El no era el señor Wentworth, el otrora párroco de Monkford, a pesar de lo que hayan podido dictar las apariencias, sino el capitán Federico Wentworth, hermano del primero, que fuera ascendido a comandante a raíz de la acción de Santo Domingo. Como no lo destinaron de inmediato, fue a Somersetshire en el verano de 1806, y, muertos sus padres, vivió en Monkford durante medio año. En aquel tiempo era un joven muy apuesto, de inteligencia destacada, ingenioso y brillante. Ana era una muchacha muy bonita, gentil, modesta, delicada y sensible. Con la mitad de los atractivos que poseía cada uno por su lado había bastante para que él no tuviese que esforzarse para— conquistarla y para que ella difícilmente pudiese amar a alguien más. Pero la coincidencia de tan generosas circunstancias había de dar frutos. Poco a poco fueron conociéndose y se enamoraron el uno del otro rápida y profundamente. ¿Cuál de los dos vio más perfecciones en el otro?, ¿cuál de los dos fue más feliz: ella, al escuchar su declaración y sus proposiciones, o él, cuando ella las aceptó?
Siguió un período de felicidad exquisita, aunque muy breve. No tardaron en surgir los sinsabores. Sir Walter, al enterarse del romance, no dio su consentimiento ni dijo si lo daría alguna vez; pero su negativa quedó de manifiesto por su gran asombro, su frialdad y su declarada indiferencia respecto de los asuntos de su hija. Consideraba aquella unión degradante; y Lady Russell, a pesar de que su orgullo era más templado y más perdonable, la tuvo también por una verdadera desdicha.
¡Ana Elliot, con todos sus títulos de familia, bella e inteligente, malograrse a los diecinueve años; comprometerse en un noviazgo con un joven que no tenía para abonarle a nadie más que a sí mismo, sin más esperanzas de alcanzar alguna distinción que la que proporcionan los azares de una carrera de las más inciertas, y sin relaciones que le asegurasen un ulterior encumbramiento en aquella profesión! ¡Era un desatino que sólo pensarlo la horrorizaba! ¡Ana Elliot, tan joven, tan inexperta, atarse a un extraño sin posición ni fortuna; mejor dicho, hundirse por su culpa en un estado de extenuante dependencia, angustiosa y devastadora! No debía ser, si la intervención de la amistad y de la autoridad de quien era para ella como una madre y que tenía sus derechos podían evitarlo.
El capitán Wentworth no tenía bienes. Había sido afortunado en su carrera, pero gastó liberalmente lo que con igual liberalidad había recibido y no conservó nada. No obstante, confiaba en ser rico pronto. Lleno de fuego y de vida, sabía que pronto podría tener un barco y que a poco andar llegaría el tiempo en que podría disponer de cuanto se le antojase. Siempre fue hombre de suerte y sabía que seguiría siéndolo. Esta confianza, poderosa por su mismo entusiasmo y hechicera por el talento con que solía expresarla, a Ana le bastaba; pero Lady Russell lo veía de otra manera. El temperamento sanguíneo y la atrevida fantasía de Wentworth operaban en ella de un modo del todo distinto. Le parecía que no hacían más que agravar el mal y añadir a los inconvenientes de Wentworth el de un carácter peligroso. Era un hombre brillante y testarudo. A Lady Russell le gustaba muy poco el ingenio, y cualquier cosa que se aproximase a la temeridad le causaba horror. Así, pues, las relaciones de Ana con Wentworth le parecían reprobables desde todo punto de vista.
Semejante oposición y los sentimientos que provocaba superaban las fuerzas de Ana; con su juventud y su gentileza todavía hubiese podido hacer frente a la malquerencia de su padre; pero la firme opinión y las dulces maneras de Lady Russell, a la que siempre había querido y obedecido, no podían asediarla siempre en vano. Se convenció de que aquel noviazgo era una cosa disparatada, indiscreta, impropia, que difícilmente podría dar buen resultado y que no convenía. Pero al romper el compromiso no actuó sólo inducida por una egoísta cautela. Si no hubiera creído que lo hacía en bien de Wentworth más que en el suyo propio, no sin dificultad habría podido despedirlo. Se imaginó que su prudencia y renunciación redundaban sobre todo en beneficio del capitán, y éste fue su mayor consuelo en medio del dolor de aquella ruptura definitiva. Precisó de todos los consuelos, pues por si su pena fuese poca, tuvo que soportar también la de él, que no se dio por convencido en absoluto y permaneció inflexible, herido en sus sentimientos al obligársele a aquel abandono. A causa de ello se alejó de la comarca.
En pocos meses tuvo lugar el principio y el fin de sus relaciones. Pero Ana no dejó en pocos meses de sufrir. Su amor y sus remordimientos le impidieron por mucho tiempo gozar de los placeres de la juventud, y la temprana pérdida de su frescura y animación le dejaron impresa una huella que no se borraría.
Más de siete años habían pasado ya desde el final de esa pequeña historia de mezquinos intereses. El tiempo había suavizado mucho y casi apagado del todo el amor del capitán; pero Ana no había encontrado más lenitivo que el del tiempo. Ningún cambio de lugar, excepto una visita a Bath poco después de la ruptura, ni ninguna novedad o ampliación en sus relaciones sociales le ayudaron a olvidar. No entró nadie en el círculo de Kellynch que pudiese compararse con Federico Wentworth tal como ella lo recordaba. Ningún otro cariño, que hubiese sido la única cura en verdad natural, eficaz y suficiente a su edad, fue posible, dadas las exigencias de su buen discernimiento y lo amargado de su gesto, en los estrechos límites de la sociedad que la rodeaba. Al frisar en los veintidós años le solicitó que cambiase de nombre un joven que poco después encontró una mejor disposición en su hermana menor. Lady Russell lamentó que hubiera rehusado, pues Carlos Musgrove era el primogénito de un señor que en propiedades y significación no cedía en la comarca más que a Sir Walter; y poseía, además, muy buenos aspecto y carácter. Lady Russell hubiese aspirado a algo más cuando Ana tenía diecinueve años, pero ya a los veintidós le habría encantado verla alejada de un modo tan honorable de la parcialidad e injusticia de su casa paterna, y establecida para siempre a su vera. Pero esta vez Ana no hizo caso de los consejos ajenos. Y aunque Lady Russell, tan satisfecha como siempre de su propia discreción, nunca pensaba en rectificar el pasado, empezaba ahora a sentir un ansia que rayaba en la desesperación, de que Ana fuese invitada por un hombre hábil e independiente a entrar en un estado para el cual la creía particularmente dotada por su ardiente afectividad y sus inclinaciones hogareñas.
Ni la una ni la otra sabían si sus opiniones respecto al punto fundamental de la existencia de Ana habían cambiado o persistían, porque no volvieron a hablar de aquel asunto; pero Ana, a los veintisiete años, pensaba de muy distinta manera que a los diecinueve. Ni censuraba a Lady Russell ni se censuraba a sí misma por haberse dejado guiar por ella; pero sentía que si cualquier jovencita en similar situación hubiese acudido a ella en busca de consejo, de seguro no se habría llevado ninguno que le acarrease tan cierta desdicha de momento y tan incierta felicidad futura. Estaba convencida de que a pesar de todas las desventajas y oposiciones de su casa, de todas las zozobras inherentes a la profesión de Wentworth y de todos los probables temores, dilaciones y disgustos, habría sido mucho más feliz manteniendo su compromiso de lo que lo había sido sacrificándolo. Y eso se podía aplicar, estaba cierta de ello, a la mayor parte de tales solicitaciones y dudas, aunque sin referirse a los actuales resultados de su caso, pues sucedió que podía haberle procurado una prosperidad más pronto de lo que razonablemente se hubiera calculado. Todas las sanguíneas esperanzas de Wentworth y toda su fe habían quedado justificadas. Parecía que su genio y su ánimo habían previsto y dirigido su próspero camino. Muy poco después de la ruptura, Wentworth consiguió una plaza; y todo lo que dijo que Ocurriría ocurrió. Su distinguida actuación le valió un rápido ascenso, y a la sazón, gracias a sucesivas capturas, debía haber hecho una buena fortuna. Ana no podía saberlo más que por las listas navales y los periódicos, pero no podía dudar de que fuese rico y, en razón de su constancia, no podía creer que se hubiese casado.
¡Cuán elocuente pudo haber sido Ana Elliot —y cuán elocuentes fueron al fin y al cabo sus deseos en favor de un temprano y caluroso afecto y de una gozosa fe en el porvenir contra aquellas exageradas precauciones que parecían insultar el esfuerzo propio y desconfiar de la Providencia! La obligaron a ser prudente en su juventud y con la edad se volvía romántica, obligada consecuencia de un inicio antinatural.
Con todas estas circunstancias, recuerdos y sentimientos, no podía oír decir que la hermana del capitán Wentworth viviría a lo mejor en Kellynch sin que su antiguo dolor se reavivase. Y fueron necesarios muchos paseos solitarios y muchos suspiros para calmar la agitación que dicha idea le producía. A menudo se dijo que era una insensatez, antes de haber apaciguado sus nervios lo bastante para resistir sin peligro las continuas discusiones acerca de los Croft y de sus asuntos. La ayudaron, no obstante, la perfecta indiferencia y la aparente inconsciencia de los tres únicos amigos que estaban al tanto de lo pasado, y que parecían haberlo olvidado por completo. Reconocía que los motivos de Lady Russell fueron más nobles que los de su padre y su hermana, y justificaba su tranquilidad; y, por lo que pudiese suceder, era preferible que todos hubiesen borrado de sus mentes lo ocurrido. En caso de que los Croft arrendasen realmente Kellynch Hall, Ana se alegraba de nuevo con una convicción que siempre le había sido grata: que lo pasado no era conocido más que por tres de sus familiares a los que creía no se les había escapado la más mínima indiscreción, y con la certeza de que entre los de él, sólo el hermano con quien Wentworth vivió tuvo alguna información de sus breves relaciones. Ese hermano hacía mucho tiempo que había sido trasladado, y como era un hombre delicado y además soltero, Ana estaba segura de que no habría dicho nada de ello a nadie.
Su hermana, la señora Croft, había estado fuera de Inglaterra, acompañando a su marido en unos viajes por el extranjero. Su propia hermana María estaba en la escuela al ocurrir los hechos, y el orgullo de unos y la delicadeza de otros nunca permitirían que se supiese nada.
Con estas seguridades, Ana esperaba que su relación con los Croft, que anticipaba el hecho de estar aún en Kellynch Lady Russell y María sólo a tres millas de allí, no ocasionaría ningún contratiempo.
Capítulo V
La mañana fijada para que el almirante Croft y su señora visitasen Kellynch Hall, a Ana le pareció más natural dar su acostumbrado paseo hasta la casa de Lady Russell y quedarse allí hasta que la visita hubiese concluido. Aunque luego le pareciera igualmente natural lamentar haberse perdido la ocasión de conocerlos.
Esta entrevista de las dos partes resultó muy satisfactoria y con ella se dejó el negocio definitivamente resuelto. Ambas señoras estaban dispuestas de antemano a llegar a un acuerdo y, por lo tanto, ninguna de las dos vio en la otra más que buenos modales. Entre los caballeros hubo tanta cordialidad, buen humor, franqueza, sinceridad y liberalidad por parte del almirante, que Sir Walter quedó conquistado, aunque las seguridades que Shepherd le había dado de que el almirante lo tenía por un dechado de buena educación, gracias a las referencias que él le había entregado, lo halagaron y lo inclinaron a hacer gala de su mejor y más cortés compostura.
La casa, los terrenos y el mobiliario fueron aprobados; los Croft fueron también aprobados, y las condiciones y plazo, cosas y personas, quedaron arreglados. El escribiente del señor Shepherd se sentó a trabajar sin que hubiese ni una mínima diferencia preliminar que modificar en todo lo que «este contrato establece…»
Sir Walter declaró sin vacilar que el almirante era el marino más apuesto que había visto nunca, y llegó hasta decir que si su propio criado le hubiera ordenado un poco el pelo no se habría avergonzado de que lo viesen con él en cualquier parte. El almirante, con simpática cordialidad, comentó a su esposa, mientras paseaban por el parque:
—Estoy pensando, querida, que a pesar de todo lo que nos contaron en Taunton, nos hemos entendido muy pronto. El baronet no es nada del otro mundo, pero no parece un mal hombre.
Estos cumplidos recíprocos dejan a la vista que ambos hombres habían formado el uno del otro el mismo concepto poco más o menos.
Los Croft debían tomar posesión de la casa por San Miguel y Sir Walter propuso trasladarse a Bath en el curso del mes precedente, de modo que no había tiempo que perder en hacer los preparativos de la mudanza.
Lady Russell, convencida de que no se permitiría a Ana tener ni voz ni voto en la elección de la casa que iban a tomar, sintió mucho verse separada tan pronto de ella e hizo todo lo posible por que se quedase a su lado hasta que fuesen ambas a Bath pasadas las Navidades. Pero unos compromisos, que la retuvieron fuera de Kellynch varias semanas, le impidieron insistir en su invitación todo lo que hubiese querido. Y Ana, aunque temía los posibles calores de septiembre en la blanca y deslumbrante Bath y la apesadumbraba renunciar a la dulce y melancólica influencia de los meses otoñales en el campo, pensó que, bien mirado, no deseaba quedarse. Sería mejor y más prudente, y por lo tanto la haría sufrir menos, irse con los otros.
No obstante ocurrió algo que dio a sus ideas un giro inesperado. María, que estaba a menudo algo delicada, siempre ocupada en sus propias lamentaciones, y que tenía la costumbre de acudir a Ana en cuanto le pasaba algo, se hallaba indispuesta. Previendo que no tendría un día bueno en todo el otoño, le rogó, o mejor dicho le exigió, pues a decir verdad no podía llamarse a eso un ruego, que fuese a su quinta de Uppercross para hacerle compañía todo el tiempo que la necesitase en vez de irse a Bath.
—No puedo hacer nada sin Ana —argüía María.
E Isabel replicaba:
—Pues, siendo así, estoy segura de que Ana hará mejor en quedarse, porque en Bath no hace la menor falta.
Ser solicitada como algo útil, aunque sea en una forma impropia, vale más, al fin y al cabo, que ser rechazada como algo inútil. Y Ana, contenta de que la considerasen necesaria y de tener que cumplir algún deber; segura además de que lo cumpliría con alegría en el escenario de su propia y querida comarca, accedió sin dilación a quedarse.
Esta invitación de María allanó todas las dificultades de Lady Russell; y, por consiguiente, se acordó que Ana no iría a Bath hasta que Lady Russell la acompañase y que, entretanto, distribuiría su tiempo entre la quinta de Uppercross y la casita de Kellynch.
Hasta aquí todo iba a pedir de boca; pero a Lady Russell le faltó poco para desmayarse cuando se enteró del disparate que entrañaba una de las partes del plan de Kellynch Hall y que consistía en lo siguiente: la señora Clay sería invitada a ir a Bath con Sir Walter e Isabel en calidad de importante y valiosa ayuda para esta última en todos los trabajos que les esperaban. Lady Russell sentía muchísimo que hubiesen recurrido a tal medida; la asombraba, la afligía y la asustaba. Y la afrenta que significaba para Ana el hecho de que la señora Clay fuese tan necesaria mientras ella no servía para nada, era una agravante aún más penosa.
Ana ya estaba acostumbrada a ese género de afrentas; pero sintió la imprudencia de aquella decisión tan agudamente como Lady Russell. Dotada de una gran capacidad de serena observación y con un conocimiento tan profundo del carácter de su padre, que a veces hubiera preferido no tener, se daba cuenta de que era más que probable que aquella intimidad tuviese serias consecuencias para su familia. No podía creer que a su padre se le ocurriese por el momento nada semejante. La señora Clay era pecosa, tenía un diente salido y las muñecas gruesas, cosas que Sir Walter criticaba severa y constantemente cuando ella no estaba presente; pero era joven y muy bien parecida en conjunto, y su sagacidad y asiduas y agradables maneras le daban un atractivo muchísimo más peligroso que el que pudiese tener una persona meramente agraciada. Ana estaba tan impresionada por el grado de aquel peligro, que creyó indispensable tratar de hacérselo ver a su hermana. No esperaba grandes resultados, pero pensaba que Isabel, quien, si la catástrofe se producía, sería más digna de compasión que ella, no podría reprocharle en modo alguno el no haberla puesto sobre aviso.
Le habló, pero, al parecer, lo único que logró fue ofenderla. Isabel no pudo comprender cómo le había pasado por la mente tan absurda sospecha, y le contestó, indignada, que cada cual sabe muy bien cuál es el lugar que ocupa.
—La señora Clay —dijo acaloradamente— nunca olvida quién es; y como yo estoy mucho mejor enterada de sus sentimientos que tú, puedo asegurarte que sus ideas sobre el matrimonio son discretas, y que reprueba la desigualdad de condición y de rango con más energía que muchas otras personas. En cuanto a papá, no puedo admitir, en verdad, que él, que ha permanecido viudo tanto tiempo en atención a nosotras, tenga que pasar ahora por esta sospecha. Si la señora Clay fuese una mujer muy hermosa, te concedo que no estaría bien que anduviese demasiado conmigo; no porque haya nada en el mundo, estoy segura, que indujese a papá a hacer un matrimonio degradante, sino porque eso podría hacerlo desgraciado. ¡Pero la pobre señora Clay, que, con todos sus méritos, nunca ha sido ni pasablemente bonita! Creo en verdad que la pobre señora Clay puede estar aquí bien a salvo. ¡Cualquiera diría que nunca has oído hablar a papá de sus defectos, y lo has oído cincuenta veces!, ¡con aquel diente y aquellas pecas! A mí las pecas no me disgustan tanto como a él; conocí a una persona que tenía la cara no del todo desfigurada por unas cuantas, pero papá las detesta. Ya debes haberle oído comentar las pecas de la señora Clay.
—Rara vez se encuentra un defecto personal —repuso Ana— que la simpatía no nos haga olvidar poco a poco.
—Pues yo no pienso lo mismo —replicó Isabel vivamente—. La simpatía puede sobreponerse a unos rasgos hermosos, pero nunca puede cambiar los vulgares. Sea como sea, y ya que estoy más enterada de este asunto que nadie, puedes ahorrarte tus advertencias.
Ana había cumplido con su deber y se alegraba de ello, sin desesperar del todo de su eficacia. Isabel se sintió molesta con la sospecha, pero en lo sucesivo estaría más atenta.
El último servicio de la carroza de cuatro caballos fue conducir a Sir Walter, a la señorita Elliot y a la señora Clay a Bath. Los viajeros partieron animadísimos. Sir Walter dispensó condescendientes saludos a los afligidos arrendatarios y labriegos, a quienes se había avisado para que fuesen a despedirlo. Y Ana se encaminó con una especie de tranquilidad desolada a la casita donde iba a pasar su primera semana.
Su amiga no estaba de mejor humor que ella. Lady Russell sentía con gran intensidad el trasplante de la familia. Su respetabilidad le era tan cara como la suya propia, y su cotidiano intercambio con los Elliot se le había hecho indispensable con la costumbre. La entristecía verlos abandonar aquellas tierras y más aún pensar que iban a dar a otras manos. Para huir de la soledad y de la melancolía de aquel lugar tan cambiado y no presenciar la llegada del almirante Croft y de su mujer, determinó ausentarse de su casa e ir a buscar a Ana a Uppercross. Acordaron las dos que partirían de allí, y Ana se instaló en la quinta que sería la primera etapa del viaje de Lady Russell.
Uppercross era un pueblo relativamente pequeño que pocos años antes aún conservaba —todo el viejo estilo inglés.
Ana había estado allí varias veces. Conocía los caminos de Uppercross tan bien como los de Kellynch. Las dos familias estaban juntas tan constantemente y tenían tal costumbre de entrar y salir de una y otra casa a todas horas, que se llevó una sorpresa al encontrar a María sola. Estar sola y sentirse enferma y malhumorada eran casi la misma cosa para ella. Aunque de mejor condición que su hermana mayor, María no tenía ni el entendimiento ni el buen carácter de Ana. Mientras se encontraba bien y se sentía feliz y agasajada, estaba de muy buen talante y animadísima; pero cualquier indisposición la hundía por completo; no tenía recursos para la soledad; y habiendo heredado una parte considerable de la presunción de los Elliot, estaba muy dispuesta a añadir a sus otras congojas la de creerse abandonada y maltratada. Físicamente era inferior a sus dos hermanas, e incluso cuando estaba en lo mejor de su edad no llegó a ser más que regularcilla. Estaba tendida en el desvencijado sofá del amable saloncillo cuyo mobiliario elegante en un tiempo había ido desluciéndose bajo la acción de cuatro veranos y dos niños. Cuando vio aparecer a Ana la recibió, diciéndole:
¡Vamos! ¡Por fin llegaste! Ya empezaba a creer que no te volvería a ver. Estoy tan enferma que apenas puedo hablar. ¡No he visto a nadie en toda la mañana!
—Siento que no te encuentres bien —repuso Ana—. ¡Pero si el jueves me mandaste decir que estabas como una rosa!
—Sí, saqué fuerzas de flaqueza, como hago siempre. Pero no me sentía bien ni mucho menos, y creo que nunca en mi vida he estado tan mal como esta mañana. No estoy en situación de que se me deje sola. Supónte que me diese algo horrible de repente y que no fuese capaz ni de tirar de la campanilla. Lady Russell no debe salir de su casa. Me parece que en todo el verano ha venido tres veces a esta casa.
Ana dijo lo que hacía a propósito y preguntó luego a María por su marido.
—¡Ah! Carlos se fue de caza. No lo he visto desde las siete. Se ha querido marchar, a pesar de que le dije lo enferma que estaba. Respondió que no estaría mucho fuera, pero todavía no ha regresado y ya es casi la una. Es lo que te decía, no he visto un alma en toda esta larguísima mañana.
—¿No has estado con tus niños?
—Sí, mientras he podido soportar su bullicio; pero son tan traviesos que me hacen más mal que bien. Carlitos no obedece en nada y Walter crece igual de malo.
—Bueno; ahora te pondrás mejor —replicó Ana jovialmente—. Ya sabes que siempre te curo en cuanto llego. ¿Cómo están tus vecinos de la Casa Grande?
—No puedo decirte nada de ellos. Hoy no he visto más que al señor Musgrove, que se ha detenido un momento y me ha hablado por la ventana, pero sin bajar del caballo. Por mucho que les dije lo mal que estaba, ninguno de ellos se me acercó. Me figuro que habrá sido porque a las señoritas Musgrove no les venía de paso y nunca se salen de su camino.
—Tal vez los veas antes de que pase la mañana. Es temprano todavía.
—Ni falta que me hacen, puedes estar segura. Encuentro que charlan y ríen demasiado. ¡Ay, Ana, qué mal estoy! ¿Cómo no viniste el jueves?
Querida María, acuérdate de que me mandaste decir que estabas bien. Me escribiste con la mayor alegría diciéndome que te hallabas perfectamente y que no me diera prisa en venir. Por ello quise quedarme hasta el final con Lady Russell; y además del cariño que le tengo, estuve tan ocupada, y he tenido tanto que hacer que de ninguna manera hubiese podido salir antes de Kellynch.
—Pero ¿qué es lo que tuviste que hacer?
—Muchísimas cosas, te lo aseguro. Más de las que puedo recordar en este momento, pero voy a decirte algunas. Hice un duplicado del catálogo de libros y cuadros de mi padre. Estuve varias veces en el jardín con Mackenzie, tratando de entender y dándole a entender a él cuáles eran las plantas de Isabel que debían apartarse para Lady Russell. Tuve que arreglar muchas pequeñas cosas mías: libros y música que separar; y tuve que rehacer todos mis baúles, debido— a que no supe a tiempo lo que se había decidido acerca de los acarreos. Y tuve que hacer una cosa, María, más fatigosa aún: ir a casi todas las casas de la parroquia en visita de despedida, pues así me lo encargaron. Todas estas cosas llevan mucho tiempo.
—¡Sin duda!
Y después de una pausa:
Pero no me has preguntado nada de nuestra cena de ayer en casa de los Poole.
—¿Conque fuiste? No te pregunté nada porque me figuré que habías tenido que renunciar a la invitación.
—Claro que fui. Ayer me encontraba muy bien; no he sentido nada hasta esta mañana. Habría parecido muy raro si no hubiese ido.
—Me alegro de que estuvieses lo bastante bien y supongo que pasaste un rato muy agradable.
—Nada del otro mundo. Siempre se sabe de antemano lo que va a ser una cena y a quiénes vas a encontrar allí. ¡Y es tan incómodo no tener coche propio! Los señores Musgrove me llevaron en el suyo y anduvimos como sardinas en lata ¡Son tan corpulentos y ocupan tanto espacio! El señor Musgrove siempre se sienta delante. Yo iba aplastada en el asiento trasero entre Enriqueta y Luisa. No me extrañaría que toda mi enfermedad de hoy se debiera a eso.
Con un poco más de perseverante paciencia y de forzada jovialidad consiguió Ana que María se restableciese prontamente. Al poco rato ya pudo incorporarse en el sofá y empezó a acariciar la esperanza de poder dejarlo para la hora de la comida. Luego olvidó su postración y se fue al otro extremo del salón para arreglar un ramo de flores. Se comió unos fiambres y se sintió tan aliviada que propuso ir a dar un paseo.
—¿Adónde iremos? preguntó en cuanto estuvieron listas—. Me imagino que no querrás ir a visitar a los de la Casa Grande antes de que ellos hayan venido a verte.
—No tengo ningún inconveniente —replicó Ana—. Nunca se me ocurriría reparar en esas formalidades con gente como los señores y las señoritas Musgrove, a los que tanto conozco.
—Sí, pero son ellos los que deben visitarte a ti primero. Deben saber cómo han de tratarte por ser mi hermana. Sin embargo, podemos ir muy bien y sentarnos con ellos un ratito, y cuando ya estemos satisfechas de la visita, nos distraemos con el paseíto de vuelta.
Ana siempre había considerado esa clase de trato como una gran imprudencia, pero desistido de oponerse porque creía que a pesar de que las dos familias se inferían mutuamente continuas ofensas, no podían estar la una sin la otra. Se dirigieron por tanto a la Casa Grande y estuvieron una buena media hora en el cuadrado gabinete decorado a la antigua usanza, con su pequeña alfombra y su lustroso suelo, al que las actuales hijas de la casa fueron dando gradualmente su aire peculiar de confusión, con un gran piano, un arpa, floreros y mesitas a diestra y siniestra. ¡Ah, si los originales de los retratos colgados contra el arrimadero, si los caballeros vestidos de pardo terciopelo y las damas envueltas en rasos azules hubiesen visto lo que pasaba y hubiesen tenido conciencia de aquel atentado contra el orden y la pulcritud! Aquellos mismos retratos parecían estar contemplando boquiabiertos todo a su alrededor.
Los Musgrove, al igual que su casa, estaban en un estado de mudanza que tal vez era para bien. El padre y la madre se ajustaban a la vieja tradición inglesa, y la gente joven, a la nueva. El señor y la señora Musgrove eran de muy buena pasta, amistosos y hospitalarios, no muy educados y nada elegantes. Las ideas y modales de sus hijos eran más modernos. Era una familia numerosa, pero los dos únicos hijos crecidos, excepto Carlos, eran Enriqueta y Luisa, jóvenes de diecinueve y veinte años, que tenían de una escuela de Exeter todo el acostumbrado bagaje de talentos, y que ahora se dedicaban, como miles de otras señoritas, a vivir a la moda, felices y contentas. Sus trajes tenían todas las gracias, sus caras eran más bien bonitas, su humor excelente y sus modales, desenvueltos y agradables; eran muy consideradas en su casa y mimadas fuera de ella. Ana siempre las había mirado como a unas de las más dichosas criaturas que había conocido; no obstante, por esa grata sensación de superioridad que solemos experimentar y que nos salva de desear cualquier posible cambio, no habría trocado su más fina y cultivada inteligencia por todos los placeres de Luisa y Enriqueta; lo único que les envidiaba era aquella apariencia de buena armonía y de mutuo acuerdo y aquel afecto alegre y recíproco que ella había conocido tan poco con sus dos hermanas.
Las recibieron con gran cordialidad. Nada parecía mal en el seno de la familia de la Casa Grande; toda ella —como Ana sabía muy bien— era completamente irreprochable. La media hora transcurrió agradablemente, y Ana no se sorprendió en absoluto cuando al marcharse María invitó a las dos señoritas Musgrove a que las acompañaran en su paseo.
Capítulo VI
Ana no necesitaba visitar Uppercross para saber que, cuando se traslada de un lugar a otro, aunque no sea más que a tres millas de distancia, la gente suele cambiar de conversaciones, de opiniones y de ideas. Había estado allí antes y siempre lo había notado, y hubiese querido que los otros Elliot tuviesen ocasión de ver_ cuán desconocidos y desconsiderados eran en Uppercross los asuntos que en Kellynch Hall se trataban con tanto interés y general aspaviento. Pese a esta experiencia creía que iba a tener que pasar por una nueva y necesaria lección en el arte de aprender lo poca cosa que somos fuera de nuestro propio círculo. Ana llegó totalmente embargada por los acontecimientos que habían tenido en vilo durante varias semanas las dos casas de Kellynch, y esperó encontrar más curiosidad y simpatía de las que hubo en las observaciones separadas pero similares que le hicieron el señor y la señora Musgrove.
¿Conque Sir Walter y su hermana se han marchado, señorita Ana? ¿Y en qué parte de Bath cree usted que van a radicarse?
Y esto sin prestar mucha atención a la respuesta. En cuanto a las dos muchachas, agregaron solamente:
—Me parece que este invierno iremos a Bath; pero acuérdate, papá, de que si vamos, tendremos que vivir en un buen lugar. ¡No nos vengas con tus Plazas de la Reina!
Y María, ansiosa, comentó:
—¡Caramba, pues sí que voy a lucirme mientras todos ustedes se van a divertir a Bath!
Ana determinó precaverse de allí en más contra semejantes desilusiones y pensó con intensa gratitud que era un don extraordinario gozar de una amistad tan sincera y afectuosa como la de Lady Russell.
Los señores Musgrove tenían sus propios afanes; vivían acaparados por sus caballos, sus perros y sus periódicos, y las mujeres estaban pendientes de todos los demás asuntos del hogar, de sus vecinos, de sus trajes, de sus bailes y de su música. Ana encontraba muy razonable que cada pequeña comunidad social dictase su propio régimen, y esperara convertirse en poco tiempo en un miembro digno de la comunidad a que había sido trasplantada. Con la perspectiva de pasar dos meses por lo menos en Uppercross, se esforzaba por dar a su imaginación, memoria e ideas un giro lo más uppercrossiano posible.
Esos dos meses no la espantaban. María no era tan hostil ni tan despegada ni tan inaccesible a la influencia de sus hermanas como Isabel. Y ninguno de los otros moradores de la quinta se mostraba reacio al buen acuerdo. Ana había estado siempre en los mejores términos con su cuñado, y los niños, que la querían y la respetaban mucho más que a su madre, eran para ella un objeto de interés, de distracción y de sana actividad.
Carlos Musgrove era muy fino y simpático; su juicio y su carácter eran sin duda alguna superiores a los de su mujer; pero no era capaz, ni por su conversación ni por su encanto, de hacer del pasado que lo unía a Ana un recuerdo peligroso. Sin embargo, Ana pensaba lo mismo que Lady Russell, que era una lástima que Carlos no hubiese hecho un matrimonio más afortunado, y que una mujer más sensata que María habría podido sacar mejor partido de su carácter, dando a sus costumbres y ambiciones mayor utilidad, razón y elegancia. A la sazón, Carlos no se interesaba más que por los deportes, y fuera de ellos desperdiciaba el tiempo sin beneficiarse de las enseñanzas de los libros ni de nada. Gozaba de un humor a toda prueba y nunca parecía afectarse demasiado por el tedio frecuente de su esposa, soportando a veces sus desatinos con gran admiración de Ana. Muy a menudo tenían pequeñas disputas (riñas en las que Ana tenía que participar más de lo que hubiese querido, pues ambas partes reclamaban su arbitraje), pero en general podían pasar por una pareja feliz. Siempre estaban de acuerdo en lo tocante a su necesidad de disponer de más dinero y tenían una fuerte tendencia a esperar un buen regalo del padre de él. Pero tanto en esto como en todo lo demás, Carlos quedaba siempre mejor que María, pues mientras ésta consideraba un terrible agravio que tal regalo no llegase, Carlos defendía a su padre, diciendo que tenía muchas otras cosas en que emplear su dinero y el derecho a gastárselo como le diera la gana.
En cuanto a la crianza de sus hijos, las teorías de Carlos eran mucho mejores que las de su mujer y su práctica no era mala.
—Podría educarlos muy bien si María no se metiese —solía decir a Ana. Y ésta lo creía firmemente.
Pero luego tenía que escuchar los reproches de María:
—Carlos malcría a los chicos de tal modo que me es imposible hacerles obedecer.
Y nunca sentía la menor tentación de decirle: «Es cierto».
Una de las circunstancias menos agradables de su residencia en Uppercross era que todos la trataban con demasiada confianza y que estaba demasiado al tanto de las ofensas de cada casa. Como sabían que tenía alguna influencia sobre su hermana, una y otra vez acudían a ella o por lo menos le insinuaban que interviniese hasta más allá de lo que estaba en sus manos.
—Me gustaría que convencieras a María de que no esté siempre imaginándose enferma le decía Carlos.
Y María, en tono compungido, exclamaba:
—Carlos, aunque me viese muriéndome, no creería que estoy enferma. Estoy segura, Ana, de que si tú quisieras podrías convencerlo de que estoy en verdad muy enferma, mucho peor de lo que parece.
Luego María declaraba:
—Me disgusta terriblemente mandar a los chicos a la Casa Grande, a pesar de que su abuela los reclama constantemente, porque los subleva y los mima demasiado además de darles una porción de porquerías y dulces, con lo cual no hay día que no vuelvan a casa enfermos o cargantes hasta que se acuestan.
Y la señora Musgrove aprovechaba la primera oportunidad de estar a solas con Ana para decirle:
—¡Ay, señorita Ana! ¡Ojalá mi nuera aprendiese un poco de su manera de tratar a los niños! ¡Son tan diferentes con usted esas criaturas! Porque no sabe usted cuán malcriados están. Es una lástima que no pueda usted convencer a su hermana de que los eduque mejor. Son los chicos más guapos y sanos que he visto nunca; pobrecillos míos, la pasión no me ciega; pero la mujer de Carlos no tiene idea cómo debe educarlos. ¡Virgen santa! ¡A veces se ponen insufribles! Le aseguro, señorita Ana, que me quitan el gusto de verlos en casa tan a menudo como quisiera. Sospecho que la mujer de Carlos está un poco resentida porque no los invito a venir con más frecuencia; pero ¿usted sabe lo molesto que es estar con chiquillos cuando hay que bregar con ellos a cada momento diciéndoles: «No hagas eso, no hagas aquello»? Y si una quiere estar un poco tranquila, no tiene otro recurso que darles más pasteles de los que les convienen.
Además, María le comunicó lo siguiente:
—La señora Musgrove cree que sus criadas son tan formales que sería un crimen abrirle los ojos; pero estoy segura, sin exageración, de que tanto su primera doncella como su lavandera, en vez de dedicarse a sus tareas, se pasan todo el santo día correteando por el pueblo. Me las encuentro adondequiera que voy, y puedo decir que nunca entro dos veces en el cuarto de mis chicos sin ver allí a una o a la otra. Si Jemima no fuese la persona más segura y más seria del mundo, eso sería suficiente para echarla a perder, pues me ha dicho que las otras la están siempre incitando a que se vaya de paseo con ellas.
Por su parte, la señora Musgrove decía:
—Me he prometido no meterme nunca en los asuntos de mi nuera, porque ya sé que no serviría de nada; pero debo decirle, señorita Ana, ya que usted puede poner las cosas en su lugar, que no tengo en buen concepto al ama de María. He oído contar de ella unas historias muy extrañas y decir que es una trotacalles. Por lo que sé yo misma puedo decir que es una pícara de tomo y lomo capaz de estropear a cualquier sirvienta que se le acerque. Ya sé que la mujer de Carlos responde enteramente de ella, pero yo me limito a avisarle para que pueda vigilarla y para que si ve usted algo que le llame la atención no tenga reparo en explicar lo que sucede.
Otras veces María se quejaba de que la señora Musgrove se las ingeniaba para no darle a ella la precedencia que se le debía cuando comían en la Casa Grande con otras familias, y no veía por qué razón se la tenía tan en menos en aquella casa para privarla del lugar que legítimamente le correspondía. Y un día, mientras Ana paseaba a solas con las señoritas Musgrove, una de ellas, después de haber estado hablando del rango, de la gente de alto rango y de la manía del rango, dijo:
—No tengo reparo en observarle lo estúpidas que se ponen ciertas personas con la cuestión de su lugar, porque todos sabemos lo poco que le importan a usted esas cosas; pero me gustaría que alguien le hiciese ver a María cuánto mejor sería que se dejase de esas terquedades y especialmente que no anduviese siempre adelantándose para quitarle el sitio a mamá. Nadie duda de sus derechos a la precedencia por encima de mamá, pero sería más discreto que no estuviese siempre insistiendo en eso. No es que a mamá la preocupe en lo más mínimo, pero sé que muchas personas se lo han criticado.
¿Cómo podía Ana arreglar esas diferencias? Lo más que podía hacer era escuchar con paciencia, suavizar las asperezas y excusar a los unos delante de los otros; sugerir a todos la tolerancia necesaria en tan estrecha vecindad y hacer que sus consejos fuesen lo bastante amplios para que alcanzasen a aprovechar a su hermana.
En otros aspectos, su visita empezó y continuó sin tropiezos. Su estado de ánimo mejoró con sólo haberse alejado tres millas de Kellynch y con el cambio de lugar y de ocupaciones. Las indisposiciones de María disminuyeron al tener una compañía permanente; y las cotidianas relaciones con la otra familia, como no tenían que interrumpir en la quinta ningún afecto, confianza o cuidado superior, eran más bien una ventaja. Dicha comunicación era lo más frecuente posible; todas las mañanas se veían y era raro que pasaran una tarde separados; Ana creía que ya no se habrían hallado sin ver las respetables humanidades del señor y de la señora Musgrove en los sitios acostumbrados, o sin la charla, la risa y los cantos de sus hijas.
Ana tocaba el piano mucho mejor que una u otra de las señoritas Musgrove; pero como no tenía voz ni conocimiento del arpa, ni padres embelesados sentados delante de ella, nadie reparaba en su habilidad más que por cortesía o porque permitía descansar a los demás ejecutantes, lo que a ella no le pasaba inadvertido. Sabía que cuando tocaba a nadie daba gusto más que a sí misma; pero esto no le era nuevo, exceptuando un corto período de su vida; nunca, desde la edad de catorce años, en que perdió a su madre, había conocido la dicha de ser escuchada o alentada por una justa apreciación de verdadero gusto. En la música se había tenido que acostumbrar a sentirse sola en el mundo; y el ciego entusiasmo del señor y de la señora Musgrove por los talentos de sus hijas, con su total indiferencia hacia los de cualquier otra persona, le daba mucho más placer por la ternura que significaba, que mortificación por sí misma.
Las tertulias de la Casa Grande se engrosaban a veces con la concurrencia de otras personas. La vecindad no era muy extensa, pero todo el mundo acudía a casa de los Musgrove, y tenían más banquetes, más huéspedes y más visitantes ocasionales o invitados que ninguna otra familia. Eran los más populares.
Las muchachas morían por bailar, y las tardes finalizaban muchas veces con un pequeño baile improvisado. Había una familia de primos cerca de Uppercross, de posición menos desahogada, que tenía en casa de los Musgrove su centro de diversiones; llegaban a cualquier hora y tocaban, bailaban o hacían lo que se presentase. Ana, que prefería el oficio de pianista a cualquier otro más activo, tocaba las contradanzas a las horas de las reuniones; sólo por esta amabilidad, los señores Musgrove apreciaban sus dotes musicales, y a menudo le dirigían estos cumplidos:
—¡Muy bien tocado, señorita Ana! ¡Muy bien tocado por cierto! ¡Bendito sea Dios, cómo vuelan esos deditos!
Así transcurrieron las tres primeras semanas. Llegó el día de san Miguel y el corazón de Ana se apresuró otra vez por Kellynch. Su hogar estaba en manos de extraños; aquellas preciosas habitaciones con todo lo que contenían, aquellas arboledas y aquellas perspectivas empezaban a pertenecer a otros ojos y a otros cuerpos… El 29 de septiembre no pudo pensar en nada más, y por la tarde recibió una grata emoción cuando María, al detenerse en el día del mes en que estaban, exclamó:
—¡Querida!, ¿no es hoy el día en que los Croft van a instalarse en Kellynch? Me alegra no haberlo pensado antes. ¡Cómo me habría entristecido!
Los Croft tomaron posesión de la casa con un aparato completamente naval, y hubo que ir a visitarlos. Maria deploró verse obligada a aquello. Nadie podía imaginarse el sufrimiento que eso le causaba. Lo diferiría todo lo posible. Pero no estuvo tranquila hasta que hubo convencido a Carlos de que la llevase cuanto antes, y cuando volvió estaba en un estado de agradable excitación y de alborotadas fantasías. Ana se congratuló sinceramente de no haber ido con ellos. Sin embargo, deseaba ver a los Croft y le encantó estar en casa cuando ellos devolvieron la visita. Cuando llegaron, el señor de la casa no estaba, pero las dos hermanas se encontraban juntas. Sucedió entonces que la señora Croft se apoderó de Ana, mientras el almirante se sentaba junto a María, deleitándola con sus chistosos comentarios acerca de sus chiquillos. Y Ana pudo dedicarse a buscar un parecido que, si no halló en las facciones, reconoció en su voz y en su modo de sentir y de expresarse.
La señora Croft no era alta ni gorda, pero tenía una arrogancia, una tiesura y una robustez que daban presencia a su persona. Sus ojos eran oscuros y brillantes, sus dientes hermosos, y en conjunto su rostro era agradable, aunque su tez enrojecida y curtida por la intemperie, a consecuencia de pasarse en el mar casi tanto tiempo como su marido, hacía creer que tenía varios años más de los treinta y ocho que contaba. Sus modales eran francos, desenvueltos y decididos como los de una persona que confía en sí misma y que no duda de lo que tiene que hacer, sin que eso significase ni asomo de rudeza ni ninguna falta de buen carácter. Ana le agradeció sus sentimientos de gran consideración hacia ella, en todo lo que le dijo de Kellynch; estuvo muy complacida y más porque se tranquilizó pasado el primer medio minuto, en el mismo instante de la presentación, al ver que la señora Croft no daba ninguna— muestra de estar en antecedentes o de tener sospechas de algo que torciese para nada sus intenciones. Estuvo del todo descansada sobre el particular y por lo mismo llena de fuerza y de valor, hasta que en un momento se heló al oír que la señora Croft decía:
—¿De modo que fue usted y no su hermana a quien tuvo el gusto de conocer mi hermano cuando estuvo aquí?
Ana estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor, pero no la edad de la emoción, a juzgar por lo ocurrido.
—Puede que no haya usted oído decir que se casó —agregó la señora Croft.
Ana pudo contestar entonces como era debido; y cuando las siguientes palabras de la señora Croft aclararon de cuál señor Wentworth estaba hablando, se alegró de no haber dicho nada que no pudiese aplicarse a ambos hermanos. Al momento comprendió cuán razonable era que la señora Croft pensara y hablara de Eduardo y no de Federico, y avergonzada de su error preguntó con el debido interés cómo le iba a su antiguo vecino en su nuevo estado.
El resto de la conversación fue ya tranquilísima; hasta el momento de levantarse, en que oyó que el almirante decía a María:
—Pronto va a llegar un hermano de la señora Croft. Creo que usted ya lo conoce de nombre.
Lo interrumpió en seco el vehemente ataque de los chiquillos, que se prendieron de él como de un antiguo amigo y declararon que no se iba a marchar. El les propuso llevárselos metidos en sus bolsillos, con lo cual aumentó el alboroto y ya no hubo lugar para que el almirante acabase o se acordara de lo que había empezado a decir. Ana pudo, pues, persuadirse, en lo que cabía, de que se trataba aún del hermano en cuestión. No logró, sin embargo, llegar a tal grado de certidumbre que no estuviese ansiosa por saber si los Croft habían dicho algo más sobre el particular en la otra casa en donde habían estado antes.
La gente de la Casa Grande iba a pasar la tarde aquel día a la quinta, y como ya estaba la estación muy avanzada para que semejantes visitas pudiesen hacerse a pie, aguzaban el oído para percibir el ruido del coche, cuando la menor de las chicas Musgrove entró en la habitación. La primera y negra idea que se les ocurrió fue que venía a decir que no irían, y que tendrían que pasarse la tarde solas. Maria estaba a punto de sentirse ofendida, cuando Luisa restableció la calma anunciando que se había adelantado ella a pie con objeto de dejar espacio en el coche para el arpa que transportaban.
—Y además —agrego— voy a explicarles la causa de todo esto. He venido para advertirles que mamá y papá están esta tarde muy deprimidos; mamá especialmente. No hace más que pensar en el pobre Ricardo. Y acordamos que sería mejor tocar el arpa, pues parece que la divierte más que el piano. Y voy a decirles por qué está tan desanimada. Cuando vinieron los Croft esta mañana (luego estuvieron aquí, ¿verdad?), dijeron que su hermano, el capitán Wentworth, acaba de volver a Inglaterra o que ha sido licenciado o algo por el estilo, y que vendrá a verlos de un momento a otro. Lo peor de todo es que a mamá se le ocurrió, cuando los Croft se hubieron ido, que Wentworth, o algo muy parecido, era el apellido del capitán del pobre Ricardo un tiempo, no sé cuándo ni dónde, pero mucho antes de que muriera, pobre chico. Se puso a revisar sus cartas y sus cosas y cnfirmó su sospecha; está absolutamente segura que ése es el hombre de que se trata y no cesa de pensar en él y en el pobre Ricardo. Tenemos que estar lo más alegres posible para distraerla de esos negros pensamientos.
Las verdaderas circunstancias de este patético episodio de una historia de familia eran que los Musgrove tuvieron la mala fortuna de echar al mundo un hijo cargante e inútil y la buena suerte de perderlo antes de que llegase a los veinte años; que lo mandaron al mar porque en tierra era la más estúpida e ingobernable de las criaturas; que su familia nunca se había preocupado mucho por él, aunque siempre más de lo que merecía; y que rara vez se supo de él y poco lo extrañaron, cuando dos años atrás llegó a Uppercross la noticia de que había muerto en el extranjero.
Aunque sus hermanas hacían por él todo lo que estaba a su alcance, llamándolo ahora «pobre Ricardo», en realidad nunca había sido más que el muy mentecato, desnaturalizado e inaprovechable Ricardito Musgrove, que nunca, ni vivo ni muerto, hizo nada que le hiciese digno de más título que aquel diminutivo en su nombre.
Estuvo varios años navegando y en el curso de esos traslados a que todos los marinos mediocres están sujetos, y en especial aquellos a quienes todos los capitanes desean quitarse de encima, fue a dar por seis meses a la fragata Laconia del capitán Federico Wentworth. A bordo de la Laconia y a instancias de su capitán escribió las únicas dos cartas que sus padres recibieron de él durante toda su ausencia; es decir, las dos únicas cartas desinteresadas, pues todas las demás no habían sido más que simples pedidos de dinero.
En todas ellas habló bien de su capitán; pero sus padres estaban tan poco habituados a fijarse en tales cuestiones y les tenían tan sin cuidado los nombres de hombres o de barcos, que entonces apenas repararon en ello. El hecho de que la señora Musgrove hubiese tenido aquel día la súbita inspiración de acordarse de la relación que guardaba con su hijo el nombre Wentworth parecía uno de esos extraordinarios chispazos de la mente que se dan de tarde en tarde.
Acudió a sus cartas y encontró confirmadas sus suposiciones. La nueva lectura de aquellas cartas después de tan largo tiempo desde que su hijo desapareciera para siempre y después que todas sus faltas hubieron sido olvidadas, la afectó sobremanera y la sumió en un gran desconsuelo que no había sentido ni cuando se enteró de su fallecimiento. El señor Musgrove también estaba afectado, aunque no tanto; y cuando llegaron a la quinta se hallaban en evidente disposición de que primero se escuchasen sus lamentaciones, y luego de recibir todos los consuelos que su alegre compañía pudiese suministrarles.
Fue una nueva prueba para los nervios de Ana tener que oírles hablar hasta por los codos del capitán Wentworth, repetir su nombre, rebuscar en sus memorias de los pasados años y por fin afirmar que debía ser, que probablemente sería, que era sin duda el mismo capitán Wentworth, aquel guapo joven que recordaban haber visto una o dos veces después de su regreso de Clifton, sin poder precisar si hacía de eso siete u ocho años. Pensó, sin embargo, que tendría que acostumbrarse. Puesto que el capitán iba a llegar a la comarca, le era preciso dominar su sensibilidad en lo tocante a este punto. Y no sólo parecía que lo esperaban y muy pronto, sino que los Musgrove, con su ardiente gratitud por la bondad con que había tratado al pobre Ricardito y con el gran respeto que sentían por su temple, evidenciado en el hecho de haber tenido seis meses al pobre muchacho Musgrove a su cuidado, quien hablaba de él con grandes aunque no muy bien ortografiados elogios, diciendo que era «un compañero muy vueno y muy brabo, sólo demasiado parecido al maestro de la ezcuela», estaban decididos a presentársele y a solicitar su amistad en cuanto supiesen que había llegado.
Esta resolución contribuyó a consolarlos aquella tarde.
Capítulo VII
A los pocos días se supo que el capitán Wentworth había arribado a Kellynch. El señor Musgrove fue a visitarlo y volvió haciendo de él los más encendidos elogios y diciendo que lo había invitado a ir con los Croft a cenar a Uppercross a fines de la siguiente semana. Fue una gran contrariedad para el señor Musgrove no poder celebrar antes dicha cena, tal era su impaciencia por demostrar su gratitud al capitán Wentworth, teniéndolo bajo su techo y dándole la bienvenida con todo lo más fuerte y mejor que hubiese en sus bodegas. Pero tenía que esperar una semana. «Sólo una semana», se decía Ana, para que, según suponía, volviesen a encontrarse; y pronto empezó a desear sentirse segura una semana siquiera.
El capitán Wentworth devolvió sin tardanza la fineza del señor Musgrove, y por cuestión de media hora no estuvo Ana presente. Estaban ella y María preparándose para ir a la Casa Grande, donde, como más tarde supieron, se lo habrían encontrado sin poder evitarlo, cuando llevaron a la casa al chico mayor que había dado una mala caída, y esto las retuvo. La situación del niño dejó la visita completamente de lado, pero Ana no pudo enterarse con indiferencia del peligro del que había escapado, ni siquiera en medio de la grave ansiedad que luego les causara la criatura.
