Abrojos

Cuentos criollos

Javier de Viana


Cuentos, colección



El abrojo

Se llamaba Juan Fierro.

Durante los primeros treinta años de su vida fue simplemente Juan. El segundo término de la fórmula de su nombre parecía irrisorio: ¡Fierro, él!...

Era blando, dúctil, sin resistencia. A causa de su propensión a abrirle sin recelos la puerta de la amistad al primer forastero que golpeara, no llegó a quedarle más que un caballo de su tropilla, un mal pabellón en el recado, una camisa en el baúl y el calificativo de zonzo.

Llegado a esa etapa de su vida, ya no tuvo amigos. Por cada afecto sembrado, le había nacido una ingratitud. Sin embargo, heroico y resignado, doblaba el lomo, cavaba la tierra, fertilizándola con el riego de sudor de su frente, echando sin cesar al surco semillas de plantas florales y semillas de plantas sativas.

Cosechaba abrojo que pincha y miomio que envenena. Y a pesar de ello proseguía siendo Juan, sin que por un momento le asaltase la tentación de ser Fierro.

Empero, si es verdad que en el camino se hacen bueyes y que el clavo de la picana concluye casi siempre por abatir las más orgullosos altiveces, también es verdad que el rebenque y la espuela usados en forma injusta y desconsiderada, suele convertir al matungo más manso.

Tal le ocurrió a Juan Fierro.

A los treinta años presentaba un aspecto de viejo decrépito. Su rostro enflaquecido agrietábase en arrugas. Sus ojos fueron perdiendo poco a poco el brillo y tenían la lumbre triste de un fogón que se apaga, ahogadas las brasas por las cenizas. Sus labios, que ni la risa ni los besos calentaban ya, evocaban la tristeza de la arpa desencordada, en cuya gran boca muda ya no brotan las melodías que otrora hicieran estremecer en sensación voluptuosa la madera de su alma sonora...

Los pocos que todavía llegaban a su casa juzgaban mentalmente:

—Este candil se apaga.

O si no:

—En esta huerta se acabaron las sándias; pocas flores cuajan y las que producen fruto se pasman sin madurar...

—Tenia que ser —filosofaba otro— a los hombres blancos les pasa sobre la tierra lo que a la madera blanda bajo la tierra; la humedad los pudre, los ablanda, los convierte en estopa, quitándoles la fuerza pa resollar.

Un año después de estos pronósticos pesimistas, todo el pago comentaba con asombro la transformación operada en Juan Fierro.

Un día, en unas carreras grandes, se presentó caballero en un zaino que parecía vestido de terciopelo y con más adornos de oro y plata en el apero, que los llevados por la mujer del comisario en los festivales del pueblo.

Pero lo que más despertó la extrañeza general fué la transformación que se notaba en el físico y en el espíritu de Juan Fierro. Había engrosado y rejuvenecido; esta vez brillaban sus ojos y reían sus labios. Caminaba erguido y hablaba recio, no con petulancia, pero sí con el aplomo de quien se considera con derecho a decir lo que dice y con fuerzas para ejecutar lo que ha dicho.

El viejo «Malapata», conocido por el prototipo del infeliz, brutalmente castigado por culpa de su carencia de energías para la maldad ambiente, lo interrogó con su acostumbrado acento timorato y humilde.

—¿Cómo hicistes para sacar la pata del cepo?...

—Muy sencillo. Antes yo cortaba, las plantas de abrojo y las semillas que quedaban sobre la tierra producían al año siguiente cien plantas más. Tenía una montonera de amigos que explotaban mi bondad y se reían de mí. Tenía una mujer que era muy buena, que decía quererme mucho, pero que me atormentaba todo el día y todos los días, chillando como una carreta con los ejes sin engrasar, sin que mi humildá, mi sentimiento, mi afán de rendirla a fuerza de complacerla en todo, lograran otra cosa que endurecer las puntas de abrojo de su alma... Yo veía que viajaba perdido. Un día encontré el rumbo. Comencé a arrancar abrojos. A un «amigo» que me había pechado una carretonada ’e pesos, le cobré; se escusó; lo demandé; lo condenaron.

—«No tengo más qu’estas dos lecheras... —imploró.

—«Vengan» —dije, y me las arrié. Con los otros hice lo mismo, y continué arrancando abrojos. Me quedaba el más grande y pinchador, mi mujer... Hice un esfuerzo grandote y lo arranqué también!...

—¿La mató?...

—¡Qué había de matar!... ¿Para pagarla por buena?... Me mandé mudar; encontré una mujercita que no preocupándose de mí a todas horas no me mortifica, y que no tiene, como la otra, la ciencia de qu’el modo de demostrar cariño es hacer sufrir a la persona que se quiere!

Ahí está, —concluyó el mozo,— lo que hice. Maté a Juan y fui Fierro. Arranqué los abrojos y ahora soy feliz. Haga usted lo mismo.

—¡Hum!...—murmuró el viejo con amargura.—

P’arrancar abrojos hace falta juerza... Yo ya no tengo... Y además... ¿pa qué?... Tengo el cuero tan curao de pinchaduras, que ya ni las siento!...

Y lloró el viejo.

El triunfo de las flores

Haces de anchas hojas de palma y guirnaldas de flores de ceibo, constituían casi el único adorno del grande y modesto salón, desde cuyo testero, en medio de un trofeo formado con banderas argentinas e italianas presidía la roja cruz de Savoya.

Era el 20 de septiembre y, como todos los años la colectividad italiana festejaba con lucidas fiestas sociales la fecha coronaria del resurgimiento.

No obstante su amplitud, el salón resultaba insuficiente, pues además de la casi totalidad de las familias de la capital chaqueña, otras muchas habían acudido de las colonias inmediatas y de la vecina Corrientes.

Veíanse mezclados, en un ambiente de franca y alegre armonía, el modesto industrial y el acaudalado capitalista; las altas autoridades y sus más modestos subordinados; los viejos comerciantes, reposados y toscos, con los elegantes y bulliciosos oficialitos de la guarnición; las esbeltas y distinguidas damas de la capital correntina, con las tímidas muchachas campesinas, frescas y lindas como las flores que amenguan la adustez de las selvas chaqueñas.

En medio de la general alegría que comunicaba la música, las luces, las expansiones juveniles y un poco también el barbera espumante, sólo Baldomero Taladríz vagaba triste, indiferente, refractario al calor de aquel ambiente de diversión y de contento.

El presidente de la comisión del Círculo, un viejito garibaldino, comunicativo y jovial, al verlo melancólicamente recostado al quicial de una puerta, se le acercó diligente, diciéndole con afabilidad:

—¿Por qué no baila, don Baldomero?

—¿Bailar yo? —replicó con aspereza Taladriz.

—Entonces, vamos a tomar un copetín, —insinuó el viejo, y tomando de! brazo al criollo adusto, lo condujo al buffet.

Como muy rara vez bebía alcoholes, las dos copas de espumante le encendieron súbitamente la sangre; y la música, las luces, las risas, el encanto femenino comenzaron a producir cierta impresión en la desolada opacidad de su alma.

Era don Baldomcro Taladriz, un hombre alto y fornido, de rostro enérgico y no desprovisto de belleza, no obstante lo atezado de la piel y la espesura de las cejas y el bigote. La mirada suave y triste de sus grandes ojos pardos atenuaba en mucho, la general dureza del semblante.

Andaba ya frisando en los cuarenta, pero su natural robusto y la vida activa y sobria que siempre había llevado, lo conservaban joven y fuerte todavía.

Fué desde niño un formidable luchador. Hijo único de un hacendado correntino, —que tras una existencia de disipación y vicio murió dejándolo en la miseria y el desamparo,— huérfano de madre desde su más tierna infancia, creció sin conocer afectos, en un hogar helado donde crecían a discreción los yuyos del desorden.

Obligado a ganarse la subsistencia prematuramente, analfabeto, sin más armas que su voluntad y sus brazos, empezó por emigrar del pago, donde la memoria ignominiosa del padre le perseguía sin descanso.

Ocupóse en las más rudas labores camperas, y cuando hubo reunido un capitalito, marchóse al Chaco, firmemente decidido a conquistar la fortuna. Luchó por ella a brazo partido, afrontando todos los peligros y despreciando todas satisfacciones materiales y sentimentales.

No fumaba, no bebía, no jugaba, y ninguna insinuación amorosa logró traspasar las paredes de su corazón endurecido en la lucha sin tregua, sumiso colaborador en el ideal único que guiaba su existencia: la fortuna.

Vino a ésta al fin, y don Baldomero llegó a ser uno de los más acaudalados pobladores chaqueños. Quiso reposar entonces y se hizo contruir una confortable morada en Resistencia, donde fué a radicarse.

Al poco tiempo empezó a convencerse de la inutilidad de aquel grande y prolongado esfuerzo. Negras y vacías transcurrían las horas. Monótonos y tristes se desgranaban los días y los meses. El aburrimiento le roía el alma sin que su gran fortuna pudiera proporcionarle ningún lenitivo. Pasábase largas horas en el café observando estúpidamente las partidas de naipes, de dominó, o de billar que no podían interesarle, por cuanto ignoraba en absoluto todos los juegos. Era un mero espectador en todo. Miraba jugar, miraba beber, miraba amar, miraba reír, y miraba hablar. Todo para él era voces sin sentido, palabras extrañas de un idioma incomprensible...

A poco de haber penetrado en el salón se le aproximó Lucinda Díaz, una bella y pizpireta maestrita, que le dijo con su proverbial desenvoltura:

—Don Baldomero, usted está gravemente enfermo y necesita ponerse en tratamiento.

—¿Yo enfermo? —exclamó con extraneza el potentado, que jamás había sentido ni un dolor de muelas.

—Sí, continuó la chiquilla; —usted está enfermo de sombra y de silencio, un mal que sólo se cura cultivando flores... ¿Usted nunca ha cultivado flores, verdad?

—Nunca.

—Ha hecho mal. Las plantas que no dan flor se mueren de tristeza... Pueble su corazón con plantas florales y verá cómo la multiplicidad de colores y perfumes le proporcionarán un manjar que, estoy segura usted no ha gustado nunca: la alegría.

Rió la traviesa niña, y don Baldomero, impresionado, interrogó:

—¿Qué flores me aconseja que cultive?

—Cualesquiera. Hasta las humildes de trébol y gramilla, alegran. Pero son mucho más bellas la de la amistad, de la caridad, y, sobre todo, la flor soberana, la regia flor: el amor...

Tornó a reir Lucinda y se alejó velozmente, dejando perplejo a Taladriz...

Un año después se congregaban en el amplio comedor del plutócrata las más distinguidas personalidades del pueblo.

La sala parecía un jardín, tal era la profusión de flores; y como uno de los invitados felicitase al dueño de casa por la esplendidez del adorno, éste, abrazando tiernamente a su esposa Lucinda, respondió:

—¡La planta del amor ha hecho brotar todas esas flores!...

La lección del perro

Había cerrado ya la noche, pero la luna llena en medio de un cielo purísimo, y ayudada por miríadas de estrellas, no dejaba echar de menos el sol.

Del interior de algunas carpas brotaban las luces amarillentas de los candiles; pero las más se contentaban con la iluminación natural.

—«Más vale comer a oscuras que comer bichos» decían los parroquianos de las quitarderas.

—«Pa encontrar la boca no carece luz» —afirmó otro.

Caraciolo concluyó con uu postre de nueces y pasas de higo su frugal cena de sardinas en aceite, queso y galleta dura, efectuada en la glorieta de la pulpería, y fue a recostarse al marco de la puerta, mirando distraídamente el improvisado pueblo de carpas, de donde brotaban risas, charlas alegres, sones de acordeón y de guitarra.

Y aquel holgorio cargaba más aún su cesta de tristezas, de esas tristezas suyas, que no venían de afuera, sino de su incapacidad de divertirse.

Más de cuatro meses —todo el invierno— había pasado sin salir del campo; y cuando se anunciaron las carreras grandes, que con su cortejo de fiestas de toda clase, deberían realizarse en el comercio de los Martínez a entrada de primavera, él se hizo el firme propósito de no faltar y hasta fue combinando metódica, concienzudamente, su programa de diversiones en la ocasión.

De la platita de sus sueldos ahorrados, una parte emplearía en pilchas; una bombacha negra, con encarrijados, que sentarían bien con sus botas de charol todavía sin estrenar, un pañuelo de seda bordado, un frasco de agua florida y otras chucherías complementarias de una vestimenta presumida...

Jugaría algunos pesos a los caballos que le gustaran y apuntaría algo al monte y a la taba; poco, es claro, por diversión solamente... Y hasta era posible que bailara en alguno de los bailes que, con seguridad, habían de realizarse en las carpas de las quitanderas...

Tres días llevaba de entrada a la reunión y nunca alcanzó a apostar una vez, porque, retenido por su indecisión incorregible, cuando se determinaba ya los caballos habían pasado la meta o ya el «tallador se había dado vuelta».

Bailes hubo muchos: a mediodía, de tarde, de noche... Caraciolo asistió a todos, estacionándose en la puerta, medio cuerpo adentro y medio cuerpo afuera... Miraba golosamente a las mozas, estudiaba, calculaba, y cuando había elegido una y se decidía a invitarla, siempre llegó tarde.

Así había pasado los tres días de fiestas, haciendo vanos esfuerzos por meter su espíritu dentro de la bulliciosa alegría ambiente.

Había resuelto partir esa misma noche, volverse a la soledad de su cuartejo, donde al menos disfrutaba de la compañía de sus ensueños.

Púsose a ensillar en el mismo momento en que el indio Nemesio, gaucho famoso por sus habilidades en las carpetas y sus fortunas amorosas, apretaba la cincha a su caballo.

—¿Usté también se va? —preguntó tímidamente

Caraciolo.

—Sí —respondió el indio— tengo que llevarle un remedio pal corazón a una güeña moza del pago.

«Surubí», el perro de Caracioio se había acercado al gaucho y se retorcía mendigando una caricia.

—¿Vos aquí? —habló Nemesio.— Este perro jué mío; dispués lo dejé porque es zonzo de en por demás... ¿No es asina, Surubí? —dijo, al mismo tiempo que le cruzaba el lomo de un latigazo feroz. El perro se revolvió gritando y levantándose luego, fué a lamer la mano del déspota, que sin hacerle el más mínimo caso, montó a caballo y partió.

El perro lo siguió. Llamólo Caracioio; él se detuvo, dudó entre quedarse con el amo bueno a cuyo lado nunca faltábanle pulpas ni caricias, o seguir al antiguo dueño, déspota, brutal inconsiderado.

Tras breve indecisión optó por el segundo.

Cuando el pobre mozo lo vió desaparecer en la obscuridad de la noche, exclamó con inmensa pena:

—Lo mesmo, lo mesmito que me pasó con Juana... Está visto que la bondá no aquerencia perros ni mujeres!...

Por el nene

Bien dice la filosofía gaucha que cuando un rancho se empieza a llover, es al ñudo remendar la quincha.

La vida había ofrecido a Pío Barreto un rancho pequeño pero abrigado, cómodo y lindo. Con sus ahorros de trabajador juicioso, sin vicios, logró adquirir un pedacito de campo. Una majada de quinientas ovejas, media docena de lecheras, otra media docenas de caballos, tres yuntas de bueyes y una extensa chacra —que él sólo roturaba, sembraba, carpía y recolectaba— permitíanle vivir desahogadamente.

Y su mujer, linda, buena y hacendosa, y su hijito, sano y alegre como un cachorro, y su santo padre, el viejo Exaltación, ensolecían su existencia, pagando con creces sus fatigas.

Pío contaba cuarenta años; su mujer Eva, treinta; cinco el perjeño y el abuelo... muchos.

Nunca un altercado, nunca una discordia en aquella casa, donde —bueno es decirio— no se conocían los parejeros, ni los naipes, ni las bebidas alcohólicas.

Asemejábase aquel hogar a la cañada que corría a dos cuadras de las casas: las aguas siempre puras, viajaban siempre con el mismo lento ritmo, sin remover ia piedrecillas del lecho y sin asustar con rugientes brusquedades a las plácidas plateadas mojarritas que en copiosos cardúmenes pirueteaban disputándose las hojas carnosas de los berros que enverdecían las riberas del regato.

Pero un día cayó una centella sobre el mojinete del rancho y el olor de azufre ausentó para siempre la alegría de aquel sitio: una tarde, mientras Pío recorría su compito, repuntando la majada, se sintieron desde las casas dos tiros. Y como al llegar la noche, Pío no regresara, el viejo, alarmado, ensilló y fuese al campo.

En un bajío, junto a las pajas, se encontró con el cadáver de su hijo...

Lo velaron, lo enterraron.

Dos días después se presentó el comisario, a la hora de la siesta, como acostumbraba hacerlo, con frecuencia, desde cosa de seis meses atrás. Pero ese día el viejo Exaltación no se había acostado a dormir la siesta y el comisario, contrariado con su presencia, explicó de mal talante:

—Vengo pa sumariar por razón del sucedido, pero como se mi ha hecho tarde y tengo otras diligencias urgentes, volveré esta noche... Espéreme... —impuso, mirando fijamente a Eva, cuyo rostro se arreboló y empalideció de súbito.

—¡No! ¡No!... ¡Líbreme, sálveme, padre!...

El viejo convencido, se dirigió al comisario preguntándole:

—¿Entonces v’a venir esta noche?

—Sí —respondió él con arrogancia.

Exaltación, tranquilamente, serenamente sacó del cinto la pistola Lafoucheux que no le abandonaba nunca, y la descargó.

—¿Qué hace? —preguntó con cierto recelo el comisario, y el viejo, inmutable, respondió:

—Vi’a cambiarle las balas a la pistola. Estas hace mucho tiempo qu’están en los caños y temo que yerren juego.

—¿Piensa matar alguno? —inquirió burlonamente el funcionario.

Y el viejo:

—Pueda, —dijo;— andan zorros ronsiando las casas, y a los zorros hay qu’encajarles bala...

El comisario, que conocía perfectamente a ño Exaltación, se hizo el desentendido y se marchó.

No lo volvieron a ver en las casas; pero el cuatreraje comenzó a hacer estragos en la pequeña heredad. Todas las mañanas aparecían en el campo dos o tres panzas de ovejas carneadas en la noche por los bandidos de la ranchería vecina. Un día advirtieron la desaparición de los dos mejores caballos; dos semanas después, faltaron dos bueyes... Y no había nada que hacer; el Viejo y su nuera se guardaron bien de dar parte a la policía.

Para multiplicar las sombras en aquel castigado hogar, a fin de lograr la satisfacción de su grosero apetito, el comisario se presentó una mañana, muy de madrugada, en compañía del alcalde y dos vecinos. Iba a realizar un registro, en virtud de una denuncia recibida la víspera.

No tuvieron que andar mucho para descubrir, escondido entre los yuyos de la huerta, un cuero de oveja con la señal de un hacendado lindero.

Vana fueron la indignación y la protesta del viejo, victima de aquella iniquidad: el delito era evidente. Lo maniataron y lo condujeron preso.

Al día siguiente, muy de mañana también, retornó el comisario.

—¿Qué quiere todavía aquí? —exclamó indignada la viuda.

—La quiero a usted —fué la respuesta del funcionario— la quiero a usted y ya debe estar albertida de qu’es al ñudo resistirme... A les perros bravos que defienden la presa codiciada por mi corazón, los embozalo...

—¡O los mata!...

—O los mato... Es asina...

Y acercándose y tratando de tomarla por el talle, agregó con voz melosa:

—Hay que rendirse, ricura; y va a ver cómo la quiero de cariño y cómo...

—¡Salga de aquí, asqueroso! —gritó Eva, empujándolo violentamente.

—¡Tenga cuidado!... Ya'visto que soy capaz de vandiar cualquier arroyo pa dir donde quiero dir...

—¿Y qué más infamias puede hacer?... Asesinó mi marido, me ha hecho robar cuasi todos mis animalitos, ha encarcelado mi pobre suegro... ¿qué más puede hacer?...

Sonriendo cínicamente, el malvado respondió;

—Usté tiene un cachorro... desgraciarle el cachorro...

—¡M’hijito! —exclamó Eva en el colmo de la angustia; y luego, deponiendo su arrogancia, agotadas sus energías, cayó de rodillas y juntando las manos y llorando, imploró:

—¡No, señor comisario! ¡Eso no!... ¡M’hijito... no...!

Él la levantó, experimentó un gozo salvaje al abrazarla y besarla, así, toda trémula, anegada en llanto, inconsciente de la afrenta que recibía...

Sin embargo, su conciencia despertó a poco. Intentó esquivar aquellas caricias que la abrasaban y al abrir la boca para implorar auxilio, él la selló los labios con un beso áspero y grosero como mordisco de fiera encelada...

Ella tuvo fuerzas para desprenderse de los brazos del bárbaro y rugió, hechos llamas los ojos, los labios y las mejillas:

—¡Jamás!... ¡Jamás!

En ese mismo instante apareció en el patio el pequeñuelo, solicitando:

—¿Mamá, me da permiso pa dír’arrancar una sandia?...

El comisario, enfurecido, enloquecido, convertido en una bestia salvaje, desenvainó la daga, y, esgrimiéndola siniestramente, exclamó:

—¡Basta!... ¡O cedés o te lo degüello aura mesmo!...

Eva se inmovilizó horrorizada. Los ojos, con ser muy grandes, le quedaron chicos para dar salida al torrente de lágrimas; blanco y frío cual escarcha, púsosele el rostro, y con una voz más blanca y más fría, dijo dirigiéndose al chico:

—Andá, mi hijito; andá buscar la sandia...

Por un papelito

Que aquello pasaba así, hacía tanto tiempo, tanto tiempo, que nadie era capaz de fijar fecha.

Desde tiempo inmemorial, fuese verano, fuese invierno, así rabiase el cielo, echando rayos, vientos y truenos, así viejo sátiro, envolviese en tules de oro, de ópalo y de cobalto, en suave caricia en beso afelpado a la Sierra, la amante fuerte y fecunda; siempre había sido lo mismo en la Estancia de «Los Árboles» donde, cumple al veraz cronista decirlo, jamás hubo árbol alguno.

Mucho antes de aclarar, levantábase el capataz, iba al galpón, hacia fuego, llenaba de agua la pava, y en tanto entraba en ebullición, ensartaba el asado, un gran asado siempre.

Luego iban cayendo los peones y el patrón, cual si hubiese recibido previo aviso, presentábase cuando ya estaba a punto el medio capón, cuya mayor parte iba a parar a su vientre poderoso.

Hombre feliz, don Gaspar. Reía siempre y no se enojaba ni cuando estaba enojado.

Muy grande, alto, ancho, obeso, rubicundo, el exceso de salud lo hacía excesivamente bueno y jovial.

Y con todo eso de una regularidad absoluta en el cumplimiento de sus deberes de patrón.

El capataz y los peones lo sabían perfectamente y sabiéndolo, causóles honda extrañeza aquel día en que don Gaspar apareció en el galpón cuando el sol había alumbrado plenamente el cielo.

Y más cxtrañeza aún advirtiendo que sólo comió un par de costillas y dijo «gracias» al segundo amargo.

