Campo

Escenas de la vida en los campos de América

Javier de Viana


Cuentos, colección



Última campaña

I

—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.

—¿Y no hay peligro de perderse?

—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.

—Gracias, amigo. Hasta la vista.

—De nada, amigo. Adiosito.

Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.

Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.

Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.

Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.

—¡Maldito viento!—exclamó fastidiado; y castigó de nuevo su caballo, llegando á poco á la portera que le indicara el paisano. Entonces pudo emprender galope por un llano pequeño, y luego, traspuesta la cuchilla, se topó con la Estancia del coronel Matos, en cuyo galpón se detuvo pocos instantes después, mohino y mojado y enrojecidas las conjuntivas á causa del polvo del camino.

Estaba anocheciendo.


* * *


Ladraron los perros y á poco oyóse una voz gastada, que con el modo de hablar calmoso del gaucho viejo, gritaba:

—Juega Talebar! juera Zorro! juera! juera!... Pucha perros éstos, si son «corsarios»... Juera Talebar!...

Tuvo que tirar una piedra á la perrada embravecida para lograr que callara, ó, al menos que se apartara un poco, y luego, arrastrando las chancletas y poniendo la mano de visera, se fué acercando al recién llegado.

—Buenas tardes, amigo. —dijo éste, con voz fuerte y bien timbrada.

Güenas tardes, amigo; bájese —le contestó el paisano.

Se apretaron las manos. El gaucho con ademán receloso, el joven con íntima satisfacción.

—¿El coronel Matos está en las casas, amigo?

El viejo contempló atentamente al forastero, se rascó la cabeza y

—Está, sí, —dijo.

Y luego:

—Asigún...

—¿Cómo asegún?

—¡Pues! Pal caso estoy yo, que soy el capataz, que es lo mesmo.

—Pero el coronel, ¿está ó no está?

—Estar, está.

—Pues entonces tengo que hablarle.

El capataz observó al joven cada vez con más desconfianza; tosió, miró al suelo, y después, con aire resignado, aunque no tranquilo,

—¿Que hablarle? ¡Hum!... En fin, pase pacá.

Y el gaucho echó á andar adelante, moviendo lentamente sus piernas "cambuetas". Cruzaron de un extremo á otro un ancho patio cubierto de pedregullo y llegaron á un rancho largo y negro, cuyas paredes de terrón estaban agrietadas en varios sitios y carcomidas en la base; donde la gramilla crecía lozana.

El joven se detuvo un momento para considerar aquella miserable vivienda, y su mirada pasó rápidamente del muro derruido á la paja negra, escasa y despareja del techo; y á la puerta de mal juntadas tablas de pino blanco, pequeña, sin pintura, llena de grietas, obra del agua y del sol, y cubierta de manchas, obra del barro amasado en el patio en muchos inviernos.

—Pase—murmuró en ese instante el viejo capataz.

El forastero se inclinó para no dar con la cabeza en el marco de la puerta, y apartando con la mano las ramas de una higuera escuálida que se extendía hacia aquel sitio, penetró en el interior de la estancia del coronel Manduca Matos.


Su acompañante, después de lanzarle una mirada recelosa, se alejó al tranco, cavilando en las frases con que iba á empezar su discurso, en la cocina, para enterar á los tertulianos del fogón de la llegada de aquel forastero, "un pueblero que le jedía á tramoya y á cosa sucia".—Yo ya soy ñandú viejo y he llevao muchos sogasos—decía—, y me maliseo que este cajetilla es algún inmisario de los dotores que dicen que están haciendo la regolución. Charlan que en la ciudá las papas queman, y que las cosas andan más ajustadas que sombrero 'e colla. Pa mí que el mosito viene á hablarle al coronel pa que dentre en el juego; pero, ¡golpiá que te van á abrir! Se m'iace que se va á topar con el horcón del medio, porque el coronel está arisco y más sobao que manea vieja y no dentra en corral de ovejas ni aunque le trujeran tuito el oro 'el presidente Santos.

Así filosofando, llegóse á la cocina, y al pisar el umbral de la puerta, interrumpió la chacota de los seis ó siete peones que tomaban mate alrededor del fogón, lanzándoles á boca de jarro esta noticia inesperada:

—¡Machachos, tenemos regolución!

—¿De endeberas?—preguntaron varios, levande marco, clavados en la pared del frente; una mesa grande en el centro; una mesita en un ángulo, y media docena de sillas que se sostenían con dificultad en el pavimento de tierra, desigual, rugoso, lleno de elevaciones y depresiones.

Entró el viejo, y con gran trabajo logró leer el contenido de la carta. Luego se quitó las gafas, alzó la cabeza, y mirando fijamente al emisario,

—Vamos á ver qué es lo que usted tiene que decirme—exclamó.

Entonces el joven, emocionado y un poco confuso, empezó á explicarle el objeto de su visita. Díjole en pocas palabras que el país estaba cansado de sufrir la afrentosa tiranía de Santos; que los amigos de Montevideo estaban dispuestos á la lucha; que la revolución era un hecho y que contaban con el patriótico concurso de los caudillos, que, esta vez como siempre, habían de estar dispuestos al sacrificio.

El viejo lo oyó en silencio, y luego, fijando en el mensajero la mirada penetrante de sus grandes ojos negros,

—¡No!—dijo secamente—. Yo no voy.

El joven, que sin duda contaba con aquella resistencia, dió principio á su tarea de convencimiento.

¡Vana tarea! El viejo soldado movía la gran cabeza poblada de larga y abundante cabellera cana, en signo de obstinada negativa, y entonces el mensajero resolvió cambiar de táctica. Bruscamente abandonó sus insinuaciones y le empezó á hacer preguntas sobre el estado del campo y los ganados.

—¿Tomaremos un mate pa abrir el apetito?—preguntó Matos.

—De mil amores, coronel.

—¿Dulce ó amargo?...

—Amargo, amargo, coronel; aunque montevideano, también soy oriental.

El viejo sonrió; el joven observó el efecto de su frase y continuó hablando de "bueyes perdidos".

Una "mucamita" preparó la mesa, y á poco la cocinera anunció que la comida estaba pronta.

—Arrímese, amigo—exclamó el coronel con el gozo del paisano que ve un asado gordo.

—Con gusto, que el viaje me ha dado hambre—dijo el joven; y quitándose el poncho de verano, se sentó á la mesa, enfrente del dueño de casa. La señora y la hija de éste, silenciosas como espectros, sin hacer ruido ni al caminar, ocuparon también sus respectivos sitios. Al lado del joven sentóse el capataz, quien seguía mirándole con malos ojos.


Concluida la cena, que fué alegre y apreciada, bien que no se compusiera de otra cosa que de un asado de vaca, un gran puchero de espinazo acompañado con "pirón" y un buen vaso de "apoyo", el joven supo hacer hábilmente que la conversación recayera sobre la presunta revolución.

—Ya no se puede más—dijo—; en Montevideo la vida es triste y penosa; ¡pero aquí, aquí! ¡ustedes que viven como esclavos del jefe político y sirvientes del comisario! No hay un mozo hábil para el trabajo que no se vea obligado á huir para escapar á la leva. Porque, amigo, ¡si usted supiera lo que pasan los infelices en los cuarteles!

—Se cuentan perrerías—dijo el coronel.

—¡Canejo, si se cuentan!—agregó el capataz.

—¡Uf! Allí los matan á palos, los golpean, los humillan... Yo sé de un desgraciado á quien le dieron treinta mil azotes porque intentó desertarse.

—¡Qué canallas!—exclamó el coronel.

—¡La gran... pa una puerta!—dijo el viejo haciendo un gran ademán—. ¿Y ése, dejuro, jipió?

—¿Cómo?...

—Digo: ¿se jué pal otro barrio?

—¡Ah! sí; ¡es claro! Pero eso ya no extraña. Estamos cansados de saber que esos miserables llegan hasta el extremo de arrojar á las fieras á ciudadanos honrados, dignos, trabajadores...

El coronel gruñó sordamente; el capataz, inquieto y curioso, preguntó:

—¿De adeberas, amigo, hay eso de las fieras?

—¡Y tan de veras!

—¡Bea, amigo, bea!—Y concluyó moviendo la cabeza con aire de asombro:—¡Yo le asiguro que eso no lo creíba, palabra de honor!

—Hay que creerlo, sin embargo. Cada cuartel es una inquisición, un antro horrible donde se comete toda clase de atentados, ¡donde se humilla diariamente á nuestra patria querida!

—¡Qué gentes!—murmuró sordamente Matos.

—¡Manga e sarnosos!—agregó el viejo.

El coronel tenía el entrecejo fruncido, y, profundamente emocionado, no levantaba la vista de la mesa, en la cual apoyaba los codos.

El mensajero continuó:

—Por eso no me extraña lo que me dice, que todo el gauchaje anda alzado; que la mozada, temerosa de caer en las garras de esos herejes, horrorizada con lo que se cuenta, ha ganado el monte y allí vive reemplazando al jaguareté y al puma y al perro cimarrón, oculta entre los matorrales, haciendo en la noche salidas de alimaña para procurarse un pedazo de carne y regresando luego al monte, que es su protector y su todo; porque el gaucho, amigo coronel, no tiene ya casa, ni propiedades, ni libertad... ¡ni patria! ¡La patria se la han apropiado los bandidos que nos mandan!...

El joven, conmovido á su vez, guardó silencio un instante, y el coronel, pestañeando para que no se le cayeran las lágrimas, dio un puñetazo sobre la mesa, diciendo con voz trémula:

—¡Es la verdá, amigo! ¡La pura verdá!

El viejo capitán, lagrimeando, se puso á reliar un pucho de cigarro negro que escapaba de entre sus gruesos y encallecidos dedos de trabajador, que la emoción hacía temblar.

Manduca Matos, viejo gaucho que frisaba en los setenta y había tomado parte en todas las guerras y revoluciones del pasado, sentía hervir su sangre de patriota, y el deseo de prestar una vez más su abnegado concurso á la causa de la libertad luchaba contra el propósito de alejarse de toda contienda política, propósito impuesto por las muchas decepciones, que le hicieron juzgar iguales á todos los hombres y todas las causas.

Don Lucas, su capataz, era como su sombra; no tenía más voluntad que la suya y le seguía á todas partes, siempre alegre y decidor, y siempre pronto á entusiasmarse al mentar una campaña, enardeciéndose con el recuerdo de la vieja vida de campamento.

El joven, al notar el creciente entusiasmo del caudillo, continuó con voz vibrante, y en un hermoso arranque romántico:

—No era posible soportar por más tiempo tanto vejamen y tanta infamia. La tierra, regada con sangre por nuestros bravos abuelos en su lucha encarnizada contra la tiranía, está cansada de sentirse oprimida por los déspotas!... ¡No podemos, los buenos orientales, soportar esto, amigo coronel, no podemos! Es tanta la infamia, la degradación, la podredumbre oficial, ¡que hasta nuestra bandera, nuestra querida bandera, ha sido pisoteada impunemente por el extranjero! ¡No!—concluyó el joven, con un gesto amplio y soberbio de patriótica indignación—. ¡No! Por Artigas, por Lavalleja, por todos nuestros bravos caudillos, muertos en servicio de la patria, debemos jurar, ¡lo juramos!, ¡morir ó ser libres!...

Calló el joven, el coronel bajó la cabeza, pensativo, y el capataz, revolviéndose en la silla:

—La verdá que nos estamos lambiendo por dir á las cuchillas—dijo—; pero, amigo, hay que tener en cuenta que laso sobao no lastima, pero asigura...

—Más aseguran y avergüenzan más—replicó el mensajero—los maneadores con que se ata codo con codo al infeliz paisano para ser llevado como mercancía, como bulto, como fardo de lana, á sumergirlo en los cuarteles.

—¡Clavao, compañero! Y lo pior es que el gauchaje, de puro castigao, ya ni rumbea, y los comesarios lo arrean por delante lo mesmo que á ovejas.

—¡Y sin embargo, lo soportan!—dijo con voz enérgica el joven enviado.

El coronel alzó la cabeza y exclamó con acento triste:

—Lo soportamos porque no hay otro remedio. ¿Quiere que dejemos tiradas nuestras haciendas, nuestras casas y nuestras familias, para dir á hacernos matar al ñudo?...

Al oir estas palabras, el mozo se irguió más apenado que colérico, y dejando caer las palabras una á una como gotas de plomo,

—¡Al ñudo!... ¿Ha dicho usted al ñudo, señor coronel?...

—Sí, amigo, al ñudo—contestó el paisano con convicción.

—¿Y á qué llama usted al ñudo, coronel?

—Yo llamo al ñudo cuando sé que esos hombres ban á dir como las reses al matadero: cuando sé que bamo á perder tuito lo que hemo ganao con mucho sudor—si no perdemo el cuero—; cuando sé que los ban á redotar á la fija y que los ban á dejar hundidos pa tuita la siega como dicen.

El coronel había dicho esto con calma, sin asomo de enojo, y, bien al contrario, dejando traslucir la tristeza que le causaba la seguridad de la impotencia.

El mozo, que lo había escuchado atentamente,

—Está bien—dijo—; sus palabras, coronel, me entristecen mucho; pero debo respetarlas. ¡Paciencia si se deshoja una ilusión más, paciencia! Pero usted, coronel; usted, que tantos méritos adquiridos tiene; usted, que tantas veces ha combatido por la patria, usted me va á permitir que le diga que, á ese paso y con esas ideas, no amos á ningún lado, no llegaremos á ningún puerto! ¡Cómo!... ¿dice usted que es al ñudo sacrificarse?... ¿Y esos compatriotas que viven en los bosques para escapar del martirio, y esos mártires que gimen en los cuarteles, y este país que sufre la más horrible de las afrentas, no son nada, no valen nada, no merecen que los hombres de corazón mueran por libertarlos? Y si usted, coronel Matos, si los hombres como usted hablan de ese modo y aconsejan la resignación vergonzosa, ¿qué hará la juventud crecida en la sombra de una tiranía?... ¿Habrá que aceptar la desgracia sin luchar, sin resistir, llorando como mujeres, cuando tenemos brazos de hombres y sangre de bravos?... ¡Coronel Matos, coronel Matos: cuando la patria agoniza bajo la bota de un déspota, sus buenos hijos deben ir al combate sin medir dificultades, sin contar escollos, sin presentir desastres, y han de alzarse agigantados por el triunfo, ó han de caer envueltos en la bandera inmaculada de nuestros amores inmortales!...

Los dos gauchos sintieron una impresión de frío pasar por el cuerpo. El capataz, trémulo de entusiasmo, queriendo hablar y sintiendo que la voz se le estrangulaba en la garganta, sólo pudo decir, condensando sus pensamientos, esta palabra:

—¡Pucha!...

El caudillo, con los ojos brillantes, llenos de lágrimas, iluminado el semblante varonil por la fiebre del entusiasmo, revolvió con sus gruesos dedos la espesa y enmarañada barba cana. Todo el pasado se agolpó confuso en su cerebro. Vió de nuevo las hordas gauchas, desordenadas y fieras, surgir sobre las cuchillas esgrimiendo chuzas y profiriendo amenazas.

Las vió desnudas, fatigadas, hambrientas, descargar sus iracundias sobre el enemigo y vencer al número, á la disciplina, al armamento, á la pericia, con sólo el empuje de su valor y la fiereza de su patriotismo sublime. Saltó de la silla, como si le hubieran pasado una corriente eléctrica, apoyó sobre la mesa la ancha mano velluda, y dirigiéndose á su capataz, no ya como patrón, sino con la voz clara é imperiosa del jefe que da una orden,

—¡Capitán Lucas Rodríguez—dijo—, empiese á adelgasar mi picaso, y prepárese y avise á los muchachos, porque vamo á dirnos á la última patriada!...


El capitán Lucas, tembloroso, radiante, salió precipitadamente agitando el sombrero en la diestra, y antes de llegar á la cocina, no pudiendo contenerse, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Muchachos!... ¡hay regolución!... ¡Viva la regolución!...

En el interior del rancho el caudillo había quedado inmóvil, de pie, llenando la pieza con su corpachón alto y robusto como tronco de guayabo. El joven, silencioso y emocionado, se había levantado también. La mujer y la hija del coronel entraron precipitadamente á ver lo que ocurría.

—¡Nada, mujer!—exclamó el caudillo con voz ya serenada.

En seguida fué á un rincón de la pieza, cogió su vieja lanza, aquella lanza gloriosa, sahumada con el humo de tantas batallas y enrojecida con la sangre de tantos enemigos, y haciéndola cimbrar como para demostrar que aun tenía fuerzas bastantes para esgrimirla en el combate, agregó, cual si concluyera la frase:

—Estaba escrito que no había de dejar la osamenta en mi rancho.

¡Sea!...

El ceibal

I

El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego; brillaban las lomas con su tapiz de doradas flechillas, y en el verde luciente de los bajíos, cien flores diversas, de cien gramíneas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el toldo ardiente de irisadas nubes.

En un recodo de un pequeño arroyo, sobre un cerrillo de poca altura, se ven unos ranchos de adobe y techo de paja brava, con muchos árboles que lo circundan, dándoles sombra y encantador aspecto.

El patio vasto, de tierra, muy limpio, no tiene más adornos que un gran ombú en el medio, unos tiestos con margaritas y romeros en las lindes, y un alambrado, muy prolijo, que lo cerca, dejando tres aberturas sin puertas, de donde parten tres senderos: uno que va al corral de las ovejas, otro que conduce al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, que lleva, en línea recta, hacia la vera del arroyo, distante un centenar de metros.

El arroyo es todo un portento. No es hondo, ni ruge; porque en muchas leguas en contorno no hay elevación más grande que la protuberancia donde asientan los ranchos que mencionamos. La linfa se acuesta y corre sin rumor, fresca como los camelotes que bordan sus riberas, y pura como el océano azul del firmamento.

No hay en las márgenes enhiestas palmas representando el orgullo forestal, ni secos coronillas simbolizando la fuerza, ni ramosos guayabos y vivarós corpulentos, ostentación de opulencia. En cambio, en muchos trechos, vense hundir sobre el haz del agua, con melancólica pereza, las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, ó extenderse, como culebras que se bañan, los pardos sarandíes.

Tras esta primera línea, vienen los saúcos, blanqueando con sus racimos de menudas flores; los ñangapirés con su pequeño fruto exquisito; el arazá, el guayacán, la sombría aruera, los gallardos ceibos cubiertos de grandes flores rojas, y aquí y allá, por todas partes, enroscándose á todos los troncos, trepando por todas las ramas, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan voluptuosamente pender sus ramas, como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.

Los árboles no se oprimen, y á pesar de sus fecundas frondescencias, caen á sus plantas, en franjas de luz, ardientes rayos solares que besan la abundante hierba y arrancan reflejos diamantinos al montón de hojas secas. Hay allí sitio para todos: entre el césped corren alegres las lagartijas persiguiendo escarabajos; en el boscaje, miríadas de pájaros suspiran sus amores á la puerta del nido, sin temer para ellos el tiro cuyo retumbo nunca oyeron, ni para sus huevos ó su prole la curiosidad traviesa de chicuelos que sólo aportan por aquellos parajes para coger una indigestión de pitangas.

Las mariposas de sutiles alas irisadas vuelan por todos los sitios, y zumban los insectos rozando hojas y libando flores; y allá en la cinta de agua, que parece un esmalte de nácar sobre el verde del monte, duermen las tarariras flotando de plano, saltan las mojarras de reluciente escama, cruzan serpenteando veloces pequeñas culebrillas rojas que semejan movibles trozos de coral, y de cuando en cuando, con rápido vuelo sigiloso, ua martín-pescador proyecta su sombra, rompe el cristal con su largo pico, y se alza en seguida conduciendo una presa.

Durante las siestas, cuando se incendian las lomas con los chorros de fuego del sol de estío, van los mansos rocines á dormitar á la fresca sombra de los árboles; y para que nada falte, y haya siempre manifestaciones de vida en aquel maravilloso paraje, de noche, cuando la luz se apaga y los pájaros enmudecen, encienden las luciérnagas sus diminutos fanales y entonan las ranas sus monótonas canturrias.

La senda ancha y trillada que en línea recta conduce á la vera del arroyo, se bifurca allí. De las dos que resultan, la más angosta se interna en la arboleda, y la otra costea el monte, hacia arriba, y muere en remedo de playa: todas las mañanas y todas las tardes, un muchachuelo, cabalgando en un "petizo bichoco", lleva á la cincha, por ese sendero, la rastra con el barril para el agua del consumo diario.

La otra intérnase en el monte, y tras muchos giros caprichosos, llega también al borde del arroyo, donde hay un claro pequeño que accidentalmente es pesquero de mojarras, y más de continuo, lavadero de la gente de los ranchos.

Una mañana de Diciembre, inmensamente cálida, una joven, en cuclillas junto al agua, refregaba con tesón unas piezas de ropa. La falda de percal, levantada y sujeta entre ambas rodillas, dejaba al descubierto unas pantorrilias rollizas desde el tobillo; y las mangas alzadas de la bata ponían de manifiesto dos brazos torneados y cubiertos de piel morena y brillante.

De tiempo en tiempo la joven cesaba de refregar, sacudía sus manos regordetas para escurrir el agua, y se las pasaba por la frente á fin de quitar el sudor ó volver á su sitio alguna greña rebelde de su bravía cabellera.

Un par de horas transcurrieron, y ya enjuagada la ropa, la niña se puso de pie, hizo un lío con todas las piezas lavadas y se escurrió con rapidez por el sendero hasta llegar á un playo, un "potrerito" alfombrado de grama y bañado de sol. Extendió en el suelo las diversas ropas, cantando bajito unas coplas maliciosas.

Después quedóse un momento indecisa; y luego, con los brazos caídos á lo largo del cuerpo y la cabeza inclinada sobre el pecho, en actitud meditabunda, se fué hacia el fondo del potrerito, andando despacio, y pegando con la punta del pie—un pie pequeño y gordo encerrado en alpargatas floreadas—á las ramas secas que encontraba á su paso.

Cuando llegó á la arboleda, arrancó una gran flor de ceibo, que puso entre sus labios, tan rojos como la flor, y recostándose en el tronco del árbol, detúvose á mirar hacia el boscaje con la insistencia de quien espera á alguien. A poco oyóse un crujir de ramas, y un hombre apareció en el playo.

Era el que llegaba un mocetón fornido, de tez morena, de rostro simpático y hasta bello, á pesar de la nariz larga y corva, de la boca grande y carnosa y de la escasa barba negra que crecía sin cultivo.

Vestía bombacha de dril blanco, muy almidonada, y calzaba alpargatas floreadas; no llevaba saco, ni blusa, ni chaleco: sólo una camisa de color, recién puesta y tan almidonada como la bombacha. Iba con el sombrero en la mano, sujeto del barboquejo, á manera de canasta, pues lo había llenado de hermosos frutos de ñangapiré. En la mano izquierda tenía un gran ramo de margaritas blancas.