El pequeño se había dislocado la clavícula y había recibido tal contusión en la espalda que hizo concebir los más grandes temores. Fue una tarde de angustia y Ana tuvo que hacerlo todo a la vez: mandar por el médico, buscar e informar al padre de lo ocurrido, atender a la madre y socorrer sus ataques de nervios, dirigir a los criados, apartar al chico menor y cuidar y calmar al pobre accidentado. Y además, en cuanto se acordó, avisar a la otra casa de lo acontecido, lo que trajo una avalancha de gente que más que ayudar eficazmente no hizo otra cosa que aumentar la confusión.
El primer consuelo fue el regreso de su cuñado, que se encargó de cuidar a su mujer, y el segundo alivio fue la llegada del médico. Hasta que él llegó y examinó al pequeño, lo peor de los temores de la familia era su vaguedad; suponían que tenía una grave lesión, pero no sabían dónde. La clavícula fue en seguida repuesta en su lugar, y aunque el doctor Robinson palpaba y palpaba, y volvía a tocar, mirando gravemente y hablando en voz baja con el padre y la tía, todos se tranquilizaron y ya pudieron irse y comerse su cena en un estado de ánimo algo más sosegado. Momentos antes de partir, las dos jóvenes tías dejaron de lado la situación de su sobrino para hablar de la visita del capitán Wentworth; se quedaron cinco minutos más, cuando ya sus padres se habían marchado, para tratar de expresar lo encantadas que estaban con él, diciendo que lo encontraban mucho más apuesto e infinitamente más agradable que ninguno de los hombres que conocían y que fueran antes sus favoritos; lo contentas que se pusieron cuando oyeron que su papá lo invitaba a quedarse a cenar; lo tristes que se quedaron cuando él contestó que le era imposible y lo felices que volvieron a sentirse cuando, apremiado por las otras invitaciones que le hacían los señores Musgrove, prometió ir a cenar con ellos al día siguiente. ¡Al día siguiente! Y lo prometió de un modo cautivador, como si interpretase con acierto el motivo de aquellas atenciones. En suma, que había mirado y hablado de todo con una gracia tan deliciosa que las niñas Musgrove podían asegurarles que las dos estaban locas por él. Y se marcharon tan alborozadas como enamoradas, y, en apariencia, más preocupadas por el capitán Wentworth que por el pequeño Carlitos.
La misma escena y los mismos arrebatos se repitieron cuando las dos muchachas volvieron con su padre al caer de la tarde, para saber cómo seguía el niño. El señor Musgrove, disipada su primera inquietud por su heredero, confirmó las alabanzas al capitán y manifestó su esperanza de que no hubiera necesidad de aplazar la invitación que le habían hecho, lamentando únicamente que los de la quinta de seguro no querrían dejar al niño para asistir también a la cena.
—¡Oh, no! ¡Nada de dejar al chico!
El padre y la madre estaban demasiado afectados por la seria y reciente alarma para poder ni siquiera considerarlo una posibilidad. Y Ana, con la alegría de volver a librarse, no pudo menos que añadir sus calurosas protestas a las de ellos.
Sin embargo, Carlos Musgrove manifestó más tarde deseo de ir. El chico iba tan bien y él tenía tantas ganas de que le presentaran al capitán Wentworth, que tal vez iría a reunirse con ellos por la tarde; no quería cenar fuera de casa, pero podía ir a dar un paseo de media hora. Al oír esto, su mujer puso el grito en el cielo:
—¡Ah, no, Carlos, de ningún modo! No podría soportar que te fueses. ¿Qué sería de mí si sucediera algo?
El niño pasó una buena noche y al día siguiente ya estaba mucho mejor. Era cuestión de tiempo el cerciorarse si se le había lesionado la espina dorsal, pero el doctor Robinson no encontraba nada que pudiese dar lugar a alarma, y por consiguiente Carlos Musgrove empezó a pensar que no había ninguna necesidad de seguir confinado. El niño tenía que quedarse en cama y distraerse lo más quietamente posible, pero el padre ¿qué tenía que hacer allí? Era cosa de mujeres, y le parecía muy absurdo que él, que en nada podía ayudar en la casa, tuviese que permanecer recluido en ella. Su padre estaba deseoso de presentarle al capitán Wentworth y como no había ninguna razón de peso en contra de ello, tenía que ir. Todo acabó en que al volver de su cacería, Carlos Musgrove declaró pública y audazmente que pensaba vestirse acto seguido e ir a cenar a la otra casa.
—El chico no puede estar mejor —dijo— y por lo tanto le acabo de decir a mi padre que iré y él ha opinado que hago muy bien. Estando tu hermana contigo, amor mío, no tengo ningún temor. Que tú no te separes del niño, santo y bueno; pero ya ves que yo no sirvo aquí de nada. Si pasara algo, que Ana vaya a buscarme.
Las esposas y los maridos por lo general entienden cuándo son vanas las oposiciones. María supo por el modo de hablar de Carlos, que éste estaba absolutamente resuelto a irse y que sería inútil contrariarlo. Por lo tanto no dijo nada hasta que se hubo marchado, pero tan pronto estuvo a solas con Ana, exclamó:
—¡Vamos! Ya nos dejaron solas para que nos las arreglemos con este pobre enfermito y en toda la tarde no vendrá nadie a vemos. Ya sabía yo que esto pasaría. ¡Siempre me ocurre lo mismo! En cuanto sucede algo desagradable puedes estar segura de que van a esfumarse, y Carlos no es mejor que los demás. ¡Qué fresco! Hace falta no tener entrañas para abandonar de este modo a su pobre hijito y decir, encima, que no le pasa nada. ¿Cómo sabe que no le pasa nada o que no puede sobrevenir un cambio repentino dentro de media hora? Nunca creí que Carlos fuera tan desalmado. Ahí lo tienes, largándose a divertirse y yo, como soy la pobre madre, no tengo derecho a moverme. Pues por cierto que yo soy la menos capaz de atender al chico. El hecho de que sea su madre es una razón para que no se pongan mis sentimientos a prueba. No puedo resistirlo. Ya viste qué nerviosa me puse ayer.
—Pero no fue más que el efecto de tu súbita alarma, de la impresión. Ya no volverás a ponerte nerviosa. Estoy casi segura de que no ocurrirá nada que nos inquiete. He comprendido muy bien las instrucciones del doctor Robinson y no tengo ningún temor.
No me extraña la actitud de tu marido. Cuidar a los chicos no es cosa de hombres; no es asunto de su incumbencia. Un niño enfermo debe estar siempre al cuidado de su madre, sus propios sentimientos se lo imponen.
—Creo que quiero a mis hijos como la que más, pero no que sea más útil yo a la cabecera que Carlos, porque no puedo estar todo el tiempo regañando y contrariando a una pobre criatura cuando está enferma; ya has visto esta mañana: bastaba que le dijera que se estuviese quieto para que empezara a agitarse. Yo no puedo soportar estas cosas.
—Pero ¿estarías tranquila si te pasaras toda la tarde lejos del pobre niño?
—Sí; ya viste que su padre lo está; ¿por qué entonces yo no? ¡Jemima es tan diligente! Nos podría enviar información acerca del estado del chico a cada hora. Carlos podía haber dicho a su padre que iríamos todos. Carlitos ya no me inquieta tanto; lo mismo que a él. Ayer estaba asustadísima, pero las cosas han cambiado mucho hoy día.
—Está bien entonces; si no crees que es demasiado tarde para avisar que irás, anda con tu marido. Yo cuidaré a Carlitos. Los señores Musgrove no se ofenderán si yo me quedo con el niño.
—¿Lo dices en serio? —exclamó María con los ojos brillantes—. ¡Hermana, ¡has tenido la mejor idea!, ¡magnífica! Puedes esta segura que finalmente es lo mismo si voy que si no voy, ya que nada soluciono quedándome aquí, ¿estás de acuerdo? Lo único que haría sería cansarme. Tú, que no sientes como una madre, eres la más indicada para quedarte. Tú logras que Carlitos obedezca; a ti siempre te hace caso. Es mejor que dejarlo solo con Jemima. ¡Por supuesto que iré! Pudiendo, conviene mucho más que vaya yo que Carlos, porque está muy interesado en que conozca al capitán Wentworth, y ya sé que a ti no te importa quedarte sola. ¡Has tenido una idea excelente, Ana! Voy a decírselo a Carlos y estaré lista en un minuto. Ya sabes que puedes mandarnos recado en cualquier momento si pasara algo, aunque te puedo asegurar que nada desagradable sucederá. Si no estuviera tranquila del todo respecto de mi hijito querido, no iría; no lo dudes.
Un momento después, Maria llamaba al tocador de Carlos, y Ana, que subía por las escaleras detrás de ella, llegó a tiempo para oír toda la conversación, que empezó con María, hablando con gran excitación:
¡Quiero ir contigo, Carlos, porque no hago más falta en casa que tú! Si estuviera más tiempo encerrada con el niño, no podría convencerlo de hacer lo que debe hacer. Ana se quedará con él; ha decidido permanecer en casa y ocuparse del chico. Ella misma me lo ha propuesto; de modo que puedo ir contigo. Y será mucho mejor, pues no he comido en la otra casa desde el martes.
—Ana es muy amable —contestó el marido— y me encantaría llevarte; pero me parece un poco duro dejarla sola en casa haciendo de niñera de nuestro hijo enfermo.
Ana acudió a defender su propia causa y su sinceridad no tardó en ser suficiente para convencer a Carlos, convicción que al fin y al cabo era muy agradable, pues no tenía grandes escrúpulos en dejarla comer sola. No obstante, todavía le dijo que fuese a pasar con ellos la tarde cuando ya no hubiese que hacerle nada al chico hasta el día siguiente, y la animó afectuosamente para que lo dejase ir a recogerla; pero no hubo manera de persuadir a Ana, en vista de lo cual poco rato después tuvo el gusto de ver partir a los dos contentos como unas pascuas. Iban a divertirse, pensaba Ana, por muy extrañamente tramada que semejante diversión pudiese parecer. En cuanto a ella, se quedó con una sensación de bienestar que tal vez nunca antes había experimentado. Sabía que el niño la necesitaba; y ¿qué le importaba que Federico Wentworth no estuviese más que a una milla de distancia enamorando a las demás?
Le habría gustado saber qué sentiría el capitán al encontrarse con ella. Puede que lo dejase indiferente, si la indiferencia cabía en semejantes circunstancias. Sentiría indiferencia o desdén. Si hubiese deseado volver a verla, no habría esperado hasta entonces; habría hecho lo que Ana no podía menos que creer que ella habría hecho en su lugar, desde mucho tiempo atrás, cuando los acontecimientos le proporcionaron tan rápidamente aquella independencia, que era lo único que anhelaba.
Su hermana y su cuñado volvieron contentísimos de su nuevo amigo y de la reunión en general. Tocaron, cantaron, hablaron y rieron del modo más agradable; el capitán Wentworth era encantador, no había en él ni timidez ni reserva; fue como si se hubiesen conocido desde siempre, y a la mañana siguiente iba a ir a cazar con Carlos. Iría a almorzar, pero no en la quinta, tal como al principio se le propuso, porque se le rogó que fuese a hacerlo en la Casa Grande, y él se mostró temeroso de molestar a la señora de Carlos Musgrove, a causa del niño.
Fuese como fuese y sin que supieran exactamente cómo había ido la cosa, acabaron por resolver que Carlos almorzaría con el capitán en casa de su padre.
Ana lo comprendió. Federico quiso evitar verla. Supo que había preguntado por ella al pasar, como si se hubiese tratado de cualquier vieja amistad sin mayor importancia, sin parecer conocerla más de lo que ella le había conocido, y procediendo, quizá, con la misma intención de rehuir la presentación cuando se encontrasen.
En la quinta siempre se levantaban más tarde que en la otra casa; pero al día siguiente, la diferencia fue tan grande que Ana y María empezaban sólo a desayunar cuando llegó Carlos a decirles que iban a salir en aquel momento y que había ido a buscar a sus perros. Sus hermanas venían tras él con el capitán Wentworth, pues las chicas querían ver a María y al niño, y el capitán deseaba también saludarla si no había inconveniente. Carlos le había dicho que el estado del chico no era de cuidado, pero el capitán Wentworth no se habría quedado tranquilo si él no hubiese corrido a prevenirla.
María, halagadísima con esta atención, dijo que lo recibiría encantada. Mientras tanto, mil encontrados sentimientos agitaban a Ana; el más consolador de todos era que el trance pronto habría pasado. Y pronto pasó, en efecto. Dos minutos después de la preparación de Carlos, aparecieron en el salón los anunciados. Los ojos de Ana se encontraron a medias con los del capitán Wentworth, y se hicieron una inclinación y un saludo. Ana oyó su voz: estaba hablando con María y diciéndole las cosas de rigor; dijo algo a las señoritas Musgrove, lo bastante para demostrar gran seguridad en sí mismo. La habitación parecía llena, llena de personas y voces, pero a los pocos minutos todo hubo terminado. Carlos se asomó a la ventana, todo estaba listo; los visitantes saludaron y se fueron. Las señoritas Musgrove se fueron también, repentinamente resueltas a llegarse hasta el final del pueblo con los cazadores. La habitación quedó despejada y Ana logró terminar su desayuno como pudo.
«¡Ya pasó! ¡Ya pasó» se repetía a sí misma una y otra vez, nerviosamente aliviada. «¡Ya pasó lo peor!»
María le hablaba, pero Ana no la escuchaba. La había visto. Se habían encontrado. ¡Habían estado una vez más bajo el mismo techo!
Sin embargo, no tardó en empezar a razonar consigo misma y en procurar controlar sus sentimientos. Ocho años, casi ocho años habían transcurrido desde su ruptura. ¡Era tan absurdo recaer en la agitación que aquel intervalo había relegado a la distancia y al olvido! ¿Qué no podían hacer ocho años? Sucesos de todas clases, cambios, desvíos, ausencias, todo; todo cabía en ocho años. ¡Y cuán natural y cierto era que entretanto se olvidase el pasado! Aquel período significaba casi una tercera parte de su propia vida.
Pero ¡ay!, a pesar de todos sus argumentos, Ana se dio cuenta de que para los sentimientos arraigados ocho años eran poco más que nada.
Y ahora, ¿cómo leer en el corazón de Federico? ¿Deseaba huir de ella? Y en seguida se odió a sí misma por haberse hecho esa loca pregunta.
Pero todas sus dudas quedaron despejadas por otra cuestión en la que su extrema perspicacia no había reparado. Las señoritas Musgrove volvieron a la quinta para despedirse, y cuando se hubieron ido, María le proporcionó esta espontánea información:
—El capitán Wentworth no estuvo muy galante contigo, Ana, a pesar de lo atento que estuvo conmigo. Cuando se marcharon, Enriqueta le preguntó qué le parecías, y él le dijo que estás tan cambiada que no te habría reconocido.
Por lo general, María no acostumbraba respetar los sentimientos de su hermana, pero no tenía la menor sospecha de la herida que le infligía.
«¡Tan cambiada que no me habría reconocido!» Ana se quedó sumida en una silenciosa y profunda mortificación. Así era, sin duda; y no podía desquitarse, porque él no había cambiado si no era para mejor. Lo notó al momento y no podía rectificar su juicio, aunque él pensara de ella lo que quisiera. No; los años que habían distraído su juventud y su lozanía no habían hecho más que darle a él mayor esplendor, hombría, y desenvoltura, sin menoscabar para nada sus dotes personales. Ana había visto al mismo Federico Wentworth.
«¡Tan cambiada que no la habría reconocido!» Estas palabras no podían menos que obsesionarla. Poco después comenzó a regocijarse de haberlas oído. Eran tranquilizadoras, apaciguadoras, reconfortaban y, por tanto, debían hacerla feliz.
Federico Wentworth había dicho estas palabras u otras parecidas sin pensar que iban a llegar a oídos de ella. Había pensado en ella como espantosamente cambiada, y en la primera emoción del momento dijo lo que sentía. No había perdonado a Ana Elliot. Ella le había hecho mal; lo había abandonado y desilusionado; más aún: al hacer eso lo había hecho por debilidad de carácter, y un temperamento recto no puede soportar una cosa así. Lo había dejado para dar gusto a otros. Todo fue efecto de repetidas persuasiones; fue debilidad y fue timidez.
El estuvo fuertemente ligado a ella, y jamás encontró otra mujer que se le pareciese, pero, aparte una sensación de natural curiosidad, no había deseado reencontrarla. La atracción que ella ejerciera sobre él había desaparecido para siempre.
Pensaba él a la sazón en casarse; era rico y deseaba establecerse, y lo haría en cuanto encontrase una ocasión digna. Deseaba enamorarse con toda la rapidez que una mente clara y un certero gusto pueden permitirlo. Las señoritas Musgrove hubieran podido atraerle, porque su corazón se conmovía ante ellas. En una palabra, sus sentimientos se abrían para cualquier mujer joven que cruzase su camino, con excepción de Ana Elliot. Guardaba este secreto, mientras respondía a las suposiciones de su hermana diciendo:
—Sí, Sonia, estoy pronto a contraer cualquier matrimonio tonto. Cualquier mujer entre los quince y los treinta puede contar con mi posible declaración. Un poco de belleza, unas cuantas sonrisas, unos elogios a la marina, y soy hombre perdido. ¿No es acaso bastante para conquistar a un marino rudo?
Su hermana comprendía que decía esto esperando ser contradicho. SU orgulloso mirar decía a las claras que se sabía agradable. Y Ana Elliot no estaba fuera de sus pensamientos cuando más en serio describía a la mujer con quien le agradaría encontrarse.
—Una mentalidad fuerte y dulzura en los modales. Eran el principio y el fin de su descripción.
—Esa es la mujer que quiero —decía—. Transigiría con algo un poco inferior, siempre que no lo fuera mucho. Si hago el tonto lo haré de verdad, porque he pensado en este asunto más que cuanto lo piensan muchos hombres.
Capítulo VIII
Por ese tiempo, el capitán Wentworth y Ana Elliot frecuentaban un mismo círculo. Pronto se encontraron comiendo en casa de los señores Musgrove, porque el estado del pequeño no permitía a su tía una excusa para ausentarse. Esto fue el comienzo de otras comidas y nuevos encuentros.
Si los sentimientos antiguos se habían de renovar, el pasado debía volver a la memoria de ambos: estaban forzados a regresar a él.
El año de su compromiso no podía menos que ser aludido por él en las pequeñas narraciones y descripciones propias de la conversación. Su profesión lo predisponía a ello; su estado de ánimo lo hacía locuaz:
«Eso fue en el año seis», «Esto fue después que me hice a la mar en el año seis» —fueron frases dichas en el transcurso de la primera tarde que pasaron juntos. Y a pesar de que su voz— no se alteró, y a pesar de que ella no tenía razón para suponer que sus ojos la buscaban al hablar, Ana sintió la completa imposibilidad, dado su carácter, de que existiera otra mujer para él. Debía haber la misma inmediata asociación de pensamiento, pero no supuso que pudiera haber el mismo dolor.
Sus conversaciones, sus expresiones, eran las que exige la más elemental cortesía mundana. ¡Tanto como habían sido una vez el uno para el otro! Y ahora nada. En cierta época de su vida les hubiese sido difícil pasar un momento sin dirigirse la palabra, aun en medio de la más concurrida reunión del salón de Uppercross.
Con excepción quizá del almirante y de Mrs. Croft, que parecían muy unidos y felices (Ana no conocía otro caso, ni siquiera entre los matrimonios), no había habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.
Cuando él hablaba, era la misma voz la que ella escuchaba, y adivinaba los mismos pensamientos. Había gran ignorancia de asuntos navales entre los asistentes a la reunión. Lo interrogaban mucho, especialmente las señoritas Musgrove —que no parecían tener ojos más que para él—, acerca de la vida a bordo, las órdenes diarias, la comida, los horarios, etcétera, y la sorpresa ante sus relatos, al escuchar el nivel de comodidades que podía obtenerse, daban a la voz de él cierto lejano y agradable tono burlón, que recordaba a Ana los lejanos días cuando ella también era ignorante y suponía que los marineros vivían a bordo sin nada que comer, sin cocina para abastecerse, criados que aguardasen órdenes ni cubiertos que usar.
Mientras pensaba y escuchaba esto, se oyó un murmullo de Mrs. Musgrove, quien, sobresaltada por un profundo arrepentimiento, no pudo menos que decir:
—¡Ah, señorita Ana, si el cielo hubiera permitido vivir a mi pobre hijo, sería igual a nuestro amigo en la actualidad!
Ana reprimió una sonrisa y escuchó bondadosamente, mientras Mrs. Musgrove aliviaba su corazón un poco más, y, por unos momentos, le fue imposible seguir la conversación de los demás.
Cuando pudo permitir a su atención seguir sus naturales deseos, encontró a las señoritas Musgrove revisando una lista naval (propiedad de ellas, y la única que jamás había sido vista en Uppercross) y sentándose juntas para examinarla, con el propósito de encontrar los barcos que el capitán Wentworth había comandado.
—El primero fue el Asp, bien lo recuerdo; busquemos el Asp.
—No lo encontrarán ustedes ahí: estaba viejo y desvencijado. Fui el último en comandarlo. Apenas servía ya entonces. Por un año o dos fue considerado bueno para servicios locales y, con este propósito, fue enviado a las Indias Occidentales.
Las muchachas miraron sorprendidas.
—El Almirantazgo —prosiguió él— se entretiene en enviar de vez en cuando algunos centenares de hombres al mar en barcos que ya no sirven. Pero ellos tienen que cuidar muchísimas cosas, y entre los miles que de todos modos se irán al fondo, les es difícil distinguir cuál es el grupo que sería más de lamentar.
—¡Bah, bah! —exclamó el viejo almirante—. ¡Qué charlas sin sentido tienen estos jóvenes! Jamás hubo mejor goleta que el Asp en su tiempo. Entre las goletas de construcción antigua jamás encontrarán ustedes rival. ¡Dichoso quien la tuvo! El sabe que debe haber habido veinte hombres solicitándola por aquel entonces. ¡Dichoso quien obtuvo tan pronto algo semejante, no teniendo más interés que el suyo propio!
—Le aseguro, almirante, que comprendo mi suerte —respondió muy serio el capitán Wentworth—. Estaba tan contento con mi destino como usted habría podido estarlo. Era algo grande para mí, en aquella época, estar en el mar, algo muy grande. Deseaba hacer algo.
—Y por cierto lo hizo. ¿Para qué habría de permanecer en tierra seis meses un hombre joven como usted? Si un hombre no tiene esposa, pronto desea volver a bordo.
—Pero, capitán Wentworth —exclamó Luisa—. ¡Cuán humillado debe haberse sentido usted cuando, llegando a bordo del Asp, vio el viejo barco que se le destinaba!
—Ya conocía el barco de antes —respondió él sonriendo—. No tenía más descubrimientos que hacer en él que los que tendría usted en una vieja pelliza, prestada entre casi todas sus amistades, y que un buen día se la prestaran a usted también. ¡Ah! ¡Era muy querido el viejo Asp para mí! Hacía cuanto yo deseaba. Tuve siempre esa seguridad. Sabía que habíamos de irnos al fondo juntos o salir de él siendo algo; nunca tuve un día de mal tiempo mientras lo comandé; después de haber tomado suficientes corsarios como para pasarlo bien, tuve la buena suerte, a mi regreso el otoño siguiente, de toparme con la fragata francesa que deseaba. La traje a Plymouth, y esto también fue obra de la buena fortuna. Estuvimos sondeando seis horas cuando súbitamente se levantó un vendaval que duró cuatro días y que hubiera terminado con el viejo Asp en menos de lo que tardo en decirlo.
Nuestro encuentro con la Gran Nación no hubiera mejorado la situación. Veinticuatro horas más y yo hubiera sido un valiente marino, el capitán Wentworth, en un pequeño párrafo de una columna de los periódicos. Y, habiendo perdido la vida en el primer viaje, nadie me hubiera recordado.
Ana debía ocultar sus sentimientos, mientras las señoritas Musgrove podían ser tan sinceras como lo deseaban en sus exclamaciones de compasión y horror.
—Y entonces —dijo Mrs. Musgrove quedamente, como pensando en voz alta— fue cuando se dirigió al Laconia y se encontró con nuestro pobre muchacho. Carlos, querido mío haciendo señas para que le prestara atención—, pregunta al capitán Wentworth cuándo se encontró con tu pobre hermano. Siempre lo olvido.
—Creo que fue en Gibraltar, madre. Dick fue dejado enfermo en Gibraltar con una recomendación de su anterior capitán para el capitán Wentworth.
—¡Oh! Di al capitán Wentworth que no debe temer mencionar a Dick delante de mí; por el contrario, para mí será un placer oír hablar de él a tan buen amigo.
Carlos, importándole más el asunto que a su madre, asintió con la cabeza y se fue.
Las muchachas se habían puesto a buscar al Laconia y el capitán Wentworth no pudo evitar tomar el precioso volumen en sus manos para evitarles molestias, y una vez más leyó en voz alta su nombre y los demás pormenores, comprobando que también el Laconia había sido un buen amigo, uno de los mejores.
—¡Ah, eran días muy gratos aquellos en que comandaba el Laconia! ¡Cuán rápidamente hice dinero en él! ¡Un amigo mío y yo tuvimos tan agradable travesía desde las islas occidentales! ¡Pobre Harville! Ustedes saben cómo necesitaba dinero, aun más que yo. Tenía mujer. Era un muchacho excelente. Jamás olvidaré su felicidad. Sufría todo por amor a ella. Deseé encontrarlo nuevamente en el verano siguiente, cuando yo tenía todavía la misma suerte en el Mediterráneo.
—Ciertamente, señor —dijo Mrs. Musgrove—, fue un día feliz para nosotros cuando lo hicieron a usted capitán de aquel barco. Nunca olvidaremos lo que usted hizo.
Sus sentimientos la hacían hablar en voz alta, y el capitán Wentworth, oyendo sólo parte de lo que decía, y no teniendo probablemente en su pensamiento a Dick Musgrove, quedó en suspenso, como esperando algo.
—Habla de mi hermano —dijo una de las muchachas—. Mamá está pensando en el pobre Ricardo.
—Pobre chico —continuó Mrs. Musgrove—. Se había puesto tan serio; sus cartas eran excelentes mientras estuvo bajo su mando. Hubiera sido dichoso si nunca lo hubiese abandonado a usted. Puedo asegurarle, capitán Wentworth, que hubiéramos sido muy felices todos nosotros si así hubiese sido.
Una momentánea expresión del capitán Wentworth, mientras hablaba, una rápida mirada de sus brillantes ojos, un gesto de su hermosa boca, bastaron para probar a Ana que en lugar de compartir los deseos de Mrs. Musgrove respecto a su hijo, había tenido, a no dudarlo, mucho deseo de verse libre de él; pero esto fue un movimiento tan rápido que ninguno que no lo conociera tanto como ella pudo notarlo. Un instante después, dominándose, tomó aire serio y reposado, y casi de inmediato, encaminándose al sofá, ocupado por Ana y Mrs. Musgrove, se sentó al lado de ésta y empezó en voz baja una conversación con ella, acerca de su hijo, haciéndolo con simpatía y gracia naturales, mostrando la mayor consideración por todo lo que había de real y sincero en los sentimientos de los padres.
Ocupaban, pues, el mismo sofá, porque la señora Musgrove le hizo lugar en seguida. Solamente la señora Musgrove se interponía entre ellos, y, en verdad, no se trataba de un obstáculo menor. Mrs. Musgrove era bastante robusta, mucho más hecha por la naturaleza para expresar la alegría y el buen humor que la ternura y el— sentimiento. Y mientras las agitaciones del esbelto cuerpo de Ana y las contracciones de su pensativo rostro delataban sus sentimientos, el capitán Wentworth conservó toda su presencia de ánimo, informando a una obesa madre sobre el destino de un hijo del cual nadie se ocupó mientras estuvo vivo.
Las proporciones corporales y el pesar no deben guardar necesariamente relación. El cuerpo macizo tiene tanto derecho a estar profundamente afligido como el más gracioso conjunto de miembros finos. Pero, justo o no, hay cosas irreconciliables que la razón tratará de justificar en vano, porque el gusto no las tolera y porque el ridículo las acoge.
El almirante, después de dar dos o tres vueltas alrededor del cuarto, con las manos detrás, y habiendo sido llamado al orden por su esposa, se aproximó al capitán Wentworth, y sin la menor idea de que podía interrumpir algo dio curso a sus propios pensamientos diciendo:
—De haber estado usted en Lisboa, la primavera última, Federico, hubiera tenido que dar usted pasaje a Lady Mary Grierson y a sus hijas.
—¿En serio? ¡Pues me alegro de haber entrado una semana después!
El almirante le echó en cara su falta de galantería. El capitán se defendió, alegando, sin embargo, que de buena voluntad jamás consentiría mujeres a bordo, excepto para un baile o una visita de algunas horas.
—Si usted conociera —dijo—, comprendería que no hago esto por falta de galantería. Es por saber cuán imposible es, pese a todos los esfuerzos y sacrificios que puedan hacerse, proporcionar a las mujeres todas las comodidades que merecen. No es falta de galantería, almirante; es colocar muy en alto las necesidades femeninas de comodidad personal, y esto es lo que yo hago. Detesto oír hablar de mujeres a bordo, o verlas embarcadas, y ninguna nave bajo mi comando aceptará señoras, mientras pueda evitarlo.
Esto llamó la atención de su hermana.
—¡Oh, Federico! No puedo comprender esto en ti; son refinamientos perezosos. Las mujeres pueden estar tan confortables a bordo como en la mejor casa de Inglaterra. Creo haber vivido a bordo más que muchas mujeres, y puedo asegurar que no hay nada superior a las comodidades de que disfrutan los hombres de guerra. Declaro que jamás ha habido galanterías especiales para mí, ni siquiera en Kellynch Hall —dirigiéndose a Ana—, que pudieran compararse a las de los barcos en los que he vivido. Y creo que éstos han sido unos cinco.
—Eso no significa nada —replicó su hermano—; tú eras la única mujer a bordo y viajabas con tu marido.
—Pero tú mismo has llevado a Mrs. Harville, su hermana, su prima y sus tres niños desde Portmouth a Plymouth. ¿Dónde dejaste esa extraordinaria galantería tuya?
—Abusaron de mi amistad, Sofía. Ayudaré siempre a la esposa de cualquier oficial compañero mientras pueda hacerlo, y hubiera llevado cualquier cosa de Harville hasta el fin del mundo, si me la hubiesen pedido. Pero esto no quiere decir que lo encuentre bien.
—Razón por la cual ellas estuvieron muy cómodas.
—Quizá sea por lo que no me gusta. ¡Las mujeres y los niños no tienen derecho a estar cómodos a bordo!
—Hablas tonterías, mi querido Federico. Di, ¿qué sería de nosotras, pobres esposas de marinos, que a menudo debemos ir de un puerto a otro en busca de nuestros maridos, si todos sintieran como tú?
—Mis sentimientos, tú lo sabes, no me impidieron llevar a Mrs. Harville y toda su familia a Plymouth.
—Pero detesto oírte hablar tan caballerosamente, y como si las mujeres fueran todas damas refinadas, en lugar de seres normales. Ninguna de nosotras espera siempre buen tiempo al viajar.
—Querida mía —explicó el almirante—, ya pensará de otro modo cuando tenga esposa. Si está casado y si tenemos la suerte de estar vivos en la próxima guerra, ya lo veremos hacer como tú, yo y muchos otros hemos hecho. Estará muy agradecido de cualquiera que le lleve a su esposa.
—¡Ay, así es!
—Terminemos —exclamó el capitán Wentworth—. Cuando los casados empiezan a atacarme diciendo: «Ya pensará usted de otro modo cuando se case», lo único que puedo contestar es: «No será así»; ellos responden entonces: «Sí, lo hará usted», y esto pone punto final al asunto.
Se levantó y se alejó.
—¡Qué gran viajera ha sido usted, señora! —dijo Mrs. Musgrove a Mrs. Croft.
—He viajado —bastante en mis quince años de matrimonio, aunque algunas mujeres han viajado aún más. He cruzado el Atlántico cuatro veces, y he estado en las Indias Orientales y he vuelto. Una vez estuve también en lugares cercanos como Cork, Lisboa y Gibraltar. Pero nunca he pasado los estrechos o llegado hasta las Indias Occidentales, Bermudas o las Bahamas; ¿saben ustedes?, no son las Indias Occidentales, como se las suele llamar.
Mrs. Musgrove no pudo replicar nada. Por otra parte, jamás había oído mencionar aquellos lugares.
—Y puedo asegurarle, señora —continuó Mrs. Croft, que nada hay superior a las comodidades que proporcionan los marinos. Hablo, por supuesto, de los navíos de primera calidad. Cuando se viaja en una fragata, como es natural, una está más confinada, pero cualquier mujer razonable puede ser perfectamente feliz en esta clase de barcos. Yo puedo afirmar que los períodos más felices de mi vida los he pasado a bordo. Cuando estábamos juntos, ¿sabe usted?, no había nada que temer. A Dios gracias he tenido siempre excelente salud y los cambios de clima no me afectan en absoluto. Unas pocas molestias las primeras veinticuatro horas de hacerse a la mar es todo lo que he sentido, pero jamás he estado mareada después. La única vez que en verdad sufrí, en cuerpo y alma; la única vez que no me encontré del todo bien, o que temí al peligro, fue el invierno que pasé sola en Deal cuando el almirante (capitán Croft, por aquel entonces) estaba en los mares del norte. Vivía en constante zozobra, llena de temores imaginarios, sin saber qué hacer con mis horas, o cuándo tendría noticias de él. Pero en cuanto estamos juntos, nada me asusta, y jamás he encontrado el menor inconveniente.
¡Ah, por supuesto! Estoy de acuerdo con usted, Mrs. Croft —fue la cálida respuesta de Mrs. Musgrove—. Nada hay tan malo como la separación. Mister Musgrove asiste siempre a las sesiones, y puedo asegurarle que soy muy feliz cuando éstas terminan y él regresa a mi lado.
La tarde terminó con un baile. Al pedirse música, Ana ofreció sus servicios como de costumbre, y a pesar de que sus ojos estaban en algunos momentos llenos de lágrimas mientras tocaba el instrumento, se alegraba mucho de tener algo que hacer, pidiendo como sola recompensa no ser observada.
Era una reunión alegre, agradable, y ninguno parecía de mejor ánimo que el capitán Wentworth. Ana sentía que tenía condiciones que lo elevaban sobre el resto, y que atraían consideración y atención; especialmente la atención de las jóvenes. Las señoritas Hayter, de la familia de primos ya mencionada, al parecer aceptaban como un honor el aparecer enamoradas de él; en cuanto a Enriqueta y Luisa, parecían no tener ojos más que para él, y sólo la continua fluencia de atenciones entre ambas permitía creer que no se consideraban rivales. ¿Se ufanaba él de la admiración general que despertaba? ¿Quién podría decirlo?
Estos pensamientos llenaban la mente de Ana mientras sus dedos trabajaban mecánicamente. Y así continuó por media hora, sin errores, pero sin conciencia de lo que hacía. En un momento sintió que la miraba, que observaba sus facciones alteradas, buscando quizás en ellas los restos de la belleza que una vez— lo había encantado; en un momento supo que debía estar hablando de ella, pero apenas lo comprendió hasta oír la respuesta. En un momento estuvo cierta de haberle oído preguntar a su compañera si miss Elliot no bailaba nunca. La respuesta fue: «Nunca. Ha abandonado por completo el baile. Prefiere tocar el piano». En un momento, también debió hablarle. Ella había abandonado el instrumento al terminar el baile, y él lo ocupó, tratando de encontrar una melodía que quería hacer escuchar a una de las señoritas Musgrove. Sin ninguna intención, ella volvió a un ángulo de la habitación. El se levantó del taburete y, dijo con estudiada cortesía:
—Perdón, señorita, éste es su asiento —y a pesar de que ella rehusó ocuparlo otra vez, él no se volvió a sentar.
Ana no deseaba más aquellos discursos y aquellas miradas. Su fría cortesía, su ceremoniosa gracia, eran peores que cualquier otra cosa.
Capítulo IX
El capitán Wentworth había llegado a Kellynch como a su propia casa, para permanecer allí tanto como desease, siendo patente que era el objeto de la fraternal amistad del almirante y de su esposa. Su primera intención al llegar había sido hacer una corta estadía y luego encaminarse sin demora a Shropshire a visitar a su hermano, establecido en aquel condado; pero los atractivos de Uppercross lo indujeron a posponer la idea. Había demasiado halago, demasiado calor amistoso, algo que realmente encantaba en aquella recepción; los viejos eran muy hospitalarios; los jóvenes, muy agradables; y así, pues, no podía decidirse a dejar aquel lugar, y aceptaba sin discusión los encantos de la esposa de Eduardo.
Uppercross ocupó pronto todos sus días. Difícil era decir quién tenía más prisa: él por aceptar la invitación o los Musgrove por hacerla. Por las mañanas en particular iba allí, porque no tenía compañía, puesto que el matrimonio Croft pasaba fuera las primeras horas del día, recorriendo sus nuevas posesiones, sus llanuras de pasto, sus ovejas, pasando el tiempo en una forma que se comprendía incompatible con la presencia de una tercera persona. A veces también recorrían el campo en un birlocho que habían adquirido no hacía mucho.
Los huéspedes de los Musgrove y éstos compartían la misma impresión acerca del capitán Wentworth: una admiración general y calurosa. Pero esta convicción unánime produjo mucho desagrado e incomodidad a un tal Carlos Hayter, quien al volver a reunirse con el grupo, pensó que el capitán Wentworth estaba absolutamente de sobra.
Carlos Hayter, un joven agradable y gentil, era el mayor de los primos, y entre él y Enriqueta había existido, según parecía, una considerable atracción antes de la llegada del capitán Wentworth. Era pastor y tenía un curato en las inmediaciones, en el cual no era imprescindible residir y, por lo tanto, lo hacía en casa de su padre, que distaba escasas dos millas de Uppercross.
Una corta ausencia había dejado a su dama sin vigilancia, en un período crítico de sus relaciones, y al volver, tuvo el disgusto de encontrar los modales de ella cambiados y de ver allí al capitán Wentworth.
Mrs. Musgrove y Mrs. Hayter eran hermanas. Ambas habían tenido dinero, pero sus matrimonios establecieron entre ellas una gran diferencia. Mr. Hayter poseía algo, pero su propiedad era una nadería comparada con la de los Musgrove; por otra parte, los Musgrove pertenecían a la mejor sociedad del lugar, mientras que a los Hayter, debido a la vida ruda y retirada de los padres, a los defectos de su educación y al nivel inferior en que vivían, no podía considerárseles como pertenecientes a ninguna clase, y el único contacto que tenían con la gente provenía de su parentesco con los Musgrove. Este hijo mayor, naturalmente, había sido educado como para ser un culto caballero y, por lo tanto, su educación y maneras eran muy diferentes a las de los demás.
Ambas familias habían guardado siempre las mejores relaciones; sin orgullo de una parte y sin envidia de la otra. Cierto sentimiento de superioridad de parte de las señoritas Musgrove se traducía en el placer de educar a sus primos. Las atenciones de Carlos a Enriqueta habían sido observadas por el padre y la madre de ésta sin ninguna desaprobación. «No será un gran matrimonio para ella, pero si le agrada… y parece agradarle…»
Enriqueta también compartía esta opinión antes de la llegada del capitán Wentworth. A partir de entonces, el primo Carlos fue relegado al olvido.
Cuál de las dos hermanas era la preferida del capitán Wentworth, era difícil de establecer, en lo que Ana podía ver al respecto. Enriqueta era quizá más bella, pero Luisa parecía más inteligente y atractiva. Por otra parte, ella no podía decir a la sazón si él se sentiría atraído por la belleza o por el carácter.
Mr. y Mrs. Musgrove, bien fuera por darse poca cuenta de las cosas, bien por entera confianza en el buen criterio de sus hijas o de los jóvenes que las rodeaban, parecían dejar todo en manos del azar. En la Casa Grande no había la más leve muestra de que alguien se ocupase de estas cosas; en la quinta era diferente: los jóvenes estaban más dispuestos a comentar y averiguar. Debido a esto, apenas había el capitán Wentworth concurrido tres o cuatro veces, y Carlos Hayter había reaparecido, Ana tuvo que escuchar la opinión de sus hermanos acerca de cuál sería el preferido. Carlos decía que el capitán Wentworth sería para Luisa; María, que para Enriqueta, pero convenían que a cualquiera de las dos que se dirigiese Wentworth, les sería grato.
Carlos jamás había visto un hombre más agradable en su vida. Por otra parte, de acuerdo con lo que había oído decir al mismo capitán Wentworth, podía afirmar que a lo menos había hecho en la guerra alrededor de veinte mil libras. Esto ya ponía una fortuna de por medio, además de las perspectivas de hacer otra en una siguiente guerra. Por otra parte, tenía la certeza de que el capitán Wentworth era muy capaz de distinguirse como cualquier oficial de la Armada. ¡Oh, por cierto sería un matrimonio muy ventajoso para cualquiera de sus hermanas!
—En verdad que lo sería —replicaba María—. ¡Dios mío, si llegara a alcanzar grandes honores! ¡Si llegara a tener algún título! «Lady Wentworth» suena grandioso. ¡Sería una gran cosa para Enriqueta! ¡Ocuparía mi puesto entonces y Enriqueta estaría encantada! Sir Federico y Lady Wentworth suena encantador; aunque es verdad que no me agrada la nobleza de nuevo cuño; jamás he considerado en mucho a nuestra nueva aristocracia.
María prefería casar a Enriqueta con el fin de desbaratar las pretensiones de Carlos Hayter, que jamás había sido de su agrado. Sentía que los Hayter eran gente decididamente inferior, y consideraba una verdadera desgracia que pudiera renovarse el parentesco entre ambas familias… en especial para ella y sus hijos.
—¿Saben ustedes? decía—, no puedo hacerme a la idea de que éste sea un buen matrimonio para Enriqueta; y considerando las alianzas que hemos hecho los Musgrove, no debe rebajarse ella en esa forma. No creo que ninguna joven tenga derecho a elegir a alguien que sea desventajoso para los mayores de su familia imponiéndoles un parentesco indeseable. Veamos un poco: ¿quién es Carlos Hayter? Nada más que un pastor de pueblo. ¡Una alianza muy conveniente para la señorita Musgrove de Uppercross!…
Su marido discrepaba. Además de cierta simpatía por su primo Carlos Hayter, recordaba que éste era primogénito, y siéndolo él mismo, veía las cosas desde este punto de vista.
—Dices tonterías, María —era su respuesta—; no será un partido demasiado ventajoso para Enriqueta, pero Carlos puede obtener, por medio de los Spicers, algo del obispo dentro de un año o dos; por otra parte, no debes olvidar que es el hijo mayor. Cuando mi tío muera, heredará una buena propiedad. Los terrenos de Winthrop no son menos de cien hectáreas; además de la granja cercana a Taunton, que es de las mejores tierras del lugar. Te aseguro que Carlos no sería un matrimonio desventajoso para Enriqueta. Debe ser así: el único candidato posible es Carlos. Es un joven bondadoso y de buen carácter. Por otra parte, cuando herede Winthrop lo convertirá en algo muy diferente de lo que ahora es, y vivirá una vida muy distinta de la que ahora lleva. Con esta propiedad no puede ser nunca un candidato despreciable. ¡Una bonita propiedad por cierto! Enriqueta haría muy mal en perder esta oportunidad; y si Luisa se casa con el capitán Wentworth, te aseguro que podremos darnos por satisfechos.
—Carlos podrá decir lo que quiera —decía María a Ana apenas éste dejaba el salón—, pero sería chocante que Enriqueta se casase con Carlos Hayter. Sería malo para ella y peor aún para mí. Es muy de desear que el capitán Wentworth se lo saque de la cabeza, como realmente creo que ha sucedido. Apenas miró a Carlos Hayter ayer. Me hubiera gustado que hubieses estado presente para ver su comportamiento. En cuanto a suponer que al capitán Wentworth le guste Luisa tanto como Enriqueta, es ridículo. Le gusta Enriqueta muchísimo más. ¡Pero Carlos es tan positivo! De haber estado ayer habrías decidido cuál de nuestras dos opiniones era la justa. No dudo que hubieses pensado como yo, a menos de estar deliberadamente en mi contra.
Esto había tenido lugar en una comida en casa de los Musgrove en la que se había esperado a Ana, pero ésta se excusó de concurrir so pretexto de un dolor de cabeza y una leve recaída del pequeño Carlos. Pero en verdad no había ido para evitar encontrarse con Wentworth.
A las ventajas de la noche, que había pasado tranquilamente, se añadía la de no haber sido la tercera en discordia.
En cuanto al capitán Wentworth, opinaba ella que debía éste conocer sus sentimientos lo suficiente como para no comprometer su honorabilidad, o poner en peligro la felicidad de cualquiera de las dos hermanas, escogiendo a Luisa en lugar de Enriqueta o a Enriqueta en lugar de Luisa. Cualquiera de las dos sería una esposa cariñosa y agradable. En cuanto a Carlos Hayter, le apenaba el dolor que podía causar la ligereza de una joven, y su corazón simpatizaba con las penas que sufriría él. Si Enriqueta se equivocaba respecto a la naturaleza de sus sentimientos, no podía decirse con tanta premura.
Carlos Hayter había encontrado en la conducta de su prima muchas cosas que lo intranquilizaban y mortificaban. Su afecto mutuo era demasiado antiguo para haberse extinguido en dos nuevos encuentros y no dejarle otra solución que reiterar sus visitas a Uppercross. Pero, sin duda, existía un cambio que podía considerarse alarmante si se atribuía a un hombre como el capitán Wentworth. Hacía sólo dos domingos que Carlos Hayter la había dejado y estaba ella entonces interesada (de acuerdo con los deseos de él) en que obtuviera el curato de Uppercross en lugar del que tenía. Parecía entonces lo más importante para ella que el doctor Shirley, el rector, que durante cuarenta años había atendido celosamente los deberes de su curato, pero que a la sazón se sentía demasiado enfermo para continuar, se sirviese de un buen auxiliar como lo sería Carlos Hayter. Muchas eran las ventajas: Uppercross estaba cerca y no tendría que recorrer seis millas para llegar a su parroquia; tener una parroquia mejor, desde cualquier punto de vista; haber ésta pertenecido al querido doctor Shirley, y poder éste, por fin, retirarse de las fatigas que ya no podían soportar sus años. Todas éstas eran grandes ventajas según Luisa, pero más aún según Enriqueta, hasta el punto de que llegaron a constituir su principal preocupación. Pero a la vuelta de Carlos Hayter, ¡vive Dios!, todo el interés se había desvanecido. Luisa no mostraba el menor deseo de saber lo que había conversado con el doctor Shirley: permanecía en la ventana esperando ver pasar al capitán Wentworth. Enriqueta misma parecía sólo prestar una parte de su atención al asunto, y parecía haber apagado también toda ansiedad al respecto.
—Me alegro mucho de verdad. Siempre creí que obtendrías esto. Estuve siempre segura. No me parece que… En una palabra, el doctor Shirley debe tener un pastor con él, y tú has obtenido su promesa. ¿Lo ves venir, Luisa?
Una mañana, después de la cena en casa de los Musgrove, a la cual Ana no había podido asistir, el capitán Wentworth entró en el salón de la quinta en momentos en que no estaban allí más que Ana, y el pequeño inválido, Carlitos, que descansaba sobre el sofá.
La sorpresa de encontrarse casi a solas con Ana Elliot alteró la habitual compostura de sus modales. Se detuvo y sólo atinó a decir:
—Creí que miss Musgrove estaba aquí. La señora Musgrove me dijo que podría encontrarlas…
Después se encaminó hacia la ventana para tranquilizarse un poco y encontrar la manera de reponerse.
—Está arriba con mi hermana; creo que vendrán en seguida —fue la respuesta de Ana, en medio de la natural confusión. Si el niño no la hubiese llamado en aquel momento, hubiera huido de la habitación, aliviando así la tensión establecida entre ambos.
El continuó en la ventana, y después de decir cortésmente: «Espero que el niño esté mejor», guardó silencio.
Ella se vio obligada a arrodillarse al lado del sofá y permanecer allí para dar gusto al pequeño paciente. Esto se prolongó algunos minutos hasta que, con gran satisfacción, oyó los pasos de alguien cruzando el vestíbulo. Esperó ver entrar al dueño de la casa, pero se trataba de una persona que no habría de facilitar las cosas: Carlos Hayter, quien no pareció alegrarse más de ver al capitán Wentworth que éste de ver a Ana.
Ana atinó a decir:
—¿Cómo está usted? ¿Desea sentarse? Los demás vendrán en seguida.
El capitán Wentworth dejó la ventana y se aproximó, con aparentes deseos de entablar conversación. Pero Carlos Hayter se encaminó a la mesa y se sumió en la lectura de un periódico. El capitán Wentworth retornó a la ventana.
Al minuto siguiente, un nuevo personaje entró en acción. El niño más pequeño, una fuerte y desarrollada criatura de dos años, de seguro introducido por alguien que desde afuera le abrió la puerta, apareció entre ellos y se dirigió directamente al sofá para enterarse de lo que pasaba e iniciar cualquier travesura.
Como no había nada que comer, lo único que podía hacer era jugar, y como su tía no le permitía molestar a su hermano enfermo, se prendió de ella en tal forma, que, estando ocupada en atender al enfermito, no podía librarse de él. Ana le habló, lo reprendió, insistió, pero todo fue en vano. En un momento consiguió rechazarlo, pero sólo para que volviera a prenderse de su espalda.
—Walter —dijo Ana—, déjame en paz. Eres muy molesto. Me enfadas.
—¡Walter! gritó Carlos Hayter—, ¿por qué no haces lo que te mandan? ¿No oyes lo que te dice tu tía? Ven acá, Walter, ven con el primo Carlos.
Pero Walter no se movió.
De pronto, Ana se sintió libre de Walter. Alguien, inclinándose sobre ella, había separado de su cuello las manos del niño. Ana se encontró libre antes de comprender que era el capitán Wentworth quien había cogido a la criatura.
Las sensaciones que tuvo al descubrirlo fueron intraducibles. Ni siquiera pudo dar las gracias: hasta tal punto había quedado sin habla. Lo único que pudo hacer fue inclinarse sobre el pequeño Carlos presa de una confusión de sentimientos. La bondad demostrada al correr en su auxilio, la manera, el silencio en que lo había hecho, todos los pequeños detalles, junto con la convicción (dado el ruido que comenzó a hacer con el niño) de que lo que menos deseaba era su agradecimiento, y que lo que más deseaba era evitar su conversación, produjeron una confusión de múltiples y dolorosos sentimientos, de los que no lograba reponerse, hasta que la entrada de las hermanas Musgrove le permitió dejar el pequeño paciente a su cuidado y abandonar el cuarto. No podía seguir allí. Hubiera sido una oportunidad de atisbar las esperanzas y celos de los cuatro; era la oportunidad de verlos juntos, pero no podía soportarlo. Era evidente que Carlos Hayter no estaba bien dispuesto hacia el capitán Wentworth. Tenía idea de haber oído decir entre dientes, después de la intervención del capitán Wentworth: Debiste haberme hecho caso, Walter. Te dije que no molestaras a tu tía, en un tono de voz resentida; y comprendió el enojo del joven porque el capitán Wentworth había hecho lo que él debió hacer. Pero por el momento, ni los sentimientos de Carlos Hayter ni los de nadie contaban hasta que hubiera tranquilizado los suyos propios. Estaba avergonzada de sí misma, de estar nerviosa, de prestar tanta atención a una niñería; pero así era, y requirió largas horas de soledad y reflexión para recobrar la compostura.
