Altivez

Javier de Viana


Cuento


Manuel Rodríguez era uno de aquellos “godos” que, adustos por temperamento, se habían inflado de orgullo, un orgullo creciente, que se iba hacia la soberbia y la insolencia, a medida que amontonábanse las onzas de oro en sus botijos.

Su boliche, —un ranchejo de cebato y paja, perdido en un valle excavado en la sierra fronteriza, fué transformándose en tan rápido progreso, que al término de un decenio era una imponente fábrica de cal y canto; inexpugnable fortaleza, contra la cual las más famosas pandillas de bandoleros sentíanse impotentes y pasaban de largo...

O llegaban para traficar con el altanero comerciante, quien los recibía detrás de la formidable reja de la glorieta, rodeado por una guardia de negros esclavos armados hasta los dientes.

Altanero y despreciativo, obsequiaba con vasos de caña y ginebra a su canallesca parroquia; contrabandistas, cuatreros, ladrones y asesinos. Con su valioso concurso y el agotamiento de vecinos necesitados había realizado don Manuel Rodríguez su considerable fortuna.

Egoísta por temperamento, corazón árido, conciencia maleable, no le conmovía ningún dolor ajeno, no era capaz de un servicio que no le fuese usurariamente recompensado.

Y aconteció, entre muchísimas incidencias semejantes, la de Constancio Olivera, capataz de tropa, avecindado en la comarca, quien, encontrándose enfermo, le solicitó el préstamo de veinte patacones.

Respondió el indigno:

—Dígale a Constancio que la plata se cuida con la plata; que me mande los ocho tordillos de su tropilla y le mandaré los veinte patacones.

—Es un caso de necesidá...

—¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sacrificio. Dígale que con la tropilla me ha de enviar también la petiza madrina...

Olivera rechazó la oferta indignado...

Transcurrieron varios años.

En un atardecer de agosto, frío y lluvioso, Constancio regresaba de la ciudad, con sus peones. En esa época tropeaba por su cuenta. Aquel acarreo fué para él un desastre. Lluvias diluviales, ríos y arroyos desbordados... cuando llegó a la Tablada le quedaba la tercera parte de los novillos, y en pésimo estado. Apenas si obtuvo lo suficiente para pagar los peones, y regresaba con el cinto vacío.

Llegaban a las proximidades del Arroyo Negro, cuando sintieron gritos angustiosos que partían del paso.

Aun, sin consultarse, Olivera y sus peones pusieron a galope sus caballos.

En el vado, crecido, un carretón arrastrado por la corriente, estaba en vísperas de hundirse; sus cuatro caballos, enredados en los tiros, medio ahogados, ya no hacían fuerza para ganar la orilla. La catástrofe era inminente...

Rápido, sin titubear un momento, Constancio desprendió el lazo y se lanzó al torrente. Con gran peligro de su vida, logró enlazar uno de los caballos carretoneros, y con esa “cuarta” singular consiguió llevar a la orilla el carromato...

Grande fué la sorpresa del tropero cuando advirtió que los pasajeros eran don Manuel, su esposa y tres hijas.

Don Manuel, gravemente enfermo, dirigíase a la capital.

Él también quedó sorprendido al reconocer a su salvador; y el susto pasado, quizá el miedo de que Constancio vengara la ofensa lejana, le movieron a un acto de generosidad insólita: se desprendió el cinto, inflado de onzas de oro y se lo tendió al gaucho.

Y éste, afirmándose en los estribos, irguiendo el busto, respondió con sublime altanería:

—¡Guarde su plata!... ¡Ningún criollo admite paga por un servicio!... ¡Servicio que se cobra, es negocio, no servicio!...


Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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