Contra su costumbre inveterada no dió orden ninguna, montó a caballo y salió, —también contra su costumbre,— sin solicitar acompañamiento de ningún peón.

—Me parece que al patrón le ha picao alguna mosca mala —observó uno de ellos.

Severa y sentenciosamente, el capataz dijo:

—El patrón tiene derecho a hacerse picar aunque sea p'un tábano!

Nadie replicó.

Al fin y al cabo era una excepción y todo el mundo tiene el derecho de estar mal humorado un día.

Pero aquello se prolongó cada día con mayor intensidad. De la noche a la mañana, don Gaspar se había transformado radicalmente. No reía, no jaraneaba, y —síntoma el más grande,— no comía.

Don Gaspar sin apetito y don Gaspar taciturno era algo incomprensible, ilógico, que en las gentes de la estancia motivaba las más extravagantes conjeturas.

Uno de los peones aventuró:

—Hace unos días, yendo conmigo una tarde de mucha calor, se apió junto a la canadita del bajo y bebió much’agua... ¿Nu habrá tragao un pichón de sapo?... Dicen qu’eso envenena y pone rabiosa a la gente...

Sandalio, un casi recién llegado, opinó:

—Pa mí que son males de amor. Cuando un cristiano sano y fuerte s’encomienza a poner triste y a no comer, es porque hay de por medio algunas n’aguas que chicotean colgadas en el alambrao!...

El viejo capataz se echó a reír.,

—¿Amoríos el patrón? Si está embobao con su mujercita y pa él no hay más mujer en el mundo que la suya...!

En tanto el tiempo transcurría y el mal de don Gaspar se agravaba sensiblemente. Levantábase antes que nadie, a veces a media noche, ensillaba él mismo su caballo y se marchaba al campo, lejos, donde sabía qué objeto lo guiaba. Él, que fué siempre un glotón formidable, apenas probaba los alimentos.

El derrumbe físico fué tan rápido y más manifiesto que el derrumbe moral. Desaparecieron las enormes y rubicundas canillas, desapareció el opulento abdomen y las ropas daban la impresión de un gran saco vacio o mejor, de uno de esos gruesos muñecos de goma que se desinflan.

El capataz, que lo quería como se quiere a un hijo y lo respetaba como se respeta al padre, empezó a espiarlo, y vio con asombro que el patrón ganaba un sitio apartado del campo, un bosquecito de talas en el fondo de un bajío, desmontaba, se echaba en el suelo y pasaba las horas muertas, contemplando un papeíito rugoso y amarillento.

Y así todos los días.

El viejo servidor llegó a convencerse de que su pobre amo había perdido el juicio.

—Anda mal de la chaveta, —afirmó convencido.

En uno de sus espionajes sorprendió a don Gaspar leyendo en voz alta el papelito:


«Agosto 2 de 1901.

«Adorada Manuela: Recibí tu esquelita anunciándome que Gaspar se fué hoy del pueblo. Espérame díspues de oscurecer. Dentraré por la ventana del fondo, como de costumbre. Hasta luego, porota mía. Tu negro

Jacinto».


Y con voz sollozante, don Gaspar comentaba:

—¡Agosto 2!... En mayo nos casamos y a los dos meses ya me engañaba con mi mejor amigo!...

Una semana después, el estanciero, convertido en un saco de huesos, moría.

Alrededor de esa enfermedad misteriosa bordáronse mil comentarios. Cada uno daba su opinión. Sólo él viejo capataz callaba, y cuando lo interrogaron, respondió con voz sombría:

—¡Yo sé por qué murió!... ¡Por un papelito!...

Y como los demás demostrasen unos asombro, otros lástima, él agregó con firmeza:

—No bromeo, no; ni estoy loco... Por un papelito... Ustedes no comprenden; yo sí, y basta.

Empate

Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:

—¿Come istá dun Inacio?

Mientras él, sin tocar siquiera el ala del chambergo, respondía invariablemente:

—¿Cómo te va, gringo?

Pero aconteció que un año los negocios de Campoverde fueron muy mal: perdió todas las carreras en que entró. Y no se podía decir que por incompetencia o por desidia en el cuidado de los parejeros. Eso no. Hombre de conciencia, sabedor de que la platita hay que defenderla, dormía junto a sus caballos, se levantaba de madrugada, —fuese malo, fuese feo el día,— para trabajarlos, y no se detenía ante ningún sacrificio para adquirir el mejor maíz y la mejor alfalfa. Cuando le hablaban de eso le daba rabia.

—¡Decir que no cuido, canejo!... Vea, amigo, por no desatender el cuidao de los parejeros, tengo cuasi abandonada la estancia. Como no he tenido tiempo de componer el alambrao del Bajo Grande, se me ha estraviao una punta ’e novillos y como no pude salir a campearlos, aura deben andar por la loma 'el diablo, y quien sabe si me vuelvo a juntar con ellos! ...

—Y algunas reses le han de haber carniao, también!

—¡Dejuro que me han de haber carniao! ¡Si no tengo tiempo pa nada! ... Ahí están las ovejas a la miseria ’e sarna, y yo sin poder curarlas... ¡Y tuavía dicen que pierdo las carreras por abandonao, por haragán!...

—Habladurías, no más!... Siga sin hacer caso.

Y como Campoverde, siguió sin hacer caso, cuidando parejeros y perdiendo carreras, despreocupado por entero de su hacienda, a fin de año se vió obligado a recurrir a Pomidoro para que le anticipase un año de arrendamiento.

Y así empezó Pomidoro a comerse a Campoverde.

Rápidamente, las esterlinas del botijo fueron disminuyendo, sustituidas por escrituras de hipoteca. En tres años, el arrendatario se convirtió en propietario de la chacra.

Y como los años seguían yendo mal para el gaucho, los empréstitos proseguían y, pedazo a pedazo, la heredad de los criollos Campoverde iba pasando a engrosar la chacra del gringo Pomidoro. Y aquellos dos hombres empezaron a odiarse; el uno porque se sentía irremediablemente comido por el otro; y el otro porque, despertado el apetito encontraba lento el proceso, en sus ansias de tragarlo todo.

Campoverde había llegado al colmo de la humillación, quitándose el sombrero cuando iba a visitar a Pomidoro, a quien, desde hacía unos años, se había sometido a llamar «Don Genaro».

Y es que Pomidoro era ya «don». De sus diez mil hectáreas de campo flor, no le quedaba a don Ignacio más que un potrerito central, de quinientas cuadras cuadradas, donde asentaba el gran edificio de piedra, —«la azotea», con sus galpones, sus corrales, sus bretes: la cabeza de la estancia, otrora famosa, de los Campoverde.

Pomidoro no pedía resignarse a morir sin haber coronado la conquista con la posesión de «la Estancia». Pero el gaucho había hecho a su orgullo, el supremo sacrificio de no cuidar más parejeros. «La Estancia», no sería nunca del «gringo». Uno emperrado en que sí, el otro en que no, no se veía solución posible, cuando un incidente vulgar vino a cambiar la faz del problema: el criollito Saturno, hijo de don Ignacio, y la gringita Sabina, hija de don Pomidoro, se amaban.

Inútilmente se atravesó entre sus cariños el odio recíproco de los padres. En el campo, el amor es como los cañadones, cuyas aguas corren mansas, silenciosas, cristalinas; pero si lo enfrenan con un tajamar, se revuelven, rugen, borbotean espumas, y, o abaten el obstáculo o se va por campo traviesa.

El último parejero —ya largado al campo— de don Ignacio, sirvió a su hijo para robar a la hija de su enemigo. Y al fin hubo que rendirse ante el hecho consumado, que, en definitiva solucionaba el largo pleito a satisfacción de los dos litigantes: Pomidoro integraba el dominio con el núcleo de la Estancia; y Campoverde se veía restituir, en su heredero, todo el bien arrebatado por la usura a la debilidad de sus vicios.

Y de ahí resultó que el gringo y el gaucho se hicieran amigos y, como no tenían nada que hacer ya, se disputaban continuamente, para ocupar las horas vacías de la vigilia.

Durante aquella noche, pasada en vela junto al fogón, a la espera del nacimiento del primer nieto, no habían cesado de pelear, discutiendo sobre quién había de ser el padrino. Al fin habían transado con la proposición de Campoverde.

—Si sale «chancleta», usté es padrino, pero si sale macho, yo soy el padrino y le pongo Ignacio!.

Ya de acuerdo, tomaron sendos tragos de caña y atizaron el fuego, desperdiciando leña, en ese afán humano de que haya luz cuando las almas están contentas. Y estaban por tomar otro trago cuando entró alborotado Saturno y anunció:

—¡Ya ’stá, tata!

—¿Qué jué?

—Un machito...

—¡Se tiene que llamar Ignacio! yo soy el padrino!... —exclamó jubilosamente Campoverde.

—... y una hembrita, —concluyó el mozo;— un casal, tata!

—¡Yo tamén soi padrino! Y si gai de llamar Genara! —gritó entusiasmado Pomidoro.

Campoverde, de pie, iluminado por el rojizo resplandor de las llamaradas del fogón, tembló de ira. Luego, serenándose, dijo:

—¡Gringo suertudo! ... ¡Cuando no me la puede ganar, la empata!...

Más oveja que la oveja

Y sin hacerse rogar más, don Indalecio comenzó de esta manera:

—La justicia lo condenó pa treinta años... Yo no sé; ninguno de nosotros sabemos de esas cosas, porque la ley es muy escura y más enredada que lengua de tartamudo... pero pa mí qu’el pobre Sabiniano no era merecedor d’esa pena... ¿A ustedes que les parece? ...

—¡Qué nos va a parecer!... ¡Que p’abrír sentencia carece conocer el hecho; y hast’aura usté, se lo pasó escarsiando sin largar la carrera!

—Jué cosa simple. A Graciana, la mujer de

Sabiniano, se le antojó un día que se juese a comprar una botella'e miel de caña ...

—¿Se habrá cansao de la caña con ruda?

—No interrumpás... Ella dijo que se l’había mandao la entendida p’al mal de riñones, por culpa del cual se l'hinchaban bárbaramente los pieses.

Ese día era domingo, llovía como mundo, la pulpería distaba tres leguas, y Sabiniano había largao la víspera su lobuno cansadazo dispués de haber trabajao de sol a sol en el aparte del Rodeo Grande de la Estancia.

—«Tené pasencia hasta mañana —propuso él; y ella, enfurecida, l'escupió esto:

—«¡Siempre has de ser el mesmo cochino!... ¡Sos capaz de dejarme morir por no tomarte una molestia y gastar unos centavos pa mi salú!... ¡Y eso que yo echo los bofes pa servirte como si juese una piona! ...

Sabiniano recordó que desde veinte días atrás llevaba la misma ropa interior porque su mujer «no había tenido tiempo» de lavarle y plancharle otra muda; y que tuvo que coser él mismo el rasgón que le hizo una «uña de ñapinday» mientras «leñaba» en el monte; y que la mayor parte de los atardeceres, cuando volvía cansao del trabajo, tenía que hacer juego y calentar la comida, porque ella cenaba temprano pa tener tiempo de dir a casa de alguna comadre de la ranchería pa prosiar desollando vivos a conocidos y conocidas...

Recordó tuito eso y otras cosas más, y le pasó por la vista una nube color de brasa de ñandubay...

—¿Y ai no más se le jué al humo?

—No. Sofrenó el pingo. Se levantó, ensilló el lobuno y salió tranquiando pa la pulpería.

El caballo estaba muy cansao y Sabiniano lo mesmo: jueron dispacito, y cuando pegaron la güelta ya diba cayendo la tarde.

Llovía mucho, y llovía con viento. Las ovejas, buscando reparo, caminaban sin rumbo, idiotamente, y muchas, desamoradas, dejaban abandonados y perdidos entre las malezas a los corderos recién nacidos.

Uno de esos corderitos le salió al encuentro en el camino y comenzó a seguirlo, balando desesperadamente, temblando de hambre y de frío el pobrecito.

Lo siguió cerca de una legua y, al fin, a Sabiniano le dió lástima; se apió, lo alzó, lo puso por delante y lo tapó con el poncho.

—¡Güen corazón, Sabiniano!

—Gaucho a l’antigua... Cuando su mujer lo vído llegar con el corderito, s’encrespó como gallina culeca y prencipíó a gritar:

—«¿Qué pensás hacer con esa basura?... ¡Siquiera sirviese p’al asador!

—«Lo vi’a criar gaucho, pobrecito.

—«¡Eso es! ... ¡Pa que me quede un poco menos de la poca leche que dá la única tambera que me has traído!... ¡Cuando yo digo que sos un cochino que me querés hacer morir de hambre!...

Sabiniano no dijo nada, y Graciana agarró la botella’e miel de caña y, sin darle las gracias, se jué p’adentro, echando más maldiciones que un carrero a quien se le quiebra el eje en un pantano...

El caso jué que Sabiniano siguió cuidando el guacho como si fuese un hijo propio, y era una distración pa’él y un consuelo de las perrerías de su mujer. Y el guacho perecía mesmo una criatura agradecida; en cuanto lo via, disparaba saltando ’e contento y diba acariciarle las piernas con el hocico...

—Muchas veces los animales son más agradecidos que los cristianos.

—Muchas veces. Güeno: una ocasión, al volver del campo a medio día, Sabiniano se sorprendió al ver el macanudo cordero al asador que su mujer sirvió pal almuerzo.

—«¿De ande has sacao ese cordero? —preguntó.

—«¿De ande ha ’e ser? ... ¡De aquí no más!...

—«¿Mi guachito?

—¡Dejuro!... Una, que yo tenía gana ’e comer cordero; y otra, que no podía aguantar le tuvieses más apego a un animal que a tu mujer.»

Al óir esto, Sabiniano sintió que se le revolvía tuita la yel que le hacía tragar aquella tigra; desenvainó el cuchillo y le sumió no sé cuántas puñaladas ... ¿Qué les parece a ustedes?

—A mí me parece —respondió sombríamente el viejo Saturno— que la china Graciana era más oveja que la desamorada madre del borrego...

Del bien y del mal

—Es así, viejo Simón, convénzase de que es así, —concluyó Mariano con su voz pausada serena y armoniosa.

Pero si al viejo Simón le era imposible convencerse de que fuese aceptable lo expresado por el patroncito, mucho más imposible le era convencerse de que efectivamente, el patroncito se expresaba así:

—«Las únicas satisfacciones reales son las que nos proporciona el hacer mal, el hacer sufrir».

Y lo había dicho así, serena, tranquilamente, sin excitaciones, demostrando profundo convencimiento de lo que decía, de que no era uno de esos disparates cual todos proferimos en un momento de ira, pero que no utilizamos jamás como regla de nuestras acciones.

Mariano ajustaba su conducta a esa fórmula horrible. El viejo Simón había visto cuanta satisfacción experimentaba el mozo en sus crueldades de hecho con las bestias y en sus crueldades de palabra con las personas.

Una ocasión, «Saulo», el viejo perro, veterano de la perrada de la estancia, desdentado, rengo, casi ciego, fue a acariciarlo, humilde, arrastrándose, buscando su mano para lamerla. Él no lo rehuyó, por el contrario, retribuyéndole las caricias y conduciéndolo al galpón hasta debajo de un garfio que sostenía un cuarto de vaca, cortó un trozo de carne que puso varias veces a la altura del hocico del perro, haciéndole desear la merienda; y por último, simulando entregársela, le reventó en la boca una vejiga de hiel que llevaba oculta en la otra mano.

Otra vez, mientras el viejo Simón se esforzaba en desvanecer las sospechas que atormentaban a Jacinto, él intervino:

—¡No te aflijas, muchacho!... Puede ser que sean ilusiones... Yo los vi juntos, ayer tarde y no sé lo que Fausto le decía, pero vi que ella reía mucho... y los hombres que hacen reir a las mujeres tienen más probabilidades de conquistarlas que aquellos que las hacen llorar...

Y dicha esa frase cruel, que volvió a enturbiar el alma del mozo, se alejó sonriendo.

Simón sufría. El «patroncito» se había criado con él y fué siempre un muchacho bueno, noble, justo; pero la ciudad, donde pasó varios años cursando sus estudios, lo había transformado por completo.

Cuando a raíz de la muerte de su padre volvió y se hizo cargo de la dirección del establecimiento, era el mismo, lindo mozo, rubio, de ojos azules, de porte gallardo, y aunque de apariencia delicada, bien masculino y fuerte, sin embargo.

Pero volvió malo; fría, deliberadamente malo, sin que nunca la tristeza se pintara en su rostro, sin que nunca el malhumor destemplara su voz, sin que ningún indicio exterior hiciera presumir en aquel cambio la existencia de algún gran dolor, de algún gran desengaño, de alguna sangrante herida en el alma.

El viejo Simón mortificaba su pobre cerebro opaco, sin conseguir ni un rastro para la averiguación de aquel enigma.

Una noche, ya obscureciendo, Mariano le dijo:

—Viejo, no largue su caballo, porque quiero que me acompañe esta noche.

—¿Va viajar, patroncito?

—Sí.

—La noche va estar fiera, viene cayendo cerrazón.

—Por eso lo llevo de baquiano.

Cuando, después de cenar, Mariano se presentó en el galpón, emponchado, calzadas las botas, el rebenque en la mano, los caballos estaban ya prontos. Montaron y partieron, ganando el campo en silencio, envueltos en la neblina que se densificaba a cada instante.

Cuando hubieron trotado unas cuadras, Simón indagó:

—¿P’ande vamos, patroncito?...

—Al rancho de Luis Pérez,—respondió con indiferencia el mozo.

—¡Lo maliciaba!... —musitó el viejo; y después, en voz alta:— Hay que vandiar el Sauce Chico, qu’está muy lleno, y el paso es hondo...

—Ya sé; y usted sabe que también sé nadar.

Simón guardó silencio y la marcha prosiguió así, durante dos horas, más quizás. El viejo había comprendido. La mujer de Luis Pérez permaneció una semana en la estancia, llamada para ayudar en trabajos de costura. Más de una vez, Simón sorprendió al patroncito haciéndole una corte a la cual ella no oponía sino débil resistencia. En la mañana del día anterior, cuando el puestero fué en busca de su mujer, Mariano le entregó una carta para que fuese a llevarla al pueblo, que le quedaba en camino, esa misma noche, después de dejar a su mujer en el rancho.

El ardid estaba visto. Por mucha que fuese su diligencia, Luis Pérez no estaría de vuelta a sus ranchos antes de mediodía siguiente.

Continuaron trotando.

—Me parece que este camino se estira mucho, —exclamó de pronto y con cierta impaciencia el mozo.

—Calculo que ya estamo cerquita’el arroyo, — respondió Simón.

Y, efectivamente, pocos minutos después, se encontraron en el paso, que vadearon con gran dificultad, porque el arroyo estaba crecido y correntoso.

Una vez del otro lado, desmontaron para «componer» los recados, y Mariano, a quien de rato estaba masticando una sospecha, se puso a inspeccionar el lugar. De pronto, habiendo descubierto un grueso tronco de sauce tronchado a dos metros del suelo, exclamó furioso:

—¡Este es el paso real de! Sauce Grande!

—Es verdad, patroncito, —contestó con humildad el viejo.

—De manera, —continuó Mariano con el misino acento colérico,— que hemos marchado tres horas en rumbo completamente opuesto?...

—Asina es, patroncito... Con la cerrazón me perdí...

El mozo, conteniendo un visible esfuerzo, preguntó:

—De modo que ahora, para ir de aquí al puesto de Luis Pérez...

—No vamo a llegar hasta dispués del mediodía... si no nos volvemo a perder.

Mariano comprendió y acercándose al viejo, díjole con violencia:

—¿Lo has hecho a propósito?

—Si, patroncito.

—¿Y si yo ahora te hiciera saltar los sesos de un tiro? —gritó sacando y amartillando el revólver.

Simón encendió el cigarro que había estado liando con toda calma y respondió impasible:

—Haga lo que quiera el patroncito... Yo soy ya muy viejo y poco me da morir días más, días menos. Yo estoy contento, a la fin.

—¿De haber traicionado?...

—De haber hecho bien a Luis Pérez, a su mujer y a usté... y de probarle que haciendo bien se pueden tener mayores satisfacciones que haciendo mal...

Mariano quedó indeciso un instante. Guardó el revólver, meditó un momento y luego, montando rápidamente a caballo, ordenó:

—¡Vamos a la estancia, rápido, y no te pierdas!...

—¡Oh, no! —exclamó alborozado el viejo.— P’allá es camino reto, patroncito, y en el camino reto no se pierde ningún hombre honrao por más espesa que sea la cerrazón!...

Partición extraña

Con una voz que parecía tener el matiz de varias penas juntas, Alipio interrogó suplicando aún:

—¿De modo, tata, que v'a dejar no más que m'embarguen y me arreen la majadita?

—Así ha ’e ser, —respondió impasible el viejo, aquel viejo de cabeza y barbas patriarcales, de ojos serenos, de gran nariz curva; aquel viejo cuyo rostro hacía presentir un santo varón dispuesto siempre a tender la mano caritativa al prójimo afligido.

Él joven guardó silencio un momento, mientras buscaba en la maleza de su conturbado espíritu, una frase, un argumento capaz de conmover el corazón de su padre.

—Usté sabe que yo siempre he sido trabajador y juicioso y si me ha ido mal...

—Trabajar no es mérito; la cuestión es aprovechar el trabajo.

—¿Pero será posible, tata, que por dos mil pesos miserables me haga quedar en la calle, sin tener con qué darles la comida a mi mujer y a mis hijos, teniendo usted una gran fortuna?...

—Si la tengo es porque siempre supe rascarme p’adentro, dejando que cada uno pele el mondongo con la uña que tiene. Si me hubiese puesto a cuartear a tuitos los empantanaos que me han pedido ayuda, a la fecha estaría más pelao que corral de ovejas.

Prolongado silencio sucedió a esa frase del viejo. Alipio, agotado, aniquilado, hizo como el náufrago que, tras el postrer esfuerzo por vivir, por salvarse, se entrega resignándose, a la muerte.

Sin rencor, sin vehemencia, dijo:

—Güero: adiós, tata.

Y el viejo, con la misma impertubable tranquilidad:

—Adiós, hijo; que Dios te ayude, —respondió.

Cuando Alipio hubo partido, él avivó el fuego, y se puso a preparar la cena, una piltrafa negra, reseca, guisada con fariña y grasa mezclada con sebo; más sebo que grasa.

Mientras se hacía el comistrajo, recogió del suelo los tres o cuatro «puchos» gordos que su hijo había tirado en la nerviosidad de su conversación. Los deshizo, peinó una chala y lió un grueso cigarrillo...

Y quedó impasible, don Juan.

Tenía cerca de setenta años. A fuerza de trabajo, de astucia, de avaricia, logró una fortuna considerable. Casado a los cuarenta, tuvo siete hijos, de los cuales tres murieron en edad temprana, quizá porque debían morir, quizá porque no quiso gastar un peso en médicos ni farmacias; hasta la ciencia empírica de la curandera del lugar rehusó su mezquindad desalmada.

