31 de Marzo

Javier de Viana


Cuento


I
II
III
IV
V

I

En la mañana del 31 de Marzo de 1886, la infantería revolucionaria hizo alto junto á un arroyuelo de caudal escaso y márgenes desarboladas. El ejército había pernoctado el 28 en Guaviyú, vivaqueando allí mismo el 29, y en la tarde había emprendido la marcha, rumbo al Nordeste, sobre un flanco de la cuchilla del Queguay, evitando los numerosos afluentes del río de este nombre. No fué posible conseguir más que un limitado número de caballos, y las infanterías debieron hacer la jornada á pie. ¡Dura jornada!

Dos días y dos noches anduvo la pesada caravana arrastrándose por terrenos incultos cubiertos de rosetas y por abandonadas carreteras en cuyo pavimento la llanta de los vehículos pesados y la pesuña de los vacunos trashumados habían dejado, en la tierra blanda, profundas huellas que los soles subsiguientes convirtieron en duros picachos.

Los soldados, en su mayor parte, iban descalzos; y aquellos pobres pies delicados de jóvenes montevideanos sufrían horriblemente al aplastar los terrones, ó sangraban, desgarrada la fina epidermis por las aguzadas puntas de las rosetas.

No se había comido, no se había dormido, no se habían hecho en el trayecto sino pequeños altos —cinco ó diez minutos de reposo en cada hora de marcha—; y aquellos músculos, demasiado débiles para soportar tanta fatiga, comenzaron á ceder como muelles gastados.

Durante el último día, las carretas que conducían municiones y pertrechos debieron alzar varios soldados que se habían desplomado, abatidos, rendidos por el cansancio, indiferentes á las amenazas, á los insultos y hasta á los golpes, como bestias transidas que caen y no van más allá, insensibles al acicate, rebeldes al castigo.

Cuando hicieron alto junto á aquel regato, los soldados armaron pabellones y se tiraron largo á largo sobre la gramilla recalentada por un sol abrasador. Al cansancio se unía el estado atmosférico, el ambiente enrarecido, el calor húmedo y sofocante, para doblegar las energías; arriba, en la inmensa superficie gris, los nimbus blancos se movían lentamente amenazando tormentas. Los jefes habían conseguido algunos corderos que estaban allí, muertos, pero sin desollar, ya fríos; lo que ponía en apuros á los jóvenes inexpertos para arrancar el pellejo.

Algunos hicieron fuego con ramitas secas y "bosta" de vacunos; otros arrancaban, sin miramiento ninguno, trozos de carne que arrojaban á las brasas y los engullían en seguida, apenas calentados, sabiéndoles á manjar sabroso, á pesar de la ceniza y la tierra, y el nauseabundo tufo de la "bosta"; algunos, en cuclillas al borde del arroyuelo, bebían en la palma de la mano ó en el kepis el agua clara y pura, sin saciarse nunca; y los más dormían, no obstante el hambre y la seguridad del peligro, con el sueño de piedra del bruto extenuado.

Al lado de un fogón, Máximo Díaz, un jovencito rubio, endeble, sin barba aún, se afanaba en asar, entre las brasas y las cenizas, un pedazo de carne. Contrariado con el humo y con los lentes que se le caían, estaba refunfuñando en momentos en que se le acercó el teniente Cipriano Rivas, quien lo saludó sin bajarse del caballo:

—¿Qué tal, muy cansado?...

—Bastante —respondió el jovencito con voz tranquila—. ¿Quieres churrasquear?

—Gracias; ya comí... ¿Y Alberto?

—Ahí está, durmiendo como un animal.

El oficial sacó del bolsillo un medio pan y se lo alargó á su amigo:

—Toma —dijo.

—¡Pan! —exclamó el rubiecito alborozado.

—Dale un pedazo á Alberto.

En ese instante el clarín tocó llamada.

—¡Vivo, vivo, á formar! —gritaron los oficiales; y un gran tropel se produjo en el campamento.

—¡Hasta luego! —dijo Cipriano; y picando espuelas á su caballo, fuese hasta el destacamento que mandaba el coronel Matos, del cual era ayudante. Este destacamento, que estaba formado un poco á vanguardia, sobre el flanco izquierdo, se componía de unos ochenta hombres, gente de campo, armada á lanza y carabina.

Los soldados, unos montados, otros á pie, estaban agrupados en desorden. Al frente, sentado en el suelo, con el caballo de la rienda, el caudillo picaba un "naco". Sobre las rodillas tenía un winchester; á su lado estaba clavada la lanza, una lanza de largo astil ornado con tres grandes virolas de plata y un aguzado rejón herrumbroso, terminado por doble media luna; vieja reliquia de los tiempos heroicos, que parecía triste con la ausencia de la banderola partidaria.