Capítulo X
Ocasiones no faltaron para que Ana pudiera observar. Llegó un momento en que estando en compañía de los cuatro pudo formar su propia opinión sobre aquel estado de cosas; pero era demasiado lista para darla a conocer al resto, sabiendo que no agradaría ni a la esposa ni al marido. A pesar de creer que Luisa era la preferida, no lograba imaginar (por lo que recordaba del carácter del capitán Wentworth) que pudiera estar enamorado de ninguna de las dos. Ellas parecían estarlo de él; pero, a decir verdad, no era el caso hablar de amor. Se trataba más bien de una apasionada admiración, que sin duda terminaría en enamoramiento. Carlos Hayter comprendía que casi no contaba, no obstante Enriqueta por momentos parecía dividir sus atenciones entre ambos. Ana hubiera deseado hacerles ver la verdad y prevenir a todos en contra de los males a los que se exponían, sin embargo no atribuía malas intenciones a ninguno. Y se sintió satisfecha al descubrir que el capitán Wentworth no parecía consciente del daño que ocasionaba. No había engreimiento ni compasión en sus modales. Es posible que nunca hubiera oído hablar o hubiera pensado en Carlos Hayter. Su único error consistía en aceptar (que no es otra la expresión que puede emplearse) las atenciones de las dos muchachas.
Tras breve lucha, Carlos Hayter pareció abandonar el campo. Pasó tres días sin dejarse ver por Uppercross, lo que significaba un verdadero cambio. Hasta rehusó una formal invitación a cenar. Mr. Musgrove, en una ocasión, lo encontró muy ocupado con unos voluminosos libros, y consiguió que el señor y la señora Musgrove comentaran que algo le ocurría, y que si estudiaba de tal manera acabaría por morir. María creyó, aliviada, que había sido rechazado por Enriqueta, mientras su marido vivía pendiente de verlo aparecer al día siguiente. A Ana, por su parte, le parecía bastante sensata la actitud de Carlos Hayter.
Una mañana, mientras Carlos Musgrove y el capitán Wentworth andaban juntos de cacería, y mientras las mujeres de la quinta estaban sentadas trabajando sosegadamente, recibieron la visita de las hermanas de la Casa Grande.
Era una hermosa mañana de noviembre, y las señoritas Musgrove venían andando en medio de los terrenos sin otro propósito, según afirmaron, que dar un «largo» paseo. Suponían que, poniéndolo así, María no tendría deseos de acompañarlas. Pero ésta, ofendida de que no se la supusiera buena para las caminatas, respondió al instante:
—¡Oh!, me gustaría ir con ustedes; me gusta muchísimo caminar.
Ana se convenció, por las miradas de las dos hermanas, que aquello era, ni más ni menos, lo que deseaban evitar, y se asombró una vez más de la creencia que surge de los hábitos familiares de que todo paso que damos debe ser comunicado y realizado en conjunto, a pesar de que no nos agrade o nos cree dificultades. Trató de disuadir a María de compartir el paseo de las hermanas, pero todo fue inútil. Y siendo así, pensó que lo mejor sería aceptar la invitación que las Musgrove le hacían también a ella, ya que por cierto era mucho más cordial. Con ella podría volverse su hermana y dejar a las Musgrove libres para cualquier plan que hubiesen trazado.
—¡No sé por qué suponen que no me gusta caminar! —exclamó María mientras subían la escalera—. Todos piensan que no soy buena para ello. Sin embargo no les hubiera agradado que rechazara su invitación. Cuando la gente viene expresamente a invitarnos, ¿cómo podemos rehusar?
Justo al momento de partir, volvieron los caballeros. Habían llevado consigo un cachorro que les había arruinado la diversión y a causa del cual regresaban a casa temprano. Su tiempo disponible y sus ánimos parecían convidarlos a este paseo, que aceptaron sin vacilar. Si Ana lo hubiese previsto, ciertamente se hubiera quedado en casa; la curiosidad y el interés eran lo único que la llevaba con gusto al paseo. Pero era demasiado tarde para echar pie atrás, y los seis se pusieron en marcha en la dirección que llevaban las señoritas Musgrove, quienes al parecer se consideraban encargadas de guiar la caminata.
Ana no deseaba estorbar a nadie, y, por ello, en los recodos del camino se las ingeniaba para quedarse al lado de su hermana. Su placer provenía del ejercicio y del hermoso día, de la vista de las últimas sonrisas del año sobre las manchadas hojas y los mustios cercados, y del recuerdo de algunas descripciones poéticas del otoño, estación de peculiar e inextinguible influencia en las almas tiernas y de buen gusto; estación que ha arrancado a cada poeta digno de ser leído alguna descripción o algunos sentimientos. Se ocupaba cuanto podía en atraer estas remembranzas a su mente; pero era imposible que estando cerca del capitán Wentworth y de las hermanas Musgrove no hiciera algún esfuerzo por oír su charla. Nada demasiado importante pudo escuchar, sin embargo. Era una plática ligera, como la que pueden sostener jóvenes cualesquiera en un paseo más o menos íntimo. Conversaba él más con Luisa que con Enriqueta. Luisa, sin duda, le llamaba más la atención. Esta atención parecía crecer y hubo unas frases de Luisa que sorprendieron a Ana. Después de otro más de los continuos elogios que se hacían al hermoso día, el capitán Wentworth señaló:
—¡Qué tiempo admirable para el almirante y mi hermana! Tenían la intención de ir lejos en el coche esta mañana; quizá los veamos aparecer detrás de una de estas colinas. Algo dijeron de venir por este lado. Me pregunto por dónde andarán arruinando su día. Me refiero, claro está, al trajín del coche. Esto ocurre con mucha frecuencia y a mi hermana parece no importarle para nada el traqueteo.
—¡Oh! Ya sé que a ustedes les gusta correr —exclamó Luisa—, pero en el lugar de su hermana, haría absolutamente lo mismo. Si amara a un hombre de la misma manera que ella ama al almirante, estaría siempre con él; nada podría separarnos, y preferiría volcar con él en un coche que viajar sin peligro dirigida por otro.
Había hablado con entusiasmo.
—¿Es verdad eso? —repuso él, adoptando el mismo tono—. ¡Es usted admirable! Después guardaron silencio por un rato.
Ana no pudo volver a refugiarse en la evocación de algún verso. Las dulces escenas de otoño se alejaron, con excepción de algún suave soneto en el que se hacía referencia al año que termina, las imágenes de la juventud, de la esperanza y de la primavera declinantes, el que ocupó su memoria vagamente. Se apresuró a decir mientras marchaban por otro sendero:
—¿No es éste uno de los caminos que conducen a Winthrop?— Pero nadie la escuchó, o al menos, nadie respondió.
Winthrop, o sus alrededores, donde los jóvenes solían vagabundear, era el lugar al que se dirigían. Una larga marcha entre caminos donde trabajaban los arados, y en los que los surcos recién abiertos hablaban de las tareas del labrador, iban en contra de la dulzura de la poesía y sugerían una nueva primavera. Llegaron entonces a lo alto de una colina que separaba a Uppercross de Winthrop y desde donde se podía contemplar una vista completa del lugar, al pie de la elevación.
Winthrop, nada bello y carente de dignidad, se extendía ante ellos; una casa baja, insignificante, rodeada de las construcciones y edificios típicos de una granja.
María exclamó:
—¡Válgame Dios! Ya estamos en Winthrop. No tenía idea de haber caminado tanto. Creo que deberíamos volver ahora; estoy demasiado cansada.
Enriqueta, consciente y avergonzada, no viendo aparecer al primo Carlos por ninguno de los senderos ni surgiendo de ningún portal, se disponía a cumplir con el deseo de María.
—¡Oh, no! dijo Carlos Musgrove.
—No, no —dijo Luisa con mayor energía y, llevando a su hermana a un pequeño rincón, pareció argumentar con ella airadamente sobre el asunto.
Carlos, por otra parte, deseaba ver a su tía, ya que el destino los había llevado tan cerca. Era asimismo evidente que, temeroso, trataba de inducir a su esposa a que los acompañara. Pero éste era uno de los puntos en los que la dama mostraba su tenacidad, y así, pues, cuando se le recomendó la idea de descansar un cuarto de hora en Winthrop, ya que estaba agotada, respondió:
—¡Oh, no, desde luego que no! segura de que el descenso de aquella colina le ocasionaría una molestia que no recompensaría ningún descanso en aquel lugar. En una palabra, sus ademanes y sus modos afirmaban que no tenía la más remota intención de ir.
Después de una serie de debates y consultas, convinieron con Carlos y sus dos hermanas que él y Enriqueta bajarían por unos pocos minutos a ver a su tía, mientras el resto de la partida los esperaría en lo alto de la colina. Luisa parecía la principal organizadora del plan; y como bajó algunos pasos por la colina hablando con Enriqueta, María aprovechó la oportunidad para mirarla, desdeñosa y burlona, y decir al capitán Wentworth:
—No es muy grato tener tal parentela. Pero le aseguro a usted que no he estado en esa casa más de dos veces en mi vida.
No recibió más respuesta que una artificial sonrisa de asentimiento, seguida de una desabrida mirada, al tiempo que le volvía la espalda; y Ana conocía demasiado bien el significado de esos gestos. El borde de la colina donde permanecieron era un alegre rincón; Luisa volvió, y María, habiendo encontrado un lugar confortable para sentarse, en los umbrales de un pórtico, se sentía por demás satisfecha de verse rodeada de los demás. Pero Luisa llevó consigo al capitán Wentworth con el objeto de buscar unas nueces que crecían junto a un cerco, y cuando desaparecieron de su vista, María dejó de ser dichosa. Comenzó a enfadarse hasta con el asiento que ocupaba…; seguramente Luisa había encontrado uno mejor en alguna otra parte. Se aproximó hasta la misma entrada del sendero, pero no logró verlos por ninguna parte. Ana había encontrado un buen asiento para ella, en un banco soleado, detrás de la cerca en donde estaba segura se encontraban los otros dos. María volvió a sentarse, pero su tranquilidad fue breve; tenía la certeza de que Luisa había encontrado un buen asiento en alguna otra parte, y ella debía compartirlo.
Ana, realmente cansada, se alegraba de sentarse; y bien pronto oyó al capitán Wentworth y a Luisa marchando detrás del cerco, en busca del camino de vuelta entre el rudo y salvaje sendero central. Venían hablando. La voz de Luisa era la más distinguible. Parecía estar en medio de un acalorado discurso. Lo primero que Ana escuchó fue:
Y por esto la hice ir. No podía soportar la idea de que se asustara de la visita por semejante tontería. Qué, ¿habría acaso yo dejado de hacer algo que he deseado hacer y que creo justo por los aires y las intervenciones de una persona semejante, o de cualquier otra persona? No, por cierto que no es tan fácil hacerme cambiar de idea. Cuando deseo hacer algo, lo hago. Y Enriqueta tenía toda la determinación de ir a Winthrop hoy, pero lo hubiera abandonado todo por una complacencia sin sentido.
—¿Entonces se hubiera vuelto, de no haber sido por usted?
—Así es. Casi me avergüenza decirlo.
—¡Suerte para ella tener un criterio como el de usted a mano! Después de lo que me ha dicho, y de lo que yo mismo he observado la última vez que los vi juntos, no me cabe la menor duda de lo que está ocurriendo. Me doy cuenta de que no es sólo una visita de cortesía a su tía. Gran dolor espera a ambos, cuando se trate de asuntos importantes para ellos cuando se requieran en realidad certeza y fuerza de carácter, si ya ella no tiene determinación para imponerse en una niñería como ésta. Su hermana es una criatura encantadora, pero bien veo que es usted quien posee un carácter decidido y firme. Si aprecia la felicidad de ella, procure infundirle su espíritu. Esto, sin duda, es lo que usted ya está haciendo. El peor mal de un carácter indeciso y débil es que jamás se puede contar con él enteramente. Jamás podemos tener la certeza de que una buena impresión sea duradera. Cualquiera puede cambiarla; dejemos que sean felices aquellos que son firmes. ¡Aquí hay una nuez! exclamó, cogiendo una de una rama alta—. Tomemos este ejemplo; una hermosa nuez, que, dotada de fuerza original, ha sobrevivido a todas las tempestades del otoño. Ni un punto, ni un rincón débil. Esta nuez —prosiguió con juguetona solemnidad—, mientras muchas de las de su familia han caído y han sido pisoteadas, es aún dueña de toda la felicidad que puede poseer una nuez. Luego, volviendo a su tono habitual, continuó—: Mi mayor deseo para todas aquellas personas que me interesan es que sean firmes. Si Luisa Musgrove desea ser feliz en el otoño de su vida, debe preservar y emplear todo el poder de su mente.
Al terminar de hablar sólo le respondió el silencio. Hubiese sido una sorpresa para Ana que Luisa hubiera podido contestar de inmediato a este discurso. ¡Palabras tan interesantes, dichas con tanto calor! Podía imaginar lo que Luisa sentía. En cuanto a ella, temía moverse por miedo a ser vista. Al paso de ellos, una gruesa rama la protegió y pasaron sin advertir su presencia. Antes de desaparecer, sin embargo, volvió a oírse la voz de Luisa:
—María es muy buena en ciertos aspectos —dijo—, pero a veces me enfada con su estupidez y orgullo, el orgullo de los Elliot. Tiene demasiado del orgullo de los Elliot. Hubiéramos preferido que Carlos se casara con Ana. ¿Sabía usted que era a ésta a quien pretendía?
Después de una pausa, el capitán Wentworth preguntó:
—¿Quiere decir que ella lo rechazó?
—Eso mismo.
¿Cuándo ocurrió esto?
—No podría decirlo con exactitud, porque Enriqueta y yo estábamos por entonces en el colegio. Creo que un año antes de que se casara con María. Hubiera deseado que Ana aceptara. A todos nos gustaba ella muchísimo más, y papá y mamá siempre han creído que todo fue obra de su gran amiga Lady Russell. Ellos creen que Carlos no era lo suficientemente cultivado para conquistar a Lady Russell, y que, por consiguiente, ésta persuadió a Ana de rechazarlo.
Las voces se alejaban y Ana no pudo oír más. Sus propias emociones la mantuvieron quieta. El destino fatal del que escucha no podía aplicársele enteramente. Había oído hablar de ella misma, pero no había oído hablar mal y, sin embargo, aquellas palabras eran de dolorosa importancia. Supo entonces cómo consideraba su propio carácter el capitán Wentworth. Y el sentimiento y la curiosidad adivinados en las palabras de él la agitaban en extremo.
Tan pronto pudo, fue a reunirse con María, y ambas se dirigieron a su primitivo puesto. Pero sólo sintió un alivio cuando todos se encontraron de nuevo reunidos y la partida se puso en marcha. Su estado de ánimo requería de la soledad y del silencio que pueden hallarse en un grupo numeroso de personas.
Carlos y Enriqueta volvieron acompañados, como era de presumir, por Carlos Hayter. Los detalles de todo este asunto Ana no podía entenderlos; hasta el capitán Wentworth parecía no estar del todo enterado. Era evidente, sin embargo, cierto retraimiento de parte del caballero, y cierto enternecimiento de parte de la dama, como asimismo que ambos se alegraban de verse nuevamente. Enriqueta parecía un poco avergonzada, pero su dicha era evidente. En cuanto a Carlos Hayter, se le notaba demasiado feliz, y ambos se dedicaron el uno a la otra casi desde los primeros pasos de la vuelta a Uppercross.
Todo parecía indicar que era Luisa la candidata para el capitán Wentworth: jamás había sido algo tan evidente. Si es que eran necesarias nuevas divisiones de la partida o no, no podía decirse, pero lo cierto es que ambos caminaron lado a lado casi tanto tiempo como la otra pareja. En una amplia pradera donde había espacio para todos, se habían dividido ya de esta manera, en tres partidas distintas. Ana necesariamente pertenecía a aquella de las tres que mostraba menos animación y complacencia. Se había unido a Carlos y a María, tan cansada que llegó a aceptar el otro brazo de Carlos. Pero Carlos, pese a encontrarse de buen humor con respecto a ella, parecía enfadado con su esposa. María se había mostrado insumisa, y ahora debía sufrir las consecuencias, que no eran otras que el abandono que hacía del brazo de ella a cada momento para cortar con su bastón algunas ortigas que sobresalían del cerco. María comenzó a quejarse, como siempre, arguyendo que el estar situada al lado del cerco hacía que se la molestase a cada instante, mientras que Ana marchaba por el lado opuesto sin ser incomodada; a esto respondió él abandonando el brazo de ambas y emprendiendo la persecución de una comadreja que vio por casualidad; entonces casi llegaron a perderlo de vista.
La larga pradera bordeaba un sendero, cuya vuelta final debían cruzar; y cuando toda la comitiva hubo llegado al portal de salida, el coche que se había oído marchar en la distancia por largo tiempo llegó hasta ellos, y resultó ser el birlocho del almirante Croft. El y su esposa acababan de realizar el proyectado paseo y regresaban a casa. Después de enterarse de la larga caminata hecha por los jóvenes, amablemente ofrecieron un asiento a cualquiera de las señoras que se encontrara particularmente cansada; de esta forma le evitarían andar una milla y, por otra parte, proyectaban cruzar Uppercross. La invitación fue general, pero todas la declinaron. Las señoritas Musgrove no se sentían fatigadas para nada; en cuanto a María, o bien se sintió ofendida de que no le hubiesen preguntado primero, o bien el orgullo de los Elliot se sublevó ante la idea de hacer de tercero en la silla de un pequeño birlocho.
La partida había cruzado ya el sendero y subía por el declive opuesto, y el almirante había puesto en movimiento su caballo cuando el capitán Wentworth se aproximó para decir algo a su hermana. Qué era pudo adivinarse por el efecto causado.
—Señorita Elliot, de seguro está usted cansada —dijo Mrs. Croft. Permítanos el placer de llevarla a casa. Hay muy cómodamente lugar para tres, puedo asegurárselo. Si todos tuviéramos sus proporciones diría que hay sitio para cuatro. Debe venir con nosotros. Ana estaba aún en el sendero y, aunque instintivamente quiso negarse, no se le permitió proseguir. El almirante acudió en ayuda de su esposa, y fue imposible rehusar a ambos.
Se apretujaron cuanto fue posible para dejarle espacio, y el capitán Wentworth, sin decir palabra, la ayudó a trepar al carruaje.
Sí, lo había hecho. Se encontraba sentada en el coche, y era él quien la había colocado allí, su voluntad y sus manos lo habían hecho; esto se debía a la percepción que él tuvo de su fatiga y a su deseo de darle descanso. Se sintió muy afectada al comprobar la disposición de ánimo que abrigaba hacia ella y que todos estos detalles ponían de manifiesto. Esta pequeña circunstancia parecía el corolario de todo lo que había ocurrido antes. Ella lo entendía. No podía perdonarla, pero no podía ser descorazonado hacia ella. Pese a condenarla en el pasado, recordándolo con justo y gran resentimiento, a pesar de no importarle nada de ella y de comenzar a interesarse por otra, no podía verla sufrir sin el deseo inmediato de darle alivio. Era el resto de los antiguos sentimientos; un impulso de pura e inconsciente amistad; una prueba de su corazón amable y cariñoso, y ella no podía contemplar todo esto sin sentimientos confusos, mezcla de placer y dolor, sin poder decir cuál de los dos prevalecía.
Sus respuestas a las atenciones y preguntas de sus compañeros fueron inconscientes al principio. Habían andado la mitad del rudo sendero antes de que ella comprendiera de lo que estaban hablando. Hablaban de «Federico».
—Ciertamente está interesado en alguna de estas dos muchachas, Sofía —decía el almirante—; pero ni él mismo sabe en cuál de las dos. Ya las ha cortejado bastante como para saber a cuál escoger. Ah, esta indecisión es consecuencia de la paz. Si hubiera guerra ya habría escogido hace tiempo. Los marinos, señorita Elliot, no podemos permitirnos el lujo de hacer un cortejo largo en tiempos de guerra. ¿Cuántos días pasaron, querida, entre el primer día que te vi y aquel en que nos sentamos juntos en nuestras propiedades de North Yarmouth?
—Mejor no hablar de ello, querido —dijo Mrs. Croft suavemente—, porque si miss Elliot oyera cuán rápidamente llegamos a entendemos, nunca entendería que hayamos sido tan felices juntos. Te conocía, sin embargo, de oídas desde mucho antes.
—Y yo había oído hablar de ti como de una muchacha muy bonita. Por otra parte, ¿qué teníamos que esperar? No me gusta esperar mucho por nada. Desearía que Federico se diese prisa y nos trajese a casa una de estas damitas de Kellynch. Siempre habrá allí compañía para ellas. Y en verdad son muy agradables, aunque apenas distingo a una de la otra.
—Muchachas sinceras y de buen carácter realmente —dijo Mrs. Croft en tono de tranquilo elogio, con algo en la manera de hablar que hizo pensar a Ana que no consideraba a ninguna de las dos hermanas dignas de casarse con su hermano— y de una familia muy respetable. No se podría encontrar mejores parientes… ¡Mi querido almirante, ese poste! ¡Nos vamos contra ese poste!
Pero, empuñando ella misma las riendas, evitó el peligro; más adelante evitó un surco y el caer bajo las ruedas de un coche grande; Ana, ligeramente divertida de la manera de conducir de ambos, unidos sobre las riendas, lo que también podía ser un símbolo de su unión en otros aspectos, se encontró tranquilamente de vuelta en su casa.
Capítulo XI
Se acercaba el tiempo del regreso de Lady Russell. Ya estaba fijado el día. Ana deseaba unirse a ella tan pronto como volviera a establecerse, y pensaba en su próxima partida de Kellynch, preguntándose si su paz se vería amenazada por ello.
Estaría en la misma villa que el capitán Wentworth, sólo a una milla de distancia; frecuentarían la misma iglesia y, sin duda, se establecerían relaciones entre las dos familias. Eso estaba en contra de ella, pero, por otra parte, él pasaba tanto tiempo en Uppercross que el marcharse de allí era más bien como si lo dejara, en vez de aproximársele como en verdad ocurría. Por otra parte, en lo que a ella misma concernía, no podía evitar pensar que salía ganando al cambiar la compañía de María por la de Lady Russell.
Hubiera deseado no ver para nada al capitán Wentworth, especialmente en las habitaciones del Hall, que tan llenas de dolorosos recuerdos estaban para ella, puesto que eran las de sus primeros encuentros. Más aún la preocupaba el posible encuentro del capitán Wentworth con Lady Russell. No simpatizaban, y un reencuentro no podría acarrear nada bueno. Por otra parte, en caso de verlos juntos a ellos dos, Lady Russell iba a encontrar que él tenía gran dominio de sí mismo y ella, muy poco.
Estas cavilaciones eran su preocupación mientras preparaba su despedida de Uppercross, donde creía haber estado ya bastante. Los cuidados que había prodigado al pequeño Carlos llenarían el recuerdo de esos dos meses con cierta dulzura; había sido necesaria y útil. Pero el pequeño recobraba fuerzas día a día y ya nada justificaba que permaneciese allí.
El final de su visita, sin embargo, fue distinto de todo lo previsto por ella. El capitán Wentworth, después de dos días de ausencia de Uppercross, apareció, relatando los motivos que lo habían alejado. Una carta de su amigo el capitán Harville, que por fin había llegado a su poder, informaba de sus proyectos de establecerse con su familia durante el invierno en Lyme; por consiguiente, el capitán y sus amigos habían estado, sin saberlo, a escasas veinte millas el uno del otro. El capitán Harville nunca había recobrado enteramente su salud después de una seria herida recibida dos años antes, y la ansiedad que el capitán Wentworth sentía por ver a su amigo lo hicieron dirigirse de inmediato a Lyme. Estuvo allí veinticuatro horas. Sus excusas fueron aceptadas sin problema; su celo amistoso muy ponderado. Su amigo despertó gran interés, y, por último, la descripción de las bellezas de Lyme llamaron tanto la atención de los miembros de la reunión, que la inmediata consecuencia fue un proyecto para ir de excursión a ese lugar.
Los jóvenes estaban enloquecidos por conocer Lyme. El capitán Wentworth hablaba de volver; Lyme distaba sólo diecisiete millas de Uppercross; a pesar de correr el mes de noviembre, el tiempo no era en modo alguno malo, y por último, Luisa, que era la más ansiosa entre las ansiosas, habiendo decidido ir, no logró que quebrantaran su propósito las insinuaciones de su padre y su madre para postergar la excursión hasta la entrada del verano. Así, pues, a Lyme debían ir todos: Carlos, María, Ana, Enriqueta, Luisa y el capitán Wentworth.
La idea al principio fue partir por la mañana y volver por la noche; y así se hubiera hecho de no intervenir mister Musgrove, que pensaba en sus caballos. Por otra parte, pensándolo bien, en el mes de noviembre un solo día no iba a dejar mucho tiempo para conocer el lugar, en especial descontando las siete horas que el mal estado de los caminos requería para ir y volver. Resolvieron entonces pasar la noche en Lyme y no volver hasta el día siguiente a la hora de cenar. Esto fue considerado muchísimo mejor por todo el grupo. Así, a pesar de haberse reunido en la Casa Grande bastante temprano a desayunar, y de la puntualidad general, fue bastante después del mediodía cuando los dos carruajes, el de Mr. Musgrove conduciendo a las cuatro señoras, y el carricoche de Carlos, en que éste llevaba al capitán Wentworth, descendieron la larga colina en dirección a Lyme y entraron en la tranquila calle del pueblo. Era evidente que no hubieran tenido tiempo de recorrerla antes que la luz y el calor del día desaparecieran.
Después de encontrar alojamiento y ordenar la comida en una de las posadas, lo que correspondía hacer, por supuesto, era preguntar el camino del mar. Habían llegado a una altura demasiado avanzada del año para disfrutar de cualquier entretenimiento o variedad que Lyme pudiera proporcionar como lugar público. Las habitaciones estaban cerradas, los huéspedes, retirados; casi no quedaban más familias que las de los residentes; y, como hay muy poco que ver en los edificios por sí mismos, lo único que los paseantes podían admirar era la notable disposición del pueblo, con su calle principal cayendo directamente hacia el mar, el camino a Cobb, rodeando la pequeña y agradable bahía que en el verano tiene la animación que le prestan las casillas de baños y la grata compañía de la gente; por último, Cobb, con sus antiguas maravillas y nuevas mejoras, con la hermosa línea de los riscos destacándose al este de la ciudad; esto, y no otra cosa, era lo que debían buscar los forasteros; y, en realidad, debía ser un forastero muy extraño aquel que viendo los encantos de la población no deseara conocerla mejor para descubrir nuevas bellezas, como los alrededores, Charmouth, con sus alturas y su limpia campiña, y, más aún, su suave bahía retirada, detrás de negros peñascos, con fragmentos de roca baja entre las arenas, en donde podían sentarse tranquilamente para contemplar el flujo y reflujo de la marea.
Las gentes de Uppercross pasaron por delante de las hospederías, entonces desiertas y melancólicas; descendiendo más, se encontraron a orillas del mar, y deteniéndose lo necesario para mirarlo, continuaron su marcha a Cobb, para cumplir con sus respectivos propósitos, tanto ellos como el capitán Wentworth. En una pequeña casa al pie de un viejo pilar, allí colocado desde tiempo inmemorial, vivían los Harville. El capitán Wentworth se volvió para visitar a su amigo, y los demás continuaron su marcha hacia Cobb, donde éste habría de reunírseles más tarde.
No estaban en modo alguno cansados de admirar y vagar. Ni siquiera Luisa creía lejano el tiempo en que se habían separado del capitán Wentworth, cuando vieran regresar a éste acompañado por tres amigos, bien conocidos ya para el grupo a través de las descripciones del capitán, como Mr. y Mrs. Harville y el capitán Benwick, que pasaba una temporada con éstos.
El capitán Benwick había sido primer teniente del Laconia. Al relato que de su carácter había hecho el capitán Wentworth, al cálido elogio que hizo de él, presentándolo como un joven y eximio oficial, a quien apreciaba muchísimo, habían seguido pequeños detalles sobre su vida privada que contribuyeron a volverlo interesante ante los ojos de las señoras. Había estado comprometido en matrimonio con la hermana del capitán Harville, y por entonces lloraba su pérdida. Durante un año o dos habían esperado una fortuna y una mejora de posición. La fortuna llegó, siendo su sueldo de teniente bastante elevado, y la promoción finalmente, pero Fanny Harville no vivió para verlo. Había muerto el año anterior mientras él se encontraba en el mar. El capitán Wentworth creía imposible que un hombre pudiera amar más a una mujer de lo que amó el pobre Benwick a Fanny Harville, o alguien que hubiera sido más profundamente afectado por la terrible realidad. Creía el capitán Wentworth que este joven era de aquellos que sufren intensamente, uniendo sentimientos muy profundos a modales tranquilos, serios y retirados, un decidido gusto por la lectura y una vida sedentaria. Para hacer aún más interesante la historia, su amistad con los Harville se había intensificado a raíz del suceso que hacía imposible para siempre una alianza entre ambas familias, y, a la sazón, podía afirmarse que vivía enteramente en compañía del matrimonio. El capitán Harville había alquilado la casa por medio año; sus gustos, su salud y sus medios económicos no le permitían una residencia lujosa, y, por otra parte, estaba cerca del mar.
La magnificencia del país, el aislamiento de Lyme en el invierno parecían igualmente a propósito para el estado de ánimo del capitán Benwick. La simpatía y la buena voluntad que todos sintieron hacia él fue en realidad grande.
«Y sin embargo —pensó Ana mientras iban al encuentro del grupo— no creo que sufra más que yo. Sus perspectivas de dicha no pueden haber terminado tan absolutamente. Es más joven que yo; más joven de sentimientos en caso de que no lo sea por edad; más joven por ser un hombre. Podrá rehacer su vida y ser feliz con alguna otra.»
Se encontraron, y unos y otros fueron presentados. El capitán Harville era un hombre alto y moreno, con un rostro bondadoso y sensible; cojeaba un poco, y su falta de salud y sus facciones más duras le hacían parecer de más edad que el capitán Wentworth. El capitán Benwick parecía, y era, el más joven de los tres, y comparado con los otros dos era un hombre bajo. Tenía un rostro agradable y un aspecto melancólico, tal como le correspondía, y evitaba la conversación.
El capitán Harville, aunque no igualaba los modales del capitán Wentworth, era un perfecto caballero, sin afectación, sincero y simpático. Mrs. Harville, ligeramente menos pulida que su esposo, parecía igualmente bondadosa y nada podía ser más grato que su deseo de considerar al grupo como amigos personales, puesto que eran amigos del capitán Wentworth, ni nada más agradable que la manera de invitar a todos para que comiesen con ellos. La comida, ya ordenada en la posada, fue finalmente aceptada como excusa, pero parecieron ofendidos de que el capitán Wentworth hubiese llevado un grupo de amigos a Lyme sin considerar que debían, como cosa natural, comer con ellos.
Había en todo esto tanto afecto hacia el capitán Wentworth, y un encanto tan hechicero en esta hospitalidad tan desusada, tan fuera del común intercambio de invitaciones y comidas por pura fórmula y aburrimiento, que Ana debió luchar contra un sentimiento al comprobar que ningún beneficio recibiría ella del encuentro con gentes tan encantadoras. «Estos hubieran sido mis amigos», era su doloroso pensamiento y tuvo que luchar contra una gran depresión.
Al salir de Cobb, se dirigieron a la casa en compañía de los nuevos amigos, y encontraron habitaciones tan pequeñas como sólo aquellos que hacen invitaciones realmente de corazón podrían haber supuesto capaces de alojar a un grupo tan numeroso. Ana misma tuvo un momento de sorpresa, pero bien pronto prevalecieron los sentimientos agradables que surgían al ver los acomodos y las pequeñas privaciones del capitán Harville para conseguir el mayor espacio posible, para minimizar las deficiencias del amueblado y defender ventanas y puertas de las fuertes tormentas que vendrían. La variedad en el arreglo de los cuartos, donde los utensilios menos valiosos de uso común contrastaban con algunos objetos de raras maderas, excelentemente trabajados, y con algunos, curiosos y valiosos, provenientes de los distintos países que había visitado el capitán Harville, eran más que divertidos para Ana. Todo hablaba de su profesión, era el fruto de sus labores, la influencia de sus hábitos, y esto, en un marco de dicha doméstica, le hacía sentir algo que en cierto modo podía compararse con la gratitud.
El capitán Harville no era buen lector, pero había hecho sitio para unos bonitos estantes que contenían los libros del capitán Benwick, y los había adornado. Su cojera le impedía hacer mucho ejercicio, pero su ingenuidad y su deseo de ser útil lo hacían ocuparse constantemente en algo. Engomaba, hacía oficios de carpintero, barnizaba, construía juguetes para los niños, renovaba agujas y alfileres y remendaba, en los ratos perdidos, su red de pescar, que descansaba en uno de los extremos del cuarto.
Cuando se fueron de la casa, Ana pensó que dejaba atrás una gran felicidad; y Luisa, mientras caminaban juntas, tuvo explosiones de admiración y contento al referirse a la Marina —su manera de ser afectuosa, su camaradería, su franqueza y su dignidad—, convencida de que eran los hombres mejores y más cariñosos de Inglaterra; que solamente ellos sabían vivir, solamente ellos merecían ser respetados y amados.
Regresaron a vestirse para la cena y el proyecto había dado tan buenos frutos que nada estaba fuera de lugar, a pesar de que «no era la estación», y de «no ser tiempo de recorrer Lyme», y «de no esperar compañía», como decían los dueños de la posada.
Por entonces se sintió Ana menos inclinada a la compañía del capitán Wentworth de lo que en un principio pudo imaginarse, y el sentarse a la misma mesa con él y el intercambio de cortesías propias de la ocasión (nunca fueron más allá) carecían para ella de todo significado. Las noches eran demasiado oscuras para que las señoras se visitaran a horas que no fueran las de la mañana, pero el capitán Harville había prometido una visita por la noche.
Llegó con su amigo, que era una persona más importante de lo que esperaban, estando todos de acuerdo en que el capitán Benwick parecía perturbado por la presencia de tantos desconocidos. Volvió entre ellos de nuevo, aunque su ánimo no parecía adecuarse a la alegría de aquella reunión.
Mientras los capitanes Wentworth y Harville hablaban en un extremo del cuarto y, recordando viejos tiempos, narraban abundantes anécdotas para entretener al auditorio, sucedió que Ana se sentó más bien lejos, con el capitán Benwick, y un impulso muy bueno de su naturaleza la forzó a entablar relación con él. Benwick era tímido y con tendencia a ensimismarse, pero la encantadora dulzura del rostro de ella y la amabilidad de sus modales pronto surtieron efecto, y Ana fue recompensada en su primer esfuerzo de aproximación. El joven gustaba mucho de la lectura, sobre todo de la poesía, y, además de la certeza de haberle proporcionado una velada agradable al hablar de temas por los cuales sus compañeros no sentían posiblemente ninguna inclinación, ella tenía la esperanza de serle útil en algunas observaciones, como el deber y la utilidad de luchar contra las penas morales, tema que había surgido con naturalidad de su conversación. Era tímido, pero no reservado, y parecía contento de no tener que reprimir sus sentimientos, habló de poesía, de la riqueza de la actual generación, e hizo una breve comparación entre los poetas de primera línea, procurando decidirse por Marmion, o La dama del lago, analizó el valor de Giauor y La doncella de Abydos, y además, señalo cómo debía pronunciarse Giauor, demostrando estar íntimamente relacionado con los más tiernos poemas de tal poeta y las apasionadas descripciones de desesperado dolor en tal otro. Repetía con voz trémula los versos que describían un corazón deshecho, o un espíritu herido por la maldad, y se expresaba con tal vehemencia, que ella deseó que el joven no sólo leyera poesía, y dijo que la desgracia de la poesia era el no poder ser gozada impunemente por aquellos que de ella gozaban en verdad, y que los violentos sentimientos que permitían apreciarla eran los mismos sentimientos que debían aconsejarnos la prudencia en su manejo.
Como el rostro de él no pareciera afligido, sino, por el contrario, halagado por esta alusión, Ana se atrevió a proseguir, y consciente del derecho que le daba una mayor madurez mental, se animó a recomendarle que leyera más obras en prosa, y al preguntarle el joven qué clase de obras, sugirió ella algunas obras de nuestros mejores moralistas, algunas colecciones de nuestras cartas más hermosas, algunas memorias de personas dignas y golpeadas por el dolor, que le parecieron en ese momento indicadas para elevar y fortificar el ánimo por medio de sus nobles preceptos y los ejemplos más vigorosos de perseverancia moral y religiosa.
El capitán Benwick escuchaba con toda atención y parecía agradecer aquel interés, y a pesar de que con una sacudida de la cabeza y algunos suspiros expresó su poca fe en la eficacia de tales lecturas para curar un dolor como el suyo, tomó nota de los libros recomendados, prometiendo obtenerlos y leerlos.
Al finalizar la velada, Ana no pudo menos que pensar con ironía en la idea de haber ido a Lyme a aconsejar paciencia y resignación a un joven que nunca había visto; ni pudo dejar de pensar, reflexionando más seriamente, que semejando a grandes moralistas y predicadores, había sido ella muy elocuente sobre un punto en el que su propia conducta dejaba algo que desear.
Capítulo XII
Ana y Enriqueta, las primeras en levantarse al día siguiente, acordaron bajar a la playa antes de desayunar. Llegaron a las arenas y contemplaron el ir y venir de las olas, a las que la brisa del sudeste hacia lucir con toda la belleza que permitía una playa tan extensa. Alabaron la mañana, se regocijaron con el mar, gozaron de la fresca brisa y guardaron silencio, hasta que Enriqueta, súbitamente, empezó a hablar.
—¡Oh, sí! Estoy convencida de que, salvo raras excepciones, el aire de mar siempre es bueno. No cabe duda de que ha sido muy beneficioso para el doctor Shirley después de su enfermedad, que tuvo lugar hace un año en la primavera. El dice que un mes de permanencia en Lyme le ayuda más que todas las medicinas, y que el mar lo hace sentirse rejuvenecido. Pienso que es una lástima que no viva siempre junto al mar. Yo creo que debería dejar Uppercross para siempre y fijar su residencia en Lyme. ¿No le parece, Ana? ¿No cree usted, como yo, que sería lo mejor que podría hacer, tanto para él como para Mrs. Shirley? El tiene primos aquí, y muchos conocidos que harían la estadía de ella muy animada, y estoy segura de que ella estaría contenta de vivir en un lugar donde puede tener a mano los cuidados médicos en caso de volver a enfermar. En verdad, creo que es muy triste que personas excelentes como el doctor y su señora, que han pasado toda su vida haciendo el bien, gasten sus últimos días en un lugar como Uppercross, donde, aparte de nuestra familia, están alejados del mundo. Me gustaría que sus amigos le propusieran esto al doctor: en realidad creo que deberían hacerlo. En cuanto a obtener una licencia, creo que no habría dificultad, dados su edad y su carácter. Mi única duda es que algo pueda persuadirlo a abandonar su parroquia. ¡Es tan severo y escrupuloso! Demasiado escrupuloso, en realidad. ¿No piensa usted lo mismo, Ana? ¿No cree usted que es un error que un clérigo sacrifique su salud por deberes que podrían ser igualmente bien cumplidos por otra persona? Por otra parte, estando en Lyme a una distancia de diecisiete millas, podría oír de inmediato las noticias de cualquier irregularidad que sobreviniere.
Ana sonrió más de una vez para sí misma al oír estas palabras, y se interesó en el tema procurando ayudar a la joven como antes lo había hecho con Benwick, aunque en este caso la ayuda era sin importancia, pues ¿qué podía ofrecer que no fuera un asentimiento general? Dijo todo lo que era razonable y propio al respecto; estuvo de acuerdo en que el doctor Shirley necesitaba reposo; comprendió cuán deseable era que tomara los servicios de algún joven activo y respetable como párroco, y fue tan cortés que insinuó la ventaja de que el dicho párroco estuviese casado.
—Me gustaría —dijo Enriqueta, muy halagada por su compañera—, me gustaría que Lady Russell viviera en Uppercross y fuera amiga del doctor Shirley. He oído decir que Lady Russell es una mujer que influye fuertemente sobre todo el mundo. La considero una persona capaz de persuadir a cualquiera. Le temo, por ser tan inteligente, pero la respeto muchísimo, y me gustaría tenerla como vecina en Uppercross.
A Ana le causó gracia el agradecimiento de Enriqueta, y que el curso de los acontecimientos y de los nuevos intereses de la joven hubieran puesto a su amiga en situación favorable con un miembro de la familia Musgrove; no tuvo tiempo, sin embargo, más que para dar una respuesta vaga y desear que tal mujer viviera en Uppercross, antes de que la charla fuera interrumpida por la llegada de Luisa y el capitán Wentworth. Venían también a pasear antes del desayuno, pero al recordar Luisa, de inmediato, que debía comprar algo en una tienda, los invitó a volver al pueblo. Todos se pusieron a su disposición.
Al llegar a los peldaños por los que se bajaba hasta la playa encontraron a un caballero que se preparaba en ese momento a bajar y que cortésmente se retiró para cederles el paso. Subieron y lo dejaron atrás. Mas, al pasar, Ana observó sus ojos, que la miraron con cierta respetuosa admiración, a la cual no fue ella insensible.
Tenía muy buen aspecto: sus facciones regulares y bonitas habían recobrado la frescura de la juventud por obra del saludable aire, y sus ojos estaban muy animados. Era evidente que el caballero —su aspecto así lo demostraba— la admiraba muchísimo. El capitán Wentworth la miró en una forma que evidenciaba haber notado el hecho. Fue una rápida mirada, una brillante mirada que parecía decir: «El hombre está prendado de ti, y yo mismo, en este momento, creo ver algo de la Ana Elliot de otrora». Después de acompañar a Luisa en su compra y pasear otro rato, regresaron a la posada, y al pasar Ana de su dormitorio al comedor, casi atropelló al mismo caballero de la playa, que salía en ese momento de un departamento contiguo. En un principio había pensado ella que era un forastero como ellos, suponiendo además que un muchacho de buena apariencia, que habían encontrado arguyendo en las dos posadas que recorrieron, debía ser su criado. El hecho de que tanto el amo como el presunto criado llevaran luto parecía corroborar la idea. Era ahora un hecho que se alojaba en la misma posada que ellos; esté segundo encuentro, pese a su brevedad, probó asimismo, por las miradas del caballero, que encontraba a Ana encantadora, y por la prontitud y propiedad de sus maneras al excusarse, que se trataba de un verdadero caballero. Representaba unos treinta años, y aunque no puede decirse que fuera hermoso, su persona era sin duda agradable. Ana comprendió que le agradaría saber de quién se trataba.
Acababan de terminar el almuerzo, cuando el ruido de un coche (el primero que habían escuchado desde su llegada a Lyme) atrajo a todos hacia la ventana.
—Era el coche de un caballero, un cochecillo,—comentó un huésped—, que venía desde el establo a la puerta principal. Alguien que se marcha seguramente. Lo conducía un criado vestido de luto.
La palabra «cochecillo» despertó la curiosidad de Carlos Musgrove, que en el acto deseó comparar aquel coche con el suyo.
Las palabras «un criado de luto» atrajeron la atención de Ana, y así, los seis se encontraban en la ventana en el momento que el dueño del coche, entre los saludos y cortesías de la servidumbre, tomó su puesto para conducirlo.
—¡Ah! —exclamó el capitán Wentworth, y mirando de reojo a Ana, arguyó—: es el hombre con quien nos hemos cruzado.
Las señoritas Musgrove convinieron en ello; todos miraron el coche hasta que desapareció tras la colina, y luego volvieron a la mesa. El mozo entró en la habitación poco después.
—Haga usted el favor —dijo el capitán Wentworth—, ¿podría decirnos quién es el caballero que acaba de partir?
—Sí, señor, es un tal Mr. Elliot, un caballero de gran fortuna. Llegó ayer procedente de Sidmouth; posiblemente habrán ustedes oído el coche mientras se encontraban cenando. Iba ahora hacia Crewherne, camino de Bath y Londres.
—¡Elliot!— Se miraron unos a otros y todos repitieron el nombre, antes de que este relato terminara, pese a la rapidez del mozo.
¡Dios mío! —exclamó María—. ¡Este Mr. Elliot debe ser nuestro primo, no cabe duda! Carlos, Ana, ¿no les parece a ustedes así? De luto, tal como debe estar. ¡Es extraordinario! ¡En la misma posada que nosotros! Ana, ¿este mister Elliot no es el próximo heredero de mi padre? Haga usted el favor —dirigiéndose al mozo—, ¿no ha oído a su criado decir si pertenecía a la familia Kellynch?
No, señora; no ha mencionado ninguna familia determinada. Pero el criado dijo que su amo era un caballero muy rico y que sería barón algún día.
—¡Eso es! —exclamó María extasiada—. Tal como lo he dicho. ¡El heredero de Sir Walter Elliot! Ya sabía yo que llegaríamos a saberlo. Es en verdad una circunstancia que los criados se encargarán de difundir por todas partes. ¡Ana, imagina qué extraordinario! Me hubiera agradado mirarlo más detenidamente. Me hubiera agradado saber a tiempo de quién se trataba para poder ser presentados. ¡Es en verdad una lástima que no hayamos sido presentados! ¿Les parece a ustedes que tiene el aspecto de la familia Elliot? Me sorprende que sus brazos no me hayan llamado la atención. Pero la gran capa ocultaba sus brazos; si no, estoy cierta de que los hubiera observado. Y la librea también. Si el criado no hubiera estado de luto lo habríamos reconocido por la librea.
—Considerando todas estas circunstancias —dijo el capitán Wentworth—, debemos creer— que fue la mano de la naturaleza la que impidió que fuésemos presentados a su primo.
Cuando pudo llamar la atención de María, Ana serenamente trató de convencerla de que su padre y mister Elliot, por largos años, no habían estado en tan buenas relaciones como para hacer deseable una presentación.
Sentía al mismo tiempo la satisfacción de haber visto a su primo y de saber que el futuro dueño de Kellynch era sin discusión un caballero y daba la impresión de poseer buen sentido. Bajo ninguna circunstancia mencionaría que lo había encontrado por segunda vez. A Dios gracias, María no había intentado ninguna aproximación en su primer encuentro, pero era indiscutible que no estaría conforme con su segundo encuentro, en el cual Ana había huido casi del corredor, recibiendo sus excusas mientras que María no había tenido ocasión de estar cerca de él. Sí: aquella entrevista debía quedar secreta.
—Naturalmente —dijo María—, deberás mencionar nuestro encuentro con Mr. Elliot la próxima vez que escribas a Bath. Mi padre debe saberlo. Cuéntale todo.
Ana no respondió nada, porque se trataba de una circunstancia que creía no sólo innecesaria de ser comunicada, sino que no debía mencionarse para nada. Bien sabía la ofensa que varios años atrás había recibido su padre. Sospechaba la parte que Isabel había compartido en esto. Y, por otra Parte, la sola idea de mister Elliot siempre causaba desagrado a los dos. María jamás escribía a Bath; la tarea de mantener una insatisfactoria correspondencia con Isabel recaía sobre Ana.
Hacía ya largo rato que habían terminado de desayunar cuando se les reunieron el capitán Harville, su esposa y el capitán Benwick, con quienes habían convenido dar un último recorrido a Lyme. Pensaban partir para Uppercross alrededor de la una, y mientras la hora llegaba pasearían todos juntos al aire libre.
Ana encontró al capitán Benwick, aproximándosele tan pronto como estuvieron en la calle. Su conversación de la velada precedente lo predisponía a buscar la compañía de ella nuevamente. Y marcharon juntos por cierto tiempo, conversando como la vez anterior de Mr. Scott y Lord Byron, y como la vez anterior, al igual que muchos otros lectores, no se hallaron capaces de discernir exactamente los méritos de uno y otro, hasta que un cambio general en la partida de caminantes trajo a Ana al lado del capitán Harville.
—Miss Elliot —dijo éste hablando en voz más bien baja—, ha hecho usted un gran bien haciendo conversar tanto a este pobre muchacho. Desearía que pudiese disfrutar de su compañía más a menudo. Es muy malo para él estar siempre solo, pero ¿qué podemos hacer nosotros? No podemos, por otra parte, separamos de él.
—Lo comprendo —dijo Ana—. Pero con el tiempo… bien sabe usted qué gran influencia tiene el tiempo sobre cualquier aflicción… Y no debe olvidar, capitán Harville, que nuestro amigo hace poco tiempo que guarda luto… Creo que sucedió el último verano, ¿no es así?
—Así es; en junio… —dijo dando un profundo suspiro.
—Y es posible que haga menos tiempo aún que él lo supo… —Lo supo en la primera semana de agosto, cuando volvió del Cabo, en el Grappler. Yo estaba en Plymouth y temía encontrarlo. El envió cartas pero el Grappler debía ir a Portsmouth. Hasta allí debieron llegarle las noticias, ¿pero quién se hubiera atrevido a decírselo cara a cara? Yo no. Hubiera preferido ser colgado. Nadie hubiese podido hacerlo, con excepción de ese hombre —señaló al capitán Wentworth—. El Laconia había llegado a Plymouth la semana anterior, y no iba a ser mandado a la mar nuevamente. El había aprovechado la ocasión para descansar.
Escribió pidiendo licencia, pero sin esperar la respuesta, cabalgó día y noche hasta Portsmouth, se precipitó en el Grappler y no abandonó _ al desdichado joven desde aquel instante por espacio de una semana. ¡Ningún otro hubiera podido salvar al pobre James! Ya puede usted imaginar, miss Elliot, cuánto lo estimamos por esto.
Ana parecía un poco confusa, y respondió según se lo permitieron sus sentimientos, o mejor dicho, lo que él podía soportar, puesto que el asunto era para él tan doloroso que no pudo continuar con el mismo tema, y cuando volvió a hablar, lo hizo refiriéndose a otra cosa.
Mrs. Harville, juzgando que su esposo habría caminado bastante cuando llegaran a casa, dirigió al grupo en lo que había de ser su último paseo. Deberían acompañar al matrimonio hasta la puerta de su residencia, y luego regresar y preparar la partida. Según calcularon, tenía tiempo justo para todo eso; pero cuando llegaron cerca de Cobb sintieron un deseo unánime de caminar por allí una vez más. Estaban tan dispuestos, y Luisa mostró pronto tanta determinación, que juzgaron que un cuarto de hora más no haría gran diferencia. Así, pues, con todo el pesar e intercambio de promesas e invitaciones imaginables se separaron del capitán y de la señora Harville en su misma Puerta; y, acompañados por el capitán Benwick, que parecía querer estar con ellos hasta el final, se encaminaron a dar un verdadero adiós a Cobb.