A los restantes los fué ocupando de peones; pero como les resultaba más caros y menos rendidores que los peones asalariados, los fué «espantando», uno tras otro.

—Cuando los pollos han emplumao, —se expresaba— el deber de la gallina concluye: que cada uno vaya a buscarse la vida por su cuenta y como pueda.

Su mujer, pobre bestia consumida por un trabajo superior a sus fuerzas, se murió de agotamiento y de fatiga. Y don Juan quedó solo y contento. Menos bocas inútiles, menos gastos, y luego, el placer que experimentaba todas las noches, antes de acostarse, contando y recontando las onzas de oro, las libras esterlinas, los cóndores, las brasileñas, que llenaban tres botijos cuidadosamente ocultos en una cueva, bajo la alacena que ocupaba un ángulo de su dormitorio.

Sus hijos se habían dispersado, y ni sabía ni le importaba saber de ellos, que tampoco se preocupaban de él, sabiendo por repetidas experiencías, que no había nada capaz de conmover el corazón empedernido del avaro.

Poro cuando más satisfecho se encontraba, un súbito arranque de parálisis vino a postrarlo en cama, obligándole a tomar una «piona» para atenderle.

Y la «piona» fue Chuma, la viuda de su hijo José, quien, sin recursos y sin ayuda de su padre, se hizo policiano y fué muerto en una refriega con los contrabandistas.

Chuma lo mimaba, haciéndole todos los días un puchero de gallina, costillares de cordero, arroz con leche, compotas de ciruelas y orejones.

Y estos dispendios exasperaban al viejo que, no pudiendo hablar, protestaba con gestos de una violencia grotesca.

Pero Chuma acrecentaba el poder de su dominación a medida que avanzaba la enfermadad del tullido.

Una noche vió el viejo, con gran sorpresa, que su nuera preparaba una mesa con cuatro cubiertos, allí en su propia pieza.

Más se sorprendió luego, viendo entrar y tomar asiento junto a la mesa, a sus tres hijos.

Chuma sirvió un verdadero banquete, que los otros devoraron, mientras el viejo se estremecía rabioso.

Concluida la cena, durante la cual se había agotado una damajuana de vino carlón, Chuma dijo:

—Güeno, aura vamo hacer la repartija ...

Y, medio ebrios todos, fueron al ángulo donde estaba la alacena, la separaron y retiraron los botijos llenos de oro, cuyo contenido volcaron sobre la mesa.

Sin contar, haciendo montones de valor aproximado, se repartieron las monedas, que cada uno fue echando en las maletas traídas exprofeso.

Durante la escena, la fisonomía del viejo, clavado en el lecho, tenía expresiones horribles. Haciendo un esfuezo colosal logró incorporarse un poco y haciendo muecas trágicas, los ojos fuera de las órbitas bramaba sin poder articular palabra

—¡Bab!... ¡bab!, ¡bab!...

Los tres hombres algo conmovidos, se retiraron llevando su botín respectivo.

Quedó sola Chuma, se acercó al lecho, y como despedida le arrojó al rostro del viejo esta frase:

—Adiós, tata. Que Dios lo ayude y gracias por la platita.

Y salió riendo.

Huevo guacho

Don Plácido y doña Mariquita son dos muchachos de cabellos blancos. El anda orillando los sesenta y ella pisa ya el umbral del medio siglo.

Al verlos, bajo el verde parral del patio de la Estancia, en las mansas tardes del estío, se les tomaría por un casal de chicuelos con pelucas enharinadas.

Ambos son, en efecto, de pequeña estatura, regordetes, de rostro fresco y sonrosado, de vivos ojos y de unas dentaduras tan blancas, sanas y parejas que causarían envidia a un mocetón congolés.

Misia Mariquita tejía, con ágiles dedos, una colcha de crochet, empezada en el invierno anterior y a la fecha a medio hacer.

Don Plácido leía «Mundo Argentino», que le llegaba los viernes y que al final del viernes subsiguiente aun no lo había concluido de leer.

Durante horas y horas, hasta que empezaba a apagarse el día, la chinita Pampa «acarreaba» el mate dulce, con cáscara de naranja y azúcar quemada, para la patrona; en tanto, el negrito Tordo iba y venía incesante con el amargo para el patrón.

Y uno leía y la otra tejía, pero interrumpiendo con frecuencia sus respectivas ocupaciones para bromearse mutuamente.

—Me parece que antes que vos concluyas esa colcha va’parir la yaguané machorra...

—Y en antes que vos acabes de ler el «Mundo» van a pasar dos veranos... Cuatro, cinco, seis...

—¡Sos inorante!... ¿Te pensás qu’el «Mundo» es un campito como el nuestro, que en dos horas, se recorre al tranco?...

—¡Callate vejestorio!... Siete, ocho, nueve...

—¡Mirá, mirá! —exclamó alegremente don Plácido, cogiendo un mechón de cabellos de su esposa;— mirá, mirá!... ti ha salido un pelo negro! t’estás golviendo moza!...

—¡Sosegate, impertinente! —manifestó ella con fingido enojo;— ya m’hiciste equivocar los puntos, y tengo que deshacer la hilera... Uno, dos, tres...

Y mientras proseguían disputándose cariñosamente, apareció Ubaldino, quien arrancó el periódico de manos del viejo y echó a correr, llevando de arrastro el ovillo de la tejedora.

—¡Trái eso p’acá, bandido! —gritó misia Mariquita con voz que pretendía ser severa y resultaba toda ternura.

—¡Este muchacho es la piel de Judas! —sentenció don Plácido sonriendo.— ¡Suerte que ya no me faltaba ler más qu’el último aviso!...

Entre tanto, Ubaldino, después de haber hecho con la revista una pelota, liada profusamente con el hilo de misia Mariquita, desapareció detrás de la cocina, corriendo, riendo, gritando, en desborde de alegrías infantiles.

—Es el mesmo mandinga este gurí, —dijo el viejo; y su esposa disculpó:

—Dejalo. Los chiquitines que no son traviesos es porque están enfermos.

—O porque son hipócritas... tenés razón.

Ubaldino era ei tirano de la casa, un tirano de cinco años de edad, de una carocha redonda, trigueña y rosada como una manzana y de una orgullosa melena que semejaba en sus ensortijados, virutas de ébano.

En una tarde lluviosa y muy fría de un invierno rudo, Proto, viejo peón de la estancia, llegó de la recorrida y al apearse disponiéndose a desensillar, puso en el suelo, con gran precaución, su poncho que envolvía un bulto redondo.

—¿Qué trái, Proto? —preguntó misia Mariquita.— ¿Un güebo de ñandú?..

Y el gaucho viejo, con gesto amargo, contestó:

Un güevo’e vivora.

Y luego entregó a la patrona un pequeñuelo que dormía plácidamente en la tibiedad de los dobleces del poncho.

—¿Y esto? —interrogó misia Mariquita, estrechando amorosamente al pequeñuelo contra su pecho.

—Esto, patrona, es la cría de la Curtida, quien dispués de parirlo, lo tiró en l’orilla’el bañao, como se tiran las ventregadas de las gatas ... Me dió pena, lo recogí, acá lo traigo al cachorro pa que lo criemos guacho, que al fin él no tiene la culpa de haber sido engendrado en el vientre de una loba por un perro vagabundo!...

El chico fué adoptado de inmediato, aportando la única alegría que faltaba en aquel matrimonio ya en la declinación de la vida: un hijo.

Creció Ubaldino; creció entre los mimos que le prodigaban aquellas dos almas adorablemente sanas y buenas...

Pasó el tiempo. El muchacho había cumplido quince años; y una tarde, mientras bajo el parral del patio, misia Mariquita tejía y don Plácido hojeaba su revista, el segundo dijo:

—Mira, vieja, lo que dice aquí: «Ser bueno con los hijos es deber sagrado; ser bueno con los que no tienen padres es ser cien veces buenos»...

—¿Lo decís por Ubaldino?

—Dejuro.

—¿Y no lo queremos los dos?

—Si; pero estoy pensando que ya nos vamos haciendo viejos, que cualquier día habemos entregar el alma a Dios, y el pobrecito, que nos cree sus padres, no tendrá derecho a nada de nuestros bienes... ¿Qué te parece si llamamos el escribano y lo reconocemos como hijo nuestro?

—¡Si yo te l'estaba pa pedir hace tiempo!...

Cuando le anunciaron a Ubaldino la determinación tomada, éste mostróse extremadamente afligido. Siempre albergó dudas respecto a su filiación, pero se esforzaba en ahuyentarlas para vivir en la grata ficción de considerarse hijo de aquellos buenos viejos a quienes quería con intenso cariño filial.

—¿De manera que yo soy un guacho? —preguntó apenado.

—Sí, m’hijo, —contestóle el viejo;— t’encontramos abandonado entre un pajonal donde tu madre desamorada te dejó...

—¡Un güebo guacho de una ñanduza andariega!...

—Ansina es, m’hijito...

Tras un largo, angustioso silencio, el joven indagó:

—¿Y vive mi... la mujer que me echó al mundo?...

Con extraña solemnidad, el anciano contestó:

—No lo sé: nunca quise saberlo... Creo que vos harías bien haciendo lo mismo.

—No, tata, no! —replicó con energía Ubaldino.— ¿Quien sabe si esa desgraciada mujer no se encuentra enferma, sin recursos, sin nadie que la ayude!... Yo tengo el deber de buscarla y ampararla...

—¡Es una mala mujer! ... ¡sólo las malas mujeres tiran sus hijos! —sentenció misia Mariquita.

—Es mi madre, —respondió con respetuosa firmeza Ubaldino.

Medió un silencio. Don Plácido púsose de pie, estrechó entre sus brazos efusivamente al mozo, y díjole, con voz de lágrimas:

—«¡Sos bien dino de nuestro afeto!... ¡La madre de uno, anque sea una tigra, es la madre, la cosa más grande y más sagrada que hay en el mundo!... Una mujer puede ser pa todos una perdida, viciosa y mala; p’al hijo es la madre, y la madre no tiene defetos!...

Inmolación

La vieja ciudad provinciana se había remozado en un reducido perímetro social. Allí, la casa de gobierno, de la legislatura, de la municipalidad, del colegio normal y de algunos edificios particulares, atestiguaban con sus varios pisos, sus boardillas y sus torrecillas pretenciosas, la modernización que tiende a hacer las ciudades todas iguales, como trajes de confección.

Empero, alejándose cuatro o cinco cuadras de la plaza central, reaparecía la ciudad antigua, campechana y alegre, las casitas bajas con ventanillas enrejadas y techumbres de teja, sobrepasadas por las cabezas de los grandes árboles que protegían la opulenta vegetación floreal, encanto de los amplios patios.

Poco antes de llegar a la orilla del pueblo, había una de esas casitas blancas, semi escondidas entre frondosas acacias y tupidas trepadoras.

Moraba allí la familia Ramírez, la familia más feliz del mundo, según la aseveración unánime de los habitantes del pueblo.

Don Silvestre era un sesentón robusto, obeso y de rostro fresco aún, plácido y alegre.

Su esposa, misia Anita, era gruesa también; los años habían deformado su cuerpo, que no conservaba ni vestigio de cintura; empero, dentro del marco de una copiosa cabellera casi blanca, veíase una cara fina, un cutis terso, sin una arruga y unos lindos ojos castaños, vivaces y de bondadosa expresión.

Llevaban más de veinticinco años de casados, y el mutuo cariño que se profesaban iba en aumento a medida que declinaban sus existencias transcurridas en la felicidad nada común.

Habían tenido tres hijos, a cual más bueno, cariñoso, honesto y laborioso. Los dos varones, hombres ya, regenteaban la estancia que poseía don Silvestre a tres leguas de la ciudad; y la mujer, Maruja, era una encantadora muchacha, que a pesar de contar sólo quince años y malgrado la resistencia de su madre, se había echado, encima todos los quehaceres domésticos, y aún le sobraba tiempo para cultivar amorosamente sus rosas y claveles, geranios y alelíes. Todo el día cantaba y cuando no cantaba reía, burlándose de sus padres, que vivían arrullándose como un viejo casal de palomas.

—¡Pero estos vejestorios —exclamaba con frecuencia,— apenas pueden con los mondongos, y todavía quieren jugar a los novios.

Y así era, en efecto; don Silvestre no se cansaba de acariciar a su vieja compañera, besándola en el cuello y diciéndole amables tonterías. Ella fingía defenderse, exclamando:

—¡Sosegate, viejo loco!. —Mas, en el fondo, experimentaba el dulce placer de aquel amor indestructible e invariable.

En ocasiones, misia Anita se le perdía, y entonces comenzaba a gritar con apariencia de gran enojo:

—¿Ande está mi vieja?... ¿Quién se ha alzao con mi Vieja?

Él sabía donde encontrarla: en la cocina, preparándole algún dulce, porque don Silvestre, como todos los viejos, se había tornado excesivamente goloso. Allá iba él, sorprendiéndola con pellizcos y cosquillas.

—¿De qu’es el dulce, viejita?

—¡Estate quieto, o te unto la jeta con la cuchara!

—¡Untame pa probar!...

Eran felices, lo más felices que se puede ser, porque eran sanos y buenos, y por lo tanto fuertes, insensibles a las pequeñas miserias y nimias contrariedades que amargan la existencia de los débiles..

Mas, para ellos, como para todos los mortales, debía llegar el día de la liquidación. Repentinamente, misia Aniía empezó a debilitarse y adelgazarse, presa de incurable enfermedad del vientre. A medida que el mal avanzaba, la enferma fué sumergiéndose en honda tristeza. Don Silvestre, desolado, prodigándole todo género de solicitudes y ternuras. Pero ella trataba obstinadamente de alejarlo, como si aquel desborde de cariño la dañara.

El fin se aproximaba apresuradamente, y una tarde, sintiéndose morir, misia Anita solicitó quedar sola con su esposo.

—Perdóname, Silvestre, la pena que te voy a causar —empezó con voz ronca y angustiada.

Se detuvo un momento y luego, con supremo esfuerzo, continuó:

—No puedo irme sin confesarte que soy una miserable, indigna de ti...

El viejo creyendo que deliraba, replicó cariñosamente:

—¡Bah, bah! ¡Dejesé de bobadas, Viejita!

—No, no son bobadas... Pedro, ese muchacho que te presentamos como huérfano recogido por mi madre...

—Y que yo he criado y quiero como un hijo...

—¡Es el fruto de una falta mía! ¡Perdonamé,

Silvestre! —gimió la moribunda.

El buen viejo sintió como si se le derrumbase sobre la cabeza toda la vida vivida. Se le nublaron los ojos, enmudeció. Mas, pronto reaccionó, y tomando entre las suyas las descarnadas manos de la moribunda, díjole con expresión de suprema bondad:

—No te aflijas, viejita; estás perdonada... El que más y el que menos, todos llevamos dentro del alma alguna pulpa podrida... Yo también he guardado una gran falta en mi juventud...

—¿Vos? —interrogó ella incrédula.

—Sí, yo...

—¿Qué falta puede haber cometido un santo como tú?...

—Pues... en mis mocedades... ¡fui ladrón!

—¿Ladrón?

—¡Si, ladrón!... Perdóname vos también, viejita, ¡y estamos a mano! ...

¿Lo creyó ella?... ¿No lo creyó?... El caso es que su rostro adquirió súbita placidez, se cerraron sus ojos y con un leve suspiro abandonó la vida terrena...

Horas después, Evaristo, el hijo mayor de don Silvestre, que desde la habitación contigua había oído todo, preguntó con acento severo y dolorido:

—¿Es vedad, tata, lo que acaba de decir?

El viejo fijó en su hijo la mirada serena y noble y respondió con amargura:

—¿Lo podés creer vos?... ¡Dios me perdone la mentira que dije pa aliviar la pena de mi pobre vieja!...

Cuando la leña es fuerte

El puesto de don Epifanio estaba situado a quince cuadras del Arroyo Malo, que forma allí una hoz pronunciada.

Por el este, y casi desde encima de las casas, el parque de frondosos eucaliptos y el monte frutal que aquel resguarda de los vientos malos, se extienden hasta confundirse en el bosque, espeso y sucio que bordea el río. Ábrese allí la boca de una angostísima, tortuosa y escondida «picada», de muy pocos conocida. Aparte de ella no se encuentra otro vado hasta el Paso del Sauce, cinco leguas más abajo de su curso.

Al sur de las poblaciones, se extendían la huerta y la chacra, —un maizal de treinta hectáreas de extensión,— y que llegaba hasta la linde del estero, que en ese paraje, servía de vanguardia al bosque del arroyo. El pajonal era en aquel sitio, tupido como gramilla y con más de dos metros de altura. Hondos zanjones y pérfidas ciénagas dormían ocultas, como recelosos ofidios y en connivencia con ellos, dispuestos a tragarse al viajero que se aventurara temerariamente por allí.

El arroyo Malo no usurpa su nombre. Su cauce es en partes encajonado, de fondo peñascoso y de violento empuje.

Es malo, en verdad, aquel curso de agua, y reúne las tres condiciones esenciales e indispensables para ser eficazmente malo: la fuerza, la perfidia y el disimulo. Como todos lo creen insignificante, lo desprecian y él, taimado, a quien no puede estrangular con los músculos de su corriente formidable, lo sumerge y lo asfixia en el lodo pestilente del tremedal...

Como el puesto de don Epifanio estaba enclavado en aquel rincón sin tránsito, muy pocas personas conocían los secretos del arroyo en su conjunto. La margen opuesta servia de fondo a un inmenso potrero cubierto de esteros, espadaña y paja brava, donde los ganados no penetraban nunca, y las gentes menos.

Ni el mismo puestero y sus dos peones eran perfectos baqueanos en el paraje, que nada les incitaba a inspeccionar, desde que consideraban al arroyo como un alambrado sin portadas.

Sin embargo, había en la casa alguien que no ignoraba una sola senda, un solo recoveco, un solo misterio del bosque y del pajonal, del torrente y del pantano. Este alguien era Marga, la hija de don Epifanio, una chinita linda y arisca, semisalvaje y que vivía hosca y taciturna desde que su padre le obligó a romper sus amoríos con Pancho Buela.

—Me costa, —había dicho el padre,— qu’ese mozo es un haragán perdulario, ladrón y hasta sospecho de un crimen...

—Sospechar no es probar, —alegó la moza.

—Pero es bastante pa que se cierren las puertas de las personas honradas!...

Y ella, con energía replicó:

—Dejaré de verlo, tata, pero de quererlo no.

—Es lo mesmo. No hay juego que no se apague cuando no hay viento que sople ...

—¡Asigún la clase 'el palo!...

Durante varios meses Pancho Buela estuvo ausente del pago. Después se supo que habla asesinado y robado a un bolichero y matreaba perseguido por la policía.

Un ardoroso mediodía de enero llegó al puesto. El viejo y los peones sesteaban. Marga se encontró sola con él. «Cambá», un potente perrazo negro, —su favorito,— intentó lanzarse al encuentro del forastero. Ella lo detuvo:

—¡Quieto, Cambá!

Y el perro se echó a sus pies, alerta, receloso, ansiando gresca.

El matrero desmontó, ató con el cabestro al palenque su conocido «tordillo plateao» y avanzó arrogante hacia la moza, que lo contuvo diciéndole:

—¿Qué venís a buscar aquí?

—El perfume de tus labios, prenda!...

—Esa flor ya. se secó...

—Yo l’haré revivir con un beso, como reviven las florecillas del campo cuando las besa el rocío!...

—¡Márchate de aquí! —ordenó ella.

—¿Sin en antes darte un beso?... Nunca!... Si no pa otra cosa he venido, exponiéndome a que me cace la polecía ...

—¡Por güero!

—¡Por una disgracia... Un resfalón le acontece a cualquiera. ¡Trai la trompita!...

Y sin que Marga hubiera podido evitar el ataque, la sujetó entre sus brazos y la besó golosamente.

Ella logró desasirse, y rechazándolo con una furiosa bofetada, exclamó:

—¡Chancho!... ¡Asesino... ¡Ladrón!...

Quiso el gaucho tomar al ataque, pero entonces «Cambá», considerando llegado el momento de intervenir, se abalanzó furioso, obligándolo a retroceder...

En eso Marga lanzó un grito:

—¡Mirá! ¡mirá! —dijo señalando el campo.

—¡La polecía! —balbuceó el gaucho.— ¡Estoy perdido!... Me han cazao en la ratonera, los indinos!...

Ella titubeó un instante y luego, con firmeza, respondió:

—Vos conoces bien la picada.

—Si, pero los milicos también la conocen.

—La picada si, el bañao no. Dame tu poncho!...

—¿Qué?

—¡Dame!... No perdás tiempo al ñudo!... Atrás de las casas está el petiso de Usebio; móntalo y juí pa la picada!...

Y sin hablar más, ella se puso el poncho y el chambergo del matrero, se le enhorquetó al tordillo plateao, y cuando la partida estaba ya a pocas cuadras de la casa, les golpeó la boca y se largó a escape, por entre el maizal, rumbo al bañado..

Los policianos la siguieron, haciendo fuego ...

Eran cinco, un sargento y cuatro soldados: de ninguno de ellos se volvió a tener noticias, porque el vientre del tremedal no devuelve jamás sus presas.

Patrón Elías

No estoy bien seguro de sí esta narración es una historia verídica o un engendro imaginativo.

Quien me la comunicó afirma que se trata de un «suceso sucedido». Por mi parte, no tengo inconveniente en aceptarlo como tal, pues estoy convencido de que la historia es un cuento con fechas y nombres propios, y el cuento una historia, generalmente más verídica, por cuando el narrador obra con entera libertad, sin supeditar su fantasía creadora a los convencionalismos y las restricciones que imponen las fechas y los nombres propios.

Historia o cuento, allá va él, tal como me lo narraron. El hecho ocurrió en Santa Fe, en el departamento de Vera, en la época de mayor incremento de la explotación agrícola. Diversas colonias, recién nacidas, producían riquezas inesperadas, merced al consorcio de la tierra extremadamente fecunda, y de los obreros animosos.

Y al amparo de esa prosperidad industrial, se desarrollaban pequeños comercios, despreciables boliches, cuyos propietarios giraban por valor de centenares de miles de pesos.

En el comercio local predominaban los buhoneros turcos, y sobre todo ellos, Elías, quien a poco andar se transformó en «Patrón Elías», potentado, ante quien inclinábase respetuosamente hasta las mismas autoridades.

«Patrón Elías» era un hombre alto, grueso, fornido, de tez trigueña, de grandes ojos negros.

No sabía leer ni escribir, expresábase en una jerga extraña, incomprensible para quienes no estaban habituados a escucharle.

Cierta vez llegó a su casa un joven italiano vestido con prolijidad de pueblero presumido, una indumentaria que contrastaba con la tosca y añeja del comerciante.

«Patrón Elías» observó atentamente al forastero y preguntóle:

—¿Qué querés?

—Quiero comer; tengo hambre, —respondió el mozo.

La contestación impresionó favorablemente al buhonero, ya satisfecho de aquel físico robusto.

—Pasá comedor, —díjole.

