Aves de Presa

Javier de Viana


Cuento


Julio Linarez era uno de esos hombres en los cuales el observador más experto no habría podido notar la rotunda contradicción existente entre su físico y su moral.

Frisaba los treinta; era de mediana estatura, bien formado, robusto; su rostro redondo, de un trigueño sonrosado, su boca de labios ni gruesos ni finos, su nariz regular, sus ojos grandes, negros, límpidos, si algo indicaban, era salud y bondad, alegría y franqueza.

Sin embargo, Julio Linarez tenía un alma que parecía hecha con el fango del estero, adobado con la mezcla de las ponzoñas de todos los reptiles que moran en la infecta obscuridad de los pajonales.

Su mirada era suave, su voz cálida, y armoniosa, su frase mesurada, sin atildamientos, sin humillaciones y sin soberbias.

Pero ya no engañaba a nadie en el pago, donde su artera perversidad era asaz conocida, bien que no se atreviesen a proclamarlo en público, por la doble razón de que se le temía y de que su habilidad supo ponerlo siempre a salvo de la pena. Sus fechorías dejaron rastro suficiente para el convencimiento, pero no para la prueba.

Era prudente, frío, calculador.

En la comarca, grandes y chicos, todos conocían la famosa escena con Ana María, la hija del rico hacendado Sandalio Pintos, en la noche de un gran baile dado en la estancia festejando el santo del patrón.

Ana María sentía por Julio aversión y miedo, lo cual no obstaba a que él la persiguiera con fría tenacidad. En la noche de la referencia, ni una sola vez la invitó a bailar, aparentando no preocuparse absolutamente de ella.

Sin embargo, ya cerca de la madrugada, en un momento en que Ana María, saliendo de la sala atravesaba el gran patio de la estancia, yendo hacia la cocina a dar órdenes para que sirvieran el chocolate, Julio le salió al paso y la detuvo.

—¿Qué quiere?... ¡Déjemé!... ¡Ya sabe qu'es inútil que me persiga!... ¡Lleve por otro lao su cariño!...—exclamó con violencia.

Y él, tranquilo, sereno:

—Una palabra, sólo una palabra tengo que decirle.

—Bueno, hable de una vez.

—¿Sigue decidida a no quererme?

—¡Sí!

—Y yo sigo decidido a quererla; y debo decirle, y disculpe la comparancia, que bagual que codiseo, más tarde o más temprano lo agarro. Por más que arisquée, por más que juya, yo sigo campiándolo, y a bola, a lazo o a bala lo hago mío!...

—Eso será con baguales orejanos; yo tengo dueño.

—Que no ha marcao entuavía.

—Marcará.

—¡No, Ana María! Y esto es lo que deseaba decirle: ni este novio que tiene, ni cien que tenga, se casarán con usted. Ya está advertida, puede seguir no más.

Al día siguiente, Darío Luna, el novio de Ana María, apareció ahogado en un arroyito de morondanga, que corría a pocas cuadras de la estancia.

En el intervalo de cinco años, Ana María tuvo tres novios más, y los tres sucumbieron en forma trágica y misteriosa.

En la conciencia pública, Julio Linárez era el autor de las muertes. Pero Julio Linárez, correcto, impecable, altanero, no se dió nunca por aludido y prosiguió sereno y razonablemente su propósito.

Ana María se rindió al fin, y la noche de la boda todos los demás se rindieron también ante el triunfador acallando odios y ocultando envidias.

Todos menos Jacinta López, la hija del principal almacenero del pago, a quien Julio sedujo y abandonó después. Los padres la expulsaron ignominiosamente de la casa y ella se vió obligada a conchabarse de peona en la estancia de Pintos, para ganar su sustento y el de su güachito.

Ella no olvidaba, ella no perdonaba, ella no claudicaba. En el momento culminante de la fiesta Jacinta, desgreñada con el delantal manchado de grasa, con las manos sucias de carbón, penetró en la sala y con el orgullo de quien se sabe superior, exclamó dirigiéndose a la novia:

—Por cobardía te vas a casar con este canalla... ¡Matate antes, que más vale ser difunto bajo tierra que difunto sobre la tierra! ¡Y eso es lo que te espera a tí!...

Julio, a pesar de su sangre fría, empalideció y respondió violentamente:

—¿Quién es usté pa meterse en este asunto?

Y ella rabiosa, rojos los ojos:

—¿Y quién eres tú, miserable? ¿Quién eres tú, dañina ave de presa?...

Linárez, serenándose y sonriendo sarcásticamente respondió:

—Vale más ser ave de presa que ave de gallinero.

—¡Sí! ¡Cuando el ave de presa es águila o cóndor, cuando lucha y mata o es muerto!... ¡Pero tú eres cuervo, carancho, chimango, que te cebas en las carnizas de los animales que otros han muerto!... ¡Vos matás como los estancieros matan los zorros y los caranchos, envenenando con estricnina trozos de carne, pero no matás a tiros y a puñaladas frente a frente, cuerpo a cuerpo, cara a cara!...

Y al decir esto, sacó de debajo del delantal una gran cuchilla y se avalanzó sobre Julio, pero la concurrencia, solícita, la detuvo, la amarró, le arrancó el arma. La condujeron a una pieza donde la encerraron para entregarla al día siguiente al comisario.

—Está loca.

Y todos se apresuraron a rodear a Linárez, futuro dueño de la opulenta estancia de Pintos, prodigándole frases de aprecio y simpatía.


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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