Ana se encontró una vez más junto al capitán Benwick. Los oscuros mares azules de Lord Byron volvían con el panorama, y así Ana, de buena voluntad, prestó al joven cuanta atención le fue posible, porque pronto ésta fue forzosamente distraída en otro sentido.
Había demasiado viento para que la parte alta de Cobb resultase agradable a las señoras, y convinieron en descender a la parte baja, y todos estuvieron contentos de pasar rápida y quietamente bajo el escarpado risco, todos menos Luisa. Debió ser ayudada a saltar allí por el capitán Wentworth. En todos los paseos que habían hecho, él debió ayudarla a saltar los peldaños y la sensación era deliciosa para ella. La dureza del pavimento amenazaba esta vez lastimar los pies de la joven, y el capitán temía esto vagamente. Sin embargo, la esperó mientras saltaba y todo sucedió a la perfección, tanto que, para mostrar su contento, ella trepó otra vez de inmediato para saltar otra vez. El la previno, temiendo que la sacudida resultase muy violenta, pero razonó y habló en vano; ella sonrió y dijo: «Quiero y lo haré». El tendió pues los brazos para recibirla, pero Luisa se apresuró la fracción de un segundo y cayó como muerta sobre el pavimento de la baja Cobb.
No había herida ni sangre visibles, pero sus ojos estaban cerrados, no se escuchaba su respiración, y su semblante parecía el de un muerto. ¡Con qué horror la contemplaron todos!
El capitán Wentworth, que la había levantado, se arrodilló con ella en sus brazos, mirándola con un rostro tan pálido como el de ella, en su agonía silenciosa.
—¡Está muerta!, ¡está muerta! —gritó María abrazando a su esposo y contribuyendo con su propio horror a mantenerlo inmóvil de espanto. Enriqueta, desmayándose ante la idea de su hermana muerta, hubiera caído también al pavimento de no impedirlo Ana y el capitán Benwick, que la sostuvieron a tiempo.
—¿No hay quién pueda ayudarme? —fueron las primeras palabras del capitán Wentworth, en tono desesperado y como si hubiera perdido toda su fuerza.
—¡Acudan a él! —gritó Ana—. ¡Por el amor de Dios, acudan a él! —Dirigiéndose a Benwick: Yo puedo sostenerla. Déjeme y vaya a él. Frótenle las manos, los miembros; aquí hay sales, tómelas usted, tómelas.
El capitán Benwick obedeció y Carlos, librándose de su esposa, acudió al mismo tiempo. Luisa fue levantada entre todos, y todo lo que Ana indicó se hizo, pero en vano. El capitán Wentworth, apoyándose contra el muro, exclamaba en la más amarga consternación:
—¡Oh, Dios! ¡Su padre y su madre!
—¡Un cirujano! — dijo Ana.
El escuchó la palabra y su ánimo pareció renacer de pronto, diciendo solamente:
—¡Un cirujano, eso es, un cirujano!
Se dispuso a partir, cuando Ana sugirió:
—¿No será mejor que vaya el capitán Benwick? El sabe dónde encontrar un cirujano.
Cualquiera capaz de pensar en aquellos momentos había comprendido la ventaja de la idea, y al instante (todo esto pasaba vertiginosamente) el capitán Benwick había soltado en brazos del hermano la pobre figura desmayada y partía a la ciudad a toda prisa.
En cuanto a los que quedaron, con dificultad podría decirse de los que conservaban sus sentidos, quién sufría más, si el capitán Wentworth, Ana o Carlos, quien siendo en verdad un hermano cariñoso, sollozaba amargamente y no podía apartar los ojos de sus dos hermanas más que para encontrar la desesperación histérica de su esposa, quien reclamaba de él consuelo que no podía prestarle.
—Ana, atendiendo con toda su fuerza, celo e instintos a Enriqueta, trataba aún a intervalos, de animar a los otros, tranquilizando a María, animando a Carlos, confortando al capitán Wentworth. Ambos parecían contar con ella para cualquier decisión.
—¡Ana!, ¡Ana! —clamaba Carlos—, ¿qué debemos hacer después? Por Dios, ¿qué debemos hacer?
Los ojos del capitán Wentworth estaban también vueltos a ella.
—¿No es mejor llevarla a la posada? Sí, llevémosla suavemente hasta la posada.
—Sí, sí, a la posada —repitió el capitán Wentworth, algo aliviado, y deseoso de hacer algo—. Yo la llevaré, Musgrove, encárguese usted de los demás.
Por entonces, el rumor del accidente había corrido entre los pescadores y boteros de Cobb,, y muchos se habían acercado a ofrecer sus servicios, o a disfrutar de la vista de una joven muerta, mejor dicho, de dos jóvenes muertas, que eso parecían, lo que por cierto era una cosa poco usual, digna de ser vista y repetida. A los que tenían mejor aspecto les fue confiada Enriqueta, quien, a pesar de haber vuelto algo en sí, no era aún capaz de caminar sin apoyo. Así, con Ana a su lado y Carlos atendiendo a su esposa, se pusieron en marcha con sentimientos inenarrables, sobre el mismo camino por el que hacía tan poco, ¡tan poco!, habían pasado con el corazón rebosante.
No habían salido de Cobb, cuando los Harville se les reunieron. Habían visto pasar a toda prisa al capitán Benwick con un rostro descompuesto, y habían sido informados de todo mientras se encaminaban al lugar. No obstante la conmoción, el capitán Harville conservaba sus nervios y su sentido común, que desde luego se volvían inapreciables en el momento. Una mirada cambiada entre él y su esposa resolvió lo que debía hacerse. La llevarían a casa de ellos —todos debían ir a su casa— y esperar allí la llegada del doctor. No querían oír ninguna excusa; fueron obedecidos. Luisa fue llevada arriba siguiendo las indicaciones de la señora Harville, quien le proporcionó su propio lecho, su asistencia, medicinas y sales, mientras su esposo proporcionaba calmantes a los demás.
Luisa había abierto una vez los ojos, pero volvió a cerrarlos; parecía del todo inconsciente. Esta prueba de vida había sido, sin embargo, útil a su hermana. Enriqueta, absolutamente incapaz de permanecer en el mismo cuarto con Luisa, entre el miedo y la esperanza, no podía recobrar sus sentidos. María, por su parte, parecía calmarse poco a poco.
El médico llegó antes de lo que parecía posible. Todos sufrieron horrores mientras duró el examen, pero el cirujano no perdió la esperanza. La cabeza había recibido una seria contusión, pero había visto contusiones más graves que no habían resultado fatales; en modo alguno parecía descorazonado: hablaba confiadamente.
Nadie se había atrevido a concebir un desenlace que no fuese desgraciado. De allí la dicha profunda y silenciosa experimentada por todos, después de dar gracias al cielo.
El tono y la mirada con que el capitán Wentworth dijo: «¡A Dios gracias!», fueron algo que Ana jamás olvidaría. Tampoco habría de olvidar cuando, más tarde, con los brazos cruzados sobre la mesa, como vencido por sus emociones, parecía querer calmarse por medio de la oración y la reflexión.
Los miembros de Luisa estaban a salvo; sólo la cabeza había sido dañada. Era el momento, entonces, de pensar qué convenía hacer para resolver la situación general planteada. Podían ahora hablar y consultarse. Que Luisa debía quedarse allí, a pesar de la molestia que experimentaban todos de abusar de los Harville, era algo que no admitía dudas. Llevársela era imposible. Los Harville silenciaron todo escrúpulo, y, en cuanto les fue posible, toda gratitud. Habían preparado y arreglado todo antes que los demás tuvieran tiempo de pensar. El capitán Benwick les dejaría su habitación y conseguiría una cama en cualquier parte; todo estaba arreglado. El único problema era que la casa no podía albergar a más gente. Sin embargo, «poniendo a los niños en la habitación de la criada» o «colgando una cortina de alguna parte», podían albergarse dos a tres personas si es que deseaban quedarse. En cuanto a la asistencia de la señorita Musgrove, no debía haber ningún reparo en dejarla enteramente bajo el cuidado de la señora Harville, quien era una enfermera experimentada, y también lo era su criada, quien la había acompañado a muchos sitios y estaba a su servicio desde hacía tiempo. Entre las dos la atenderían día y noche. Todo esto fue dicho con verdad y sinceridad irresistibles.
Carlos, Enriqueta y el capitán Wentworth consultaban algo entre ellos: Uppercross, la necesidad de que alguien vaya a Uppercross… dar las noticias…, la sorpresa de los señores Musgrove a medida que el tiempo pasaba sin verlos llegar…, el haber tenido que partir hacía una hora…, la imposibilidad de estar allí a una hora razonable… Al principio no podían más que exclamar, pero después de un rato dijo el capitán Wentworth:
—Debemos decidirnos ahora mismo. Todo minuto es precioso. Alguien debe ir a Uppercross; Musgrove, usted o yo debemos ir.
Carlos asintió, pero declaró que no deseaba ir. Molestaría lo menos posible a los señores Harville, pero de ninguna manera deseaba o podía abandonar a su hermana en ese estado. Así lo había decidido; Enriqueta, por su parte, declaró lo mismo. Sin embargo, muy pronto se la hizo cambiar de idea. ¡La inutilidad de su estadía!… ¡Ella, que no había sido capaz de permanecer en la habitación de Luisa, o mirarla, con aflicciones que la tornaban inútil para cualquier ayuda eficaz! Se la obligó a reconocer que no podía hacer nada bueno. Pese a ello no quería partir hasta que se le recordó a sus padres; consintió entonces, deseosa de volver a casa.
Ya estaba el plan arreglado, cuando Ana, volviendo en silencio del cuarto de Luisa, no pudo menos que oír lo que sigue, porque la puerta de la sala estaba abierta:
—Está, pues, arreglado, Musgrove —decía el capitán Wentworth—, usted se quedará aquí y yo acompañaré a su hermana a casa. La señora Musgrove, naturalmente, deseará volver junto a sus hijos. Para ayudar a la señora Harville no es necesario más que una persona, y si Ana quiere quedarse, nadie es más capaz que ella en estas circunstancias.
Ana se detuvo un momento para reponerse de la emoción de oírse nombrar. Los demás asintieron calurosamente las palabras del capitán, y entonces entró Ana.
—Usted se quedará, estoy seguro —exclamó él—, se quedará y la cuidará. —Se había vuelto a ella y le hablaba con una viveza y una gentileza tales que parecían pertenecer al pasado. Ana se sonrojó intensamente, y él, recobrándose, se alejó. Ella manifestó al punto su voluntad de quedarse. Era lo que había pensado. Una cama en el cuarto de Luisa, si la señora Harville deseaba tomarse la molestia, era cuanto se precisaba.
Un punto más y todo estaría arreglado. Lo más probable era que los señores Musgrove estuvieran alarmados ya por la tardanza, y como el tiempo que demorarían en llevarlos de vuelta los caballos de Uppercross sería demasiado largo, convinieron entre el capitán Wentworth y Carlos Musgrove que sería mejor que el primero tomase un coche en la posada y dejase el carruaje y los caballos del señor Musgrove hasta la mañana siguiente, cuando además se pudieran enviar nuevas noticias del estado de Luisa.
El capitán Wentworth se apresuraba por— su parte en arreglar todo, y las señoras pronto hicieron lo mismo. Sin embargo, cuando María supo del plan, la paz terminó. Se sentía terriblemente ultrajada ante la injusticia de querer enviarla de vuelta y dejar a Ana en el puesto que le correspondía a ella. Ana, que no era parienta de Luisa mientras que ella era su hermana, y le correspondía el derecho de permanecer allí en el lugar que debía ser de Enriqueta. ¿Por qué no había de ser ella tan útil como Ana? ¡Tener que volver a casa, y, para colmo, sin Carlos…, sin su esposo! ¡No, aquello era demasiado poco bondadoso! Al poco rato había dicho más de lo que su esposo podía soportar, y como desde el momento que él abandonaba el plan primitivo nadie podía insistir, el reemplazo de Ana por María se hizo inevitable.
Ana jamás se había sometido de más mala gana a los celos y malos juicios de María, pero así debía hacerse. El capitán Benwick, acompañándola a ella y Carlos a su hermana, partieron en dirección al pueblo. Recordó por un momento, mientras se alejaban, las escenas que los mismos parajes habían contemplado durante la mañana. Allí había oído ella los proyectos de Enriqueta para que el doctor Shirley dejase Uppercross; allí había visto la primera vez a Mr. Elliot; todo ahora desaparecía ante Luisa, para aquellos que se vieran envueltos en su accidente.
El capitán Benwick era muy atento con Ana y, unidos por las angustias pasadas durante el día, ella sentía inclinación hacia él y hasta cierta satisfacción ante el pensamiento de que ésta era quizás una ocasión de estrechar su conocimiento.
El capitán Wentworth los esperaba, y un coche para cuatro, estacionado para mayor comodidad en la parte baja de la calle, estaba también allí. Pero su sorpresa ante el cambio de una hermana por la otra, el cambio de su fisonomía, lo atónito de sus expresiones, mortificaron a Ana, o mejor dicho, la convencieron de que tenía valor solamente en aquello en que podía ser útil a Luisa.
Procuró aparecer tranquila y ser justa. Sin los sentimientos de una Ema por su Enrique, hubiera atendido a Luisa con un celo más allá de lo común, por afecto a él; esperaba que no fuera injusto al suponer que ella abandonaba tan rápidamente los deberes de amiga.
Entre tanto ya estaba en el coche. Las había ayudado a subir y se había colocado entre ellas. De esta manera, en estas circunstancias, llena de sorpresa y de emoción, Ana dejó Lyme. Cómo transcurriría el largo viaje, en qué ánimo estarían, era algo que ella no podía prever. Sin embargo, todo pareció natural. El hablaba, siempre con Enriqueta, volviéndose hacia ella para atenderla o animarla. En general, su voz y sus maneras parecían estudiadamente tranquilas. Evitar agitaciones a Enriqueta parecía lo principal. Sólo una vez, cuando comentaba ésta el desdichado paseo a Cobb, lamentando haber ido allí, pareció dejar libres sus sentimientos:
—No diga nada, no hable usted de ello —exclamó—. ¡Oh, Dios, no debí haberla dejado en el fatal momento seguir su impulso! ¡Debí cumplir con mi deber! ¡Pero estaba tan ansiosa y tan resuelta! ¡Querida, encantadora Luisa!
Ana se preguntó si no pensaría él que muchas veces vale más un carácter persuasivo que la firmeza de un carácter resuelto.
Viajaban a toda velocidad. Ana se sorprendió de encontrar tan pronto los mismos objetos y colinas que suponía más distantes. La rapidez de la marcha y el temor al final del viaje hacían parecer el camino mucho más corto que el día anterior. Estaba bastante oscuro, sin embargo, cuando llegaron a los alrededores de Uppercross; habían guardado silencio por cierto tiempo. Enriqueta se había recostado en el asiento con un chal sobre su rostro, llorando hasta quedarse dormida. Cuando ascendían por la última colina, el capitán Wentworth habló a Ana. Dijo con voz recelosa:
—He estado pensando lo que nos conviene hacer. Ella no debe aparecer en el primer momento. No podría soportarlo. Me parece que lo mejor es que se quede usted en el coche con ella, mientras yo veo a los señores Musgrove. ¿Le parece a usted una buena idea?
Ana asintió; él pareció satisfecho y no dijo más. Pero el recuerdo de que le hubiera dirigido la palabra la hacía feliz; era una prueba de amistad, una deferencia hacia su buen criterio, un gran placer. Y a pesar de ser casi una despedida, el valor de la consulta no se desvanecía.
Cuando las inquietantes nuevas fueron comunicadas en Uppercross y los padres estuvieron tan tranquilos como las circunstancias permitían, y la hija, satisfecha de encontrarse entre ellos, Wentworth anunció su decisión de volver a Lyme en el mismo coche. Cuando los caballos hubieron comido, partió.
Capítulo XIII
El resto del tiempo que Ana había de pasar en Uppercross, nada más que dos días, los pasó en la Casa Grande, y la satisfizo sentirse útil allí, tanto como compañía inmediata, como ayudando a los preparativos para el futuro, que la intranquilidad de los señores Musgrove no les permitía atender.
A la siguiente mañana, temprano, recibieron noticias de Lyme; Luisa seguía igual. Ningún síntoma grave había aparecido. Horas más tarde, llegó Carlos para dar noticias más detalladas. Estaba de bastante buen ánimo. No podía esperarse una recuperación rápida, pero el caso marchaba tan bien como la gravedad del golpe lo permitía. Hablando de los Harville, le parecía increíble la bondad de esta gente, en especial los desvelos de la señora Harville como enfermera. En verdad, no dejó a María nada por hacer. Esta y él habían sido persuadidos de volverse a la posada a la mañana siguiente. María se había puesto histérica por la mañana. Cuando él salió, ella se disponía a salir de paseo con el capitán Benwick, lo que suponía le haría bien. Carlos casi se alegraba de qué no hubiese vuelto a casa el día anterior, pero la verdad era que la señora Harville no dejaba a nadie nada por hacer.
Carlos pensaba volver a Lyme en la misma tarde, y su padre tuvo un momento la intención de acompañarlo, pero las señoras no se lo permitieron. No haría sino aumentar las molestias de los otros, e intranquilizarse más; un plan mucho mejor fue propuesto y se siguió. Se envió un coche a Crewherne por una persona que sería mucho más útil; la antigua niñera de la familia, quien, habiendo educado a todos los niños hasta ver al mimado y delicado Harry en el colegio, vivía por entonces en la desierta habitación de los pequeños, remendando medias, componiendo todas las abolladuras y desperfectos que caían en sus manos y que, naturalmente, se sintió muy feliz de ir a ayudar y atender a la querida señorita Luisa. Vagos deseos de enviar allí a Sarah surgieron en la señora Musgrove y en Enriqueta, pero sin Ana aquello podía resolverse difícilmente.
Al día siguiente quedaron en deuda con Carlos Hayter. Tomó como cosa propia el ir a Lyme, y las noticias que trajo fueron aún más alentadoras. Los momentos en los que recuperaba el sentido parecían más frecuentes. Todas las noticias comunicaban que el capitán Wentworth continuaba inconmovible en Lyme.
Ana debía dejarlos al día siguiente y todos temían este acontecimiento. ¿Qué harían sin ella? Muy mal podían consolarse entre sí. Y tanto dijeron en este sentido que Ana no tuvo más recurso que comunicar a todos su deseo secreto: que fueran a Lyme en seguida. Poco le costó persuadirlos; decidieron irse a la mañana siguiente, alojarse en alguna posada y aguardar allí hasta que Luisa pudiese ser trasladada. Debían evitar toda molestia a las buenas gentes que la cuidaban: debían al menos aliviar a la señora Harville del cuidado de sus hijos; y, en general, estuvieron tan contentos de la decisión, que Ana se alegró de lo que había hecho, y pensó que la mejor manera de pasar su última mañana en Uppercross era ayudando a los preparativos de ellos y enviándolos allá a temprana hora, aunque el quedar sola en la desierta casa fuese la consecuencia inmediata.
¡Ella era la última, con excepción de los niños en la quinta, la última de todo el grupo que había animado y llenado ambas casas, dando a Uppercross su carácter alegre! ¡Gran cambio, en verdad, en tan pocos días!
Si Luisa sanaba, todo estaría nuevamente bien. Habría aún más felicidad que antes. No cabía duda, al menos para ella, de lo que seguiría a la recuperación. Unos pocos meses, y el cuarto, ahora desierto, habitado sólo por su silencio, sería nuevamente ocupado por la alegría, la felicidad y el brillo del amor, por todo aquello que menos en común tenía con Ana Elliot.
Una hora sumida en estas reflexiones, en un sombrío día de noviembre, con una llovizna empañando los objetos que podían verse desde la ventana, fue suficiente para hacer más que bienvenido el sonido del coche de Lady Russell y, pese al deseo de irse, no pudo abandonar la Casa Grande, o decir adiós desde lejos a la quinta, con su oscura y poco atractiva terraza, o mirar a través de los empañados cristales las humildes casas de la villa, sin sentir pesadumbre en su corazón. Las escenas pasadas en Uppercross lo volvían precioso. Tenía el recuerdo de muchos dolores, intensos una vez, pero acallados en ese momento y también algunos momentos de sentimientos más dulces, atisbos de amistad y de reconciliación, que nunca más volverían y que nunca dejarían de ser un precioso recuerdo. Todo esto dejaba tras de sí… todo, menos el recuerdo.
Ana no había regresado a Kellynch desde su partida de casa de Lady Russell en septiembre. No había sido necesario, y las ocasiones que se le presentaron las había evitado. Ahora iba a ocupar su puesto en los modernos y elegantes apartamentos, bajo los ojos de su señora.
Alguna ansiedad se mezclaba a la alegría de Lady Russell al volver a verla. Sabía quién había frecuentado Uppercross. Pero felizmente Ana había mejorado de aspecto y apariencia o así lo imaginó la dama. Al recibir el testimonio de su admiración, Ana secretamente la comparó con la de su primo y esperó ser bendecida con el milagro de una segunda primavera de juventud y belleza.
Durante la conversación comprendió que había también un cambio en su espíritu. Los asuntos que habían llenado su corazón cuando dejó Kellynch, y que tanto había sentido, parecían haberse calmado entre los Musgrove, y eran a la sazón de interés secundario. Hasta había descuidado a su padre y hermana y a Bath. Lo más relevante parecía ser lo de Uppercross, y cuando Lady Russell volvió a sus antiguas esperanzas y temores y habló de su satisfacción de la casa de Camden Place, que había alquilado, y su satisfacción de que Mrs. Clay estuviese aún con ellos, Ana se avergonzó de cuánta más importancia tenían para ella Lyme y Luisa Musgrove, y todas las personas que conociera allí; cuánto más interesante era para ella la amistad de los Harville y del capitán Benwick, que la propia casa paterna en Camden Place, o la intimidad de su hermana con la señora Clay. Tenía que esforzarse para aparentar ante Lady Russell una atención similar en asuntos que, era obvio, debían interesarle más.
Hubo cierta dificultad, al principio, al tratar otro asunto. Hablaban del accidente de Lyme. No hacía cinco minutos de la llegada de Lady Russell, el día anterior, cuando fue informada en detalle de todo lo ocurrido, pero ella deseaba averiguar más, conocer las particularidades, lamentar la imprudencia y el fatal resultado, y naturalmente el nombre del capitán Wentworth debía ser mencionado por las dos. Ana tuvo conciencia de que no tenía ella la presencia de ánimo de Lady Russell. No podía pronunciar el nombre y mirar a la cara a Lady Russell hasta no haberle informado brevemente a ésta de lo que ella creía existía entre el capitán y Luisa. Cuando lo dijo, pudo hablar con más tranquilidad.
Lady Russell no podía hacer más que escuchar y desear felicidad a ambos. Pero en su corazón sentía un placer rencoroso y despectivo al pensar que el hombre que a los veintitrés años parecía entender algo de lo que valía Ana Elliot, estuviera entonces, ocho años más tarde, encantado por una Luisa Musgrove.
Los primeros tres o cuatro días pasaron sin sobresaltos, sin ninguna circunstancia excepcional, como no fueran una o dos notas de Lyme, enviadas a Ana, no sabía ella cómo, y que informaban satisfactoriamente de la salud de Luisa. Pero la tranquila pasividad de Lady Russell no pudo continuar por más tiempo, y el ligero tono amenazante del pasado volvió en tono decidido:
—Debo ver a Mrs. Croft; debo verla pronto, Ana. ¿Tendrá usted el valor de acompañarme a visitar aquella casa? Será una prueba para nosotras dos.
Ana no rehusó; muy por el contrario, sus sentimientos fueron sinceros cuando dijo:
—Creo que usted será quien sufra más. Sus sentimientos son más difíciles de cambiar que los míos. Estando en la vecindad, mis afectos se han endurecido.
Podrían haber dicho algo más sobre el asunto. Pero tenía tan alta opinión de los Croft y consideraba a su padre tan afortunado con sus inquilinos, creía tanto en el buen ejemplo que recibiría toda la parroquia, así como de las atenciones y alivio que tendrían los pobres, que, aunque apenada y avergonzada por la necesidad del reencuentro, no podía menos que pensar que los que se habían ido eran los que debían irse, y que, en realidad, Kellynch había pasado a mejores manos. Esta convicción, desde luego, era dolorosa, y muy dura, pero serviría para prevenir el mismo dolor que experimentaría Lady Russell al entrar nuevamente en la casa y recorrer las tan conocidas dependencias.
En tales momentos Ana no podría dejar de decirse a sí misma: «¡Estas habitaciones deberían ser nuestras! ¡Oh, cuánto han desmerecido en su destino! ¡Cuán indignamente ocupadas están! ¡Una antigua familia haber sido arrojada de esa manera! ¡Extraños en un lugar que no les corresponde!» No, por cierto, con excepción de cuando recordaba a su madre y el lugar en que ella acostumbraba sentarse y presidir. Ciertamente no podría pensar así.
Mrs. Croft la había tratado siempre con una amabilidad que le hacía sospechar una secreta simpatía. Esta vez, al recibirla en su casa, las atenciones fueron especiales.
El desgraciado accidente de Lyme fue pronto el centro de la conversación. Por lo que sabían de la enferma era claro que las señoras hablaban de las noticias recibidas el día anterior, y así se supo que el capitán Wentworth había estado en Kellynch el último día (por primera vez desde el accidente) y de allí había despachado a Ana la nota cuya procedencia ella no había podido explicar, y había vuelto a Lyme, al parecer sin intenciones de volver a alejarse de allí. Había preguntado especialmente por Ana. Había hablado de los esfuerzos realizados por ella, ponderándolos. Eso fue hermoso… y le causó más placer que cualquier otra cosa.
En cuanto a la catástrofe en sí misma, era juzgada solamente en una forma por las tranquilas señoras, cuyos juicios debían darse sólo sobre los hechos. Concordaban en que había sido el resultado de la irreflexión y de la imprudencia. Las consecuencias habían sido alarmantes y asustaba aun pensar cuánto había sufrido ella; con una rápida mirada alrededor después de curada, cuán fácil sería que continuara sufriendo del golpe. El almirante concretó todo esto diciendo:
—¡Ay, en verdad es un mal negocio! Una nueva manera de hacer la corte es ésta. ¡Un joven rompiendo la cabeza a su pretendida! ¿No es así, miss Elliot? ¡Esto sí que se llama romper una cabeza y hacer una bonita mezcla!
Las maneras del almirante Croft no eran del agrado de Lady Russell, pero encantaban a Ana. La bondad de su corazón y la simplicidad de su carácter eran irresistibles.
—En verdad esto debe de ser muy malo para usted —dijo de pronto, como despertando de un ensueño—, venir y encontrarnos aquí. No había pensado en ello antes, lo confieso, pero debe de ser muy malo… Vamos, no haga ceremonias. Levántese y recorra todas las habitaciones de la casa, si así lo desea.
—En otra ocasión, señor. Muchas gracias, pero no ahora.
—Bien, cuando a usted le convenga. Puede recorrer cuanto guste. Ya encontrará nuestros paraguas colgando detrás de la puerta. Es un buen lugar, ¿verdad? Bien —recobrándose—, usted no creerá que éste es un buen lugar porque ustedes los guardaban siempre en el cuarto del criado. Así pasa siempre, creo. La manera que tiene una persona de hacer las cosas puede ser tan buena como la de otra, pero cada cual quiere hacerlo a su manera. Ya juzgará usted por sí misma, si es que recorre la casa.
Ana, sintiendo que debía negarse, lo hizo así, agradeciendo mucho.
—¡Hemos hecho pocos cambios, en verdad! —continuó el almirante, después de pensar un momento—. Muy pocos. Ya le informamos acerca del lavadero, en Uppercross. Esta ha sido una gran mejora. ¡Lo que me sorprende es que una familia haya podido soportar el inconveniente de la manera en que se abría por tanto tiempo! Le dirá usted a Sir Walter lo que hemos hecho y que mister Shepherd opina que es la mejora más acertada hecha hasta ahora. Realmente, hago justicia al decir que los pocos cambios que hemos realizado han servido para mejorar el lugar. Mi esposa es quien lo ha dirigido. Yo he hecho bien poco, con excepción de quitar algunos grandes espejos de mi cuarto de vestir, que era el de su padre. Un buen hombre y un verdadero caballero, cierto es, pero… yo pienso, señorita Elliot —mirando pensativamente—, pienso que debe haber sido un hombre muy cuidadoso de su ropa, en su tiempo. ¡Qué cantidad de espejos! Dios mío, uno no podía huir de sí mismo. Así que pedí a Sofía que me ayudara y pronto los sacamos del medio. Y ahora estoy muy cómodo con mi espejito de afeitar en un rincón y otro gran espejo al que nunca me acerco.
Ana, divertida a pesar suyo, buscó con cierta angustia una respuesta, y el almirante, temiendo no haber sido bastante amable, volvió al mismo tema.
—La próxima vez que escriba usted a su buen padre, miss Elliot, transmítale mis saludos y los de mistress Croft, y dígale que estamos aquí muy cómodos y que no encontramos ningún defecto al lugar. La chimenea del comedor humea un poco, a decir verdad, pero sólo cuando el viento norte sopla fuerte, lo cual no ocurre más que tres veces en invierno. En realidad, ahora que hemos estado en la mayor parte de las casas de aquí y podemos juzgar, ninguna nos gusta más que ésta. Dígale eso y envíele mis saludos. Quedará muy contento.
Lady Russell y Mrs. Croft estaban encantadas la una con la otra, pero la relación que entabló esta visita no pudo continuar mucho tiempo, pues cuando fue devuelta, los Croft anunciaron que se ausentarían por unas pocas semanas para visitar a sus parientes en el norte del condado, y que era probable que no estuvieran de vuelta antes de que Lady Russell partiera a Bath.
Se disipó así el peligro de que Ana encontrara al capitán Wentworth en Kellynch Hall o de verlo en compañía de su amiga. Todo era seguro; y sonrió al recordar los angustiosos sentimientos que le había inspirado tal perspectiva.
Capítulo XIV
Aunque Carlos y María permanecieron en Lyme mucho tiempo después de la partida de los señores Musgrove, tanto que Ana llegó a pensar que serían allí necesarios, fueron, sin embargo, los primeros de la familia en regresar a Uppercross, y apenas les fue posible se dirigieron a Lodge. Habían dejado a Luisa comenzando a sentarse; pero su mente, aunque clara, estaba en extremo débil, y sus nervios, muy susceptibles, y aunque podía decirse que marchaba bastante bien, era aún imposible decir cuándo estaría en condiciones de ser llevada a casa; y el padre y la madre, que debían estar a tiempo para recibir a los niños más pequeños en las vacaciones de Navidad, tenían escasa esperanza de llevarla con ellos.
Todos habían estado en hospedajes. Mrs. Musgrove había mantenido a los niños Harville tan apartados como le había sido posible, y cuanto pudo llevarse de Uppercross para facilitar la tarea de los Harville había sido llevado, mientras éstos invitaban a comer a los Musgrove todos los días. En suma, parecía haber habido puja en ambas partes por ver cuál era más desinteresada y hospitalaria.
María había superado sus males, y en conjunto, según era además evidente por su larga estadía, había hallado más diversiones que padecimientos. Carlos Hayter había estado en Lyme más de lo que hubiese querido. En las cenas con los Harville, no había más que una doncella para atender y al principio la señora Harville había dado siempre la preferencia a la señora Musgrove, pero luego había recibido ella unas excusas tan gratas al descubrirse de quién era hija, y se había hecho tanta cosa todos los días, tantas idas y venidas entre la posada y la casa de los Harville, y ella había tomado libros de la biblioteca y los había cambiado tan frecuentemente, que el balance final era a favor de Lyme, en lo que a atenciones respecta. Además la habían llevado a Charmouth, en donde había tomado baños y concurrido a la iglesia, en la que había mucha más gente que mirar que en Lyme o Uppercross. Todo esto, unido a la experiencia de sentirse útil, había contribuido a una permanencia muy agradable. Ana preguntó por el capitán Benwick. El rostro de María se ensombreció y Carlos soltó la risa.
—Oh, el capitán Benwick está muy bien, eso creo, pero es un joven muy extraño. No sé lo que es, en verdad. Le pedimos que viniera a casa por un día o dos; Carlos tenía intenciones de salir de cacería con él, él parecía encantado, y yo, por mi parte, creía todo arreglado. Cuando, vean ustedes, en la noche del martes dio una excusa bastante pobre, diciendo que «nunca cazaba» y que «había sido mal interpretado», y que había prometido esto y aquello; en una palabra no pensaba venir. Supuse que tendría miedo de aburrirse, pero en verdad creo que en la quinta somos gente demasiado alegre para un hombre tan desesperado como el capitán Benwick.
Carlos rió nuevamente y dijo:
—Vamos, María, bien sabes lo que en realidad ocurrió. Fue por ti —volviéndose a Ana—. Pensó que si aceptaba iba a encontrarse muy cerca de ti; imagina que todo el mundo vive en Uppercross, y cuando descubrió que Lady Russell vive tres millas más lejos le faltó el ánimo; no tuvo coraje de venir. Esto y no otra cosa es lo que ocurrió y María lo sabe.
Esto no era muy del agrado de María, fuera ello por no considerar al capitán Benwick lo bastante bien nacido para enamorarse de una Elliot o bien porque no podía convencerse que Ana fuera en Uppercross una atracción mayor que ella misma; difícil adivinarlo. La buena voluntad de Ana, sin embargo, no disminuyó por lo que oía. Consideró que se la halagaba en demasía, y continuó haciendo preguntas:
—¡Oh, habla de ti —exclamó Carlos— de una manera…!
Maria interrumpió:
—Confieso, Carlos, que jamás le oí mencionar el nombre de Ana dos veces en todo el tiempo que estuve allí. Confieso, Ana, que jamás habló de ti.
—No —admitió Carlos—, sé que nunca lo ha hecho, de manera particular, pero de cualquier modo, es obvio que te admira muchísimo. Su cabeza está llena de libros que lee a recomendación tuya y desea comentarlos contigo. Ha encontrado algo en alguno de estos libros que piensa… Oh, no es que pretenda recordarlo, era algo muy bueno… escuché diciéndoselo a Enriqueta y allí «miss Elliot» fue mencionada muy elogiosamente. Declaro que así ha sido, María, y yo lo escuché y tú estabas en el otro cuarto. «Elegancia, suavidad, belleza.» ¡Oh, los encantos de miss Elliot eran interminables!
—Y en mi opinión —exclamó María vivamente que esto no le hace mucho favor si lo ha hecho. Miss Harville murió solamente en junio pasado. Esto demuestra demasiada ligereza. ¿No opina usted así, Lady Russell? Estoy segura de que usted compartirá mi opinión.
—Debo ver al capitán Benwick antes de pronunciarme —contestó Lady Russell sonriendo.
—Y bien pronto tendrá usted ocasión, señora —dijo Carlos—. Aunque no se animó a venir con nosotros y después concurrir aquí en una visita formal, vendrá a Kellynch por su propia iniciativa, puede usted darlo por seguro. Le enseñé el camino, le expliqué la distancia, y le dije que la iglesia era digna de ser vista; como tiene gusto por estas cosas, yo pensé que seria una buena excusa, y él me escuchó con toda su atención y su alma; estoy seguro, por sus modales, de que lo verán ustedes aquí con buenos ojos. Así, ya lo sabe usted, Lady Russell.
—Cualquier conocido de Ana será siempre bienvenido por mí —fue la bondadosa respuesta de Lady Russell.
—Oh, en cuanto a ser conocido de Ana —dijo María— creo más bien que es conocido mío, porque últimamente lo he visto a diario.
—Bien, como conocido suyo, también tendré sumo placer en ver al capitán Benwick.
—No encontrará usted nada particularmente grato en él, señora. Es uno de los jóvenes más aburridos que he conocido. Ha caminado a veces conmigo, de un extremo al otro de la playa, sin decir una palabra. No es bien educado. Le puedo asegurar que no le agradará.
Yo discrepo contigo, María —dijo Ana—. Creo que Lady Russell simpatizará con él y que estará tan encantada con su inteligencia que pronto no encontrará deficiencia en sus modales.
—Eso mismo pienso yo —dijo Carlos—. Estoy seguro de que Lady Russell lo encontrará muy agradable y hecho a medida para que ella simpatice con él. Dadle un libro y leerá todo el día.
—Eso sí —dijo María groseramente—. Se sentará con un libro y no prestará atención cuando una persona le hable, o cuando a una se le caigan las tijeras, o cualquier otra cosa que pase a su alrededor. ¿Creen ustedes que a Lady Russell le gustará esto?
Lady Russell no pudo menos que reír:
—Palabra de honor —dijo—, jamás creí que mi opinión pudiera causar tanta conjetura, siendo como soy tan simple y llana. Tengo mucha curiosidad de conocer a la persona que despierta estas diferencias. Desearía que se le invitara a que viniese aquí. Y cuando venga, María, ciertamente le daré a usted mi opinión. Pero estoy resuelta a no juzgar de antemano.
—No le agradará a usted; estoy segura.
Lady Russell comenzó a hablar de otra cosa. María habló animadamente de lo extraordinario de encontrar o no a Mr. Elliot.
—Es un hombre —dijo Lady Russell— a quien no deseo encontrar. Su negativa a estar en buenos términos con la cabeza de su familia me parece muy mal.
Esta frase calmó el ardor de María, y la detuvo de golpe en medio de su defensa de los Elliot.
Respecto al capitán Wentworth, aunque Ana no aventuró ninguna pregunta, las informaciones gratuitas fueron suficientes. Su ánimo había mejorado mucho los últimos días, como bien podía esperarse. A medida que Luisa mejoraba, él había mejorado también; era ahora un individuo muy distinto al de la primera semana. No había visto a Luisa, y temía mucho que un encuentro dañase a la joven, razón por la que no había insistido en visitarla. Por el contrario, parecía tener proyectado irse por una semana o diez días hasta que la cabeza de la joven estuviese más fuerte. Había hablado de irse a Plymouth por una semana, y deseaba que el capitán Benwick lo acompañase. Pero, según Carlos afirmó hasta el final, el capitán Benwick parecía mucho más dispuesto a llegarse hasta Kellynch.
Tanto Ana como Lady Russell se quedaron pensando en el capitán Benwick. Lady Russell no podía oír la campanilla de la puerta de entrada sin imaginar que sería un mensajero del joven, y Ana no podía volver de algún solitario paseo por los que habían sido terrenos de su padre, o de cualquier visita de caridad en el pueblo, sin preguntarse cuándo lo vería. Sin embargo, el capitán Benwick no llegaba. O bien estaba menos dispuesto de lo que Carlos imaginaba o era demasiado tímido. Y después de una semana, Lady Russell juzgó que era indigno de la atención que se le dispensara en un principio.
Los Musgrove vinieron a esperar a sus niños y niñas pequeños, que volvían del colegio acompañados de los niños Harville, para aumentar el alboroto en Uppercross y disminuirlo en Lyme. Enriqueta se quedó con Luisa, pero todo el resto de la familia había regresado.
Lady Russell y Ana efectuaron una visita de retribución inmediatamente, y Ana encontró en Uppercross la animación de otrora. Aunque faltaban Enriqueta, Luisa, Carlos Hayter y el capitán Wentworth, la habitación presentaba un violento contraste con la última vez que ella la había visto.
Alrededor de la señora Musgrove estaban los pequeños de la quinta, especialmente venidos para entretenerlos. A un lado había una mesa, ocupada por unas niñas charlatanas, cortando seda y papel dorado, y en el otro había fuentes y bandejas, dobladas con el peso de los pasteles fríos en donde alborotaban unos niños; todo esto con el rumor de un fuego de Navidad que parecía dispuesto a hacerse oír pese a la algarabía de la gente. Carlos y María, como era de esperar, se hicieron presentes, y mister Musgrove juzgó su deber presentar sus respetos a Lady Russell y se sentó junto a ella por diez minutos, hablando en voz muy alta, debido al griterío de los niños que trepaban a sus rodillas; pero generalmente, se le oía poco. Era una hermosa escena familiar.
Ana, juzgando de acuerdo con su propio temperamento, hubiera presumido aquel huracán doméstico como un mal restaurador para los nervios de Luisa, que habían sido tan afectados; pero Mrs. Musgrove, que se sentó junto a Ana para agradecerle cordialmente sus atenciones, terminó considerando cuánto había sufrido ella, y con una rápida mirada alrededor de la habitación recalcó que después de lo ocurrido nada podía haber mejor que la tranquila alegría del hogar.
Luisa se recobraba con tranquilidad. Su madre pensaba que hasta quizá fuese posible su vuelta a casa antes de que sus hermanos y hermanas regresaran al colegio. Los Harville habían prometido ir con ella y permanecer en Uppercross. El capitán Wentworth había ido a visitar a su hermano en Shropshire.
—Espero que en el futuro —dijo Lady Russell cuando estuvieron sentadas en el coche para volver— recordaré no visitar Uppercross en las fiestas de Navidad.
Cada quien tiene sus gustos particulares, en ruidos como en cualquier otra cosa; y los ruidos son sin importancia, o molestos, más por su categoría que por su intensidad. Cuando Lady Russell, no mucho tiempo después, entraba en Bath en una tarde lluviosa, en coche desde el puente Viejo hasta Camden Place, por las calles llenas de coches y pesados carretones, los gritos de los anunciadores, vendedores y lecheros, y el incesante rumoreo de los zuecos, por cierto, no se quejó. No, tales ruidos eran parte de las diversiones invernales. El ánimo de la dama se alegraba bajo su influencia, y, al igual que la señora Musgrove, aunque sin decirlo, juzgaba que después de una temporada en el campo nada podía hacerle tan bien como un poco de alegría.
Ana no sentía igual. Ella seguía experimentando una silenciosa pero segura antipatía por Bath. Recibió la nebulosa vista de los grandes edificios, nublados de lluvia, sin ningún deseo de verlos mejor. Sintió que su marcha por las calles, pese a ser desagradable, era muy rápida, porque, ¿quién se alegraría de su llegada? Y recordaba con pesar el bullicio de Uppercross y la reclusión de Kellynch.
La última carta de Isabel había comunicado noticias de algún interés. Mr. Elliot estaba en Bath. Había ido a Camden Place; había vuelto una segunda vez, una tercera, y había sido excesivamente atento. Si Isabel y su padre no se engañaban, había tomado tanto cuidado en buscar la relación, como antes en descuidarla. Eso sería maravilloso en caso de ser cierto, y Lady Russell se sentía en un estado de agradable curiosidad y perplejidad acerca de Mr. Elliot, casi retractándose, por el sentimiento que había expresado a María, hablando de él como de un hombre a quien «no deseaba ver». Sentía gran deseo de verlo. Si realmente deseaba cumplir con su deber de buena rama, sería perdonado por su alejamiento del árbol familiar.
Ana no se sentía animada a lo mismo por estas circunstancias, pero sí que prefería ver a Mr. Elliot, cosa que en verdad podía decir de muy pocas personas en Bath.
Descendió en Camden Place y Lady Russell se encaminó a su alojamiento en la calle River.
Capítulo XV
Sir Walter había alquilado una buena casa en Camden Place, en una elevación, digna, tal como merece un hombre igualmente digno y elevado. Y él e Isabel se habían establecido allí enteramente satisfechos.
Ana entró en la casa con el corazón desmayado, anticipando una reclusión de varios meses y diciéndose ansiosamente a sí misma: «Oh, ¿cuándo volveré a dejarlos?» Sin embargo, una inesperada cordialidad a su arribo le hizo mucho bien. Su padre y su hermana se alegraban de verla, por el placer de mostrarle la casa y el mobiliario, y fueron a su encuentro dando muestras de cariño. El que fueran cuatro para las comidas era además una ventaja.
Mrs. Clay estaba muy amable y sonriente, pero sus cortesías y sus sonrisas no eran sino eso mismo: cortesía. Ana sintió que ella haría siempre lo que más le conviniera, pero la buena voluntad de los otros era sorprendente y genuina. Estaban de excelente humor, y bien pronto supo por qué. No les interesaba escucharla. Después de algunos cumplidos acerca de haber lamentado las antiguas vecindades, tuvieron pocas preguntas que hacer y la conversación cayó en sus manos. Uppercross no despertaba interés; Kellynch, muy poco; lo más importante era Bath.
Tuvieron el placer de asegurarle que Bath había sobrepasado sus expectativas en varios aspectos. Su casa era sin discusión la mejor de Camden Place; su sala tenía todas las ventajas posibles sobre las que habían visitado o que conocían de oídas, y la superioridad consistía además en lo adecuado del mobiliario. Buscaban relacionarse con ellos. Todos deseaban visitarlos. Habían rechazado muchas presentaciones, y sin embargo, vivían asediados por tarjetas dejadas por personas de las que nada sabían.
¡Qué cantidad de motivos para regocijarse! ¿Podía dudar Ana de que su padre y su hermana eran felices? Podía verse que su padre no se sentía rebajado con el cambio; nada lamentaba de los deberes y la dignidad de un poseedor de tierras y encontraba satisfacción en la vanidad de una pequeña ciudad; y debió marchar, aprobando, sonriendo y maravillándose de que Isabel se pasease de una habitación a otra, ponderando su amplitud, y sorprendiéndose de que aquella mujer que había sido la dueña de Kellynch Hall encontrara orgullo en el reducido espacio de aquellas cuatro paredes.
Pero además tenían otras cosas que les hacían felices. Tenían a Mr. Elliot. Ana tuvo que oír mucho sobre Mr. Elliot. No sólo le habían perdonado, sino que estaban encantados con él. Había estado en Bath hacía más o menos quince días (había pasado por Bath cuando se dirigía a Londres, y Sir Walter, pese a que éste no estuvo más que veinticuatro horas, se había puesto en contacto con él), pero en esta ocasión había pasado unos quince días en Bath y la primera medida que tomó fue dejar su tarjeta en Camden Place, seguida por los más grandes deseos de renovar la relación, y cuando se encontraron su conducta fue tan franca, tan presta a excusarse por el pasado, tan deseosa de renovar la relación, que en su primer encuentro el contacto fue plenamente re-establecido.
No hallaban ningún defecto en él. Había explicado todo lo que parecía descuido de su parte. Había borrado toda aprehensión de inmediato. Nunca había tenido la intención de tomarse mucha confianza; temía haberlo hecho, aunque sin saber por qué, y la delicadeza le había hecho guardar silencio. Ante la sospecha de haber hablado irrespetuosa o ligeramente de la familia o del honor de ésta, estaba indignado. ¡El, que siempre se había enorgullecido de ser un Elliot!, y cuyas ideas, en lo que se refiere a la familia, eran demasiado estrictas para el democrático tono de los tiempos que corrían. En verdad estaba asombrado. Pero su carácter y su comportamiento refutarían tal sospecha. Podía decirle a Sir Walter que averiguara entre la gente que lo conocía; y en verdad, el trabajo que se tomó a la primera oportunidad de reconciliación para ser puesto en el lugar de pariente y presunto heredero fue prueba suficiente de sus opiniones al respecto.
Las circunstancias de su matrimonio también podían disculparse. Este tema no debía ser puesto por él, pero un íntimo amigo suyo, el coronel Wallis, un hombre muy respetable, todo el tipo del caballero (y no mal parecido, agregaba Sir Walter), que vivía muy cómodamente en las casas de Malborough y que había, a su propio pedido, trabado conocimiento de ellos por intermedio de Mr. Elliot, fue quien mencionó una o dos cosas sobre el matrimonio, que contribuyeron a disminuir el desprestigio.
El coronel Wallis hacía mucho tiempo que conocía a mister Elliot; había conocido muy bien a su esposa y entendió a la perfección el problema. No era ella una mujer de buena familia, pero era bien educada, culta, rica y muy enamorada de su amigo. Allí residía el encanto. Ella lo había buscado. Sin aquella condición, no hubiera bastado todo su dinero para tentar a Elliot, y además, Sir Walter estaba convencido de que ella había sido una mujer muy honrada. Todo esto hizo atractivo el matrimonio. Una mujer muy buena, de gran fortuna y enamorada de él. Sir Walter admitía todo ello como una excusa en forma, y aunque Isabel no podía ver el asunto bajo una luz tan favorable, se vio obligada a admitir que todo era muy razonable.
Mr. Elliot había hecho frecuentes visitas, había cenado una vez con ellos y se había mostrado encantado de recibir la invitación, pues ellos no daban cenas en general; en una palabra, estaba encantado de cualquier muestra de afecto familiar y hacía depender su felicidad de estar íntimamente vinculado con la casa de Camden.
Ana escuchaba, pero no entendía. Muy buena voluntad había que poner por las opiniones de los que hablaban. Ella mejoraba todo lo que oía. Lo que parecía extravagante o irracional en el progreso de la reconciliación podía tener su origen nada más que en el modo de hablar de los narradores. Sin embargo, tenía la sensación de que había algo más de lo que parecía en el deseo de mister Elliot, después de un intervalo de tantos años, de ser bien recibido por ellos. Desde un punto de vista mundano, nada sacaría en limpio con la amistad de Sir Walter, nada ganaría con que las cosas cambiaran. Con seguridad él era el más rico y Kellynch sería alguna vez suyo, lo mismo que el título. Un hombre sensato, y parecía haber sido, en verdad, un hombre muy sensato, ¿por qué había de poner objeciones? Ella podía presentar una sola solución; tal vez fuera a causa de Isabel. Tal vez en un tiempo hubo cierta atracción, aunque la conveniencia y los accidentes los hubieran apartado, y ahora que podía permitirse ser agradable podría dedicarle sus atenciones. Isabel era muy hermosa, de modales elegantes y cultivados, y su modo de ser no era conocido por mister Elliot, que la había tratado pocas veces, en público, cuando muy joven. Cómo habrían de recibir la sensibilidad y la inteligencia de él el conocimiento de su presente modo de vida, era otra preocupación muy penosa. En verdad deseaba Ana que no fuera él demasiado amable u obsequioso, de ser Isabel la causa de sus desvelos; y que Isabel se inclinaba a creer tal cosa y que su amiga mistress Clay fomentaba la idea, se hizo clarísimo por una o dos miradas entre ambas mientras se hablaba de las frecuentes visitas de Mr. Elliot.
Ana mencionó los vistazos que había tenido de él en Lyme, pero sin que se le prestara mucha atención. «Oh, sí, tal vez era Mr. Elliot.» Ellos no sabían. «Tal vez fuera él.» No podían escuchar la descripción que ella hacía de él. Ellos mismos lo describían, sobre todo Sir Walter. El hizo justicia a su aspecto distinguido, a su elegante aire a la moda, a su bien cortado rostro, a su grave mirada, pero al mismo tiempo «era de lamentar su aire sombrío, un defecto que el tiempo parecía haber aumentado»; ni podía ocultarse que diez años transcurridos habían cambiado sus facciones desfavorablemente. Mr. Elliot parecía pensar que él (Sir Walter) tenía «el mismo aspecto que cuando se separaron», pero Sir Walter «no había podido devolver el cumplido enteramente», y eso lo había confundido. De todos modos, no pensaba quejarse: mister Elliot tenía mejor aspecto que la mayoría de los hombres, y él no pondría objeciones a que lo vieran en su compañía donde fuere.