La casa de «Patrón Elías», poco más grande pero no más confortabíe que una choza, era «Almacén, Tienda, Ferretería, Zapatería, Armería, Botica y Fonda».

Albano comió con un apetito acumulado en seis días de semiayuno.

—Cuando a mi vez fui rico, me dijo rememorando el episodio, viajé por toda Europa, frecuenté en los restaurants de más fama, pagué sumas exorbitantes, pero nunca comí más ni encontré manjares tan exquisitos como los que me sirvieron en mi primera cena en la fonda de «Patrón Elías».

Al día siguiente le preguntó:

—¿Qué cosa querés hacer?

—Lo que me mande: lo mismo baldear agua, que llevar los libros.

—¿Sabés llevar libros?...

—Sé.

—Sí. Bueno: vení, te entrego contabilidá. La persona que me la lleva no la lleva bien, pero no puedo sacarlo de golpe, pero vos encargo vigilar.

Dos meses más tarde, Albano se presentó a su patrón expresándole:

—Le ruego que me arregle la cuenta porque me voy.

—¿Por qué te vas?... Te aumento el sueldo; en vez de cincuenta pesos mensuales te doy trescientos.

—No, no puedo. He comprobado que le roban a usted mensualmcnte miles y miles de pesos y no quiero hacerme cómplice de delito ajeno.

Sonrió el turco bonachonamente:

—¡Yo también lo sé!... Quedá... Mucha desgracia no saber leer ni escribir; la mayor desgracia. Vos honrado, vos vas llevarme a escribano honrado para hacer testamento. Tengo mucha plata, mucha plata guardada en lugar seguro. Familia no tengo, amigos tampoco. Hermanos y primos y tíos y amigos me robaron. Murieron. Yo te nombro albacea, vos cumplirás mi última voluntad...

—¿Y cuál es ella?

—Ampliar toda mucha fortuna mía criando y sosteniendo escuelas. Hombre que no sabe leer y escribir y sacar cuentas, no serbe para él ni serbe para gente buena, serbe para pillos que comen su trabaja... Cristo diga: «Da comida al hambriento».

—Y usted lo cumple.

—Y diga también: «Enseña qui no sabe» por qui no sabe está qui no ve... Con toda plata mía qui quedará después de muerto yo, tú plantas escuelas, muchas escuelas ...

Han transcurrido muchos anos. Miles de niños se han educado en las escuelas fundadas con los caudales de «Patrón Elías». Pocos recuerdan su nombre, nadie se lo agradecerá, pero las acciones nobles son aquellas que se hacen sin la forma de un pararé a interés usurario, cobrable ante Dios.

Obra buena

¿Cuántos años habían transcurrido desde la memorable conferencia que tuvieron Marco Julio y Juan José, en un perezoso atardecer otoñal en la montaña, sentados ambos al pie de un algarrobo centenario?

Marco Julio no lo recordaba, como no recordaba la edad que entonces tenían, él y su amigo, porque en aquella de la primera juventud, con toda la vida por delante, no preocupa la contabilidad de los años.

En cambio persistían nítidos en su memoria los detalles de la escena.

Hacía tiempo que ambos muchachos incubaban un plan atrevido, haciéndolo lentamente, reflexivamente, con la prudencia con que avanzan las mulas cuyanas por los desfiladeros andinos. Un día Juan José dijo:

—Ya tenemos cortados y pelados los mimbres: es momento de encomenzar a tejer el cesto.

—Es momento —asintió Marco Julio.

—Lueguito, en la afuera, junto al algarrobo grande.

—Lueguito allí.

Puntualmente acudieron a la cita, y tras cortas frases y largos silencios, decidieron ultimar el proyecto, por demás atrevido, de abandonar el estrecho, asfixiante valle nativo para correr fantástica aventura, trasladándose a Buenos Aires, la misteriosa; ave única capaz de empollar los huevos de sus desmedidas ambiciones juveniles.

Marco Julio y Juan José se conocían y se querían, como se conocían y querían sus respectivos ranchos paternos, que desde un siglo atrás se estaban mirando de sol a sol y de luna a luna, por encima del medianero tapial de cinacinas.

De tiempo inmemorial los ascendientes de Marco Julio se fueron sucediendo, de padres a hijos, en el cargo, tan honroso como misérrimo, de desasnadores de los chicos del lugar.

Y de padres a hijos, la estirpe de Juan José transmitía el banco de carpintero, el serrucho, la garlopa, el formón y el tarro de la cola.

Empero, por rara coincidencia, Marco Julio y Juan José sintiéronse animados de un mismo espíritu de rebeldía, de un idéntico anhelo de escalar cumbres y descubrir horizontes.

El primero pensó en la gloria literaria, y el otro en la gloria escultórica. En vez de cepillar maderas y recitar textos, el uno idealizaría los troncos de algarrobos y otro materializaría la idea en el monumento del libro.

Seguros del triunfo, de la celebridad y la fortuna, organizaron sigilosamente la partida...

La opulenta madrastra fué dura con ellos. La camaradería de los primeros tiempos se fué limitando por la fuerza de las circunstancias y llegó el momento en que dejaban de verse, y lo que es más, en que se ignoraban mutuamente.

Llegó un día en que Marco Julio, vencido, sin levante, pulpa miserable, fué en busca del amigo, del compañero de ensueños infantiles, no en busca del auxilio material, sino de consuelo, de amparo en el naufragio que había sumergido todo, hasta la razón de la lucha.

Era un domingo. Con mano trémula, cohibido y avergonzado como un pordiosero que aún no ha adquirido el hábito de mendigar, llamó a la puerta de Juan José.

Recibiólo éste con los brazos abiertos, sinceramente agradado del encuentro.

Era la suya, una modesta, pero alegre y prolijamente tenida casita. Instalados en una glorieta tapizada de glicinas y madreselvas, el propietario, hombre obeso y rozagante, hizo llevar cerveza para obsequiar a su amigo, y después del primer vaso, dijo interrogando:

—¿Y qué tal viejo?... Me parece que la gloria aún no ha ido a estrecharte entre sus brazos...

—¡La gloria no; pero la miseria si!...

—Son primas hermanas: y quien se empecina en desposarse con la primera, casi siempre concluye por tener a la segunda por compañera de lecho.

—¡Tú has triunfado, sin embargo!

—Hasta cierto punto; y eso porque supe cortarle a tiempo la cabeza a la quimera...

—¡Fué, sin embargo, el propósito tuyo y el propósito mío, crecer, ascender, engendrar la obra de arte imperecedera!

—¡Vano, condenable orgullo...! La aspiración de planear por encima de los demás, humillándolos con la supremacía de un talento que no sabe crear un hogar, y que cuando lo crea, lo alimenta con las miserias de sus ansias insatisfechas, de sus ilusiones quebrantadas, de sus vanidades hechas añicos!...

—¿De modo que tú tampoco has realizado la obra maestra que soñabas en la melancólica quietud del valle nativo?...

Juan José se levantó y dijo a su amigo, con dulce, afectuoso acento:

—Ven. Ya es la hora de almorzar.

Y en el comedor sencido y pulcro, donde esperaba la familia del obrero, éste dijo:

—Te presento a mi esposa y mis once hijos. Los dos mayores son ingenieros mecánicos; las dos mayores son maestras normales, las demás, estudian, trabajan, se arman para ser útiles a sí mismos y a los demás... No he hecho una obra maestra, pero estoy seguro, de haber hecho una obra buena... Y estoy satisfecho...

Captura imposible

El hecho ocurrió en una provincia muy próxima a la capital, y en una época nada remota. Se impone esta advertencia, porque, de haber sucedido en el lejano norte, y durante el caos de la organización nacional, ofrecería un interés muy relativo.

Contó el caso ante numeroso auditorio, reunido en la trastienda de la pulpería principal del pago, don Melitón Zavaleta, viejo gaucho que, en sus ochenta años de vida campasina, «había visto —en su decir— de todo, menos caballos verdes, burros parejeros y justicia justiciera».

—En el tiempo de antes vide muchas cosas fieras: vide paisanos güenos palenquiaos como potros, p’hacerles aflojar el cogote; vide otros a quienes les sobaron los costillares a talerazos y vide otras cosas entuavía piores, que no las digo porque de sólo mentarlas me se descompone el estómago...

—¿Y a usted no le salpicó el barro?

—En aquel entonces,... y áura es cuasi lo mesmo,... defender la justicia era dir contra l’autoridá... Tapemo el cuerpo’el dijunto con el poncho del olvido... y vamo al cuento, qu’es achura de vaca ricién carniada...

—A mí me lo contó el escribiente de la polecía de... no quiero decir de ande, porque quien tiene esperiencia tiene sencia y el diablo sabe más por viejo que por lo que aprendió en la escuela.

—¿Hay escuelas en el infierno?

—¡Dejuro qui’a de haber!

—Pero máistros no, porque siendo la vida pa ellos un infierno, deben estar en el paraíso por santos.

—O en el purgatorio, por zonzos.

—Bueno —intervino el almacenero—dejenló a don Melitón que termine su cuento.

—Ya lo viá rematar... Es el caso que un gran comerciante’e la capital mardó a la provincia un... yo no mi acuerdo cómo los llaman... vichador... ambulante... no mi acuerdo...

—¿Un corredor?

—¡Eso es! Un corredor. Y el corredor vendió una montonera'e mercadería, muy baratito, pero al contao rabioso... El comerciante se cansó de esperar los morlacos y la güelta del corredor que tenía un apelativo sospechoso...

—¿Cómo se llamaba?

—Fuggipresto.

—¿Y fugió?

—¡Ni que hablar! ... Entonce el comerciante se puso cabrero y lo denunció a la justicia. De la capital mandaron un pliego, yo no sé si pal juez de la provincia o pa quien, por qu’en eso soy más inorante que un perro... Pero lo que me costa es que el jefe’e policía recebió la orden de caturar al nombrado Fuggipresto, andequiera que lo encontrasen, si lo encontraban.

El jefe se rascó el cogote y dispués de cavilar un rato, l'encajó una telegrama al comerciante, diciéndole que bajase a la capital de la provincia p'hablar del asunto.

Fue el interesao y el jete le dijo d’esta laya:

—«Mire, don..., yo sé ande mora el prójimo éste, cuya catura se me ordena . Está radicao en el partido de... —tampoco digo el nombre, porque los gauchos pobres como yo debemo tener cuidao con no comprometenos por darle gusto a la lengua...»

—Güeno, suponga que jué en el Bragao...

—¡Yo no sé si en Bragao o en Posadas... por algún lao jué! El caso es que el jefe habló d’esa suerte. Y el interesao, contentazo, dijo:

—¡Ayjuna! ...

—¿Era criollo el pulpero?

—No, era gringo; y él lo diría en gringo, pero yo lo tradusco asina: ¡Ayjuna!... ¡En sabiendo ande está, fácil es ganarle la bova’e la cueva! ...

—No tan fácil —respondió el jefe.

—¿Y por qué?...

—Porque yo tengo qu'encomendar la catura al coniesario’el partido.

—¿Y di’ay?

—Di’ay qu'el comisario’el partido es Fuggipresto en carne y güeso, y me parece difícil que se resine a caturarse a sí mesmo!...

—¡Estoy partido! —dijo el gringo y cayó al suelo.

Lo que se escribe en pizarras

La sobremesa se había prolongado más de lo habitual. El fogón estaba moribundo y las grandes brasas, reducidas a como pequeños rubíes engarzados en la plata de la ceniza, carecían ya de fuerza para mantener, siquiera tibia, el agua de la pava. El sueño iba embozando las conversaciones, y con frecuencia los dedos negros y velludos tapiaban, cual una reja, las bocas, para impedir que los bostezos escaparan en tropel bullicioso.

Don Bruno, el tropero, que llevaba ya tres días de permanencia en la estancia, fue el primero en ponerse de pié, diciendo:

—Ya es hora de dir a estirar los güesos y darle un poco ’e gusto al ojo, que mañana hay qu’estar de punta al primer canto ’el gallo.

—¿De modo que ya nos deja? —preguntó por urbanidad el estanciero.

—A la juerza. Primero que ya el incomodo es mucho, y dispués, agua que no corre se pudre.

Don Bruno salió en compañía de Niverio, a quien dijo cuando estuvieron solos:

—Yo no espero más; por cumplir la promesa que le hice a tu finao padre, he venido a buscarte ofreciéndote mi ayuda. No puedo esperar más: o venís mañana conmigo, o arréglate por tu cuenta. ¿Has entendido?

—Sí, padrino,—respondió el mozo.

—Güeno ¿vamos a dormir?

—Vaya diendo, ya lo sigo.

Cuando el tropero entró al cuarto de huéspedes, Niverio fué sigilosamente hacia el portón que cerraba el patio de la estancia.

Goyita lo esperaba impaciente.

—¡Cómo has tardado! —reprochó.

—Había que decidirse, —respondió con tristeza el mozo.

—¿Te vas?

—A la juerza! Tu tata se ha encaprichao en no dejarme casar en antes no tenga yo un pasar... ¿Y cómo vi’a tenerlo con mi sueldo de pión?... Por más que economice, aunque me prive hasta ’e pitar, llegaría a viejo sin tener ande cairme muerto... ¡Sería lo mesmo que querer enllenar un barril de agua alzandolá del arroyo con las manos!... Y pa quedarme aquí y estarte viendo tuitos los días y codiciándote a tuitas horas, es más mejor que me largue a correr mundo...

Hubo un silencio; luego Goyita dijo con voz emocionada:

—Ya sé que voy a sufrir mucho con tu ausencia, que los días me van a parecer años y las noches siglos, pero tengo confianza en que vos sabrás conseguir ese pasar que tata exige... ¡Si tuviese la misma confianza en que no me has de olvidar!

—¿Podés dudar de mí?

—No quiero dudar!... Pero... ausencia causa olvido...

—¡Pa quien no sabe querer, pa quien no tiene tuita el alma ocupada por un solo cariño! —respondió el joven con vehemencia.

Y luego:

—¡Con tal que vos no dejes secar por falta ’e riego el clavel de nuestros amores!...

—Te podés ir tranquilo: tuitas las noches lo regaré con lágrimas, que no hay nada mejor pa conservar las plantas del cariño!...

A la madrugada siguiente Niverío partió, rumbo a lo desconocido y a lo incierto; y Goyita quedó triste, sombría y silenciosa como un pozo abandonado en cuyo brocal derruido, las yerbas crecen y se entretejen privando de aire y de luz a las aguas que dormítan en el fondo.

Transcurrió un año; varios años transcurrieron.

De tiempo en tiempo los novios se cambiaban cartas rebosantes de cariño y de esperanza y de renovación de firmeza en el cumplímiento de la fe jurada.

Los azares de la vida de tropero llevaron a Niverio lejos, muy lejos del pago natal, y eso unido a la existencia constantemente errante, hizo que la correspondencia se fuese espaciando de más en más.

Con ello y con la acción disolvente de los años, resultó que las cartas se tornaron cada vez más breves, menos sentidas, menos fervientes, cual si la tarea de escribirlas hubiese cesado de ser una cálida satisfacción para convertirse en el frío cumplimiento de un deber.

Seis años más tarde, cuando Niverio había logrado reunir un capitalito, resolvió el regreso. La decisión fué por cierto espontánea. Aventuras amorosas, —pasajeras, es cierto, pero que a pesar de ello siempre alguna huella dejan,— fueron haciendo empalidecer la imagen de la consagrada.

Sin embargo, su lealtad y la esperanza de que al volver a verla renacería integramente el amor de la infancia, lo decidieron a partir...

Desde el primer momento se encontraron recíprocamente extraños. El tiempo, que borra hasta las inscripciones esculpidas en el granito de las losas funerarias, había borrado también las simpatías, que sus juventudes juzgaron inmutable y eterna.

¡Y para eso habían sacrificado seis años de existencia, regando con lágrimas una planta que tenía secas las raíces y cuyas hojas amarillentas perduraban aún por milagro!...

¿Era razonable sancionarlo sin remisión por el simple deseo de cumplir la palabra empeñada?

—Veo que ya no me querés de amor, —expresó Niverio.

—Igual veo yo en tí, —respondió Goyita.

—¿No sería mejor que nos contentáramos con ser güenos amiguitos?

—Me parece mejor. El tiempo borra.

—Por eso es güero escrebir en pizarra los compromisos de amor!...

Por amor al truco

Don Basilio, antes de ser don Basilio, cuando era Basilio Peralta, el hijo mayor de don Braulio Peralta, uno de los más fuertes ganaderos de Curuzú-Cuatiá, fué un mozo alegre y aventurero.

Trabajador, arreglado, era de una generosidad prudente, gastaba una docena de pesos, compartiendo con un amigo famélico, una buena cena y un beberaje copioso, porque los cobraba con la satisfacción de la compañía.

Pero si al partir, ese amigo le pedía unos centavos, invocando tal o cuales necesidades, Basilio no tenía casi nunca níqueles disponibles, y si alguna vez daba, hacíalo a regañadientes y guardando rencor al pedigüeño.

Gustábale organizar, en su casa, grandes fiestas, bajo cualquier pretexto; y más contento quedaba, cuanto mayor era el número de los invitados concurrentes.

Las comilonas, las vaquillonas con cuero, el amasijo que consumía una carrada de leña, las varias damajuanas de caña, amén de los guisados y los pasteles y los postres, hacían ascender a sumas crecidas cada una de esas fiestas.

Empero, él no lo sentía, por aquello de que sarna con gusto no pica, y esas verbenas eran su vicio.

Se cobraba satisfaciendo su vanidad, teniendo auditorio sumiso para sus relatos insustanciales, y, sobre todo, «piernas» para jugar al truco, todo el día y toda la noche, por fósforos.

Era en realidad, un profundo egoísta, convencido, sin embargo, de ser un hombre excepcionalmente bueno y generoso.

Por eso, cuando debido a los gastos excesivos, unidos a su desidia e incapacidad administrativa, su fortuna mermó considerablemente, se quejaba con amargura, de los cuervos, a quienes hartó en sus épocas de opulencia y que ahora, no sintiendo olor de la carniza, pasaban de largo, volando sobre su casa.

Empezó a aburrirse de un modo atroz; y fué entonces que le vino la idea de casarse. Cierto que iba ya frisando la cincuentena, que su físico no tenía nada de atractivo, —obeso, mofletudo, ñato, los dientes comidos por la caries, el rostro cubierto por la frondosidad capilar,— pero era todavía bastante rico para comprar mujer.

Y muy poco después se casó con Martinetta, la joven hija de un chacarero italiano.

¡Feliz idea!... Lo primero que hizo fué enseñarle a jugar a! truco. Durante las comidas, le espetaba sus narraciones de hechos pueriles, que ella, al principio, escuchaba disimulando los bostezos y después sin disimularlos.

Y apenas concluida la comida, a la mañana como a la noche, se sustituía el mantel por la carpeta, y empezaba para la pobre chica el tormento del truco.

Su juventud protestaba contra aquella servidumbre. Al principio tímidamente:

—¡Tengo sueño!... ¡Vamos a dejar!...

—Vamo el último y dejamo —respondía Basilio. —Y seguían; y llegó un día en que ella se negó rotundamente a acompañarlo.

Basilio sufrió mucho. ¡Valía la pena haberse casado para tener una esposa que se dormía cuando él le hablaba y que se resistía a jugar al truco!...

Y estuvo triste hasta la tarde en que la vieja Paula, la cocinera, madre de Sandalio, el único peón que le quedaba, le dijo, mientras levantaba la mesa, después de haber partido Martinetta:

—Yo no sé cómo la patrona no le gusta el truco, un juego tan lindo...

—¿Y vos sabes jugar si truco? —preguntó con ansiedad el patrón.

—¿Si sé?... ¡Y me tengo una fé bárbara!... ¡Pa ganarme a mí un «vale cuatro» carece ser muy toro y apuntarse con la espadilla y el bastillo!...

Desde esa misma tarde, empezó la partida, que se repetía todas las noches, continuándose hasta al amanecer del día siguiente.

—¡Truco!

—¡Retruco!

—¡Vale cuatro!...

—¡Envido!

—¡Real envido!

—¡Falta envicio!..

—¡Tengo flor!

—¡Contraflor al resto!...

Don Basilio estaba encantado. Aquello duró varios meses. Pero he ahí que una noche, doña Paula, le ganó dos «vale cuatro», una falta y tres «restos», el último con treinta y ocho pies. Don Basilio se «calentó» —¡no era para menos!— tiró los naipes y se fué a dormir...

Si no hubiera salido del comedor gritando y metiendo barullo, habría visto en su alcoba al hijo de Paula jugando al truco con Martinetta; pero alcanzó a ver lo bastante para indignarse todo cuanto le permitían su adiposidad y su natural bondadoso.

Su primer impulso fué matar a Martinetta, a Sandalio y a la vieja Paula; pero, hombre serio como era, ante la resolución tan seria, resolvió consultarlo con la almohada...

¡Qué vida más triste!... ¡No tener a quién hablarle y no tener con quien jugar al truco!... Dos meses, más de dos meses pasaron así; pero aquello, no podía continuar, se imponía una solución. Precisamente, don Basilio estaba pensando en ello, los codos apoyados en la mesa, la cara entre las manos, cuando Paula, ocupada en acomodar la vajilla en la alacena, preguntó humildemente:

—¿Este naipe, qu’está al ñudo aquí, lo tiro, patrón?

Él permaneció un instante indeciso. Luego ordenó:

—¡Poné la carpeta!

Ella la puso.

—¡Sentáte!

Ella se sentó.

—¡Da las cartas!..

Ella dió.

Y, en seguida, alegres, como antes:

—¡Truco!

—¡Retruco!

—¡Flor!

—¡Contraflor al resto! —gritaban sin fatigarse, hasta la llegada del día, y sin preocuparse de Martinetta y de Sandalio que, en el altillo, jugaban también al truco, diciéndose en voz muy baja:

—¡Envido!...

—¡Quiero!...

Isto e uma porquera!...

—¿Saben a quién prendió la policía ’el Payubre?

—¿A quién?

—A Sinforiano Benítez.

—No conozco animal de esa marca...

—¿No conoces a Sinforiano Benítez, el matrero de Montiel, de más menta y más asesino que el finao Manduquiña Mascareñas?...

—¿Y quién te dijo a vos, —interrumpió don Melchor, patriarca del fogón,— qu’el finao Manduquiña fué un asesino?..

—Las malas lenguas, quizá...

—¡Como la tuya!...

—Pero no sería por santo que lo ajusilaron.

—Por santo no, pero sí por zonzo, que viene a ser cuasi lo mesmo.

—Usted conoce l'historia ’e Manduquiña Mascareñas?

—¡No vi’a conocer!... ¿Se han creído que soy ternero mamón, como ustedes?... Lo conocí dende potranco. Él era de Uruguayana, pero supo vivir mucho tiempo aquí en Corrientes, puestero del portugués Sousa Cabrera Pintos, que tuvo una gran estancia en el Batel...

—Que también anduvo enredao en el crimen...

—Que jue el verdadero criminal.

—Sin embargo, la justicia no le dió pena...