—La infantería está en movimiento —dijo el ayudante al acercarse al jefe—. Parece que vamos á marchar.

El gaucho se encogió de hombros, concluyó de liar su cigarrillo, y ofreciendo el "naco" al mozo:

—¿Quiere pitar? —contestó.

Y como éste hiciera un signo negativo con la cabeza, guardó el tabaco, se puso de pie, sacudió la bombacha y, recostándose al caballo, comenzó á fumar tranquilamente.

El joven permaneció un rato en silencio, fija la mirada en la infantería, que, ya en formación, estaba inmóvil junto al regato. Embargábalo la pena al considerar la afligente situación de aquella muchachada selecta, más habituada á la vida alegre de la ciudad que al penoso trajín de los ejércitos.

Recordaba haberlos visto en Buenos Aires, errando alegres, contentos con sus andrajos, soportando con estoica resignación privaciones y miserias, haciendo galas de unas y de otras. Quiénes impelidos por un patriotismo fanático, exacerbado por la propaganda candente de la prensa de la época; quiénes guiados por ambiciones indefinidas ó indeterminadas; quiénes, en fin, atraídos por la curiosidad, por el placer de viajar, de cambiar de vida, todos aparecíanle santificados por la grandeza de la causa que sustentaban.

La columna de infantería se puso en movimiento y casi al mismo tiempo se oyeron dos ó tres detonaciones. La vanguardia gubernista alcanzaba al fin al ejército revolucionario, llevándose por delante la pequeña fuerza de caballería que guardaba la retaguardia de este último.

II

Las caballerías, tendidas en guerrilla, cubrían los flancos, peleando en retirada. En medio marchaba la infantería en columna cerrada, precedida por el convoy de carretas que llevaba armas, municiones y heridos.

Cipriano, bastante nervioso, sacudía la cabeza cada vez que, un proyectil pasaba cerca, dando margen á que el coronel, que iba á su lado, lo increpara con dureza:

—¡No cabecee, amigo: ahora es el momento de no aflojar la vena del garrón!

El joven, herido en su amor propio, no respondió, y puso empeño en evitar la acción nerviosa.

Las guerrillas ocupaban una gran zona salpicada de rojo con los fogonazos. Acá y allá se veían pequeñas espirales de humo claro ascendiendo con desgano hacia el gris triste del cielo.

La retirada continuaba en orden.

—Pero ¿el enemigo no es más que ese que se ve allá? —preguntó Cipriano, señalando las guerrillas poco numerosas que iban avanzando lenta, pero de manera segura.

El caudillo sonrió.

—Ya verá la cola: no se aflija por ver la cola —dijo.

Poco á poco el fuego fué arreciando. Las detonaciones, que al principio se oían como ruidos sordos, sin eco y bien distintas unas de otras, comenzaron á multiplicarse; las diversas volutas de humo se fueron juntando hasta formar una nubecilla cenicienta, por entre cuyas mallas el sol del verano hacía pasar una lluvia de fuego recalentando la amplia loma.

No se divisaban ni casas, ni árboles, ni terrenos cultivados, ni rebaños de ninguna especie. A lo lejos las fuerzas gubernistas se movían con toda regularidad; su masa crecía á cada instante; las compañías sucedían á las compañías, los batallones á los batallones; las tropas iban ocupando el campo, y entre las filas compactas, las hojas lucientes de las bayonetas y los gruesos cuerpos de los cañones, todavía silenciosos, enviaban al grupo revolucionario siniestros reflejos.

En el destacamento, sobre el cual en esos momentos hacía el enemigo un fuego nutrido, reinaba un silencio pesado é imponente. Un proyectil fué á herir en medio de la frente á un indiecito de la primera fila, con choque tan violento, que el mozo saltó del caballo y cayó á los pies del ayudante, boca arriba, muerto instantáneamente, como fulminado por el rayo. Tenía los ojos bien abiertos y el rostro manchado de sangre y de pedazos de masa encefálica que había saltado del cráneo deshecho. Era el primer muerto, al cual sucedieron dos más en cortos intervalos.

Cipriano empezó á experimentar un malestar indefinible y profundo, un irrefrenable temblequeo de los párpados, un frío doloroso en el epigastrio. Sentía la cabeza hueca y le parecía que todas aquellas detonaciones le reventaban dentro. Tuvo náuseas y se oprimió el vientre para contener las visceras que se movían produciéndole espantosa angustia. El coronel, que no lo perdía de vista, fué en su auxilio. El caudillo sabía bien lo que eran esos desfallecimientos, esas cobardías momentáneas que hacen presa hasta en los corazones varoniles cuando se escucha por vez primera el canto lúgubre de las balas.