Mr. Elliot y su amigo fueron el principal tema de conversación toda la tarde. «¡El coronel Wallis había parecido tan deseoso de ser presentado a ellos! ¡Y mister Elliot tan ansioso de hacerlo!» Había además una señora Wallis a quien sólo conocían de oídas por encontrarse enferma. Pero Mr. Elliot hablaba de ella como de «una mujer encantadora digna de ser conocida en Camden Place». Tan pronto se restableciera la conocerían. Sir Walter tenía un alto concepto de la señora Wallis; se decía que era una mujer extraordinariamente bella, hermosa. Deseaba verla. Sería un contrapeso para las feas caras que continuamente veía en la calle. Lo peor de Bath era el extraordinario número de mujeres feas. No quiere decir esto que no hubiese mujeres bonitas, pero la mayoría de las feas era aplastante. Con frecuencia había observado en sus paseos que una cara bella era seguida por treinta o treinta y cinco espantajos. En cierta ocasión, encontrándose en una tienda de Bond Street había contado ochenta y siete mujeres, una tras otra, sin encontrar un rostro aceptable entre ellas. Claro que había sido una mañana helada, de un frío agudo del que sólo una mujer entre treinta hubiera podido soportar. Pero pese a ello… el número de feas era incalculable. ¡En cuanto a los hombres…! ¡Eran infinitamente peores! ¡Las calles estaban llenas de multitud de esperpentos! Era evidente, por el efecto que un hombre de discreta apariencia producía, que las mujeres no estaban muy acostumbradas a la vista de alguien tolerable. Nunca había caminado del brazo del coronel Wallis, quien tenía una figura arrogante aunque su cabello parecía color arena, sin que todos los ojos de las mujeres se volviesen a mirarlo. En verdad, «todas las mujeres miraban al coronel Wallis». ¡Oh, la modestia de Sir Walter! Su hija y mistress Clay no lo dejaron escapar, sin embargo, y afirmaron que el acompañante del coronel Wallis tenía una figura tan buena como la de éste, sin la desventaja del color del cabello.
—¿Qué aspecto tiene María? —preguntó Sir Walter, con el mejor humor—. La última vez que la vi tenía la nariz roja, pero espero que esto no ocurra todos los días.
—Debe haber sido pura casualidad. En general ha disfrutado de buena salud y aspecto desde San Miguel.
—Espero que no la tiente salir con vientos fuertes y adquirir así un cutis recio. Le enviaré un nuevo sombrero y otra pelliza.
Ana consideraba si le convendría sugerir que un tapado o un sombrero no debían exponerse a tan mal trato, cuando un golpe en la puerta interrumpió todo: «¡Un llamado a la puerta y a estas horas! ¡Debían ser más de las diez! ¿Y si fuera mister Elliot?» Sabían que tenía que cenar en Lansdown Crescent. Era posible que se hubiese detenido en su camino de vuelta para saludarlos. No podían pensar en nadie más. Mrs. Clay creía que sí, que aquella era la manera de llamar de Mr. Elliot. Mistress Clay tuvo razón. Con toda la ceremonia que un criado y… un muchacho de recados pueden hacer, mister Elliot fue introducido en la sala.
Era el mismo, el mismo hombre, sin más diferencia que el traje. Ana se hizo algo atrás mientras los demás recibían sus cumplidos, y su hermana las disculpas por haberse presentado a hora tan desusada. Pero «no podía pasar tan cerca sin entrar a preguntar si ella o su amiga habían cogido frío el día anterior, etcétera». Todo esto fue cortésmente dicho y cortésmente recibido. Pero el turno de Ana se acercaba. Sir Walter habló de su hija más joven. «Mr. Elliot debía ser presentado a su hija más joven» (no hubo ocasión de recordar a Maria), y Ana, sonriente y sonrojada, de manera que le sentaba muy bien, presentó a Mr. Elliot las hermosas facciones que éste no había en modo alguno olvidado, y pudo comprobar, por la sorpresa que él tuvo, que antes no había sospechado quién era ella. Pareció tremendamente sorprendido, pero no más que agradado. Sus ojos se iluminaron y con la mayor presteza celebró el encuentro, aludió al pasado, y dijo que podía considerársele un antiguo conocido. Era tan bien parecido como había semejado serlo en Lyme, y sus facciones mejoraban al hablar. Sus modales eran exactamente los apropiados, tan corteses, tan fáciles, tan agradables, que sólo podían ser comparados con los de otra persona. No eran los mismos, pero eran así de buenos.
Se sentó con ellos y la conversación mejoró al momento. No cabía duda que de era un hombre inteligente. Diez minutos bastaron para comprenderlo. Su tono, su expresión, la elección de los temas, su conocimiento de hasta dónde debía llegar, eran el producto de una mente inteligente y esclarecida. En cuanto pudo, comenzó a hablar con ella de Lyme, deseando cambiar opiniones respecto al lugar, pero deseoso especialmente de comentar el hecho de haber sido huéspedes de la misma posada y al mismo tiempo, hablando de su ruta, sabiendo un poco la de ella, y lamentando no haber podido presentarle sus respetos en aquella ocasión. Ella informó en pocas palabras de su estancia y de sus asuntos en Lyme. Su pesar aumentó al saber los detalles. Había pasado una tarde solitaria en la habitación contigua a la de ellos. Había oído voces regocijadas. Había pensado que debían ser personas encantadoras y deseó estar con ellos. Y todo esto sin saber que tenía el derecho a ser presentado. ¡Si hubiera preguntado quiénes eran! ¡El nombre de Musgrove habría bastado! «Bien, esto serviría para curarle de la costumbre de no hacer jamás preguntas en una posada, costumbre que había adoptado desde muy joven, pensando que no era gentil ser curioso.»
Las nociones de un joven de veinte o veintidós años —decía— en lo que se refiere a buenas maneras son más absurdas que las de cualquier otra persona en el mundo. La estupidez de los medios que emplean sólo puede ser igualada por la tontería de los fines que persiguen.
Pero no podía comunicar sus reflexiones a Ana solamente; él lo sabía; y bien pronto se perdió entre los otros, y sólo a ratos pudo volver a Lyme.
Sus preguntas, sin embargo, trajeron pronto el relato de lo que había pasado allí después de su partida. Habiendo oído algo sobre «un accidente», quiso conocer el resto. Cuando preguntó, Sir Walter e Isabel lo hicieron también; pero la diferencia de la manera en que lo hacían no podía menos que quedar de manifiesto. Ella sólo podía comparar a Mr. Elliot con Lady Russell por su deseo de comprender lo que había ocurrido, y por el grado en que parecían comprender también cuanto había sufrido ella presenciando el accidente.
Se quedó una hora con ellos. El elegante relojito sobre la chimenea había tocado «las once con sus argentinos toques», y el sereno se oía a la distancia cantando lo mismo, antes de que Mr. Elliot o cualquiera de los presentes creyera que había pasado tan largo rato.
¡Ana nunca imaginó que su primera velada en Camden Place sería tan agradable!
Capítulo XVI
Había algo que Ana, al volver entre los suyos, hubiera preferido saber, incluso más que si mister Elliot estaba enamorado de Isabel, y era si su padre lo estaría de Mrs. Clay. Después de haber permanecido en casa algunas horas, más se intranquilizó a este respecto. Al bajar para el desayuno a la mañana siguiente, encontró que había habido una razonable intención de la dama de dejarlos. Imaginó que mistress Clay habría dicho: «Ahora que Ana está con ustedes, ya no soy necesaria», porque Isabel respondió en voz baja: «No hay ninguna razón en verdad; le aseguro que no encuentro ninguna. Ella no es nada para mí comparada con usted». Y tuvo tiempo de oír decir a su padre: «Mi querida señora, esto no puede ser. Aún no ha visto usted nada de Bath. Ha estado aquí solamente porque ha sido necesaria. No nos dejará usted ahora. Debe quedarse para conocer a Mrs. Wallis, a la hermosa Mrs. Wallis. Para su refinamiento, estoy seguro de que la belleza es siempre un placer».
Habló con tanto entusiasmo que Ana no se sorprendió de que Mrs. Clay evitase la mirada de ella y de su hermana; ella podría parecer quizás un poco sospechosa, pero Isabel ciertamente no pensaba nada acerca del elogio al refinamiento de la dama. Esta, ante tales requerimientos, no pudo menos de condescender en quedarse.
En el curso de la misma mañana, encontrándose sola Ana con su padre, comenzó éste a felicitarla sobre su mejor aspecto; la encontraba «menos delgada de cuerpo, de mejillas; su piel, su apariencia habían mejorado…, era más claro su cutis, más fresco. ¿Había estado usando algo? No, nada.» «Nada más que Gowland», supuso él. «No, absolutamente nada.» Ah, esto le sorprendía mucho, y añadió: «No puedes hacer nada mejor que continuar como estás. Estás sumamente bien. Pero te recomiendo el uso de Gowland constantemente durante los meses de primavera. Mrs. Clay lo ha estado usando bajo mi recomendación y ya ves cuánto ha mejorado. Se han borrado todas sus pecas».
¡Si Isabel lo hubiera oído! Tal elogio le hubiera chocado, especialmente cuando, en opinión de Ana, las pecas seguían donde mismo. Pero hay que dar oportunidad a todo. El mal de tal matrimonio disminuiría si Isabel se casaba también. En cuanto a ella, siempre tendría su hogar con Lady Russell.
La compostura de Lady Russell y la gentileza de sus modales sufrieron una prueba en Camden Place. La visita de Mrs. Clay gozando de tanto favor y de Ana tan abandonada, era una provocación interminable para ella. Y esto la molestaba tanto cuando no se encontraba allí, como puede sentirse molestada una persona que en Bath bebe el agua del lugar, lee las nuevas publicaciones y tiene gran número de conocidos.
Cuando conoció a Mr. Elliot, se volvió más caritativa o más indiferente hacia los otros. Los modales de éste fueron una recomendación inmediata; y conversando con él encontró bien pronto lo sólido debajo de lo superficial, por lo que se sintió inclinada a exclamar, según dijo a Ana: «¿Puede ser éste Mr. Elliot?», y en realidad no podía imaginar un hombre más agradable o estimable. Lo reunía todo: buen entendimiento, opiniones correctas, conocimiento del mundo y un corazón cariñoso. Tenía fuertes sentimientos de unión y honor familiares, sin ninguna debilidad u orgullo; vivía con la liberalidad de un hombre de fortuna, pero sin dilapidar; juzgaba por sí mismo en todas las cosas esenciales sin desafiar a la opinión pública en ningún punto del decoro mundano. Era tranquilo, observador, moderado, cándido; nunca desapareceria por espíritu egoísta creyendo hacerlo por sentimientos poderosos, y con una sensibilidad para todo lo que era amable o encantador y una valoración de todo lo estimable en la vida doméstica, que los caracteres falsamente entusiastas o de agitaciones violentas rara vez poseen. Estaba cierta de que no había sido feliz en su matrimonio. El coronel Wallis lo decía y Lady Russell podía verlo; pero no se había agriado su carácter ni tampoco (bien pronto comenzó a sospecharlo) dejaba de pensar en una segunda elección. La satisfacción que Mr. Elliot le producía atenuaba la plaga que era mistress Clay.
Hacía ya algunos años que Ana había aprendido que ella y su excelente amiga podían discrepar. Por consiguiente, no la sorprendió que Lady Russell no encontrase nada sospechoso o inconsistente, nada detrás de los motivos que aparecían a la vista, en el gran deseo de reconciliación de Mr. Elliot. Lady Russell estimaba como la cosa más natural del mundo que en la madurez de su vida considerara Mr. Elliot lo más recomendable y deseable reconciliarse con el cabeza de la familia. Era lo natural al andar del tiempo en una cabeza clara y que sólo había errado durante su juventud. Ana, sin embargo, sonreía, y al fin mencionó a Isabel. Lady Russell escuchó, miró, y contestó solamente: «¡Isabel! Bien: El tiempo lo dirá».
Ana, después de una breve observación, comprendió que ella también debía limitarse a esperar el futuro. Nada podía juzgar por el momento. En aquella casa, Isabel estaba primero y ella estaba tan habituada a la general reverencia a «miss Elliot», que cualquier atención particular le parecía imposible. Mr. Elliot, además —no debía olvidarse—, era viudo desde hacía sólo siete meses. Una pequeña demora de su parte era muy perdonable. En una palabra, Ana no podía ver el crespón alrededor de su sombrero sin imaginarse que no tenía ella excusa en suponerle tales intenciones; porque su matrimonio, aunque infortunado, había durado tantos años que era difícil recobrarse tan rápidamente de la espantosa impresión de verlo deshecho.
Como fuere que todo aquello terminase, no cabía duda de que Mr. Elliot era la persona más agradable de las que conocían en Bath. No veía a nadie igual a él, y era una gran cosa de vez en cuando conversar acerca de Lyme, lugar que parecía tener casi más deseos de ver nueva y más extensamente que ella. Comentaron los detalles de su primer encuentro varias veces. El dio a entender que la había mirado con interés. Ella lo recordaba bien, y recordaba además la mirada de una tercera persona.
No siempre estaban de acuerdo. Su respeto por el rango y el parentesco era mayor que el de ella. No era sólo complacencia, era un agradarle el tema lo que hizo que su padre y su hermana prestaran atención a cosas que. Ana juzgaba indignas de entusiasmarlos. El diario matutino de Bath anunció una mañana la llegada de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de su hija, la honorable miss Carteret; y toda la comodidad de Camden Place número… desapareció por varios días; porque los Dalrymple (por desgracia en opinión de Ana) eran primos de los Elliot, y las angustias surgieron al pensar en una presentación correcta.
Ana no había visto antes a su padre y a su hermana en contacto con la nobleza, y se descorazonó un poco. Había pensado mejor acerca de la idea que ellos tenían de su propia situación en la vida, y sintió un deseo que jamás hubiera sospechado que podría llegar a tener… el deseo de que tuvieran más orgullo; porque «nuestros primos Lady Dalrymple y miss Carteret», «nuestros parientes, los Dalrymple», eran frases que estaban todo el día en su oído.
Sir Walter había estado una vez en compañía del difunto vizconde, pero jamás había encontrado a la familia. Las dificultades surgían a la sazón de una interrupción completa en las cartas de cortesía, precisamente desde la muerte del mencionado vizconde, acaecida al mismo tiempo en que una peligrosa enfermedad de Sir Walter había hecho que los moradores de Kellynch no hicieran llegar ninguna condolencia. Ningún pésame fue a Irlanda. El pecado había sido pagado, puesto que a la muerte de Lady Elliot ninguna condolencia llegó a Kellynch, y en consecuencia, había sobradas razones para suponer que los Dalrymple consideraban la amistad terminada. Cómo arreglar este enojoso asunto y ser admitidos de nuevo como primos era lo importante; y era un asunto que, bien sensatamente, ni Lady Russell ni Mr. Elliot consideraban trivial. «Las relaciones familiares es bueno conservarlas siempre, la buena compañía es siempre digna de ser buscada; Lady Dalrymple había tomado por tres meses una casa en Laura Place, y viviría en gran estilo. Había estado en Bath el año anterior y Lady Russell había oído hablar de ella como de una mujer encantadora. Sería muy agradable que las relaciones fueran restablecidas, y si era posible, sin ninguna falta de decoro de parte de los Elliot.»
Sir Walter, sin embargo, prefirió valerse de sus propios procedimientos, y finalmente escribió dando una amplia explicación y expresando su pesar a su honorable prima. Ni Lady Russell ni Mr. Elliot pudieron admirar la carta, pero, sea como fuera, la carta cumplió su propósito, trayendo de vuelta una garabateada nota de la vizcondesa viuda. «Tendría mucho placer y honor en conocerlos.» Los afanes del asunto habían terminado y sus dulzuras comenzaban. Visitaron Laura Place, y recibieron las tarjetas de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de la honorable miss Carteret para arreglar entrevistas. Y «nuestros primos en Laura Place», «nuestros parientes Lady Dalrymple y miss Carteret», eran el tema obligado de todos los comentarios.
Ana estaba avergonzada. Aunque Lady Dalrymple y su hija hubieran sido en extremo agradables, se hubiera sentido avergonzada de la agitación que creaban, pero éstas no valían gran cosa. No tenían superioridad de modales de dotes o de entendimiento. Lady Dalrymple había adquirido la fama de «una mujer encantadora» porque tenía una sonrisa amable y era cortés con todo el mundo. Miss Carteret, de quien podía decirse aún menos, era tan malcarada y desagradable que no hubiera sido jamás recibida en Camden Place de no haber sido por su alcurnia.
Lady Russell confesó que había esperado algo más, no obstante «era una relación digna» y cuando Ana se atrevió a dar su opinión a Mr. Elliot, él convino que por sí mismas no valían demasiado, pero afirmó que como para trato familiar, como buena compañía, para aquellos que buscan tener personas gratas alrededor, valían. Ana sonrió y dijo:
—Mi idea de la buena compañía, Mr. Elliot, es la compañía de la gente inteligente, bien informada, y que tiene mucho que decir; es lo que yo entiendo por buena compañía.
—Está usted en un error —dijo él gentilmente—; ésa no es buena compañía, es la mejor. La buena compañía requiere solamente cuna, educación y modales, y en lo que a educación respecta se exige bastante poca. El nacimiento y las buenas maneras son lo esencial; pero un poco de conocimientos no hace mal a nadie, por el contrario, hace bien. Mi prima Ana mueve la cabeza. No está satisfecha. Está fastidiada. Mi querida prima —sentándose junto a ella—, tiene usted más derecho a ser desdeñosa que cualquier otra mujer que yo conozca. Pero ¿qué gana con ello? ¿No es acaso más provechoso aceptar la compañía de estas señoras de Laura Place y disfrutar de las ventajas de su conocimiento en cuanto sea posible? Puede usted estar segura que andarán entre lo mejor de Bath este invierno, y como el rango es el rango, el hecho de que sean ustedes parientes contribuirá a colocar a su familia (a nuestra familia) en la consideración que merece.
—¡Sí —afirmó Ana—, en verdad sabrán que somos parientes de ellas! —Luego, recomponiéndose y no deseando una respuesta, continuó—: La verdad, creo que ha sido demasiado molesto procurarse esta relación. Creo —añadió sonriendo— que tengo más orgullo que ustedes, pero confieso que me molesta que hayamos deseado tanto la relación, cuando a ellos les es perfectamente indiferente.
—Perdón, mi querida prima, es usted injusta con nosotros. En Londres quizá, con su tranquila manera de vivir, podía usted decir lo que dice, pero en Bath, Sir Walter Elliot y su familia serán siempre dignos de ser conocidos, siempre serán una compañía muy apreciable.
—Bien —dijo Ana—, soy orgullosa, demasiado orgullosa para disfrutar de una amistad que depende del lugar en que uno esté.
—Apruebo su indignación —dijo él—; es natural. Pero están ustedes en Bath y lo que importa es poseer todo el crédito y la dignidad que merece Sir Walter Elliot. Habla usted de orgullo; yo soy considerado orgulloso, y me gusta serlo, porque nuestros orgullos, en el fondo, son iguales, no lo dudo, aunque las apariencias los hagan parecer diferentes. En una cosa, mi querida prima —continuó hablando bajo como si no hubiera nadie más en el salón—, en una cosa estoy cierto, de que nuestros sentimientos son los mismos. Sentimos que cualquier amistad nueva para su padre, entre sus iguales o superiores, que pueda distraer sus pensamientos de la que está detrás de él, debe ser bienvenida.
Mientras hablaba miró el lugar que Mrs. Clay había estado ocupando, lo que explicaba en grado suficiente su pensamiento. Y aunque Ana no creyó que tuvieran el mismo orgullo, sintió simpatía hacia él por su desagrado hacia Mrs. Clay y por su deseo de que su padre conociera nueva gente para eliminar a esa mujer.
Capítulo XVII
Mientras Sir Walter e Isabel probaban fortuna en Laura Place, Ana renovaba una antigua y muy distinta relación.
Había visitado a su antigua institutriz y había sabido por ella que estaba en Bath una antigua compañera que llamaba su atención por haber sido bondadosa con ella en el pasado y que a la sazón era desdichada.
Miss Hamilton, por entonces Mrs. Smith, se había mostrado cariñosa con ella en uno de esos momentos en que más se aprecia esta clase de gestos. Ana había llegado muy apesadumbrada al colegio, acongojada por la pérdida de una madre profundamente amada, extrañando su alejamiento de la casa y sintiendo, como puede sentir una niña de catorce años, de aguda sensibilidad, en un caso como ése. Y miss Hamilton, que era tres años mayor que ella, y que había permanecido en el colegio un año más, debido a falta de parientes y hogar estable, había sido servicial y amable con Ana, mitigando su pena de una manera que jamás podría olvidarse.
Miss Hamilton había dejado el colegio, se había casado poco después, según se decía, con un hombre de fortuna, siendo esto todo lo que Ana sabía de ella, hasta que el relato de su institutriz le hizo ver la situación de una manera muy diferente.
Era viuda y pobre; su esposo había sido extravagante y, a su muerte, acaecida dos años antes, había dejado sus asuntos bastante embrollados. Había tenido serias dificultades y, sumada a tales inconvenientes, una fiebre reumática que le atacó las piernas la había convertido en una momentánea inválida. Había llegado a Bath por tal motivo, y se alojaba cerca de los baños calientes, viviendo de una manera muy modesta, sin poder pagar siquiera la comodidad de una sirvienta, y claro está, casi al margen de toda sociedad.
La amiga de ambas garantizó la satisfacción que una visita de Miss Elliot daría a Mrs. Smith, y Ana, por lo mismo, no tardó en hacerla. Nada dijo de lo que había oído y de lo que pensaban en su casa. No despertaría allí el interés que debía. Solamente consultó a Lady Russell, quien comprendió perfectamente sus sentimientos, y tuvo el placer de llevarla lo más cerca posible del domicilio de Mrs. Smith en Westgate.
Se hizo la visita, se restablecieron las relaciones, su interés fue recíproco. Los primeros diez minutos fueron embarazosos y emocionantes. Doce años habían transcurrido desde su separación, y cada una era una persona distinta de la que la otra imaginaba. Doce años habían convertido a Ana, de la floreciente y silenciosa niña de quince años, en una elegante mujer de veintisiete, con todas las bellezas salvo la lozanía y con modales tan serios como gentiles; y doce años habían hecho de la bonita y ya crecida miss Hamilton, entonces en todo el apogeo de la salud y la confianza de su superioridad, una pobre, débil y abandonada viuda, que recibía la visita de su antigua protegida como un favor. Pero todo lo que fue ingrato en el encuentro pasó bien pronto y sólo quedó el encanto de recordar y hablar sobre los tiempos idos.
Ana encontró en Mrs. Smith el buen juicio y las agradables maneras de las que casi no podía prescindir, y una disposición para conversar y para ser alegre, que realmente la sorprendieron. Ni las disipaciones del pasado -había vivido mucho en el mundo-, ni las restricciones del presente, ni la enfermedad ni el pesar parecían haber embotado su corazón o arruinado su espíritu.
En el curso de una segunda visita habló con gran franqueza y el asombro de Ana aumentó. Difícilmente puede imaginarse una situación menos agradable que la de Mrs. Smith. Había amado mucho a su esposo y lo había visto morir. Había conocido la opulencia; ya no la tenía. No tenía hijos para estar por ellos unida a la vida y a la felicidad; no tenía parientes que la ayudaran en el arreglo de embrollados negocios, y tampoco tenía salud que hiciera todo esto más llevadero. Sus habitaciones eran una ruidosa salita y un sombrío dormitorio detrás. No podía trasladarse de una a otro sin ayuda, y no había más que una criada en la casa para este menester. Jamás salía de la casa que no fuera para ser llevada a los baños calientes. Pese a esto, Ana no se equivocaba al creer que tenía momentos de tristeza y abatimiento en medio de horas ocupadas y alegres. ¿Cómo podía ser esto? Ella vigiló, observó, reflexionó y finalmente concluyó que no se trataba nada más que de un caso de fortaleza o resignación. Un espíritu sumiso puede ser paciente; un fuerte entendimiento puede dar resolución, pero aquí había algo más; aquí había ligereza de pensamiento, disposición para consolarse; poder de transformar rápidamente lo malo en bueno y de interesarse en todo lo que venía como un don de la naturaleza, lo que la mantenía olvidada de sí misma y de sus pesares. Era éste el don más escogido del cielo, y Ana vio en su amiga uno de esos maravillosos ejemplos que parecen servir para mitigar cualquier frustración.
En un tiempo —le informó Mrs. Smith—, su espíritu había flaqueado. No podía llamarse a la sazón inválida, comparando su estado con aquel en que estaba cuando llegó a Bath. Entonces era realmente un objeto digno de compasión, porque había cogido frío en el viaje y apenas había tomado posesión de su alojamiento cuando se vio confinada al lecho presa de fuertes y constantes dolores. Todo esto entre extraños, necesitando una enfermera y no pudiendo procurársela por sus apremios económicos. Lo había soportado, sin embargo, y podía afirmar que realmente había mejorado. Había aumentado su bienestar al sentirse en buenas manos. Conocía mucho del mundo para esperar interés en alguna parte, pero su enfermedad le había probado la bondad de la patrona del alojamiento; tuvo además la suerte de que la hermana de la patrona, enfermera de profesión y siempre en casa cuando sus obligaciones se lo permitían, estuvo libre en los momentos en que ella necesitó asistencia.
«Además de cuidarme admirablemente —decía Mrs. Smith— me enseñó cosas valiosísimas. En cuanto pude utilizar mis manos, me enseñó a tejer, lo que ha sido un gran entretenimiento. Me enseñó a hacer esas cajas para guardar agujas, alfileteros, tarjeteros, en las que me encontrará usted siempre ocupada, y que me permite los medios de ser útil a una o dos familias pobres de la vecindad. Debido a su profesión, conoce mucho a la gente; conoce a los que pueden comprar, y dispone de mi mercadería. Siempre escoge el momento oportuno. El corazón de todos se abre tras haber escapado de grandes dolores y adquirido nuevamente la bendición de la salud, y la enfermera Rooke sabe bien cuándo es el momento de hablar. Es una mujer inteligente y sensible. Su profesión le permite conocer la naturaleza humana, y tiene una base de buen sentido y don' de observación que la hacen como compañía infinitamente superior a la de muchas gentes que han recibido `la mejor educación del mundo', pero que no sabe en realidad nada. Llámelo usted chismes, si así le parece, pero cuando la enfermera Rooke viene a pasar una hora conmigo siempre tiene algo útil y entretenido que contarme; algo que hace pensar mejor de la gente. Uno desea enterarse de lo que pasa, estar al tanto de las nuevas maneras de ser trivial y tonto que se usan en el mundo. Para mí, que vivo tan sola, su conversación es un regalo.»
Ana, deseando conocer más acerca de este placer, dijo:
—Lo creo. Mujeres de esta clase tienen muchas oportunidades, y si son inteligentes, debe valer la pena escucharlas. ¡Tantas manifestaciones de la naturaleza humana que tienen que conocer…! Y no únicamente de las tonterías pueden aprender; también pueden ver cosas interesantes o conmovedoras. ¡Cuántos ejemplos verán de ardiente y desinteresada abnegación, de heroísmo, de fortaleza, de paciencia, de resignación…! Todo conflicto y todo sacrificio nos ennoblecen. El cuarto de un enfermo podría llenar el mejor de los volúmenes.
Sí —dijo, dudosa, Mrs. Smith—, alguna vez sucede, aunque la mayoría de las veces los casos que esta mujer ve no son tan elevados como usted supone. Alguna vez la naturaleza humana puede mostrarse grande en los momentos de prueba, pero suelen primar las debilidades y no la fuerza en la habitación de un enfermo. Son el egoísmo y la impaciencia más que la generosidad y la fortaleza los que se ven allí. ¡Tan infrecuente es la verdadera amistad en el mundo! Y por desdicha —hablando bajo y trémulo—, ¡hay tantos que olvidan pensar con seriedad hasta que es demasiado tarde…!
Ana comprendió la dolorosa miseria de estos sentimientos. El marido no había sido lo que debía, y había dejado a la esposa entre aquella gente que ocupa un peor lugar en el mundo del que merecen. Ese momento de emoción fue sin embargo, pasajero. Mrs. Smith se repuso y continuó en tono inalterable:
—Dudo que la situación que tiene en el presente mi amiga Mrs. Rooke sirva de mucho para entretenerme o enseñarme algo. Atiende a la señora Wallis de Marlborough, según creo una mujer a la moda, bonita, tonta, gastadora, y, naturalmente, nada podrá contarme sobre encajes y fruslerías. Sin embargo, quizá, yo pueda sacar algún beneficio de Mrs. Wallis. Tiene mucho dinero, y pienso que podrá comprarme todas las cosas caras que tengo ahora entre manos.
Ana visitó varias veces a su amiga antes de que en Camden Place sospecharan su existencia. Finalmente se hizo necesario hablar de ella. Sir Walter, Isabel y Mrs. Clay volvían un día de Laura Place con una invitación de la señora Dalrymple para la velada, pero Ana estaba ya comprometida a ir a Westgate. Ella no lamentaba excusarse. Habían sido invitados, no le cabía duda, porque Lady Dalrymple, a quien un serio catarro mantenía en casa, pensaba utilizar la amistad de los que tanto la habían buscado. Así, pues, Ana se negó rápidamente: «He prometido pasar la velada con una antigua compañera». No les interesaba nada que se relacionase con Ana, sin embargo hicieron más que suficientes preguntas para enterarse de quién era esta antigua condiscípula. Isabel manifestó desdén, y Sir Walter se puso severo.
—¡Westgate! —exclamó—. ¿A quién puede miss Ana Elliot visitar en Westgate? A Mrs. Smith; una viuda llamada Mrs. Smith. ¿Y quién fue su marido? Uno de los miles señores Smith que se encuentran en todas partes. ¿Qué atractivos tiene? Que está vieja y enferma. Palabra de honor, miss Ana Elliot, que tiene usted unos gustos notables. Todo lo que disgusta a otras personas: gente inferior, habitaciones mezquinas, aire viciado, relaciones desagradables, son gratas para usted. Pero tal vez podrás postergar la visita a esa señora. No está tan próxima a morirse, según creo, que no puedas dejar la visita para mañana. ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta?
—No, señor; aún no tiene treinta y un años. Pero no creo que pueda dejar mi compromiso porque es la única tarde en bastante tiempo que nos conviene a ambas. Ella va a los baños calientes mañana, y nosotros, bien lo sabe usted, hemos comprometido ya el resto de la semana.
—Pero ¿qué piensa Lady Russell de esta relación? —preguntó Isabel.
—No ve en ella nada reprochable —repuso Ana—; ¡muy por el contrario, lo aprueba! Casi siempre me ha llevado cuando he ido a visitar a Mrs. Smith.
—Westgate debe estar sorprendido de ver un coche rodando sobre su pavimento —observó Sir Walter—. La viuda de Sir Henry Russell no tiene armas que pintar, pero, pese a ello, es el suyo un hermoso coche, sin duda digno de llevar a miss Elliot. ¡Una viuda de nombre Smith que vive en Westgate!… ¡Una pobre viuda que escasamente tiene con qué vivir y de treinta o cuarenta años! ¡Una simple y común Mrs. Smith, el nombre de todos en todo el mundo, haber sido elegida como amiga de miss Elliot y ser preferida por ésta a sus relaciones de familia de la nobleza inglesa e irlandesa! Mrs. Smith; ¡vaya un nombre!
Mrs. Clay, que había presenciado toda la escena, juzgó prudente en ese momento abandonar el cuarto, y Ana hubiera deseado hacer en defensa de su amiga, algunos comentarios acerca de los amigos de ellos, pero el natural respeto a su padre la contuvo. No contestó. Dejó que comprendiera él por sí mismo que Mrs. Smith no era la única viuda en Bath entre treinta y cuarenta años, con escasos medios y sin nombre distinguido.
Ana cumplió su compromiso; los demás cumplieron el de ellos, y, por supuesto, debió oír, a la mañana siguiente, que habían pasado una velada encantadora. Ella fue la única ausente; Sir Walter e Isabel no solamente se habían puesto al servicio de su señoría, sino que habían buscado a otras personas, molestándose en invitar a Lady Russell y a Mr. Elliot; y Mr. Elliot había dejado temprano al coronel Wallis, y Lady Russell había finalizado temprano sus compromisos para concurrir. Ana supo, por Lady Russell, todos los detalles adicionales de la velada. Para Ana, lo más importante era la conversación sostenida con Mr. Elliot, quien, habiendo deseado su presencia, estimó comprensibles sin embargo las causas que le impidieron ir. Sus bondadosas y compasivas visitas a su antigua condiscípula parecían haber encantado a Mr. Elliot. Creía éste que ella era una joven extraordinaria; en sus maneras, carácter y alma, un prototipo excelente de femineidad. Las alabanzas que de ella hacía igualaban a las de Lady Russell, y Ana entendió claramente, por los elogios que de ella hacía este hombre inteligente, lo que su amiga insinuaba en su relato.
Lady Russell tenía ya una opinión muy firme sobre mister Elliot. Estaba convencida de su deseo de conquistar a Ana con el tiempo y no dudaba de que la mereciera, y pensaba cuántas semanas tardaría él en estar libre de las ataduras creadas por su viudez y luto, para poder valerse abiertamente de sus atractivos para conquistar a la joven. No dijo a Ana tan claramente cómo veía ella el asunto; solamente hizo unas pequeñas insinuaciones de lo que bien pronto ocurriría, es decir, de que él se enamorase y de la conveniencia de tal alianza y la necesidad de corresponderle. Ana la escuchó y no lanzó ninguna exclamación violenta; se limitó a sonreír, se ruborizó y sacudió la cabeza suavemente.
—No soy casamentera, como tú bien sabes —dijo Lady Russell—, conociendo como conozco la debilidad de todos los cálculos y determinación humanos. Sólo digo que en caso que alguna vez Mr. Elliot se dirija a ti y tú lo aceptes, tendrán la posibilidad de ser felices juntos. Será una unión deseada por todo el mundo, pero, para mí será una unión feliz.
—Mr. Elliot es un hombre en extremo agradable, y en muchos aspectos tengo una alta opinión de él —dijo Ana—, pero no creo que nos convengamos el uno al otro.
Lady Russell no dijo nada al respecto, y continuó:
—Desearía ver en ti a la futura Lady Elliot, la castellana de Kellynch, ocupando la mansión que fuera de tu madre, ocupando el puesto de ésta con todos los correspondientes derechos, la popularidad que tenía y todas sus virtudes. Esto sería para mí una gran recompensa. Eres idéntica a tu madre, en carácter y en físico y sería fácil volver a imaginarla a ella si tú ocupas su lugar, su nombre, su casa; si presidieras y bendijeras el mismo sitio; solamente serías superior a ella por ser más apreciada. Mi queridísima Ana, esto me haría más feliz que ninguna otra cosa en el mundo.
Ana se vio obligada a levantarse, a caminar hasta una mesa distante y pretender ocuparse en algo para esconder los sentimientos que este cuadro despertaba en ella. Por unos momentos su corazón y su imaginación estuvieron fascinados. La idea de ser lo que su madre había sido, de tener el nombre precioso de «Lady Elliot» revivido en ella, de volver a Kellynch, de llamarlo nuevamente su hogar, su hogar para siempre, tenía para ella un encanto innegable. Lady Russell no dijo nada más, dejando que el asunto se resolviera por sí solo y pensando que Mr. Elliot no habría podido escoger mejor momento para hablar. Creía, en una palabra, lo que Ana no. La sola imagen de Mr. Elliot trajo a la realidad a Ana. El encanto de Kellynch y de «Lady Elliot» desapareció. Jamás podría aceptarlo. Y no era sólo que sus sentimientos fueran sordos a todo hombre con excepción de uno. Su claro juicio, considerando fríamente las posibilidades, condenaba al señor Elliot.
Pese a conocerlo desde hacía más de un mes, no podía decir que supiera mucho sobre su carácter. Que era un hombre inteligente y agradable, que hablaba bien, que sus opiniones eran sensatas, que sus juicios eran rectos y que tenía principios, todo esto era indiscutible. Ciertamente sabía lo que era bueno y no podía encontrarle ella faltas en ningún aspecto de sus deberes morales; pese a ello, no habría podido garantizar su conducta. Desconfiaba del pasado, ya que no del presente. Los nombres de antiguos conocidos, mencionados al pasar, las alusiones a antiguas costumbres y propósitos sugerían opiniones poco favorables de lo que él había sido. Le era claro que había tenido malos hábitos; los viajes del domingo habían sido cosa común; hubo un período en su vida (y posiblemente nada corto) en el que había sido negligente en todos los asuntos serios; y, aunque ahora pensara de otra manera, ¿quién podía responder por los sentimientos de un hombre hábil, cauteloso, lo bastante maduro como para apreciar un bello carácter? ¿Cómo podría asegurarse que esta alma estaba en verdad limpia?
Mr. Elliot era razonable, discreto, cortés, pero no franco. No había tenido jamás un arrebato de sentimientos, ya de indignación, ya de placer, por la buena o mala conducta de los otros. Esto, para Ana, era una decidida imperfección. Sus primeras impresiones eran perdurables. Ella apreciaba la franqueza, el corazón abierto, 'el carácter impaciente antes que nada. El calor y el entusiasmo aún la cautivaban. Ella sentía que podía confiar mucho más en la sinceridad de aquellos que en alguna ocasión podían decir alguna cosa descuidada o alguna ligereza, que en aquellos cuya presencia de ánimo jamás sufría alteraciones, cuya lengua jamás se deslizaba.
Mr. Elliot era demasiado agradable para todo el mundo. Pese a los diversos caracteres que habitaban la casa de su padre, él agradaba a todos. Se llevaba muy bien, se entendía de maravillas con todo el mundo. Había hablado con ella con cierta franqueza acerca de Mrs. Clay, había parecido comprender las intenciones de esta mujer y había exteriorizado su menosprecio hacia ella; sin embargo, mistress Clay estaba encantada con él.
Lady Russell, quizá por ser menos exigente que su joven amiga, no observaba nada que pudiese inspirar desconfianza. No podía encontrar ella un hombre más perfecto que Mr. Elliot, y su más caro deseo era verlo recibir la mano de su querida Ana Elliot, en la capilla de Kellynch, el siguiente otoño.
Capítulo XVIII
Comenzaba febrero, y Ana, después de un mes en Bath, se impacientaba por recibir noticias de Uppercross y Lyme. Deseaba saber más de lo que podían darle a conocer las comunicaciones de María. Hacía tres semanas que no sabía casi nada. Sólo sabía que Enriqueta estaba de nuevo en casa, y que Luisa, aunque se recuperaba rápidamente, permanecía aún en Lyme. Y pensaba intensamente en ellos una tarde cuando una carta más pesada que de costumbre, de María, le fue entregada, y para aumentar el placer y la sorpresa, con los saludos del almirante y de Mrs. Croft.
¡Los Croft debían pues estar en Bath! Una situación interesante. Era gente hacia los que sentía una natural inclinación.
—¿Qué es esto? —exclamó Sir Walter—. ¿Los Croft han llegado a Bath? ¿Los Croft que alquilan Kellynch? ¿Qué te han entregado?
—Una carta de Uppercross, señor.
Ah, estas cartas son pasaportes convenientes. Aseguran una presentación. Hubiera visitado, de cualquier manera, al almirante Croft. Sé lo que debo a mi arrendatario.
Ana no pudo escuchar más; no podía siquiera haber dicho cómo había escapado la piel del pobre almirante; la carta monopolizaba su atención. Había sido comenzada varios días antes:
1 de febrero
Mi querida Ana,
No me disculpo por mi silencio porque sé lo que la gente opina de las cartas en un lugar como Bath. Debes encontrarte demasiado feliz para preocuparte por Uppercross, del que, como bien sabes, muy poco puede decirse. Hemos tenido una Navidad muy aburrida; el señor y la señora Musgrove no han ofrecido una sola comida durante todas las fiestas. No considero a los Hayter gran cosa. Las fiestas, sin embargo, han terminado: creo que ningún niño las haya tenido más largas. Estoy segura de que yo no las tuve. La casa fue desalojada por fin ayer, con excepción de los pequeños Harville. Te sorprenderá saber que durante este tiempo no han ido a su casa. Mrs. Harville debe ser una madre muy dura para separarse así de ellos. Yo no puedo entender esto. En mi opinión, no son nada agradables estos niños, pero Mrs. Musgrove parece gustar de ellos tanto o quizá más que de sus nietos. ¡Qué tiempo tan espantoso hemos tenido! Quizá no lo hayan sentido ustedes en Bath, debido a la pavimentación, pero en el campo ha sido bastante malo. Nadie ha venido a visitarme desde la segunda semana de enero, con la salvedad de Carlos Hayter, quien ha venido más de lo deseado. Entre nosotras, te diré que creo que es una lástima que Enriqueta no se haya quedado en Lyme tanto tiempo como Luisa; esto la hubiera mantenido lejos de él. El carruaje ha partido para traer mañana a Luisa y a los Harville. No cenaremos con ellos, sin embargo, hasta un día después, porque la señora Musgrove teme que el viaje sea muy cansador para Luisa, lo que es poco probable considerando los cuidados que tendrán con ella. Por otra parte, para mí hubiera sido mucho mejor cenar con ellos mañana. Me alegro que encuentres tan agradable a mister Elliot y yo también desearía conocerlo. Pero mi suerte es así: nunca estoy cuando hay algo interesante; ¡soy siempre la última en mi familia! ¡Qué larguísimo tiempo ha estado Mrs. Clay con Isabel! ¿Ha querido marcharse alguna vez? Sin embargo, aunque ella dejara vacía la habitación, no es probable que se nos invitase. Dime lo que piensas de esto. No espero que se invite a mis niños, ¿sabes? Puedo dejarlos perfectamente en la Casa Grande por un mes o seis semanas. En este momento oigo que los Croft parten casi ahora mismo para Bath; creo que el almirante tiene gota. Carlos se ha enterado de esto por casualidad; no han tenido la gentileza de avisarme u ofrecerme algo. No creo que hayan mejorado como vecinos. No los vemos casi nunca, y ésta es una grave desatención. Carlos une sus afectos a los míos, y quedo de ti con todo cariño,
María M.
«Lamento decir que estoy muy lejos de encontrarme bien y Jemima
acaba de decirme que el carnicero le ha dicho que abunda aquí el mal de
garganta. Imagino que voy a adquirirlo, y bien sabes que sufro de la
garganta más que cualquier otra persona».
Así terminaba la primera parte, que había sido puesta en un sobre que contenía mucho más:
«He dejado mi carta abierta para poder decirte cómo llegó Luisa, y
me alegro de haberlo hecho, porque tengo muchas más cosas que decirte.
En primer lugar recibí una nota de la señora Croft ayer, ofreciéndose a
llevar cualquier cosa que quisiera enviarte; en verdad, una nota muy
cortés y amistosa, dirigida a mí, tal como correspondía. Así, pues,
podré escribirte tan largamente como es mi deseo. El almirante no parece
muy enfermo, y espero que Bath le haga mucho bien. Realmente me
alegraré de verlos a la vuelta. Nuestra vecindad no puede perder esta
familia tan agradable. Hablemos ahora de Luisa. Tengo que comunicarte
algo que te sorprenderá. Ella y los Harville llegaron el martes
perfectamente bien, y por la tarde le preguntamos cómo era que el
capitán Benwick no formaba parte de la comitiva, porque había sido
invitado al igual que los Harville. ¿A que no sabes cuál es la razón? Ni
más ni menos que se ha enamorado de Luisa, y no quiere venir a
Uppercross sin tener una respuesta de parte de Mr. Musgrove, porque
entre ellos arreglaron ya todo antes de que ella volviera, y él ha
escrito al padre de ella por intermedio del capitán Harville. Todo esto
es cierto, ¡palabra de honor! ¿Estás atónita? Me pregunto si alguna vez
sospechaste algo, porque yo… jamás. Pero estamos encantados; porque pese
a que no es lo mismo que casarse con el capitán Wentworth, es
infinitamente mejor que Carlos Hayter; así pues, Mr. Musgrove ha escrito
dando su consentimiento, y estamos esperando hoy al capitán Benwick.
Mrs. Harville dice que su esposo añora muchísimo a su hermana, pero, de
cualquier manera, Luisa es muy querida por ambos. En verdad, yo y Mrs.
Harville estamos de acuerdo en que tenemos más afecto por ella por el
hecho de haberla cuidado. Carlos se pregunta qué dirá el capitán
Wentworth, pero si haces memoria recordarás que yo jamás creí que
estuviera enamorado de Luisa; jamás pude ver nada semejante. Y puedes
imaginar que también es el fin, de suponer que el capitán Benwick haya
sido un admirador tuyo. Cómo Carlos pudo creer semejante cosa, es algo
que yo no comprendo. Espero que sea un poco más amable ahora.
Ciertamente no es éste un gran matrimonio para Luisa Musgrove, pero de
todos modos un millón de veces mejor que casarse con uno de los Hayter».
María había acertado al imaginar la sorpresa de su hermana. Jamás en su vida había quedado más boquiabierta. ¡El capitán Benwick y Luisa Musgrove! Era demasiado maravilloso para creerlo. Y solamente haciendo un gran esfuerzo pudo permanecer en el cuarto, conservando su aire tranquilo y contestando a las preguntas del momento. Felizmente para ella, fueron bien pocas. Sir Walter deseaba saber si los Croft viajaban con cuatro caballos y si se hospedarían en algún lugar de Bath que permitiera que él y miss Elliot los visitaran. Era lo único que parecía interesarle.
—¿Cómo está María? —preguntó Isabel—. ¿Y qué trae a los Croft a Bath? —añadió sin esperar respuesta.
—Vienen a causa del almirante. Parece que sufre de gota.
—¡Gota y decrepitud! —exclamó Sir Walter—. ¡Pobre caballero!
—¿Tienen conocidos aquí? —preguntó Isabel.
—No lo sé; pero imagino que un hombre de la edad y la profesión del almirante Croft debe de tener muy pocos conocidos en un lugar como éste.
—Sospecho —dijo fríamente Sir Walter— que el almirante Croft debe ser mejor conocido en Bath como arrendatario de Kellynch. ¿Crees, Isabel, que podemos presentarlos en Laura Place?
—¡Oh, no! No lo creo. En nuestra situación de primos de Lady Dalrymple debemos cuidarnos de no presentarle a nadie a quien pudiere desaprobar. Si no fuéramos sus parientes no importaría, pero somos primos y debemos cuidar a quién presentamos. Será mejor que los Croft encuentren por sí solos el nivel que les corresponde. Abundan por ahí muchos viejos de aspecto desagradable que, según he oído decir, son marinos. Los Croft podrán relacionarse con ellos.
Este era todo el interés que tenía la carta para su padre y hermana. Cuando Mrs. Clay hubo pagado también su tributo, preguntando por Mr. Carlos Musgrove y sus lindos niños, Ana se sintió en libertad.
Al quedarse sola en su habitación trató de comprender lo acontecido. ¡Claro que podía Carlos preguntarse qué sentiría el capitán Wentworth! Quizás había abandonado el campo, dejando de amar a Luisa; quizás había comprendido que no la amaba. No podía soportar la idea de traición o versatilidad o cualquier cosa semejante entre él y su amigo. No podía imaginar que una amistad como la de ellos diera lugar a ningún mal proceder.
¡El capitán Benwick y Luisa Musgrove! La alegre, la ruidosa Luisa Musgrove y el pensativo, sentimental, amigo de la lectura, Benwick, parecían las personas menos a propósito la una para la otra. ¡Dos temperamentos tan diferentes! ¿En qué pudo consistir la atracción? Pronto surgió la respuesta: había sido la situación. Habían estado juntos varias semanas, viviendo en el mismo reducido círculo de familia; desde la vuelta de Enriqueta, debían haber dependido el uno del otro, y Luisa, reponiéndose de su enfermedad, estaría más interesante, y el capitán Benwick no era inconsolable. Esto ya lo había sospechado Ana con anterioridad, y en lugar de sacar de los acontecimientos la misma conclusión que María, todo esto la afirmaba en la idea de que Benwick había experimentado cierta naciente ternura hacia ella. Sin embargo, en esto no veía una satisfacción para su vanidad. Estaba persuadida que cualquier mujer joven y agradable que le hubiese escuchado pareciendo comprenderle hubiera despertado en él los mismos sentimientos. Tenía un corazón afectuoso y era natural que amase a alguien.
No veía ninguna razón para que no fueran felices. Luisa tenía para empezar, entusiasmo por la Marina, y bien pronto sus temperamentos serian semejantes. El adquiriría alegría y ella aprendería a entusiasmarse por Lord Byron y Walter Scott; no, esto ya estaba sin duda aprendido; de seguro, se habían enamorado leyendo versos. La idea de que Luisa Musgrove pudiera convertirse en una persona de refinado gusto literario y reflexiva era por cierto bastante cómica, pero no cabía duda de que así ocurriría. El tiempo transcurrido en Lyme, la fatal caída de Cobb, podían haber influido en su salud, en sus nervios, en su valor, en su carácter, hasta el fin de su vida, tanto como parecían haber influido en su destino.
Se podía concluir que si la mujer que había sido sensible a los méritos del capitán Wentworth podía preferir a otro hombre, nada debía ya sorprender en el asunto. Y si el capitán Wentworth no había perdido por ello un amigo, nada había que lamentar. No, no era dolor lo que Ana sentía en el fondo de su corazón, a pesar de ella misma, y coloreaba sus mejillas el pensar que el capitán Wentworth seguía libre. Se avergonzaba de escudriñar sus sentimientos. ¡Parecían ser de una grande e insensata alegría!
Deseaba ver a los Croft, pero cuando los encontró, comprendió que éstos aún no sabían las novedades. La visita de ceremonia fue hecha y devuelta, y Luisa Musgrove y el capitán Benwick fueron mencionados, sin que ni siquiera sonrieran.
Los Croft se habían alojado en la calle Gay, lo que Sir Walter aprobaba. Este no se sentía avergonzado en modo alguno de tal conocimiento. En una palabra, hablaba y pensaba más en el almirante que lo que éste jamás pensó o habló de él.
Los Croft conocían en Bath tanta gente como era su deseo, y consideraban su relación con los Elliot como un asunto de pura ceremonia, y que en lo absoluto les proporcionaba placer. Tenían el hábito campesino de estar siempre juntos. El debía caminar para combatir la gota y Mrs. Croft parecía compartir con él todo, y caminar junto a ella parecía hacerle bien al almirante. Ana los veía en todas partes. Lady Russell la sacaba en su coche casi todas las mañanas y ella jamás dejaba de pensar en ellos y de encontrarlos. Conociendo como conocía sus sentimientos, los Croft constituían un atractivo cuadro de felicidad. Los contemplaba tan largamente como le era posible y se deleitaba creyendo entender lo que ellos hablaban mientras caminaban solos y libres. De la misma manera le encantaba el gesto del almirante al saludar con la mano a un antiguo amigo, y observaba la vehemencia de la conversación cuando Mrs. Croft, entre un pequeño grupo de marinos, parecía tan inteligente e interiorizada en asuntos náuticos como cualquiera de ellos.