Ya cerca de la joven, tendió torpemente el brazo, y mirándola con ternura,

—Toma—le dijo; y le entregó el ramo.

Ella lo cogió sonriendo, y oliéndolo con fruición,

—¡Qué ricas!—exclamó—; gracias.

Y después, mirando el sombrero,

—¿Qué trais ahí?—preguntó; y sin darle tiempo para contestar, metió, la mano traviesa.

—¡Pitangas!—dijo alborozada; y tomó un puñado, que llevó á la boca.

Mascando las frutas menudas, y riendo,

—¡Qué lindas son!—decía—; ¿dónde las ajuntastes?...

El mocetón, con el labio péndulo y la mirada embobada de los enamorados tímidos, la contemplaba embelesado, sin atinar á pronunciar palabra. Tenía la cabeza inclinada sobre el lado derecho, y las hebras del negro cabello lacio, mojado en el baño reciente, caían formando banda sobre el ojo derecho, que casi se ocultaba.

—¿No me das esa flor?—dijo de pronto, refiriéndose á la de ceibo que la niña había dejado en el suelo; é hizo ademán de cogerla.

—¡Esa no!—contestó con viveza—, ¡es muy ordinaria!... Toma ésta...—y le ofreció un clavel blanco que llevaba en el pelo. Él la tomó con ternura y la puso en la boca, suspirando y abrazándola con la mirada.

—¿De verdá, Clota, me querés?—murmuró.

Ella lo miró un momento, seria, pensativa, dando á su linda cara morena un aspecto severo, y al ver el aire triste del mozo, el dolor que se pintaba en su semblante, lanzó una carcajada fresca y sonora, que llenó el bosquecillo de ceibos, y le tiró al rostro los pétalos de la flor que había recogido y deshojado.

—¡Qué cara de ternero enfermo tenés!—le dijo; y siguió riendo, mientras el gauchito, devorándola con los ojos y pasado el susto, reía también rebosando de alegría.

II

Clotilde—Clota por diminutivo—era la menor de las tres hijas de Jacinto Ramos, el puestero del Ceibal en la estancia de Martínez; y Patricio Suárez, el mozo que encontramos en el bosquecillo de ceibos, era un gauchito trabajador y sin vicios, que, iba ya para un año, no podía pasarse una semana sin visitar al puestero y contemplar á la chica, que le tenía alelado.

Clota contaba diez y ocho años y era todo un temperamento criollo, con algunas gotas de sangre negra que le bronceaban la piel y le encendían pasiones tan ardientes como el sol de mediodía en aquellas lomas desiertas. Su cuerpo pequeño, con amplias caderas, su abultado seno y no muy estrecha cintura, tenían la gracia nativa y la agreste esbeltez de las flores del campo.

No era linda; su nariz, corta y gruesa, con ventanillas muy abiertas; la boca grande y pulposa, el mentón prominente y la frente estrecha y baja, acusaban su origen; pero aquellos inmensos ojos negros de mirada picaresca, aquellos dientes menudos por sobre los cuales saltaba continuamente la risa como las aguas del arroyo sobre la pequeña cascada de piedrecillas blancas, y aquella cabellera de negras mechas rebeldes, lucientes, rígidas y abundantes—verdadera crin de potro indómito—hacíanla atrayente y deseable; tanto más deseable, cuanto que era uno de esos caracteres altivos, voluntariosos, que obran por impulsos pasionales y son inaccesibles á la convicción y al ruego.

Ella no tuvo nunca ni las muñecas de trapo ni los negritos de loza con que jugaban sus hermanas. Sus gustos eran correr por el campo apedreando cachuas, descuartizando lagartijas y mostrando el puño á los teruteros, á quienes odiaba porque se burlaban de ella volando y gritando sobre su cabeza. ¡Si hubiera podido agarrar uno...!

En cambio se vengaba rompiéndoles los huevos ó matándoles los pichones. Después de ausencias de varias horas, tornaba á los ranchos con la cabellera revuelta adornada con margaritas, y el vestido con más abrojos y rosetas que crin de yegua madrina en tropilla de baguales.

Los días de lluvia eran sus días de holgorio, y sólo recurriendo al medio extremo de atarla de una pierna á una pata de la cama lograban tenerla bajo techo; mientras esto no sucedía, pasábase ella chapaleando barro, buscando charcos para removerlos con sus piececitos descalzos, y sapitos para destriparlos con sus manos traviesas.

A medida que iba creciendo, acentuábanse sus instintos varoniles. Gustábale más cavar en la huerta, al rayo del sol, que tomar una aguja para recomponer la falda desgarrada en sus excursiones al monte y en su continuo trepar por los árboles.

Montaba á caballo en pelo, sin reparar si la bestia era mansa ó arisca; corría por los bañados, por las cuchillas, cuestas arriba y cuestas abajo, sin cuidarse de las rodadas, que en más de una ocasión la dejaron por tierra magullada y dolorida, y á tal punto llegó su amor á la vida libre del hombre, que, ya crecida, propios y extraños la apellidaban la machona, jamás se la veía jugar con sus hermanas, á quienes no bscaba sino para hacerles alguna diablura y reir luego, á pesar de los moquetes y lazazos que le propinaban ellas y sus padres. Más dada era con sus dos hermanos, y, sobre todos con Luciano Romero, un muchacho sin familia que había crecido en la casa y era el más ladino narrador de cuentos alegres, no hablando nunca sino en refranes, riendo siempre y siendo, cual ella, cruel en sus bromas y feroz en sus enojos.

Este muchacho fué su camarada inseparable hasta hacía tres ó cuatro años, época en que, á causa de una soba que le diera Jacinto, alzó el vuelo y no volvió á vérsele.

Un año antes de la fecha en que comienza este relato, hubo en casa de Jacinto Ramos grandes fiestas para solemnizar el buen resultado de la trilla, que, siendo la primera, auguraba al puestero proficuas ganancias para el futuro.

Se carneó una vaquillona con cuero; se mataron varios capones y no pocas gallinas; se llevaron tres damajuanas de vino; se invitó á las familias de las inmediaciones, y, después del gran almuerzo á la sombra de los ceibos, se bailó al compás de acordeones y guitarras, hasta la hora de cenar.

Después de cenar, la fiesta continuó en el amplio patio, y el clarear del nuevo día oyó aún el chirrido de los acordeones y el son desafinado de las guitarras sin primas.

Entre los invitados estaba Patricio Suárez, el hijo de un puestero de la estancia vecina. Desde el principio bailó con Clota, sin que nadie se la disputara, porque los paisanitos la conocían ya, y quién más, quién menos, había recibido de la linda morocha, en contestación á sus requiebros, cuatro frescas que los dejó desconcertados y ariscos.

Ella, que al fin era coqueta, se dejó llevar por aquel mocetón arrogante y fornido y tan tímido que apenas le hablaba, que apenas le tocaba la cintura con su mano grande y callosa, y que sólo á ratos y de una manera furtiva le dirigía una mirada.

Al siguiente día Clota se encontró pensativa. ¿Por qué Patricio no le había hablado de amores, no obstante mostrarse tan solícito y haber bailado con ella toda la noche?... Recordaba que varias veces, excitada por el baile, por la alegría de la fiesta, por los acordes de la música, é incomodada con el mutismo de su compañero, le había oprimido la mano, ó le había rozado la cara con sus cabellos negros, ó lo había mirado en los ojos con sus ojos de gata, y el mozo habíase puesto rojo como una flor de ceibo, y había inclinado la frente, mirando al suelo...

¿Sabía lo que contaban de ella, conocía sus brusquedades y sus caprichos y le tenía miedo?... Patricio era bueno, tenía fama de muy bueno, y, además, no era feo, aunque un poco desgarbado. A ella le gustaba...

¿Por qué no habría de tener novio y no habría de casarse?... Ya no era una chiquilla y hacíase necesario pensar en otra cosa que en apedrear pájaros y destripar lagartijas. ¡Quién la viera á ella dueña de casa, en un ranchita muy lindo con un patio bien lleno, bien lleno de tarros con margaritas y claveles!...

Su madre y sus hermanas siempre le decían que iba á quedarse para vestir santos, porque ningún mozo se atrevería á cargar con una locuela...¡Bah! ¡qué sabían ellas!...

Así, cavilosa, abstraída é inquieta, fué andando maquinalmente hacia su sitio favorito, el bosquecillo de ceibos.

Era temprano: la mayor parte de la gente dormía. El cielo estaba algo nubloso y la mañana fresca y agradable. Cuando Clota llegó al ceibal, llevaba las alpargatas completamente mojadas con el rocío. Poco á poco se fué internando en el monte, arrancando ramas y deshojando flores con ademán distraído, hasta que, ya cerca del cauce del arroyo, le llamó la atención una gran planta de burucuyá que subía enroscada al tronco de un saúco, y de cuyas ramas flexibles pendían las grandes frutas anaranjadas.

Quiso alcanzar una, pero estaban muy altas y púsose á hacer grandes esfuerzos por doblar la rama del saúco. Ya estaba impaciente, y tenía rojo el rostro, y se había olvidado de Patricio, cuando éste apareció cerca de ella. Volvióse sorprendida, y mirando al paisanito:

—¿Usted tampoco se acostó?—le dijo.

Él, bajando la vista y adelantando lentamente,

—No—contestó—; no tenía sueño.

—Sin embargo, después de bailar toda la noche...

—No tenía sueño.

Y alzó la mirada, fijándola cariñosa é interrogativa en la joven, la cual, bajando la suya, exclamó para cambiar el giro de la conversación:

—Me hace rabiar ese burucuyá: no puedo agarrarlo.

El mozo, sin decir una palabra, trató de alcanzar la fruta; pero como no lo consiguiera, comenzó á trepar por el árbol.

—¡Se va á cair!—le gritó Clota.

Sin hacer caso de la advertencia, trepó y logró coger el mejor fruto, balanceándose sobre la rama débil; y cuando quiso descender, ésta se rompió, dando con el joven en tierra.

—¡No le dije, no le dijel—gritaba Clota riendo alegremente, mientras Patricio, muy colorado, se levantaba y le ofrecía la baya apetitosa.

Permanecieron un rato en silencio, y después, haciendo un esfuerzo, Patricio se atrevió á murmurar:

—Clota... ¿sabe?... yo...

Viendo que no continuaba,

—¿Qué?—preguntó elia.

El mozo, alzando la vista y mirándola con angustia, preguntó:

—¿Usted no tiene novio?...

Ella bajó la vista. Agitóse violentamente su exuberante seno, y contestó con voz dulce y emocionada:

—¡No!... Y usted... ¿tiene novia?...

—Yo tampoco...

Luego, mirando al suelo y poniéndose encendido,

—Si usted quisiera...—balbuceó con voz muy tenue.

Clota clavó en él su ardiente mirada de criolla; sus labios, rojos como la sangre que brota del cuello del toro recién degollado, temblaron un instante, y luego, sin decir nada, se quitó nerviosamente la margarita que llevaba en el pecho, se la dio, y mientras el mozo embelesado la miraba sin articular una palabra, anudada la garganta por la emoción, dio media vuelta y echó á correr hacia las casas, dejándolo plantado, absorto, perplejo, dudando si aquello era una dulce realidad ó una cruel travesura de la coqueta chicuela.

Estos amores, tan originalmente comenzados, continuaron del mismo modo. Patricio visitó con frecuencia el rancho del puestero y nunca le faltó un pretexto para ir al playo del bañadero, á fin de correrse desde allí por el monte hasta el bosquecillo de ceibos, donde estaba seguro de encontrar á Clota.

Allí pasaban las horas hablando poco, cuando no hablaban de cosas indiferentes, y á medida que el tiempo transcurría se acrecentaba la pasión del mozo; ella, en cambio, sentía el espolonazo de un deseo indefinido, y muchas veces llegó á preguntarse si realmente quería á aquel gauchito tímido que no sabía hacer vibrar ninguna cuerda de su ardiente temperamento. Parecíale que aquello no era bastante, que aquello no era amor, y si lo era, no valía gran cosa el amor, y sobre todo, no era alegre.

Las conversaciones serias la fastidiaban, y por más empeño que ponía de su parte, concluyó por serle imposible permanecer un par de horas al lado de aquel hombre que conversaba poco, suspiraba mucho y no reía nunca. Sin embargo, llegó á pensar que las cosas serían así y que era forzoso conformarse; por lo cual permitió que Patricio la pidiera en matrimonio y visitase oficialmente en la casa.

Cesaron las entrevistas en el bosquecillo de ceibos, que ya no tenía encantos para ella, y recibía á su futuro en las casas, donde se hablaba de todo menos de amor. Sólo accidentalmente se encontraban en la arboleda, y ocurría á veces que ella, tornando á sus años bulliciosos, excitada por el perfume agreste de los árboles, mostrábase provocativa, voluptuosa, haciendo asomar á sus ojos negros y á sus mejillas morenas y á sus labios rojos la fiebre devoradora que la ardiente juventud encendía en sus venas; un vapor calino oscurecía su alma, y al mandato imperioso del deseo, temblaban sus carnes mórbidas, y palabras entrecortadas pasaban silbando por sus labios secos; palabras ásperas unas veces, tiernas otras, pero siempre extrañas, incomprensibles para el mozo, como son incomprensibles para el oído torpe las notas incoherentes de una partitura genial.

En ocasiones el instinto del macho lo impulsaba á besar aquella boca abrasadora, y cruzaban por su espíritu fugitivas tentaciones de arrojarse sobre la joven con ímpetus de toro y celebrar furiosa fiesta nupcial en lo sombrío del potril. Vio Clota más de una vez la llama que encendía momentáneamente el rostro de Patricio, y se agitó contenta y temerosa al mismo tiempo. Pero esa llama se apagaba en seguida: el gauchito adoraba á su prenda y temía equivocarse, temía perderla para siempre. Era preferible esperar el día, ya cercano, en que había de ser su esposa.

III

Llegó de nuevo la estación de la siega, y de nuevo se prepararon grandes fiestas para después de la trilla.

En los ranchos nada había cambiado. El año transcurrido sólo había ennegrecido un poco más la paja del techo y había dado unas ramas más al corpulento ombú que adornaba el patio.

La fiesta fué igual y tan alegre como la del año anterior, y si algunos de los invitados de entonces faltaban, en cambio había llegado ese día un forastero que alegró á toda la reunión. Era Luciano Romero, quien tras varios años de ausencia, volvía al pago, alegre y decidor como antes, pero hecho un hombre, un mozo gallardo, cuyo cuerpo airoso se movía con donaire.

Clota fué quizá quien más se alegró de verlo, pues nunca había olvidado del todo á su compañero de travesuras. Mirándolo mucho, como para cerciorarse de que aquel apuesto mancebo era el mismo muchacho harapiento que jugaba con ella en otro tiempo, le preguntó con interés:

—¿Por dónde has andao, cachafás?...

—Por todos laos, como bola sin manija... Vos sabes que yo soy como la taba del chancho, que no se clava...

—¡Andá, bobo!—exclamó ella riendo de buena gana—; ¡siempre sos el mismo!

—¡Dejuro! el zorro cambia de pelo, no de mañas... Y vos, ¿sabés que estás grandota, china?...¡y lindaza! ¡Bien haya la madre que te echó al mundo!...

Clota se hacía la enojada; pero en realidad nunca estuvo tan contenta, y buscaba á Luciano con insistencia para oirle contar historias y hacer mordaces criticas de los asistentes, en su pintoresco lenguaje.

—Ché—decia el mozo—, ¿quién es aquella ñandusa que está al lao de doña Benita?—Y sin darle tiempo para contestar, agregaba:

—¡Linda pa hacerle casorio con el ñato Domingo!

—¡Salí con ese bicho!

—¿Y d'iai?... ¡Pal qui'anda con el freno en la mano no hay caballo flaco!

Patricio, que había estado asando un costillar, se acercó muy triste; y Luciano, que era antiguo camarada suyo, lo miró, se rió, y volviéndose á Clota:

—¿No te parece—dijo—que éste también sirve pa casarlo con la ñandusa?... ¡Sería una buena yunta!...

Patricio, muy serio y muy triste por ver reir á Clota, no dijo nada; y el otro, afectuosamente,

—¡Pero sentate, hermano!—exclamó—; no te vas á refriar, porque te asiguro que aquí hace más calor que al lao del fogón.

Y miró picarescamente á Clota, quien poniéndose colorada,

—¡Zafao!—dijo, y tornóse seria.

—Voy á ver los asaos—contestó con pena el mozo; y se alejó sin que su novia hiciera nada por detenerlo.

Cuando llegó la hora de almorzar, todos formaron rueda, teniendo los asadores por centro. Se sirvió cada uno su parte, y mientras Luciano, supremo egoísta, comía callado, Clota hacía esfuerzos por cortar con un mal cuchillo un peor trozo de carne. En eso acercóse Patricio llevando en la mano un pedazo de picana, gordo y primorosamente asado.

—Toma—dijo, ofreciéndoselo a la joven—; lo hice pa vos.

Y en seguida, sacando su cuchillo de mango de plata, muy afilado, se lo alcanzó para que pudiera comer á gusto.

Ella lo miró con manifiesta ternura, y al verlo tan triste,

—¿Qué tenés?—le dijo—; ¿estás enojao?

—No.

—Sentate aquí, á mi lao.

—Tenes compaña ya...

—Sentate, ¡no seas bobo!—exclamó Clota; y cogiéndole de la bombacha, lo tiró con fuerza.

El almuerzo fué alegre. Patricio olvidó su resentimiento y volvió á considerarse feliz al lado de su amada.

A la noche, una hermosa noche clara, alumbrada por espléndida luna, se dio comienzo al baile en el patio de la casa. Luciano tomó la guitarra y comenzó á tocar unas polcas que eran un continuo reir de las cuerdas, y unas danzas rebosantes de malicia.

De cuando en cuando el guitarrero cambiaba el compás, y mientras las parejas deteníanse confusas, él poblaba el aire con los arpegios dolientes de un estilo y entonaba con la voz fresca y dulce del trovador gaucho alguna décima amorosa que casi siempre concluía con una chuscada.

Clota bailaba con su novio, el cual, siempre serio, muy tieso, muy grave, la miraba sin hablarla. La guitarra preludió una habanera y empezaron á balancearse las parejas en movimiento suave y pausado al son de aquellas notas dormidas, tiernas como un arrullo y á veces apagadas por el zapateo de los bailarines.

De pronto, un rasgueo rápido rompió el compás, y sin transición vibraron las bordonas y cantó la prima un cielo de pericón. Dio principio el baile nacional, pero eran pocos los que lo sabían y confundíanse á cada momento en las figuras. Entonces Luciano pasó la guitarra á otro mozo, se levantó de su asiento, y dirigiéndose á Patricio,

—Hermano—le dijo—, empréstame tu compañera: les voy á enseñar cómo se baila el baile de mi tierra.

Púsose él á dirigir con frases llenas de malicia, que arrancaban generales carcajadas, y daba el ejemplo de donaire en sus vueltas graciosas, acompañado por Clota. De ellos podía decirse con Roxlo:


«La pareja se cimbra
dulce y bizarra,
al compás armonioso
de la guitarra...»


Clota estaba entusiasmada. La embargaba inmenso placer al sentirse fuertemente oprimida por el mozo que, de cuando en cuando y con aire de descuido, le rozaba las piernas con las suyas ó le quemaba el rostro con su aliento.

Concluido el pericón, Luciano entregó su compañera al amigo y volvió á tomar la guitarra. Patricio siguió toda la noche al lado de su moza; pero estaba triste y contrariado: los celos que le mortificaron por la mañana, siguieron su curso, aumentando el caudal. Inútil era que luchara; la ponzoña lo roía, estaba en la sangre, corría por todos los órganos, y no había medio de arrancarla.


Al día siguiente como en el año anterior, se fué al arroyo, en vez de acostarse; se bañó, y, como entonces, llegóse hasta el bosquecillo de ceibos, esperando encontrar á Clota. Pero la linda morocha dormía esta vez soñando con florescencias primaverales.

Esa tarde Patricio ensilló y se despidió de la familia. Estaba tranquilo y nada revelaba en él la herida que escondía en el alma. Clota lo encontró como siempre, serio, pero no agresivo, ostentando el aire taciturno que le era habitual.

Montó con destreza, y se alejó á trote pausado, sin volver la cabeza una sola vez; y cuando llegó á un bajío bastante hondo para ocultarlo á las miradas de las gentes del rancho, bajó del caballo, y, con las riendas en la mano, púsose en cuclillas y armó un cigarrillo, permaneciendo largo rato abismado en dolorosas meditaciones. Ya anochecía cuando tornó á cabalgar sin prisa, con rumbo á sus pagos.

Transcurrieron tres semanas sin que Patricio apareciera por la casa de su novia, y un domingo llegóse con el corazón oprimido y el aspecto más sombrío que de costumbre. Todos le mostraron afecto, Clota más que nadie, y le riñeron cariñosamente porque, habiendo estado enfermo, no les hubiera avisado; pues á pesar de sus protestas, nadie dudaba de que había estado enfermo. El rostro pálido y demacrado lo denunciaba y, más que nada, su prolongada ausencia, que ellos no se explicaban por la razón de múltiples tareas que alegaba el mozo.

Clota no pensó ni un solo instante en que pudieran ser los celos la causa de la demora en visitarla; y, muy contenta de volverlo á ver, reía y bromeaba en tanto acarreaba ella misma el mate amargo para su novio, en una "galleta" negra, bien curada, que él le había regalado, y que sólo cuando él iba salía del baúl de la dueña. A tanto llegó la afectuosidad de Clota, que Patricio no se atrevió á formular una queja ni á aventurar una pregunta. Sus dudas empezaron á disiparse, y en su alma, entenebrecida por los celos, volvió á irradiar el sol del contento.

Cuando al día siguiente partió para su casa, llevaba en el corazón toda la luz que el sol de las siestas derrama sobre las lomas. Ya no abrigaba dudas; de sus averiguaciones resultó que había sido un insensato.

Luciano Romero había estado dos ó tres veces en el puesto del Ceibal, pero simplemente de paso, sin pernoctar allí, y nadie vio que requebrara á Clota, ni que ésta le mostrara otra afición que el gusto de escuchar sus historietas, siempre divertidas con su fondo picaresco y coloreado.

Por otra parte, él sabía á qué atenerse, y no se le ocultaba el desagrado con que le miraba don Jacinto, para quien aquel mozo peripuesto y decidor era siempre el muchacho haragán, barullento y pendenciero que hubo de arrojar de su casa á golpes de lazo.

No olvidaba Luciano este incidente, y si no había buscado la venganza era por temor y no por falta de deseos. No sería de extrañar que ambicionara á Clota, como la ambicionaban muchos, sin atreverse á probar fortuna por las razones expuestas, y porque él tenía en ese tiempo otras preocupaciones más intensas. La pasión del juego lo absorbía por completo y la buena suerte acrecentaba su fiebre.