Parece que todos aquellos proyectiles van á incrustársele en el cuerpo, que es el blanco de todos, que no hay medio de rehuir la muerte; mas, luego, cuando se han sentido pasar muchos centenares de plomos mortíferos, la confianza renace y se llega á creer en la invulnerabilidad. Muy pocos son los que no han experimentado ese amilanamiento del primer fuego, y el coronel, que había visto muchos bravos temblar en tales circunstancias, y no ignoraba que la frase ruda y hasta los golpes de sable son el mejor remedio para volverles la serenidad tan necesaria en esas circunstancias, dirigió al joven cuatro palabras que fueron cuatro latigazos en mitad del rostro; y después, mientras cargaba tranquilamente su carabina, agregó, tuteándolo por primera vez:

—¡Como aflojes, yo mismo te voy á sumir el cuchillo!...

Aquello fué seco y breve, hiriente como un insulto, quemante como una bofetada. El joven se irguió, miró á la tropa con orgullo, disparó el arma y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Viva la revolución! ¡Muera Santos!

¡Santos!... Ese nombre causaba una indignación ilimitada. Él se había alzado sobre todo un pueblo viril y grande. Él había domeñado á todos los altivos; él había abatido á todos los rebeldes; él había hecho escarnio de todas las libertades, y, cuando pasaba á escape, recamado de oro y seguido de su escolta de negros gigantes, por las calles de Montevideo, los corazones destilaban odio, pero las frentes se inclinaban con respeto! ¡La grandeza impone siempre, aun cuando esa grandeza sea el crimen!

III

La retirada continuaba cada vez más penosa para los revolucionarios. Las fuerzas gubernistas aumentaban siempre; el cañón había empezado á tronar, y allá en el bajío, la masa negra y compacta de la infantería rebelde sufría bajas y bajas, satisfaciendo con un huracán de vivas y mueras el deseo —reprimido por los jefes— de luchar en otra forma y de otro modo. Cipriano, cuyo entusiasmo crecía por momentos, se encontraba á disgusto, pareciéndole pequeño aquel drama que él había soñado de una majestad imponente.

En sus horas de fiebre, cuando encerrado en su cuarto, en la alta noche, se entregaba á sus largas meditaciones y vivía la vieja vida de las contiendas de antaño, imaginábase las infanterías ciudadanas cargando airadas y sembrando el terror á botes de bayoneta; representábase á las caballerías de empuje formidable, haciendo retemblar el suelo con los cascos de los potros y cayendo con ímpetus de huracán sobre los atónitos cuadros enemigos; y esto acompañado de músicas marciales, de furiosos alaridos, de espesa nube de humo negro y rojos resplandores de inmensa pira.

Comparada con sus ensueños fantásticos, la realidad era pálida y pobre. Aquel lento tiroteo á varios centenares de metros, sin distinguir casi al adversario; aquella aburrida marcha en retirada, y hasta el fragor del combate —que se le antojaba inferior al estruendo producido por las bombas y los cohetes en una noche de festejos de carnaval—, lo herían haciéndole ambicionar algo más grande, más solemne, más digno de la causa que se discutía y del entusiasmo que los impulsaba.

No pudiendo guardar silencio por más tiempo, se dirigió al caudillo, á aquel caudillo que él habíase imaginado bramando como un león al cargar á lanza, como en los tiempos de la tacuara y la chuza de tijera, y que veía mudo, tranquilo, haciendo fuego al par de los soldados, sin excitaciones ni entusiasmos estruendosos.

—¿Pero esto va á seguir siempre así? —le dijo.

El jefe, encogiéndose de hombros,

—¡Qué sé yo! —había contestado.

La verdad: él tampoco lo sabía. Los jefes ordenaban marchar y él marchaba, del mismo modo que había tomado la lanza y había ensillado su caballo de guerra, cuando los amigos de causa le dijeron que era necesario ir á la lucha. ¡Le habían cambiado su teatro, á él, hombre de otra época, acostumbrado á las jornadas inverosímiles y á los escurrimientos de zorro en el tiempo en que no había alambrados; á él, ducho en las cargas de caballería, en el combate cuerpo á cuerpo en el hervor del entrevero, allá en aquella época en que los cañones de mecha y los fusiles de chispa no eran sino accesorios de las batallas!...

A medida que el tiempo transcurría y que la derrota se iba dibujando con la linea siempre creciente de las fuerzas gubernistas, el oficial se revolvía inquieto, y el caudillo se abismaba en su impasibilidad sombría. El cañón tronaba sin cesar; el humo, cada vez más denso, oscurecía la escena, y la fusilería, continua, infatigable, lanzaba el enjambre silbador de sus terribles insectos de plomo.