Ana estaba demasiado ocupada por Lady Russell para hacer caminatas, pero, pese a ello, ocurrió que una mañana, diez días después de la llegada de los Croft, en que decidió dejar a su amiga y al coche en la parte baja de la ciudad y volver a pie a Camden Place. Caminando por la calle Milsom tuvo la suerte de encontrarse con el almirante. Estaba parado frente a una vidriera, con las manos detrás, observando atentamente un grabado, y no sólo hubiera podido pasar sin ser vista, sino que debió tocarlo y hablarle para que reparase en ella. Cuando la vio y la reconoció, exclamó con su habitual buen humor:
—¡Ah!, ¡es usted! Gracias, gracias. Esto es tratarme como a un amigo. Aquí estoy, ya ve usted, contemplando un grabado. No puedo pasar frente a esta vidriera sin detenerme: ¡Lo que han puesto aquí pretendiendo ser un barco! Mire usted. ¿Ha visto algo semejante? ¡Qué individuos curiosos deben ser los pintores para imaginar que alguien arriesgaría su vida en esa vieja y desfondada cáscara de nuez! Y, sin embargo, vea usted allí a dos caballeros muy cómodamente mirando las rocas y las montañas, sin preocuparse por nada, lo que a todas luces es absurdo. Pienso en qué lugar ha podido construirse un barco semejante —riendo—. No me atrevería a navegar en ese barco ni en un estanque. Bueno —volviéndose—, ¿hacia dónde va? ¿Puedo hacer algo por usted o acompañarla tal vez? ¿En qué puedo serle útil?
—En nada, gracias. A menos que quiera darme usted el placer de caminar conmigo el corto trecho que falta. Voy a casa.
—Lo haré con muchísimo gusto. Y si lo desea, la acompañaré más lejos también. Sí, juntos haremos más agradable el camino. Además, tengo algo que decirle. Tome usted mi brazo; así está bien. No me siento cómodo si no llevo una mujer apoyada en él. ¡Dios mío, qué barco! —añadió lanzando una última mirada al grabado mientras se ponían en marcha.
—¿Usted quería decirme algo, señor?
—Así es. De inmediato. Pero allí viene un amigo: el capitán Bridgen. No haré más que decirle: «¿Cómo está usted?», al pasar. No nos detendremos. «¿Cómo está usted?» Bridgen se sorprenderá de verme con una mujer que no es mi esposa. Pobrecita, ha debido quedarse amarrada, en casa. Tiene una llaga en el talón, mayor que una moneda de tres chelines. Si mira usted a la vereda de enfrente verá al almirante Brand y a su hermano. ¡Unos desharrapados! Me alegro de que no vengan por esta acera. Sofía los detesta. Me hicieron una mala pasada una vez… Se llevaron algunos de mis mejores hombres. Ya le contaré la historia en otra oportunidad. Allí vienen el viejo Sir Archibaldo Drew y su nieto. Vea, nos ha visto. Besa la mano en su honor, la confunde a usted con mi esposa. Ah, la paz ha venido demasiado aprisa para este señorito. ¡Pobre Sir Archibaldo! ¿Le agrada a usted Bath, miss Elliot? A nosotros nos conviene mucho. Siempre nos encontramos algún antiguo amigo; las calles están repletas de ellos cada mañana. Siempre hay con quien conversar, y después nos alejamos de todos y nos encerramos en nuestros aposentos, y ocupamos nuestras sillas y estamos tan cómodamente como si nos encontráramos en Kellynch o como cuando estábamos en el norte de Yarmouth o en Deal. Uno de nuestros aposentos no nos agrada porque nos recuerda los que teníamos en Yarmouth. El viento se cuela por uno de los armarios tal como que se colaba allá.
Cuando hubieron caminado un poco, Ana se atrevió a inquirir otra vez qué era lo que él deseaba comunicarle. Ella había esperado que al alejarse de la calle Milsom su curiosidad se vería satisfecha. Pero debió esperar aún más, porque el almirante estaba dispuesto a no comenzar hasta que hubieran llegado a la gran tranquilidad espaciosa de Belmont, y como no era la señora Croft, no tenía más remedio que dejarlo hacer su voluntad. En cuanto iniciaron el ascenso de Belmont, él comenzó:
—Bien, ahora oirá algo que la sorprenderá. Pero antes deberá usted decirme el nombre de la joven de la que voy a hablar. Esa joven de la que tanto nos hemos ocupado todos. La señorita Musgrove, la que sufrió el accidente… su nombre de pila, siempre olvido su nombre de pila.
Ana se avergonzó de comprender tan presto de qué se trataba; pero ahora podía sin problemas sugerir el nombre de «Luisa».
—Eso es, Luisa Musgrove, éste es el nombre. Desearía que las muchachas no tuviesen tal cantidad de lindos nombres. Nunca olvidaría si todas se llamasen Sofía o algún otro nombre por el estilo. Bien, esta señorita Luisa, sabe usted, creíamos todos que se casaría con Federico. El le hacía la corte desde hacía varias semanas. Lo único que nos sorprendía algo era tanta demora en declararse hasta que ocurrió el accidente de Lyme. Entonces, por supuesto, supimos que él debía esperar hasta que ella se recobrase. Pero aun así había algo curioso en su manera de proceder. En lugar de quedarse en Lyme, se fue a Plymouth y de allí se encaminó a visitar a Eduardo. Cuando nosotros volvimos de Minehead se había ido a visitar a Eduardo y allí permaneció desde entonces. No hemos vuelto a verlo desde el mes de noviembre. Ni Sofía puede entenderlo. Pero ahora ocurre lo más extraño de todo, porque esta señorita, esta joven Musgrove, en lugar de casarse con Federico se va a casar con James Benwick. Usted conoce a James Benwick.
—Algo. Conozco un poco al capitán Benwick.
—Bien, ella se casará con él. Ya deberían estar casados, porque no sé lo que están esperando.
—Considero al capitán Benwick un joven muy agradable —dijo Ana— y tengo entendido que tiene excelente carácter.
—¡Oh, claro que sí! No hay nada que decir en contra de James Benwick. Es solamente comandante, ¿sabe usted? Fue ascendido el último verano, y éstos son malos tiempos para progresar, pero ésta es la única desventaja que le conozco. Un individuo excelente, de gran corazón, y muy activo y celoso de su carrera, puedo asegurarlo, cosa que por cierto usted no habrá sospechado, porque sus ademanes suaves no revelan su carácter.
—En eso se equivoca usted, señor; jamás encontré falta de entusiasmo en los modales del capitán Benwick. Lo encuentro particularmente agradable, y puedo asegurarle que sus modales gustan a todo el mundo.
—Bien, las señoras son mejores jueces que nosotros. Pero James Benwick es demasiado tranquilo a mi manera de ver, y aunque puede ser parcialidad nuestra, Sofía y yo no podemos evitar encontrar mejores maneras en Federico. Y creo que hay algo en Federico que está más de acuerdo con nuestro gusto.
Ana estaba en la trampa. Sólo había querido oponerse a la idea de que el entusiasmo y la gentileza eran incompatibles, sin decir por ello que los modales del capitán Benwick fueran mejores, y después de un momento de vacilación, dijo: «No he pensado comparar a los dos amigos…», cuando el almirante la interrumpió diciendo:
—El asunto es bien claro. No se trata de simple chismografía. Lo hemos sabido por el mismo Federico. Su hermana recibió ayer una carta de él en la que nos informa de todo, y él, a su vez, lo ha sabido por una carta de los Harville, escrita de inmediato, desde Uppercross. Creo que están todos en Uppercross.
Esta fue una oportunidad que Ana no pudo resistir. Así, pues, dijo:
—Espero, almirante, que no haya en la carta del capitán Wentworth nada que les intranquilice a ustedes. Parecía en verdad, el último otoño, que había algo entre el capitán y Luisa Musgrove. Pero confío en que haya sido una separación sin violencias para ninguna de las dos partes. Espero que esta carta no trasunte amargura.
—En modo alguno, en modo alguno. No hay ni un juramento ni un murmullo de principio a fin.
Ana dio vuelta el rostro para ocultar su sonrisa.
—No, no, Federico no es hombre que se queje; tiene demasiado espíritu para ello. Si a la muchacha le gusta más otro hombre, con seguridad ella está mejor destinada para éste…
—No hay duda de eso, pero lo que quiero decir es que espero que no haya en la manera de escribir del capitán Wentworth nada que les haga pensar que guarda algún resentimiento contra su amigo, lo que bien podría ser, aunque no lo dijera. Lamentaría mucho que una amistad como la que ha habido entre él y el capitán Benwick se destruyese o sufriese daño por una causa como ésta.
—Sí, sí, comprendo. Pero no hay nada semejante en la carta. No lanza el menor dardo contra Benwick, ni siquiera dice: «Me sorprende, tengo mis razones para sorprenderme». No; por la manera de escribir jamás sospecharía usted que miss… (¿cómo se llama?) hubiera podido interesarle. Muy amablemente desea que sean felices juntos, y no hay nada rencoroso en ello, en mi opinión.
Ana no tenía igual convicción del almirante, pero era inútil continuar preguntando. Por consiguiente, se dio por satisfecha, asintiendo calladamente o diciendo alguna frase común a las opiniones del almirante.
—¡Pobre Federico! —dijo éste por último—. Debemos comenzar con alguna cosa. Creo que debemos traerlo a Bath. Sofía debe escribirle y pedirle que venga a Bath. Aquí hay muchas muchachas, estoy cierto. Es inútil volver a Uppercross por la otra señorita Musgrove, porque según sé está prometida a su primo, el joven pastor. ¿No cree usted, miss Elliot, que es mejor que venga a Bath?
Capítulo XIX
Mientras el almirante Croft paseaba con Ana y le expresaba su deseo de que el capitán Wentworth fuese a Bath, éste ya se encontraba en camino. Antes de que Mrs. Croft hubiera escrito, ya había llegado; y la siguiente vez que Ana salió de paseo, lo vio.
Mr. Elliot acompañaba a sus dos primas y a Mrs. Clay. Se encontraban en la calle Milsom cuando comenzó a llover; no muy fuerte, pero lo bastante como para que las damas desearan refugiarse. Para miss Elliot fue una gran ventaja tener el coche de Lady Dalrymple para regresar a casa, pues éste fue avistado un poco más lejos; por tanto, Ana y Mrs. Clay entraron en Molland, mientras Mr. Elliot se dirigía hacia el coche para solicitar ayuda. Pronto se les unió nuevamente. Su intento, como era de esperar, había tenido éxito; Lady Dalrymple estaba encantada de llevarlos a casa y estaría allí en pocos momentos.
En el coche de su señoría sólo cabían cuatro personas cómodamente. Miss Carteret acompañaba a su— madre, y por tanto no podía esperarse que cupieran allí las tres señoras de Camden Place. Miss Elliot iría, eso sin duda; estaba decidida a no sufrir ninguna molestia. Así, pues, el asunto se convirtió en una cuestión de cortesía entre las otras dos señoras. La lluvia era muy fina, de manera que Ana no tenía inconveniente en seguir caminando en compañía de mister Elliot. Pero Mrs. Clay también encontraba que la lluvia era inofensiva. Apenas lloviznaba, y por otra parte, ¡sus zapatos eran tan gruesos!; mucho más gruesos que los de miss Ana. En una palabra, estaba cortésmente ansiosa de caminar con Mr. Elliot, y ambas discutieron tan educada y decididamente, que los demás debieron solucionarles el asunto. Miss Elliot sostuvo que mistress Clay tenía ya un ligero resfriado y, al ser consultado mister Elliot, decidió que los zapatos de su prima Ana eran los más gruesos.
Se resolvió, por lo tanto, que Mrs. Clay ocuparía el coche, y casi estaban ya decididos cuando Ana, desde su asiento cerca de la ventana, vio clara y distintamente al capitán Wentworth caminando por la calle.
Nadie, salvo ella misma, se percató de su sorpresa. Y al instante comprendió también que era la persona más simple y absurda del mundo. Durante unos minutos no pudo ver nada de cuanto sucedía a su alrededor. Todo era confusión, se sentía perdida. Cuando volvió en sí, vio que los otros estaban aún esperando el coche y Mr. Elliot, siempre gentil, había ido a la calle Unión por un pequeño encargo de Mrs. Clay.
Sintió Ana un intenso deseo de salir: deseaba ver si llovía. ¿Cómo podía pensarse que otro motivo la impulsara a salir? El capitán Wentworth debía estar ya demasiado lejos. Dejó su asiento; una parte de su carácter era insensata, como parecía, o quizás estaba siendo mal juzgada por la otra mitad. Debía ver si llovía. Tuvo que volver a sentarse, sin embargo, sorprendida por la entrada del mismo capitán Wentworth con un grupo de amigos y señoras, sin duda conocidos que había encontrado un poco más abajo en la calle Milsom. Se sintió visiblemente turbado y confundido al verla, mucho más de lo que ella observara en otras ocasiones. Se sonrojó de arriba abajo. Por primera vez desde que habían vuelto a encontrarse, se sintió más dueña de sí misma que él. Es verdad que tenía la ventaja de haberlo visto antes. Todos los poderosos, ciegos, azorados efectos de una gran sorpresa pudieron notarse en él. ¡Pero ella también sufría! Los sentimientos de Ana eran de agitación, dolor, placer…, algo entre dicha y desesperación.
El capitán le dirigió la palabra y entonces debió enfrentarse a él. Estaba turbado. Sus gestos no eran ni fríos ni amistosos: estaba turbado.
Después de un momento, habló de nuevo. Se hicieron el uno al otro preguntas comunes. Ninguno de los dos prestaba demasiada atención a lo que decía, y Ana sentía que el azoramiento de él iba en aumento. Por conocerse tanto, habían aprendido a hablarse con calma e indiferencia aparentes; pero en esa ocasión él no pudo adoptar este tono. El tiempo o Luisa lo habían cambiado. Algo había ocurrido. Tenía buen aspecto, y no parecía haber sufrido ni física ni moralmente, y hablaba de Uppercross, de los Musgrove y de Luisa hasta con alguna picardía; pese a ello, el capitán Wentworth no estaba ni tranquilo ni cómodo ni era el que solía ser.
No la sorprendió, pero le dolió que Isabel fingiera no reconocerlo. Wentworth vio a Isabel, Isabel vio a Wentworth y ambos se reconocieron al momento —de esto no cabe duda—, pero Ana tuvo el dolor de ver a su hermana dar vuelta la cara fríamente, como si se tratara de un desconocido.
El coche de Lady Dalrymple, por el que ya se impacientaba miss Elliot, llegó en ese momento. Un sirviente entró a anunciarlo. Había comenzado a llover de nuevo, y se produjo una demora y un murmullo y unas charlas que hicieron patente que todo el pequeño grupo sabía que el coche de Lady Dalrymple venía en busca de miss Elliot. Finalmente miss Elliot y su amiga, asistidas por el criado, porque el primo aún no había regresado, se pusieron en marcha. El capitán Wentworth se volvió entonces hacia Ana y por sus maneras, más que por sus palabras, supo ella que le ofrecía sus servicios.
—Se lo agradezco a usted mucho —fue su respuesta—, pero no voy con ellas. No hay lugar para tantos en el coche. Voy a pie. Prefiero caminar.
—Pero está lloviendo.
—Muy poco. Le aseguro que no me molesta.
Después de una pausa, él dijo:
—Aunque llegué recién ayer, ya me he preparado para el clima de Bath, ya ve usted señalando un paraguas—. Puede usted usarlo si es que desea caminar, aunque creo que es más conveniente que me permita buscarle un asiento.
Ella agradeció mucho su atención, y repitió que la lluvia no tenía importancia:
Estoy esperando a Mr. Elliot; estará aquí en un momento.
No había terminado de decir esto cuando entró mister Elliot. El capitán Wentworth lo reconoció perfectamente. Era el mismo hombre que en Lyme se había detenido a admirar el paso de Ana, pero en ese momento sus gestos y modales eran los de un amigo. Entró de prisa y pareció no ocuparse más que de ella; pensar solamente en ella. Se disculpó por su tardanza, lamentó haberla hecho esperar, y dijo que deseaba ponerse en marcha sin pérdida de tiempo, antes de que la lluvia aumentase. Poco después se alejaron juntos, ella de su brazo, con una mirada gentil y turbada. Apenas tuvo tiempo para decir rápidamente: «Buenos días», mientras se alejaba.
En cuanto se perdieron de vista, los señores que acompañaban al capitán Wentworth se pusieron a hablar de ellos.
—Parece que a Mr. Elliot no le desagrada su prima, ¿no es así?
—¡Oh, no! Esto es evidente. Ya podemos adivinar lo que ocurrirá aquí. Siempre está con ellos, casi vive con la familia. ¡Qué hombre tan bien parecido! —Así es. Miss Atkinson, que cenó una vez con él en casa de los Wallis, dice que es el hombre más encantador que ha conocido. —Ella es muy bonita. Sí, Ana Elliot es muy bonita cuando se la mira bien. No está bien decirlo, pero me parece mucho más bella que su hermana.
—Eso mismo creo yo.
—Esa también es mi opinión. No pueden compararse. Pero los hombres se vuelven locos por miss Elliot. Ana es demasiado delicada para su gusto.
Ana hubiera agradecido a su primo si éste hubiese marchado todo el camino hasta Camden Place sin decir palabra. Jamás había encontrado tan difícil prestarle atención, pese a que nada podía ser más exquisito que sus atenciones y cuidados, y que los temas de su conversación eran como de costumbre interesantes y cálidos; justos e inteligentes los elogios de Lady Russell y delicadas sus insinuaciones sobre Mrs. Clay. Pero en esas circunstancias ella sólo podía pensar en el capitán Wentworth. No lograba comprender sus sentimientos; si realmente se encontraba despechado o no. Hasta no saberlo, no podría estar tranquila.
Esperaba tranquilizarse, pero ¡Dios mío, Dios mío!… la tranquilidad se negaba a llegar.
Otra cosa muy importante era saber cuánto tiempo pensaba él permanecer en Bath; o no lo había dicho o ella no podía recordarlo. Era posible que estuviese solamente de paso. Pero era más probable que pensase estar una temporada. De ser así, siendo como era tan fácil encontrarse en Bath, Lady Russell se toparía con él en alguna parte. ¿Lo reconocería ella? ¿Cómo se darían las cosas?
Se había visto obligada a contar a Lady Russell que Luisa Musgrove pensaba casarse con el capitán Benwick. Lady Russell no se había sorprendido demasiado, y podía ocurrir por ello que, en caso de encontrarse con el capitán Wentworth, ese asunto añadiera una sombra más al prejuicio que ya sentía contra él.
A la mañana siguiente, Ana salió con su amiga y durante la primera hora lo buscó incesantemente en las calles. Cuando ya volvían por Pulteney, lo vio en la acera derecha a una distancia desde donde podía observarlo perfectamente durante el largo trecho de recorrido por la calle. Había muchos hombres a su alrededor; muchos grupos caminando en la misma dirección, pero ella lo reconoció en seguida. Miró instintivamente a Lady Russell, pero no porque pensase que ésta lo reconocería tan pronto como ella lo había hecho. No, Lady Russell no lo vería hasta que se cruzaran con él. Ella la miraba, sin embargo, llena de ansiedad.
Y cuando llegaba el momento en que forzosamente debía verlo, sin atreverse a mirar de nuevo (porque comprendía que sus facciones estaban demasiado alteradas), tuvo perfecta conciencia de que la mirada de Lady Russell se dirigía hacia él; de que la dama lo observaba con mucha atención. Comprendió la especie de fascinación que él ejercía sobre la señora, la dificultad que tenía en quitar los ojos de él, la sorpresa que sentía ésta al pensar que ocho o nueve años habían pasado sobre él en climas extraños y en servicios rudos, sin que por ello hubiera perdido su prestancia personal.
Por fin Lady Russell volvió el rostro… ¿Hablaría de él? —Le sorprenderá a usted —dijo— que haya estado absorta tanto tiempo. Estaba mirando las cortinas de unas ventanas de las que ayer me hablaron Lady Alicia y mistress Frankland.
Me describieron las cortinas de la sala de una de las casas en esta calle y en esa acera como unas de las más hermosas y mejor colocadas de Bath. Pero no puedo recordar el número exacto de la casa, y he estado buscando cuál podrá ser. Pero no he visto por aquí cortinas que hagan honor a su descripción.
Ana asintió, se sonrojó y sonrió con lástima y desdén, bien por su amiga, bien por sí misma. Lo que más la enojaba era que en todo el tiempo en que había estado pendiente de Lady Russell había perdido la oportunidad de darse cuenta de si él las había visto o no.
Uno o dos días pasaron sin que ocurriera nada nuevo. Los teatros o los rincones que él debía frecuentar no eran lo suficientemente elegantes para los Elliot, cuyas veladas transcurrían en medio de la estupidez de sus propias reuniones, a las que prestaban cada vez más atención. Y Ana, cansada de esta especie de estancamiento, harta de no saber nada, y creyéndose fuerte porque su fortaleza no había sido puesta a prueba, esperaba impaciente la noche del concierto. Era un concierto a beneficio de una persona protegida por Lady Dalrymple. Como es natural, ellos debían ir. En realidad se esperaba que aquél sería un buen concierto, y el capitán Wentworth era muy aficionado a la música. Si sólo pudiera conversar con él nuevamente unos minutos, se daría por satisfecha. En cuanto al valor para dirigirle la palabra, se sentía llena de coraje si la oportunidad se presentaba. Isabel le había vuelto la cara, Lady Russell lo miraba de arriba abajo, y estas circunstancias fortalecían sus nervios: sentía que debía prestarle alguna atención.
En cierta ocasión había prometido a Mrs. Smith que pasaría parte de la velada con ella, pero en una rápida visita pospuso tal compromiso para otro momento, prometiendo una larga visita para el día siguiente. Mrs. Smith asintió de buen humor.
—Sólo le pido —dijo— que me cuente usted todos los detalles cuando venga mañana. ¿Quiénes van con usted?
Ana los nombró a todos. Mrs. Smith no respondió, pero cuando Ana se iba, con expresión mitad seria, mitad burlona, dijo:
—Bien, espero que su concierto valga la pena. Y no falte usted mañana, si le es posible. Tengo el presentimiento de que no tendré más visitas de usted.
Ana se sorprendió y confundió. Pero después de un momento de asombro, se vio obligada, y por cierto que sin lamentarlo mucho, a partir.
Capítulo XX
Sir Walter, sus dos hijas y Mrs. Clay fueron esa noche los primeros en llegar. Y como debían esperar por Lady Dalrymple decidieron sentarse en el Cuarto Octogonal. Apenas se habían instalado cuando se abrió la puerta y entró el capitán Wentworth; solo. Ana era la que estaba más cerca y, haciendo un esfuerzo, se aproximó y le habló. El estaba dispuesto a saludar y a pasar de largo, pero su gentil: ¿Cómo está usted?, lo obligó a detenerse y a hacer algunas preguntas pese al formidable padre y a la hermana que se encontraban detrás. Que ellos estuvieran allí era una ayuda para Ana, pues no viendo sus rostros podía decir cualquier cosa que a ella le pareciese bien.
Mientras hablaba con él un rumor de voces entre su padre e Isabel llegó a sus oídos. No distinguió con claridad, pero adivinó de qué se trataba; y viendo al capitán Wentworth saludar, comprendió que su padre había tenido a bien reconocerlo y aún tuvo tiempo, en una rápida mirada, de ver asimismo una ligera cortesía de parte de Isabel. Todo aquello, aunque hecho tardíamente y con frialdad, era mejor que nada y alegró su ánimo.
Después de hablar del tiempo, de Bath y del concierto, su conversación comenzó a languidecer, y tan poco podían ya decirse, que ella esperaba que él se fuera de un momento a otro. Pero no lo hacía; parecía no tener prisa en dejarla; y luego, con renovado entusiasmo, con una ligera sonrisa, dijo:
—Apenas la he visto a usted desde aquel día en Lyme. Temo que haya sufrido mucho por la impresión y, más aún, porque nadie la atendió a usted en aquel momento.
Ella aseguró que no había sido así.
—¡Fue un momento terrible —dijo él—, un día terrible!— y se pasó la mano por los ojos, como si el recuerdo fuera aún doloroso. Pero al momento siguiente, volviendo a sonreír, añadió—: Ese día, sin embargo dejó sus efectos… y éstos no son en modo alguno terribles. Cuando usted tuvo la suficiente presencia de ánimo para sugerir que Benwick era la persona indicada para buscar un cirujano, bien poco pudo usted imaginar cuánto significaría ella para él.
—En verdad no hubiera podido imaginarlo. Según parece… según espero, serán una pareja muy feliz. Ambos tienen buenos principios y buen carácter.
—Sí —dijo él, sin evitar la mirada—, pero ahí me parece que termina el parecido entre ambos. Con toda mí alma les deseo felicidad y me alegra cualquier circunstancia que pueda contribuir a ello. No tienen dificultades en su hogar, ni oposición ni ninguna otra cosa que pueda retrasarlos. Los Musgrove se están portando según saben hacerlo, honorable y bondadosamente, deseando desde el fondo de su corazón la mayor dicha para su hija. Todo esto ya es mucho y podrán ser felices, mas quizá…
Se detuvo. Un súbito recuerdo pareció asaltarlo y darle algo de la emoción que hacía enrojecer las mejillas de Ana, quien mantenía su vista fija en el suelo. Después de aclararse la voz, prosiguió:
—Confieso creer que hay cierta disparidad, mejor dicho una gran disparidad, y en algo que es más esencial que el carácter. Considero a Luisa Musgrove una joven agradable, dulce y nada tonta, pero Benwick es mucho más. Es un hombre inteligente, instruido, y confieso que me sorprendió un poco que se enamorase de ella. Si éste fue efecto de la gratitud; que él la haya amado porque creyó ser preferido por ella, es otra cosa muy distinta. Pero no tengo razón para imaginar nada. Parece, por el contrario, haber sido un sentimiento genuino y espontáneo de parte de él, y esto me sorprende. ¡Un hombre como él y en la situación en que se encontraba! ¡Con el corazón herido, casi hecho pedazos! Fanny Harville era una mujer superior, y el amor que por ella sentía era verdadero amor. ¡Un hombre no puede olvidar el amor de una mujer así! No debe… no puede.
Fuera que tuviese conciencia de que su amigo había olvidado o por tener conciencia de alguna otra cosa, no prosiguió. Y Ana, que, pese al tono agitado con que dijo lo que dijo, y pese a todos los rumores de la habitación, el abrirse y cerrarse constante de la puerta, el ruido de personas pasando de un punto a otro, no había perdido una sola palabra, se sintió sorprendida, agradecida, confundida, y comenzó a respirar agitadamente y a sentir cien impresiones a la vez. No le era posible hablar de ese asunto; sin embargo, después de un momento, comprendió la necesidad de decir algo y no deseando en modo alguno cambiar completamente de tema, lo desvió sólo un poco, diciendo.
—Estuvo usted mucho tiempo en Lyme, presumo.
Unos quince días. No podía irme hasta estar seguro de que Luisa se recobraría. El daño hecho me concernía demasiado para estar tranquilo. Había sido mi culpa, sólo mi culpa. Ella no se hubiera obstinado de no haber sido yo débil. El paisaje de Lyme es muy bonito. Caminé y cabalgué mucho, y cuanto más vi, más cosas encontré que admirar.
—Me gustaría mucho ver Lyme nuevamente —dijo Ana.
—¿De veras? No creía que hubiera encontrado usted nada en Lyme que pudiera inspirarle ese deseo. ¡El horror y la intranquilidad en que se vio envuelta, la agitación, la pesadumbre! Hubiera creído que sus últimas impresiones de Lyme habían sido ingratas.
—Las últimas horas fueron en verdad muy dolorosas —replicó Ana—, pero cuando el dolor ha pasado, muchas veces su recuerdo produce placer. Uno no ama menos un lugar por haber sufrido en él, a menos que todo allí no fuera más que sufrimiento, puro sufrimiento. Y no es precisamente el caso de Lyme. Solamente sufrimos intranquilidad y ansiedad en las últimas horas; antes nos habíamos divertido mucho. ¡Tanta novedad y tanta belleza! He viajado tan poco que cualquier sitio que veo me resulta en extremo interesante… Pero en Lyme hay verdadera belleza. En una palabra —sonrojándose levemente al recordar algo—, en conjunto, mis impresiones de Lyme son muy agradables.
Al terminar de hablar, se abrió la puerta del salón y entró el grupo que estaban esperando. «Lady Dalrymple, Lady Dalrymple», se oyó murmurar en todas partes, y con toda la premura que permitía la elegancia, Sir Walter y las dos señoras se levantaron para salir al encuentro de Lady Dalrymple, quien junto a miss Carteret y escoltada por Mr. Elliot y el coronel Wallis, que acababan de entrar en ese mismo instante, avanzó por el salón. Los otros se unieron a éstos y formaron un grupo en el que Ana se vio a la fuerza incluida. Se encontró separada del capitán Wentworth. Su interesante, quizá, demasiado interesante conversación, debía interrumpirse por un tiempo; pero el pesar que experimentó fue leve comparado con la dicha que tal conversación le había dado. Había sabido en los últimos diez minutos más acerca de sus sentimientos hacia Luisa, más acerca de todos sus sentimientos de lo que se hubiera atrevido a pensar. Se entregó a las atenciones de la reunión, a las cortesías del momento, con exquisitas y agitadas sensaciones. Estuvo de buen humor con todos. Había recibido ideas que la predisponían a ser cortés y buena con todo el mundo, a compadecer a todo el mundo, por ser menos dichosos que ella.
Las deliciosas emociones se apagaron un poco cuando, separándose del grupo para unirse nuevamente al capitán Wentworth, vio que éste había desaparecido. Tuvo tiempo solamente de verlo entrar al salón de conciertos. Se había ido… había desaparecido… sintió un momento de pesar. Pero volverían a encontrarse. El la buscaría…, la hallaría antes de que hubiera terminado la velada. Un momento de separación era lo mejor…, ella necesitaba una pausa para recomponerse.
Con la llegada de Lady Russell poco después, el grupo se completó, y ya sólo les quedaba dirigirse al salón de conciertos. Isabel, dando el brazo a miss Carteret y marchando detrás de la vizcondesa viuda de Dalrymple, no deseaba ver más allá de dicha dama y era perfectamente feliz en ello: también lo era Ana, pero sería un insulto comparar la felicidad de Ana con la de su hermana: una era vanidad satisfecha; la otra, cariño generoso.
Ana no vio nada, no pensó nada del lujo del salón; su felicidad era interior. Sus ojos refulgían y sus mejillas estaban animadas, pero ella no lo sabía. Pensaba solamente en la última media hora y mientras ocupaban sus asientos, en su pensamiento repasaba los detalles. La elección del tema de conversación, sus expresiones, y más aún sus gestos y su fisonomía eran algo que ella podía ver sólo de una manera. Su opinión acerca de la inferioridad de Luisa Musgrove, opinión que parecía haber dado con gusto, su asombro ante los sentimientos del capitán Benwick, los sentimientos de éste por su primer y fuerte amor —las frases dejadas sin terminar—, su mirada algo esquiva, y más de una rápida y furtiva mirada, todo aquello hablaba de que al fin volvía a ella; el enfado, el resentimiento, el deseo de evitar su compañía habían desaparecido. Y sus sentimientos no eran simplemente amistosos; tenían la ternura del pasado; sí, algo había en ellos de la antigua ternura. El cambio no podía significar otra cosa. Debía amarla.
Tales pensamientos y las visiones que acarreaban la ocupaban demasiado para que se pudiese percatar de lo que ocurría a su alrededor, y así pasó a lo largo del salón sin una mirada, sin siquiera tratar de verlo. Cuando encontraron sus asientos y se hubieron ubicado, ella miró alrededor para ver si lograba encontrarlo en aquella parte del salón, pero sus ojos no pudieron descubrirlo. Como el concierto comenzaba, debió contentarse con una felicidad más humilde.
El grupo fue dividido y ocuparon dos bancos contiguos. Ana estaba en el frente, y Mr. Elliot se las arregló tan bien —con la complicidad de su amigo el coronel Wallis— que quedó sentado cerca de ella. Miss Elliot, rodeada por sus primas y con las atenciones del coronel Wallis, se daba por satisfecha.
El espíritu de Ana estaba favorablemente dispuesto para disfrutar de la velada: era lo que necesitaba. Tenía sentimientos tiernos, espíritu alegre, atención para lo científico y paciencia para lo tedioso. Jamás le había agradado más un concierto, al menos durante la primera parte. Al terminar ésta, y mientras en el intermedio se tocaba una canción italiana, ella explicó a Mr. Elliot la letra de la canción. Entre ambos consultaban el programa de la velada.
—Este —decía ella— es más o menos el significado de las palabras, porque el sentido de una canción italiana de amor es algo que no debe pronunciarse; éste es el sentido que le doy porque no pretendo entender el idioma. He sido una mala alumna de italiano.
—Sí, ya me doy cuenta; veo que no sabe usted nada. No tiene más conocimiento que para traducir estas torcidas, traspuestas y vulgares líneas italianas en un inglés claro, comprensible, elegante. No necesita decir nada más acerca de su ignorancia. Me atengo a las pruebas.
—No diré nada a tanta cortesía, pero no me agradaría ser examinada por alguien fuerte en la materia…
—No he tenido el placer de visitar durante tanto tiempo Camdem Place —contestó él— sin haber aprendido algo de miss Ana Elliot; la considero demasiado modesta para que el mundo conozca la mitad de sus dones, y está tan bien dotada por la modestia, que lo que en ella es natural, sería exagerado en otra.
—¡Qué vergüenza, qué vergüenza… esto es pura adulación! No sé lo que tendremos después —añadió, volviendo al programa.
Quizá —dijo Mr. Elliot hablando bajo— conozco más su carácter de lo que usted supone.
—¿De verdad? ¿Cómo es eso? Me conoce apenas desde que vine a Bath, a menos que cuente lo que sobre mí oyó decir a mi familia.
—Oí hablar de usted mucho antes de que viniese usted a Bath. La he oído describir por personas que la conocen de cerca. Conozco su carácter desde hace largos años; su persona, su temperamento, sus maneras, todo me fue descrito, todo se me detalló.
Mr. Elliot no se vio defraudado en el interés que pensaba despertar. Nadie podía resistir el encanto de aquel misterio. Haber sido descrita desde largo tiempo atrás a un nuevo conocido, por gente desconocida, era irresistible. Y Ana estaba llena de curiosidad. Ella dudaba y lo interrogó con interés, pero todo fue en vano. A él lo deleitaba que le preguntaran, pero no pensaba decir nada.
No, no…, tal vez en otra ocasión, pero no en ese momento; no diría ningún nombre. Pero eso había sido en realidad cierto. Varios años antes había oído tal descripción de miss Ana Elliot, que desde entonces concibió la más alta idea acerca de sus méritos y tuvo el más ardiente deseo de conocerla.
Ana no podía pensar en nadie más que hablase con tanta parcialidad de ella, como no fuese Mr. Wentworth, el de Monkford, el hermano del capitán Wentworth. Elliot debía haber estado alguna vez en compañía de Wentworth, pero Ana no se atrevió a preguntar.
—El nombre de Ana Elliot —prosiguió él— tenía para mí desde largo tiempo atrás el más poderoso atractivo. Por largo tiempo fue un extraordinario acicate para mi fantasía, y si me atreviera, expresaría el deseo de que este nombre encantador nunca cambiase.
Tales fueron, según le parecieron a ella, sus palabras; pero apenas las oyó cuando escuchó tras de sí otras palabras que hicieron que todo lo demás pareciese no importar. Su padre y Lady Dalrymple estaban hablando.
—Un hombre muy buen mozo —decía Sir Walter—, muy buen mozo.
—Un hermoso hombre en verdad —decía Lady Dalrymple—. Más porte que la mayoría de las personas que encuentra uno en Bath. ¿Es acaso irlandés?
—No, conozco su nombre. Es apenas un conocido. Wentworth, el capitán Wentworth de la Marina. Su hermana está casada con mi arrendatario de Somersetshire, Croft, que alquila Kellynch.
Antes de que su padre hubiera terminado de hablar, Ana había seguido su mirada y distinguía al— capitán Wentworth en un grupo de caballeros a cierta distancia. Cuando ella lo miró, los ojos de él parecieron atraídos por otra causa. Tal parecía. Ella había mirado un segundo más tarde de lo que debió, y mientras ella permaneció con la vista fija, él no volvió a mirar. Pero la interpretación comenzaba nuevamente y se vio obligada a prestar su atención a la orquesta y a mirar al frente.
Cuando miró de nuevo, ya se había retirado. El no hubiera podido aproximársele aunque lo hubiera deseado —ella estaba rodeada de demasiada gente—, pero hubiera podido cambiar miradas con él en caso de haberlo querido.
El discurso de Mr. Elliot también la inquietaba.
No deseaba ya hablar con él. Hubiera deseado que no estuviese tan cerca de ella.
La primera parte había terminado y ella esperaba algún cambio grato. Después de un momento de silencio en el grupo, alguien decidió ir a pedir té. Ana fue una de las pocas que prefirió no moverse. Permaneció en su asiento y lo mismo hizo Lady Russell. Pero tuvo la suerte de verse libre de Mr. Elliot. En modo alguno pensaba evitar a causa de Lady Russell la conversación con el capitán Wentworth, si es que éste venía a hablarle. Por el gesto de Lady Russell comprendió que ésta lo había visto.
Pero él no se acercó. En algunos momentos le pareció a Ana verlo a distancia, pero él no se aproximó. El ansiado intervalo pasó sin que ocurriera nada nuevo. Los demás volvieron, el salón se llenó nuevamente, los asientos fueron reclamados y entregados, y otra hora de placer o de disconformidad comenzaba; una hora de música que daría placer o aburrimiento según la afición a la música fuese sincera o fingida. Para Ana, sería una hora de agitación. No podría alejarse de allí tranquila sin haber visto al capitán Wentworth una vez más, sin haber cambiado con él una mirada amistosa.
Al acomodarse nuevamente hubo algunos cambios en los lugares, y eso la favoreció. El coronel Wallis rehusó sentarse de nuevo y Mr. Elliot fue invitado por Isabel y miss Carteret a ocupar su puesto de una manera que no dejaba lugar a negarse; y, por otra serie de cambios y un poco de diligencia de su parte, Ana se encontró mucho más cerca del final del banco de lo que había estado antes, mucho más cerca de los que pasaban. No pudo hacer esto sin compararse a sí misma con miss Larolles —la inimitable miss Larolles, pese a lo cual lo hizo, pero los resultados no fueron felices. Con todo, haciendo lo que parecía cortesía para sus compañeros, se encontró al borde del banco antes de que el concierto terminase.
Allí se encontraba ella, con un gran espacio vacío delante, cuando volvió a ver al capitán Wentworth. No se encontraba lejos. El también la vio, pero su aire era ceñudo, irresoluto y sólo poco a poco llegó a acercarse hasta poder hablar con ella. Ana comprendió que algo ocurría. El cambio operado en él era indudable. La diferencia entre sus maneras en ese momento y las del Cuarto Octogonal era evidente. ¿Qué había pasado?… Pensó en su padre, en Lady Russell. ¿Sería posible que hubieran cambiado algunas miradas de desagrado? Comenzó a hablar gravemente del concierto; no parecía el capitán Wentworth de Uppercross. Había sido defraudado en la representación; esperaba mejores voces en los cantantes. En una palabra, confesaba que no le molestaba que ya todo hubiese terminado. Ana respondió y defendió la representación tan bien y tan gentilmente, que el rostro de él se alegró y respondió con una semisonrisa. Hablaron unos minutos más durante los cuales sus relaciones mejoraron un poco. El miraba al banco buscando un sitio donde sentarse, cuando un golpecito en el hombro hizo volverse a Ana. Era Mr. Elliot. Pidió disculpas, pero necesitaba de ella para otra traducción del italiano. Miss Carteret estaba ansiosa por tener una idea general de lo que se cantaría. Ana no podía rehusar, pero jamás hizo de tan mala gana un sacrificio en beneficio de la buena educación.
Unos pocos minutos, pese a hacerlos lo más rápidos posible, se perdieron. Cuando pudo volver a lo que quería encontró delante de ella al capitán Wentworth listo para despedirse, como si tuviera mucha prisa. Debía despedirse; tenía que irse, llegar a casa cuanto antes.
—¿No se quedará usted para escuchar la próxima canción? —preguntó Ana, repentinamente asaltada por una idea que le daba valor para insistir.
—No —respondió él enfáticamente—, no hay nada por lo que valga la pena quedarse —y se retiró sin más.
¡Estaba celoso de Mr. Elliot! Era la única razón posible. ¡El capitán Wentworth celoso de ella! ¿Podía haberlo ella imaginado tres semanas antes… tres horas antes? Por un instante sus sentimientos fueron deliciosos. Pero ¡ay, pensamientos bien distintos brotaron después! ¿Cómo haría para borrar aquellos celos? ¿Cómo hacerle saber la verdad? ¿Cómo, en medio de todas las desventajas de sus respectivas situaciones, podría él llegar a saber jamás sus verdaderos sentimientos? Era doloroso pensar en las atenciones de Mr. Elliot. El mal que habían causado era incalculable.
Capítulo XXI
Ana recordó complacida al día siguiente su promesa de visitar a Mrs. Smith. Esto la tendría fuera de casa cuando fuese Mr. Elliot; evitar a Mr. Elliot era entonces lo más importante.
Ella sentía muy buena disposición hacia él. A pesar del daño causado por sus atenciones, le debía ella cierta gratitud, y quizá también algo de compasión. No podía evitar pensar en las circunstancias poco corrientes en que se habían encontrado por primera vez; en el derecho que tenía él de aspirar a su afecto por todas las circunstancias, y por sus propios sentimientos. Todo eso era singular… era halagador, pero doloroso. Había mucho que lamentar. Cuáles hubieran sido sus sentimientos en caso de no haber existido un capitán Wentworth, no valía la pena pensarlo. Pero existía un capitán Wentworth, y con él la certeza de que cualquiera fuese el resultado de todo el asunto, el afecto de Ana sería de él para siempre. El unirse a él, creía ella, no la alejaría más de todos los hombres que el separarse de él.
Más hermosas meditaciones de amor y constancia eternos era difícil que hubieran recorrido jamás las calles de Bath, y Ana se fue cavilando desde Camden Place hasta Westgate. Esto era suficiente para esparcir purificación y perfume en todo el camino.
Estaba segura de que tendría un recibimiento agradable. Su amiga pareció esa mañana particularmente agradecida de su visita; no parecía haberla esperado, aunque ella había prometido ir.
De inmediato pidió a Ana que le hiciera una descripción del concierto; y los recuerdos que Ana tenía del mismo eran muy gratos y encendieron sus mejillas; la divirtió contarlos. Todo lo que pudo decir lo relató de muy buenas ganas. Pero lo que podía decir era poco para quien había estado allí y también poco para satisfacer una curiosidad como la de Mrs. Smith, quien ya se había enterado, por medio del mozo y de la planchadora, del éxito de la velada, y de más cosas de las que ella podía contar. La dama preguntaba por detalles sobre la concurrencia. Mrs. Smith conocía de nombre a todo el mundo de alguna fama o notoriedad en Bath.
—Las pequeñas Durands estaban allí, me imagino —dijo—, con sus bocas abiertas para escuchar la música. Parecerían gorriones esperando ser alimentados. Jamás faltan a un concierto.
—Así es. Yo no las vi, pero oí decir a Mr. Elliot que estaban en el salón.
—¿Los Ibbotsons estaban también? ¿Y las dos nuevas bellezas con el oficial irlandés que hablaba con una de ellas?
—No me fijé… no creo que estuvieran allí.
—¿Y la vieja Lady Maclean? Es inútil preguntar por ella. Nunca falta, ya lo sé. Y usted debe haberla visto. Estaría muy cerca de ustedes, porque como fueron ustedes con Lady Dalrymple, deben haber ocupado los sitios de honor alrededor de la orquesta.
—No, esto me lo había temido. Hubiera sido muy desagradable para mí en todos los aspectos. Pero felizmente, Lady Dalrymple prefiere situarse un poco más lejos. Por otra parte, estuvimos maravillosamente bien ubicados en lo que a oír se refiere. No digo lo mismo en cuanto a ver, porque en verdad pude ver bastante poco.
—Oh, vio usted lo suficiente para divertirse. Entiendo bien. Hay cierta alegría en ser conocida aun en medio de un grupo, y usted pudo disfrutar de esa alegría. Eran ustedes un grupo grande y no necesitaban más.
—Pero debí mirar un poco más alrededor —dijo Ana, al mismo tiempo que reparaba en que no era en realidad que hubiese dejado de mirar, sino que buscaba sólo a uno.
—No, no, su tiempo estuvo mejor ocupado que eso. No necesita decirme que se ha divertido. Esto se nota en seguida. Veo perfectamente cómo han pasado las horas… cómo tenía usted algo grato que oír. En los intervalos, naturalmente, la conversación.
Ana sonrió un poco y preguntó:
—¿Puede usted ver esto en mis ojos?
—Sí, puedo. Veo por su aspecto que anoche estaba usted en compañía de la persona a quien juzga más amable del mundo, la persona que le interesa más que todo el mundo reunido.
Ana se sonrojó y no pudo decir nada.
—Y siendo éste el caso —continuó Mrs. Smith después de una corta pausa—, usted podrá juzgar cuánto aprecio su bondad al venir a verme esta mañana. Es muy gentil de su parte venir a estar conmigo cuando posiblemente deben ir a visitarla personas más de su agrado.
Ana no oyó nada de esto. Estaba aún confundida y azorada por la penetración de su amiga, y no podía imaginar cómo había llegado a enterarse de lo del capitán Wentworth. Hubo otro silencio…
—Por favor —dijo Mrs. Smith—. ¿Sabe Mr. Elliot de su amistad conmigo? ¿Sabe que estoy en Bath?
Mr. Elliot —dijo Ana, sorprendida. Un momento de reflexión le señaló el error en que incurría. Lo comprendió al instante, y recobrándose al sentirse segura añadió más compuesta—: ¿Conoce usted a mister Elliot?
—Le he conocido mucho —replicó Mrs. Smith gravemente—. Pero esto ya parece haber desaparecido. Hace mucho tiempo que nos conocimos.
—No lo sabía. Jamás me lo había dicho usted. De haberlo sabido hubiera tenido el placer de conversar con él acerca de usted.
—A decir verdad —dijo Mrs. Smith con su acostumbrado buen humor—, éste es un placer que deseo que usted tenga. Deseo que hable de mí con Mr. Elliot. Deseo que se interese en hacerlo. El puede ser de gran utilidad para mí. Y naturalmente, mi querida miss Elliot, si usted se interesa está de más decir que él hará por mí lo que pueda.
—Tendré sumo placer… Creo que no puede usted dudar de mi deseo de ser útil —replicó Ana—, pero creo que supone que tengo demasiado ascendiente sobre mister Elliot, más razones para influir sobre él de las que realmente hay. No dudo de que de una manera u otra esta versión ha llegado hasta usted. Pero debe considerarme solamente como una parienta de Mr. Elliot. Si en esta forma cree que hay algo que una prima pueda pedir a un primo, le ruego que no vacile en contar con mis servicios.
Mrs. Smith le lanzó una mirada penetrante y, sonriendo, añadió:
—Me doy cuenta de que he ido muy de prisa. Le ruego me disculpe. Debí esperar que usted me lo comunicara. Pero ahora, mi querida miss Elliot, como a una vieja amiga, dígame cuándo podremos hablar del asunto. ¿La próxima semana? Seguramente la semana próxima todo estará arreglado y podré dedicarme a pensar en la felicidad que espera a miss Elliot.
—No —respondió Ana—, ni la semana que viene, ni la que vendrá después, ni la siguiente. Le aseguro que nada de lo que imagina se arreglará en el futuro. No me casaré con Mr. Elliot. Me agradaría saber por qué se ha hecho usted semejante idea.
Mrs. Smith la miró fijamente, sonrió y sacudiendo la cabeza añadió:
—¡Vamos, no la comprendo a usted! ¡Cómo me hubiera gustado conocer su punto de vista! Pero espero que no será tan cruel cuando llegue el momento. Hasta que este instante llegue, sabe usted que las mujeres no tenemos en realidad a nadie. Entre nosotras, todo hombre es rehusado… hasta que se declara. Pero ¿por qué había de ser usted cruel? Déjeme abogar por mi… no puedo llamarlo amigo ahora…, por mi antiguo amigo. ¿Dónde podrá encontrar usted un matrimonio más ventajoso? ¿Dónde encontrará un hombre más caballero o más gentil? Deje que le recomiende a mister Elliot. Estoy convencida de que no oirá usted más que elogios de él de parte del coronel Wallis, y, ¿quién puede conocerle mejor que el coronel Wallis?
—Mi querida Mrs. Smith, la esposa de Mr. Elliot murió hace poco más de medio año. No debiera nadie imaginar que él anda cortejando aún a alguien más.
—¡Oh, sí! ¡Este es el único inconveniente…! —dijo Mrs. Smith con vehemencia—. Mr. Elliot está a salvo y no me preocuparé más por él. No se olvide de mí cuando se haya casado, es todo cuanto le pido. Hágale saber que soy amiga suya y entonces pensará que es muy poca la molestia que yo le ocasione, lo que indudablemente ocurriría ahora con tanto negocio y compromisos como él tiene, tantas cosas e invitaciones de las que se ve libre como puede. El noventa y nueve por ciento de los hombres haría lo mismo. Naturalmente él no puede saber cuánta importancia pueden tener ciertas cosas para mí. Bien, mi querida miss Elliot, quiero y espero que sea muy feliz. Mr. Elliot es hombre que comprenderá lo que usted vale. Su paz no se verá turbada como se vio la mía. Estará usted a resguardo de todo y podrá confiar en su carácter. No será un hombre que se deje llevar por otros hacia su ruina.
—Sí —dijo Ana—, creo muy bien todo lo que usted dice de mi primo. Parece tener un temperamento sereno y decidido, poco abierto a impresiones peligrosas. Tengo gran respeto por él. No tengo motivo para hacer otra cosa, de acuerdo con lo que en él he podido observar. Pero lo conozco muy poco, y no es hombre, al menos así me parece, que pueda conocerse así como así. ¿No le convence a usted mi manera de hablar de que él no significa nada especial para mí? Mi discurso es bastante tranquilo. Y le doy mi palabra de honor de que él no es nada para mí. En caso que se me declare (y tengo bien pocos motivos para pensar que lo hará) no lo aceptaré. Le aseguro que no lo aceptaré. Le aseguro que Mr. Elliot no ha tenido nada que ver en el placer que usted ha creído que experimenté anoche. No, no es Mr. Elliot quien…
Se detuvo, ruborizándose profundamente y comprendiendo que había dicho demasiado. Pero este demasiado fue en el acto entendido. Mrs. Smith no hubiera entendido el fracaso de Mr. Elliot de no imaginar que había otra persona. Cuando comprendió esto, sin dilación admitió el fracaso de su protegido, y no dijo nada más. Pero Ana, deseosa de pasar por alto el incidente, estaba impaciente por saber de dónde había sacado Mrs. Smith la idea de que ella debía casarse con mister Elliot o de quién la había oído.
—¿Quiere usted decirme cómo se le ocurrió pensar tal cosa?