Pasaron varios meses sin el menor incidente en los amoríos de Patricio y Clota. Aquél iba, como antes, todos los domingos á casa de su novia y se preocupaba seriamente con la próxima boda. Su patrón le había dado un puesto y él mismo había trabajado con ahinco en la construcción de su vivienda, arrancando terrón, cortando paja y labrando horcones y cumbreras.

Clota, si no sentía gran entusiasmo con la seguridad del matrimonio próximo, tampoco le contrariaba y esperaba tranquila, dejando correr el tiempo indiferente.

Llegó el invierno. Un domingo, muy temprano, salió Patricio de su casa, con rumbo á la de su novia. Había llovido mucho y aquellos terrenos bajos estaban blandos y llenos de agua. Cerca ya de los ranchos del puestero el caballo de Patricio rodó y él fué á caer á gran distancia.

Tuvo la suerte de no hacerse daño, pero se levantó espantosamente enlodado; y no queriendo presentarse de ese modo ante su novia, costeó el arroyuelo, y, penetrando por el playo del bañadero, se lavó cuidadosamente las manos y la cara.

Iba á retirarse en momentos que oyó risas y voces que partían del bosquecillo de ceibos; una de aquellas voces era de Clota. ¿Qué hacía? ¿Con quién reía...? Golpeóle el corazón con fuerza, y, tras unos instantes de indecisión, se internó en la maleza, agachado, sigiloso, apartando las ramas con cautela. De cuando en cuando se detenía para escuchar, ansioso, agitado, casi febril. Oía á veces la voz de Clota, apagada, tenue, sin que pudiera comprender las palabras; y por momentos una voz de hombre, que un presentimiento le hacía reconocer.

No se equivocaba: allí estaban Clota y Luciano. Él la había encontrado allí, y empezó por hacerla reir con historias picantes, y, de atrevimiento en atrevimiento, había concluido por enardecerla y arrojarla sobre el colchón de grama, sin que ella, abrasada por el deseo, opusiera resistencia.

Con los ojos fuera de las órbitas, la mirada extraviada, la frente cubierta de sudor, Patricio apareció en el claro del bosquecillo, oprimiendo en la diestra la daga desnuda.

En un segundo pasó por la mente del mozo un tropel de ideas extrañas. Vio á Clota, á aquella mujer que él amaba con delirio, tendida sobre la hierba, con las ropas en desorden; y al contemplar aquellas desnudeces, la sangre se agolpó en su cabeza y la indignación pasó por su espíritu como las rachas del pampero en las cuchillas. Escaso de inteligencia, tímido é inexperto, sentía rebelarse su honestidad innata ante la traición y la bajeza de su novia, sin investigar las causas.

Al reconstruir el pasado y comprender que había sido un juguete, que se había explotado su bondad y su confianza, la ira le cegaba y la sangre, ardiendo, le gritaba: ¡mata! Y, sin embargo, permanecía quieto, tan arraigado al suelo como el ceibo en que apoyaba su mano izquierda, rasgando la corteza con las uñas. Las ideas iban y venían dentro de su cerebro como el volante de una máquina de vapor, cuyos puntos se sustituyen á la vista con tal celeridad, que nos impide darnos cuenta de su forma.

Se imaginó desaparecida, perdida en la gran nada de la muerte á aquella mujer, á quien se había acostumbrado á mirar como cosa propia y perdurable; la vió como la había soñado tantas veces, cantando alegre en el lindo rancho, en medio de sus chicuelos; recordó los momentos de inefable dicha pasados á su lado, la misteriosa satisfacción que experimentaba hallándose junto á ella, aun cuando no la hablara una palabra, y su alma se ablandó, cedió su encono, y, sin darse cuenta, retrocedió bruscamente.

El ruido que produjeron las ramas hizo volver la cabeza á Luciano. Los dos hombres se miraron cara á cara: uno, con mirada de asombro y de miedo; el otro, con mirada de odio y de pena.

Luciano lo había visto, ¡ella también! El vértigo volvió á oscurecer su cerebro, y aparcando las ramas con manotones furiosos, se lanzó al playo, iracundo y terrible.

Lo demás fué un relámpago.

Luciano retrocedió atónito y Clota intentó levantarse; pero él, de un zarpazo feroz, la cogió de la revuelta cabellera y respondió con una mirada de rencor infinito y de desprecio sin límites á la mirada angustiosa que ella le dirigió implorando misericordia; y dando un rugido sordo, que tenía más de bestial que de humano, hundió repetidas veces la daga en el pecho y en el vientre de la joven.

La infeliz cayó bañada en sangre y estuvo un corto rato agitándose en terribles convulsiones.

Cuando quedó exánime, tendida boca arriba sobre el colchón de grama y hojas secas, el gaucho contempló tranquilamente aquel hermoso rostro pálido, aquella boca entreabierta, aquellos grandes y anchos ojos negros. Después levantó la mirada y la fijó, dura y amenazante, en su rival, quien durante esta corta escena había permanecido quieto, enmudecido por el terror.

Al ver la actitud de Patricio, no dudó Luciano que le había llegado su turno, que la venganza se cebaría en él con encarnizamiento, con saña, con la crueldad del felino enfurecido. El instinto de conservación moviólo á la defensa; y casi sin darse cuenta de lo que hacía, echó mano á la pistola que llevaba en la cintura.

Patricio lo detuvo con un ademán brusco, diciéndole al propio tiempo, con voz ronca y entonación altanera é imperativa:

—¡Guardá no más tus armas!... Con vos no tengo nada.

Pálido, temblando, sin lograr explicarse aquella inesperada magnanimidad, Luciano tartamudeó:

—¿Por qué á ella y no á mí?...

—¿A vos, por qué?—preguntó Patricio.

Después, en un segundo de suprema cólera, fulgurando los ojos, agregó con el inmenso desdén del varón fuerte que puede herir y no quiere, que puede matar y perdona:

—¡Desgraciao el cojudo que ve yeguas y no relincha!

Y luego, mientras su rival quedaba como petrificado junto á un ceibo, él arrojó la daga, dio media vuelta y se alejó lentamente, tranquilamente, soberbio, altivo, doblando las ramas con su pecho robusto.

¡Por la causa!...

I

Llegóse al gran galpón y desmontó sin atender á los perros que ladraron un momento y callaron en seguida al olfatearlo y reconocerlo como hombre de la casa. Con toda calma y con la prolijidad de quien no tiene prisa, quitó la sobrecincha, luego los cojinillos, que dobló por el medio, con la lana para adentro, y los puso con cuidado sobre el barril del agua. De seguida quitó la cincha, el "basto", las caronas y el sudadero, y agrupándolo todo con cuidado, formó un lío que fué á depositar en un rincón sobre unas pilas de cueros vacunos.

Con una daga de mango de plata labrada y larga hoja afilada, refregó los lomos sudorosos de su cabalgadura, levantando el pelo, para que refrescaran.

Todo esto fué hecho en el mayor silencio. Al ladrido de los perros, un hombre había asomado las narices por la puerta de la cocina, y una vez enterado de quién era el visitante, hizo más ó menos lo que habían hecho los perros momentos antes.

El forastero no se inquietó ni poco ni mucho con aquel recibimiento, al cual parecía estar acostumbrado, y tomando su caballo por el cabestro, lo llevó hasta un potrerito distante pocos metros de allí y que él sabía rico en pasturas y sobrado en acequias.

Cuando regresó jugando con el rebenque plateado—sujeto á la muñeca por una cinta celeste, bastante descolorida—, el dueño de la casa lo esperaba en el galpón.

Se estrecharon la mano en silencio, serios, fríos y ceremoniosos los dos.

—Vamos padentro—había dicho secamente el dueño de casa; y ambos echaron á andar hacia las habitaciones.

La estancia, aparte de los galpones y una serie de ranchos que constituían la cocina, la despensa, la "troja" y las piezas de los peones, era un largo edificio de sólidos muros de piedra y rojo techo de tejas.

Los dos hombres penetraron en una salita que hacía oficio de comedor, y en la cual tres largos escaños de pino blanco sin pintar suplían á las sillas. Todo demostraba gran prolijidad y aseo, incluso el piso de tierra de cupy, recientemente regado y barrido con escoba de carqueja.

Hallábanse allí la esposa del patrón, una hermana de ésta y la "piona", china ya entrada en años y bastante arruinada en el diario y penoso trajín de su oficio.

El forastero tendió la mano á cada una de las mujeres, repitiendo tres veces y con igual tono:

—¿Cómo está?... ¿cómo está?... ¿cómo está?...

Lo que fué contestado con otros tres:

—Bien, gracias, ¿y usted?... bien, gracias, ¿y usted?... bien, gracias, ¿y usted?...

Después de lo cual se sentaron: las mujeres, en los escaños; el recién llegado, en amplio y tosco sitial con asiento de cuero peludo,—la silla de la "patrona".

El estanciero ordenó á la sirvienta que cebara un mate dulce, y en seguida se sentó en un escaño, frente al forastero, cruzando la pierna "en número cuatro" y sosteniendo el pie con ambas manos.

—¿Qué vientos lo han traído por acá?—preguntó el patrón, dando á la frase una cierta entonación irónica, que el otro pareció no percibir, porque se contentó con exclamar con indiferencia:

—Caminando.

Llegó el mate dulce—porque el forastero era hombre delicado y no tomaba amargo—, y la conversación giró sobre vacas flacas y caballos gordos, sequías probables y carreras próximas.

Notábase sin gran esfuerzo que la conversación no gustaba ni divertía á ninguno.

Las mujeres, cansadas de tomar mate dulce "por hacer compaña" al intruso, hallaron modo de escurrir el bulto, una después de la otra, y así que los hombres se quedaron solos, el forastero se preparó como para hablar de importantes y delicados asuntos.

El dueño de casa le allanó el camino al preguntarle:

—¿Qué se habla de elesiones por allá?

—Bastante—dijo el otro—; bastante: esta vez es de á deberás.

—No comprendo.

—Bueno, para eso he venido; porque, ¿sabe?, estamos trabajando firme, ¿sabe?; y de esta hecha ó la ganamos ó nos lleva el diablo, ¿sabe?

—Yo creo más siguro que nos lleve el diablo. Convénsase, amigo; no da el potrillo pa botas.

—Yo compriendo que usted no crea: ¡las cosas han ido tan mal...! Pero, ¿sabe?, ahora es otra cosa, ¿sabe?, porque contamos con la ayuda de los de arriba, ¿sabe?

—¡Pa jeringarnos, como siempre!...

El forastero sonrió con aire compasivo, en tanto el dueño de casa sacaba del bolsillo del chaleco un trozo de tabaco en rama y lo picaba sobre el dedo. Lió dos cigarrillos y ofreció uno al visitante.—

Gracias; yo pito blanco—dijo éste; y á su vez extrajo del bolsillo de la bombacha un paquetito de tabaco caporal brasilero. Usaba yesquero, una calabacita con aro y tapa de plata. Golpeó el pedernal, encendió la yesca, sopló para avivar la combustión, y mientras encendía el cigarrillo, cerrando un ojo,

—¡Es á la fija!—exclamó—. El capitán Nicanor García trabaja en la Sexta y ya tiene visto todo el vecindario; en la Cuarta está don Marcelino González, hombre patriota y altivo; dispués están Santos Téliz, Secundino Benítez, Martín Pedragrosa, y, en fin, ¡la mar!... Hombres todos, ¿sabe?, que, ¿sabe?, trabajan, ¿sabe?

Prosiguió el forastero ponderando las probabilidades de éxito, citando nombres, descubriendo á medias secretos electorales y supliendo con guiños, con muecas y con sabes lo que se reservaba para decir más tarde.

El ganadero escuchaba serio, los ojos medio cerrados, dibujada en el rostro una casi imperceptible expresión burlesca, bostezando á menudo con marcadas muestras de fastidio.

La "patrona" entró anunciando que el almuerzo estaba pronto, y esto hizo suspender la plática.

II

Don Lucas Cabrera, el dueño de la estancia, era hombre entrado en años, que ocultaba entre su cabellera crespa y larga y su abundante barba negra, salpicada de escasos hilos blancos, setenta otoños bien cumplidos. No mostraba su edad, y era como esos guayabos seculares que tienen podrido el corazón y amenazan ruina, en tanto que la corteza se conservaba verde y llena de vida.

Fué soldado en la Guerra Grande, con Oribe; oficial el 64, en la campaña contra Flores, y jefe el 71, en la revolución de Aparicio. En la primera patriada perdió toda la hacienda que le habían dejado sus padres; en la segunda vendió la mitad del campo para armar y equipar su compañía; en la última perdió la otra mitad y ganó dos lanzazos y el grado honorífico de teniente coronel.

Desde entonces se dedicó al trabajo, y al cabo de muchos años—durante los cuales fué tropero y capataz de su antigua estancia—llegó á adquirir media suerte de campo con mucha piedra y poco pasto. Su ganado tambero fué procreando: las ovejas produjeron onzas de oro con su vellón, y al finalizar tres lustros de labor ruda y economía extrema, allí estaban dos suertes de campo, cuatro mil reses, tres mil ovejas y cuatro tropillas de caballos buenos y malos para repartir entre los diez hijos que "Dios y su mujer"—decía él—le habían dado. No sabía leer ni escribir, aunque sí contar las "tarjas" en hierras y apartes.

Sus más grandes placeres fueron siempre una carrera importante, un asado gordo ó una siesta tranquila. Conservaba el amor al partido y el respeto á sus hombres—los dioses penates, que adoraba adornados con cintas celestes: Oribe, el dios; Aparicio, su profeta—. Pero la adversidad había quebrado sus energías y se entusiasmaba con la leyenda sin creer en el futuro, con esa tenacidad de los viejos que, viviendo cubiertos con la caparazón del pasado, no esperan ni confían en las generaciones que les suceden. Sin comprender que es imposible hacer lo que ellos hicieron antaño, achacan á voluntario achicamiento de los hombres lo que es evolución fatal de las cosas.

Partido que vive en la llanura proscrito y vejado y no va á la lucha, y no se alza en armas contra el bando prepotente, no es partido—pensaba. La divisa sin las cuchillas era un trapo sin objeto.

Antes se peleaba, y hoy se discute; ¡las elecciones reemplazan á la guerra, las balotas á las lanzas, la intriga al valor!... ¡Qué tiempos aquéllos!... ¡Bastarrica, el león cantábrico de arengas extrañas y de valor de fiera, buscando siempre jefes enemigos para "darse un cotejo"; Aparicio, la lanza invencible, el huracán, el fantástico luchador de la leyenda; Medina, la vieja reliquia de la era de la epopeya!...

¡Qué tiempos aquéllos!... ¡Hasta las chinas peleaban!... Y el ganadero sacudía con rabia la espesa melena, recordando con dolor la gloriosa espada del héroe de Ituzaingó y la lanza inclemente del iracundo vencedor de Severino... ¡Qué tiempos aquéllos!...

La bota de potro, la espuela nazarena, la tacuara, la vincha, un flete bravío, la divisa, los caudillos y... á morir!... ¡Qué tiempos aquéllos!... Hoy los gauchos usan pantalón y son blandos como madera de ceibo, y no piensan más que en comisariatos, á los cuales se pegan como pedazo de pulpa espumosa arrojada contra la pared de un rancho!... Intrigas, bajezas, chismes; mucha charla, muchas compadradas... ¡Lindo tiempo! ¡Lindos gauchos que no saben domar un potro, ni enlazar un novillo, ni reñir con una policía, ni robar una china, y usan pañuelos de golilla por lujo y revólver niquelado para vista!...

¡Elecciones!... ¿Para qué? ¿Para que las gane el gobierno y se ría de los zonzos que gritan y hacen reuniones y gastan plata inútilmente?... Y si acaso alguna vez se vence, ¿qué obtiene el vecindario? ¡Nada!... los que ganan son los políticos, los doctores. ¡Así va el partido en manos de los políticos! ¡Así va la patria en manos de los doctores!

Este era don Lucas Cabrera.

Su visitante era hombre de otra época, de otra escuela y de otro temple. Era el gaucho transformado en personaje político en el transcurso de unos pocos años. Toda su persona acusaba esta transformación más superficial que profunda.

Su físico era agradable. De regular estatura, bien formado, aunque con las piernas algo abiertas; la cabeza pequeña y el pelo negro muy corto; la faz morena, la frente estrecha y muy pobladas las cejas; ojos grandes, redondos, con poca expresión; bigote y pera napoleónicos, bastante cuidados.

Usaba saco negro, bombacha de merino del mismo color, sombrero calabrés y botas charoladas, sin brillo ya á causa del mucho uso. En el cuello llevaba de golilla un pañuelo de seda blanco—que pregonaba excesos de lavados y de servicios—, y en el dedo índice de la mano derecha—una mano morena, pero no grande, y cuidada—un grueso anillo de oro con una gran piedra lila; en el meñique de la izquierda, un arito de oro y un anillo de cola de lagarto.

Con frecuencia llevaba la mano á la cadena de pelo con virolas de oro, que sujetaba un reloj de plata muy viejo y muy gastado.

Este hombre se llamaba Celestino Rojas: era conocido en todo el departamento y se sabía su historia por las frecuentes narraciones que él mismo hacía de sus proezas. Muy joven se había alistado en el ejército revolucionario del general Aparicio, haciendo toda la campaña y encontrándose en todas las acciones memorables. Habíase hallado en las cargas heroicas de Severino y Corralito; asistió á la triste jornada de Manantiales, después de haberse estrellado contra los infantes de hierro del general Suárez en el Sauce.

Y como él servía, ya en el ejército, ya en las partidas, y no se preocupaba de cometer anacronismos al narrar sus aventuras, resultaba que el 28 de Febrero, sirviendo con Puentes y Salvañach, derrotaba á Fidelis en Cuñapirú, y el 6 de Enero llegaba con Muñiz á las puertas de Montevideo, y así seguía combatiendo con Pintos Báez, con Bastarrica, con Moreno, con Benítez ó con Mena, en todas partes y en toda época.

Había sido—siempre según él—capitán de lanceros, y nadie le llamaba sino "el capitán Rojas"—cosa que le disgustaba, pues tenía méritos sobrados para que le ascendieran y fundadas esperanzas de calzar la efectividad de sargento mayor. Y —bien seguro— ó jefe ó nada: un kepis con dos galones, y aun con tres, haría una ridicula figura sobre su cabeza, que empezaba á encanecer; no tanto, decía, por influjo de los años, como por la acción destructora de las perrerías sufridas en la vida de campamento, en sus innumerables servicios prestados á la causa.

Durante mucho tiempo, su gran ambición fué lograr un comisariato —el afán de todo gaucho sin hábitos de trabajo—; pero al presente le parecía exigua recompensa á sus desvelos. Inspector de Policías, quizá; aunque su sueño era la Jefatura Política. ¿Por qué no había de calzarla?... Iban ya transcurridos más de diez años de misería, soportados con altivez de varón de nervio: porque durante ese período tan prolongado como amargo, él supo siempre conservarse en su puesto, pasando necesidades á menudo y hambre muchas veces, sin descender al trabajo, á la vil ocupación que vulgariza y que rebaja.

En lucha con la pobreza, había observado mucho y había adquirido la apariencia, si no el fondo, de un hombre superior, en medio de la general ignorancia de sus vecinos. Algunas libras esterlinas salidas no muy á gusto del bolsillo de correligionarios generosos, ó una buena suerte en el juego, pagaban los pequeños gastos: comidas en la fonda á tres reales por día; la taza de café en el biliar, que en ocasiones fiaba; el paquetito de caporal brasilero que costaba diez centésimos y solía durar una semana, y el pago de lavandera y planchadora —una buena china que se contentaba con lo que se le diera y cuando se le diera—. Si los recursos faltaban en absoluto, quedábale el expediente de ensillar caballo y salir á campaña, donde pasaba un mes, de estancia en estancia, de puesto en puesto, y de donde regresaba con dinero, mucho ó poco, en animales ó en especie.

Era indudable que en alguna época habían corrido mejores tiempos para él. Lo atestiguaban la tropilla de caballos —de la cual conservaba la mitad, distribuida en campos de amigos— y algunas prendas que fueron de valor.

Su recado llamó la atención en carreras y reuniones; pero ya las encabezadas de plata ostentaban abundantes abolladuras; los grandes estribos de campana con una inicial de oro en medio, dos años hacía que habían desaparecido: ciento treinta y cinco pesos le habían costado y los vendió por cuarenta en instantes de apremio; las riendas y cabezadas con virolas y bombas de plata decían su edad, y los pellones cosidos en muchas partes demostraban la prolijidad del dueño y los años de uso.

Hombre afanado en ser práctico, aunque en realidad no lo era, Casimiro Rojas hablaba poco y observaba mucho. De ese modo había logrado borrar su origen y ocultar su pasado. Del gaucho de maletas, pingajoso y vagamundo, afecto á compadradas y rico en refranes, restaba muy poca cosa.

Había adoptado una gravedad altiva de personaje político y usaba frases aprendidas de memoria y palabras misteriosas de gran efecto entre el gauchaje, leídas en los diarios ú oídas al cura ó al boticario del pueblo, españoles reacios con pujos literarios que hablaban por Cervantes, aplicando en todo los pasajes del Quijote, como sentencias bíblicas, infalibles é inapelables.

III

Era más de medio día cuando concluyó el almuerzo, durante el cual se había comido mucho y hablado poco, según el hábito de los paisanos. Las mujeres, sobre todo, no habían desplegado los labios sino para decirse algo al oído y con las precauciones de quien se encuentra en un velorio.

Retirado el servicio, el comedor volvió á adquirir aspecto de sala, y los dos hombres quedaron solos.

Rojas fué quien principió el diálogo, preguntando:

—¿Y sus hijos, que no veo ninguno?

—Están en las carreras.

—¿Y las carreras no eran para ayer?

—Sí, pero los muchachos dentraron en una "penca" con el potrillo malacara y sacaron un terno; pero entonces, como ya era muy tarde, risolvieron dejar pa hoy la decisión.

—¡Ah!—exclamó Rojas, que deseaba abordar un punto importante y no encontraba el medio. Después de un momento preguntó, afectando indiferencia:

—¿Mi overo está en buenas carnes?

—Está en el potrero como una bola: naídes le ha puesto las garras encima.

—Es que, ¿sabe?—continuó el capitán—, ahora lo voy á precisar, ¿sabe?

—Cuando quiera.

—Tengo que andar de aquí para allá, ¿sabe?, pa estos trabajos. Yo vine hoy pa eso, ¿sabe?...

—¿Pa qué?

—Pa hablarle...

—¡Hable, pues!...

Otra vez hallóse Rojas indeciso; no encontraba manera de expresarse, no sabía cómo decirle á aquel hombre —que odiaba la política y detestaba á los políticos— que iba á buscarlo, que iba á solicitar su concurso para el trabajo eleccionario en que estaba comprometido. Al fin, olvidando galanuras, echando á un lado aquella ilustración, que no le servía de nada en aquel momento, dejó hablar al gaucho y dijo brutalmente:

—Vengo á verlo pa que nos acompañe en las elesiones.