Irguióse el viejo y agitando violentamente la diestra, sentenció:

—¡Lo asolvieron los jueces!... ¡Los jueces no son la justicia!... Pónete ese pucho en l’oreja!...

—Güeno yo no porfío; pero a la fin, ¿Manduquiña mató o no mató?

—Mató.

—¿A una mujer?

—Y a la cría.

—¿Y no jué asesino?...

—No. El asesino jué l’otro.

—¿Cuál?

—Sousa Cabrera Pintos.

—Güeno, viejo; pero desenriede, porque ansina est’atando muchos tientos, pero la trenza no se ve!...

Agachó el lomo el viejo hasta casi tocar las cenizas de sus barbas las cenizas del fogón, y dijo con aspereza:

—Al eje ’e las carretas hay qu’engrasarlo pá que no se queme, y al tragadero ’el cristiano hay que remojarlo con caña pa que refalen las palabras...

—¡Velay, viejo... —dijo un pardito, alcanzándole una jimeta que sacó de la caña de la bota.

Bebió don Melchor, carraspeó, y devolviendo la botella exclamó:

—De contrabando!

—Dejuro. ¿No es güeña?

—¡No es pa vos esta caña!...

—¿Por qué?

—Por qu’es caña pa negros y vos no sos más que mulato... Búscate una menos juerte...

—La culpa no la tiene él, —defendió un gauchito;— cuando la compró en Uruguayana, el pulpero dormía y la estiva estaba a oscuras... Siga el cuento ño Melchor.

—Sigo. Lo que pasó, pasó d’esta suerte: Souza Cabrera Pintos, ya tenía encima una ponchada de años cuando se casó con una brasileña ricaza, pero más brava que un ají cumbarí. Y cuando s’enteró que el hombre tenía en el mesmo campo una amiguita, cuasi le priende juego al campo, al rancho y hasta al jipijapa roñoso y al levita de lustrina qu’el portugo usaba tuito el año. Jue entonces qu’él llamó a Manduquiña y le dijo:

—Mira. Aquí v’haber un enriedo ’e familia y eso no está bien, porque ante todo, uno debe honrar y respetar la familia.

—Con certeza —afirmó Manduquiña.

—Cuando en un campo hay una planta ’e abrojo carece arrancarla...

—Nau tem dubida!...

—Güeno... A Mariquiña es el abrojo y preciso que la arranqués...

—¿Que en l'arranque?

—¡Que la matés, animal!

—Hum!... isto e muito peligroso...

—No hay peligro ninguno; yo te vi'a dar un papel dejando constancia que la matas por orden mía y que yo soy el responsable de esa muerte.

—Si e asim.

El patrón escribió el papel y Manduquiña cumplió fielmente el mandato.

—Lo prendieron. Al interrogarlo confesó el crimen, tranquilo, sonriendo y dijo;

—Eu no so responsabil.. Aquí tein a carta do patrón qui ordenóme...

El comisario agarró el papel y leyó:

«Señor Lucas Pereyra.—Mi peón Manduquiña

Mascareñas va a apartarle hasta doscientos novillos de invernada. Entregúeselos y páseme la cuenta.—Juan Francisco Sousa Cabrera Pintos...»

Rieron los peones y uno de ellos preguntó:

—¿Y que dijo Manduquiña?

—Dijo: Isto si qu’e uma porquera!... Eu que degolé a china y de yapa a rapaziño pa cumplimentar o patraon, mi paga asem!... Mais, o culpabei e él, ¿naum é verdade?

—El único culpable sos vos...

—¿E van me meter na cudeira?

—Por lo pronto, hasta que sentencien y te efusilen...

—¿Van me fusilar?... —gimió Manduquiña... Y dispués, llorando como una criatura dijo:

—¡Isto si qu’e uma porquera!...

Un despertar

Había cerrado la noche, y agotada la grasa del candil, la cocina hallábase casi en tinieblas, pues las brasas del fogón apenas iluminaban débilmente y a intervalos, el rostro de Peregrina, quien se sorprendió cuando Cleto, casi al lado suyo, le dió cariñosamente las buenas noches.

Sin acritud, pero con firmeza, advirtióle la joven:

—Ya sabes que no debemos encontrarnos solos... ¿Qué querías?

—Verte.

—Si no andás con los ojos cerrados, me podés ver todo el día; y más mejor que aura, en lo oscuro.

—Y hablarte.

—Yo no te puedo escuchar; ya te lo dije ves pasada, y vos me prometiste respetar mis razones.

—¡Pero es que no puedo olvidar! —gimió el mozo.

—Yo tampoco te olvido.

—¡No puedo resinarme a verte casada con otro!...

—¡Yo tengo que resinarme y sufrir más que vos, acollarada a un hombre que nunca podré querer, pero al cual he de serle fiel toda la vida!...

—¡Y me condenás a quedar como ternero guacho?

—Casi siempre vale más criarse guacho que alimentao por una madrasta!

Con voz ahogada por la pena, gimió el mozo:

—¡Ya no me querés!... Tu amor jué una linda fruta que se cayó verde del árbol.

—¡Quizás por demasiado grande!

—¡Tal vez por falta ’e juerza!... Dende perjeños juimos amiguitos, y eramos entuavía unos mocosos, cuando una tarde, en la orilla’el arroyo, juramos que habríamos de ser marido y mujer, que habríamos de pasar la vida juntitos como el casal de torcazas qu’en ese mesmo estante s’acariciaban sobre una rama del tala grande que cuida la boca de la picada!...

Yo te marqué en la boca con un beso y vos pusistes en mi boca la marca de tus labios!... ¡Marcas a juego, Peregrina!... y esas marcas no se borran!...

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —respondió sollozando la moza.

Y luego, en arranque violento y desesperado, exclamó:

—Como sube en la olla la leche hirviendo, y se desparrama y se quema, así me sube del corazón a la garganta el cariño que te tengo y las palabras se desparraman por mis labios!... Nunca he querido, ni nunca querré a otro hombre que vos, Cleto!... Pero tata ordena que me case con otro, y aunque se m’enllene de yuyos el alma, tengo que obedecerle!...

—¡Es una iniquidá de tu padre!

—¡Es mi padre!

—¿Y lo querés más que a mi?

—¡Dejuramente!... ¡Quien no quiere a sus padres no sabe tener ley a nadie!...

En el colmo de la exaltación, acercándose, tendiendo los brazos, Cleto imploró:

—Juyamos juntos, Peregrina!... Yo no tengo miedo a ningún peligro, ni asco a ningún trabajo!... Vení conmigo! El campo es grande, la tierra es güena: ¡no nos ha’e faltar la horqueta de un árbol, o el abrigo d'una masiega p’hacer nido!...

Ella lo rechazó con violencia.

—Si me hablás así, vi’a crer que no me querés!... Yo moriré de pena, pero salvaré la vida a tata...

Cleto se contuvo, permaneció un instante en silencio; y después, ya serenado, exclamó:

—Tenés razón... Perdóname que en la locura de mi encariñamiento te haiga ofendido a vos y al patrón... Adiós, Peregrina!...

En ese mismo momento, la voz ruda e imperiosa de don Cenobio resonó a espaldas de la enamorada pareja:

—¿No pensás servir la cena entuavía? —dijo; y en seguida, fingiendo advertir recién la presencia de Cleto; agregó con aspereza:

—¿Qué hacés vos aquí?...

El mozo intentó una disculpa; él lo interrumpió con violencia:

—Los piones en el sitio ’e los piones! ¡Andá’tu sitio!...


* * *


Era don Cenobio un cincuentón robusto, criollo como el ombú y el apio cimarrón. Hijo de la miseria, logró, a fuerza de voluntad y trabajo, ascender de simple peón de estancia, a mayordomo y a propietario de campos y haciendas.

Nunca supo quien fué su padre; perdió tempranamente a su madre; carecía de hermanos y no conocía parientes. Se casó tarde y su mujer murió al dar a luz a Peregrina.

El enérgico y laborioso criollo vivió consagrado a dos cariños, que en su alma fértil, ramificaron con lujuria de vicios: su tierra y su hija.

Una de esas inevitables contingencias a que están expuestos los más previsores industriales, le forzó a hipotecar al pulpero Sopeña, un potrero de mil hectáreas, la flor de su campo, en la barra del Yagua. Persistió adversa la suerte, y el terreno pasó a dominio del prestamista.

Don Cenobio sufrió lo indecible; sufrió lo que sufre un pueblo a quien el adversario victorioso le arrebata una porción de su territorio. Rescatarlo, de cualquier modo, a cualquier precio, fué desde entonces su idea fija. Trabajó, luchó, economizó, sin conseguir reconquistar el perdido florón de su corona: Sopeña había declarado que no lo cedería ni aunque le ofreciera el quíntuplo de su valor.

La terquedad del pulpero causaba la desesperación de don Cenobio, cuyo carácter fué agriándose día a día, y cuyo odio llegó a inspirarle serios temores:

—Estoy viendo —decía— qu’en cualquiera ocasión, me vi’a disgraciar por ese roña!...

Pero un acontecimiento inesperado se interpuso: Pancho, el hijo de Sopeña, andaba muriéndose por Peregrina, sin qué le desanimaran los continuos desaires de la moza. El padre del galán, interesado en esa unión, le hizo una «tanteada» al viejo hacendado.

—¿Darle m’hija a un hijo suyo?... ¡Ni una yegua ’e mi marca!...

Pero cuando el mañoso comerciante le insinuó el propósito de restituirle el campo, empezó a ceder. Tímidamente, como quien sabe que comete una mala acción, comunicó a Peregrina la proposición del pulpero; y ella, conocedora del estado de ánimo de su padre torturado por la idea fija de reconquistar su terreno, se resignó al terrible sacrificio.


* * *


Al día siguiente de la escena de la cocina, don Cenobio, hizo llamar a Cleto, y en presencia de Peregrina, le dijo:

—Ensillá y andá decirle a Sopeña qu’e riflixionao en que el potrero’el yagua vale mucho menos que m’hija... y cierto cachafaz a quien recién noche he conocido.

Y como ambos jóvenes, profundamente emocionados, permanecieran inmóviles, con angustiosa interrogación en las miradas de sus ojos húmedos, el viejo ordenó con imperio:

—Andá!... Y desiseló asina!...

La salvación de Niceto

Desnudos el pie y la pierna, desabrochada la camisa de lienzo listado, dejando ver el matorral de pelos grises que le cubrían el pecho, un codo apoyado sobre el suelo y sobre la mano la vieja pesada cabeza, don Liborio parecía dormido; dormido como carpincho al borde de] agua, en el crepúsculo de un atardecer tormentoso.

La línea de uno de los aparejos pasaba por entre el dedo gordo y el índice del pie derecho, de modo que la más mínima picada le sería advertida inmediatamente. El otro aparejo estaba sujeto por la mano izquierda, perezosamente extendida sobre la hierba, a lo largo del cuerpo.

Don Liborio parecía de mal humor, aquella tarde. La botella de ginebra estaba intacta; el fogón sin encender, el mate sin empezar y en los labios del viejo pescador no se veía —¡cosa asombrosa!— el pucho de cigarro negro.

Sin duda: don Liborio debía estar enfermo...

Pedro Miguez, que se había acercado con la idea de pasar un buen rato escuchando los cuentos interminables del viejo, consideró haber hecho un viaje inútil.

—¿Pescando, don Liborio? —había preguntado con afabilidad; y el otro, con dureza:

—¡No, dando 'e comer a los pescaos!... Si aura hasta los doraos y los surubises parecen dotores!... Pa comer la carnada son como cangrejos pero cuidando'e mezquinarle la jeta al fierro!...

—Vea, ahora está picando —indicó el forastero.

—¡Picando! ¿picando qué?... la gurrumina, el sabalaje no más!... pescao serio ninguno...

Ya no va quedando más qu'eso en el país, gurrumina, sabalaje, resaca!...

El viejo gritó casi la última frase. Luego, fregándose la barriga con la palma de la ancha y velluda mano, se quejó:

—¡Desde ayer que las tripas no hacen más que corcobiar dentro el corral de la panza!...

Pa mí que son los gíievos de ñandú que comí antiyer y mi han patiao...

—¿Comería muchos?...

—No, m'hijo; a gatas una media docena...

—Si quiere un trago'e caña con guaco —ofertó, el mozo— yo traigo aquí.

—Hombre, eso mi ha'e sentar.

Miguez alcanzó el frasco; don Liborio bebió un sorbo pequeño; luego uno mediano; después se fué a fondo en una de trago y buche.

—¡Aj, aj!... Esto alibea.

La fisonomía del viejo cambió casi repentinamente. Sus ojos volvieron a adquirir la habitual mirada picaresca, burlona y buena al mismo tiempo; los labios tornaron a sonreír, como galvanizados al contacto del cigarrillo negro, cuya nostalgia experimentaba desde hacía varias horas.

Don Liborio no tardó en recuperar su locuacidad. Sin moverse de su sitio, empezó a encender el fuego y a apreparar el amargo.

—Tarde fiera —dijo; estas tardes asina, ahumadas, cuasi siempre son de mal presagio. Era una tarde mesmo asina d'esta laya, en invierno pasao, cuando se salvó el finao Niceto...

—¿Niceto Benavidez?

—El mesmo.

—¿Y no murió?

—Dejuro; por algo dije el «finao» Niceto... ¡Pobrecifo!... La polecía lo traiba al trote sin dejarlo ni resollar un ratito a gusto...

—¿A causa?...

—A causa‘e que Niceto era corto'e vista y ocasiones confundía las marcas cuando diba a carniar una res... Güeno; al fin del invierno pasao lo cargaron, apurándolo, y el hombre no tuvo más recurso que ganar los embalsaos del Mandisoví... Largó el caballo y se metió a pie entre la basura 'el bañao. Los melicos no se atrevieron a seguirlo y el hombre dispués de estar cuasi seguro comenzó a carcular que hubiera sido mejor hacerse matar a chumbo, porque de tuitas maneras, ¿cómo iba a salvar de allí?... ¡Pero, amigo, cuando está ‘e Dios que un cristiano se ha'e salvar, es al ñudo!...

Después de cebar un mate, beber un trago de caña y dar una gran chupada al cigarro, don Liborio continuó:

—¿Quién le dice amigo, que con el repunte juertisimo que traiba el arroyo, se arrancó un pedazo'el embalsao y ahí me lo tiene a Niceto Benavidez, navegando Uruguay abajo y dejando a los melicos con media cuarta'e narices, guardando la puerta, esperando qu'el hambre lo echara p‘ajuera!..

El hombre iba contentísimo, y como era noche y muy oscura, se tiró a dormir, pensando que al otro día tendría tiempo pa elejir puesto ande desembarcar.

Pero, amigo, cuando comenzó a rayar el día y Niceto se dispertó contentazo del güen cómodo del barco, se le pararon los pelos de punta al ver que iba otro pasajero junto con él...

—¿Algún melico?

—¡Un tigre!... Niceto era guapo y quiso hacer frente; pero la fiera a la cuenta muerta de hambre, no le dió tiempo pa nada. De un salto lo acható sobre la isla, y en cuatro zarpazos lo pasó pa dijunto... Vea amigo, las cosas qu'están escritas allá arriba pa sentencia'e cada cristiano!... Cada vez que me acuerdo cómo se salvó Niceto...

—¿Pero no dice que lo mató el tigre?

—Dije ¿y qué?

—¿Y cómo dice entonces que se salvó?

—Seguro. Dije que se salvó'e la polecía. Nada más...

Mosca brava

Lo habían apodado así y él aceptaba gustoso el sobrenombre y afanábase en justificarlo.

A falta de hombría, de valor físico y de valor moral, el poseía como el insecto aludido, un aguzado aguijón y una gran agilidad para esquivar el peligro.

Pero si la mosca brava tenía la débil atenuante de hacer daño para nutrirse, por razones de supervivencia, Dermidio no se hallaba en igual caso: él dañaba por mero entretenimiento. Incapaz de labrarse su propia felicidad por medio de un esfuerzo constante, complacíase en mortificar la ajena, urdiendo intrigas y sembrando desconfianzas.

Había en la estancia de Craguatá un mayordomo muy viejo, tan viejo que ya no podía comer matambre asado ni contar cuentos ni sacar una carta del medio jugando al truco por tortas fritas.

Entonces él mismo recomendó al patrón un sucesor, Gervasio Ayala, un muchacho casi, pero que don Ambrosio, el mayordomo, conocía bien, y de cuya seriedad, honradez y competencia no trepidaba en salir garante. El patrón había objetado:

—Me parece muy cachorro y temo que no le obedezcan de buena gana.

Y el viejo:

—Pierda cuidao, don Antonio. Si no obedecen de güeña gana, lo harán de mala, pórqu’ese cachorro es de raza y sabe morder.

—Recién albíerto, —dijo con sorna el patrón,— que tiene cierto parecido con usted.

—Sí, es medio pariente, —confesó don Ambrosio ruborizándose.

Gervasio Ayala ocupó la mayordomia, y después de darle posesión del cargo, su protector, le dijo:

—Tuita la pionada es güeña, pero cuídate de Dermidio, «Mosca Brava», qu’es remolón p’al trabajo y guapo p’al lengüeteo y el enriedo.

—Dejeló por mi cuenta, —respondió el mozo.— La mosca brava no molesta más que a los impacientes que la espantan a manotones; ella juye, güelve otra güelta y cuanti más se calienta uno, más fácilmente se escapa. Yo sé un modo de arreglarla...

—¿Cuál?

—Más fácil que trenza’e tres: dejarla que se pose y que pique, y entonces reventarla de un cachetazo. A la mosca brava y al aguatero, es muy difícil cazarlos al vuelo...

De inmediato la «Mosca Brava» empezó a revolotear sobre la cabeza del joven capataz. Una vez le había dicho insidiosamente a don Antonio:

—Vea patrón, recorriendo el potrero chico vide un portillo en el alambrao: a la cuenta el mayordomo no lo albirtió... Si quiere alzo la máquina y voy a componerlo.

—Mañana veremos, —respondió el patrón, y puso el caso en conocimiento del mayordomo cuando éste regresó del campo.

—Ese portillo lo abrí yo mesmo pa'hacer salir un güey de ño Facundo que había saltao el alambre. Lo repunté hasta el otro lao del Sauce y a la güelta compuse el alambrao.

A esa primera mortificación de «Mosca Brava» siguieron varias otras, sin que el mayordomo le hiciese el menor apercibimiento.

Pero llegó un día en que el fastidio fué demasiado grande.

Una tarde «Mosca Brava» fué de visita a casa de Petronila, la novia de Gervasio. Ella le cebó mate, se habló de cosas indiferentes y, a punto de marcharse, dijole:

—Lamento tener que pagarle su mate con una mala noticia.

—¿Qué noticia? —preguntó la joven empalideciendo.

—Que «don» Gervasio dende qu’es mayordomo de Caraguatá echa más humo que leña verde... La hija de un puestero, como es usté, ya no lo halaga pa mujer y le anda arrastrando el ala a la hija menor de don Serapio, el dueño ’e la estancia El Grillo...

Una hora más tarde Dermidio se enteró de la infamia. Hizo tranquilamente su habitual recorrida, regresó a las casas algo más tarde que de costumbre y, como de costumbre, fué a sentarse en la rueda del fogón.

Cuando todos los peones estuvieron presentes, se levantó con lentitud, levantó el talero y dió con la lonja un soberbio golpe en la cara al calumniador...

Este se levantó a su vez, se puso pálido, hizo ademán de sacar armas, pero ante la actitud serena y resuelta del mayordomo, inclinó la cabeza y salió.

—¿Ha visto cómo se revienta una mosca brava? —interrogó Gervasio dirigiéndose a don Ambrosio.

Las dos ramas de una horqueta

El indiecito Dalmiro dijo:

—El mate está labáo, el agua está fría, s’está apagando el juego, y don Eulalio entuavía por contarnos el cuento prometido.

—Es que no encuentro muchacho.

—¡No va encontrar usté qu’es capaz den encontrar en una noche escura un arija perdida entre el pasto!...

—De un tiempo no digo; pero aura, m’está dentrando la cerrazón en la memoria.

—Con el sol de la voluntá no hay cerrazón que no se redita.

—Es que hasta la voluntá maulea cuando el carro ’e la vida está muy recargao de años.

—¡Mañas, no más, don Eulalio!...

¡Si usté por cada año que carga, tira dos en la orilla del camino!

—Don Eulalio, —afirmó Marcelo,— es mesmamente como las higueras: a la caída ’e cada invierno parece que se han secao, y al puntiar la primavera reverdecen y retoñan.

—Y las brevas son más lindas cuanti más añares tienen.

Sonrió el viejo, halagado en su vanidad, y contestó de este modo:

—Dan higos mejores, pero dan más menos.

El indiecito Dalmacio, el único que se permitía irreverencias con el patriarca de la estancia, exclamó:

—¡Dejesé de amolar! A usté le gusta que le rueguen como a niña bonita!... Está mentando vejeces y entuavía la semana pasada se l'enhorquetó al redomón rabicano de Mauricio y lo hizo sentar en los garrones a tironazos!...

—El poder de la esperencía, muchacho, nada más qu’el poder de la esperencia...

—Si; y pu'el poder de la esperencia cualquier día v'a salir encontrando novia y volviéndose a casar... Y, a propósito, don Eulalio... ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D’eso si ha ’e acordar.

—Dijuro. ¡Disgraciao el hombre que se olvida de eso y de la madre!

—Güeno, dejesé de chairar y corte.

—Me gusta la cancha, y si la vista me ayuda y el pulso no me tiembla, puede ser que me apunte una clavada... El enredo empezó ansina:

«Primitivo Melgarejo y yo nos habíamos criao juntos en la estancia «El Recoveco». Nos habíamos criao juntos como una yunta ’e güeyes siempre en el trabajo uñidos en el mesmo pértigo y acollaraos siempre también en el pastoreo.

«Primitivo era un güen muchacho, pero lerdón pal trabajo y cuasi siempre yo debí doblar el esfuerzo p'alivianarle el trabajo.

«En una ocasión me dijo:

—«Mira hermano: yo no sirvo pa pobre; y como tampoco sirvo pa ladrón, es juerza que me haga rico de un sólo tiro, o sino, que me zambulla en el arroyo atao de pieses y manos.

—«¿Qué pensás hacer? —le pregunté yo.

—«Y él me dijo: Tengo el plan hecho. Micaela, la hija única de la viuda’e Pérez es un partido como pa echarse a dormir la siesta pa tuita la vida. Le he hecho varias entradas y me parece que cabrestea.

—«Es fierona», —dije yo; y él dijo:

—«Ya lo sé; pero caballo que no es pa paseo, no importa que no sea lindo.

«Me pidió que lo acompañase, yo juí p’hacerle servicio entreteniendo a la vieja y a Manuelita, una parienta lejana que la viuda había criao medio como piona y medio como de la familia... Y aconteció que poquito a poquito se jueron enredando nuestros cariños y resultó que al cabo unos meses, en vez de un casorio, el fraile acollaró dos yuntas en el mesmo día...

—¿Y asina jué que se casó, don Eulalio?...

—Asina pasó, m’hijito. El amor es, como partida ’e monte: uno dentra apuntando un rialito pa despuntar el vicio, y dispués se juega hasta el caballo ensillao...