Al principio dijo Mrs. Smith— fue al saber cuánto tiempo pasaban ustedes juntos, y me parecía que era, además, lo más deseable para cualquiera de ustedes dos. Y puede dar por sentado que todos sus conocidos piensan lo mismo que yo pensaba. Pero nadie me habló de ello hasta hace dos días.
¿En realidad se ha hablado de ello?
—¿Observó a la mujer que le abrió la puerta cuando vino usted ayer?
—No. ¿No era Mrs. Speed, como de costumbre, o bien la doncella? No vi a nadie en particular.
—Era mi amiga Mrs. Rooke, la enfermera Rooke, quien, naturalmente, tenía gran curiosidad por verla a usted, y estuvo encantada de abrirle la puerta. Regresó de Malborough el domingo, y fue ella quien me dijo que usted se casaría con Mr. Elliot. Ella se lo ha oído decir a la misma señora Wallis, quien debe estar bien informada. Estuvo aquí el lunes durante una hora, y me contó toda la historia.
¡Toda la historia! —dijo Ana—. No puede haber hecho una larga historia de un asunto tan pequeño y mal fundado.
Mrs. Smith no respondió.
—Pero —prosiguió Ana— aunque no sea cierto que tenga algo que ver con Mr. Elliot, haré cuanto pueda por usted. ¿Debo decirle que se encuentra en Bath? ¿Desea usted que le dé algún mensaje?
—No, gracias. No. En el calor del momento y bajo una circunstancia equivocada yo puedo tal vez haber pedido su interés en estos asuntos. Pero ahora ya no. Le ruego que no se moleste por esto.
—Creo que ha dicho que conoce a Mr. Elliot desde hace largos años, ¿no?
—Así es.
—No antes de que él se casara, imagino.
—No estaba casado cuando lo conocí.
—Y… ¿eran ustedes muy amigos?
—Intimos.
—¡De veras! Dígame, entonces, qué clase de persona era él. Tengo gran curiosidad por saber cómo era mister Elliot en su juventud. ¿Se parecía a lo que es hoy?
—Hace tres años que no veo a Mr. Elliot —dijo mistress Smith con su natural cordialidad—. Le ruego me perdone las cortas respuestas que le he dado, pero he dudado sobre lo que tenía que hacer. He dudado si debía decirle algo a usted. Hay muchas cosas que deben ser tenidas en cuenta. Es odioso ser demasiado oficioso, causar malas impresiones, causar mal. Pero la amistad de los parientes merece ser conservada, aun cuando no haya nada bajo la superficie. Pero de cualquier manera, estoy resuelta, y creo que hago bien. Creo que debe usted conocer el verdadero carácter de Mr. Elliot. Aunque por el momento no parece usted tener la menor intención de aceptarlo, nadie puede decir lo que puede ocurrir. Quizás alguna vez sienta de otra manera con respecto a él. Oiga, pues, la verdad, ahora que ningún prejuicio turba su mente. Mister Elliot es un hombre que no tiene ni corazón ni conciencia; un ser egoísta, de sangre fría, que no piensa más que en sí mismo y que, por su propio interés, no vacilaría en cometer cualquier crueldad, cualquier traición, cualquier cosa que no se vuelva más tarde contra él. No tiene sentimientos por los demás. A aquellos de los cuales ha sido él el principal motivo de ruina puede dejarlos y abandonarlos sin el menor problema de conciencia. Está más allá de todo sentimiento de justicia o compasión. Oh, su corazón es negro. ¡Negro y vacío!
La sorpresa de Ana y sus exclamaciones de sorpresa la hicieron detenerse, y con aire más tranquilo prosiguió:
—Mis expresiones la sorprenden. Creerá usted que soy una mujer enfurecida e injuriada, pero trataré de hablar más tranquila: no lo calumniaré. Le diré solamente lo que yo sé de él. Los hechos hablarán por sí solos. El era el íntimo amigo de mi difunto esposo, en quien confiaba, y a quien quería y creía tan bueno como él. Encontré yo al casarme que eran íntimos amigos, y yo también simpaticé muchísimo con Mr. Elliot, y tenía el mejor concepto de él. A los diecinueve años, sabe usted que uno no piensa muy en serio. Pero Mr. Elliot me parecía tan bueno como cualquier otro, y más agradable que muchos, y siempre estábamos juntos. Estábamos en la ciudad y vivíamos en gran estilo. El era entonces inferior a nosotros; él era el pobre; tenía habitaciones en el Temple, y esto era lo más que podía hacer para mantener su apariencia de caballero. Venía a parar en nuestra casa siempre que lo deseaba; era siempre allí; era para nosotros como un hermano. Mi pobre Carlos, que tenía el corazón más bondadoso y más generoso del mundo, hubiera compartido con él hasta el último céntimo; me consta que sus bolsillos estaban siempre abiertos para su amigo; estoy segurísima de que en varias ocasiones le prestó ayuda.
—Este debe ser el período de la vida de Mr. Elliot —dijo Ana— que ha excitado siempre mi curiosidad. Debe haber sido en este tiempo cuando se hizo desconocido de mi padre y mi hermana. Yo no lo conocía entonces, solamente oía hablar de él; pero algo hubo en su conducta en aquella época, en lo que concernía a mi padre y a mi hermana, y poco después al casarse, con lo que nunca he podido reconciliarme hasta ahora. Parecía como si se tratara de un hombre distinto.
—Ya lo sé, ya lo sé —exclamó Mrs. Smith—. El fue presentado a Sir Walter y a su hermana antes de que yo lo conociera, pero le oí hablar mucho de ellos. Sé que fue invitado y solicitado, y sé también que jamás acudió a una invitación. Puedo darle a usted, quizá, detalles que ni sospecha. Por ejemplo, respecto a su matrimonio, estoy enterada de todas las circunstancias. Conozco todos los pros y los contras. Yo era la amiga a quien él confiaba sus esperanzas y planes, y aunque no conocí a su esposa con anterioridad (su situación inferior en sociedad hacía esto imposible), la conocí mucho después, en los dos últimos años de su vida, y así, puedo responder a cualquier pregunta que desee hacerme.
—No —dijo Ana—, no tengo ninguna pregunta particular que hacerle acerca de ella. He sabido siempre que no eran un matrimonio feliz. Pero me gustaría saber por qué razón, por aquella época, él evitaba la relación con mi padre. Mi padre tenía hacia él la mejor buena voluntad. ¿Por qué lo rehuía Mn Elliot?
Mr. Elliot —respondió Mrs. Smith— tenía por aquel entonces una sola idea: hacer fortuna, y por cualquier medio y rápidamente. Se había propuesto hacer un matrimonio ventajoso. Y sé que creía (si con razón o no, no puedo asegurarlo) que su padre y su hermana con sus invitaciones y cortesías deseaban una unión entre el heredero y la joven; y como es de suponer, dicho matrimonio no satisfacía sus aspiraciones de bienestar e independencia. Este fue el motivo por el que se mantenía alejado, puedo asegurárselo. El mismo me lo ha contado. No tenía secretos para mí. Es curioso que, luego de haberla dejado a usted en Bach, el primer y más importante amigo que tuve después de casada haya sido su primo, y que por él haya tenido constantes noticias de su padre y de su hermana. El me describía a una miss Elliot y esto me parecía muy afectuoso de su parte.
—Quizá —dijo Ana asaltada por una súbita idea—, habló usted de mí algunas veces con Mr. Elliot.
—Ciertamente, y con mucha frecuencia. Acostumbraba alabar a Ana Elliot y a asegurar que era usted una persona bien diferente a…
Se detuvo a tiempo.
—Esto tiene que ver con algo que Mr. Elliot dijo anoche —exclamó Ana—. Esto lo explica todo. Me enteré de que se había acostumbrado a oír hablar de mí. No pude saber cómo o por quién. ¡Qué imaginación loca tenemos cuando se trata de cualquier cosa relacionada con nuestra querida persona! ¡Cuánto podemos equivocamos! Pero le ruego que me perdone; la he interrumpido. ¿Así, pues, Mr. Elliot se casó por dinero? Fue esta circunstancia, imagino, la que por primera vez le hizo a usted entrever su verdadero carácter.
Mrs. Smith vaciló un momento.
—Oh, estas cosas suelen suceder. Cuando se vive en el mundo no es nada sorprendente encontrar hombres y mujeres que se casan por dinero. Yo era muy joven; éramos un grupo alegre e irreflexivo, sin ninguna regla de conducta seria. Vivíamos para divertimos. Pienso muy de otra manera ahora; el tiempo, la enfermedad y el pesar me han dado otras nociones de las cosas; pero por aquel entonces debo confesar que no vi nada reprobable en la conducta de Mr. Elliot. «Hacer lo mejor para uno mismo», era casi nuestro deber.
—Pero ¿no era ella una mujer muy inferior?
—Sí, y yo puse ciertas objeciones por esto, pero él no las tomó en cuenta. Dinero, dinero, era lo único que deseaba. El padre de ella había sido ganadero, y su abuelo, carnicero, pero ¿qué importaba esto? Ella era una buena mujer, tenía educación; había sido criada por unos primos. Conoció por casualidad a Mr. Elliot y se enamoró de él. Y por parte de él no hubo ni una vacilación ni un escrúpulo en lo que respecta al origen de ella. Su único interés era saber a cuánto ascendía la fortuna antes de comprometerse en serio. Si juzgamos por esto, cualquiera sea la opinión que sobre su posición en la vida tiene ahora Mr. Elliot, cuando joven la consideraba bien poco. La posibilidad de heredar Kellynch era algo quizá, pero en general, en lo que concierne al honor de la familia, lo colocaba bien bajo y poco limpio. Muchas veces le he oído decir que si las baronías fuesen vendibles él vendería la suya por cincuenta libras, con las armas, el lema, el nombre y la tierra incluidos. Pero no le repetiré la mitad de las cosas que decía sobre este asunto. No estaría bien que lo hiciera. Y sin embargo, debería tener usted pruebas, porque, ¿qué es esto sino simples palabras? Debería tener usted pruebas.
—En verdad, mi querida Mrs. Smith, no necesito ninguna —exclamó Ana—. No ha dicho usted nada que parezca contradictorio con lo que Mr. Elliot era en esa época. Esto más bien confirma lo que nosotros creíamos y oíamos. Lo que despierta mi curiosidad es saber por qué es ahora tan diferente.
—Encantada; no tiene usted más que llamar a María. O mejor aún, le daré a usted la satisfacción de que traiga por sí misma una pequeña caja que está en el estante más alto de mi ropero.
Ana, viendo que su amiga deseaba esto vehementemente hizo lo que se le pedía. Llevó y colocó la caja delante de ella, y Mrs. Smith, inclinándose y abriéndola, dijo:
—Esto está lleno de papeles pertenecientes a él, a mi marido; sólo una pequeña parte de lo que encontré cuando quedé viuda. La carta que busco fue escrita por mister Elliot a mi esposo antes de nuestro matrimonio, y felizmente pudo salvarse. ¿Cómo? No sabría decirlo. El era descuidado y negligente, como muchos otros hombres, en esta materia. Y cuando examino sus papeles encuentro una porción de cosas sin importancia, cuando otros realmente valiosos han sido destruidos. Aquí está. No la he quemado porque aun conociendo por aquel entonces poco de Mr. Elliot, decidí guardar pruebas de la amistad que hubo entre nosotros. Tengo ahora otro motivo para alegrarme de haberlo hecho.
La carta estaba dirigida a «Charles Smith, Esq. Tunbridge Wells», y estaba fechada en Londres en julio de 1803.
Querido Smith,
He recibido su carta. Su bondad me abruma. Desearía que la naturaleza hubiese hecho más corazones como el suyo, pero he vivido veintitrés años en el mundo sin encontrar a nadie que se le iguale. En estos momentos, se lo aseguro, no necesito sus servicios porque dispongo otra vez de fondos. Felicíteme usted: me he visto libre de Sir Walter y de su hija. Han vuelto a Kellynch y casi me han hecho jurar que los visitaré este verano; pero mi primera visita a Kellynch será con un agrimensor, lo que me indicará la manera de obtener la mayor ventaja. El barón, posiblemente, no se casará de nuevo. Es un imbécil. En caso de hacerlo, sin embargo me dejarían en paz, lo cual sería una compensación. Está aún peor que el último año.
Desearía llamarme de cualquier manera menos Elliot. Me fastidia este nombre. ¡El nombre de Walter puedo dejarlo a Dios gracias! Desearía que nunca volviera a insultarme usando mi segunda W. también. En tanto quedo por siempre afectísimo amigo.
Wm. Elliot.
Ana no pudo leer esta carta sin exaltarse y mistress Smith, observando el color de sus mejillas, dijo:
—Este lenguaje, bien lo comprendo, es sumamente irrespetuoso. Aunque había olvidado las palabras exactas, tenía una impresión general imborrable. Pero ahí tiene usted al hombre. Señala también el grado de amistad que tenía con mi difunto esposo. ¿Puede haber algo más fuerte que esto?
Ana no podía recobrarse del dolor y la mortificación que le causaban las palabras referidas a su padre. Debió recordar que el haber visto esta carta era en sí una violación de las leyes del honor, que nadie debe ser juzgado por testimonios de esta naturaleza, que ninguna correspondencia privada debe ser vista más que por aquellas personas a quienes está dirigida. Todo esto debió recordarlo antes de recobrar su calma y poder decir:
—Gracias. Esta es una completa prueba de lo que usted estaba diciendo. Pero ¿a qué se debe su amistad con nosotros ahora?
—También esto puedo explicarlo —dijo Mrs. Smith sonriendo.
—¿Puede en realidad?
—Sí. Le he enseñado a usted cómo era Mr. Elliot hace doce años y le demostraré ahora cuál es su carácter actual. No puedo proporcionarle esta vez pruebas escritas, pero mi testimonio oral será tan auténtico como usted quiera. La informaré sobre lo que desea y busca ahora. No es hipócrita actualmente. Es verdad que desea casarse con usted. Sus atenciones hacia su familia son ahora sinceras, brotan en verdad del corazón. Le diré por quién lo sé: por su amigo el coronel Wallis.
—¡El coronel Wallis! ¿También lo conoce?
—No, no lo conozco. Las noticias no me han llegado tan directamente. Han dado algunas vueltas: nada de importancia. La fuente de información es tan buena como al principio, y los pequeños detalles que puedan haberse agregado son fáciles de discernir. Mr. Elliot ha hablado con el coronel Wallis sin ninguna reserva sobre usted. Lo que el coronel Wallis le pueda haber dicho acerca de este asunto imagino debe ser algo sensato e inteligente; pero el coronel Wallis tiene una esposa bonita y tonta a quien le dice cosas que debiera guardar para sí. Esta, en la animación del restablecimiento de una enfermedad, le contó todo a su enfermera, y la enfermera, conociendo su amistad conmigo, no tardó en traerme las nuevas. En la noche del lunes, mi buena amiga mistress Rooke me reveló los secretos de Marlborough. Así, pues, cuando le relate a usted una historia de ahora en adelante, puede tenerla por cierto bien informada.
—Mi querida Mrs. Smith, me temo que su información no sea suficiente en este caso. El hecho de que mister Elliot tenga ciertas pretensiones o no con respecto a mí no basta para justificar los esfuerzos que ha hecho para reconciliarse con mi padre. Estos fueron anteriores a mi llegada a Bath. Encontré que él era muy amigo de mi familia a mi llegada.
—Ya lo sé, lo sé muy bien, pero…
—En verdad, Mrs. Smith, no creo que por este camino obtengamos información fidedigna. Hechos u opiniones que tengan que pasar por boca de tantos pueden ser tergiversados por algún tonto, y la ignorancia que puede haber por alguna otra parte contribuye a que de la verdad quede muy poco.
—Le suplico que me escuche. Bien pronto podrá juzgar si puede o no darse crédito a todo esto cuando conozca algunos detalles que usted misma podrá confirmar o negar. Nadie supone que haya sido usted su objeto al principio. Verdad es que la había visto y la admiraba antes de que usted llegase a Bath, pero no sabía quién era usted. Al menos así dice mi narradora. ¿Es verdad? ¿Es cierto que la vio a usted el verano o el otoño pasado «en algún lugar del oeste» para emplear sus palabras, sin saber que usted era usted?
—Ciertamente. Eso es exacto. Fue en Lyme; todo esto sucedió en Lyme.
—Bien —continuó Mrs. Smith triunfante— ya comienza usted a conocer a mi amiga. El la vio en Lyme y tanto le gustó que tuvo una gran satisfacción al volver a verla en Camden Place, y saber que era usted miss Ana Elliot, y a partir de entonces ¿quién puede dudarlo? tuvo doble interés en visitar su casa. Pero antes hubo un motivo y se lo explicaré. Si encuentra en mi historia algo que le parezca falso o improbable le ruego que no me deje seguir adelante. Mi relato dice que la amiga de su hermana, esa señora que es huésped de ustedes actualmente, y de la que le he oído hablar a usted, vino con su padre y con su hermana aquí en el mes de septiembre, cuando ellos llegaron, y ha estado aquí desde entonces. Es una mujer hábil, insinuante, hermosa y pobre. En una palabra, por su situación hace pensar que podría aspirar a ser Lady Elliot y llama la atención que su hermana esté tan ciega como para no verlo.
Aquí se detuvo Mrs. Smith, pero Ana no tenía nada que decir, y así, continuó:
Esta era la opinión de los que conocían a la familia, mucho antes de la llegada de usted. El coronel Wallis opinaba que su padre tendría buen criterio en este asunto, aunque por aquel entonces el coronel no se relacionaba con los de Camden Place. Pese a ello, el interés que tenía por su amigo Mr. Elliot lo hizo poner atención en todo lo que allí pasaba, y cuando Mr. Elliot vino a Bath por un día o dos, un poco antes de Navidad, el coronel Wallis lo puso al corriente de la marcha de las cosas según los comentarios que andaban de boca en boca. Comprenderá que por entonces las opiniones de Mr. Elliot respecto al valor del título de barón eran bien distintas. En todo lo que se relaciona con los vínculos sanguíneos y a las relaciones es un hombre completamente distinto. Haciendo ya bastante tiempo que tiene todo el dinero que desea, y nada que desear desde este punto de vista, ha aprendido a estimar y a poner su felicidad y aspiraciones en la familia y en el título del que es heredero. Esto lo había yo presentido antes de que terminara nuestra amistad, pero ahora es un hecho evidente. No puede soportar la idea de no llamarse Sir William. Puede, pues, comprender que las noticias que le comunicó su amigo no fueron para él nada agradables, y puede imaginar también los resultados que produjeron. La resolución de volver a Bath lo antes posible; de establecerse aquí por algún tiempo, de renovar la amistad y enterarse por sí mismo del grado de peligro y de obstaculizar los planes de la tal señora en caso de creerlo necesario, fueron la inmediata consecuencia. Entre los dos amigos convinieron ayudar en cuanto fuese posible. El y la señora Wallis serían presentados, y habría presentaciones entre todo el mundo. En consecuencia, Mr. Elliot volvió; se reclamó una reconciliación y se envió el mensaje a la familia. Y así, su principal motivo y su único propósito (hasta que la llegada de usted añadió un nuevo interés a sus visitas) era vigilar a su padre y a Mrs. Clay. Ha estado con ellos en cuanta ocasión ha podido; se ha interpuesto entre ellos; ha hecho visitas a todas horas…, pero no tengo por qué darle detalles sobre este particular. Puede imaginar todas las artimañas de un hombre hábil; quizás usted misma, estando avisada, pueda recordar algo.
—Sí —dijo Ana—, no me ha dicho nada que no estuviera de acuerdo con lo que he visto e imaginado. Hay siempre algo ofensivo en los medios empleados por la astucia. Las maniobras del egoísmo y de la duplicidad son repulsivas, pero no me ha dicho nada que me sorprenda. Comprendo que hay muchas personas que conceptuarían chocante este retrato de Mr. Elliot y que les costaría tenerlo por acertado. Pero yo jamás he estado satisfecha. Siempre he sospechado que había algún motivo oculto en su conducta. Me gustaría conocer su opinión acerca del asunto que tanto teme. Si cree que hay aún peligro o no.
—El peligro disminuye según creo —replicó mistress Smith—. Piensa que Mrs. Clay le teme; que comprende que él adivina sus intenciones y que no se atreve a actuar como lo haría en caso de no estar él presente. Pero como él tendrá que irse alguna vez, no sé en qué forma pueda estar seguro mientras Mrs. Clay conserve su influencia. La señora Wallis tiene una idea muy divertida según me ha informado la enfermera amiga mía. Esta consiste en poner en los artículos del contrato matrimonial entre usted y Mr. Elliot que su padre no se case con Mrs. Clay. Es ésa una idea digna en todos los aspectos de la inteligencia de la señora Wallis, y Mrs. Rooke ve claramente cuán absurda es. «Seguramente, señora —me dice—, esto no evitaría que pudiera casarse con cualquier otra.» Y, a decir verdad, no creo que mi amiga la enfermera sea enteramente contraria a un segundo matrimonio de Sir Walter. Ella es una gran casamentera, y ¿quién podría decir si no tiene aspiraciones de entrar al servicio de una futura lady Elliot merced a una recomendación de la señora Wallis?
—Me alegro de saber todo esto —dijo Ana después de reflexionar un momento—. Me será molesto cuando esté en compañía de Mr. Elliot, pero sabré a qué atenerme. Sé ya adónde dirigir mis pasos. Mr. Elliot es un hombre falso y mundano que jamás ha tenido como guía más principio que sus propios intereses.
Pero Mrs. Smith no había terminado aún con mister Elliot. Ana, interesada en todo lo relacionado con su familia, había distraído a su amiga del primitivo relato. Y, debió entonces escuchar una narración que si bien no justificaba del todo el rencor actual de Mrs. Smith, probaba que la conducta de Mr. Elliot para con ésta había sido despiadada e injusta.
Supo así (sin que la amistad se hubiese alterado por el matrimonio de Mr. Elliot), que la intimidad de las familias había continuado y Mr. Elliot había prestado a su amigo cantidades que iban mucho más allá de su fortuna. Mrs. Smith no deseaba echarse ninguna culpa encima y con suma ternura achacaba toda la culpa a su esposo. Pero Ana pudo percibir que su renta nunca había sido igual a su tren de vida, y que desde el principio hubo grandes extravagancias. Por el retrato que de él hacía su esposa adivinaba Ana que Mr. Smith era un hombre de tiernos sentimientos, carácter fácil, hábitos descuidados, no muy inteligente, mucho más amable que su amigo y muy poco parecido a éste. Probablemente había sido dirigido y despreciado por él. Mr. Elliot, a quien su matrimonio hacía rico y ponía a su alcance todas las vanidades y placeres que podía sin comprometerse por ello (puesto que con toda su liberalidad siempre había sido un hombre prudente), y encontrándose rico en el preciso momento en que su amigo comenzaba a ser pobre, parecían haberle importado muy poco las finanzas de su amigo, por el contrario, le había alentado a gastos que solamente podían conducirlo a la bancarrota. Y en consecuencia, los Smith se habían arruinado.
El marido había muerto a tiempo como para no conocer la verdad completa. Ya habían sin embargo encontrado ciertos inconvenientes con sus amigos, y la amistad de Mr. Elliot era de aquellas que convenía no probar. Pero hasta la muerte de Mr. Smith no se supo enteramente el desastroso estado de sus negocios. Con confianza en los sentimientos de Mr. Elliot más que en su criterio, mister Smith lo había nombrado a ejecutor de sus últimas voluntades. Pero Mr. Elliot se desentendió de ellas y las dificultades y los trastornos que ellos ocasionaron a la viuda, unido a los sufrimientos inevitables en su nueva situación, eran tales que no podían ser contados sin angustia o escuchados sin indignación.
Ana tuvo que ver algunas otras cartas, respuestas a urgentes pedidos de Mrs. Smith, que mostraban una decidida resolución de no tomarse inútiles molestias, y en las cuales, bajo una fría cortesía, aparecía una completa indiferencia por todo lo que pudiese ocurrirle a ésta. Era una espantosa pintura de ingratitud e inhumanidad. Y en algunos momentos Ana sintió que ningún crimen verdadero podía haber sido peor. Tenía mucho que escuchar: todos los detalles de tristes escenas pasadas, todas las minucias, una angustia tras otra; todo lo que sólo había sido sugerido en anteriores conversaciones era ahora relatado con todos sus pormenores. Ana comprendió el alivio que esto proporcionaba a su amiga y solamente se admiró de la habitual compostura y discreción de ésta.
Había una circunstancia en el relato de sus pesares particularmente irritante. Tenía ella cierta razón para creer que algunas propiedades de su esposo en las Indias Occidentales, que durante mucho tiempo no habían pagado sus rentas, podían dar este dinero en caso de que se emplearan medidas adecuadas. Estas propiedades, aunque no fueran muy importantes eran suficientes como para que Mrs. Smith pudiese disfrutar de una posición desahogada. Pero no había nadie que se hiciera cargo de ello. Mr. Elliot no quería hacer nada y Mrs. Smith estaba incapacitada para ocuparse de ello personalmente, por su debilidad física o para pagar los servicios de otra persona, por su escasez de recursos. No tenía ella relaciones que pudieran ayudarla ni siquiera con un sano consejo y no podía asumir el gasto de un abogado. Esta era la consecuencia de los fines extremos a que había llegado. Sentir que podía encontrarse en mejores circunstancias, que un poco de molestia podría mejorar su situación y que la demora podía debilitar sus derechos, eran para ella una constante zozobra.
Deseaba que Ana la ayudase en este asunto con mister Elliot. Había temido en algún momento que este matrimonio le hiciese perder a su amiga. Pero sabiendo luego que Mr. Elliot no haría nada de esta naturaleza, desde el momento que hasta ignoraba que ella se encontraba en Bath, se le ocurrió que quizá la mujer amada podría conmover a Mr. Elliot, y así, se apresuró a buscar la simpatía de Ana, tanto como podía permitirlo su conocimiento del carácter de Mr. Elliot, y en esto estaba cuando Ana, al rehusar tal matrimonio, cambiaba por entero las perspectivas, y si bien todas sus esperanzas desaparecían, tenía al menos el consuelo de haber podido desahogar su corazón.
Después de haber oído toda la descripción del carácter de Mr. Elliot, Ana estaba sorprendida de los términos favorables en que Mrs. Smith se había expresado al comienzo de la conversación. Parecía haberlo elogiado y recomendado.
—Mi querida amiga —respondió a esto Mrs. Smith—, no podía hacer otra cosa. Consideraba su boda con Mr. Elliot como cosa segura, aunque él no se hubiese declarado todavía, y no podía hablar de él considerándolo como lo consideraba casi su marido. Mi corazón sangraba por usted mientras hablaba de felicidad. Y pese a todo, él es inteligente, es agradable, y con una mujer como usted no deben perderse nunca las esperanzas. Mr. Elliot fue muy malo con su primera esposa. Fue un matrimonio desastroso. Pero ella era demasiado ignorante y burda para inspirar respeto y él nunca la amó. Estaba yo pronta a pensar que quizá con usted las cosas serían distintas.
Ana sintió en lo hondo de su corazón un estremecimiento al pensar en la desdicha que pudo haber tenido en caso de casarse con un hombre así. ¡Y era posible que Lady Russell hubiese llegado a persuadirla! Y en tal caso, ¿no hubiese sido aún mucho más desdichada cuando el tiempo lo revelase todo?
Era necesario que Lady Russell no siguiese engañada; y una de las consecuencias de esta importante conversación que preocupó a Ana buena parte de la mañana, fue que quedó en libertad de comunicar a su amiga cualquier cosa relativa a Mrs. Smith en la cual el proceder de Mr. Elliot estuviese involucrado.
Capítulo XXII
Ana se dirigió a casa para reflexionar sobre lo que había oído. De alguna manera se sentía más tranquila al conocer el carácter de Mr. Elliot. Ya no le sugería ninguna ternura. Aparecía él, frente al capitán Wentwork, con toda su malintencionada intromisión. Y el mal causado por sus atenciones de la noche anterior, el irreparable daño, la dejaba perpleja y llena de sensaciones incalificables. Ya no sentía ninguna piedad por él. Pero solamente en esto se sentía aliviada. En otros aspectos, cuanto más buscaba alrededor y más profundizaba, más motivos encontraba para temer y desconfiar. Se sentía responsable por la desilusión y el dolor que tendría Lady Russell, por las mortificaciones que sufrirían su padre y su hermana, y por todas las cosas imprevistas que llegarían y que no podría evitar. A Dios gracias conocía a Mr. Elliot. Nunca había considerado que tuviera derecho a aspirar a ninguna recompensa por su trato hacia una antigua amiga como mistress Smith, y pese a esto había sido recompensada. Mrs. Smith había podido decirle lo que nadie más. ¿Debía comunicar todo a su familia? Pero ésta era una idea tonta. Debía hablar con Lady Russell, decirle todo, consultarla, y después, esperar con tanta tranquilidad como fuese posible; al fin y al cabo, donde necesitaba más sosiego era en aquella parte de su alma que no podía abrir a Lady Russell, en aquel fluir de ansiedades y temores que era para ella sola.
Al llegar a casa comprobó que había podido evitar a Mr. Elliot. El había estado allí y les había hecho una larga visita. Pero apenas se comenzaba a felicitar de estar a salvo hasta el día siguiente, cuando se enteró de que mister Elliot regresaría por la tarde.
—No tenía la menor intención de invitarlo —dijo Isabel con afectado descuido—, pero él lanzó muchas indirectas; al menos eso dice Mrs. Clay.
—Lo digo en serio. Jamás he visto a nadie esperar con tanto interés una invitación.
¡Pobre hombre! Realmente me ha entristecido. Porque la dureza del corazón de Ana ya está pareciendo crueldad.
—Oh —dijo Isabel—, estoy demasiado acostumbrada a esta clase de juego para que me sorprendieran sus indirectas. Sin embargo, cuando me enteré cuánto lamentaba no haber encontrado a mi padre esta mañana, me vi en cierto modo interesada, porque jamás evitaré una oportunidad de que él y Sir Walter se reúnan. ¡Parecen beneficiarse tanto de su mutua compañía! ¡Se conducen tan amablemente! ¡Mr. Elliot lo mira con tanto respeto!…
—¡Es realmente delicioso! —exclamó Mrs. Clay, sin atreverse a mirar a Ana—. Parecen padre e hijo. Mi querida miss Elliot, ¿no puedo acaso llamarlos padre e hijo?
—No me preocupan las palabras… ¡Si usted piensa así…! Pero palabra de honor que apenas he notado si sus atenciones son más que las de cualquier otro.
—¡Mi querida miss Elliot! —exclamó Mrs. Clay levantando las manos y alzando los ojos al cielo y guardando de inmediato un conveniente silencio para manifestar su extremo azoramiento.
—Mi querida Penélope —prosiguió diciendo Isabel—, no debe alarmarse tanto. Yo lo invité a venir, ¿sabe usted? Lo eché con sonrisas, pero cuando supe que todo el día de mañana lo pasaría con unos amigos en Thomberry Park, me compadecí de él.
Ana no pudo menos que admirar los talentos de comedianta de Mrs. Clay, quien era capaz de mostrar tanto placer y expectación por la llegada de la persona que estorbaba su principal objetivo. Era imposible que los sentimientos de Mrs. Clay hacia Mr. Elliot fueran otros que los del más enconado odio, y sin embargo podía adoptar una expresión plácida y cariñosa, y parecer muy satisfecha de dedicar a Sir Walter la mitad de las atenciones que le hubiera prodigado en otras circunstancias.
Para Ana era inquietante ver entrar a Mr. Elliot en el salón; doloroso verlo acercarse y hablarle; se había acostumbrado a juzgar sus actos como no siempre sinceros, pero a la sazón descubría la falsedad en cada gesto. La deferencia que mostraba hacia su padre, en contraste con su lenguaje anterior, resultaba odiosa; cuando pensaba en lo cruel de su conducta hacia Mrs. Smith, apenas podía soportar la vista de sus sonrisas y su dulzura o el sonido de sus falsos buenos sentimientos. Deseaba ella evitar que cualquier cambio de maneras provocase una explicación de parte de él. Deseaba evitar toda pregunta, pero tenía la intención de ser con él tan fría como lo permitiera la cortesía y echarse atrás tan rápidamente como pudiera de los pocos grados de intimidad que le había concedido. En consecuencia, estuvo más retraída y en guardia que la noche anterior.
El deseó despertar nuevamente su curiosidad acerca de cuándo y por quién había sido ella elogiada. Deseaba ardientemente que le preguntara. Pero el encanto estaba roto: comprendió que el calor y la animación del salón de conciertos eran necesarios para despertar la vanidad de su modesta prima; comprendió que nada podía hacerse en esos momentos por ninguno de los medios usuales para atraer la atención de las personas. No llegó a imaginar que había entonces algo en contra de él que cerraba el pensamiento de Ana a todo aquello que no fueran sus actos más sucios.
Ella tuvo la satisfacción de saber que en verdad se iba de Bath al día siguiente temprano y que sólo volvería dentro de dos días. Fue invitado nuevamente a Camden Place en la misma tarde de su regreso; pero de jueves a sábado su ausencia era segura. Bastante incómodo era ya que Mrs. Clay estuviera siempre delante de ella, pero que un hipócrita mayor formara parte de su grupo bastaba para destruir todo sosiego y bienestar. Era humillante pensar en el constante engaño en que vivían su padre e Isabel y considerar las mortificaciones que se les preparaban. El egoísmo de Mrs. Clay no era ni tan complicado ni tan disgustante como el de Mr. Elliot, y Ana de buena gana hubiera accedido al matrimonio de ésta con su padre de inmediato, pese a todos sus inconvenientes, con tal de verse libre de todas las sutilezas de Mr. Elliot para evitar la mentada boda.
En la mañana del viernes se decidió a ver bien temprano a Lady Russell y a comunicarle lo que creía necesario; hubiera ido inmediatamente después del desayuno, pero Mrs. Clay salía también en una diligencia que tenía por objeto evitar alguna molestia a su hermana, y debido a esto decidió aguardar hasta verse libre de tal compañía. Mistress Clay partió antes de que ella hablase de pasar la mañana en la calle River.
—Muy bien —dijo Isabel—, no puedo mandar más que mi cariño. Oh, puedes además llevar contigo el aburrido libro que me ha prestado y decirle que lo he leído. Realmente no puedo preocuparme de todos los nuevos poemas y artículos que se publican en el país. Lady Russell me aburre bastante con sus publicaciones. No se lo digas, pero su vestido me pareció detestable la otra noche. Pensaba que ella tenía cierto gusto para vestirse, pero sentí vergüenza por ella en el concierto. Es a veces tan formal y compuesta en sus ropas. ¡Y se sienta tan derecha! Dale cariños, naturalmente.
—Y también los míos —dijo Sir Walter—. Mis mejores saludos. Puedes decirle también que iré a visitarla pronto. Dale un mensaje cortés. Pero solamente dejaré mi tarjeta. Las visitas matutinas no son nunca agradables para mujeres de su edad, que se arreglan tan poco como ella. Si solamente usara colorete no debería temer ser vista; pero la última vez que fui observé que las celosías fueron cerradas inmediatamente.
Mientras su padre hablaba, golpearon a la puerta. ¿Quién podía ser? Ana, recordando las inesperadas visitas de mister Elliot a todas horas, hubiera supuesto que era él, de no saber que se hallaba a siete millas de distancia. Después de los usuales minutos de espera se oyeron ruidos de aproximación y… Mr. y Mrs. Musgrove entraron en el salón.
La sorpresa fue el principal sentimiento que provocó su llegada; pero Ana se alegró sinceramente de verlos y los demás no lamentaron tanto la visita que no pudieran poner un agradable aire de bienvenida, y tan pronto como quedó claro que no llegaban con ninguna idea de alojarse en la casa, Sir Walter e Isabel se sintieron más cordiales e hicieron muy bien los honores de rigor. Habían ido a Bath por unos pocos días, con la señora Musgrove, y se alojaban en White Hart. Esto se entendió prontamente; pero hasta que Sir Walter e Isabel no se encaminaron con Maria al otro salón y se deleitaron con la admiración de ésta, Ana no pudo obtener de Carlos una historia completa de los pormenores de su viaje, o alguna sonriente explicación de los negocios que allí les llevaban y que María había insinuado, con algunos datos confusos acerca de la gente que formaba su grupo.
Se enteró entonces de que estaban allí, además del matrimonio, la señora Musgrove, Enriqueta y el capitán Harville. Carlos le hizo un somero relato, una narración de acontecimientos sumamente natural. Al principio había sido el capitán Harville quien necesitaba viajar a Bath por algunos negocios. Había comenzado a hablar de ello hacía una semana, y por hacer algo, porque la temporada de caza había terminado, Carlos propuso acompañarlo, y a Mrs. Harville parecía haberle agradado la idea, que consideraba ventajosa para su esposo; Maria no pudo soportar quedarse, y pareció tan desdichada por un día o dos, que todo quedó en suspenso o en apariencia abandonado. Pero luego el padre y la madre volvieron a insistir en la idea. La madre tenía algunos antiguos amigos en Bath, a los que deseaba ver; era pues, una buena oportunidad para que fuese también Enriqueta a comprar ajuares de boda para ella y para su hermana; al final su madre organizó el grupo y todo resultó fácil y simple para el capitán Harville; y él y María fueron también incluidos para conveniencia general. Habían llegado la noche anterior, bastante tarde. Mrs. Harville, sus niños y el capitán Benwick quedaron con su madre y Luisa en Uppercross.
La sola sorpresa de Ana fue que las cosas hubiesen ido tan rápido como para que ya pudiera hablarse del ajuar de Enriqueta; había imaginado que las dificultades económicas retrasarían la boda; pero se enteró por Carlos que hacía muy poco (después de la carta que recibiera de María) Carlos Hayter había sido requerido por un amigo para ocupar el lugar de un joven que no podría tomar posesión de su cargo hasta que transcurrieran algunos años, y esto, unido a su renta actual y con la certidumbre de obtener algún puesto permanente antes del término de éste, las dos familias habían accedido a los deseos de los jóvenes que se casarían en pocos meses, casi al mismo tiempo que Luisa. Y era un hermoso lugar —añadía Carlos—, a sólo veinticinco millas de Uppercross y en una bella campiña, cerca de Dorsetshire, en el centro de uno de los mejores rincones del reino, rodeados de tres grandes propietarios, cada cual más cuidadoso. Y con dos de éstos Carlos Hayter podría obtener una recomendación especial. «No estima esto en lo que vale —observó—; Carlos es muy poco amante de la vida al aire libre. Este es su mayor defecto.»
—Me alegro de verdad —exclamó Ana—, y de que las dos hermanas, mereciéndola ambas por igual, y habiendo sido siempre tan buenas amigas, tengan su felicidad al mismo tiempo; que las alegrías de una no opaquen las de la otra y que juntas compartan la prosperidad y el bienestar. Espero que el padre y la madre sean igualmente felices con estas bodas.
—¡Oh, sí! Mi padre estaría más contento si los dos jóvenes fueran más ricos, pero ésta es la única falta que les encuentra. El casar dos hijas a un mismo tiempo es un problema importante que preocupa por muchos conceptos a mi padre. Sin embargo no quiero decir que no tengan derecho a esto. Es lógico que los padres doten a las hijas; siempre ha sido un padre generoso conmigo. María está descontenta con el matrimonio de Enriqueta. Ya sabes que nunca lo aprobó. Pero no le hace justicia a Hayter ni considera el valor de Wenthrop. No ha podido hacerle entender cuán costosa es la propiedad. En los tiempos que corren es un buen matrimonio. A mí siempre me ha gustado Carlos Hayter y no cambiaré mi opinión.
—Tan excelentes padres como los señores Musgrove —exclamó Ana— deben ser felices con las bodas de sus dos hijas. Hacen todo por hacerlas dichosas, estoy segura. ¡Qué bendición para las jóvenes estar en tales manos! Su padre y su madre parecen estar libres del todo de esos ambiciosos sentimientos que han acarreado tantos malos procederes y desdichas tanto entre los jóvenes como entre los viejos. Espero que Luisa esté ahora completamente repuesta.
El respondió, con alguna vacilación:
—Sí, creo que lo está. Pero ha cambiado: ya no corre ni salta, baila o ríe; está muy distinta. Si una puerta se cierra de golpe, se estremece como el agua ante el picotazo débil de un pájaro. Benwick se sienta a su lado leyendo versos todo el día o murmurando en voz baja.
Ana no pudo evitar reírse.
—Esto no es muy de su gusto, bien lo comprendo —exclamó—, pero creo que Benwick es un excelente joven.
—Ciertamente, nadie lo pone en duda. Y supongo que no creerá usted que todos los hombres encuentren gusto y placer en las mismas cosas que yo. Aprecio mucho a Benwick y cuando se pone a hablar tiene muchas cosas que decir. Sus lecturas no lo han dañado porque ha luchado también. Es un hombre valiente. He llegado a conocerlo más de cerca el lunes último que en cualquier otra ocasión anterior. Tuvimos una cacería de ratas esa mañana en la granja grande de mi padre, y se desempeñó tan bien que desde entonces me agrada aún más.
Fueron aquí interrumpidos para que Carlos acompañara a los otros a admirar los espejos y los objetos chinos; pero Ana había oído bastante para comprender la situación de Uppercross y alegrarse de la dicha que allí reinaba. Y aunque también se entristecía por algunas cosas, en su tristeza no había la menor envidia. Ciertamente, uniría sus bendiciones a las de los otros.
La visita transcurrió en medio del general buen humor. María estaba de excelente ánimo, disfrutando de la alegría y del cambio, y tan satisfecha con el viaje en el carruaje de cuatro caballos de su suegra y con su completa independencia de Camden Place, que se sentía con ánimo para admirar cada cosa como debía, y al momento comprendió todas las ventajas de la casa en cuanto se las detallaron. No tenía nada que pedir a su padre y a su hermana y toda su buena voluntad aumentó al ver el hermoso salón.
Isabel sufrió bastante durante un corto tiempo. Sentía que Mrs. Musgrove y todo su grupo debían ser invitados a comer con ellos, pero no podía soportar que la diferencia de estilo, la reducción del servicio que se revelaría en una comida, fueran presenciados por aquéllos que eran inferiores a los Elliot de Kellynch. Fue una lucha entre la educación y la vanidad; pero la vanidad se llevó la mejor parte, e Isabel fue nuevamente feliz. Para sus adentros se dijo: Viejas costumbres… hospitalidad campesina… no damos comidas… poca gente en Bath lo hace… Lady Alicia jamás lo ha hecho, no invita ni a la familia de su hermana, aunque han estado aquí un mes; y creo que será un inconveniente para Mrs. Musgrove… echará por tierra sus planes. Estoy segura de que prefiere no venir… no se sentiría cómoda entre nosotros. Les pediré que vengan para la velada; esto será mucho mejor; será novedoso y cortés. No han visto dos salones como éstos antes. Estarán encantados de venir mañana por la noche. Será una reunión bastante regular… pequeña pero elegante. Y esto satisfizo a Isabel, y cuando la invitación fue cursada a los dos que estaban presentes y se prometió la presencia de los ausentes, María pareció muy satisfecha. Deseaba particularmente conocer a mister Elliot y ser presentada a Lady Dalrymple y a miss Carteret, que habían prometido asistencia formal para esa velada; y para María ésta era la más grande satisfacción: Miss Elliot tendría el honor de visitar a Mrs. Musgrove por la mañana y Ana se encaminó con Carlos y María para ver a Enriqueta y a Mrs. Musgrove inmediatamente.
Su idea de visitar a Lady Russell debería postergarse por el momento. Los tres entraron en la casa de la calle River por un par de minutos, pero Ana se convenció a sí misma de que la demora de un día en la comunicación que debía hacer a Lady Russell no haría gran diferencia, y tenía prisa por llegar a White Hart para ver a los amigos y compañeros del otoño, con una vehemencia que provenía de muchos recuerdos.
Encontraron solas a Mrs. Musgrove y a su hija, y ambas hicieron el más amable recibimiento a Ana. Enriqueta estaba en ese estado en el que todos nuestros puntos de vista han mejorado, en el que se forma una nueva felicidad que le hacía interesarse por gentes de las que apenas había gustado antes. Y el cariño verdadero de Mrs. Musgrove lo había obtenido Ana por su utilidad cuando la familia se encontró en desgracia. Había allí una liberalidad, un calor y una sinceridad que Ana apreciaba mucho más por la triste falta de tal bendición en su hogar. Se la comprometió a que pasaría con ellos cuantos momentos libres tuviera, invitándola para todos los días; en una palabra, se le pedía que fuese como de la familia. Y, naturalmente, ella sintió que debía prestar toda su atención y buenos oficios, y así, cuando Carlos las dejó solas, escuchó a Mrs. Musgrove contar la historia de Luisa, y a Enriqueta contar la suya propia; le dio su opinión sobre varios asuntos y recomendó algunas tiendas. Hubo intervalos en los que debía prestar ayuda a María, quien pedía consejo sobre la clase de cinta que debería llevar hasta en cuanto al arreglo de sus cuentas; desde encontrar sus llaves y ordenar sus chucherías hasta tratar de convencerla de que no era antipática para nadie; cosas que María, entretenida como estaba siempre que se sentaba en una ventana a vigilar la entrada de la habitación, no imaginaba siquiera.
Era de esperarse una mañana de mucha confusión. Un gran grupo en un hotel presenta una escena de alboroto y desorden. En un momento llega una nota, en el siguiente un paquete, y no hacía ni media hora que Ana estaba allí cuando el comedor, pese a ser espacioso, estaba casi lleno. Un grupo de viejas amigas se hallaba sentado alrededor de la señora Musgrove, y Carlos volvió con los capitanes Harville y Wentworth. La aparición del segundo fue la sorpresa del momento. Era imposible para Ana no sentir que la presencia de sus antiguos amigos los aproximaría de nuevo. El último encuentro había dejado a la vista los sentimientos de él; ella tenía esa deliciosa convicción; pero temió, al ver su expresión, que la misma desdichada persuasión que le había alejado del salón de conciertos aún lo dominara. Parecía no desear acercarse y conversar con ella.
Ana quiso calmarse y dejar que las cosas siguieran su curso. Trató de darse tranquilidad con este argumento poco razonable: «Seguramente si nuestro afecto es recíproco, nuestros corazones se entenderán. No somos un par de chiquillos para guardar una irritada reserva, ser mal dirigidos por la inadvertencia de algún momento o jugar como con un fantasma con nuestra propia felicidad». Y, sin embargo, un momento después sintió que su mutua compañía en esas circunstancias sólo los exponía a inadvertencias y malas interpretaciones de la peor especie.
—Ana —exclamó María desde su ventana—, allí está Mrs. Clay parada debajo de la rotonda y la acompaña un caballero. Los veo dar la vuelta a la calle Bath en este mismo momento. Parecen muy entretenidos en su charla. ¿Quién es él? Ven y dímelo. ¡Dios mío! ¡Lo reconozco! ¡Es Mr. Elliot!
—No —se apresuró a decir Ana—, no puede ser mister Elliot, te lo aseguro. Debía dejar Bath esta mañana y no volver hasta dentro de dos días.
Mientras hablaba sintió que el capitán Wentworth la estaba mirando y eso la turbó, haciéndola sentir que había dicho mucho pese a sus pocas palabras.
María, lamentando que se pudiera sospechar que no conocía a su propio primo, comenzó a hablar acaloradamente acerca del aire de familia, y a afirmar, rotunda, que se trataba de Mr. Elliot, y llamó una vez más a Ana para que se acercase a comprobarlo por sí misma. Pero Ana no tenía intención de moverse, y fingió frialdad e indiferencia. Pero su incomodidad volvió al percibir miradas significativas y sonrisas entre las damas visitantes, como si estuvieran enteradas del secreto. Era evidente que ya todos hablaban del asunto; siguió una corta pausa por la que podía esperarse que aquello no se prolongaría.
—Ven, Ana —exclamó María—, ven y mira. Llegarás tarde si no te apresuras. Se están despidiendo, dándose la mano. El se aleja. ¡Si no conoceré a Mr. Elliot!
Para tranquilizar a María y quizá también para cubrir su propia turbación, Ana se acercó de prisa a la ventana. Llegó a tiempo para convencerse de que, en efecto, se trataba de Mr. Elliot (lo que ni por un instante había imaginado) antes de que éste desapareciera por un extremo y Mrs. Clay por el opuesto. Y reprimiendo la sorpresa que le producía ver conversar a dos personas de intereses tan dispares, dijo sosegadamente:
—Sí, en verdad, se trata de Mr. Elliot. Habrá cambiado la hora de su partida. Esto debe ser todo. Tal vez me equivoque. No debo aguardar más —y volvió a su silla tranquilizada y con la esperanza de haberse justificado bien.
Los visitantes comenzaron a retirarse, y Carlos, habiéndolos acompañado cortésmente hasta la puerta y luego de haber hecho un gesto significando que no volviesen, dijo:
—Mamá, he hecho por ti algo que sin duda aprobarás. He ido al teatro y he conseguido un palco para mañana por la noche. ¡Qué buen chico! ¿verdad? Sé que te divierten las comedias. Y hay lugar para todos. Estoy seguro de que Ana no se arrepentirá de acompañamos. Podemos ir nueve. He comprometido también al capitán Wentworth. A todos nos agrada la comedia. ¿No he hecho bien, mamá?
Mrs. Musgrove comenzaba de buen ánimo a expresar su agrado de concurrir, si a Enriqueta y a los demás les venía bien, cuando María interrumpió:
—¡Dios mío, Carlos!, ¿cómo puedes pensarlo siquiera? ¡Tomar un palco para mañana por la noche! ¿Ya olvidaste que tenemos un compromiso en Camden Place para mañana? ¿Y que nos han invitado especialmente para conocer a Lady Dalrymple y a su hija y a Mr. Elliot —los principales vínculos de familia—, a quienes seremos presentados mañana? ¿Cómo has podido olvidarlo?
—¡Bah! —replicó Carlos—, ¿qué importa una reunión? Nunca valen nada. Tu padre podría habernos invitado a comer si es que deseaba vernos. Puedes hacer lo que quieras, pero yo iré a la comedia.
—Pero, Carlos, eso sería imperdonable. ¡Has prometido asistir!…
—No; no he prometido nada. Sonreí y asentí y dije algo como «encantado», pero eso no es prometer.
—Debes venir, Carlos. Sería una grosería faltar. Se nos ha pedido expresamente que vayamos para ser presentados. Siempre hubo una gran vinculación entre los Dalrymple y nosotros. Nada sucedió en las familias que no fuera al momento comunicado. Somos parientes muy cercanos, ya sabes. Y también Mr. Elliot, a quien debes particularmente conocer. Debemos atenciones a Mr. Elliot. ¿Olvidas acaso que es el heredero de nuestro padre, el representante de la familia?
—No me hables de representantes y herederos —exclamó Carlos—. No soy de los que abandonan el poderío actual para saludar al sol naciente. Si no voy por el placer de ver a tu padre me parecería estúpido ir por su heredero. ¿Qué me importa a mí el tal Mr. Elliot?
Estas expresiones descuidadas fueron vivificantes para Ana, que estaba observando que el capitán Wentworth escuchaba con atención, poniendo toda su alma en cada palabra que se decía. Y las últimas palabras desviaron su mirada interrogante de Carlos a ella.