Se llegó á unos palmares, cuyos grandes penachos volaban á cada instante arrancados por la metralla. En ocasiones caían los cachos enormes con su fruta madura y apetecible. Un griterío infernal brotaba de las filas de la infantería rebelde, que combatía toda tendida en guerrilla. Los vivas y los mueras llenaban el campo, frenéticos, furiosos, heroicamente desesperados.

El joven ayudante, que estaba observando la muchachada, no pudo reprimir su entusiasmo, y, dirigiéndose al jefe, exclamó:

—¡Qué valientes y qué patriotas!

—Son guapos —contestó el caudillo; y luego, sin mirarlo y con voz muy baja, agregó:

—¡Chafalonía!...

Guapos, patriotas, sin duda. Él nunca los juzgó cobardes. Para los hombres como él, el valor era cosa tan común como la verdolaga en las huertas y la chilca en las cuchillas. Y en cuanto á patriotismo, ¿quién podría disputárselo á ellos, los primeros llegados á la escena, los que escucharon el tremendo ruido de las cadenas brasileñas rotas á sablazos en Sarandí, pulverizadas á cañonazos en Ituzaingó; á ellos, que nacieron respirando la atmósfera caldeada y aprendieron á odiar al extraño y amar el terruño desde pequeños; á ellos, que, desde las fragosidades de las sierras, ó desde la umbría del bosque, donde buscaron refugio para afilar la garra, vieron arder sus moradas, vieron robar sus haciendas y asesinar sus hermanos; á ellos, en fin, que aparecían en el campo de la lucha, espontáneos y silenciosos, sin cantos de guerra ni música de clarines, y ofrecían su brazo y su alma, y lo daban todo, y no pedían nada, ni siquiera renombre, ni siquiera un jirón de gloria, un ramo de laurel para sus sienes vencedoras, ó un gajo de palma para sus cadáveres de héroes!...

Ya acostumbrado á la vida quieta del trabajo, el caudillo había perdido la fe en las revoluciones. Los pobres gauchos regaban las cuchillas con su sangre para servir de escalera á los dotores, los políticos de levita negra y sombrero de felpa, de maneras finas y de sonrisas amables, de grandes promesas y de almas más negras que boca de "salamanca", con más vueltas que un camino y más agallas que un "dorado"...

Sin embargo, cediendo á los empellones del instinto, á las alucinaciones de un patriotismo semibárbaro, de encarnizamiento inconsciente, y al mágico prestigio del símbolo partidista, concluía siempre por entregarse, ó, como él decía, "que era lo mesmo que mancarrón viejo; mañeriaba pa dentrar al corral, daba güelta, disparaba un poco, y cuando lo dejaban, él sólito, dominao por la costumbre, atraído por el cencerro de la yegua madrina, volvía á la tropilla, iba hasta la tranquera y estiraba el pescuezo pa que lo enfrenaran."

Pero iba malhumorado, y al regresar de un desastre, la amargura de las derrotas emponzoñaba su bravo corazón de vencedor y cobraba odio á los políticos; á los que, perfectamente resguardados de todo peligro, comiendo bien y bebiendo mejor, urdían intrigas, tejían calumnias y, con el peso de sus desenfrenadas ambiciones, hacían zozobrar la causa en litigio, después de mucha sangre vertida y mucho sacrificio realizado por los hombres del campo; por los que, no obstante ser los dueños de la res, debían campearla, enlazarla y carnearla... y no habían de tener derecho ni siquiera á las "achuras".

IV

Las fuerzas legales fueron creciendo, extendiendo sus alas, abarcando una zona —lenta, pero sensiblemente mayor á cada instante— á la manera que el agua del arroyo desbordado va ocupando la llanura.

Los batallones, perfectamente disciplinados y envalentonados con las escasas bajas que producían en sus filas las balas revolucionarias, avanzaban en orden perfecto, haciendo fuego continuo y certero sobre el adversario. ¡Pobre adversario!...

La tenacidad de su resistencia se explicaba únicamente en el valor de algunos, en la ignorancia de muchos y en la desesperación de todos; pero se resistía sin fe, despedazado el ejército, triturados sus batallones, muertos ó heridos varios de los jefes principales.

En medio de estos hombres desolados, los dos generales que habían dirigido el movimiento insurreccional se paseaban tristes, abatidos, doblemente heridos en aquella catástrofe que arrojaba hecha añicos su reputación militar, su prestigio de caudillos, obtenidos en larga vida de combates, á costa de muchas fatigas sufridas y bastante sangre derramada. Los soldados los miraban con odio; pedían órdenes, querían engañarse con el oropel de inútiles maniobras.

