A Joaquín de Vedia.
—A la sota...—indicó Sebastián.
El tallador, manteniendo el naipe apretado sobre la mesa con la mano izquierda, desparramó con la derecha los billetes y la moneda que constituían la banca.
—Hay cincuenta pesos,—dijo; y luego, siempre en la misma actitud de las manos, levantó la vista, la fijó con insistencia en el mozo y preguntó con sorna:
—¿Cuánto?
—Copo,—respondió Sebastián con voz ronca.
Lucas, el tallador, sin cambiar de postura ni de tono, agregó:
—Poniendo... estaba una gansa.
Súbitamente enrojecido el rostro, centellantes los ojos, el mozo gritó:
—¿No tiene confianza en mí?..
Inmutable, Lucas, sin alterarse, ni hacer caso de la alteración de su contrario, explicó:
—En la carpeta sólo le tengo confianza á la plata.
El mozo se desprendió el tirador en que lucían cuatro onzas de oro y lo arrojó sobre la mesa preguntando:
—Alcanza pa cubrir la parada?... '
—Alcanza y sobra,—respondióle tranquilamente el tallador;—me doy güelta... Una sota contra un tres nunca se vido ganar.. Un seis... pa naides sirve... un cuatro... un dos revueno... Y siguen los pares, como güeyes... y un cinco... y van cáindo blancas... Aurita no más atropella el negrumen... ¡Y y’astuvo... ¡un rey!... no asustarse! ¡Otro cuatro!... ¿Quiere abrirse, compañero?...
—No soy mujer,—respondió airadamente el mozo; y el tallador, sonriendo con frialdad, replicó:
—Me gusta la gente corajuda... y con plata pa parder... ¡El tres! La sota es mujer y es caprichosa... ¿Doy en tres por el resto?...
—Pago.
—Va la carta... Una... Dos... y tres... un caballo pa naides, un as pal mesmo... y aquí está de nuevo el tres... un tres de oros, amigo.
Sebastián mordió el pucho que tenía entre los dientes y guardó silencio, soportando con serenidad la mirada insolente y provocativa de su competidor.
Ya estaba clareando el día y la jugada había dado comienzo al atardecer. Primero jugaron al truco y Sebastián, en liga extraña, ganó partido sobre partido. Luego al «nueve», y al nueve también perdió Lucas... Cuando había perdido muchas libras, salió, dio unas vueltas por la enramada, refrescándose con el sereno y volvió á la carpeta donde Sebastián tallaba al monte con suerte excepcional.
Si le dolía la plata perdida, más le dolía á Lucas que se la hubiese ganado aquel vagabundo, á quien, de tres años atrás, encontraba siempre atravesado en su camino molesto y dañino como uno de esos perros de estancia que abandonan las casas y se van diez ó doce cuadras para ladrar y molestar el pasajero que cruza tranquilamente por la carretera.
Lucas, hijo de un estanciero rico, tenía su puesto y su hacienda. Era joven, era gallardo, podía presumir y gozaba de cierto prestigio entre el elemento femenino del pago. Pero cayó aquel forastero ladino, cantor primoroso, bailarín sin igual, y encomenzó á ladiarle la cumbrera del rancho..
La mayoría de la mozada se hizo amiga de Sebastián. Lucas se le puso de punta y el forastero, muy fuerte, sin duda, se gozó en vencerlo y humillarlo.
Si nadie sabía de donde era, ni quien era, ni que hacía, ni á qué venía, todos supieron, sin embargo, que en un rodeo de chucaros sabía apartar un novillo como el mejor y que pialaba lindo en la cancha de una manguera, y se le sentaba al potro más reservao sin hacerle asco á los corcovos... y que en varias ocasiones en que trataron de probarlo, demostró que nó le hacía asco al peligro y que sabía manejar la daga lo mismo que el naipe.
A Lucas le fué antipático al principio. Después lo odió.
En aquella tarde, le había ganado la plata en las carreras; le había ganado en la carpa, las preferencias de la quitandera Eusebia; le habíá ganado muchos ríales á la taba y muchos pesos al truco, al nueve y al monte... Ya sólo le quedaba la paciencia para perder!...
—¿No apunta más?—preguntó con insolencia el forastero; y como él otro respondiese con altiva entonación:
—No, porque no tengo plata, y no acostumbro jugar de fiado!...—el intruso, sonriendo malamente, perversamente, dijo:
—Prendas son plata... En toavía le queda el cuchillo.
Durante un rato, un rato demasiado largo, Lucas quedó como azonzado ante el latigazo. Bajó la vista, retrocedió, se tanteó la cintura y encontrando en ella el puñal de mango de plata y de hoja afilada y aguzada, lo sacó, lo hizo brillar y hablando con la voz sordamente tranquila de las supremas intranquilidades, dijo:
—Es verdá... Me queda entuavía el cuchillo... Vamo á jugarlo... pero vamo á jugarlo á los tajos...
Hubo ruido; se apagaron las luces.
Allí cerca trabajó el sepulturero; allá lejos trabajó el juez.
Y nada más.