Carlos y María conversaban aún de la misma manera; él mitad en broma mitad en serio, y sosteniendo que debían ver la comedia, y ella, oponiéndose tenazmente y procurando hacerle sentir que si bien ella estaba decidida a cualquier costa a ir a Camden Place, consideraría bastante feo hacia ella que los demás se marchasen a la comedia. Mistress Musgrove intervino.
—Es mejor que lo posterguemos. Puedes volver, Carlos, y cambiar el palco para el martes. Sería una lástima separarnos y además perderíamos la compañía de miss Ana, puesto que se trata de una reunión de su padre; y estoy cierta de que ni Enriqueta ni yo disfrutaremos de la comedia si miss Ana no nos acompaña.
Ana sintió agradecimiento por tal bondad y, aprovechando la oportunidad que se le presentaba, dijo decididamente:
—Si depende de mi gusto, señora, la reunión de casa (con excepción de lo que atañe a María) no será ningún inconveniente. No disfruto para nada esta clase de reuniones y gustosa la cambiaré por la comedia y por estar en su compañía. Pero quizá sea mejor no intentarlo.
Lo dijo temblando mientras hablaba, consciente de que sus palabras eran escuchadas y no atreviéndose a observar su efecto.
Finalmente optaron por el martes. Y solamente Carlos continuó bromeando con su esposa, insistiendo en que iría a la comedia solo si nadie quena acompañarlo.
El capitán Wentworth dejó su asiento y se encaminó a la chimenea; posiblemente con la idea de encaminarse después a un lugar más próximo al ocupado por Ana.
—Sin duda no ha estado usted suficiente tiempo en Bath —dijo— para disfrutar de las reuniones de aquí.
—¡Oh, no! El carácter de estas reuniones no me atrae. No soy buena jugadora de cartas.
—Ya sé que usted no lo era antes… No le agradaban a usted las cartas, pero el tiempo nos cambia, ¿no es así?
—¡Yo no he cambiado tanto! —exclamó Ana. Y se detuvo de inmediato, temiendo algún malentendido. Después de esperar unos momentos, él dijo, como respondiendo a sentimientos inmediatos:
—¡Un largo tiempo, en verdad! ¡Ocho años son un largo tiempo!
Si pensaba proseguir, era cosa que Ana debió reflexionar en horas de más tranquilidad; porque mientras ella escuchaba aún sus palabras, su atención fue atraída por Enriqueta, que deseaba aprovechar el momento para salir, y pedía a sus amigos que no perdieran tiempo antes de que llegasen nuevos visitantes.
Se vieron obligados a retirarse. Ana dijo estar lista y procuró parecerlo; pero sentía que de haber conocido Enriqueta el pesar de su corazón al dejar la silla, al dejar la habitación, hubiera sentido verdadera piedad por su prima.
Pero los preparativos se vieron de súbito interrumpidos. Ruidos alarmantes se dejaron oír: se aproximaban otras visitas y la puerta se abrió para dejar paso a Sir Walter y a miss Elliot, cuya entrada pareció helar a todos. Ana sintió una instantánea opresión y dondequiera miró encontró síntomas parecidos. El bienestar, la alegría, la libertad del salón, se habían esfumado, alejados por una fría compostura, estudiado silencio, conversación insípida, para estar a la altura de la helada elegancia del padre y de la hermana. ¡Qué torturante era sentir así!
Su avisado ojo tuvo una satisfacción. Sir Walter e Isabel reconocieron nuevamente al capitán Wentworth, e Isabel fue aún más amable que la vez anterior. Se dirigió a él y lo miró a los ojos. Isabel estaba haciendo un gran juego, y lo que vino en seguida explicó su actitud. Después de perder unos pocos minutos diciendo formalidades, formuló la invitación que debía cancelar todo otro compromiso de los Musgrove: «Mañana por la noche nos reunimos unos pocos amigos; nada serio». Esto lo dijo con mucha gracia. Sobre una mesa dejó, con una cortés y comprensiva sonrisa para todos, las tarjetas con las que se había provisto: «En casa de miss Elliot». Una sonrisa y una tarjeta especiales entregó al capitán Wentworth. La verdad era que Isabel había vivido en Bath lo suficiente como para comprender la importancia de un hombre con su apariencia y su físico. El pasado no importaba. Lo importante en ese momento era que el capitán Wentworth adornaría su salón. Entregadas las tarjetas, Sir Walter e Isabel se levantaron para retirarse.
La interrupción había sido breve pero severa, y la alegría volvió a casi todos los presentes cuando quedaron de nuevo solos, con excepción de Ana. Sólo podía pensar en la invitación de la que había sido testigo; y de la forma en que tal invitación había sido recibida, con sorpresa más que con gratitud, con cortesía mas que con franca aceptación. Ella lo conocía y había visto el desdén en su mirada, y no se atrevía a suponer que él aceptaría concurrir, alejado aún por toda la insolencia del pasado. Ella se sentía desfallecer. El aún conservaba la tarjeta en la mano, como considerándola atentamente.
¡Pensar que Isabel invita a todo el mundo! —murmuró María de manera que todos pudieron oírla—. No me sorprende que el capitán Wentworth esté encantado. No puede dejar de mirar la tarjeta.
Ana vio su expresión, lo vio ruborizarse y sus labios, tomar una momentánea expresión de desprecio, y se retiró ella entonces, para no ver ni oír más cosas desagradables.
La reunión se deshizo. Los caballeros tenían sus intereses, las señoras debían proseguir con sus afanes, y pidieron encarecidamente a Ana que fuese luego a cenar o pasara con ellos el resto del día, pero el espíritu de ella había estado tanto tiempo en tensión, que entonces sólo deseaba estar en casa, donde al menos podría pensar y guardar silencio si así lo deseaba.
Prometiendo estar con ellas toda la mañana siguiente, terminó las fatigas de esta mañana en una larga caminata hasta Camden Place, donde debió oír los preparativos de Isabel y Mrs. Clay para el día siguiente, la enumeración de las personas invitadas y los detalles embellecedores que harían de dicha reunión una de las más elegantes de Bath, mientras se atormentaba ella preguntándose si el capitán Wentworth asistiría o no. Ellas daban por segura su asistencia, pero a Ana esta certidumbre no le duraba dos minutos seguidos. A veces pensaba que iría, por creer que tenía el deber de hacerlo. Pero no podía asegurarse que esto fuera un deber para él, lo que le hubiera permitido estar a cubierto de sentimientos más desagradables.
Solamente salió de esta agitación para hacer saber a mistress Clay que había sido vista en compañía de mister Elliot tres horas después de que se suponía que él había dejado Bath. Porque, habiendo esperado en vano que la señora hiciera alguna indicación con respecto al encuentro, decidió mencionarlo ella misma; y le pareció que una sombra de culpa cubría la cara de mistress Clay al escucharlo. Todo fue muy rápido, desapareció en seguida, pero Ana imaginó que por alguna intriga compartida o por la autoridad que él ejercía sobre ella, ésta se había visto obligada a escuchar (quizá, durante media hora) discursos y reprensiones acerca de sus designios con Sir Walter. Pero Mrs. Clay exclamó con afectada naturalidad:
—Así es, querida. ¡Imagine usted mi sorpresa al encontrarme con Mr. Elliot en la calle Bath! Nunca me he sorprendido tanto. El me acompañó hasta Pumpyard. No ha podido partir para Thornberry, no recuerdo por qué razón, porque llevaba prisa no llegué a prestar mucha atención, y sólo pude comprender que se proponía regresar mañana lo antes posible. No hacía más que hablar de «mañana»; y fue evidente que yo ya estaba bien enterada de esto mucho antes de entrar en casa, y cuando escuché los planes de ustedes y todo lo que había ocurrido, mi encuentro con Mr. Elliot se me borró de la cabeza.
Capítulo XXIII
Sólo un día había pasado desde la conversación de Ana con Mrs. Smith, pero ahora tenía un interés más inmediato y se sentía poco afectada por la mala conducta de Mr. Elliot, excepto porque debía aún una visita de explicación a Lady Russell, que de nuevo debió postergar. Había prometido estar con los Musgrove desde el desayuno hasta la cena. Lo había prometido, y la explicación del carácter de Mr. Elliot, al igual que la cabeza de la sultana Scherazada, tendría que dejarse para otro día.
Sin embargo, no pudo ser puntual; el tiempo se presentó malo y se lamentó de ello por sus amigos y por ella antes de intentar salir de paseo. Cuando, llegando a White Hart, se encaminó a la casa encontró que no sólo había llegado tarde, sino que tampoco era la primera en estar ahí. Los que habían llegado antes eran Mrs. Croft, que conversaba con Mrs. Musgrove, y el capitán Harville, que conversaba con el capitán Wentworth, y de inmediato supo que María y Enriqueta, sumamente impacientes, habían aprovechado el momento en que la lluvia había cesado, pero volverían pronto, y habían comprometido a Mrs. Musgrove a no dejar partir a Ana hasta que ellas volvieran. No le quedó más remedio que acceder, sentarse, adoptar un aspecto de compostura y sentirse de nuevo precipitada en todas las agitaciones de penas que había probado la mañana anterior. No había tregua. De la extrema miseria pasaba a la mayor felicidad, y de ésta, a otra extrema miseria. Dos minutos después de haber llegado ella, decía el capitán Wentworth:
—Escribiremos la carta de la que hemos hablado ahora mismo, Harville, si me proporciona usted los medios para hacerlo.
Los materiales estaban a mano, sobre una mesa apartada; allí se dirigió él y, casi de espaldas a todo el mundo, comenzó a escribir.
Mrs. Musgrove estaba contando a Mrs. Croft la historia del compromiso de su hija mayor, con ese tono de voz que quiere ser un murmullo, pero que todo el mundo puede escuchar. Ana sentía que ella no era parte de esa conversación, y sin embargo, como el capitán Harville parecía pensativo y poco dispuesto a hablar, no pudo evitar oír una serie de detalles: «Como mister Musgrove y mi hermano Hayter se encontraron una y otra vez para ultimar los detalles; lo que mi hermano Hayter dijo un día, y lo que Mr. Musgrove propuso al siguiente, y lo que le ocurrió a mi hermana Hayter, y lo que los jóvenes deseaban, y como lo dije en el primer momento que jamás daría mi consentimiento, y como después pensé que no estaría tan mal», y muchas más cosas por el estilo; detalles que— aun con todo el gusto y la delicadeza de la buena Mrs. Musgrove no debían comunicarse; cosas que no tenían interés más que, para los protagonistas del asunto. Mrs. Croft escuchaba de muy buen talante y cuando decía algo, era siempre sensata. Ana confiaba en que los caballeros estuvieran demasiado ocupados para oír.
—Considerando todas estas cosas, señora —decía Mrs. Musgrove en un fuerte murmullo—, aunque hubiéramos deseado otra cosa, no quisimos oponernos por más tiempo, porque Carlos Hayter está loco por ella, y Enriqueta más o menos lo mismo; y así, creímos que era mejor que se casaran cuanto antes y fueran felices, como han hecho tantos antes que ellos. En todo caso, esto es mejor que un compromiso largo.
—¡Es lo que iba a decir! —exclamó mistress Croft—. Prefiero que los jóvenes se establezcan con una renta pequeña y compartan las dificultades juntos antes que pasar por las peripecias de un largo compromiso. Siempre he pensado que…
—Mi querida Mrs. Croft —exclamó Mrs. Musgrove, sin dejarla terminar—, nada hay tan abominable como un largo compromiso. Siempre he estado en contra de esto para mis hijos. Está bien estar comprometidos si se tiene la seguridad de casarse en seis meses, o aun en un año… pero ¡Dios nos libre de un compromiso largo!
—Sí, señora —dijo Mrs. Croft—, es un compromiso incierto el que se toma por mucho tiempo. Empezando por no saber cuándo se tendrán los medios para casarse, creo que es poco seguro y poco sabio, y creo también que todos los padres debieran evitarlo hasta donde les fuera posible.
Ana se sintió de pronto interesada. Sintió que esto se podía aplicar a ella. Se estremeció de pies a cabeza y en el mismo momento en que sus ojos se dirigían instintivamente a la mesa ocupada por el capitán Wentworth, éste dejaba de escribir, levantaba la pluma y escuchaba, al mismo tiempo que volviendo la cabeza cambiaba con ella una rápida mirada.
Las dos señoras continuaron hablando de las verdades admitidas, y dando ejemplos de los males que la ruptura de esta costumbre había acarreado a gentes conocidas, pero Ana no pudo oír bien; solamente sentía un murmullo y su mente daba vueltas.
El capitán Harville, que nada había escuchado, dejó en este momento su silla y se acercó a la ventana; Ana pareció mirarlo aunque la verdad es que su pensamiento estaba ausente. Por fin comprendió que Harville la invitaba a sentarse a su lado. La miraba con una ligera sonrisa y un movimiento de cabeza que parecía decir: «Venga, tengo algo que decirle», y sus modales sencillos y llenos de naturalidad, pareciendo corresponder a un conocimiento más antiguo, invitaban también a que se sentara a su lado. Ella se levantó y se aproximó. La ventana donde él estaba se encontraba al lado opuesto de la habitación donde las señoras estaban sentadas y más cerca de la mesa ocupada por el capitán Wentworth, aunque bastante alejada de ésta. Cuando ella llegó, el gesto del capitán Harville volvió a ser serio y pensativo como de costumbre.
—Vea —dijo él, desenvolviendo un paquete y sacando una pequeña miniatura—, ¿sabe usted quién es éste?
Ciertamente, el capitán Benwick.
—Sí, y también puede adivinar quién es el autor. Pero —en tono profundo— no fue hecho para ella. Miss Elliot, ¿recuerda usted nuestra caminata en Lyme, cuando lo compadecíamos? Bien poco imaginaba yo que… pero esto no viene al caso. Esto fue hecho en El Cabo. Se encontró en El Cabo con un hábil artista alemán, y cumpliendo una promesa hecha a mi pobre hermana posó para él y trajo esto a casa. ¡Y ahora tengo que entregarlo cuidadosamente a otra! ¡Vaya un encargo! Mas ¿quién, si no, podría hacerlo? Pero no me molesta haber encontrado otro a quien confiarlo. El lo ha aceptado —señalando al capitán Wentworth—; está escribiendo ahora sobre esto. —Y rápidamente añadió, mostrando su herida—: ¡Pobre Fanny, ella no lo habría olvidado tan pronto!
—No —replicó Ana con voz baja y llena de sentimiento—; bien lo creo.
—No estaba en su naturaleza. Ella lo adoraba.
—No estaría en la naturaleza de ninguna mujer que amara de verdad.
El capitán Harville sonrió y dijo: —¿Pide usted este privilegio para su sexo?
Y ella, sonriendo también, dijo:
—Sí. Nosotras no nos olvidamos tan pronto de ustedes como ustedes se olvidan de nosotras. Quizá sea éste nuestro destino y no un mérito de nuestra parte. No podemos evitarlo. Vivimos en casa, quietas, retraídas, y nuestros sentimientos nos avasallan. Ustedes se ven obligados a andar. Tienen una profesión, propósitos, negocios de una u otra clase que los llevan sin tardar de vuelta al mundo, y la ocupación continua y el cambio mitigan las impresiones.
—Admitiendo que el mundo haga esto por los hombres (que sin embargo yo no admito), no puede aplicarse a Benwick. El no se ocupaba de nada. La paz lo devolvió en seguida a tierra, y desde entonces vivió con nosotros en un pequeño círculo de familia.
—Verdad —dijo Ana—, así es; no lo recordaba. Pero ¿qué podemos decir, capitán Harville? Si el cambio no proviene de circunstancias externas debe provenir de adentro; debe ser la naturaleza, la naturaleza del hombre la que ha operado este cambio en el capitán Benwick.
—No, no es la naturaleza del hombre. No creeré que la naturaleza del hombre sea más inconstante que la de la mujer para olvidar a quienes ama o ha amado; al contrario, creo en una analogía entre nuestros cuerpos y nuestras almas; si nuestros cuerpos son fuertes, así también nuestros sentimientos: capaces de soportar el trato más rudo y de capear la más fuerte borrasca.
—Sus sentimientos podrán ser más fuertes —replicó Ana—, pero la misma analogía me autoriza a creer que los de las mujeres son más tiernos. El hombre es más robusto que la mujer, pero no vive más tiempo, y esto explica mi idea acerca de los sentimientos. No, sería muy duro para ustedes si fuese de otra manera. Tienen dificultades, peligros y privaciones contra los que deben luchar. Trabajan siempre y están expuestos a todo riesgo y a toda dureza. Su casa, su patria, sus amigos, todo deben abandonarlo. Ni tiempo, ni salud, ni vida pueden llamar suyos. Debe ser en verdad bien duro —su voz falló un poco— si a todo esto debieran unirse los sentimientos de una mujer.
—Nunca nos pondremos de acuerdo sobre este punto —comenzó a decir el capitán Harville, cuando un ligero ruido los hizo mirar hacia el capitán Wentworth. Su pluma se había caído; pero Ana se sorprendió de encontrarlo más cerca de lo que esperaba, y sospechó que la pluma no había caído porque la estuviese usando, sino porque él deseaba oír lo que ellos hablaban, y ponía en ello todo su esfuerzo. Sin embargo, poco o nada pudo haber entendido.
—¿Ha terminado usted la carta? —preguntó el capitán Harville.
—Aún no; me faltan unas líneas. La terminaré en cinco minutos.
—Yo no tengo prisa. Estaré listo cuando usted lo esté. Tengo aquí una buena ancla sonriendo a Ana—; no deseo nada más. No tengo ninguna prisa. Bien, miss Elliot —bajando la voz—, como decía, creo que nunca nos pondremos de acuerdo en este punto. Ningún hombre y ninguna mujer lo harán probablemente. Pero déjeme decirle que todas las historias están en contra de ustedes; todas, en prosa o en verso. Si tuviera tan buena memoria como Benwick, le diría en un momento cincuenta frases para reforzar mi argumento, y no creo que jamás haya abierto un libro en mi vida en el que no se dijera algo sobre la veleidad femenina. Canciones y proverbios, todo habla de la fragilidad femenina. Pero quizá diga usted que todos han sido escritos por hombres.
—Quizá lo diga… pero, por favor, no ponga ningún ejemplo de libros. Los hombres tienen toda la ventaja sobre nosotras por ser ellos quienes cuentan la historia. Su educación ha sido mucho más completa; la pluma ha estado en sus manos. No permitiré que los libros me prueben nada.
—Pero ¿cómo podemos probar algo?
—Nunca se podrá probar nada sobre este asunto. Es una diferencia de opinión que no admite pruebas. Posiblemente ambos comenzaríamos con una pequeña circunstancia en favor de nuestro sexo, y sobre ella construiríamos cuanto se nos ocurriera y hayamos visto en nuestros círculos. Y muchas de las cosas que sabemos (quizá aquéllas que más han llamado nuestra atención) no podrían decirse sin traicionar una confidencia o decir lo que no debe decirse.
—¡Ah —exclamó el capitán Harville, con tono de profundo sentimiento—, si solamente pudiera hacerle comprender lo que sufre un hombre cuando mira por última vez a su esposa y a sus hijos, y ve el barco que los ha llevado hasta él alejarse, y se da vuelta y dice: «Quién sabe si volveré a verlos alguna vez»! Y luego, ¡si pudiera mostrarle a usted la alegría del alma de este hombre cuando vuelve a encontrarlos; cuando, regresando de la ausencia de un año y obligado tal vez a detenerse en otro puerto, calcula cuánto le falta aún para encontrarlos y se engaña a sí mismo diciendo: «No podrán llegar hasta tal día», pero esperando que se adelante doce horas, y cuando los ve llegar por fin, como si el cielo les hubiese dado alas, mucho más pronto aún de lo que los esperaba!
¡Si pudiera describirle todo esto, y todo lo que un hombre puede soportar y hacer, y las glorias que puede obtener por estos tesoros de su existencia! Hablo, por supuesto, de hombres de corazón —y se llevó la mano al suyo con emoción.
¡Ah! —dijo Ana—, creo que hago justicia a todo lo que usted siente y a los que a usted se parecen. Dios no permita que no considere el calor y la fidelidad de sentimientos de mis semejantes. Me despreciaría si creyera que la constancia y el afecto son patrimonio exclusivo de las mujeres. No creo que son ustedes capaces de cosas grandes y buenas en sus matrimonios. Los creo capaces de sobrellevar cualquier cambio, cualquier problema doméstico, siempre que… si se me permite decirlo, siempre que tengan un objeto. Quiero decir, mientras la mujer que ustedes aman vive y vive para ustedes. El único privilegio que reclamo para mi sexo (no es demasiado envidiable, no se alarme) es que nuestro amor es más grande; cuando la existencia o la esperanza han desaparecido.
No pudo decir nada más, su corazón estaba a punto de estallar, y su aliento, entrecortado.
—Tiene usted un gran corazón —exclamó el capitán Harville tomándole el brazo afectuosamente—. No habrá más discusiones entre nosotros. En lo que se refiere a Benwick, mi lengua está atada a partir de este momento.
Debieron prestar atención a los otros. Mrs. Croft se retiraba.
Aquí debemos separamos, Federico —dijo ella—; yo voy a casa y tú tienes un compromiso con tu amigo. Esta noche tendremos el placer de encontrarnos todos nuevamente en su reunión —dirigiéndose a Ana—. Recibimos ayer la tarjeta de su hermana, y creo que Federico tiene también invitación, aunque no la he visto. Tú estás libre, Federico, ¿no es así?
El capitán Wentworth doblaba apresuradamente una carta y no pudo dar una respuesta como es debido.
—Sí —dijo—, así es. Aquí nos separamos, pero Harville y yo saldremos detrás de ti. Si Harville está listo, yo no necesito más que medio minuto. Estoy a tu disposición en un minuto.
Mrs. Croft los dejó, y el capitán Wentworth, habiendo doblado con rapidez su carta, estuvo listo, y pareció realmente impaciente por partir. Ana no sabía cómo interpretarlo. Recibió el más cariñoso: «Buenos días. Quede usted con Dios», del capitán Harville, pero de él, ni un gesto ni una mirada. ¡Había salido del cuarto sin una mirada!
Apenas tuvo tiempo de aproximarse a la mesa donde había estado él escribiendo, cuando se oyeron pasos de vuelta. Se abrió la puerta; era él. Pedía perdón, pero había olvidado los guantes, y cruzando el salón hasta la mesa de escribir, y parándose de espaldas a Mrs. Musgrove, sacó una carta de entre los desparramados papeles y la colocó delante de los ojos de Ana con mirada ansiosamente fija en ella por un tiempo, y tomando sus guantes se alejó del salón, casi antes de que Mrs. Musgrove se hubiera dado cuenta de su vuelta.
La revolución que por un instante se operó en Ana fue casi inexplicable. La carta con una dirección apenas legible a «Miss A. E.» era evidentemente la que había doblado tan aprisa. ¡Mientras se suponía que se dirigía únicamente al capitán Benwick, le había estado escribiendo a ella! ¡Del contenido de esa carta dependía todo lo que el mundo podía ofrecerle! ¡Todo era posible; todo debía afrontarse antes que la duda! Mrs. Musgrove tenía en su mesa algunos pequeños quehaceres. Ellos protegerían su soledad, y dejándose caer en la silla que había ocupado él cuando escribiera, leyó:
No puedo soportar más en silencio. Debo hablar con usted por
cualquier medio a mi alcance. Me desgarra usted el alma. Estoy entre la
agonía y la esperanza. No me diga que es demasiado tarde, que tan
preciosos sentimientos han desaparecido para siempre. Me ofrezco a usted
nuevamente con un corazón que es aún más suyo que cuando casi lo
destrozó hace ocho años y medio. No se atreva a decir que el hombre
olvida más prontamente que la mujer, que su amor muere antes. No he
amado a nadie más que a usted. Puedo haber sido injusto, débil y
rencoroso, pero jamás inconsciente. Sólo por usted he venido a Bath;
sólo por usted pienso y proyecto. ¿No se ha dado cuenta? ¿No ha
interpretado mis deseos? No hubiera esperado estos diez días de haber
podido leer sus sentimientos como debe usted haber leído los míos.
Apenas puedo escribir. A cada instante escucho algo que me domina. Baja
usted la voz, pero puedo percibir los tonos de esa voz cuando se pierde
entre otras. ¡Buenísima, excelente criatura! No nos hace usted en verdad
justicia. Crea que también hay verdadero afecto y constancia entre los
hombres. Crea usted que estas dos cosas tienen todo el fervor de
F. W.
Debo irme, es verdad. Pero volveré o me reuniré con su grupo en
cuanto pueda. Una palabra, una mirada me bastarán para comprender si
debo ir a casa de su padre esta noche o nunca.
No era fácil reponerse del efecto de semejante carta. Media hora de soledad y reflexión la hubiera tranquilizado, pero los diez minutos que pasaron antes de ser interrumpida, con todos los inconvenientes de su situación, no hicieron sino agitarla más. A cada instante crecía su desasosiego. Era, la que sentía, una felicidad aplastante. Y antes de que hubiera traspuesto el primer peldaño de sensaciones, Carlos, María y Enriqueta ya estaban de vuelta.
La absoluta necesidad de reponerse produjo cierta lucha. Pero después de un momento no pudo hacer nada más. Comenzó por no entender una palabra de lo que decían. Y alegando una indisposición, se disculpó. Ellos pudieron notar que parecía enferma y no se hubieran apartado de ella por nada del mundo. Eso era terrible. Si se hubieran ido y la hubieran dejado tranquilamente sola en su habitación, se hubiese sentido mejor. Pero tener a todos alrededor parados o esperando era insoportable; y en su angustia, ella dijo que deseaba ir a casa.
—Desde luego, querida —dijo Mrs. Musgrove—, vaya usted a casa y cuídese, para que esté bien esta noche. Desearía que Sara estuviese aquí para cuidarla, porque yo no sé hacerlo. Carlos, llama un coche; no debe ir caminando.
¡No era un coche lo que necesitaba! ¡Lo peor de lo peor! Perder la oportunidad de conversar dos palabras con el capitán Wentworth en su tranquila vuelta a casa (y tenía casi la certeza de encontrarlo), era insoportable. Protestó enérgicamente en contra del coche. Y Mrs. Musgrove, que solamente podía imaginar una clase de enfermedad, habiéndose convencido de que no había sufrido ninguna caída, que Ana no había resbalado y que no tenía ningún golpe en la cabeza, se despidió alegremente y esperó encontrarla bien por la noche.
Ansiosa de evitar cualquier malentendido, Ana, con cierta resistencia, dijo:
—Temo, señora, que no esté perfectamente claro. Tenga la amabilidad de decir a los demás caballeros que esperamos ver a todo el grupo esta noche. Temo que haya habido algún equívoco; y deseo que asegure particularmente al capitán Harville y al capitán Wentworth; deseamos ver a ambos.
—Ah, querida mía, está todo muy claro, se lo aseguro. El capitán Harville está decidido a no faltar.
—¿Lo cree usted? Pues yo tengo mis dudas, y lo lamentaría mucho. ¿Promete mencionar esto cuando los vea de nuevo? Me atrevo a decir que verá a ambos esta mañana. Prométamelo usted.
—Desde luego, si ése es su deseo. Carlos, si ves al capitán Harville en alguna parte, no olvides de darle el mensaje de miss Ana. Pero de verdad, querida mía, no necesita intranquilizarse. El capitán Harville casi se ha comprometido, y lo mismo me atrevería a decir del capitán Wentworth.
Ana no podía decir más; su corazón presentía que algo empañaría su dicha. Pero de cualquier manera, el equívoco no sería largo; en caso que él no concurriera a Camden Place, ella podría enviar algún mensaje por medio del capitán Harville.
Otro inconveniente surgió: Carlos, con su natural amabilidad, quería acompañarla a casa; no había manera de disuadirlo. Esto fue casi cruel. Pero no podía ser malagradecida; él sacrificaba otro compromiso para serle útil; y partió con él, sin dejar traslucir otro sentimiento que el de la gratitud.
Estaban en la calle Unión, cuando unos pasos detrás, de sonido conocido, le dieron sólo unos instantes para prepararse para ver al capitán Wentworth. Se les unió, pero como dudaba si quedarse o pasar de largo, no dijo nada y se limitó a mirar. Ana se dominó lo bastante como para refrenar aquella mirada sin retirar la suya. Las pálidas mejillas de él se colorearon y sus movimientos de duda se hicieron decididos. Se puso al lado de ella. En ese instante, asaltado por una idea repentina, Carlos dijo:
—Capitán Wentworth, ¿hacia dónde va usted? ¿Hasta la calle Gay o más lejos?
—No sabría decirlo —contestó el capitán Wentworth sorprendido.
—¿Va usted hasta Belmont? ¿Va cerca de Camden Place? Porque en caso de ser así no tendré inconveniente en pedirle que tome mi puesto y acompañe a Ana hasta la casa de su padre. No se encuentra muy bien y no puede ir sin compañía; yo tengo una cita en la plaza del mercado. Me han prometido mostrarme una escopeta que piensan vender. Dicen que no la empaquetarán hasta el último momento. Y yo debo verla. Si no voy ahora, ya no tendré oportunidad. Por su descripción, es muy semejante a la mía de dos cañones, con la que tiró usted un día cerca de Winthrop.
No podía hacerse ninguna objeción. Solamente hubo demasiada presteza, un asentimiento demasiado lleno de gratitud, difícil de moderar. Y las sonrisas reinaron y los corazones se regocijaron en silencio. En medio minuto Carlos estaba otra vez al extremo de la calle Unión y los otros dos siguieron el camino juntos; pronto cambiaron las suficientes palabras como para dirigir sus pasos hacia el camino enarenado, donde por el poder de la conversación, esa hora debía convertirse en bendita y preparar los recuerdos sobre los que se fundarían sus futuras vidas. Allí intercambiaron otra vez esos sentimientos y esas promesas que una vez parecieron haberlo asegurado todo, pero que habían sido seguidas por tantos años de separación. Allí volvieron otra vez al pasado, más exquisitamente felices quizá en su reencuentro que cuando sus proyectos eran nuevos. Tenían más ternura, más pruebas, más seguridad de los caracteres de ambos, de la verdad de su amor. Actuaban más de acuerdo y sus actos eran más justificados. Y allí, mientras lentamente dejaban detrás de ellos otros grupos, sin oír las novedades políticas, el rumor de las casas, el coqueteo de las muchachas, las niñeras y los niños, pensaban en cosas antiguas y se explicaban principalmente las que habían precedido al momento presente, cosas que estaban tan llenas de significado e interés. Comentaron todas las vicisitudes de la última semana. Y apenas podían dejar de hablar del día anterior y del día en curso.
Ella no se había equivocado. Los celos por Mr. Elliot habían demorado todo, produciendo dudas y tormentos. Eso había comenzado en su primer encuentro en Bath. Habían vuelto, después de una breve pausa, a arruinar el concierto, y habían influido en todo lo que él había dicho y hecho o dejado de decir o de hacer en las últimas veinticuatro horas. Habían destruido todas las esperanzas que las miradas o las palabras o las acciones de ella hicieran esperar a veces. Finalmente fueron vencidos por los sentimientos y el tono de voz de ella cuando conversaba con el capitán Harville, y bajo el irresistible dominio de éstos, había cogido un papel y escrito sus sentimientos.
Lo que allí, en el papel, había declarado era lo cierto y no se retractaba de nada. Insistía en que no había amado a ninguna más que a ella. Jamás había sido reemplazada. Jamás había creído encontrar a nadie que pudiera comparársele. Verdad es —debió reconocerlo— que su constancia había sido inconsciente e inintencionada. Había pretendido olvidarla y creyó poder hacerlo. Se había juzgado a sí mismo indiferente, cuando solamente estaba enojado; y había sido injusto para con sus méritos, porque había sufrido por ellos. El carácter de ella era a la sazón para él la misma perfección, teniendo al mismo tiempo la encantadora conjunción de la fuerza y la gentileza. Pero debía reconocer que solamente en Uppercross le había hecho justicia, y solamente en Lyme había empezado a entenderse a sí mismo. En Lyme había recibido más de una lección. La admiración de Mr. Elliot lo había exaltado, y las escenas en Cobb y en casa del capitán Harville habían demostrado la superioridad de ella.
Cuando procuraba enamorarse de Luisa Musgrove (por resentido orgullo) afirmó que jamás lo había creído posible, que nunca le había importado o podría importarle Luisa; hasta aquel día cuando —reflexionó luego— entendió la superioridad de un carácter con que el de Luisa no podía siquiera compararse; y el enorme ascendiente que tales cualidades tenían sobre su propio carácter. Allí había aprendido a distinguir entre la tranquilidad de los principios y la obstinación de la voluntad, entre los peligros del aturdimiento y la resolución de los espíritus serenos. Allí había visto él que todo exaltaba a la mujer que había perdido; y allí comenzó a lamentar el orgullo, la locura, la estupidez del resentimiento, que lo habían mantenido apartado de ella cuando volvieron a encontrarse.
Desde entonces comenzó a sufrir intensamente. Apenas se había visto libre del horror y del remordimiento de los primeros días del accidente de Luisa, apenas comenzaba a sentirse vivir nuevamente, cuando se sintió vivo, es cierto, pero no ya libre.
—Encontré —dijo— que Harville me consideraba un hombre comprometido. Que ni Harville ni su esposa dudaban de nuestro mutuo afecto. Me quedé sorprendido y disgustado. En cierto modo podía desmentir eso de inmediato, pero cuando comencé a pensar que otros podrían imaginar lo mismo… su propia familia, Luisa misma, ya no me sentí libre. Para honrarla estaba dispuesto a ser suyo. No estaba prevenido. Nunca pensé en eso seriamente. No supuse que mi excesiva intimidad podría causar tanto daño, y que no tenía derecho a tratar de enamorarme de alguna de las muchachas, a riesgo de no dejar bien parada mi reputación o causar males peores. Había estado estúpidamente equivocado y debía pagar las consecuencias.
En una palabra, demasiado tarde comprendió que se había comprometido en cierto modo. Y eso, justo al momento de descubrir que no le importaba nada de Luisa. Debía considerarse atado a Luisa si los sentimientos de ella eran los que los Harville suponían. Esto lo decidió a alejarse de Lyme y a esperar en otra parte el restablecimiento de la joven. De la manera más decente posible, estaba dispuesto a disminuir cualquier sentimiento o inclinación que hacia él pudiese sentir Luisa. Y así, fue a ver a su hermano, esperando después volver a Kellynch y actuar de acuerdo con las circunstancias.
—Pasé tres semanas con Eduardo, y verlo feliz fue mi mayor placer. Me preguntó por usted con sumo interés. Me preguntó si había cambiado usted mucho, sin sospechar que para mí será usted siempre la misma.
Ana sonrió y dejó pasar esto. Era un despropósito demasiado halagador para reprochárselo. Es grato para una mujer de veintiocho años oír afirmar que no ha perdido ninguno de los encantos de la primera juventud; pero el valor de este homenaje aumentaba además para Ana al compararlo con palabras anteriores y sentir que eran el resultado y no la causa de sus nuevos y cálidos sentimientos.
El había permanecido en Shrospshire lamentando la ceguera de su orgullo y de sus desatinados cálculos, hasta que se sintió libre de Luisa por el sorprendente compromiso con Benwick.
—Ahí —añadió— terminó lo peor de mi pesadilla. Porque entonces al menos podía buscar la felicidad otra vez, podía moverme, hacer algo. Pero estar esperando tanto tiempo y no teniendo más perspectiva que el sacrificio, era espantoso. En los primeros cinco minutos me dije: «Estaré en Bath el miércoles», y aquí estuve. ¿Es perdonable que haya pensado en que podía venir? ¿Y haber llegado con ciertas esperanzas? Usted estaba soltera. Era posible que también conservara los mismos sentimientos que yo. Además tenía otras cosas que me alentaban. Nunca dudé que usted había sido amada y buscada por otros, pero seguramente sabía que había rehusado por lo menos a un hombre con más méritos para aspirar a usted que yo y no podía menos que preguntarme: «¿Será por mí?»
Tuvieron mucho que decirse sobre su primer encuentro en la calle Milsom, pero más aún sobre el concierto. Aquella velada parecía estar hecha de momentos deliciosos. El momento en que ella se paró en el Cuarto Octogonal para hablarle, el momento de la aparición de Mr. Elliot llevándosela, y uno o dos momentos más marcados por la esperanza o el desaliento, fueron comentados con entusiasmo.
—¡Verla a usted —exclamó él— en medio de aquellos que no podían quererme bien; ver a su primo a su lado, conversando y sonriendo, y ver todas las espantosas desigualdades e inconvenientes de tal matrimonio! ¡Saber que éste era el íntimo deseo de cualquiera que tuviese influencia sobre usted! ¡Aunque sus sentimientos fueran de indiferencia, considerar cuántos apoyos tenía él! ¿No era todo aquello bastante para hacer de mí el idiota que parecía? ¿Cómo podía mirar y no agonizar? ¿No era acaso la vista de la amiga que se sentaba a su lado bastante para recordar la poderosa influencia, la gran impresión que puede producir la persuasión? ¡Y todo esto estaba en mi contra!
—Debió comprender —dijo Ana—; ya no debió dudar de mí. El caso era distinto y mi edad, también otra. Si hice mal en ceder a la persuasión una vez, recuerde que fue por temor a riesgos, no por temor a correrlos. Cuando cedí, creí hacerlo ante un deber; pero ningún deber se podía alegar aquí. Casándome con un hombre al que no amaba hubiera corrido todos los riesgos y todos mis deberes hubieran sido violados.
—Quizá debí pensar así —replicó él—, pero no pude. No podía esperar ningún beneficio del conocimiento que tenía ahora de su carácter. No podía pensar: estaban estas cualidades suyas enterradas, perdidas entre los sentimientos que me habían hecho sufrir durante tantos años. Solamente podía pensar de usted como de alguien que había cedido, que me había abandonado, que había sido influida por otra persona que no era yo. La veía a usted al lado de la persona causante de aquel dolor. No tenía motivo para creer que tuviera ahora menos autoridad. Además debía añadirse la fuerza del hábito.
—Yo creía —dijo Ana— que mis modales para con usted lo habrían salvado de pensar esto.
—No; sus modales tenían la facilidad de quien está ya comprometida con otro hombre. La dejé a usted creyendo esto y sin embargo estaba decidido a verla de nuevo. Mi espíritu se recobró esta mañana y sentí que tenía aún motivo para permanecer aquí.
Al fin Ana estuvo de vuelta en casa, más feliz de lo que ninguno podía imaginar. Toda la sorpresa y la duda y cualquier otro penoso sentimiento de la mañana se habían disipado con esta conversación, y volvió tan contenta, con una alegría en la que se mezclaba el temor leve de que aquello no durara para siempre. Después de un intervalo de reflexión, toda idea de peligro desapareció para su extrema felicidad; y dirigiéndose a su habitación' se entregó de lleno a dar gracias por su dicha sin ningún temor.
Llegó la noche, se iluminó la sala y llegaron los invitados. Era una reunión para jugar a las cartas; una mezcla de gente que se veía demasiado con gentes que jamás se habían visto. Demasiado vulgar, con demasiada gente para establecer intimidad y demasiado poca para que hubiese variedad, pero Ana jamás encontró una velada más corta. Brillante y encantadora de felicidad y sensibilidad, y más admirada de lo que creía o buscaba, tenía sentimientos alegres y cariñosos para todas las personas que la rodeaban. Mr. Elliot estaba allí; ella lo evitó, pero podía compadecerlo. Los Wallis: la divertía entenderlos. Lady Dalrymple y miss Carteret pronto serían primos inocuos para ella. No le importaba Mrs. Clay y tampoco los modales de su padre y su hermana la hacían sonrojar. Con los Musgrove la charla era ligera y fácil; con el capitán Harville existía el afecto de hermano y hermana. Con Lady Russell, intentos de charla que una deliciosa culpabilidad cortaba. Con el almirante y con mistress Croft, una peculiar cordialidad y un ferviente interés que la misma conciencia parecía querer ocultar. Y con el capitán Wentworth siempre había algún momento de comunicación, y siempre la esperanza de más momentos de dicha y ¡la idea de que estaba allí!
En uno de los esos breves momentos en los que parecían admirar un grupo de hermosas plantas, ella dijo:
—He estado pensando acerca del pasado, y tratando imparcialmente de juzgar lo bueno y lo malo en lo que a mí concierne. Y he llegado a la conclusión de que hice bien, pese a lo que sufrí por ello; que tuve razón en dejarme dirigir por la amiga que ya aprenderá usted a querer. Para mí, ella era mi madre. Por favor no se equivoque al juzgarme; no digo que ella haya hecho lo correcto. Fue uno de esos casos en que los consejos son buenos o malos según lo que ocurra más adelante. Y yo, por mi parte, en igualdad de circunstancias, jamás daré un consejo semejante. Pero digo que tuve razón en obedecerle y que de haber obrado en otra forma hubiera sufrido más en continuar el compromiso que en romperlo, porque mi conciencia hubiera sufrido. Ahora, dentro de lo que la naturaleza humana nos permite, no tengo nada que reprocharme. Y si no me equivoco, un gran sentido del deber es una buena cualidad en una mujer.
El la miró, miró a Lady Russell, y volviendo a mirarla exclamó fría y deliberadamente:
—Todavía no. Pero puede tener ciertas esperanzas de ser perdonada con el tiempo. Espero tener piedad de ella pronto. Pero yo también he pensado en el pasado, y se me ha ocurrido que quizá tenía un enemigo peor que esa señora. Yo mismo. Dígame usted si cuando volví a Inglaterra en el año ocho, con unos pocos cientos de libras, y se me destinó al Laconia, si yo le hubiese escrito a usted, ¿hubiera contestado a mi carta? ¿Hubiera, en una palabra, renovado el compromiso?
—Lo habría hecho —repuso ella; y su acento fue decisivo.
—¡Dios mío —dijo él—, lo habría renovado usted! No es que no lo hubiera yo querido o deseado, como coronamiento de todos mis otros éxitos. Pero yo era orgulloso, muy orgulloso para pedir de nuevo. No la comprendía a usted. Tenía los ojos cerrados y no quería hacerle justicia. Este recuerdo me hace perdonar a cualquiera antes que a mí mismo. Seis años de separación y sufrimiento habrían podido evitarse. Es ésta una especie de dolor nuevo. Me había acostumbrado a sentirme acreedor a toda la dicha de que pudiera disfrutar. Había juzgado que merecía recompensas. Como otros grandes hombres ante el infortunio —añadió sonriendo—, debo aprender a humillarme ante mi buena suerte. Debo comprender que soy más feliz de lo que merezco.
Capítulo XXIV
¿Quién no adivina lo que siguió? Cuando a dos jóvenes se les mete en la cabeza casarse, pueden estar seguros de triunfar por medio de la perseverancia, aunque sean pobres al extremo, o imprudentes, o tan distintos el uno del otro que bien poco puedan servirse de mutua ayuda. Esta puede ser una mala moral, pero es la verdad. Y si tales matrimonios se realizan a veces, ¿cómo un capitán Wentworth y una Ana Elliot, con la ventaja de la madurez, la conciencia del derecho y con fortuna independiente, podrían encontrar alguna oposición? En una palabra, hubieran vencido obstáculos mucho mayores que los que tuvieron que enfrentar, porque poco hubo que lamentar o echar de menos con excepción de la falta de calor y amabilidad. Sir Walter no opuso ninguna objeción, e Isabel tomó el partido de mirar fríamente y como si no le interesara el asunto. El capitán Wentworth, con veinticinco mil libras y un grado tan alto en su profesión como el mérito y la actividad podían otorgar, no era ya un «nadie». Se le consideraba entonces digno de dirigirse a la hija de un tonto y derrochador barón que no había tenido principios ni sentido común suficientes para mantenerse en la posición en que la providencia lo había colocado, y que a la sazón sólo podía dar a su hija una pequeña parte de la herencia de diez mil libras que más adelante habría de heredar.
Sir Walter, aunque no sentía gran afecto por Ana, y su vanidad no encontraba ningún motivo de halago que lo hiciera feliz en esa ocasión, distaba mucho de considerar que su hija realizaba un matrimonio desventajoso. Por el contrario, cuando vio más a menudo al capitán Wentworth a la luz del día y lo examinó bien, se sintió impresionado por sus dotes físicas, y pensó que la superioridad de su aspecto era una compensación para la falta de superioridad en rango. Todo esto, ayudado por el buen nombre del capitán, preparó a Sir Walter para inscribir de muy buena gana el nombre del matrimonio en el volumen de honor.
La única persona cuyos sentimientos hostiles podían causar cierta ansiedad era Lady Russell. Ana comprendía que su amiga tendría que sufrir cierto desencanto al conocer el carácter de Mr. Elliot, y que debería vencerse un poco para aceptar esto tal cual era y hacer justicia al capitán Wentworth. Debía admitir que se había equivocado con respecto a ambos; que las apariencias le habían jugado una mala pasada; que porque los modales del capitán Wentworth no estaban de acuerdo con sus ideas, se había apresurado a sospechar que éstas indicaban un peligroso temperamento impulsivo; y que precisamente porque los modales de Mr. Elliot le habían agradado por su propiedad y corrección, su cortesía y su suavidad, precipitadamente había supuesto que éstos indicaban opiniones correctas y espíritu lleno de cordura. Lady Russell no tenía nada más que hacer; es decir, debía reconocer que se había equivocado en todo y cambiar el objetivo de sus opiniones y esperanzas.
Hay en algunas personas una rapidez de percepción, una precisión en el discernimiento de un carácter, una penetración natural, que la experiencia de otras gentes no alcanza jamás, y Lady Russell había sido menos bien dotada en este terreno que su joven amiga. Pero era una buena mujer, y si su primer objetivo era ser inteligente y buen juez de la gente, el segundo era ver feliz a Ana. Amaba a Ana más de lo que apreciaba sus propias cualidades; y cuando el desagrado del primer momento hubo pasado no le fue difícil sentir afecto maternal por el hombre que aseguraba la felicidad de quien consideraba su hija.
De toda la familia, la más satisfecha fue María. Era conveniente tener una hermana casada, y podía imaginarse que ella había contribuido algo a ello, teniendo a Ana consigo durante el otoño; y como su hermana debía ser mejor que sus cuñadas, era también grato pensar que el capitán Wentworth era más rico que el capitán Benwick o Carlos Hayter. No tuvo nada que lamentar cuando vio a Ana restituida a los derechos del señorío, como dueña de una bonita propiedad. Había además una cosa que la consolaba poderosamente de cualquier pesar que pudiese sentir. Ana no tenía un Uppercross delante de ella, no tenía tierras ni era cabeza de una familia; y si ocurría que el capitán Wentworth no era nunca hecho barón, no tendría ella motivos para envidiar la situación de Ana.
Hubiera sido un bien para la hermana mayor contentarse de igual manera, pero poco cambio podía esperarse de ella. Pronto tuvo la mortificación de ver alejarse a Mr. Elliot; y desde entonces nadie en situación aceptable se presentó para salvar las esperanzas que se desvanecieron al retirarse este caballero.
Las noticias del compromiso de su prima Ana cayeron inesperadamente sobre Mr. Elliot. Desarreglaba esto su ilusión de felicidad doméstica, sus esperanzas de mantener soltero a Sir Walter en favor de los derechos de su presunto yerno. Pero, molesto y desilusionado, pudo hacer aún algo por sus propios intereses y felicidad. Pronto dejó Bath; poco después también se fue mistress Clay y bien pronto se oyó decir que se había establecido en Londres bajo la protección del caballero, con lo que se evidenció hasta qué punto había éste jugado un doble juego, y cuán determinado estaba a no dejarse vencer por las artes de una mujer hábil.
El afecto de Mrs. Clay había sido más poderoso que su interés y había sacrificado al caballero más joven sus esperanzas de casarse con Sir Walter. Esta dama tenía, sin embargo, habilidades que eran tan grandes como sus afectos, y no era fácil decir cuál de los dos astutos triunfaría al final. Quién sabe si al impedir que se convirtiera Mrs. Clay en la esposa de Sir Walter, no se preparaba a ésta el camino para convertirse en esposa de Sir William.
No cabe duda que Sir Walter e Isabel sufrieron un terrible disgusto al perder a su compañera y al desilusionarse de ella. Tenían sus primos para consolarse, es cierto, pero bien pronto comprenderían que seguir y adular a otros sin ser a la vez seguidos y adulados es sólo un placer a medias.
Ana, muy fuertemente satisfecha con la intención de Lady Russell de amar como debía al capitán Wentworth, no tenía más sombra en su dicha que la que provenía de la sensación de que no había en su familia una persona con méritos suficientes para ser presentada a un hombre de buen sentido. Allí sintió poderosamente su inferioridad. La desproporción de sus fortunas no tenía la menor importancia; no sintió esto en ningún momento; pero no tener familia que lo recibiera y lo estimara como merecía; ninguna respetabilidad, armonía, buena voluntad que ofrecer a cambio de la digna y pronta bienvenida de sus cuñados y cuñadas, era un manantial de pesares, bajo circunstancias, por otra parte, extremadamente felices. Sólo dos amigas podía presentarle: Lady Russell y Mrs. Smith. A estas dos, él pareció dispuesto a dedicar inmediato afecto. A Lady Russell, pese a sus resentimientos anteriores, estaba él dispuesto a recibirla de todo corazón. Mientras no se viera obligado a confesar que ella había tenido razón en separarlos al principio, estaba presto a hacer grandes alabanzas de la dama; en cuanto a Mrs. Smith, había varias circunstancias que lo inclinaron pronto y para siempre a apreciarla como merecía.
Sus recientes buenos oficios con Ana eran ya más que suficientes; y el matrimonio de ésta, en lugar de privarla de una amistad, le otorgó dos. Fue ella la primera en visitarlos apenas se hubieron establecido; y el capitán Wentworth, encargándose de los negocios para que recobrase las propiedades de su esposo en las Indias Occidentales, escribiendo por ella, actuando y ocupándose de todas las dificultades del caso, con la actividad y el interés de un hombre valiente y un amigo solícito, devolvió todos los servicios que ésta hiciera o hubiese intentado hacer a su esposa.
Las buenas cualidades de Mrs. Smith no desmerecieron con el aumento de su renta. Con la salud recobrada y la adquisición de amigos que podía ver a menudo, continuó valiéndose de su perspicacia y de la alegría de su carácter; y teniendo estas fuentes de bienestar habría hecho frente a cualquier otro halago mundano. Habría podido estar más sana y ser más rica, siendo siempre dichosa. La fuente de su felicidad estaba en su espíritu, como la de su amiga Ana residía en el calor de su corazón. Ana era la ternura misma, y había encontrado algo digno de ella en el afecto del capitán Wentworth. La profesión de su marido era lo único que hacía desear a sus amigas que aquella ternura no fuese tan intensa, por miedo a una futura guerra que pudiera turbar el sol de su dicha. Su gloria era ser la esposa de un marino, pero debía pagar el precio de una constante alarma por pertenecer su esposo a aquella profesión que es, si fuese ello posible, más notable por sus virtudes domésticas que por su importancia nacional.