—Pero usté ganó la partida...

—¡Ya lo creo que la gane!... ¡Fue una santa la finada y hast’aura la estoy llorando, y hace más de diez años que se me jué!... Treinta años vivimos juntos y mil hubiéramos vivido sin que se gastasen nuestros cariños... Ricos no juimos nunca; pero carne pal puchero y trapos pa vestirnos nosotros y los potrancos, no faltó nunca... En cambio el pobre Melgarejo...

—¿Se augó en el arroyo’el matrimonio?

—Sí. La mujer le resultó pior que un alacrán, y a la fin, por no matarla, tuvo que mandarse mudar, y sin juerzas pa peliarla, su vida se jué deshaciendo como tapera.

Subsiguió un largo silencio, roto por el indiecito Dalmiro que filosofó así:

—Es al ñudo: mujer que compra marido, lo compra pa lucirlo, pero no pa quererlo...

Crítica autorizada

¡Noche de incomparable alegría! Una alegría silenciosa a fuer de intensa.

Los aplausos prodigados por el público durante toda la representación y la delirante ovación que subsiguió a la lenta caída del telón en el último acto, hicieron que doña Ruperta y su sobrina Julieta lloraran a lágrima viva, en el paroxismo de la emoción.

Una emoción que no era producida por las intensas situaciones del drama, sino por el entusiasmo de los espectadores, por la embriaguez del triunfo. La buena señora necesitó emplear grandes energías para dominar el vehemente deseo de erguirse en el palco y gritarle a la multitud:

—¡El autor de esa maravilla es mi hijo, mi hijo Baltasar!...»

Y a la pequeña Julieta se le llenaban los ojos de lágrimas y la emoción echábale un nudo en la garganta, pensando de cuántos esfuerzos y abnegaciones habría menester, para hacerse digna de su glorioso prometido.

Don Fidelio, halagado en su vanidad de padre, tosía de cuando en cuando para mantener digna compostura.

Al regreso a casa, todos hablaban al mismo tiempo comentando la victoriosa jornada.

Baltasar no habría seguramente, de dedicarse a fabricar comedias haciendo de ello una profesión.

Él era rico; faltábale un año para recibir su diploma de abogado: un brillante porvenir le esperaba; pero aquel éxito completo obtenido ante un auditorio selecto era la consagración de los talentos de Baltasar, la evidencia de que, simple «virtuoso» era capaz de producir obras de arte más bellas y emocionantes que las de nuestros profesionales del teatro.

Más tarde, las horas de ocio que le dejaran la atención de su bufete, las agitaciones políticas y los deberes sociales, escribiría otras obras, dándose de tiempo en tiempo la satisfacción de un baño de luz de gloria. Y ante las felicitaciones de los amigos, sonreiría desdeñosamente y respondería parodiando a Eugenio Cambacéres:


—«Soy rico, tengo poco que hacer y para matar el tiempo escribo.»


—¡Que lástima que abuelito no haya podido ir a ver la obra! —exclamó misia Ruperta.— El que conoce tanto esas cosas, se habría llevado un alegrón.

Al día siguiente toda la familia, que —exceptuando el abuelo, don Martiniano— se levantaba habitualmente a las once, madrugó para leer ávidamente los juicios de los diarios sobre el estreno.

Todos ellos concordaban en el elogio ditirámbico: Un nuevo astro había aparecido en el firmamento de la literatura dramática nacional. «El triunfo del amor y del coraje» —que así titulábase la obra— era un drama magistral, admirable por todos conceptos. El crítico de un diario menesteroso, remataba así las dos columnas de su juicio hiperbólicamente elogioso:

«Baltasar Valdibia no es todavía un Shakespeare, pero es de la madera que se hacen».

Terminada la lectura fueron a la cocina en busca de don Martiniano, quien, por inveterada costumbre, se lo pasaba allí desde el alba hasta la hora de almuerzo, amargueando y charlando con la china cocinera.

—¡Venga, abuelito! ¡venga a ver cómo hablan los diarios de la obra!

—¡Un exitazo, abuelito!

—A Ver, lean —replicó el viejo...

Baltasar leyó uno de los artículos y al terminar interrogó:

—¿Qué le parece?... Voy a leer este otro.

—Esperá, respondió el abuelo.—¿No dijiste que todos los críticos dicen más o menos lo mismo?... Entonces es inútil que sigas, y te digo con franqueza que ese crítico es un burro...

—¡Pero abuelito!... ¡Es el famoso crítico de «La Correspondencia», don Sebastián Melgarejo!

—¡Te digo que es un burro! Y si en tu obra pasan las cosas y se dicen las frases que cita el crítico... ¿sábes lo que pienso de tu obra?

—¿Qué piensa, abuelito?

—Que es idiota.

Misia Ruperta dirigió a su hijo una mirada suplicante, expresando que el pobre viejo no entendía de esas cosas y era mejor no hacerle caso; pero el autor, respondiendo en voz alta al mudo consejo, dijo:

—¡No, no!... Hable tata viejo y desengáñeme explicándome por qué presume idiota mi obra.

— Porque es un montón de mentiras y con mentiras no se hace nada bueno... Vamos a ver: tu protagonista, ese gauchito trovero que se pasa la vida componiendo y cantando décimas; que anda de pago en pago luciendo sus habilidades de guitarrista, de bailarín, de corredor de sortijas, y que no trabaja nunca, ¿te parece que es un tipo real y además de eso, noble, altivo y digno?

—Antes había tipos así.

—Había; pero se les despreciaba... ¿Y la hija del rico estanciero que enamorada del payador y no logrando el consentimiento de su padre para casarse —¡sólo un padre loco lo hubiera dado!— se deja raptar por el vagabundo, ¿es una «muchacha angelicalmente pura»?

—Eso era corriente entonces...

—Tan corriente como es ahora, porque siempre existieron y existirán muchachas de cascos livianos.

—Sin embargo, «sacar» una muchacha...

—Eso sí era común allí donde no habían curas que celebraran el matrimonio; pero se hacía con el consentimiento de los padres y era, en realidad, un matrimonio contraído ante Dios... ¿Y el capataz, el viejo servidor, dechado de honradez, de fidelidad, de nobleza, y que, sin embargo, traiciona a su patrón facilitando el rapto, es también un personaje real y simpático?

—Eso...

—Eso, dirás, no es más que un tiento suelto. Pero vamos más adelante. Tú héroe, perseguido por la policía a requerimiento del padre de la muchacha, huye llevando a ésta en ancas de su parejero, se refugia en el monte, y mientras se hace el asado —¿dónde lo robó?— toma la guitarra y canta un madrigal a


«Mi virgen cita divina,
tu alma tierna y bondadosa,
es una alma de heroína
engarzada en una rosa»...


—¿Y acaso es feo el verso?—interrogó con cierta aspereza el padre.

—Feo no será, pero es estúpido. Una «virgencita divina» que se fuga con un gaucho, tira «alma tierna y bondadosa» que no trepida en matar de pena a un viejo padre, son cosas que yo no acierto a comprender. Y luego, al final, cuando este nuevo Santos Vega, acorralado por la policía, propone a su cómplice el suicidio, y ella acepta y él la mata y luego se mata, eso... ¡Eso es soberanamente absurdo!...

Baltasar quedó profundamente impresionado con la severa critica del abuelo. Durante quince días anduvo ensimismado, sin concurrir al teatro, sin leer un diario, sin ver a nadie. Al cabo de ese tiempo, tras una noche de insomnio exclamó:

—«Tiene razón tata viejo: con falsedades no se construye nada duradero. Voy a retirar la obra»

Llegó al teatro. El empresario lo recibió con frialdad y enterado del objeto de la visita, respondió sin quitarse el cigarro de la boca:

—¿Retirarla?... Hace ocho días que la retiré. ¡Después de la noche del estreno no venía ni un gato!

Y con aire protector, aconsejó:

—Convénzase, amigo Valdibia, las obras realistas, de observación exacta, no gustan al público; hay que darle obras imaginativas, espectaculosas, aunque sean imbéciles.

—No hay duda, yo he sido un imbécil; pero éste, experto en teatro, lo es mucho más.

La vuelta del cuervo

Lo que más rabia le daba al comisario Gutiérrez era la perruna humildad de Goyo ante las afrentas con que de continuo lo castigaba en su implacable persecución.

La primera vez que exteriorizó su antipatía hacia el mozo, fué en las carreras grandes de Punto Fijo. Cuando el comisario vió que Goyo sacaba un cuchillo para comer la sandía que acababa de comprar a una quitardera, atropelló furioso y casi derribándolo con el encuentro del caballo, vociferó:

—¿Con qué permiso venís armao al camino, gaucho insolente?... ¡A ver, a ver! —gritó dirigiéndose a los milicos que le habían seguido:— ¡desarmen a ese canalla!...

Los policianos, que al echar pié a tierra ya llevaban desenvainados los «corvos-», le aplicaron varios planazos, para evidenciar el poder de la autoridad, nada más, porque el culpable se sometió sin asomo de resistencia.

—¡Protestá, si te parece! —rugió el comisario.

—¡Si no protesto, acato!...

—¡Y si no, no acatés!... —Luego, al sargento: —¡Arrenló pa la comisaría; y qu’ el escribiente le cobre la multa!...

Goyo no chistó.

Otra vez, el comisario llegó sigilosamente, a eso de media noche, a los ranchos de ña Menegilda, donde una media docena de mozos y mozas del pago, habían organizado un «bailongo». Eran jóvenes, eran alegres como el canto de las «primas» de las guitarras. Y, como de costumbre, en casos análogos, Goyo era el héroe y el niño mimado de la fiesta.

Lindo muchacho, guitarrero, cantor y bailarín sin rival, dicharachero, atrevido sin groserías, sabía divertir y por eso lo adoraban y lo buscaban.

Cuando Gutiérrez penetró en la sala, su faz adusta, su mirada torva, su sonrisa amarga, fué como una helada intempestiva caída sobre la alegre floración del jardín: todos se amustiaron de súbito.

Gutiérrez lo advirtió y se estremeció de rabia. Siempre ocurría lo mismo; la impresión de miedo que causaba su presencia no variaba nunca, por más empeño que él pusiese en aparecer amable.

Iba con ánimo de bailar, de divertirse, de ser bueno, y el general retraimiento le revolvía de inmediato la bilis, impulsándolo a la violencia.

Así, aquella noche, iracundo preguntó:

—¿A ver ande está el permiso pal baile, a ver?...

—Señor comisario, como no es más que una tertulia familiar, habemo pensao... —explicó humildemente Goyo.

Y el comisario satisfecho de la oportunidad que se le presentaba para humillar al mozo, gritó, amenazándolo con el rebenque:

—¡Yo te vi’a dar tertulias!... ¡Siempre has de ser vos el infrator!... ¡A ver, sargento!... ¡Arrenló pa la comisaría y encájele la multa!

—¡Pero, comisario!...

—¿Qué? ¿Qué?... ¿Vas a desacatar?... ¡Desacata no más!...

—¡Acato, comisario, acato!...

Se lo llevaron a empellones.

Pero la persecución no paró en eso. Goyo tenía de compañera una chinita que había «sacado», con el beneplácito de los padres, un año hacía; y Gutiérrez se la sacó a la fuerza y la llevó a la comisaría «pa piona».

Goyo soportó la afrenta, colmando la animadversión del comisario. ¿Era miedo o desprecio? A él le constaba que el muchacho tenía «güen coraje», probado en varias ocasiones... ¿Entonces?...

Entre tanto, su odio crecía. Goyo tenía fama, —y muy bien adquirida,— de ser el mejor compositor y corredor de caballos del pago. Muy raramente perdía una carrera; y en cambio el comisario, que por capricho jugaba siempre, y hasta dando usura, contra el parejero que guiara Goyo, perdía siempre.

Pero resultó que una vez el comisario, en un momento de «calentura» había «atado» una carrera por una apuesta seria, reconociendo más tarde, cuando ya era imposible volverse atrás, que iba «derechito al muere»; primero, porque el caballo no le daba, y segundo porque el adversario le llevaba la ventaja de tener por compositor y corredor a Goyo.

Venciendo su orgullo, hizo llamar al mozo y le dijo con los malos modos de siempre.

—¡Vas a cuidar y correr mi parejero!...

Contra lo que se esperaba, el mozo respondió de inmediato:

—Con mucho gusto, mi comisario...

—Pero te albierto —agregó Gutiérrez desconfiado— que si la perdés, te vi’a dejar mormoso a palos!...

—¡Qué la vi'a perder! —respondió alegremente Goyo.— Una qu’ el caballo, sabiéndolo enderezar, atropella y aguanta; y otra, ¡usté lo sabe! qu’ el caballo ’el comisario no puede perder!... ¡Le garanto que se la robo!...

—No te olvides que...

—¡Se la robo, comisario, le garanto que se la robo!... Y aura le vi’a decir, comesario, el secreto que tengo pa ganar las carreras...

—¿Eh?

—¡Un polvito qu’ en el momento ’e largar le meto en el óido al mancarrón y que, por sotreta que sea, lo hac’estirarse como cuero fresco!...

Llegó el día de la carrera. El comisario, paseándose a caballo, en un picazo gordo y cubierto de valioso «apero» de oro y plata, apostaba rabiosamente, embolsando los dineros en las pistoleras de la montura, donde ya estaban depositados los mil pesos de la carrera. Y faltaba menos de media hora para la indicada para enfrenar, cuando Goyo, con aspecto apenado, lo llamó aparte y le dijo:

—¡Vea lo que me pasa, comesario: olvide el polvito!...

—¿Y? —preguntó Gutiérrez, empalideciendo.

—Tengo que dir a buscarlos.

—Mándenlo un milico.

—No los v’a encontrar. Tengo que dir yo mesmo a la comesaría.

—¿Y habrá tiempo?

—Con güen caballo, sí.

—Toma, monta en el mío...

Se apeó; Goyo subió de un salto al picazo gordo.

—¡Apúrate! —ordenó el comisario.

Y un viejo que había observado la escena y oído el diálogo, le dijo en voz baja a un compañero:

—¡Se mi hace que Goyo va dar la güelta’el cuervo!...

Pasó la media hora. El comisario, como comisario obtuvo una prórroga de media hora. Pasó la media hora y entonces Gutiérrez, seguro de que Goyo le jugaba sucio, pidió un caballo y se largó a escape a la comisaría.

Al llegar allí, el viejo Tiburcio, el ranchero, le informó que Goyo había dicho que llevaba orden suya de llevar a Juana, la peona; que la había alzado en ancas y había partido al galope, dejando un papel, que no había leído porque no sabía leer. El papel decía así:


«Comesario: Lo que prometo lo cumplo: le prometí que «la robaba» y la robo... Le dije que iba a dar la güelta y la vi a dar, pero será la güelta... el cuervo».

Cuestión de carnadas

La barranca, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río, ancho, silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres metros del borde de la barranca, la selva; la selva alta, apiñada, hirsuta y agresiva.

Es pasada media noche. Casi absoluto silencio. En su sitio habitual, sentado al borde del barranco, colgando las piernas sobre el río, «pitando» de continuo, y con frecuencia echando mano al porrón de ginebra, don Liborio —el pescador famoso— esperaba pacientemente que los dorados, surubíes o pacús, se decidieran a morder en alguno de los tres anzuelos de los tres aparejos, horas hacía, sumergidos en la linfa.

Noche serena, de mucha luna y con las aguas en violento repunte, no era nada propicia para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en la paciencia. Hay peces vivos y peces zonzos. Empeñarse en atrapar los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el zonzo y con esa táctica siempre cae de zonzo algún vivo.

Cuando, de pronto, crujieron las ramas, denunciando que alguien avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don Liborio no se dignó volver la cabeza: de pumas, ya ni rastros quedaban en la comarca; malevos, algunos; contrabandistas, muchos; pero todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral, donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, aperiases y culebras.

Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a su espalda:

—Güeña noche, don Liborio...

—Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos Ulogio?...

—Yo mesmo.

—¿Y qué venís'hacer a esta hora, en la costa’el rio?...

—A pescar, no más.

—Yo creiba —replicó maliciosamente el viejo— que vos sólo pescabas en el pueblo, pescado con polleras ...

Y él, compungido:

—No pesco nada en el pueblo ... Pican, arrastran la boya, y a veces la hunden hasta el fondo, pero cuando recojo, m'encuentro con que me han comido la carnada y he perdido el tiempo al ñudo.

—Acontece; —respondió con displicencia el viejo. Y al poco:— ¿Querés un trago?

Bebieron ambos, y luego interrogó don Liborio:

—¿Y desilusioimo por no poder pescar muchachas en el pueblo te venís a pescar surubises en el río?

—Asina es... ¿Carcula que tampoco tendré suerte?...

—¿Quién sabe?... Depende... Asigún... ¿Qué carnada tráis?

—Corazón...

—¡Um!.. ¡No te arriendo la ganancia!

—¿Y usté con qué ceba?

—Con garrón de oveja.

—¿Pica?

—Por aura no; pero picará, y el que pique no s’escapa 'e la sartén.

—Sin embargo, a mí me han dicho que con carnada ’e corazón pican más...

—Si, pican más, pero se prienden menos...

—¡Cayese! —interrumpió el mozo— vea como está picando lindo... Surubí, parece.

—Surubí a la fija.

—¡Y ya cayó, también! —gritó alborozado Eulogio, recogiendo a prisa el aparejo; pero no tardó en cesar la resistencia y al fin apareció el anzuelo sin carnada.

Varias veces se repitió la misma decepción: los peces mordían de inmediato, pero era para marcharse con la ceba. En cambio, don Liberto seguía impasible ante su línea inmóvil. Allá, a las cansadas, sacó un tararira. Y volvió a sacar el aparejo sin cambiar de carnada.

Y al apuntar el día, el viejo arrolló la línea, le tiró al perro casi toda la pulpa de garrón que había llevado, y con tres juncos trenzados enhebró por las entrañas cuatro tarariras, dos dorados y un surubí, menguado producto de su pesca. Y ya hacía rato que Eulogio había concluido el último trozo de corazón sin conseguir ni un miserable bagre negro. Con voz profundamente entristecida, dijo:

—¡En tuito me persigue la mala suerte!

El viejo armó un cigarrillo y le pasó la tabaquera y los «abios», se echó al buche un buen trago de ginebra, y al rato respondió sentenciosamente:

—No hay que culpar a la suerte de los yerros nuestros... No son los aujeros los que tienen la culpa de las rodadas, sino el jinete que no sabe evitarlos...

—Sin embargo, hemos pasao la noche, uno al lao del otro; en su aparejo picaba de rato en rato; en el mío a cada momento; usté ha sacao siete pescaos y yo ninguno!...

—Culpa ’e la carnada, hijito. Vos pescás con corazón y los pescaos se rain de vos... Lo mesmo que te pasa con las mujeres: te le apuntas a una, y no falla, pica en seguida; pero ninguna traga el anzuelo.

—¿Culpa ’e quién si yo las quiero bien?

—¡Culpa d'eso ’e la carnada! Carnada ’e corazón engolosina pero no asujeta. Pa enamorar, carece no enamorarse. Metele pulpa ’e garrón, pulpa dura, que no la pueda comer sin tragar el anzuelo, y tendrás qu’esperar pa que piquen, pero cuando piquen, recojé con confianza, que la presa está ensartada... Este es un consejo ’e la esperencia... Aura, si te gusta darles de comer a los pescaos, sin comer ninguno, seguí usando el corazón de carnada... Es un gusto zonzo, pero cada cual debe hacer su gusto en vida...

Pa ser hay que ser

Se acercaba el invierno, y Próspero Mendieta, que llevaba ya muy cargada la maleta de los años, púsose a imaginar en qué estancia confortable encontraría apacible asilo su pereza innata.

No presentaba fácil solución el problema. La mayor parte de los establecimientos de la comarca, actualmente propiedad de gringos o agringaos, ya no ofrecían a los gauchos vagabundos la tradicional hospitalidad de antaño.

Entre las pocas estancias de corte y usanza antiguas que subsistían, estaba la de Yerbalito; pero su propietario, João Maneco Leivas de Figueredo, era un viejo brasileño famoso en todo el pago por su egoísmo y su tacañería sin ejemplo.

Sin embargo, fué por el que se decidió Próspero Mendieta. Hombre de recursos —como que de ellos había vivido toda su vida, obligado por su natural aversión al trabajo,— había combinado un plan digno del adversario que proponíase atacar. Una vez más dispúsose a sacarle jugo a su fama de gaucho bravo, peleador sin asco, de esos que «ande quiera bolean la pierna y la corren con el que enfrenen, porque no tienen el cuero pa negocio ni el puñal pa cortar tientos.»

Seguro del éxito de su plan, aceptó tranquilamente, el nada cordial recibimiento, pues tras un seco «bájese», lo hicieron pasar al galpón, excusando la habitual frase de cortesía paisana:

—¿No gusta desensillar?

Los diez o doce peones —en su mayoría negros y mulatos— que rodeaban el fogón, acogieron con mal semblante al forastero que iba a restarles una parte de la nunca abundante merienda.

Pero él apenas probó la pejoada de charque rancio y porotos apolillados. Violentando su proverbial verbosidad, se limitó a responder brevemente a las escasas palabras que se le dirigieron durante el almuerzo. Al final, como el capataz lo interrogara:

—¿Va de paso?

—No —respondió con cierto aire de misterio— Vine hast’acá no más.

Y luego afectando indiferencia:

—¿No tiene noticia de nada nuevo?

¿Algo nuevo?... No; ninguno tenía noticia de nada nuevo. Todo estaba igual; hasta el tiempo manteníase bonancible. Pero la pregunta del forastero despertó la curiosidad general, y varios inquirieron a un tiempo:

—¿Qué pasa?

Próspero, tras una pausa estudiada, dijo:

—Ustedes deben conocer al mellao Fagúndez...

El sólo nombre del famoso y temido bandolero emocionó a la peonada. Y advirtiendo el efecto producido, el gaucho prosiguió:

—Anda en el pago.

—¿Aquí cerca?

—Cuasi pegao: en los montes del Yerbalito.

—¿Sólo?... ¿Juyendo, a la fija?

—Con una banda de diez hombres...

Lo acompañan el negro Luna, el pardo Wenceslao y el ñato Malaquias...

La noticia cayó como una bomba entre los tertulianos del fogón. Los espesos montes del Yerbalito, linde de la estancia, estaban a una legua de la población y los nombres citados por Próspero correspondían a los más temibles bandidos de la provincia. Y siendo voz corriente que Leivas de Figueredo, inmensamente rico y del mismo modo bruto, guardaba sus tesoros en botijos, como en el tiempo de las onzas de oro, nadie dudó de que la presencia de los facinerosos respondía a un plan de asalto a la estancia. El capataz apresuróse a ir en busca del patrón para comunicarle la grave noticia, y cuando en su compañía regresaba al galpón, Próspero disponíase a partir. Don João Maneco lo saludó con inusitada amabilidad, instándolo a quedarse.

—No, gracias. Tengo algo que hacer. Vine no más p’alvertirle...