¡Ordenes!... ¿Qué órdenes podían darles los jefes en aquellos supremos momentos y después de haber hecho cuanto fué posible hacer para efectuar una retirada en forma?... ¡Infelices!... La única orden que podía dárseles era la de morir; y esa no la necesitaban, y morían sin ella como combatían sin otras.

¡Combatían por instinto, sostenidos por la fiebre, el terrible enardecimiento producido por el fragor de las armas, el olor de la pólvora y de la sangre, los ayes, los gritos, los quejidos, las blasfemias, los vivas, los mueras, el vocerío atronador que surgía como expresión de tanta cólera, de tanta impotencia y de tanto pánico!

Así, escapando incesantemente en esa forma una considerable cantidad de fluido nervioso, se impedía á los cerebros llegar á una tensión que hubiera producido el estallido. ¡Y era necesaria esa válvula de seguridad! Los pequeños actos heroicos —un soldado que al caer moribundo rechaza el auxilio de su hermano, diciéndole que lo deje acabar y vaya á cumplir su deber; otro que, agotadas las municiones, ofrece comprarlas; uno, todavía, que no quiere quedar en el campo con la pierna rota é implora á un amigo para que lo mate antes que dejarlo caer prisionero—, todo esto influye para avivar el entusiasmo colectivo, exacerbar á los valientes, dar ánimo á los pusilánimes y espolear á los cobardes.

Ya el final de la lucha se notaba próximo. Si la infantería revolucionaria resistía aún, no sucedía otro tanto con las fuerzas montadas, que en su casi totalidad habían huido: unas á las primeras descargas, otras en el transcurso de la pelea.

El escuadrón de Manduca Matos se conservaba aún en su puesto, pero bastante mermado, más por los hombres que se habían ido desgranando, escurriendo, en cada confusión favorable, que á causa de las bajas ocasionadas por el enemigo. En su seno no se observaba la agitación febril que dominaba á la infantería.

Aquí las sensaciones eran más individuales, por la índole del grupo y por el carácter peculiar de los hombres que lo formaban. Algunos peleaban con encarnizamiento, ceñudos y silenciosos; pero los más cumplían la consigna con desgano y estaban irritados, recelosos, atisbando la coyuntura para escapar; y otros, en fin, de rostros cetrinos, de miradas extraviadas, hacían sonar las rodajas de las espuelas con el temblor de las piernas, y estaban allí como autómatas, vencido hasta el espíritu de conservación con el exceso del miedo.

Entre ellos, Cipriano, aturdido, desconcertado, se esforzaba inútilmente por darse cuenta del momento. La observación no aclaraba en nada su espíritu ofuscado.

El humo y el polvo formaban una nube gris opaca que lo rodeaban impidiéndole ver más allá de un círculo de corto radio. Hubiera deseado hablar, gritar, dar salida á algo que lo ahogaba y que él no atinaba á calificar, dudando si sería miedo, el gran miedo de horas antes, ó la excesiva tensión nerviosa.

Varias veces se dirigió al coronel Matos en la confianza de oir frases de aliento, arranques de bravura que le devolvieran un poco de la tranquilidad perdida; pero el coronel, encastillado en un silencio duro y amenazador, mascaba el pucho y de cuando en cuando metía sus dedos gordos por entre la enmarañada patilla, ó sacudía desdeñoso la cabeza sin dignarse mirar á su ayudante, el cual hubo de conformarse con el penoso aislamiento que permitía á su imaginación sobresaltada volar sin obstáculos acrecentando sus temores y zozobras, enlobregueciendo su espíritu más de lo que estaba ya.

Era aquella situación, para él, semejante á la de quien, encerrado en una habitación sin luz, sabe que le amenaza un peligro inminente, pero ignora de dónde viene, por dónde viene, cómo viene y con qué medios ha de proceder á la defensa.

Tanto más se empeñaba en un raciocinio consolador, tanto más la razón le abandonaba, y tanto más informes, extrañas, caprichosas é inverosímiles brotaban sus ideas.

Más esfuerzos hacía por estudiar y definir la realidad de su situación actual, y más la fantasía lo empujaba al mundo oscuro de lo falso. La brutalidad de los hechos lanzaba su imaginación en un galope desenfrenado que sólo le permitía una rápida visión de los objetos; y así sus juicios resultaban inciertos, sin base, sin fundamento, pasando sin transición de uno á otro: sensaciones incompletas, recuerdos truncos, pensamientos borroneados, ideas incoloras.

Si algunas veces penetraba no lograba contenerse en el terreno de la leyenda, bañándose en la luz con que el tiempo ilumina, agrandados, los héroes que fueron. Lo que más lejos estaba de su espíritu en tal trance eran las visiones apocalípticas de sus horas de fiebre en las vigilias del estudiante lector de Tácito y admirador frenético de Hugo.