Don Lucas lo miró un rato con asombro, como quien no se da cuenta de lo que ha oído. Luego sacudió su cabeza y rió, rió largo tiempo, mirando con lástima al pobre capitán, que se había tornado serio, casi hosco, completamente desconcertado; que sentía deseos de marcharse sin agregar una palabra; pero... y su reputación, ¿cómo quedaba después de haberse comprometido á arrastrar al ganadero, á aquel indiferente á quien nadie se había aventurado á hablar en tal sentido?...

Nicanor García rió de buena gana el día que él dijo conseguiría á don Lucas; y el coronel Matos había guiñado un ojo, burlándose de su petulancia. No, no se iría sin conseguir su objeto, de una ó de otra manera.

Tras un largo silencio, volvió á la carga.

—Usted no me ha entendido bien, amigo don Lucas—dijo.

—¿Cómo es eso?... Pueda ser. Espliquesé, amigo, que los hombres hablando se entienden.

—Sí, no me ha entendido, porque yo no he querido decirle que usted tome parte en la cosa.

El viejo reía de nuevo.

—¡Vaya, vaya!—exclamó—. Más bale ansina. Yo creíba que venía... en fin... Ya sabe que hablarme de eso es al ñudo. No me friegue más por ese lao, porque pa tramoyas y enriedos no me agarran ni á tiro de bola.

—Bueno. Yo sé bien que usted no cree en estas cosas que...

—¡Que apestan, amigo!

—Que nosotros vemos segura.

—¡La enocensia les valga!

—Como quiera. Usted no irá, pero sus hijos son...

—¡Hijos de tigre, overos han de ser!

El capitán, impacientado con las interrupciones del estanciero, se veía obligado á reprimir su enojo para no contestar con un desatino que echaría abajo todos sus planes.

—Pues amigo, yo creo que, en lugar de overos, debían ser blancos—dijo afectando bromear.

—Me da gana de largarle una risada en la cara, amigo Rojas—contestó el viejo—; hijos míos ¿no han de ser blancos?

—Pues por eso deben acompañarnos.

—¿Pero pa qué?

—Pa ir á escribirse.

—¡Sí, pa que dispués anden enredaos con la polecía y tuitos los días haigan cuestiones, y lo traten á uno como á mancarrón ajeno! ¡Por buena liendre que es el comesario y por poco arteros que son sus melicos!... Y todo, ¿pa qué?...¡Pa servir de escalera á los manates de Montevideo, pa apadrinar á los dotores, que dispués ni siquiera se acuerdan del gaucho bobo que se jeringó por ellos!... ¡Es al cuete, amigo, es al cuete!...

El ganadero tenía razón, y Rojas lo comprendía; para el gaucho semibárbaro, maldita la ventaja que había en que fuera diputado fulano ó mengano; y, en cambio, los inconvenientes de inmiscuirse en trabajos electorales eran muchos.

Pero para el capitán y para otros muchos como él, que nada arriesgaban y podían obtener algo, la cuestión presentaba un cariz distinto.

Casi vencido, Rojas se decidió á emplear el último recurso.

—Bueno—dijo—; no tengo nada más que decirle entonces, ¿sabe? Yo lo siento por el coronel, ¿sabe?, que va á agarrar un disgustaso.

—¿El coronel, por qué?—interrogó don Lucas cambiando de tono.

—Porque, ¿sabe?, el coronel estaba seguro de que usted lo acompañaría, y así lo garantió á los amigos, ¿sabe?...

El ganadero profesaba gran respeto y mayor cariño al coronel Matos; de manera que la frase de Rojas le produjo el efecto que éste esperaba. Después de tironearse nerviosamente la barba con la gran mano callosa y negra,

—¡El coronel no escarmienta!—gruñó—. Siempre lo mesmo, en balde ha llevao más golpes que besos le dio su madre.

El capitán, con aire zorruno, prosiguió:

—Ha convidao á todos los amigos pa una riunión en su estancia este domingo, y á la fija va á tomar á mal que usted no vaya.

—¡Pero él sabe que yo no voy!—gritó el viejo alzando los brazos con impaciencia.

—Ya sé, amigo; pero eso no sinifica nada.

—¿Cómo, nada?

—Dejuro: sus hijos pueden ir.

—¡Dale con mis hijos!... ¿Por si acaso mis hijos son terneros de teta, ni yo ando con ellos á los tientos?... Si ellos quieren dir, ¡que vayan!

—Si usted no los manda, es seguro que no van á ir, y aunque más no sea por complacer al coronel...

—¡Está bueno, amigo!...—murmuró don Lucas rendido; y luego, como para tomar la revancha y hacer menos dolorosa la derrota:

—¡Pero yo no voy!—agregó—. ¡Yo no voy á dir, no voy á dir!... Dígaselo al coronel, que yo no voy á dir, pa nada: ¿ha oído? ¡pa nada! ¡pa nada!...

Esa tarde el capitán Rojas ensilló su overo, que efectivamente estaba "como bola"; se despidió del dueño de casa y salió de la estancia contento, "haciendo bailar su flete", agitando el rebenque plateado y cantando entre dientes un aire de pericón.

Estaba satisfecho.

IV

En el dorso de una loma no tan extensa como empinada, se destacan sobre la superficie lisa, tapizada de verde, los ranchos negros que constituyen la estancia del coronel Manduca Matos. No hay más árboles que tres higueras escuálidas que jamás dan fruto y en pocas primaveras ostentan hojas.

Unos ranchos de adobe, bastante derruidos, y un galpón casi sin techo y con los horcones inclinados y carcomidos por los gusanos, constituían la morada del viejo jefe y acaudalado estanciero.

El coronel, siempre entregado á la política y á su partido —al cual servía con singular desinterés— no había tenido tiempo de preocuparse de sus bienes. Más de veinte años hacía que proyectaba construir un edificio importante, sin que el proyecto se viera ni tuviera probabilidades de verse realizado.

El día á que hacemos referencia, un domingo de Agosto, exuberante de luz, la estancia presentaba un animado y curioso aspecto. Desde muy temprano habían empezado á llegar los invitados á la reunión, y otros que, no siendo invitados, no dejaban nunca de concurrir allí donde se podía comer bien y beber mejor, sin pagar nada.

Alrededor de las casas veíanse más de treinta caballos, atados á soga unos y maneados otros. En el galpón había otro grupo numeroso de los más haraganes, que no habían querido tomarse el trabajo de desensillar; y en los rincones, apilados, multitud de recados de todas clases, desde el "chapeao" recamado de plata hasta el "racao de negro" de "basto sillón", carona rota y cojinillos de cuero de oveja, sin curtir.

En medio del amplio patio, sembrado de pedregullo, se alzaba una enramada, construida á la ligera y techada con ramas de mataojo y chalchal. El vocerío incesante y el continuo ir y venir de los hombres daba á la estancia el aspecto de una gran lechiguana abandonada sobre la colina verde.

Adentro de la cocina y á su alrededor se habían agrupado las gentes de menor cuantía, mientras bajo la enramada platicaban seriamente las personas de importancia, que eran pocas: el mayor Carranza, un indio viejo con el pelo y la barba teñidos de rojo, metidas las piernas entre unos pantalones muy estrechos, y los pies en unos botines de punta angosta que no le dejaban caminar; el capitán Nicanor García, gaucho inteligente y vivaracho, que también gastaba pantalón, calzaba botines de charol y llevaba sombrero duro, dándose humos porque era "teniente de línea" y había ocupado altos puestos públicos en el departamento; don Martín Pereyra, un viejo octogenario, muy obeso, y á quien se respetaba porque era estanciero rico y porque había servido con Oribe; Pedro Arragaray, un vasco pulpero, también viejo, pero fuerte como un toro, y para el cual, después de Dios, había tres dioses: Carlos V, Zumalacárregüi y Bastarrica; un joven pálido, periodista epiléptico que redactaba en el pueblo un periódico de oposición furibunda; dos ó tres estancieros más, uno que otro comerciante de las inmediaciones y varios oficiales de partido, con grado, pero sin despachos; después, en el patio, en el galpón, por todas partes, peones, troperos, "agregados" y puesteros endomingados, casi todos con chiripaes de merino negro, ó de ponchos inservibles, dejando ver el calzoncillo muy almidonado y casi azul con el exceso de añil, y las alpargatas nuevas, floreadas.

Junto al guardapatio, una docena de ciudadanos mataba el tiempo jugando á la taba por "rialitos", y un poco más lejos, bajo la pequeña higuera que vegetaba al lado de la puerta del rancho, varios mozos tañían la guitarra y cantaban décimas ora amorosas, ora patrióticas, mirándose, de cuando en cuando, las largas botas de charol recién estrenadas ó los grandes pañuelos de seda, blancos ó celestes, que llevaban al cuello. Más allá del guardapatio, en el playo de las carneadas, cuatro hogueras enormes, constantemente alimentadas, chamuscaban los asados con cuero: costillares, "picanas", "degolladuras", etc.

Nicanor García, haciendo de maestro de ceremonias, iba y venía, palmeando con afectada amabilidad á los que llegaban, preguntándoles por toda la familia, indicándoles el mejor sitio para atar los caballos y el paraje más á propósito para colocar los recados.

Vigilaba los asados, daba consejos, no desdeñaba llegarse hasta la cocina y dirigir alguna frase cariñosa á las gentes menudas; se detenía un instante en la cancha de taba, aplaudiendo al que había echado una "clavada", y se iba presuroso por no sucumbir á la tentación de "agarrar el güeso" —goce que hubiera perjudicado á su reputación de hombre importante. De rato en rato acudía á la enramada para conversar con el coronel, para quien tenía siempre frases elogiosas y galanterías estudiadas.

—La cosa se prepara bien, coronel —le dijo; y luego, trabajando pro domo sua, agregó:

—Mis muchachos han venido todos: ¡ninguno ha faltado!

Entonces el mayor Carranza, que se paseaba silencioso, encorvado su gran cuerpo de buey viejo, se acercó, y con voz gangosa, debida á los pólipos que habían dilatado enormemente la nariz, se atrevió á decir:

—Sí; pero el capitán Rojas no ha venido entoavía.

—La verdá, y es extraño —agregó el jefe.

García, que odiaba á Rojas y se disputaba con él el predominio, sonrió maliciosamente y exclamó restregándose las manos:

—¡Estará en algún rancho tomando mate!

Y luego, con arrogancia, repitió:

—Mis muchachos han venido todos: ¡no ha faltado ninguno!...

Carranza, que no gustaba de enemistarse con nadie, salió en defensa del ausente:

—No —dijo—; dejuro andará recolutando gente. El hombre está empeñao en el juego y ha de hacer tuito el posible... Yo digo; pueda que no pero pa mi gusto el hombre ha trabajao... De una laya ó de otra, el hombre ha hecho el posible... El hombre es güeno... el hombre es compañero derecho... No se duebla... Aurita no más ha de cair... Yo digo...

Y se sonó con estrépito la enorme nariz.

—¡Capitán García! ¡capitán García! —gritaron en ese momento—. ¡Venga á ver este asao, que se me hace que yastá!...

—¡Allá voy!—respondió el oficial, y corrió presuroso á inspeccionar los fogones. Apenas había llegado, cuando se vio en la necesidad de ocurrir á la cancha de taba, donde había comenzado una disputa.

—¡Jué clabada, amigo, y en güeña lai! —gritó uno.

—¡Miente! ¡jué Grabiel que puso la pata! —vociferó otro.

—¡Miente no, gaucho sarnoso! —replicó el primero enderezándose y echando mano al cuchillo— ¡Mal educao, verás si te doy más tajos...!

El otro se aprestaba á la lucha y la disputa hubiera concluido mal sin la pronta intervención del capitán García.

—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Entre amigos... y en este momento armar farra?... Vamos, compañeros: entre bueyes no hay cornada; ¡no se calienten al ñudo!...

Y viendo que sus palabras producían buen efecto, agregó chacoteando:

—¡No hay que pincharse la panza, aura que la vamos á llenar con esos asaos que están apagando el fuego de puro gordos!...

Rieron los concurrentes; y los dos adversarios, luego de haberse dirigido mutuamente una mirada rencorosa, volvieron al grupo, dispuestos á dar por solucionado el incidente. Otro tomó la taba y el juego continuó, en tanto, allá lejos, bajo la higuera raquítica, la guitarra lanzaba los acordes tristes de un estilo.

García se alejaba triunfante, satisfecho de su prestigio, cuando percibió un gran movimiento en el galpón y las voces de:

—¡El capitán! ¡el capitán!...

Altivo, imponente, bien erguida la cabeza, el capitán Rojas avanzaba haciendo sonar en los menudos guijarros del patio las rodajas de las espuelas de plata, y sacudiendo el rebenque que pendía de la muñeca derecha, sujeto por la cinta celeste.

Llevaba el sombrero en la nuca, la borla del barboquejo en la boca, el pañuelo blanco tendido sobre la espalda, y en el brazo izquierdo el poncho de verano, cuyos largos flecos barrían el suelo. Diez mocetones lo seguían con aire tímido, molestados con la observación de que eran objeto.

García se mordió los labios con rabia; el coronel tendió la mano afectuosamente al recién llegado, y el mayor Carranza, no encontrando en su imbecilidad una frase que expresara su admiración, murmuró asombrado:

—¡La gran...!

Entonces el capitán Rojas, sonriendo con aire de triunfador, se dirigió al jefe diciéndole:

—El amigo Cabrera está enfermo y no puede venir; pero aquí le manda esta tropilla.

El coronel, hombre bondadoso, lo felicitó por su triunfo. De veras, él no hubiera creído que don Lucas Cabrera cediese. ¡Lo conocía tanto á aquel buen amigo...!

Muy alegre —porque en el fondo de aquella alma vanidosa había un caudal de bondad y una puerilidad casi infantil—, Rojas se alejó y fuese hasta los fogones, donde García, despechado, furioso, daba órdenes á gritos, con frases groseras y soeces. Le puso una mano en el hombro, saludándolo cariñosamente.

—¿Cómo te va, hermano?...

—Ya lo ves: asando churrascos pa matarle el hambre á la indiada —respondió García dominando su enojo.

García era tan cobarde como intrigante. Conocida era su historia, desde sus mocedades de perdulario hasta que adquirió importancia y obtuvo sus galones traicionando y maltratando á sus compañeros.

Después, un jefe político lo había llevado consigo, le había dado un puesto importante, y logró reconciliarlo en cierto modo con sus compañeros de causa. Sobradamente astuto, sus armas eran la intriga y la perfidia, y por eso mostrábase más que amable, cariñoso con Rojas, mientras á la sordina y con trabajos de zapa minaba su prestigio.

Estuvieron largo rato conversando amigablemente. De pronto,

—Allá viene uno —dijo García. Y entrambos quedaron contemplando al que se acercaba. Este no tardó en llegar á los fogones, y sin bajarse del caballo,

—Buenos días, señores —dijo con sequedad.

Era un mozo joven, de pequeña estatura, de fisonomía severa y de mirada inteligente y dura.

—Bájate, muchacho —le insinuó García.

—No, gracias; yo no soy cuervo que anda olfateando carnizas —contestó, estirando desdeñosamente el grueso labio inferior. Y luego, apoyándose negligentemente en la encabezada delantera del recado, y mirando los asados:

—Carnean gordo —dijo.

—Carnecita no más, carnecita blanca —replicó García, como si el elogio hubiese sido dirigido á él, como si las vacas hubiesen sido suyas.

—¡Pero bájate, pues! —agregó.

—No, gracias; voy de paso.

—¡Bájate y pegas un tajo!...

Entonces se adelantó Rojas y le dijo con entonación severa:

—Bájate, rubio; vos sos blanco y debés acompañarnos.

—Ya soy viejo pa zonzo y no tengo ganas de que los milicos me calienten el lomo —contestó el joven, siempre sonriendo.

—¿Tenes miedo?

—¡Pueda ser! —agregó con sorna; y tirando la rienda al caballo.

—¡Hasta la vista, señores! —gritó; y al trote, muy echado para atrás, muy estiradas las cortas piernas, se alejó lentamente. Rojas permaneció pensativo observándolo, y cuando hubo traspuesto la loma, se fué meditabundo y cejijunto hacia la enramada.

Una voz fresca y bien timbrada hacía oir, al compás de la guitarra, las estrofas de una décima patriótica; la gente, que empezaba á sentir hambre, se agitaba con impaciencia y, bajo la enramada, los personajes bostezaban, en tanto el mayor Carranza, mortificado por sus botines nuevos, se paseaba haciendo pininos.

—¿Quién es ese que estuvo? —preguntó el coronel.

Rojas, cada vez más pensativo:

—Leopoldo Almeida —contestó; y se marchó hacia la troja, serio, severo, casi sombrío.

—¡Los asaos yastán! —gritó García; y esa frase hizo renacer el buen humor en todos los concurrentes.

V

Era más de la una de la tarde cuando la comitiva, en grupo numeroso y alegre, se puso en movimiento. Iban cincuenta y tantas personas, formadas en hileras de á ocho, mandadas por el capitán Rojas, pues el coronel marchó al pueblo, donde su presencia era indispensable.

Picaba el sol bañando de luz las lomas solitarias; ni una nube oscura empañaba el gris claro y uniforme del cielo; ni una brisa agitaba las ramas siempre verdes de las chucas; ningún ruido, ningún rumor de la vida turbaba el silencio de la amplia zona despoblada, que la comitiva iba encontrando muda, y dejando muda, á medida que pasaba.

Quien no conociera los hábitos del campo hubiera dicho, al ver desfilar aquellas gentes, que se trataba de una partida revolucionaria, más bien que de un grupo de ciudadanos dirigiéndose á cumplir los pacíficos deberes del sufragio. Los mangos de los facones golpeaban la cabezada del recado, y las culatas de los revólvers y las pistolas brillaban al ser besadas por los rayos solares.

Las fisonomías duras, secas, casi hostiles y amenazantes inducían á pensar más en las luchas de la lanza que en las luchas democráticas. Aquellos pardos, aquellos mulatos, aquellos negros, aquel gauchaje analfabeto y semibárbaro no podía tener conciencia de sus actos, no podía ir por voluntad propia á elegir representantes. ¿Qué sabían ellos lo que eran representantes, cuál su misión, cuáles sus deberes...? ¿Ni qué les suponía á ellos que fuesen zutano ó mengano, si nada habían de ganar con esto? ¿Que el país marchaba mejor ó peor...? ¿Y qué...?

De los cincuenta y tantos hombres que iban á votar, cuarenta por lo menos no tenían, á pesar de ser jóvenes, otra ambición que seguir viviendo como agregados en el rancho ó como peones en la estancia del patrón ó del amo. Y como el patrón ó el amo les había dicho que fueran y les habían dado alpargatas, camisas ó bombachas nuevas para que se presentaran con decencia, allá iban, inconscientes, sin entusiasmo, sin ideal politico, sin fe en un triunfo que no les alcanzaría y sin temer una derrota que no había de perjudicarles.

Cuando llegaron á los ranchos de la pulpería donde estaba instalada la Comisión inscriptora, ya había allí mucha gente, gente de mala catadura en su mayoría, reclutada por el comisario, ¡Dios sabe dónde y con qué fin! Recibieron á los que llegaban con aire hostil, satisfechos del disgusto que causó á éstos el tener que manear sus caballos al sol, porque la enramada, los varios ombúes y hasta la sombra de los ranchos estaban ocupados de antemano.

Rojas, acompañado de García y cuatro ó cinco amigos más, penetró en la trastienda de la pulpería, mientras los otros se distribuían por el patio ó ganaban el despacho de bebidas.

—¿Cómo va la cosa?—preguntó el capitán al pulpero, que era amigo de causa.

—Mal —respondióle éste—. Panta Gómez está ahí con el segundo y toda la polecía.

Después, en voz baja y acercándose á Rojas:

—¡Están metiendo gatos de todas layas!

El capitán salió al patio y comprobó la presencia del comisario Panta Gómez, un indio grande con cara de bandolero —quien conversaba con su segundo, sentados á la sombra de un ombú y tomando mate amargo que cebaba el asistente. Del lado de afuera de la puerta del rancho donde funcionaba la Mesa inscriptora, estaban dos soldados armados á rémington y sable, y más allá, bajo unos espinillos, cinco soldados y un sargento, también armados de carabinas.

En un minuto Rojas se dio cuenta de la situación: todos aquellos hombres, la mayor parte desconocidos, que había encontrado á su llegada, eran "gatos" destinados, no tan sólo á llenar el Registro, sino á impedirles á ellos la inscripción. La presencia allí del comisario y del subcomisario con ocho guardias civiles, respondía, indudablemente, al mismo plan. Iba á hacerse necesario luchar contra la fuerza, oponer la fuerza á la fuerza, y en esa partida Rojas veía el máximum de las probabilidades del lado del adversario. Conociendo á fondo la gente que le acompañaba, no abrigaba duda de que lo dejarían solo; pues bien que hubiera allí hombres de valor, el respeto al principio de autoridad y el temor de comprometerse por lo que no les iba ni les venía, habría de hacerles cejar. Además, dado el caso de un triunfo brutal, ¿cuáles serían las consecuencias?... La satisfacción del momento y luego la vida errabunda y arriesgada del matrero, acompañada de la pérdida irreparable de todas sus esperanzas utilitarias...

Volvió á entrar en la pulpería y comenzó á pulsar á sus compañeros; y si bien casi todos le respondieron con frases enérgicas, muchos con baladronadas, comprendió que no se había equivocado en sus juicios. Don Martín Pereyra, pretextando una repentina indisposición, se despidió, profundamente contrariado por aquel trastorno, montó á caballo y partió llevándose á sus tres hijos.

El mayor Carranza había ido, allí cerca, al rancho de un amigo, á "pedirle emprestadas unas sapargatas"; el capitán García andaba dando vueltas alrededor de las casas, sin perder de vista su caballo, que tenía atado del cabestro á un poste del alambrado, lejos de los otros, bien á mano; y el vasco Arragaray, el hombre que quizá inspiraba más confianza á Rojas, estaba roncando en la cama del pulpero, borracho como una cuba.

El capitán se paseaba impaciente, ceñudo, golpeando el suelo con los tacones de sus botas, y como había vuelto á ser gaucho, como había desaparecido el barniz pueblero que lo afeaba, estaba hermoso con el aspecto bravío, duro y altanero de la raza nativa. ¡Él no cejaría, al menos!

El iría hasta el fin, sin debilidades, sin cobardías, sin mirar atrás. Pero otra vez se le presentaba su porvenir tan bien encaminado, sus sueños de poderío y de grandeza, la labor paciente de muchos años, y allá, en el fondo, el cuadro negro de las miserias pasadas, de las escaseces, de las necesidades, de las amarguras que apura minuto á minuto quien, alentando ambiciones, se revuelve en la pobreza. La derrota electoral sería el aplazamiento de sus proyectos; pero la lucha á mano armada era la muerte de sus anhelos.

