A Cándido Campos.
¡Si habré yo visto noches endiabladas, de viento, de lluvia, de
frío, de truenos, de rayos, todo revuelto y enfurecido en una negrura de
fondo de zalamanca!... ¡Pero esa noche!... Aquello no era llover, era
diluviar. Parecía que Dios, después de haber abierto los grifos del
cielo, se hubiera ido a matear con San Pedro y que, discutiendo
parejeros, se hubiera olvidado de volver para cerrarlos...
Caía agua como calamidades sobrecristiano sin suerte; y, entreverados con el chaparrón, unos truenos bárbaros, amenazando romper el techo del campo, y unos relámpagos inmensos que corcobiaban en el cielo, jediendo a rayo.
¡Qué noche, madre mía!... Y era en Agosto, con un frío que daba asco.
Yo tenía las botas llenas de agua, la bombacha pegada a las piernas y el poncho, empapado, me pesaba sobre los hombros como si me hubiese caído encima uno de los cuatrocientos novillos gordos de la tropa.
Debo advertir que era en el tiempo de antes puro campo abierto, sin calles alambradas, sin corrales donde encerrar. Y llevábamos tres días, arriando novillada chúcara, liviana de pies, armada en cornamenta, sobrada de bríos, brava y potente como los espinillares del Cebollatí, de donde la habíamos recogido a tarascón de perro en los garrones.
El frío, el sueño, el cansancio, habían hecho de mí algo semejante a una pulpa blandita cubierta de espuma... asquerosa: una de esas pulpas de res flaca y cansada, que ni los perros mascan. Palabra: ¡no exagero!...
Era la primera vez que tropiaba. Los peones me consideraban un tanto cajetilla, y el amor propio me obligó a esfuerzos cpie luego comprendí eran, zonceras y zonceras peligrosas.
Pero vuelvo al relato.
Habíamos hecho alto, y aun cuando no me correspondía el cuarto de ronda, quise hacerlo para demostrar resistencia a los gauchos rudos y burlones que me acompañaban. A caballo, tiritando de frío, maldecía mi ocurrencia de meterme a tropero y pensaba: ¡si cada uno de los que comen tranquilamente en sus casas del pueblo el asado y el puchero, supieran las penurias sufridas por el gaucho anónimo que condujo la res a la tablada!... Pero esas cosas no se saben; ¡y si por casualidad, llegan a saberse, no se les hace caso!...
Bueno. Yo tenía los ojos duros de sueño, un hambre de perro gaucho y un frío, un frío... Sólo la vanidad me impedía dejarme caer del caballo y dejar que el diablo marchara con la tropa. Cavilaba y maldecía cuando se me acercó don Pascual, el peón más viejo de mi cuadrilla, y me dijo:
—¿Quiere churrasquiar?
—¿Adonde?
—Aquí no más.
Me pareció absurdo, pero accedí. Bajo una carona que servía de techo, don Pascual cavó un pocito, hizo fuego, chamuscó un churrasco. ¡Delicioso manjar!... Carne flaca, medio cruda, sin sal... ¡Delicioso manjar!... ¡Nunca he comido otro semejante!...
En cuclillas, echado el poncho sobre la cabeza, oía la lluvia que al caer sobre la tela endurecida hacía papapá, papapá, papapá. Y como el viejo encontró modo de armarme y encenderme un cigarrillo, yo estaba contento. Empero, Pascual hablaba, y hablaba de cosas que, francamente, maldita la gracia que me hacían. Hablaba de cosas trágicas: en el campo, lo normal, lo natural, lo simple, no merece los honores del relato...
—Vea, patrón—me decía,—yo, ande me ve, ¡yo he presenciao cada disparada!... Vea, estando en la punta verbigracia como estamo aura, en una noche fiera como esta, en un redepente se ha asustao el ganao, ha remolineao ¡y ha clavao la uña!... Apenitas si me dió tiempo pa saltar en pelo y cerrarle piernas a mi lobuno viejo y disparar, revoliando el poncho y gritando tuito lo que me daba el gañote... Pero al ñudo: disparaban como luz y yo sentía detrás de mí galopar unos centenares de cuerpos que m'iban a dejar como relleno'e pasteles... Grité más juerte, le clavé las chilenas al lobuno, y...
—¿Y…?
—Y el lobuno, amigo, se encontró con un pozo y se dió güelta como carreta en ladera!... Los novillos me pisaron, me bostiaron, me rompieron una costilla y...
Interrumpiendo bruscamente el relato, don Pascual dio un brinco y me gritó:
—¡A caballo!...
A continuación de un trueno horrísono, la tropa entera remolineó, bufó y emprendió furiosa desbandada. Yo no sé cómo monté a caballo, cómo corrí, lo que grité, lo que me pasó. Ya no tenía frío, ni sueño, ni cansancio. Veía pasar a mi lado tan pronto un lívido relámpago, como un par de aspas agudas, y oía gritos, los gritos de mis peones y los gritos de los truenos, y al mismo tiempo resonaban en coro trágico la tierra y el cielo. Fué aquella noche una noche de pesadilla vivida. Al día siguiente, restablecida la calma, pude advertir que me faltaban cerca de cien novillos. Y me faltaba algo más: el viejo Pascual.
Lo buscamos y lo hallamos en una quebrada muerto, quebrado el pescuezo, destrozado el cuerpo por las pezuñas de los novillos que le habían pasado por encima...
Y así fué mi primera tropa.