En lo que menos pensaba era en aquellas conclusiones suyas que explicaban la revolución y probaban la seguridad de su triunfo. el país —decía— caído en manos del caudillaje, ensoberbecido con el concurso que prestó á la causa de la independencia, —y excluyendo en absoluto al elemento culto, que se ve obligado á emigrar ó á someterse á sus caprichos á fin de justificar ó al menos encubrir muchos actos vandálicos y muchas acciones deshonestas.

Más tarde, cuando los partidos se han desangrado en sus largas y cruentas contiendas; cuando los caudillos —que para el joven, que los veía envueltos en la aureola del heroísmo, eran grandes, soberbios, respetables, no obstante sus defectos— se han retirado abatidos para vivir sus recuerdos en el fogón del rancho —el militarismo, su heredero legítimo, se yergue altanero é impone la ley del sable y la razón de las bayonetas.

El pueblo protesta, los viejos guerreros se vuelven iracundos, los tribunos increpan, la prensa ruge y la nación se prepara para el sacudimiento que echará por tierra al tirano incapaz de resistir al tremendo empuje de las falanges ciudadanas que llevan luz en la frente y fuego en el corazón. Todo esto es lógico, todo esto es justo, razonable, comprensible y fácil. Gobiernos de motín, gobiernos de cuartel, gobiernos de fraude que se sostienen corrompiendo, llevan en la entraña el germen del despotismo, el instinto de la tiranía.

Y desde luego, la revolución, la fuerza contra, la fuerza, se indicaba en nombre de los principios sagrados, en desagravio del derecho absoluto y en obsequio á la libertad, una, única, indivisible, inalienable é imprescindible; en obsequio á la libertad, ante todo; á la libertad abstracta, á la libertad símbolo, á la libertad fin, á la libertad de Kant, que la considera como único anhelo del hombre; á la libertad de Fichte, quien sólo por ser instrumento de la libertad, considera sagrado al hombre.

La inmoralidad en el origen y en las acciones ponía á los gobernantes fuera de la ley; y el pueblo varonil que mordió el polvo del Catalán con Artigas y escuchó las dianas de Sarandí con Lavalleja, se alzaba en masa —"la bíblica visión enardecida"—, y en cuatro zarpazos arrojaba deshecha y ensangrentada á la alimaña vil que le insultó, le vejó y le explotó. ¡Con qué seguridad y confianza exponía Cipriano estas ideas poco antes de la invasión revolucionaria!...

Al presente nada de eso chisporroteaba en aquella mente trabajada, perturbada, desquiciada con las terribles sensaciones de la batalla; en aquel cerebro mortificado, en el cual no se encontraba un sitio que no vibrara á cada detonación que reventaba en el campo. ¡Todavía si le hubiera deparado la suerte un amigo, un camarada, aunque más no fuera un hombre de su clase, capaz de comprenderlo y animarlo!...

Pero allí todo le era extraño, opuesto, antagónico. Ninguno de aquellos hombres se le parecía; jamás sus ideas alcanzaban un mismo nivel; nunca el carácter impresionable del joven intelectual halló resonancias en los caracteres duros de aquellos hombres incultos, sólo sensibles al encanto del placer material. Sin embargo, no era así que él los había juzgado en las horas quemantes de sus alucinaciones guerreras, cuando viviendo la vida de los perseverantes luchadores, postraba su espíritu inteligente ante las hordas bárbaras, á las cuales consideraba como el brazo de Dios sobre la tierra, vengador y sagrado.

Por eso eligió la caballería y abandonó á sus compañeros é iguales, pareciéndole que allí, entre los hombres de tez morena y barba espesa, estaba más cerca de la visión, más en contacto con los héroes de su ensueño de redentorista. Poco á poco, los hombres de fierro dejaron ver que llevaban coraza y el joven se encontró con que en el fondo de aquellas almas no dormitaba el héroe que él esperaba.

Por eso, en los momentos críticos como aquél, no intentó siquiera explayarse con los soldados ú oficiales, en medio de los cuales se hallaba aislado, en medio de los cuales flotaba sin mezclarse al igual de la gota de aceite en la superficie del agua. Decididamente estaba solo, y á la par que crecía el convencimiento del aislamiento, aumentaba la duda, con la duda la inquietud, y con la inquietud el miedo.

Otra vez empezó á nublársele la vista y de nuevo sintió mareos repentinos y dolores fugitivos en las piernas y el abdomen. En eso oyó á su lado hablar á dos hombres de tropa, muy agitados. Uno de ellos, mozo vigoroso, daba instrucciones á otro más joven y de semblante más adusto.