Se asomó de nuevo á la puerta y vio al comisario Panta, orgulloso dentro de su uniforme y echado sobre la oreja izquierda el kepis con tres galones. ¡El conocía bien al indio Panta! Lo conoció muchacho cuarteando diligencias, descalzo y medio desnudo; lo conoció después, cuando matrereaba á causa de un robo de caballos; lo encontró más tarde en la frontera del Brasil, contrabandeando tabacos y armando escándalos en las jugadas... ¡Y ése era capitán ahora!, ¡y comisario de Policía!...

¡Y en cambio él, perteneciente á una familia rica, relativamente educado, lleno de sacrificios, vegetaba en la indiferencia, comía mal y de limosna, vestía con pobreza, y no andaba sucio y rotoso merced á su prolijidad; y no tenía hogar, y su cuerpo enfermo, trabajado por los años y las privaciones, por las intemperies, por los soles ardientes de los veranos y las lluvias frías de los inviernos, no tenía sino un miserable catre, en el cuarto de algún amigo, para reposar en las noches, esas largas noches sin sueño pobladas de tristes reflexiones y meditaciones dolorosas!...

Por otra parte, el orgullo del gaucho valiente, esa reputación de guapo que desaparecería en la primera "aflojada", aguijoneábalo impulsándolo al abismo... Pero, ¿por qué desesperar así?... Acaso sus desconfianzas fueran infundadas y posible el triunfo, ó cuando menos la lucha.

De pronto, deteniéndose en su paseo y dirigiéndose á los compañeros que bebían ó charlaban en la pulpería,

—Muchachos —dijo—, no hemos venido aquí á perder el tiempo. Vamos á inscribirnos.

Y otra vez, como en su entrada en la Estancia del coronel Matos, marchó adelante, erguida la cabeza, audaz la mirada, arrastrando el poncho y haciendo sonar las rodajas de las espuelas de plata.

Muchos lo siguieron; pero la mayoría tímida, irresoluta, haciendo comprender que al primer obstáculo daría vuelta cara.

Así que se acercaban á la puerta del Juzgado, el comisario y su segundo se pusieron de pie, y los cinco soldados, como si ya estuvieran prevenidos, cogieron sus armas y fueron á formar rápidamente detrás de sus jefes, Al mismo tiempo, los perdularios de que hemos hablado empezaron á moverse, formando círculo alrededor de los compañeros de Rojas.

Algunos de éstos, los más desconfiados, vieron pistolas que se corrían hacia adelante y mangos de facones que relucían. En las puertas de la pulpería que daban al patio, los curiosos, el dueño de casa y varias mujeres observaban lo que iba á acontecer. Reinaba un silencio profundo, amenazador y terrible.

El capitán Rojas, bastante pálido, pero siempre sereno y altivo, siguió avanzando, fija la mirada en el comisario Panta, quien, con la mano en la empuñadura del sable, el kepis en la nuca y el rostro encendido, no perdía de vista uno solo de sus movimientos.

Comprendió Rojas que estaba perdido, que iba á suceder lo que había previsto; pero una furtiva mirada dirigida hacia atrás lo reanimó, al ver el numeroso grupo que le seguía. Llegó al umbral de la puerta, y un soldado le mandó hacer alto.

—Vengo á inscribirme —respondió con voz entera.

—No se permite entrar más que de á dos —agregó el guardia civil.

—Entraré yo con otro.

—Hay gente adentro.

—Esperaré.

Panta Gómez y sus hombres no se habían movido; pero se adivinaba en la nerviosidad de aquél que sólo esperaban el momento oportuno.

Rojas, afectando indiferencia, extrajo del bolsillo su paquetito de caporal brasilero, lió un cigarrillo, sacó fuego en el yesquero, encendió y, fumando, esperó tranquilamente que salieran los dos que estaban adentro. Cuando hubieron salido, hizo ademán de entrar, y entonces el soldado, ganando la puerta y presentándole la boca de la carabina,

—¡Alto! —volvió á decirle.

—¿Por qué? —replicó el capitán, enarcando las cejas y apretando los labios.

—Porque no se puede —dijo una voz dura, detrás de él; y al volverse para mirar, vio al comisario, que adelantaba seguido de sus soldados.

La gente de Rojas retrocedió; éste también dio un paso atrás, y encarándose con Panta,

—¿Por qué no se puede? —preguntó con altanería.

—Porque esos señores —contestó el comisario, mordiendo las palabras y señalando á los harapientos que llenaban el patio— están primero y les toca el turno á ellos.

Rojas, densamente pálido, con los ojos brillantes y el rostro descompuesto por la ira,

—Aquí no hay turnos —replicó—; yo voy á entrar.

—¿Qué decís? —bramó el comisario con profundo desprecio.

—¡Que voy á entrar! —contestó el otro con bravura, y dio un paso hacia adelante.

—¡Párate, trompeta! —díjole el comisario; y al mismo tiempo, con movimiento rápido, desenvainó el sable y lo levantó, amenazante. No con menor ligereza sacó á relucir Rojas su larga y filosa daga, recogió sobre el brazo izquierdo el poncho de verano y se plantó en guardia, fiero y firme. Toda reflexión murió en su cerebro, oscurecido por la cólera, y el alma del gaucho iracundo vibró de nuevo altanera y viril, desafiando el peligro, sonriendo á la muerte.

Pasaron unos segundos de angustiosa expectativa; se oyó golpear de puertas cerradas bruscamente y gritos destemplados de mujeres que huían. El dueño de la casa, por lo que pudiera ocurrir, entró á su tienda y corrió los pasadores de la puerta que daba al patio.

El grupo que acompañaba á Rojas clareó en un momento; muchos se fueron escurriendo, llegaron donde estaban sus cabalgaduras, montaron y partieron. El mayor Carranza no había concluido de quitarse los botines en el rancho del amigo, y García, solo en la esquina del alambrado, junto al camino real, tenía el caballo de la rienda, la mano derecha en la cabezada del recado, y la mirada fija en el patio, esperando el desenlace.

Cuando Panta Gómez vio que su adversario hacía uso de armas, levantó más la espada, y con voz que revelaba la autoridad de que se hallaba investido, al par que la bajeza de su origen,

—¡Date preso, sarnoso! —gritó, y bajó el brazo, largando un mandoble á la cabeza de Rojas.

Este paró el golpe, lanzó un rugido y se abalanzó sobre el comisario, ciego y terrible, como fiera enardecida.

Oyóse un gran clamoreo; inmenso tropel llenó el patio; los hombres corrían y se golpeaban, luchando por llegar primero á sus caballos; bufaron éstos asustados; muchos, reventando riendas y cabestros, emprendieron la fuga, golpeando los grandes estribos de campana y sembrando recados por el campo; y cuando Panta Gómez, herido en el vientre, gritaba desde el suelo á sus soldados: "¡Maten! ¡Maten!", y Rojas, á su vez, caía, bajo los golpes de sable, vomitando alaridos, el capitán García montaba su caballo, y al trote, muy tranquilo, salía rumbo á la sierra.

La vencedura

I

Continuas y copiosas habían sido las lluvias durante aquel invierno. Poco habían podido hacer los estancieros para reorganizar sus propiedades asoladas por la guerra. Los que llevaron ganados y tropillas al Brasil, regresaron con ellos flacos y enfermos. Los que tomaron parte en la lucha tenían sus campos despoblados: apenas una majadita para el consumo diario, unos cuantos jamelgos escuálidos y derrengados, y la esperanza en la primavera próxima para ver el engorde de los escasos vacunos, comprados á peso de oro, á pesar de su flacura.

De las huertas no quedaban más que uno que otro horcón del valladar de palo-á-pique, y el terreno desigual, rugoso, cuya fecundidad aprovechaban el cepa-caballo y la cicuta, la manzanilla cimarrona y el yugo colorado. Vacíos estaban los galpones, tapizados de polvo y ornados con grandes cenefas de telarañas.

Las lluvias y los vientos habían trabajado de firme en los techos de paja y en los muros de adobe de los ranchos que, respetados por el salvajismo partidario, no fueron reducidos á escombros por el fuego. En el redondel de las "mangueras" había crecido hierba, y el extenso playo que existió frente á la tranquera, cubierto de gramillas, se confundía con el terreno verde, no dejando más que una mancha blanca, á un lado, donde, en los ya distantes tiempos de labor, encendíanse los fogones para calentar los hierros de las marcas.

Ya no pacía cerca de las casas el ganado tambero, ni hozaban los porcinos, rodeados de patos y gallinas; y hasta la trillada senda que conducía á la enramada se había casi borrado, invadida por el pasto.

Dura había sido la prueba, y duro debía de ser el trabajo para recuperar lo perdido. El país era un enfermo que entraba en convalecencia tras los sacudimientos de dos años de convulsiones histéricas que agotaron sus fuerzas.

Firmada la paz, restablecido el orden, se apagó en las cuchillas el rebramar de las contiendas, quedó el campo en silencio, y los jefes-pastores, deponiendo las armas, volvieron á sus hogares, como vuelven al cauce las aguas del río desbordado después de devastar llanuras.

Cuando don Marcial Rodríguez llegó á su estancia del Sauce, no encontró más que cuatro montones de escombros, dos higueras y un ombú. Todo había sido arrasado, devorado por el fuego: las habitaciones de la familia, cuyos muros de piedra yacían en forma de montículo, cubierto de cenizas y carbones; los grandes ranchos de palo-á-pique donde dormía la peonada; el secular galpón de postes de coronilla clavados por el abuelo, y hasta la antiquísima cocina que ostentaba con orgullo espeso revoque de hollín.

Culebras y lagartos habían tomado posesión de todo y se señoreaban en los escombros sin recelos ni peligros. En el campo, entre pastizales inmensos, corrían libres, enarcado el cuello y sueltas al viento las pobladas crines, numerosas manadas de yeguas cerriles; y de entre los bosques de chilca, solían verse las largas cornamentas de un grupo de toros montaraces que, aprovechando el silencio, se habían atrevido á abandonar las lobregueces de los potriles.

Después, ni un solo caballo, ni una oveja, ni una lechera. La carreta de bueyes, la rastra y el barril del agua, las herramientas de labranza, las marcas, todo lo que no se pudo robar había perecido en el incendio del galpón. Para que la estancia ofreciera el más completo aspecto de ruina, hasta los postes del palenque, de la manguera y del corral de las ovejas fueron arrancados á cincha de caballo.

La partida que pasó por allí había trabajado con verdadera furia destructora: fué un huracán que no dejó nada en pie. En medio de tanta desolación, sólo el ombú se erguía siempre verde, siempre sereno é inmutable, como testigo sensible que ve pasar por su lado los años y los acontecimientos sin que los unos le dañen ni los otros le preocupen.

Don Marcial, acompañado de su hijo Juan, de dos amigos que fueron sus oficiales subalternos en la pasada lucha, y de Luis —un pardo fiel que le sirvió de asistente— emprendió con ánimo sereno la tarea siempre penosa de reconstruir lo destruido.

A la buena de Dios, con troncos de sauce y brazadas de totora levantóse un rancho que sirvió de albergue á los cuatro; luego, del mismo modo, se hizo la cocina: todo esto sin descuidar las faenas del campo, el aparte en la estancia de un almacenero gallego, á quien se compró un ganadito y una majada no muy buena, ni muy nueva, ni muy gorda, pero á buen precio.

—Hay que arreglar bien las casas, hay que volver á empezar, porque esto es rancho de negros —había dicho el patrón, sin ocultar la tristeza que le producía el ver convertida en miserable ruina la casa de sus mayores.— Y el primer día bueno fueron todos al monte á cortar coronillas, que labraron y clavaron formando un gran rectángulo que debía constituir el galpón.

Se trabajó con ahinco, y en pocos días estaba armado: sólo faltaba la paja brava para el techo y se esperaban mejores días para comenzar el corte.

Una tarde, después de concluida la tarea y mientras "amargueaban", don Marcial, mirando el cielo, dijo:

—Parece que se ha asentao el tiempo, y sería güeno encomenzar á cortar paja pa que se vaya oriando.

Y luego, dirigiéndose á su hijo:

—¿No has estao por el bañao del Sauce?

—No, tata —respondió el aludido—; pero se mi'hace que ha 'e estar muy lleno entuavía.

—¡Qué ha 'e estar! —exclamó el pardo asistente—; yo fí esta mañanita campiando el petiso overo y lo vide; tuavía hay agua, pero ya se puede meniar facón.

—Güeno, entonces vas á dir vos con Juan, mañana temprano —continuó el patrón.

—Pa qué —dijo el teniente Gutiérrez—; este indio viejo no corta dos "mazos" en tuito el día. Voy yo con Juan, más mejor.

—No hay comedido que salga bien, don Gutiérrez —contestó el pardo sentenciosamente.

—Vamos á ver.

—Güeno —concluyó don Marcial—; los que vayan á dir que agarren caballo pa salir bien al aclarar.

Poco después los cuatro hombres ganaban la cocina para preparar el medio capón, asado al asador, lo que, sin pan y sin sal y con sólo un mate amargo por postre, constituía su cena.

Después á dormir en la habitación común, sobre las camas hechas con los recados.

II

En la improvisada cocina, por cuyas paredes construidas con manojos de ramas de chalchal penetraba el frío sin obstáculos, ardían con dificultad las astillas de sauce y coronilla acumuladas sobre el trashoguero de guayabo. Mientras Juan, en cuclillas, con los ojos cerrados para evitar la acción del humo, soplaba el fuego con toda la fuerza de sus carrillos, el teniente Gutiérrez preparaba la calabaza para el amargo.

—Hermano —dijo el primero—, anda vos á trair los caballos.

No le agradó al teniente la comisión, y replicó en seguida:

—No, andá vos, que sos más muchacho.

—¡Amolá que te asiente! Siempre me jeringas con lo de más muchacho, pa quedarte en el rescoldo. ¡Te estás haciendo más mañero que petiso de pueblo!...

—Es que yo ya tengo los güesos duros; y dispués, que la mañanita está lainda.

—¡Pa debajo las cubijas! Siguro que los maniadores están como vidrio.

Al fin, desperezándose, el mozo salió en busca de los caballos.

Recién clareaba; el campo estaba lleno de escarcha y hacía un frío intensísimo. Juan recogió los maneadores, que estaban mojados, blanditos, escurridizos y producían en las manos una impresión dolorosa; llevó los caballos á las casas, los enfrenó y fuese á la cocina á saborear el amargo.

—¡Vamos, muchachos, vamos! —exclamó don Marcial entrando poco después—. El medio día los va á agarrar en la cocina.

—¿Y no churrasquiamos primero?

—¡Qué churrasquiar, amigo! Llévense un asao y allá lo comen; si no, nos van á encontrar las golondrinas con los ranchos pu'hacer.

Nada objetaron, y á poco, apurando el trote para ahuyentar el frío, iban camino del bañado los dos amigos, conversando de cosas viejas, evocando recuerdos comunes, cantando á veces y aspirando siempre el humo del pucho de cigarro negro.

Llegados á la vera del bañado, desmontaron, desensillaron y ataron á soga los caballos. En seguida se remangaron las bombachas hasta encima de la rodilla, y, facón en mano, penetraron en aquel bosque de paja brava.

Juan tenía razón: había bastante agua aún y el terreno fangoso hacía difícil la marcha. A cada instante los mozos se hundían en el lodo, en ocasiones hasta la rodilla; lo que no era obstáculo para que trabajaran con ahinco y buen humor.

El sol, ese sol ardiente que subsigue á los temporales, cubrió de luz aquel mar de gigantescas gramíneas, cuyas largas hojas de finos bordes cortantes iban cayendo rápidamente al golpe de facón de los trabajadores.

Poco á poco se fueron alejando uno de otro, porque en partes los sarandíes extendían sus tallos tortuosos, imposibilitando el corte; en partes se alzaban totorales á cuyos pies crecían calagualas y culandrillos, y en partes blanqueaban las finas hojas dentadas de las espadañas.

Habían transcurrido un par de horas. Los dos mozos no se veían, pero seguían conversando y cantando. El teniente había empezado por centésima vez una canción del tiempo del Sitio:


Si Pancho Lázala
no pone remedio,
¡trabajo nos manda
con todos sus negros!...


—¡Hermanito! cuasi me rebano un dedo!

—¡Y yo, entonce, estoy tuito rajuñao!... Pero qué vamu'hacer si los trabajos se han hecho pa los hombres, y al fin y al cabo hasta los mesmos pájaros tienen que agachar el lomo pa'hacer sus nidos.


...Ellos son borrachos;
ellos, bochincheros,
y hasta los canarios
ya les tienen miedo...


—Hermano, ¡qué bien vendria un trago'e caña pa refrescar el gañote, que lo tengo seco como la perdiz!...

Desde lejos, asomando la cabeza por encima de las pajas, Juan replicó con sorna:

—Si te gusta el licor de las ranas, vení paca. Riciencito me sumí hasta las verijas y ya tengo los basos blandos de tanto chapaliar barro.

—¿Qué? —gritó el teniente, que no había oído; y como no obtuviera respuesta, continuó su canto:


Ellos roban patos,
gallinas y güevos;
guascas, maneadores,
lazos y sobeos.


Los dos amigos se fueron separando cada vez más, buscando en el estero sitio apropiado para cortar la paja.

El teniente, que no era hombre para estarse callado, llamó repetidas veces á Juan, pero como éste no contestara, siguió cantando".


...y hasta los canarios
ya les tienen miedo;
por eso los llaman
güeyes chacareros...


Se detuvo para encender el cigarro, cuya brasa había caído; mas no encontrando el avío, colocó el pucho atrás de la oreja y prosiguió:


Donde hay yeguas potros nacen,
donde hay agua hay aperiá;
las más lindas flores crecen
entre el barro y la húmeda.


¡Jüepucha!... y ya me tajié un dedo. ¡Bien haiga la paja más brava que cuchillo hallao!... ¡Suerte perra la del gaucho pobre, como que pa sufrir dijo la partera: barón!... Hoy hambre, mañana frío, necesidades siempre, y...


Yo soy del pago del Sauce,
pago lleno de dolores,
regado con sangre e blancos.
¡Allí ya no nacen flores!...


No más de un cuarto de hora había transcurrido, cuando un grito de dolor agudo y prolongado le hizo levantar la cabeza.

Quedó un instante perplejo y luego llamó por repetidas veces:

—¡Juan! ¡Juan! —sin que nadie contestara.

Entonces, dando brincos como toro montaraz perseguido entre las pajas, corrió á toda prisa hacia el sitio donde suponía á su amigo, sin cesar de llamarlo, y más alarmado á cada instante que pasaba. Una zanja llena de agua y defendida por un sarandizal cuyas ramas formaban malla impenetrable, cortóle el paso, obligándole á dar largo rodeo.

Ansioso, anhelante, gritando siempre el nombre de su amigo, emprendió la difícil carrera, hundiéndose en el suelo fangoso y sin parar mientes en la paja que le azotaba el rostro, ni en las espadañas y caraguatás que destrozaban sus piernas desnudas. Presintiendo una gran desgracia, seguro de que Juan había sido herido, quizá muerto, lo ahogaba el deseo de llegar y su mano derecha oprimía el mango del facón, aprestándose á la venganza.

Al fin vio el claro de la paja cortada, y de un salto estuvo en él. Rápidamente investigó el paraje, notando en seguida unas pequeñas manchas de sangre y el facón del mozo. Y él, ¿dónde estaba?... En la senda que conducía al campo vio otras gotas de sangre, y se lanzó por allí, corriendo y gritando y observando á uno y otro lado, sin encontrar nada. La paja iba disminuyendo en altura á medida que se acercaba á la linde del bañado, y en cuanto su cabeza dominó el pajonal, se irguió y tendió la mirada escrutadora hacia el campo.

Quedaba aún una buena lonja de bañado, y la loma que se alzaba inmediatamente después, estaba poblada de chucas altas y gramíneas exuberantes. Titubeó un instante, dudó, escuchó, y no hallando ningún indicio, prosiguió la carrera por el trillo estrecho, duro en partes, fangoso á trechos, siempre irregular, tortuoso, de tránsito difícil.

Cuando llegó al arranque de la cuchilla se detuvo nuevamente para examinar el paraje, y creyó ver un bulto humano caído sobre la senda. Como ya el terreno era más firme y menos nutrida y lujuriosa la vegetación, corrió casi sin obstáculo y llegó pronto hasta el punto negro divisado sobre la loma.

No se había engañado: era Juan, cuyo cuerpo exánime reposaba sobre la hierba.

En un segundo se abalanzó sobre él y se cercioró de que estaba vivo. Pero herido, ¿en dónde? Observólo con cuidado, lo movió, revisó el dorso y no sólo no halló la herida, sino que ni siquiera rastro alguno de sangre, lo cual le preocupó sobremanera. Recordó que sólo unas gotas rojas manchaban el playo, donde suponía perpetrado el crimen, y que otras pocas gotas coloreaban el sendero, y no se explicaba cómo podía su amigo encontrarse allí poco menos que muerto, sin haberse producido hemorragia.

De pronto lanzó un grito furioso: el joven tenía el rostro amoratado, y en la pantorrilla desnuda se veían dos pinchazos pequeños y dos coagulitos que los cubrían.

Aquello bastó al teniente para formular su diagnóstico con entera seguridad:

—¡Víbora! —gritó consternado; y después de permanecer algunos minutos perplejo, irresoluto, dominado por la pena, se fué corriendo en busca del caballo más próximo.

Enfrenó aprisa; puso un cojinillo por todo arreo; alzó á Juan con gran trabajo, atravesándolo sobre las cruces del animal, y en seguida montó de un salto y salió, rumbo á la estancia, todo lo aprisa que las circunstancias se lo permitían.

III

En medio de la consternación consiguiente, Juan fué llevado al rancho y acostado en una cama arreglada de la mejor manera.

Don Marcial y los dos peones confirmaron el diagnóstico hecho por el teniente Gutiérrez: —¡Víbora!... no cabe duda —había dicho el viejo, lagrimeando y recordando al hijo muerto—. Era una víbora: de cascabel, de la cruz, ¡quién sabe!; pero la ponzoña trabajaba enérgicamente en aquel organismo joven y vigoroso.

En cuanto al pronóstico, se leía fatal en el semblante triste y adolorido de aquellos hombres rudos, hechos al rigor, avezados al sufrimiento y familiarizados con la muerte en el continuo batallar de la época.

El mozo no daba señales de vida; un sopor, por instantes más intenso, le embargaba, y notábase sin dificultad que quedaba muy poca vida á aquel cuerpo rígido.

Pusiéronsele en las sienes paños de agua fría, y se consiguió con ello, al rato, que recobrara un tanto el sentido; pero interrogado sobre el suceso, sólo pudo decir, y esto con toda la apariencia de un delirio febril:

—¡De cascabel... grande... en la pierna... grandota... grandota!...