—Mais não vase embora, sen Próspero! —imploró el estanciero; y luego, dirigiéndose a un negrillo:

—¡Vae, rapaz, trageo a limeta de caniña!...

¡Abánquese, sen Próspero, e vamos a falar!...


* * *


La primera parte del plan de Mendieta tuvo el mejor éxito. El estanciero ofreció, pidió, rogó al gaucho bravo que se encargara de la defensa «pidiendo o que vocé quizer»...

Próspero aceptó, no sin hacerse rogar, y desde ese día quedó confortablemente instalado en la estancia. Sus indicaciones eran órdenes. Se le proveyó de un arsenal guerrero: dos revólveres, un Winchester, una daga de ochenta centímetros de largo; prendas de vestir y prendas de apero; tabaco y caña a discreción, churrascos a todas horas, cuenta abierta en la pulpería...

Un mes transcurrió. El gaucho holgazán, explotando el miedo de Leivas, vivía como un príncipe, y a menudo decía sonriendo:

—Güen juego... si no se apaga...

Pero, desgraciadamente, no hay fuego que no se apague. La peonada, envidiosa de las prerrogativas del intruso, pasado el susto del primer momento, empezaron a desconfiarle el juego. Y de desconfianza en desconfianza y de averiguación en averiguación, descubrieron el pastel: ¡en todo el contorno no habla ni noticias de la famosa pandilla!...


* * *


Era un sábado. La cena había sido abundante. Vino y caña circularon con profusión. La peonada festejó las historias heróicas del intruso, quien, a media noche, se retiró a su habitación en estado bastante deplorable.

Estaba en lo más profundo de su sueño de borracho, cuando lo despertaron un tropel de caballos, gritos de hombres, ladridos de perros, y un tiroteo infernal. Levantóse precipitadamente y se echó afuera, olvidando hasta de proveerse de sus armas. Agazapándose por detrás de la cocina, intentó internarse en el maizal inmediato; pero antes de conseguir su objeto fue alcanzado por media docena de diablos negros, que, a planchazos y rebencazos lo echaron por tierra.

El tiroteo había cesado. Dentro del caserón fortaleza, don João Maneco temblaba, medio muerto de miedo, cuando el capataz, golpeando reciamente el portón, gritó:

—¡Patrón, patrón!... ¡Abra que tenemos prisionero al famoso mellao Fagúndez!...

Lleno de júbilo el viejo abrió la puerta exclamando:

—¡Qué venga a meus brazos o valete sen Próspero!...

—Aquí está —respondió con sorna el capataz, señalando al gaucho, que dos peones arrastraban maniatado, sangrando y desfallecido.


* * *


Tan pronto como tuvo fuerzas para montar a caballo, Próspero, despojado de sus armas y de sus pilchas, y, lo que era más, de su prestigio de guapo, partió de la estancia y nunca más se tuvieron noticias suyas en el pago.

Cuentan que se fué muy lejos, muy lejos, y que murió en un rancho miserable, pronunciando, entre dos boqueadas, estas palabras enigmáticas:

—Pa ser, hay que ser.

Castigo de una injusticia

El viejo Lucindo Borges estaba sobando un maneador recién cortado, y estaba con rabia porque a causa de la humedad de la tarde tormentosa, no «prendía» el cebo y la «mordaza» resbalaba sin trabajo útil.

Sentíase cansado; pero, si dejaba sin «enderezar» el cuero fresco, era dar por perdido un maneador lindísimo, de anca de novillo sin desperdicio de fuego de marca y se resignó a seguir haciendo fuerza. Era un viejo morrudo Lucindo Borges, y no le habría tenido miedo a nadie en ningún trabajo de aguante, si no fuese por la maldita enfermedad que desde chiquilín lo acosaba: la haraganería.

Pero no era culpa suya: parece que su padre fué lo mismo, o peor, pues se contaba que cuando quería carnear una oveja, hacia arrear la majada por el chiquilín de la peona y desfilar frente al galpón donde se lo pasaba todo el día tomando mate. Y sin levantarse del banco, rifle en mano, volteaba de un balazo el capón que calculaba de buenas carnes.

Lucindo no era tan haragán. Para carnear, él mismo montaba a caballo, iba al campo, movía la majada, y si no encontraba un animal en estado, no tenía inconveniente en andar media legua, voltear un alambrado medianero y enlazar un capón en la majada del vecino.

Ya eso es trabajo; y luego el trabajo de esconder el cuero y evitar las impertinentes averiguaciones de la policía...

No, él no era un haragán. Y la prueba es que estaba bañado de sudor, sobando el maneador rebelde, cuando se le acercó su mujer, quien de rato estaba parada junto al palenque, observando el campo, y le dijo:

—Pu’el alto verde viene gente y parece polecía.

Lucindo fue hasta la puerta del galpón, púsose de visera la mano.

—Es polecía, —confirmó.— Viene el ovejo’el comesario nuevo y el tordillo el sargento Pérez...

—¿Y pa qué vendrán?

—Pa qui querés que venga la polecía a casa’e pobres: p’hacer daño... Mirá... vo’estás enferma...

—¿Yo?

—¡Vos!... ¡Obedecé qu’el que sabe sabe!... Vo’stás enferma; ponete una vincha en la frente y unos porotos en las sienes y acostate y echate encima mi poncho'e paño y la manta'el potrillo lunarejo... ¡Andá pronto!...

Obedeció Gertrudis y el viejo prosiguió su trabajo, sonriendo con malicia a quien sabe que artería que íbase preparando en su cerebro.

Recibió con afabilidad extrema al comisario, al sargento, al teniente alcalde y al milico que los acompañaba. Apresuróse a obsequiarlos con un amargo bien cebado. Y después, sonriendo:

—¿A qué se debe, comesario, su visita a estos ranchos?...

—Recorriendo, amigo, es mi obligación.

—Y de paso practicar algún registrito... porque como veo que el alcalde es de la comitiva...

—Sí, —respondió con sorna el funcionario, hombre joven que trascendía a pueblero;— un registro por pura fórmula... Su vecino don Lucas denuncia que todas las noches le carnean ovejas, que ayer mismo le carnearon una y ha dado en sospechar de usted...

—¡Pobre don Lucas, —respondió sin asomo de ofendido el'viejo,— la chochera le ha dado por desconfiar de mi!... Yo lo disculpo por l'ancianidad... ¡Desconfiar de mi!...

—Sin embargo, —observó el comisario con el mismo tono irónico,— me han contado que usted fué medio aficionado a carnear ajeno.

Rió estrepitosamente Lucindo.

—¡En el tiempo de antes!... De muchacho uno hace esas cosas por gracia, como quien roba una sandía en la güerta’el vecino... Pero aura, cuando ya uno tiene duros los caracuces!... Y, además, le vi’a decir, antes los comesarios eran gauchos brutos como nosotros, y no era fácil sacarles el cuerpo en una gambeteada; pero aura, la cosa cambea...

Sintióse halagado el comisario y dijo con expresión más respetuosa:

—Lo creo, don Lucindo; pero como el deber me obliga, vamos a proceder, no se ofenda, ya dije que era por mera fórmula, el registro...

—¡Cómo no, don comesario!... Vaya emprencipiando...

Se hizo un registro somero del galpón, de la cocina, del traje, de las inmediaciones de la casa y a! fin se volvió a éstas, siempre precedidos del dueño. Penetraron en la primera pieza del rancho, el comedor, y antes de pasar a la segunda y última, dormitorio del matrimonio, el viejo exclamó:

—Va desculpar, comesario, que la pieza nu’esté muy arreglada, pero ha de saber que ende hace días tengo a la patrona en cama, medio apestada, y entonces...

El joven funcionario sintió escrúpulos.

—Si su señora está enferma...

Él protestó:

—¡No li hace, don comesario!... La cuestión es comprobar el hecho...

Penetraron en la habitación semi a obscuras. Lucindo obligó a su mujer a que se bajase del lecho, envuelta en las ropas de éste, y él mismo alzó y sacudió el colchón, para demostrar que allí no había nada oculto.

El comisario y el alcalde, un tanto avergonzados de su acción y de la sospecha a todas luces injusta, iban a retirarse, prodigando disculpas. Pero en este intervalo se había iniciado una lluvia torrencial.

—No se van a dir asina, —observó el viejo,;— y si no quieren desairarme quedensé a cenar y esperar que acampe. Mi majada está al ladito no más. En un rato enlazo un borrego gordo y lo hacemos arder.

Accedió la autoridad. El viejo montó a caballo y a poco volvía con un borrego de «cola chata». Al colgarlo en el gancho e izarlo para degollarlo, dijo, mostrándole la cabeza al funcionario:

—¡Vea, las ovejas, don comesario: orqueta en una, punta’e lanza en l'otra: carneo de mi señal!...

—¡Ya sabemos amigo!

Y mientras el viejo degollaba rápidamente la res, el joven funcionario decía al alcalde en un aparte:

—Al fin me parece un buen tipo el viejo Lucindo.

—Sí, —contestó el alcalde;— un buen tipo; y un gran tipo.

Se asó un medio capón y se resolvió comerlo en la cocina, cortando del asador para no hacerle perder su mérito.

Cuando los huéspedes se hubieron servido el primer trozo, Lucindo cortó dos costillitas.

—Con permiso —dijo— vi’a llevarle a la patrona.

Volvió. Como el asado estaba apetitoso y casi llena la damajuana de vino y como la lluvia caía cada vez con más furia, fué pasando el tiempo y se prolongó la tertulia con el postre del amargo, los tragos de caña para asentarlo y una partida de truco para favorecer la digestión.

A eso de la media noche, el dueño de casa se levantó, fué a la puerta de la cocina y después de una rápida observación, anunció:

—Tormenta’e verano. Ya no llueve y ha salido la luna.

Los huéspedes resolvieron marchar. El comisario agradeció en frases sentidas la hospitalidad generosa de don Lucindo, pidiéndole una vez más disculpa por la ofensiva sospecha.

Pero al llegar al galpón un espectáculo extraordinario se les presentó: tanto el caballo del comisario como el del alcalde y el del sargento y del milico, habían sido «raboneados y tuzados a lo yegua».

—¿Quién puede haber tenido esta audacia? —exclamó encolerizado el joven comisario.

—Yo no sé —respondió el viejo— y no me gusta hacer malos juicios; pero bien puede ser arteria 'e don Lucas pa embarrarme a mí.

—Vea, vea; pu’aquí va un trillo... y sigue derechito pal’alambrao de don Lucas...

Todos siguieron el trillo. Constataron con dificultad que un pique del alambrado había sido volteado. Siguió la huella y en el recodo de un cañadón, inmediato, se halló un montón de cerda...


* * *


Cuando Lucindo volvió a su rancho y se dispuso a acostarse, su mujer le preguntó.

—¿Cómo jué?

—Lindo. Encontraron tuita la cerda junto al cañadón de don Lucas.

—Tuita no —replicó ella— porque más de la mitá, yo la dejé aquí díspues de haber tuzao los mancarrones.

Rió gozoso el gaucho.

—Linda judiada.

—Y te albierto que abajo ’e los yuyos del corral de los chanchos puse maniao un cordero de don Lucas.

¿Un cordero?

—Sí, dispués de echar la cerda, trompecé con un cordero gordo qu'estaba dormido al lao del alambrao, y lo alcé.

Entusiasmado, el viejo le dió un beso y exclamó:

—¡Vieja gaucha!

Y ella, satisfecha, orgullosa, preguntó:

—¿Me saco los porotos de las sienes que m’están tironeando el cuero?...

—Sacatelós, vieja, sacatelós, que a estas horas los porotos son los otros, el comesario, el alcalde y don Lucas... Y apaga la vela...

Entre camaradas

Isidro Gómez, robusto, fornido, sanguíneo.

Pascual Lamarca, alto, flaco, fuerte también, con sus músculos acecinados y sus nervios como torzales.

En un atardecer glacial. A intervalos remolinea, silbando finito, una brisa burlona, cuyo único objeto parece ser levantar traidoramente las haldas del poncho del viajero, facilitando el ataque de la pertinaz llovizna con sus dardos de hielo.

Isidro y Pascual regresan del campo, donde han permanecido desde el amanecer, trabajando sin tregua en la reconstrucción de un lienzo de alambrado.

Isidro es violento y habla sin cesar, accionando con energía, sin importársele de que el viento y la lluvia le mordieran las carnes.

Pascual, temblando de frío, manteníase quieto, escondido dentro del poncho como un peludo en su cáscara y correspondía menguadamente a la verbalidad de su camarada.

Hablaba Isidro:

—Salen diciendo que la culpa es mía, que tengo mal genio, que siempre ando buscando pretestos pa corcobiar y que en un dos por tres y sin motivo gano el campo y disparo arrancando macachines... ¡Y tuito eso es mentira!...

—Dejuro.

—Vos que me conocés dende gurí, podés sartificar sí yo soy güeno u no soy güeno...

—Santifico.

—Y qu’ella es más mala que un alacrán.

—Espérate, che. Por primero, sabé que los alacranes no son malos; cuando los hacen rabiar se encrespan y si pueden pinchan; pero no hacen nada y es sólo el miedo de los bichos grandes el que les da importancia.

—Son venenosos...

—Como los mosquitos... Convencete, hay muchos maulas que pasan por guapos porque la cara les guarda el cuerpo y nadie se ha atrevido a atarles a una carrera formal.

Güeno, era un decir, para por comparancia, porque mala es mala; si no es alacrana es tigra.

—Yo no vide, pero dicen.

—Sí, dicen; con la mesma luz que dicen que vos andás viendo visiones, creyendo en brujas y aparecidos...

—¡Oh, eso!...

—Igualito a l'otro.

Llegaron al puesto.

Isidro, siempre nervioso desensilló a tirones, arrojando las prendas sin orden, sobre el suelo, en tanto Pascual, halagado con la esperanza de la cocina calentíta y dei amargo reconfortante, lo hacía con la mayor proligidad: el recado es la cama, y una sequita, en noche de crudo invierno vale un platal.

Empero, al penetrar en la cocina sufrió una desilusión. El fuego estaba apagado y una gallina, con sus polhielos, escarbaba, las cenizas frías.

Isidro estalló violentamente:

—¿Has visto?... ¿La muy perra se ha ido a comadriar con la vieja lechuzona del pardo Juan, en vez desperarme con el juego encendido y l'agua caliente!... ¡La cochina!... Pa ella su marido vale menos que las tripas amargas de una res, aunque sea güeno, aunque se desnuque pa que no le falte nada y aunque haga esjuerzos pa quererla querer... ¡Ah! Pero aura va la defenitiva... ¡La mato!... ¡Que me parta una centella sí no la mato!...

En el intervalo, Pascual había hecho juego, llenado de agua la pava y preparado el mate. Luego observó:

—Te puede quedar grande.

—¡El campo también es grande y no falta sitio pa enterrar un dijunto!...

—Sí; pero la cárcel también es grande y tampoco falta lugar pa encerrar un asesino.

—¡Esperate, che!... Matar no siempre es asesinar!... En ocasiones, pongo por caso...

—Di acuerdo; pero eso es pa la concencia de uno, no pa la ley ni pa lo jueces. ¿A qu’está entonce el juzgao del crimen?... Y si lo jueces se ablandaran, atendiendo las circurstaucias en que un hombre se ha disgraciao, y no mandasen clientes en los presidios y si no hiciesen afusilar alguno, de cuando en cuando, podrían perder el conchavo. Pa eso les pagan.

—¡Les pagan p’hacer justicia!

—¿Y qu'es hacer justicia? ¡Castigar!

—¡Si hay delito!

—Cuando no hay delito no carece justicia.

—Entonce, yo, si mato a mi mujer, que tiene delito, castigo, y no me cumple pena!...

—¡Sosegate!... Vos no sos autoridá, vos no tenés mando, y no teniendo mando, carecés de derecho pa sentenciar la carrera.

—Pa las carreras está el reglamento y pa los delitos está el código.

—Conforme. ¡Pero pu'encima del reglamento está el comesarió y pu 'encima'el código está el juez!. Tomá un mate, calentá las tripas y enfria la mollera.

Isidro guardó silencio, sorbió el mate, y algo más serenado, dijo:

—Es lo mesmo: yo la viá'enseñar a la perra’e mi mujer.

Y Pascual asintió:

—Pu’hay debistes empezar. Pueda qu’entuavía sea tiempo.

Se seca la glicina

Gasas violetas van invadiendo el cielo que tachona el valle. Espésanse en la hondonada la sombra y el silencio, mientras en lo alto de la gradería rocosa de la montaña, flotan aún, en vaho de argento, las últimas luces del sol muriente, marginando la ancha culebra del río, cuyo brillo, al igual de las nieves solemnes de las cumbres, desafía las sombras más densas de las noches más lóbregas.

En medio de ese silencio y de esa quietud, Eva avanza lentamente por el valle, arreando su majadita de chivas.

Sin par tristeza ensombrece el rostro de la linda paisana. Sus ojos parecen más grandes, más negros, más profundos, destacándose en la palidez de la piel como dos «salamancas» gemelas abiertas sobre los riscos nevados.

Mientras con la vara de jarilla acaricia, —más que castiga,— a los chivatos retozones, la criolla canta. Canta con ritmo funerario una canción de angustia que se pierde sin eco en el sosiego del valle soñoliento...


Si alguna vez en tu pecho,
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño,
pero nunca se lo digas!...
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
pero nunca se lo digas!...


Y era cual medrosa imploración de un niño sorprendido por la noche en desconocida vereda de la montaña; imploración ténue y tristísima, pues que se sabe la ineficacia del ruego y la imposibilidad del auxilio...


Mi amor’se muere de frío...
¡ay¡ ¡ay! ¡ay!...
porque tu pecho de roca
no le quiere dar asilo...
Porque tu pecho de roca,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
no le quiere dar asilo! ...


Rápidamente iban intensificándose las sombras y Eva, lejos de apresurar la marcha, atardaba el regreso ai hogar. Las montañas que tapiaban el valle parecían unir sus cumbres, formando colosal bóveda granítica. Y el valle, ya en tinieblas, semejaba una cripta fabulosa, soberbio mausoleo de titanes, grandes y fuertes como las moles roqueñas que forman las vértebras del espinazo de América. Un sepulcro demasiado amplio para el pequeño cuerpo endeble de la pastora!... Sin embargo, a ella le atraía, imaginándose llenarlo con su espíritu, con sus recuerdos, con su amor.

¡Su amor!... ¡Su mísero amor que se moría de frío en plena primavera! ... Imborrable, como pintada al encausto, perduraba en su mente la imagen de la escena abominable.

Fué en la pasada primavera. Igual que ahora presumía el valle con su mantilla de flores; tal como ahoa saltaban alegres las aguas que el primer deshielo echó, montaña abajo, hasta las fauces áridas del río; y al par de ahora, entre el cobalto del cielo y la obsidiana del prado, cabrilleaba la luz aromada con alientos de trébol y alhucemas. Embriagada de amor, la naturaleza parecía cantar con la alegría de la novia que está tejiendo su velo nupcial...

Gasas violetas iban invadiendo el cielo cuando Eva arreaba lentamente su rebañito caprino. Cantaba siempre, un canto perlado, expresión de sus cariños y de la suprema felicidad de amar y ser amada.

Era ya muy obscuro cuando penetró en la estrecha senda que festonan el viñedo de un lado y espeso duraznal del otro, una senda desierta, que casi siembre sólo ella y sus chivas recorrían. Sorprendióse, pues, oyendo voces que partían del interior del arbolado. Se detuvo, medrosa primero, aterrada después de haber escuchado el diálogo que sigue:

—Sí, que yo quisiera quererte, pero sé que tienes añudado tu cariño en otra parte y que florece en otra finca la glicina de tus amores.

—¡No hay ñudo que no se desate ni glicina que no se seque!

—¡Eva es muy joven y muy linda!

—¡Tan joven como ella eres tú, siendo muchísimo más linda!...

—¡Sería un crimen engañarla!

—Yo no engaño. ¡El amor se muere como se mueren los árboles, y así como la tierra hace brotar otro árbol en el sitio el árbol muerto, el corazón engendra otro cariño sobre las cenizas del amor extinguido!

—¡Habáis muy lindo!... La ciudad te ha dado el secreto de las palabras que marean a las pobres campesinas como yo!...

Hubo un silencio; y en el silencio absoluto que envolvía el valle, oyóse el suavísimo susurro de un beso...

En los oídos de la pastora resonó, sin embargo, con el horrísono estrépito que hubiera producido el Chimborazo desplomándose sobre el valle!. ..


* * *


Pasaba la hora nona. Bajo un toldo de floridas glicinas, Eva, sentada en su mecedora de mimbre, sollozaba, mientras la madre anciana se adormecía pasando las cuentas de su rosario.

Entre el ancho cuadro de los denegridos cabellos, la faz de la pastora, bañada por la luz de la plena luna, semejaba una imagen votiva de plata muerta.

Vanamente esperó esa noche la visita del prometido.

—Niña, ya es hora de acostarse —insinuó bostezando la anciana.

—Ya vamos, madre —respondió Eva; y tomando la guitarra que tenía a su lado, afinada para cantarle, cual de costumbre, sus amorosas endechas al ser querido, gimió:


Si alguna vez en tu pecho,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño
pero nunca se lo digas!..
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
pero nunca se lo digas!...


Y luego, arrojando violentamente la guitarra, que resonó en unísono y prolongado lamento de sus seis gargantas,

—Vamos, madre —dijo la pastora.— ¡Se está secando la glicina!...

La inocencia de Candelario

Conducido a presencia del juez de instrucción, Candelario mostróse tranquilo, casi jovial, como quien está plenamente convencido de su inocencia y seguro de ser absuelto.

Con palabra fluida y sin menor titubeo respondió al interrogatorio:

—Que yo le tenia mucha rabia al finao, no lo niego... ¿pa qué lo viá negar?... Yo sé que no se debe hablar mal de un dijunto, pero la verdá hay que decirla, y Baldomero, como chancho, era chancho y medio...

—¡Guarde forma! —amonestó severamente el juez.

—¿Que guarde qué? ...

—¡Que hable con respeto!

—¡Ah! disculpe, señor juez ... Yo quería decir que era muy puerco. Pa cargar una taba era como mandado hacer, y agarrando el naipe, yo li asiguro, señor juez, que ni usté mesmo es capaz de armar un pastel tan bien como lo hacia el finao! ...

—¿Y usted cree que yo hago pasteles? —interrogó sonriendo el magistrado.

—Es un por decir...

—Bueno, siga explicando cómo lo asesinó a Baldomero Velázquez.

Candelario se puso de pie, y haciendo grandes aspavientos negó:

—¡Asesinarlo yo!... ¡Ave María Purísima!...

Yo nunca juí asesino, don juez... se lo juro por la memoria ’e mi padre, que Dios conserve en su gloria.

—¿En la gloria, su padre?

—¡Dejuramente!... ¡Si era un santo!

—¿Y por santo lo fusilaron?

—¡Una equivocación, don juez! ¡Una equivocación machaza... Es verdá que el finao tata mató una noche, mientras dormían, al patrón, a la patrona y a un muchachito mamón...

