Al maestro Lugones.
El camino real, ladereando una cerrillada, describía tres cuartos
de círculo para ir a rozar la estancia del "Venteveo", donde tenían su
posta las diligencias. Desde su aparición en la falda hasta su llegada a
las casas, las diligencias demoraban más de media hora; y, durante
cuatro años, Atanasilda sufrió media hora de angustias, tres veces en la
semana.
Ella levantábase con el alba, invierno y verano, para ordeñar las lecheras; y mientras ordeñaba, —los días en que iban diligencias del "centro",—su mirada clavábase insistente en la curva gris por donde debía aparecer el ruidoso vehículo, encarnizado portador de desengaños. "Tatú", su perro favorito, se daba esos días un regalo, pues ocurría indefectiblemente que la moza, preocupada y distraída, echara fuera del tiesto todo el contenido de una teta, que el can iba golosamente "lambeteando" del suelo.
¡Cuatro años de angustiosa espera!... De tanto esperar y de tanto sufrir, recordaba ya imperfectamente los rasgos fisonómicos de Raúl Linares, el joven pueblero que había ido a pasar unas vacaciones en estancia lindera, que había bailado con ella en unas romerías, que le había mentido amores, y que se marchó jurándole pronto regreso...
Ya no lo esperaba; y sin embargo, todos los turnos de diligencia madrugaba más que de costumbre e íbase al corral, y ordeñaba inquieta, atisbando siempre el camino, mientras su pequeño Raúl, descalzo, envuelto en un harapo, jugaba con el barro y con el perro, —únicos juguetes de que podía disponer,—entre las patas de la lechera y del ternero...
Y ocurrió que en una madrugada de Agosto, fría y ventosa, al ver aparecer en la ladera, la caja amarilla de la diligencia, el corazón le dio un vuelco, anunciándole "algo"... Se olvidó de manear la barcina,—que era arisca,—y al oprimirle la teta, ella pateó, volcándole un balde de leche... Desató el ternero para el apoyo, y el ternero se le "durmió" a la teta, dejándola exhausta...
Y estaba toda trémula cuando los viajeros descendieron, para desentumecerse, mientras mudaban caballos; y estuvo a punto de sentirse mal cuando vio una pareja que, cogidos del brazo cubiertos con una manta, avanzaban hacia el corral; y creyó morirse cuando una voz, cuyo timbre resonó en sus oídos recordando besos y caricias,—díjole—indiferente:
—¿Quiere darnos un par de vasos de apoyo?...
Mecánicamente, automáticamente, Atanasilda ordeñó y alcanzó al mozo el jarro de leche, que bebieron, un sorbo él, un sorbo su compañera, haciéndose mimos y diciéndose zonceras de recién casados.
Atanasilda observaba atónita: aquel era Raúl, su Raúl, que al volver tras cuatro años de engaño no la reconocía, o aparentaba no reconocerla y tenía el descaro, cometía la infamia de presentarse delante de ella con otra mujer,—una rubiecita endeble, flaca, insignificante, que lo besaba y lo acariciaba con el mayor descaro.
Ahogada por la pena, no atrevíase, no podía hablar. En tanto la forastera, con esa necesidad de crítica perversa que sienten las almas chicas y ruines, dijo, haciendo aspavientos y señalando al pequeño Raúl que la miraba asombrado, la cara sucia de tierra, un dedo en la nariz:
—¡Qué herejía tener una criaturita así, casi desnuda, con un frío semejante!...
—Están acostumbrados,—explicó Raúl y pidió otro jarro de apoyo.
—Son como los animales, —exclamó la joven con un gesto de profundo disgusto...
Atanasilda se irguió rápidamente, arrebolósele el moreno rostro, brilláronle los ojos color de pozo, tembláronle los labios, color de ascua... y luego bajando la cabeza, púsose en cuclillas; y tranquilamente, sosegadamente, filosóficamente, comenzó a llenar el jarro con espumosa leche, mientras los dos enamorados se estrechaban bajo la manta y se besuqueaban sin reparos.
Cuando hubo terminado, Atanasilda se puso de pie, miró a Raúl y luego a su compañera con expresión de odio feroz, de odio felino, y, tomando de un brazo al chico y zamarreándolo, le entregó el jarro, señaló al forastero y dijo con acento de fiera enfurecida:
—¡Alcánzale eso a tu padre!...