Estaban bien marcadas las señales de la herida; el crótalo había hundido con rabia sus colmillos afilados en la pantorrilla del joven, que parecía moribundo. Su rostro, hinchadísimo, estaba cárdeno, casi negro; de cuando en cuando, los párpados abultados se levantaban con gran esfuerzo y miraba sin lograr distinguir los objetos ni las personas. Dolores horribles en la herida le arrancaban ayes que con dificultad pasaban por la garganta contraída.

La fiebre, cada vez más intensa, engendró el delirio; un delirio atroz, continuo y doloroso, poblado de escenas horripilantes, de persecuciones, de venganzas, de degüellos crueles y de mutilaciones feroces.

El pardo viejo fué al campo y regresó pronto trayendo hojas de guaco y hierba de la víbora, lo que bien machacado y mezclado con sebo de riñonada, aplicó en la herida, en forma de cataplasma, garantiendo —con el testimonio de varios difuntos— la eficacia del antídoto.

Pasaron las horas, llegó la noche, y el mozo seguía cada vez peor. Don Marcial le dio á beber unos sorbos de caña con raíz de cipó-miló —medicamento considerado infalible contra las ponzoñas— y le puso en la herida paños humedecidos en la misma infusión; pero el mal estaba adelantado, el veneno roía vorazmente el organismo y todo era inútil para arrancarlo á las garras de la muerte. El rostro disforme, monstruoso, se manchaba de rato en rato con la sangre negra que brotaba de las narices.

Pasóse la noche en horrible expectativa, sin que nadie durmiera. Tomando mate amargo, fumando tabaco negro y comiendo churrascos flacos, los hombres habían dejado transcurrir las horas largas y tristes, comentando el accidente, haciendo pronósticos y proponiendo remedios.

Cuando alumbró el nuevo día, la consternación fué mucho mayor. El enfermo se agravaba; todo el cuerpo, y especialmente las manos y los pies, estaban disformes; la cara, la cabeza y el cuello eran más de monstruo que de ser humano: parecía que le hubieran soplado con un fuelle, distendiéndolo cuanto diera la elasticidad de la piel. No se veían los ojos; la nariz se confundía con las mejillas, y los labios semejaban enorme jeta de negro africano. Un sudor viscoso humedecía la faz rubicunda. Manchas negras cubrían el tronco y las extremidades; y todo él ardía, devorado por la fiebre.

El pardo Luis tragaba el mate amargo á grandes sorbos, pasando desesperada revista á los recuerdos de sus muchos años, en busca de una medicina que en determinado caso hubiera sido empleada con éxito. En las picadas de víbora que él había visto —¡y había visto bastantes!— se había aplicado... ¿Qué diablos podía aplicarle á Juan, que no se lo hubiera aplicado ya?...

Desde el aposito de "infundia" de lagarto, hasta la última hierba de los bañados, habíalo él prescripto y propinado, apoyando su terapéutica con el testimonio del individuo tal, de tal parte, curado de tal modo, en tal época, por tal persona. Al fin, agobiado por la pena que le causaba la desgracia de Juan, y la desilusión de su sabiduría médica, su espíritu se concentraba en el mate que oprimía entre sus dedos gruesos, nudosos, ásperos y oscuros —de un oscuro de bronce viejo— y de rato en rato, meneando la cabeza y escupiendo sobre las brasas, decía con angustia:

—¡Cómo ha 'e sé!... ¡Tuito hemo e morí, á cabo!... ¡Cómo ha 'e sé!...

Carmelo Sosa, el capitán Carmelo Sosa, no había abierto la boca para nada, ni había intentado hacer nada; porque él, en primer lugar, no sabía hacer sino aquello que le ordenara su jefe. No habiéndole dado orden alguna, él pitaba, escupía por el colmillo y hacía marcas en el suelo con el dedo: tres cosas para las cuales no pedía nunca permiso.

Gutiérrez, en cambio, estaba desesperado, siendo, como era, casi hermano del enfermo, y creyéndose culpable por no haber impedido la catástrofe. Le parecía que estando él allí las cosas no hubieran debido pasar de aquel modo, y con la rabia con que lanceaba un enemigo en un "entrevero" peligroso, mesábase los cabellos, unos cabellos rubios y ensortijados que le bajaban hasta los hombros, y a cada instante exclamaba, colérico:

—¡Malhaya!... ¡malhaya!...

Don Marcial era el único que se conservaba sereno. Pasada la primera impresión, seguro del final doloroso é inevitable, había recobrado la sangre fría y la conformidad estoica de los varones fuertes, crecidos en la lucha, llegados á hombres con un rudo aprendizaje de trabajos y fatigas, y descendidos á la edad provecta sin abandonar el puesto de combate y sin ver disminuidas las contrariedades ni aumentada la dicha.

Sentado en un tronco de guayabo, con la caldera entre las piernas y el mate en la mano, esperó tranquilamente que su ex asistente le trajera y le ensillara su caballo, según se lo había ordenado; y cuando le avisaron que ya estaba pronto, salió, recomendando el enfermo á sus dos oficiales sin decir una palabra más ni demostrar apuro. Dos horas después regresó —sudoroso el cabello y empolvado el traje— seguido de un pardo viejo y harapiento, de luenga cabellera crespa, rostro rugoso, ojos opacos, boca sin dientes y abundosa barba cana.

Era el tío Luis, curandero de fama, no tanto por sus vastos conocimientos de herborista, que le habían familiarizado con cuanta hierba y cuanto "yugo" existe en tierra uruguaya, sino por su sabiduría y raro don para vencer. Cuando los medicamentos silvestres no daban resultado, cuando las infusiones y las cataplasmas no surtían efecto, cuando la ciencia de los doctores se reconocía impotente, entonces íbase en busca del pardo Luis, como se va en busca de la Providencia, de lo sobrenatural y del milagro.

Perdida toda esperanza en los medios materiales, corríase aún en busca de la salvación no probable, pero posible, mediante la intervención del misterio, mediante la buena voluntad de un poseído que cura en nombre de Dios, por favor de Dios, como las aguas de Lourdes curan las dolencias de los fanáticos cristianos. No eran para contarse las maravillas que había hecho el viejo curandero mediante el poder de su oscura ciencia nigromántica. Más de una vez había llegado al lecho de un casi cadáver unido al mundo de los vivos por hilo casi impalpable, por llama casi invisible, y él había hecho del hilo una maroma y había soplado la llama convirtiéndola en resplandor de vida.

¿Cómo?...

¡Misterio!...

Al acercarse al lecho donde reposaba Juan, no pudo contener una expresión de disgusto.

—Ya e un poco tarde —dijo—; pero con e favo 'e Dios hemos 'e hace ago.

El enfermo se agitaba en medio de atroces padecimientos. Un temblor nervioso lo sacudía sin cesar, y á las náuseas y los vómitos continuados se unían los repetidos calambres que amenazaban romper las fibras musculares de los miembros.

Sin embargo, el extraño médico no se desmoralizó. Con su mano negra y callosa oprimió la frente del mozo, le hizo varias cruces en la boca, en la cabeza, en el pecho, y luego, pidiendo un vaso, salió de la covacha solicitando que le dejaran solo.

Llenó de agua el vaso, y sacando de la cintura su cuchillo, trazó en el suelo un sello de Salomón; después, con la punta de la hoja acerada, recogió una pequeña porción de tierra de cada sección de círculo y las fué echando en el vaso.

En seguida, con ademanes de sacerdote mago, misteriosos, solemnes, incomprensibles, levantó el vaso á la manera de un cáliz, murmurando una oración ininteligible. Miró el sol, dio dos ó tres vueltas, se arrodilló, pronunció otra oración extraña y, santiguándose con al vaso, fuese á la cama del paciente.

Una vez allí, hincó una rodilla en tierra, levantó con la mano izquierda la cabeza de Juan, y mientras con la derecha le hacía beber el líquido, pronunció cuatro palabras cabalísticas, cuatro vocablos oscuros é incomprensibles que los asistentes no intentaron descifrar.

Luego arrojó al suelo el vaso vacío. En seguida comenzó á recoger los pedazos. Durante esta operación, el rostro del viejo estaba ceñudo y sombrío; sus conjuntivas mostrábanse más rojas que de costumbre; las numerosas arrugas de la frente se marcaron más hondas, y sus largos dedos nudosos palpaban el pavimento en busca de los fragmentos de vidrio.

Cerciorado de que los tenía todos en la mano, se puso á contarlos uno por uno, con gran cuidado, demostrando que atribuía suma importancia á la exactitud de la cuenta. Don Marcial y sus tres amigos rodeaban al curandero, lo oprimían, lo observaban, lo interrogaban ansiosamente con las miradas afligidas que traducían con fidelidad la angustia de sus almas sencillas y afectuosas.

Seguían con prolija atención todos los movimientos del sabio, pareciéndoles, en la tribulación de sus penas, que se les escapaba una esperanza al perder un detalle. El tío Luis no era fuerte en aritmética: contaba despacio y mal, equivocándose á menudo, lo cual mortificaba á los espectadores de la escena y le irritaba á él mismo, que debía volver á comenzar á cada instante.

Ora porque al ir á coger un trozo de vidrio se olvidaba de lo que llevaba contado, ora porque al pasarlos de una mano á otra se le escapaba más de uno, ello es que la cuenta se hacía interminable. Gutiérrez, que era quien más anheloso se mostraba, intentó varias veces llevar la suma, salvando los errores del viejo; pero éste se amoscaba, echándole la culpa de la equivocación; tornaba á empezar, en medio del silencio, que hacíase triste, misterioso, cruel, en la pequeña pieza casi á oscuras, entre aquellas cuatro paredes negras, de las cuales brotaba aún penetrante el olor de la tierra fresca y se mezclaba al olor del chalchal verde y al hedor de las "bajeras" y "caronas" pasadas de sudor.

Por fin concluyó el pardo la cuenta, y sea por haber vencido la dificultad aritmética, sea porque le agradara el número obtenido, su rostro se iluminó, se despejó su frente, é irguiéndose cuanto se lo permitía el fardo de sus muchos años, exclamó gozoso:

—"¡Onse!... To ta güeno, poqu'e none"...

Después se acercó otra vez al enfermo; púsole sobre el pecho las dos manos cerradas conteniendo los vidrios, y con el tono del niño que recita una fábula, pronunció en portugués chapurreado la extraña oración que, arreglada, damos en seguida:

—"Juan Martínez, hijo mío, yo te bendigo en nombre de Dios, por orden de Dios y por el poder que me ha dado Dios; y con ese poder ordeno una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, cinco veces, seis veces, siete veces, ocho veces, nueve veces, diez veces, once veces, que el veneno de la víbora que te ha picado salga de tu cuerpo gota á gota, y deje limpia tu sangre y se hunda en la tierra negra, en la tierra fea, en la tierra fétida donde moran los animales malditos: los asquerosos reptiles, los sapos inmundos y los repugnantes escarabajos; y cuando estés curado por este grande favor de Dios Todopoderoso, no te olvides de dar una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, cinco veces, seis veces, siete veces, ocho veces, nueve veces, diez veces, once veces, las gracias al Dios grande y justo, remunerador de los buenos."

Cuando hubo concluido, y como nadie se atreviera á romper el silencio que reinaba en la pieza, sonriendo con orgullosa satisfacción, y guiñando ora uno, ora otro de sus ojillos turbios,

—E veleno era juete —dijo—; 'e bíbora e la cruz bieja; pelo la vencelura ha sido güeña tamién; ¡nu'ay piligro!...

Luego, dirigiéndose al patrón:

—Vamo á ve esa cachacha, don Marciá...


* * *


Quince días más tarde don Marcial carneaba dos vaquillonas con cuero. En medio del paisanaje alegre y decidor, el viejo curandero se paseaba como un sacerdote misterioso y solemne.

Todos se afanaban por servirle, y más especialmente que ninguno Juan, quien, aunque pálido y demacrado, había recobrado el buen humor y el apetito, y hablaba de volver pronto al bañado á continuar la interrumpida labor.

La trenza

Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.

Al frente de la fuerza, el jefe —un gran indio de crin larga, ruda y lacia, sujeta por la vincha, de rostro cobrizo, flaco, con grandes pómulos y mentón cuadrado, donde lucía escasa y rígida barba, de ojos muy chicos, muy hundidos y muy negros— paseaba la mirada dura, examinando su gente y balanceando nerviosamente su brazo hercúleo y su robusta mano armada de larga lanza con doble media luna, recia moharra y vistosa bandolera azul y blanca.

La gran ala del gacho verdinegro caía sobre su frente, resaltando sobre el castor descolorido la blanca divisa con un lema injurioso bordado en letras de oro.

Pasada la revista en silencio, el indio hizo caracolear su moro, enristró la lanza, y con voz ruda y vibrante dió la siguiente voz de mando:

—¡Aura, muchachos!

El escuadrón partió á escape. Algo semejante á un huracán pasó por el llano: el estrépito infernal, el griterío salvaje de las indomables caballerías gauchas, cuyas picas habían hecho detener á dos reinos y un imperio. Vióse un instante un torbellino de polvo, del cual brotaba una baraúnda infernal: choques de sables, ruido de espuelas y alaridos salvajes.

Después, sólo un momento, se divisó en la loma la avalancha iracunda, en filas bien cerradas, el caballo á escape, la lanza en ristre y el sombrero flotando sobre la espalda, sujeto al cuello por el barboquejo. Así ganaron el declive, y más veloces, más siniestros, cayeron, como tropa de fieras, sobre la infantería enemiga, que, de pie, el arma pronta, esperó el choque severa y silenciosa.

Los infantes eran el arrecife, los gauchos la ola: el mar y la tierra iban á librar batalla.

Al frente de la caballería, tendido sobre el moro y semejante á la figura de un cazador salvaje brotado de un bajorrelieve de bronce, el indio jefe fué el primero en llegar y el primero en tender el brazo nervudo, hundir la lanza y salpicarse el rostro con la sangre tibia que manaba de la ancha herida abierta por su arma espantosa.

Aunque muchos habían caído bajo la primera descarga de la infantería, los otros luchaban con desesperado valor. Los infantes eran el arrecife, los gauchos la ola: la ola pasó sobre el escollo...

¡Eran valientes aquellos infantes!...

Pero, ¡ay! cuando el brucón hincha sus quijadas y lanza su resoplido feroz, los guayabos más altos y las talas más gruesas inclinan sus cabezas melenudas. Nada resiste á la falange gaucha, nada detiene á ese río desbordado. Jinetes de hierro sobre corceles de acero, pasaron sobre el cuadro abatiendo la selva de bayonetas.

Pero no pudo sostenerse: hubo de retroceder; y al tentar la retirada, el escuadrón se vio rodeado por una fuerza de caballería que le ganaba la retaguardia. Sintiéronse perdidos y esperaron la muerte, el exterminio completo, sin misericordia, sin perdón, como era ley entonces, empapándose en sangre, extasiándose en los cuadros de agonía sin oir lamentos, sin atender súplicas!...

Ya todo iba á concluir; ya los gauchos disponíanse á morir entre el fuego y el hierro, disputando su cuello al cuchillo, cuando algo como un fantasma apareció en la escena. El indio jefe, perdido un instante en aquel vórtice espantoso, revolviéndose como monstruo de cien brazos, invulnerable, inaccesible á la muerte y al cansancio, mostróse de nuevo al frente de su fuerza, y, echando espumarajos por la boca, levantada en alto la mano armada con un resto de lanza,

—¡Coraje, maulas! —les gritó.

Los infantes vieron agitarse ante ellos un torrente irresistible, á cuyo frente volaba un ser monstruoso, mezcla de hombre y fiera, con una cabellera como crin de caballo bravío y algo así como un rostro humano, rojo en sangre y cruzado por una cuchillada feroz.

Sintióse una descarga de fusilería, una nube de humo envolvió á los gauchos, y cuando el estruendo se apagó y se disipó la nube, ya el escuadrón había roto el cuadro y salvado la barrera.

La mitad cayó; la otra mitad huyó á toda brida.

Delante, el llano extenso, la dilatada planicie se prolongaba sin quebradas salvadoras, sin montes cercanos. La res había burlado la celada; pero la jauría la seguía de cerca. El exterminio, la venganza inclemente, soplaba ya en sus espaldas como un viento gélido, y la noche, el único amparo posible, tardaba en llegar; en el cielo azul, el sol, muy alto todavía, brillaba como pupila de fuego.

Ya los perseguidores mejor montados se acercaban á los fugitivos; ya los brazos blandían las lanzas para herir por detrás, golpe tras golpe, como jaguaraté en majada que huye, cuando el indio, acosado por la sed de sangre, presa de la locura homicida, despierto su instinto de charrúa indomable, cansado y avergonzado de huir, se apartó de la columna, sofrenó su caballo y dio frente al enemigo.

Los perseguidores apuraron la marcha al ver al temible y audaz caudillejo que los retaba á un duelo á muerte. Un oficial joven, un mocito rubio y endeble, fué el primero que llegó y obtuvo el honor de cruzar su arma con el indio, que lo esperaba sonriendo.

Fué cuestión de un momento: el joven cayó en tierra atravesado de un lanzazo. En seguida un grupo de lanceros rodeó al gaucho embistiéndolo por todas partes, amenazándolo por todos lados; y él, sublime á pesar de su fealdad espantosa —por esa fealdad misma, quizá— con un ojo cerrado por la inflamación y los coágulos de sangre, esquivaba los golpes, hería á destajo, y semejaba, ya un cíclope de la leyenda mitológica, ya un ser apocalíptico, fuerte como Anteo, invulnerable como Aquiles, sin que le alcanzaran las balas que le disparaban á boca de jarro, ni las hojas de las lanzas que revoloteaban á su alrededor como insectos brillantes.

Pero al fin, acosado por el número, no sabiendo á quién atender, se movió desesperado, perdió la guardia, y una reluciente moharra entró desgarrándole el pecho. Entonces, furioso, terrible, como si la herida acrecentara sus fuerzas, hizo remolinear el chuzo, se abalanzó sobre el grupo de jinetes, que retrocedieron espantados, y aprovechando su confusión, dio media vuelta y se lanzó á escape por el llano, golpeándose la boca y dejando flotar sobre la espalda el sombrero, en cuya copa lucía la divisa blanca ornada con un lema sangriento.

El indio indomable, el heredero del charrúa, cuya sangre llevaba mezclada con la del tupamaro de fresco renombre, huía ahora, huía sin descanso. Agotadas las fuerzas, sintióse perdido y pidió á su moro un último servicio para escapar al cuchillo que deshonra. ¿Ser degollado él?...¡La puta que los parió!...

Siempre á galope, con la mano izquierda apoyada sobre el pecho para evitar la hemorragia, solo, extraviado de sus compañeros, marchaba por el llano, el extenso llano verde, cuajado de margaritas, de márcelas, de macachines y de otras muchas florecitas hermosas y humildes, nacidas en la tierra gorda al beso fecundante del sol de primavera. Tenía el entrecejo fruncido, y con la dura mirada de su ojo único investigaba el horizonte.

No profería una queja, no lanzaba un ¡ay!, y cuando las visceras destrozadas le hacían experimentar un dolor demasiado intenso, sus gruesos labios negruzcos, deformados por la cuchillada del rostro, se despegaban para articular una blasfemia, siniestra y bronca como rugido de puma agonizante.

El enemigo había quedado lejos; podía moderar la marcha, detenerse un instante para tomar aliento y refrescar el caballo; pero firme, imperturbable, y como si obedeciera á una determinación tomada de antemano, continuó al galope, al sereno galope de su moro infatigable.

Así anduvo largas horas y ya llegaba la tarde, ya se divisaba á lo lejos, cortando el horizonte siempre azul, la línea negra del monte salvador —el monte, la madre cariñosa del gaucho vagabundo; el bosque que el indio ansiaba para ocultarse entre sarandíes y totoras y morir allí, como jaguar herido, al borde del arroyo, en el silencio inmenso de la selva y á la sombra protectora del frondoso guaviyú. Pero sus fuerzas se debilitaban por momentos y la vida íbase escapando poco á poco por la negra boca de la herida.

Había llegado á un llano —un estrecho valle que se prestaba dignamente para servir de tumba á aquel gigante, y estuvo á punto de dejarse caer. Pero, sea por instinto de escapar aún, sea por un sentimiento de orgullo de morir en la altura para que sus huesos fueran lavados por la lluvia y blanqueados por el sol, hizo un esfuerzo supremo, sostuvo entre sus rodillas al bruto bamboleante, y anduvo todavía. Cruzó el llano, al paso, lentamente, y ganó la cuchilla. Allí soltó las riendas, dejó caer la lanza y se deslizó hasta el suelo, sosteniéndose de la crin para que la caída fuese menos brusca.

Ya en tierra, el indio dobló la cabeza, y entreabriendo los ojos en una postrera mirada para abarcar el campo inmenso, triste y solemne en las agonías de la tarde, vio una cosa negra manchada de sangre apareciendo por la rasgadura que la lanza produjo en la camisa al destrozarle el pecho.

Hizo un esfuerzo supremo, espantó la muerte por un momento, extendió el brazo y sacó aquel despojo sangriento. Era la trenza que, en el momento de partir, le había dado la china para llevarla como amoroso recuerdo y precioso amuleto. Volvió á recoger el brazo, posó sus labios moribundos en el cabello ensangrentado; y al mismo tiempo que depositaba en él un beso frío, una lágrima, acaso la primera, rodó por su mejilla bronceada; y murmurando:

—¡Pobre china! —se acostó para siempre sobre la grama verde y blanda de aquella loma desierta.

En familia

I

Casiano era alto, exageradamente alto; y era sobrada y uniformemente grueso; la cabeza, el cuello, el tórax, los flancos, las caderas, las piernas, todo parejo, con límites señalados por ranuras apenas visibles. Un tronco de viraró serruchado de abajo arriba, bien por el medio, hasta cierta altura, á fin de formar las piernas, tan próximas que al caminar rozaban la una con la otra desde el muslo hasta el tobillo. ¡Así gastaba de bombachas usadas en la entrepierna y de botas de cuero rojo agujereadas en la caña!...

Su cuerpo era un tronco de viraró, pero de viraró muy viejo, de los que habían conocido á Artigas, uno de aquellos como no se hallaban en las inmediaciones, en los montes de Cololó, Vera, Perico Flaco ó Bequeló; al Norte, en el Río Negro, en la barra del Arroyo Grande, bien adentro en el secreto de los potriles, puede ser que se encontrara un ejemplar adecuado; pero probablemente habría que navegar río abajo, río abajo, é ir á buscarlo entre las greñas del Uruguay.

En oposición, su mujer, Asunción —Sunsión en el pronunciar del pago— era —siempre en el caló nativo— flaca, más flaca que mancarrón con "haba". El cuello de garza salía de la bata de zaraza á la manera del pescuezo de una muñeca de cera, y sostenía una cabeza eternamente desgreñada y una cara escuálida, salida de pómulos, hundida de ojos, con nariz demasiado larga y boca demasiado grande; fina y corva la nariz como pico de rapaz; delgados los labios, blancos y fuertes los dientes, duro y marcado el mentón.