—¿Y lo hizo por santo?

—¡No, don juez!... Lo qui’ai es que el dijunto tata era sonámbulo, sabe, y aquella noche se levantó soñando que una banda ’e bandidos había asaltao la casa y corrió en defensa de los patrones.

—¡Y los mató!

—¡Equivocao, dejuro, por culpa el sonambulismo... ¡Pobrecito tata!...

—Bueno, bueno! Ahora no se trata de su padre, que ya purgó su crimen, sino de usted... Está probado que Baldomero Velázquez fué muerto de un tiro en la espalda, al entrar en la «picada» del Aromo...

—Así dicen... ¡Dios lo haiga perdonao!...

—Y también se comprobó que usted estaba en las proximidades, dentro del bosque, armado con una escopeta, cargada con bala...

—Es verdá; li'andaba tirando a los caranchos que m'estaban haciendo mucho daño en el borregaje de la majadita ...

—Y está probado que la bala que mató a Baldomero es la misma de su escopeta.

—Y vea, don juez: pueda ser que yo al tirarle a un carancho le haiga pegao al pobre mozo, pero lo que es aldrede, ¡eso si que no! Una equivocación, no digo...

—¿Y también por equivocación le pegó después once puñaladas?

—¡Eso es calunia! —exclamó indignado Candelario.

—¿Quien le dió las puñaladas entonces?

—¡Qué sé yo!... ¡Algún aficionao! ...

—Es inútil negar; existen pruebas abrumadoras contra usted: su cuchillo ensangrentado, sus ropas igualmente manchadas de sangre...

El acusado no pudo contenerse y, con violenta expresión de sinceridad, dijo:

—¡Le juro, don juez, que lo ’e las puñaladas es pura mentira, un falso que me han levantao pa embarrarme más entovía!... ¡Yo l'único qu’hice jué degollarlo! ...

Y se volvió a sentar tranquilo, serenado, convencido de su inocencia.

La injusticia de un justo

Durante tres días, Servando Jupes había viajado serena, tranquilamente, a trote metódico que le rendía quince leguas por jornada, sin cansancio para él ni para su rosillo.

Por el contrario, nunca como en el transcurso de esos tres días sintióse, física y moralmente, mejor: desaparecidos sus crueles dolores en la espalda y muy raros los desgarradores accesos de tos, y ausente la fiebre, hasta entonces inevitable y atroz compañero de lecho.

Su alma disfrutaba de igual bienestar. No pensaba. Cuando de improvisto resolvió aquel viaje de regreso al pago, a los veintiún años justos, ni un día más ni un día menos de la partida, no hubo en su cerebro la trama de ningún razonamiento que explicara su decisión; preparó las maletas, ensilló el caballo y partió, de la misma manera inconsciente con que se sacan los avíos, se arma, se enciende y se fuma un cigarrillo.

Una razón y una causa, y un objeto hay siempre, es claro; pero no teniendo conciencia de ellos, no hay esperanza, y no habiendo esperanza no hay duda y no habiendo duda no hay pena.

Él emprendió el viaje sin saber por qué ni para qué; y en lo largo de las cuarenta y cinco leguas andadas no lo fastidió el mangangá de ningún recuerdo, ni de ninguna aspiración de futuro. El mayor encanto de los viajes está en eso, en que mientras el cuerpo se traslada, cambiando de regiones, el alma permanece inmóvil, adormecida en el tibio nido de un paréntesis.

Pero si se pudiera vivir siempre esa vida estátitica, la vida seria linda; y nadie ha pensado seguramente en que la vida sea linda. «Parirás con dolor tu hijo...» y el libro no dice, porque era innecesario decirlo: «Y trasmitirás con tu sangre a tus hijos el dolor de tu parto; y malaventurados quienes no tengan fortaleza para soportar el dolor».

Y fué así que cuando en el crepúsculo de la tercera jornada de su viaje se encontró frente a frente con las arenas del paso real del Jucarí, su alma y su cuerpo despertaron, agotado el poder del analgésico. A la otra vera de ese río estaba su pago, el sitio donde nació, donde amó, donde debió envejecer y morir, y del cual, sin embargo, había huido de noche, a prisa ocultándose como un criminal, justamente, veinte años y tres días atrás...

Volvió a pensar, tornó a sufrir, tosió de nuevo, otra vez el dolor le atenaceó la espalda.

Los recuerdos le inundaron el alma en borbollones rugientes.

—¡Pa qué haber pegao la güelta, —exclamó,— si entuavía llevo clavada la espina y en tuavía supura la herida!...

Una legua más allá del paso real del Jucarí estaba, —estubo, por lo menos,— el ranchito prolijo donde tan intensamente amó a su mujercita y a sus hijitos, Juana y Luís... Y el recuerdo, inclemente, mordía, resucitando los días mortales de los celos que habían comenzado a experimentar, tres años después de casados...

Y volvía a ver a Rosa, llorando y negando, único reproche a sus insultos, que algunas veces llegaban a la agresión brutal.

Un día, totalmente envenenado por la duda y furioso por no conseguir la confesión de la falta ni la prueba del delito y sintiendo revelarse su conciencia contra el impulso de matarla así, por simple sospecha, sin poder hundirle junto con la daga la comprobación de su infamia, y no podiendo tampoco soportar por más tiempo el diario martirio de los celos, resolvió marcharse, y se marchó, en silencio.

Se fué lejos, muy lejos, abandonando todo, hasta su nombre. Servando Jopes, fué José Díaz durante veinte años pasados entre extraños, trabajando furiosamente sin encontrar alivio para su mal, .sin poder matar su amor ni la culebra de la duda.

Allá lejos, sólo, desconocido, debió morir. Sin embargo, una fuerza misteriosa lo obligó a marcharse en busca de la querencia para aspirar por vez postrera el perfume de los pastitos del pago...

Aún estaba distante el mediodía cuando llegó al que fué su rancho... Estaba casi igual; algo raleada la paja del techo: algo más blancos, por la acción de las lluvias, los muros de terrón; un poco más corpulento el ombú y mucho más grandes las higueras; en vez de uno, dos nidos de horneros en los postes del guardapatio; y en medio del patio, tan limpio como antes, tres perros picazos que eran la misma pinta de «Urubú», su perro picazo, grande y bueno, muerto sin duda tiempo hacía, porque los perros tienen la dicha de no vivir tando como los hombres...

Lo recibió una muchacha bella y fuerte que estaba en el galponcíto prensando un queso, mientras que a su lado, un muchacho que se le parecía cual si fuera su mellizo, afilaba la reja de un arado.

Lo atendió solícitamente. Servando los observó y no demoró en cerciorarse de que eran sus hijos.

—Dígame moza, —preguntó con voz trémula— ¿su tata no está?...

—¿Mi tata? —preguntó a su vez la muchacha, con extrañeza;— no; mi tata, según dice mama, está preso; hace muchos años que está preso, el pobrecito, por un falso que le levantaron.

—¿Quién dijo eso? —interrogó el forastero.

—Lo dice mama que todas las noches nos acompaña a rezar por él para que lo larguen.

—¡Jue pucha!... si algún día yo llego a saber quien jue el que levantó el falso!...—intervino el mocito enarbolando la reja del arado y relampagueantes los ojos.

Tras un acceso de tos, Servando inquirió:

—¿Y su mama?

—Está en la chacra arando; ella ara de mañana, yo de tarde, —respondió sencillamente el mozo.

Servando, pálido como un cadáver, exhauto, apenas tuvo fuerzas para tartamudear:

—¿Y... no hay... más hombres aquí?...

—¿Más hombres?... ¿Pa qué?..., mama supo criarnos a nosotros con su trabajo y hace tiempo que nosotros la ayudamos a mama pa que cuando güelva tata encuentre de pie su rancho...

Servando quiso hablar. Un violento acceso de tos lo ahogó. Al fin pudo exclamar amargamente:

—¡Soy un canalla!... ¡Soy un canalla!...

Y un desgraciado... ¡un desgraciado perverso...!

De nuevo lo sacudió la tos; púsose cárdeno el rostro, brotó de sus labios un cuajaron de sangre y cayó al suelo, ante el espanto de los dos muchachos y el asombro de los tres perros picazos que, por causa inexplicable, no lo habían hostilizado a su llegada.

Un sacrificio

Presumido y arrogante, tendido en triángulo sobre la espalda el pañuelo de seda blanco, en cuya moña llevaba engarzado un clavel bermejo, terciado sobre la oreja el chambergo, alegre, sonriente, Jesús María se presentó de improviso en el comedor de sus padres.

Como si volviese de un paseo de la víspera, exclamó:

—¡Bendición, tata!...

Y luego abrazando y besando a la madre con bulliciosa efusión:

—¡Güenos días, viejita!...

En seguida se detuvo ante Leopoldina, la miró sonriendo, y dijo alegremente:

—¡Como se ha estirao la primita!... ¡Ya no me atrevo a besarla!...

Y, abrazándola, la besó repetidas veces, mientras ella, empurpurada, se debatía protestando:

—¡No te atreves, pero me besas lo mesmo!...

—¡Siempre loco este muchacho!... —manifestó embelesada la madre; en tanto don Porfirio interrogaba severamente:

—¿Di ande venís vos?...

—¿Comistes? —interrumpió solícita misia Basualda; y Jesús María contestó riendo:

—¡Gambetas y tajadas de aire! ...

—Tomá, entretenete con este asao, que yo no apetesco; y vos, Leopoldina, andá, preparale algo... ¡Espérate!, vamos las dos!... ¡Pobre muchacho, a estas horas sin comer, él que siempre jué un tragaldabas!...

Salieron las dos mujeres, y entonces don Porfirio, siempre severo, tornó inquirir:

—¿Di ande salís?...

—Anduve corriendo mundo, tata ... En Paraná me rilacioné...

—¡Con las chinas orilleras y los borrachos de las pulperías! ...

—¡No diga, tata! ... Mire que yo...

—¡Vos sos como las tarariras, que no saben vivir más qu’en lagunas sucias, ande haiga mucho barro y mucho camalote!...

—Vea, tata, cuando yo le cuente...

—¡Sofrená!... Conozco tus cuentos como los animales de mi marca y los rincones de mi campo, y vas a perder tiempo al ñudo enjaretando mentiras...

Entró misia Basualda conduciendo una fuente con cuatro chorizos y media docena de huevos fritos.

—Corformate, m'hijo —exclamó;— pero a est’hora no se puede improvisar otra cosa...

Jesús María, componiéndose una fisonomía seria, dijo:

—Perdone, tata; pero ha’e saber que las rilaciones que hice en la capital, jueron con copetudos que me apresean hasta el punto que me han nombran comesario...

Palmoteando, ebria de orgullo maternal, misia Basualda exclamó:

—¡No te lo dije!, ¡no te lo dije, qu’el muchacho sabría cambiar! ... ¡Comesario, m’hijo! ... ¿D’este pago, dejuramente?

—No —respondió con modestia el mozo;— en la frontera...

—¡Qué lástima!

—¡Cómo será el pago en que a éste lo han nombrao comesario!... —respondió con ironía el viejo.

—Por algo s’empieza...

Jesús María pasó una semana en la estancia, retenido por los mimos de la madre y los encantos de Leopoldina.

Un día, durante el almuerzo, el padre interrogó:

—¿Y cuando pensás dir a hacerte cargo del puesto?...

Vaciló el mozo, para responder:

—Mire, tata: he riflisionao que nu hay nada como la familia y que aquí le puedo ser útil p’ayudarlo, y he resolvido renunciar al cargo...

Sonrió maliciosamente don Porfirio, y replicó:

—Haces bien... Colijo que a mí no me servirás más que d’estorbo, pero guardándote le hago un servicio al pago en que ibas a ser comisario...

Realidades amargas

El viejo Nicéforo no profesaba simpatía ninguna por la escuela. ¡Oh, ninguna!

Su espíritu rutinario, arraigado al suelo con tentáculos de ombú, negábase a aceptar la utilidad de aquello que nunca necesitaron los antiguos para vivir bien y honestamente.

Las personas «sabidas» que él conoció, fueron los procuradores, los jueces y los pulperos, y de todos ellos tuvo siempre el concepto de que eran «árboles espinosos a quien nadie podía acercarse sin salir pinchao».

Pero, aparte de eso, la experiencia en carne propia justificaba su rencor. En efecto, de sus tres hijas, la menor, Sofía, se crió en el pueblo con la patrona del campo, misia Sofía, su madrina.

Cuando, cumplidos doce años, regresó al rancho paterno, estaba convertida en una «señorita».

Orgullosa de su superioridad, trataba desdeñosamente a sus hermanas; estomagábanle las rudas ocupaciones a que ellas se consagraban con valentía y llenaba sus ocios mofándose de sus ignorancias, de su hablar «campuso», de sus desgarbos, de sus timideces.

Resistióse formalmente a ordeñar, lavar y cocinar, alegando su desconocimiento de tales quehaceres viles que echan a perder las manos. Y ella cuidaba con extrema coquetería sus pequeñas y regordetas manos de criolla.

Su único comedimiento era para hacer dulces y golosinas, las cuales, a fuerza de complicadas, repugnaban las más veces a las hermanas y, con mayor razón al hermano Pedro y a don Nicéforo.

—¡Salí con esas misturanzas que parecen remedios de botica! —rechazaba el último.— A mí dame mazamorra con leche, arroz con leche, zapallo con leche, pero no me vengas con esas pueblerías de engrudos perfumados!

—¡Claro, a lo gaucho no más!

—¿Y qué?... ¿Somos manates nosotros?

—Vos no, pero yo sí.

—Y güeno, m’hijita, hacete pa vos esos «chumbiaos» y esos «palenques» y deja que tus hermanas cocinen pa nosotros natilla planchada y camotes en almibara, a la criolla, sin clavos de olor, ni vanilla, ni otras extranjerías que estragan el gusto.

La hermana mayor, Francisca, se casó con un honrado y laborioso puestero del mismo campo. La segunda, Malvina, tenía noviazgo con un chacarero vecino.

—¿Y vos, Sofía, cuándo pensás casarte? —preguntaba irónicamente Pedro.

—Cuando vuelva al pueblo, che, porque yo no estoy para unirme con un campuso y envejecerme haciendo hijos y lavando platos y ordeñando vacas!...

Poco después fué a pasar una temporada en el pueblo, con su madrina... y no regresó. Embaucada por un aventurero ladino, y poco después abandonada, se hundió en la ciénaga...

Francisca vivía feliz en laborioso hogar prolífero. Malvina se casó a su turno, y también Pedro, quien quedó en el rancho paterno, substituyendo en la dirección del puesto al ya viejo Nicéforo.

Cuando el hijo mayor de Pedro llagó a la edad escolar, hubo que mandarlo a la escuela, so pena de sufrir los rebencazos de las multas.

El abuelo aceptó apesadumbrado la imposición, presintiendo nuevas angustias —si no para él, «que estaba por desensillar el antes potro y ahora mancarrón maceta de la vida»— para su buen hijo.

Todas las tardes, apenas el chico se apeaba de su petizo, de regreso de la escuela, el viejo lo interrogaba:

—¿Qué t'enseñaron hoy?

—Los huesos dei cuerpo humano.

—¿Y cómo se llaman?

—Se llaman —respondió el niño indicando las partes:— el cráneo, la mandíbula, el omóplato, la clavicula, el esternón, la columna vertebral ...

—¡Ah! —esclamó indignado don Nicéforo. ¿Conque están cambiando la idioma?... ¿conque ya la cabeza y la carretilla y la paleta, y la islilla y la paletilla y el espinazo ya no se nuembran asina?

—No, tata viejo.

—¿Y pa qué sirve cambiarles de nombre?

—No sé, tata viejo.

—¿Ves, Pedro? —dijo ccn honda amargura el abuelo.— ¿Ves pa lo que sirve la escuela?... P’aprender pavadas!... Saben tuitos los nombres de las mariposas y de las flores extnrajeras, pero no saben cuando se siembra el maíz, ni cuando se siega el trigo, ni hacer una parva, ni uñir un güey!...

—¿Quién sabe, tata!... Yo he oído decir qu’estruirse es una cosa muy güeña...

—¿Estruirse en bobadas sin aprender lo necesario pa ganarse la vida?... ¿O me vas a decir qu’es más útil el jardín que la güerta?...

—No digo, tata... Pero pueda ser que vengan otras escuelas mejores... Los tiempos cambean...

—¡Pues esperá a que cambeen pa mandar tu hijo a la escuela!... ¡Esperá a que haigan escuelas ande s'enseñe a los muchachos lo necesario pa ganarse honradamente la vida!...

Crímenes gauchos

Agotábase el día, lentamente, como en un bostezo de fastidio; de fastidio y de rabia por la rigurosa inclemencia del sol.

Huyendo del galpón, —que con sus muros de piedra y su techo de cinc ofrecía la temperatura de un horno caldeado al rojo blanco,— los peones preparaban el asado bajo la enramada, tomando, entretanto, el cimarrón con agua tibia.

Todos estaban fatigados con la ruda labor del día, idéntica repetición de la que venían ejecutando desde una quincena atrás. Desde el alba hasta el crepúsculo, pasábanlo en el campo, sin comer, sin matear, cuereando las docenas de vacunos y los centenares de lanares que el carbunclo y el saguaipé, en infame consorcio, abatían diariamente.

Ninguno protestó, sin embargo, ni a ninguno se le ocurrió exigir aumento de salario. Es verdad que al frente de ellos, estaban el patrón, el septuagenario don Amadeo, y sus cinco hijos varones, estimulándolos con el ejemplo y obligándolos a la abnegación y al sacrificio. Y es verdad también que don Amadeo era el padre y el amigo de todos ellos. Con ese elocuente grafismo de la parla gaucha, alguien lo definió diciendo:

—Pal patrón, un tajito en cualquier parte del cuerpo le resultaría una puñalada mortal, porque el corazón le enllena tuito el cuerpo.

Mientras los peones descansaban, esperando ansiosos que estuviese a punto el asado, don Amadeo inspeccionaba los cueros vacunos estaqueados en el patio y los lanares colgados del cerco de alambre. De pronto se irguió para mirar a! campo.

—Ahí viene llegando un forastero, —dijo;— y pu’el caballo tordillo de sobrepaso, se me hace qu'es mi compadre Aranga.

—Y es él, mesmo... ¿Qué diablos lo trairán a mi compadre Uranga a estas horas?...

Ambos viejos se saludaron con el afecto de una amistad de medio siglo. Ambos tenían en sus semblantes severos, la misma expresión de resignada tristeza. Uranga había sufrido mucho más que su compadre con las pestes asoladoras, por cuanto su campo y sus haciendas eran infinitamente menores que los de su lindero. Sin embargo, sabía afrontar severo la adversidad.

—¿Sigue muriendo l’hacienda? —interrogó don Amadeo.

—Como moscas, —respondió el visitante.— Ganao ya cuasi no me queda y la majada se muere, sin darnos tiempo ni pa cueriar.

—¡Año perro!

—Dios sabe lo que hace. Trabajaremos más.

—Cuando uno s'enllena con un asao gordo, debe pensar que en otro día deberá contentarse con un pedazo de pulpa flaca... ¿Y qué lo trai pu’acá, compadre?...

—Oiga, compadre. Yo sé que usté y su gente están reventaos de trabajo y sin embargo vengo a cargosiarlo porque se trata de un servicio muy grande, que sólo puede pedirse a un amigo como usté.

—Vaya diciendo, compadre. Los amigos son las ocasiones.

Reconcentróse el gaucho como para armar el lazo de su pensamiento y dijo con voz de solemne sinceridad:

—Allá voy, pu’el camino ’el medio y largando sin partidas... Pa remediar el desastre, en lo posible, mis dos hijos mayores se jueron a tropiar y yo me quedé con los gurices. Damián, el mayor, tiene veinte años.

—Mi ahijado.

—El mesmo... Güeno; el jueves pasao me mandó llamar don Lisandro Larrosa y me propuso una linda comisión pa que le juese a comprar cinco mil reses, lejos de acá, ande no haya peste, pa repoblar su campo.

—¡Lindo negocio, compadre!...

—Lo creo; pero asina y todo no lo hubiese acetao a haber sabido lo que supe ayer... ¿Sabe quién anda en el pago?... Ruperto Méndez.

—¿Aquel mulatillo cachafaz que supo ser pión mío?... Yo lo tuve que despedir por haragán y desvergonzado. Se lo pasaba jugando al naipe, dándole a la prosa, tocando la guitarra y haciéndole el amor á tuitas las mujeres, viejas o mozas, casadas o solteras... Mal bicho...

—Muy malo, con más veneno que una crucera y traicionero como bagual tuerto. Pues el mulatillo ese, hace un par de años anduvo rondiando a m’hija Paula, que recién pa la primavera va’cumplír diesisiete años...

—¡No lo vi’a saber yo, que tamién d’ella soy padrino de olios!...

—Güeno. Yo lo espanté ensiguidita y no volví a tener noticias suyas hasta antiyer, en que supe qu'estaba de vuelta en el pago, en compañía de tres o cuatro liendres como él, con quienes habían ganao una carretonada de pesos contrabandiando haciendas pal Brasil.

—Mucho d’él robao, a la cuenta.

—Cuasi seguro. Pero es el caso, compadre, que yo tengo mi palabra empeñada a don Lisandro y debo ausentarme por unos tres meses, yendo hasta Corrientes, pueda ser hasta el Paraguay, en busca de ganaos ... Y le tengo miedo al bandido, y en mis ranchos no queda pa defender mi honra más hombre que Damián. Metido en este barrial, he venido a verlo, pa pedirle que me mande un hombre de confianza pa que sirva de perro bravo, guardián de la casa.

Don Amadeo levantóse emocionado, estrechó la mano de su amigo, y díjole:

—Vaya tranquilo, compadre. Le vi’a mandar un perro viejo, pero qu'en tuavía sabe morder, y no se duerme.

—¿Quién?...

Yo mesmo. Mi ahijada es un churrasco muy lindo, pero por más que la codiseen, no hay zorro que lo saque del gancho estando yo de guardia.

Pocos días después, la prensa de la capital publicaba una noticia policial, que, con ligeras vacantes, decía así:


»En el partido X de la provincia de Buenos Aires se ha producido un crimen repugnante que pone una vez más de manifiesto el instinto sanguinario y la inmoralidad del gaucho, del cual felizmente, van quedando pocos ejemplares.

«Amadeo Sosa, hombre de setenta años, aprovechando la ausencia de su amigo y compadre, Félix Uranga, intentó violar a su ahijada, la menor Paula Uranga. La providencial llegada de Ruperto Méndez, un joven y muy apreciado tropero, novio de la niña, impidió que se consumase el hecho infame. Pero el caballeresco defensor pagó con su vida su abnegación, cayendo acribillado a puñaladas por el viejo libidinoso. Uno de los peones que acompañaban a Méndez, saliendo en su defensa, mató de un tiro al viejo gaucho canalla.»


La justicia hizo justicia absolviendo de culpa y pena al asesino.

Uranga y su familia hicieron al noble gaucho una justicia mejor, teniendo constantemente florido su humilde sepulcro y reverenciando a todas horas su memoria.


Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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