—Por las puntas de Soto, hasta la serrilada, pa ganar los montes del Daymán —decía el primero.

Y el otro replicaba, tartamudeando, mascando las palabras:

—¡No me va á dar el caballo!... ¡Está aplastao!... ¡Galopié una barbaridá esta mañana... por culpa de esos sarnosos de infantes!... ¡No viá poder!...

Y no hablaron más. Oyóse una descarga cerrada, formidable; una granizada de balas cayó sobre la tropa, sembrando el espanto, al punto que aquélla, rota la última energía, remolineó, se oprimió, formó grupo desorientado, á manera de "majada" que cae al arroyo y se ahoga por pelotones, aturdida, inconsciente; y así, como montón inerte, como una bola de carne, rodó por el declive, y fué, en el fondo del bajo, á chocar contra los restos de la infantería destrozada por la metralla.

V

Un instante se confundieron hombres y bestias sin darse cuenta de la situación, empujados violentamente unos contra otros. Después que se hizo un poco de calma, los jinetes fueron buscando la salida al campo, la salvación.

Y al galope, primero, para abandonar cuanto antes la zona mortífera; al trote, en seguida, para no extenuar las cabalgaduras fatigadas, se fueron uniendo á otros dispersos, y en grupos compactos de hombres torvos, sombríos, pálidos, recelosos, marcharon callados, camino del Daymán, rumbo al Brasil.

El coronel Matos había arrojado la recalentada carabina —trebejo inservible ya—, y abarcó en una mirada la inmensidad del desastre. Involuntariamente recordó el Vae victis! que había pronunciado más de una vez y escuchado más de ciento en las terribles luchas de antaño; y prefiriendo las incertidumbres, los sobresaltos y los peligros de la huida á las probabilidades del degüello, no titubeó un segundo, se orientó, fijó el rumbo, y él también, el caudillo bravío de embestidas de jaguar, de ímpetus de toro alzado, de indomable empuje de bruto sin conciencia del peligro, sacudió la melena y bajó la cabeza como potro rendido al rigor de la espuela y del rebenque.

Cipriano no pudo seguir á su jefe. Perdido, desconcertado, anduvo un rato buscando á sus compañeros, sin saber por dónde abandonar el campo. A poco rato una bala de cañón le mató el caballo, yendo él á caer á gran distancia. Al levantarse atontado por el golpe, lleno de lodo y de sangre, ni siquiera se dio cuenta de si estaba ó no herido —porque en la olla de grillos de su cabeza ya no podía brillar ninguna idea— y comenzó á caminar, intensamente pálido, descompuesto el rostro, colgantes los brazos, las manos vacías, recibiendo empellones y mostrando un aire de bestia que en otras circunstancias habría producido general hilaridad.

Su única preocupación era huir, escapar de aquel sitio, irse á cualquier lado, hallarse en cualquier condición, con tal de no escuchar un minuto más el horrendo tronar de las detonaciones que lo estaban enloqueciendo.

En prosecución de ese anhelo, pero impotente para coordinar una idea, iba y venía sin rumbo y sin acierto, como el ratón aprisionado que choca incesantemente con los alambres de la trampa sin convencerse de que por allí no ha de salir. En uno de esos vaivenes se encontró con Máximo Díaz —el jovencito rubio de los lentes de oro y de las manos blancas—, quien lo miró con extrañeza y le dijo con voz jovial:

—¿Qué diablos haces por aquí, con esa cara, con esa facha?... Pareces un idiota!

A la vista del antiguo compañero, cuya fisonomía mostrábase iluminada, altiva, casi riente, Cipriano tuvo, no obstante su inmenso abatimiento, un momento de reacción, algo como un débil despertamiento de sus gastadas energías.

El tono burlesco de la frase del amigo, que era sólo un soldado, alcanzó á herir su orgullo de oficial, y olvidando momentáneamente el estampido del cañón, se puso á pensar en lo que había de contestar, en la disculpa que iba á dar en defensa de su honor. No le dio tiempo una metralla que en ese preciso instante reventó cerca de ellos.

Abrióse el grupo, empujáronse unos á otros los soldados, y Cipriano perdió ya de vista á Máximo. En cambio tuvo el disgusto de hallarse con Alberto, quien estaba tirado en el suelo, echado sobre el vientre, levantado el tórax mediante la mano derecha, que apoyaba en la tierra, mientras la mano izquierda oprimía el flanco que se observaba profunda, enorme, horriblemente destrozado por la metralla.