Luego un cuerpo pequeño, mezquino en carnes y rico en flexibilidades de criolla comadrona: todo un cuerpo de gallina inglesa, gritona, inquieta y pendenciera.

Casiano, correntino de raza, hablaba poco, sin prisa y cantando las palabras con el dejo nativo.

Asunción estaba armada de una vocecilla aguda, aflautada, hiriente como el cantar de la cigarra. Y al igual de la cigarra que revienta cantando, después de cinco ó seis horas de trinos, ella no reventaba, pero suspendía su charla rápida, silbada, improvisada, sólo cuando las cuerdas vocales no daban más; materialmente, cuando reventaba; porque motivos de conversación no le faltaban á ella, y cuando llegaban á faltarle, todavía tenía para tiempo vomitando refranes y escupiendo palabrotas.

El correntino era bueno, sosegado, calmoso, trabajador, limpio en el vestir y parco en el hablar: no parecía correntino.

La criolla era chillona como un grillo, haragana como petiso de muchacho, pendenciera como cuzco y sucia como "bajera"; no podía ocultar que era criolla.

Era un contrasentido aquella pareja.

Si se hubiesen observado sus cualidades una á una y disecado sus idiosincrasias fibra á fibra, se habría hallado que discrepaban de cualidad á cualidad, encontrándose también diferencias de fibra á fibra.

Sólo en una afición concordaban: en la de beber caña. Pero, bebida ésta, la desemejanza tornaba á mostrarse en los efectos que en sus respectivos organismos producía el alcohol: diferencia fisiológica, diferencia psíquica. En Casiano el licor obraba como anestésico para sus órganos, como analgésico para sus dolores; y en Asunción, por el contrario, excitaba el desordenado galope de las pasiones y exacerbaba las contrariedades ó sufrimientos.

El macho, fuerte, robusto, seguro de sus músculos, sentía el gozo correr con la enorme masa sanguínea que regaba su corpachón de toro, y la bondad le retozaba, le salía afuera en forma de risotadas y palabras buenas y frases llenas de una sinceridad encantadora.

Y á ella se le iba subiendo la caña á la cabeza al mismo tiempo que se le iba bajando por el cuerpo la hiel, diluida en tres ó cuatro calderadas de mate amargo; menjurje extraño que, como el agua acidulada sobre los nervios de la rana, tenía el poder de excitar los suyos —superexcitar— hasta presentarla de una irascibilidad insoportable.

Era un contrasentido aquella pareja.

Y, sin embargo, vivían relativamente bien. A veces, cuando los nervios de Asunción estaban cargados en demasía, cuando su lengua iba más allá de lo humana y razonablemente soportable, el gigantón correntino solía esconder los ojos entre el yuyal de cejas en un fruncimiento de ceño, y levantando su mano —más pesada que la mano de coronilla de pisar mazamorra en el mortero— la dejaba caer sobre el cuerpo de la china, que salía "lomiándose", buscando á Lucio, el hijo mayor, el favorito del padre, sobre quien descargaba su rabia. Lucio, por su parte, transmitía á su hermana Cleta, tan pronto como lograba escapar de las garras de la madre, y con cualquier pretexto, la paliza recibida. Y la distribución de penas devolvía la calma y hasta la alegría al hogar.

Llevaban seis años de casados.

Casiano era puestero con majada en sociedad su ganadito tambero y su tropillita de andar; boca más, boca menos, no le preocupaba, y por eso no puso obstáculo en que su suegra, la vieja Remedios, y su cuñada, la chinita Rosa, fueran á vivir con ellos.

Al año, Casiano hablaba de echar campo afuera á Rosa, una chicuela insolente y deslavada, una perra encelada que atraía al rancho á toda la mozada del pago; pero no tuvo tiempo, porque ella se alzó con un rubio guitarrero, sargento en la policía de la sección.

A los dos años, la vieja Remedios comenzó á hacerse insoportable. Su misión en la casa era preparar la comida, lavar los platos y vigilar á Lucio, quien pasaba el día en medio del patio, sobre un cuero de ternera, sin más ropa que una camisita agujereada.

En las ausencias de Casiano su suegra aprovechaba la cruzada de un buhonero, ó del muchacho de la pulpería, para trocar algunos cueros de oveja por la limeta de caña. Y más de una vez, al regresar el amo, encontró á la esposa y á la suegra borrachas como cubas, ostentando en el rostro, con frecuencia, la señal de las uñas de la reciente gresca.

Por ese entonces dio en visitar la casa un tal Salustiano Sandes, un indio puestero del inglés don Jaime Smith, en Vera. Casiano lo miraba con malos ojos, pero no dijo nada. Sin embargo, cuando nació Cleta, una criaturita flaca y raquítica, se le puso que la tal se asemejaba al indio Salustiano; y aunque guardó silencio, espantó al visitante y echó del rancho á la vieja, que se fué al pueblo, de "piona", á estar á su dicho; y en oficio más lucrativo, aunque menos digno, á creer las voces que corrían y lo que Casiano opinaba.

II

La casa quedó peor —porque Asunción era el prototipo de la haraganería—; pero el puestero quedó más á gusto: quedó como cuando, después de trotar varias horas al sol, en verano, se quitaba las botas y se ponía las alpargatas viejas, endurecidas con el barro.

Y no es que fuera celoso.

Bastantes veces —riendo con aquella gran risa suya, que le hacía saltar el abdomen y bailar la espesísima barba, como cañaveral soplado por el pampero— contó ó comentó la reciente aventura de Pancho Marín, el pardo estúpido del puesto de la Cañada.

Era una aventura curiosa y muy festejada en el pago la de Pacho Marín.

Casado con la china Bonifacia, una de las más ladinas de la comarca —por demasiado ladina le fueron abriendo el caballo los mozos del pago—, sucedió lo que forzosamente debía suceder, siendo ella querendona en demasía y él tonto por demás.

He aquí la historia:

En la mañana de un sábado, Bonifacia ensilló su malacara lunanco y salió como de costumbre á llevar la ropa lavada y planchada á los peones de la estancia. En el camino encontró á uno de éstos, Bernardo Romero, mocetón robusto, de complexión sanguínea y en cuyo rostro rubicundo señoreábase el sensualismo. Se acercó receloso como fiera que se lame el bigote á la vista de la presa; se le aparejó, le ganó el lado de montar, y mientras tranqueaban, le habló de historias viejas, de semirrequiebros, de cuasi promesas.

Marchaban despacio por la loma chilcosa, hablando bajito, sin mirarse: ella, entre satisfecha y huraña; él, confuso, ahogado por el deseo, poniéndose escarlata y escupiendo pegajoso cada vez que su rodilla rozaba la pierna musculosa de la china.

La cuchilla era extensa; tardaron en trasponerla y se acercaba el medio día cuando llegaron al bajo. El sol ardía dorando las gramillas; la atmósfera estaba como polvo caliente; los caballos avanzaban al tranco, con el pescuezo estirado, las orejas gachas y en continuo plumereo la cola, espantando tábanos y jejenes.

—¿Querés apiarte?...

—Güeno.

Él bajó de un salto y acollaró los caballos con las riendas; después la bajó á ella, cargada, apretándola mucho con sus rudos brazos de domador. El atado de ropas cayó al suelo, se deshizo y sembró las piezas blancas, asustando al malacara lunanco de Bonifacia... El valle era hondo, la chuca alta y espesa, y abajo, en el piso, la gramilla crecía en tapiz blando y perfumado; perfumado con el olor de la tierra gorda y fecunda, con el olor fuerte de la vida, de la proliferación, de la savia ardiente y pura que el sol de primavera hacía correr en borbotones...

Marín esperó inútilmente toda esa tarde el regreso de su mujer para que asase el medio costillar de carnero; y, ya entrada la noche, se acostó con la barriga llena de agua, habiendo inutilizado dos cebaduras de hierba y engullido dos espigas de maíz asado. Durante dos meses estuvo esperando el regreso de su esposa, cuyo paradero ignoraba.

Quizá en el interior llevara oculta una pena, ó por lo menos sintiera el escozor del amor propio herido; pero su rostro de bruto no traslucía absolutamente nada.

Conservaba el mismo apetito, dormía sin sobresaltos ni pesadillas y estaba siempre dispuesto á tragarse tres ó cuatro litros de agua en forma de mate amargo. Lo que sí, andaba más puerco que de costumbre: durante los dos meses de que hablamos no se mudó ni la camisa ni los calzoncillos. Calcetines, felizmente, no usaba: la pata con la costra de mugre y el zueco descalzo, á la brasileña, como brasileño que era. Si alguna vez debía hacer referencia á Bonifacia, decía:

A mulher que en tive.

Y si alguno, entre chacota y verdad, le preguntaba cómo habían pasado las cosas, él contaba todo, del principio al fin, sin omitir los detalles que había ido adquiriendo; y concluía infaliblemente con un

¡A culpa nao foi minha!...

Ya estaba acostumbrándose á la vida solitaria en su rancho pobre, semejante á basurero de estancia y hediondo como nido de carancho, cuando una tarde, en momentos en que "verdeaba" sentado sobre la cabeza de vaca, junto á la puerta de la cocina, y cuidaba el churrasco que se tostaba en asador de espinillo, vio sobre la cuchilla un jinete que trotaba en dirección al puesto. No tardó en reconocer el malacara lunanco de Bonifacia, y, poco después, reconoció á ésta.

La china llegó á la enramada.

—Güeñas tardes —dijo.

Boas tardes —contestó él sin volver la cabeza, afanado como estaba en dar vuelta al asado, cerrando un ojo para evitar el humo que producía la grasa al caer en gotas sobre las brasas de tala del fogón.

Bonifacia pudo desmontar, desensillar, soltar el malacara, echar la montura en un rincón y acercarse á la cocina sin que su marido levantarala cabeza. Se dieron la mano sin proferir una palabra; después, ella se sentó muy tranquila, como si volviera de una visita.

Y quedaron en silencio hasta que Marín, cortando un trozo de carne,

—J'astá —murmuró; y se puso á comer.

—No tengo cuchillo —contestó ella.

—Na solera de rancho istá o melhao velho.

Comieron sin hablar una palabra; tomaron el postre de mate, y más tarde, cuando ya estaba oscuro,

—¡Vaite deitar! —exclamó Pancho.

—¿Ya?

—Ja.

—Vamos.

Ni una voz, ni un reproche, ni el eco de una queja salió del rancho pobre, revuelto como basurero y hediondo como nido de carancho. La vida siguió como antes.

Pelea más, pelea menos, al igual de lo que había acaecido desde el día subsiguiente al del matrimonio; pero sin recriminaciones, sin la menor alusión á la falta cometida, sin el más mínimo reproche por la pena ocasionada.

Transcurrieron varios meses. Bonifacia no había vuelto á ir á la estancia para llevar ropa á los peones, ni Marín había vuelto á encontrar forasteros en su rancho al regresar del campo. La china parecía fatigada, hastiada de amores, y no oía requiebros: los dos meses de desordenado placer le habían dejado una laxitud, un desgano de los hombres, que la hacían mirar á todos con soberana indiferencia.

Pero existía para Marín otro motivo de pesadumbre. Los compañeros, los peones de la estancia lo volvían loco con los continuos y dolorosos ortigazos de una crítica cruel, con el cauterio de la broma gaucha, que es como golpe de rebenque de domar baguales, como pinchazo de aguijón de nazarena, de esas nazarenas herejes que ostentan siempre, pegados con sangre, pelos de ijar de potro. Si Marin iba á entrar en la cocina:

—"Agáchate, Marín, no vas á romper la puerta con los cuernos."

Si en el sudar de una faena llegábanse á un arroyo para aplacar la sed:

—"¡Marín, empréstame tu guampa pa tomar agua!"

Si se tañía la guitarra y se cantaban versos estando Marín presente:


«Sí los cuernos retoñaran
como retoña el tomillo,
¡cómo no estaría este mozo,
con más cuernos que un novillo!...»


Ó la variación:


«Si los cuernos retoñaran
como retoña la albaca,
¡cómo no estaría este mozo,
con más cuernos que una vaca!...»


Y si se hablaba de algún vacuno notable, había de ser: "grande como un rancho y cuernudo como Marín."

Al principio Marín reía, ó no decía nada; su cabeza de microcéfalo era incapaz de concebir el honor. Sin embargo, á la larga, aquello fué como el vado de un estero muy ancho, entre la nube de jejenes que pican poquito, pero que concluyen por fastidiar: el indio empezó á calentarse.

Una mañana —un jueves 15 de Julio—, se trabajaba en el Rodeo Grande, en un aparte, y el paisanaje se consolaba de la fatiga hiriendo sin piedad al pobre diablo Marín. Éste, que era cobarde por instinto, por compensación á sus débiles medios de defensa, no decía nada, aunque se le conocía que andaba tragando fuego. Quiso su mala suerte que se le cansara el caballo, y hubo de ir á su rancho á mudar.

Llegóse allí apesadumbrado; desensilló y fuese en dirección á la cocina para tomar agua. El destino le hizo tropezar en la piedra de afilar. Se lastimó, le dio rabia y sacó el facón con movimiento instintivo; después, notando lo absurdo de su acción, y como por no confesársela ni á sí mismo, se puso á afilar la lámina larga y aguda.

El brillo del acero lo encandiló, lo enloqueció, y él no supo cómo había entrado en la cocina, ni cómo fué que empezó á descargar hachazos sobre su mujer. Esta gritaba; él no decía nada, pero en cambio hería, hería, sin mirar, á lo bárbaro, descargando el arma con toda la fuerza del músculo, hasta que la víctima logró escapar, huyendo campo afuera.

Cuando los vecinos la recogieron estaba hecha una lástima: quince hachazos en el rostro, su belleza perdida como margarita aplastada por el casco de un potro, y las dos manos inútiles para toda labor.

Marín se presentó al comisario seccional y, seguido el proceso, no alegó nada en su favor, no trató de justificar de ninguna manera su delito, y fué condenado á quince años de presidio. Todavía está en la Penitenciaría de Montevideo.

Tal era la historia de Pancho Marín, una historia estúpida, que hacía reir á todo el vecindario.

Casiano era tal vez quien más reía. ¡Perderse por una mujer!... Él, felizmente, no era nada celoso. Cuando su Sunsión no marchaba bien, le daba unos golpes y un consejo en ancas. Esto del consejo era clásico; se lo había repetido cien veces, y ella lo sabía de memoria:

"—Y no te digo más. El día que no marches derecho y se me acabe la pasensia, te hago trair el escuro, te lo ensillo, te hasés un atao de tus pilchas y te largo, con eso te vas á ensuciar naguas con los milicos del pueblo, junto á la arrastrada de tu madre."

Y esto lo decía sin enojo, tranquilo, sin alzar el diapasón de su vaz gruesa y pausada de correntino legítimo.

No entraba en sus gustos la tragedia

III

Desde la partida de la vieja Remedios, la casa andaba, en cuanto á limpieza y arreglo, cada día peor.

El pobre rancho de techumbre pajiza ennegrecida por el tiempo, y de paredes de terrón carcomidas por las lluvias, iba adquiriendo aspecto de tapera con la proliferación de yuyos que lo circundaban; vigorosa vegetación de gramíneas que, extendiéndose con cautela al ras de la tierra, dominaba casi el que antes fué patio, rodeaba los muros á manera de golilla esmeraldina, y en partes, atrevida, osada, aprovechando una grieta, trepaba por la pared y miraba con envidia la solera donde las golondrinas hacen sus nidos y dejan sus piojos.

Cuando soplaba viento no podía soportarse en el rancho el olor que traía del basurero inmediato, donde se pudrían las sobras de carne, los residuos de la comida y los pedazos de guasca y cuero inservibles. En la boca del barril del agua se veía siempre atravesada una guampa blanca, que antes fué limpia y hasta bella, pero que ahora despedía un olor desagradable, catingudo, casi repugnante

La cocina era una troja casi sin techo, con mechones de paja retinta y paredes de palo-á-pique con aberturas á los cuatro vientos. El agua entraba allí sin dificultades, apagando á veces el fogón que ardía en mitad de la pieza, y lavando otras la olla de hierro, la sartén, el asador, la guampa con la sal y el tarro con los "chicharrones", las dos fuentes de latón, los cinco platos de idéntico metal y unos pocos cubiertos diferentes; todo lo cual constituía la vajilla de la casa, cucharón más, espumadera menos.

No menciono la "pava" y el mate, porque no puede concebirse rancho sin tales prendas. Enfrente de la cocina, á unos quince metros próximamente, estaba la puerta de la casa; una puerta bajita, de dos hojas, una arriba y otra abajo, que no juntaban bien, ni entre sí ni con el marco: el viento Norte se colaba por las rendijas, en las frías noches de invierno, con entera libertad.

Había una sola habitación dividida en dos por una especie de mampara de percal labrado: la primera era comedor, sala y cuarto de los pequeños; la segunda, que sólo recibía luz cuando se abría una ventanita sin vidrios que miraba al Sur, era el dormitorio del matrimonio.

En el comedor veíase una mesa de pino, pequeña, desaseada, con la tabla superior sajada en los ángulos, donde el correntino ó su mujer acostumbraban picar el naco. Había dos sillas de madera —una sin respaldar— y un escaño largo, que después de comer se arrimaba contra el muro.

En un rincón de la pieza estaba un baúl grande, y sobre el baúl la silla de montar de Asunción y el recado de Casiano. En las paredes, de un negro intenso, había un clavo del cual pendían el freno con copas muy grandes y "pontezuela" oscilatoria; el bozal, las cabezadas y riendas de plata: las prendas de lujo, y más arriba, hundidos en la paja del techo, la marca y la tijera de esquilar, que más se empleaba en emparejar la crin á los caballos.

Se respiraba siempre una atmósfera impura en aquel cuarto, cuyo pavimento estaba lleno de huesos, costillas de vaca ó paletas de carnero. Al olor fuerte de las bajeras impregnadas de sudor, se unía el de las ropas del catre de los muchachos, el de los desperdicios putrefactos llevados por los perros y el de los perros mismos, que era tufo de zorrillo y hedor de osamenta.

La segunda pieza era casi lo mismo: la otomana pintada de rojo en más y la luz de la otra en menos.

Y el aseo por igual.

Asunción pasaba el día en el arroyo, lavando, ó en la cocina tomando mate y charlando con algún peón, más comúnmente con algún muchacho de las inmediaciones.

Habiendo mate amargo y teniendo con quién hablar para sacarle el cuero á cuanto individuo, macho ó hembra, conocía siquiera fuese de nombre, ya estaba ella á sus anchas; y si lograba algunos tragos de caña, podía contar aquel día entre los mejores de su vida.

De los hijos no se preocupaba para nada. Medio desnudo el mayor, desnuda del todo la niña —una camisa era habitualmente el abrigo—, vírgenes de calzado los pies de antrambos; ella, sin otra cosa en la cabeza que el cabello escaso, muerto en muchos sitios por un arestín persistente, lo que le daba el aspecto de campo invadido por los médanos; él, con un viejo chambergo del padre, sin color, sin forma, sin cinta, con las alas caídas y un gran agujero en la copa, por el cual salía siempre un mechón de crines de reluciente azabache.

El varón contaba cuatro años y sabía andar á caballo —después de alzarlo, naturalmente—, repuntar la majada, echar las lecheras, escupir por el colmillo y largar ajos y cebollas como una persona mayor. A mama se los largaba á cada rato; lo que con frecuencia le valía un arreadorazo, ó un moquete, ó, con mayor frecuencia, un golpe de zueco en mitad del lomo, atrapado en la huida. No tenía recado aún, pero sí freno, riendas y un cuero de carnero para cojinillo. Juntaba "puchos" —porque fumaba—, y usaba cuchillo en la cintura.

Casiano pasaba todo el día en el campo ó en la estancia, no yendo á su rancho sino á la hora del almuerzo ó á la siesta subsiguiente, y luego al oscurecer para cenar y acostarse. Y mientras almorzaba el puchero de espinazo, sin verdura —á veces sin sal—, ó comía el asado de costillas ó la pierna de carnero, ó el guiso con zapallo —la carbonada—, el correntino se sentía feliz, tragando sin pan ni galleta ni "fariña" grandes trozos de carne que masticaba ligero y con gran ruido.

Durante esas horas, la riña con Asunción no se suspendía más que por el tiempo necesario para dar un pescozón á uno de los chicos.

IV

Había entrado el invierno, un invierno crudo de continuas garúas, frías como nieve.

Los charcos y lagunajos blanqueaban desde lejos; los bañados llenábanse de agua; los cañadones desbordaban.

Las pobres gentes del campo habían mojado todos sus trapos, nunca abundantes, sin sol para orearlos, ni mucha leña seca para calentar sus cuerpos ateridos. La eterna contemplación de los días grises avinagraba los ánimos; tanto más, cuanto que para ello se unían la holganza, la imposibilidad de distracciones, sobre todo para las mujeres en los ranchos aislados, que no podían salir á paseo, ni esperar visitas. Al cabo de varias semanas de ver los mismos rostros y escuchar las mismas voces, el fastidio llegaba, produciendo la consiguiente irascibilidad.

En Asunción el mal tiempo había obrado poderosamente. Condenada á no hablar sino con su marido, en quien se estrellaba sin eco el oleaje de sus murmuraciones, físicamente incomodada con la escasez de ropas, y contrariada en grado máximo por la carencia de caña, pasaba el día gruñendo, descargando su malhumor sobre las amplias espaldas de su marido.

—¡Tener una que andar tuito el día chapaliando barro como si juera chancho!—decía con una voz tan chillona que llegaba hasta el monte.

—¡Y así anda una hecha una mugre, nada más que pol haragán del correntino, que no había sido capaz de llevar una carrada de piedregullo pal patio! ¡Y eso que la piedra abundaba en el campo lo mesmo que sabandija! ¡Hombre más dejao de la mano de Dios, ni con candil! Dispués, siendo algo pa ella, ¡dejuro, ni esto!...

Y hacía sonar contra los dientes la uña del pulgar; una uña encanutada, larga y sucia, como de peludo de años.

Estas recriminaciones, estos sangrientos apostrofes á su marido, eran como un desahogo de su cuerpo pobre, de su alma pequeña. Tenía necesidad de injuriar, de ser feroz, para que no se creyera que admitía superioridades; tenía necesidad de mostrarse mala para con las personas que le eran afectas, á fin de convencerse de que tales afectos existían.

Y toda su aspereza de gargon manqué, toda su irascibilidad natural mostrábanse de tal modo acrecentadas en virulencia, que el puño formidable del correntino debió funcionar con sobrada frecuencia; y muchas veces en pocas semanas, su voz pausada y cantora debió repetir la consabida advertencia.