Los intestinos rotos saltaban entre sus dedos crispados y la sangre manaba á grandes chorros enrojeciendo la hierba. La faz descompuesta, lívida y cubierta de sudor viscoso que la asemejaba á piel de abortón, y los ojos tristes, con la inmensa tristeza del moribundo, Alberto se sentía acabar é imploraba desesperadamente una ayuda, buscaba ansiosamente una mano caritativa, una voz cariñosa, allí, en medio de la trágica escena, del torbellino indescriptible y del egoísmo inconmensurable, obligado, forzoso, fatal. Retorciéndose sobre la hierba entre su propia sangre, gritaba sin cesar:

—¡Oh!... ¡qué barbaridad!... ¡Cómo me duele!... ¡Mamita, cómo me duele!... ¡cómo me duele!

Cipriano, mudo de espanto, olvidado del propio peligro, quiso inútilmente hablarle y consolarlo. El otro proseguía:

—¡Cómo me duele!... ¡cómo me duele!... ¡Qué barbaridad!... ¡Mamita, qué barbaridad!...

El brazo derecho no pudo sostener por más tiempo el peso del cuerpo, se dobló, y éste cayó pesado sobre la masa intestinal deshecha, coagulosa, infecta con el derrame de materias fecales. Sin fuerzas ya, con la boca apoyada sobre el pasto, dejando escapar una voz apagada, lúgubre y llena de infinita desesperación, repetía á cortos intervalos:

—¡Qué barbaridad!... ¡qué barbaridad!...

Con un esfuerzo poderoso levantó la cabeza y su mirada se fijó en Cipriano con tal expresión de dolor, de angustia y desesperación, que el oficial bajó la vista anonadado. Aquella mirada parecía decirle si era posible que un hombre joven, sano, vigoroso, que tiene padre, que tiene madre, que tiene fortuna, lujo, comodidades, muriera así, en medio del campo, entre el apeñuscamiento de hombres y bestias que empezaban á pisar su cuerpo antes que hubiera exhalado el último suspiro,

Y la idea de que él habría podido ahorrarse todo eso; de que podía á esas horas haber estado tranquilo y mimado en el hogar paterno; ó jugando el vermouth ó el cocktail al cubilete con sus amigos de la "Bodega"; ó aplaudiendo á Paysandú en la cancha San José, sano, bueno, feliz, en la plenitud de la vida, en el apogeo de una vida ancha y brillante, le horrorizaba y pintaba en su mirada un poema de arrepentimiento y de odio, de odio frenético contra su imbecilidad y contra la hora aciaga é inconcebible en que se le ocurrió abandonar sus comodidades, sus diversiones, sus placeres, para ir á enrolarse en las filas de una revolución que no significaba nada para él, joven sin opiniones ni tendencias políticas. De cuando en cuando el dolor quebraba sus ideas, y sus labios temblorosos volvían á murmurar á la manera de una queja y de una súplica, el

—¡Ay, mamita!... ¡Qué barbaridad!... ¡qué barbaridad!... ¡Cómo me duele!... ¡Mamita!... ¡Coma me duele!...

Quiso incorporarse como para huir del sufrimiento, y lo consiguió, porque un proyectil le dio en medio dé la frente, le deshizo el cráneo y su cuerpo se estremeció y quedó inmóvil, cortada por la mitad la ultima queja:

—¡Qué barb...!

Momentos después los revolucionarios levantaban bandera de parlamento. La enseña blanca del vencido tremoló triste sobre el campo de muerte, besada por una brisa cálida que presagiaba tormenta.

Estaba anocheciendo; los relámpagos cortaban con sus fosforescencias instantáneas el gris oscuro del cielo, y, apagada la voz de los cañones y de los fusiles, en el silencio inmenso y terrible de la contienda concluida, los truenos lejanos, sordos y prolongados, parecían significar el disgusto de arriba por la masacre consumada abajo.

Cipriano, que había caído de rodillas, desfallecido, inconsciente de cuanto le rodeaba, inclinó la frente hacia el suelo, y así estuvo largo rato, inmóvil, mudo, triste como la estatua del supremo abatimiento.

Cuando se dió cuenta de que el fuego había cesado; cuando dejó de oir aquellas detonaciones que desde la mañana le sonaban en los oídos como martillazos dados en el cráneo, quedóse primero confuso, irresoluto, temeroso de que volvieran; y luego, convencido de que el silencio se hacía al fin, de que la batalla había concluido y de que iba á serle posible el descanso para sus pobres músculos transidos y para su martirizado cerebro, vióse embargado por un bienestar indescriptible.

Y sin cambiar de postura, de hinojos, con la cabeza inclinada hacia la tierra maldita, tinta en tanta sangre humana, sintió que las lágrimas, unas lágrimas de infinito alivio, llenaban sus ojos, enrojecidos por el sol, por el humo, por el polvo, por los insomnios y por las terribles emociones del día.


Publicado el 29 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
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