Uno de los últimos domingos de Julio había ido Casiano á la pulpería del Sauce —distante tres leguas— y regresó tarde, ya cerrada la noche. Se había demorado bebiendo caña, una caña "juertaza, que le había dejao el gañote raspao, la panza como juego y la cabeza pesada, medio ansina como abombao."

Mientras desensillaba trataba de entonar una canción, como si estuviera juntando alegría para oponerla á la granizada de denuestos que le esperaban.

A sus "buenas noches" —no contestó la china.

Lo miró de hito en hito, con la pupila luciente y los labios contraídos. Su vasto repertorio de juramentos, su insondable abismo de refranes, se le vino todo junto á la garganta, le ató la lengua y le impidió hablar. Quería lanzárselos todos á la cara, y le sucedió lo que sucede á dos personas que quieren pasar al mismo tiempo por una puerta angosta.

Se fué á la cocina en busca de la comida, y al regresar con la fuente de lata llena de trozos de espinazo hervido, manchados de amarillo con el zapallo deshecho, ya llevaba estudiado el principio de su discurso:

—¡Como pa dárselo á los perros! —vociferó dejando caer la fuente sobre la mesa—; ¡tuito deshecho, lo mesmo que bofes, de recocido!...

Al igual de la novillada que remolinea en la orilla del vado y se va toda en seguimiento del que ha hecho punta, así, una vez lanzada la primera frase, las demás brotaban solas del fondo profundo de la china.

Casiano esperó á que escampara, y mientras ella escupía, él se atrevió á decir con humildad:

—¡Si no está malo el hervido!...

Fué una baza aislada; no pudo meter más, porque su mujer reanudó el discurso y se fué como bagual con lazo.

—Está güeno pa vos —gritaba—; pa los animales de correntinos como vos acostumbraos á comer matambre de yegua, y cuartos de capincho y alones de ñandú, y comadrejas, y una sinfinidad d'enmundicias más; pero no pa la gente, ché, pa la gente de'ste país, que no semos unos arrastraos como ustedes, que vinieron muertos de hambre, de pata en el suelo, cuando los trujo Urquisa, y aquí se quedaron pegaos al país como garrapata, y pretendiendo hacernos poco caso á los que hemos nacido en esta tierra, que no tiene ni comparancia con el Entre-Ríos de ustedes. ¡Por linda cosa que ha de ser el Entre-Ríos!...

Casiano, muy tranquilo, se había puesto á servir la comida. Al pasar el plato á su mujer, ésta lo rechazó con furia.

—¡No cómo porquerías!... ¡todos no tenemos tu estógamo!...

Siempre sucedía io mismo: Asunción no comía cuando se enojaba con su marido; y como esto ocurría casi á diario, había tomado la costumbre de atracarse mientras cocinaba. De este modo podía hacer rabiar á Casiano sin que sufriera su organismo.

El correntino comía en silencio, mientras su esposa continuaba la filípica:

—¡Que se mate una, que trabaje dende que aclara Dios hasta que escurece, pa que el arrastrao de su hombre se esté "mamando" en la pulpería!...

Casiano protestó:

—No, eso no, porque no he tomao...

—¡Consejos, no has tomao vos!... Como no te se siente el jedor á la caña, y como no te se conose en los ojos! ¡Anda á mirarte en el vidrio y verás qué ojitos duros de carnero augao te se han puesto! ¡Andá, andá!...

El correntino comprendió que la discusión sólo podría mantenerse con la suprema elocuencía de sus manazas; y sintiendo la cabeza poco segura, la lengua torpe y los miembros fatigados, optó por callar.

Todavia continuó la china un buen rato su feroz increpación, paseándose por la pieza á grandes pasos agitados. Tenía la cabeza enteramente desgreñada, los ojos inyectados y brillantes, la faz congestionada, los movimientos bruscos é incesantes como los de un atacado del mal de San Vito. al fin, viendo que su rencor se estrellaba contra la impasibilidad de buey cansado del correntino, calló y fué á recostarse en el marco de la puerta; los pies en el lodo del umbral, la mirada perdida en la oscuridad del patio, la actitud resignada y triste de una víctima inocente sacrificada á la saña de un marido brutal.

Este se atrevió á probar una conciliación.

—¿No comés, china?

—¡No como!... —contestó ella, sin volver la cabeza.

Casiano insistió cariñosamente:

—¡Comé, m'hijita!...

—¡Avisá si me vas á hacer comer por juerza!... Se me hace que estás bobo de adeberas...

—Y á mí se me hace que has montao un picazo cumpa, y en pelos.

La broma cayó como pólvora en las brasas; las palabras tornaron á salir en borbotones de aquel cuerpo débil y pequeño; los insultos volvieron á rodar uno tras otro como yeguas corridas á bola, y con una mirada de incalificable desprecio, le vomitó al rostro esta frase:

—¡Andña á lamberte!...

Y tornó á dirigir á la oscuridad del patio su mirada centelleante de chimango enfurecido.

El gigantón cruzó los brazos sobre la mesa, dejó reposar sobre ellos la cabeza y se dispuso á dormir como lagarto al sol y á roncar como bagual que se ahorca con la soga.

A su derecha, Lucio arrancaba, á diente, las ultimas partículas carnosas de una vértebra que sostenía con sus dos manitas amoratadas hinchadas por los sabañones. A su izquierda, la pequeña Cleta comía una tajada de zapallo, embadurnándose con él su triste carita postulosa.

Sus charlas incesantes y los gruñidos de Zorro y Barcino, que dormían debajo de la mesa, á los pies del amo —soñando quizá con reses bravías ó sabandijas ligeras—, eran las únicas voces que se oían en el interior del rancho.

V

Al día siguiente Casiano fué á la estancia temprano y regresó antes de medio día, para no volver á salir en toda la tarde.

La garúa continuaba y arreciaba el frío, un frío que hacía soplarse los dedos á los paisanos y decir:

—¡Es yelo que está cayendo!...

Casiano, sentado junto al fogón, sobre un tronco de saúco, estaba alegre aquella tarde, tomando mate y contando cuentos á los muchachos. Había colocado á Cleta sobre sus rodillas y tenía á Lucio al lado, con los codos apoyados en su pierna y la carita en las manos.

Asunción cuidaba el asado, dando vueltas al asador ó arreglando las brasas; y como no encontraba motivo de gresca con el marido, peleaba con el fuego.

—¡Pucha, juego emperrao!

Y como el humo la incomodara:

—¡Tamién, milagro había'e ser que no hubieras traído mataojo!

Casiano narraba la Muerte de don Juan, último episodio de la larguísima y azarosa vida de este personaje. Los chicos, que en diversas veladas habían oído las otras aventuras, escuchaban con ansiedad el relato de las postreras peripecias del héroe zorruno.

—"Hacía tiempo que don Patricio estaba enemistao con don Juan —comenzó el narrador—, por causa de una pillería que don Juan le había hecho á don Patricio."

Don Juan era el Zorro; don Patricio, el Carancho.

Partiendo de estos dos personajes principales, el correntino se engolfó en el mar de las aventuras del Zorro; sacó á colación á todos los animales de la fauna nacional, y después de explicar, con el sumario de sus aventuras, cuál era su situación actual, perseguido con más encarnizamiento que nunca por su tío el Tigre; odiado por su antiguo compañero el Peludo, desde la broma de la enlazada del potro; enemistado con la Tortuga, por culpa de la volcada de la carreta; mal con todo el mundo; pobre, y á pie, sin un tordillo (ñandú), ni un pangaré (venado), iba el narrador á entrar de lleno en el último episodio, cuando Asunción lo interrumpió, diciéndole:

—Güeno, déjate de rilaciones y sonseras, qu'el asao se está pasando.

—Aquí no más —propuso Casiano.

Y bien que ella encontrara la idea de su agrado, por no estar una vez de acuerdo, contestó:

—Eso es, ¡á lo chancho!

Y sacando el asador del fuego, lo clavó en la orilla del rescoldo, entre ella y su marido.

Comieron en silencio, á dedo, sin necesidad de plato ni tenedor, mascando con ruido la carne gorda y arrojando á Zorro y Barcino las costillas bien peladas ó el redondel de "contra el asador", que tiene mal gusto.

Concluida la cena, comenzó el mate amargo.

—Tata, cuente á Don Juan —pidió Lucio volviendo á ocupar su sitio; y la chiquita, todavía con una costilla en la mano, se arrimó callada.

Hubo que continuar la historia.

—Güeno —empezó—. "Don Juan había tenido que ganar las bagualas, y andaba mu pobre, tan pobre, que no tenía ni pa los vicios."

—¿Ni pa pitar? —preguntó Lucio.

—Ni pa pitar —respondió el padre con convicción; y el chico sonrió con orgullo á la idea de que él nunca había andado tan pobre.

—"Ansina iba una mañana por la costa de un arroyo, cuando vido venir á don Patricio, y encomensaron á platicar."

El gaucho guardó silencio un momento para chupar el cigarro; y notándolo apagado:

—Alcanse un tisón, vieja —dijo á su mujer.

—¡Pucha el hombre éste si es haragán! —exclamó ella— ¡toca el tisón con la pata y pide que se lo alcanse!

Se lo dió, sin embargo; y ya encendido el cigarro, Casiano reanudó el hilo de su relato, que se desarrollaba lleno de interés y era escuchado con admiración hasta por la terrible Sunsión.

Don Juan, después de múltiples peripecias, cedía á los ofrecimientos de su amigo, que quería llevarlo al Brasil sobre sus alas; camino seguro, sin peligro de ser sorprendidos por las policías, rápido como ningún otro, y, sobre todo, barato. Una vez pasada la frontera, el matrero se ingeniaría para vivir, y su generoso amigo regresaría á su pago contento con la buena acción llevada á cabo.

Don Juan se subió sobre don Patricio, éste abrió las alas y empezó á ascender, á ascender con creciente velocidad, hasta el punto de que su amigo, alarmado, lo interrogara:

—"¿Para qué tan alto, compadre?"

—"¡Pues pa que no nos baya á bombiar algún polecía y nos menee chumbo!"

La explicación no satisfizo del todo á don Juan; pero guardó silencio, mirando con ojos espantados la enorme distancia que lo separaba de la cuchilla —distancia que aumentaba por minutos de una manera alarmante—. Iba á interrogar otra vez á su peligroso vehículo cuanto generoso amigo, cuando éste, adelantándose á sus propósitos, detuvo el vuelo y hablóle así:

—"¿Se acuerda, amigo don Juan, de la trastada aquella que me hizo en tal ocasión?"

—"¡No hablemos de eso, amigo!" —se apresuró á decir el otro, disculpándose.

Y así continuaron un rato, el uno acusando, el otro defendiéndose y calculando que, que si el pérfido amigo lo largaba desde allá arriba, al dar en el suelo, su cuerpo iba á hacerse más pedazos que huevo sacudido por coletazo de lagarto.

El auditorio seguía ansioso las peripecias del drama, y cuando Casiano pintó á don Patricio fiero, iracundo, implacable, haciendo un brusco movimiento y lanzando al vacío á su enemigo para realizar así su cruel venganza, los labios se contrajeron y se dilataron las pupilas en una expresión de horror y angustia, que sólo desapareció con las carcajadas que produjo el último ardid intentado por don Juan.

Contaba la tradición —por boca del correntino— que cuando el Zorro iba cayendo, vio blanquear en el suelo una enorme piedra. "¡Me destrozo!" se dijo, y empezó á gritar con toda la fuerza de la desesperación:

—"Ladiate, piedra, porque sino te parto!"

Como es de suponerse, la piedra permaneció en su sitio y el héroe se destrozó sobre ella, con gran pena de Lucio y Cleta, quienes no perdieron la esperanza de verlo resucitar en otro cuento.

Asunción, que se había interesado hasta el punto de haber dejado enfriar el mate y apagar el pucho, pero que de ninguna manera se avenía á declararlo así, se levantó diciendo con desprecio:

—¡Baya!... ¡qué pabada! ¡Y una aquí como una sonsa escuchando con la boca abierta, en la crencia que era algo güeno! ¡Siempre el mesmo este ñandú!...

Después de un corto silencio, agregó:

—¿Vamos pal rancho?

—Vamos.

Y los cuatro salieron juntos, contentos, en una armonía bien poco frecuente.

Ya en el rancho, se acostaron los muchachos y el correntino se sentó en la cama para sacarse las botas. De pronto, Asunción —que andaba dando vueltas sin objeto por la pieza— dijo afectando indiferencia:

—Me había olvidao de decirte quién estuvo esta mañana.

—¿Quién?...

—El nación del hijo de don Esmil.

—El hijo de don Esmil no es nación.

—¿No? ¡pucha!... ¡es más atravesao que tranca'e corral!

—Güeno, ¿y qué andaba haciendo?

—Dice que iba pa lo 'e Pintos, á ver una majada que anda por comprar.

Al cabo de unos minutos, Casiano volvió á preguntar:

—¿Bino solo?

—Bino con un pión —respondió Asunción en voz baja.

—¿Qué pión?...

Ella quedó un rato indecisa, y luego, con rabia, como enojada consigo misma por haber titubeado:

—¡Con Salustiano! —dijo—, y se quedó mirando á su hombre cara á cara en fiera actitud de desafío.

Casiano, sentado en el borde de la cama, con la bota que se acababa de quitar en la mano, la observó un instante, alzó el largo brazo y descargó la bota sobre las costillas de la china con cuanta fuerza tenía, diciéndole irónicamente al mismo tiempo:

—¡Colgá en el clabo!

La pobre mujer se dobló, lanzó un bufido y, cuando pudo hablar, dio rienda suelta á su lengua incansable en insultos de todo género, mientras que su marido se desnudaba con toda calma, se metía en la cama, se abrigaba bien con el poncho de paño echado á manera de cobija, y volvía á encender el pucho para concluirlo antes de dormirse, como era su vieja y arraigada costumbre.

Al rato, entre bostezo y bostezo,

—Sigue la garuga —dijo—. ¡Lindo día nos ba hacer pa la parada de rodeo de mañana!

Asunción iracunda:

—¡Quiera Dios y la Virgen santísima —vociferó— que pegues una rodada y te se ponga el mancarrón de poncho y te haga saltar la bosta!...

El correntino rió con socarronería.

VI

Al día siguiente el campo estaba empapado, lo que hacia peligrosísimo trabajar en el rodeo. Sin embargo, era forzoso hacer un aparte, y los peones concurrieron temprano al punto señalado.

Estaba aclarando y los hombres trabajaban recelosos, sacudidos á cada instante por las costaladas y tropezones de sus caballos.

Casiano —que era un gran trabajador— iba y venía, bromeando, riendo, presagiando accidentes á los compañeros, y no tardó mucho en ver cumplido su pronóstico en quien lo deseaba con fe: Salustiano; el detestado Salustiano rodó al correr una vaca cerca del rodeo.

Los presentes festejaron la desgracia, y cuando el indio se levantó hosco y provocativo, Casiano lanzó una carcajada, diciéndole luego:

—¡Había sido parador el moso!

Salustiano odiaba á Casiano, pero le tenía miedo, y guardó silencio, esperando el desquite.

El correntino corría como un endemoniado, "con una suerte loca", que hacía la desesperación de su rival. Partía á escape, gritaba, gesticulaba, inclinaba ya á un lado, ya á otro, su cuerpo de gigante, hacía dar á su caballo vueltas bruscas en mitad de la carrera, y regresaba al rodeo con la res, altanero, el sombrero en la nuca, la sonrisa en el rostro, el arreador levantado en alto en señal de triunfo.

—Este correntino tiene Dios aparte —había dicho uno; y el indio Salustiano agregó entre dientes:

—A cada santo su día.

No tuvo que esperar mucho tiempo para ver satisfechos sus anhelos,

Varios peones corrían un novillo hosco de gran alzada y respetable cornamenta. Era ligero, los caballos de los perseguidores no daban, y Casiano, que tenía gran confianza en la rapidez de su "pangaré", pidió la bolada, cerró piernas y se lanzó como flecha por el peligroso cuesta abajo.

La peonada miró con ansia y pudo ver cómo el jinete alcanzaba la res, le hacía costado y, con asombrosa destreza, la traía al rodeo, cansada, rendida. Pero al entrar, al trote largo, en el peladar cubierto de una capa blanda y resbaladiza, el pangaré se dio vuelta de golpe arrojando lejos al amo, cuyo corpachón cayó de espaldas produciendo el ruido de un rancho que se desploma.

La risa fué general. Saiustiano preguntó con acento hiriente:

—¿Paró, don Casiano?

—Con lo ancho'el lomo! —replicó éste furioso, y se puso en pie para volver á montar. En ese momento las carcajadas resonaron con más fuerza: era que llevaba una bosta de vaca adherida á la espalda; lo que dio motivo al indio para gritarle irónicamente:

—¿Por qué no ata el fiambre al fiador, don Casiano? ¡Mire que lo va á perder!...

Casiano se quitó la inmundicia con el mango del arreador, y se fué derecho al indio en actitud amenazadora:

—¡Trompeta! —dijo alzando el palo.

Salustiano, muy pálido, echó mano al cuchillo; pero los compañeros intervinieron y la cosa no tuvo mayor trascendencia.

Sin embargo, cuando el correntino llegó á su rancho, iba con un mal humor poco común en él. Al llegar á la enramada para desensillar, le dio un moquete á Cleta —porque le había pisado un cojinillo—, que le hizo sangrar las pústulas de la cabeza.

A sus gritos acudió Asunción.

—¿Por qué le pegas á la criatura? —preguntó enconada.

Y él, tirando el basto contra el suelo:

—¡Amolá mucho y verás si hoy ba ser el día que te largue por un cañuto!

La china lo miró, dio media vuelta, sacudió la pollera en señal de desprecio, y fuese para la cocina cantando con su voz aguda y penetrante:


¡Cielo, cielito,
cielito del despampajo,
que si te saco el horcón
te se viene el rancho abajo!...


El correntino, manifiestamente "quemado", no contestó y siguió arreglando el recado. Luego refregó el lomo á su caballo, desenfrenó y largó.

Cuando entró á la cocina para almorzar, iba como toro embravecido. Su cuchillo, siempre muy afilado, cortaba trozos de asado que el gaucho masticaba con fuerza, haciendo mover todo el bosque de pelos de su barba. Tan irritado lo encontró Asunción, que, dominando sus ímpetus, se abstuvo de toda querella. Mas, así que la barriga se iba llenando, la tranquilidad iba invadiendo al gigante. Y á medida que aclaraba su rostro, naturalmente franco y bueno, la hiel circulaba por las carnes pobres, por los miembros escuálidos de la china. Á cada pregunta de Casiano contestaba con un descomedimiento, hasta llegar, camino ascendente, al esteral de sus insultos.

—¡No me calentes, Sunciónl —había dicho él una vez; y ella proseguía.

Eí gaucho tomaba mate y mordía el pucho, un pucho chiquito que le quemaba el bigote.

—Toma, pégamele un botón á este saco —dijo alargándoselo á la china.

—No tengo auja; se me ha roto el ojo del auja —contestó ella.

—¡Lo que vos no tenes es bergüenza!...

—¡Y lo que á vos te sobra es lengua, mancarrón sancocho!

—¡Sunsión!

—¡Andá, andá!...

—Sunsión!...

A cada palabra, la voz del correntino se hacía más ronca y amenazdaora. Su mujer comprendió el peligro; pero una vez lanzada en aquel camino, ya no podía retroceder. Al último ¡Sunsión!... de Casiano, había respondido furiosa:

—¡Anda á juntar bosta!

El correntino se levantó pálido y terrible como para fulminarla. Su cuerpo de atleta se irguió altanero con el orgullo del macho fuerte; su cabeza de potro, de potro cerril de largas crines enabrojadas, se alzó como herida de un latigazo; sus ojos tuvieron un relámpago de cólera sus poderosos dientes rechinaron con fuerza.

La mujer, espantada, retrocedió hasta dar con las espaldas contra el muro, y allí quedó con las manos crispadas, el rostro trastornado, los ojos fuera de las órbitas. Zorro, asustado, se interpuso ladrando.

El gigante se detuvo: la crisis sanguínea había pasado. Asunción estaba salvada.

Lucio, que estaba por cebar un mate, quedó con la caldera lavantada y la boca abierta, en cuclillas, al lado del fogón; mientras Cleta, movido el linfático rostro por una sonrisa triste de niño enfermo, miraba al coloso, encantada de verlo así, tan grande, tan bello.

Casiano se serenó rápidamente, y antes de que Asunción volviera de su estupor.

—Lucio —dijo— baya, monte á caballo y tráigame el escuro de su madre.

Y en seguida, dirigiéndose á la china:

—Y vos anda á hacer un atao de tuitas tus pilchas y apróntate pa volar.

Estas palabras fueron dichas con voz tranquila y calmosa; pero había en ellas tal firmeza y energía, que la china obedeció sin chistar.

Poco después, Asunción, vestida con su mejor vestido —uno de zaraza marrón con flores verdes— atado á la cabeza un pañuelo de seda multicolor y puesto el atado de ropa en el gancho de la montura, se disponía á partir para el pueblo, ignominiosamente arrojada de su rancho. Estaba más bien triste que enojada y no se atrevía á hablar una sola palabra, amedrentada con el recuerdo de la escena de la cocina.

Montó á caballo, sola, de un salto, como un macho; castigó y partió al trote, altiva, bien derecha en la silla y sin volver la cabeza ni decir adiós.

Había andado un corto trecho, cuando su marido la llamó.

—¡Ché! —dijo.

Ella detuvo la cabalgadura y volvió el rostro:

—¿Qué querés?

—Mándame del pueblo una mujer pa cuidar los muchachos.

Asunción quedó un momento indecisa; luego, con voz humilde:

—¿Cuánto bas á pagar? —dijo.

—Cuatro pesos.

Volvió á meditar, y en seguida con resolución:

—¡Y güeno! —exclamó— pagamelós á mí y yo me quedo.

Casiano, á su vez, quedó perplejo, asombrado con lo extraño, inesperado, absurdo de la proposición. Meditó, sonrió y preguntó con sorna:

—¿Como piona...?

—Como piona —replicó Asunción.

—Güeno, bájate.

Ella se acercó, desmontó, y, tomando el atado, se dirigía al rancho.

—No —gritó Casiano—, pay no; de piona... ¡la piona va á la cocina!

Persecución

Era durante la revolución de Aparicio, en el año 1870.

Un pelotón de caballería colorada, grupo heterogéneo formado á raíz de una dispersión, había hecho alto, al caer la tarde, para "churrasquear" y al mismo tiempo dar un "resuello" á los caballos, fatigados tras ruda jornada de diez horas de marcha precipitada y continua.

Empapada por una lluvia fría y pertinaz que no había cesado desde la víspera; muerta de fatiga á causa del trotar apresurado y sin tregua durante un día entero; llena de lodo, tiritando de frío y con la barriga vacía, la tropa había hecho alto en una pequeña loma, junto á un monte, desde la cual, á la luz escasa del crepúsculo, se divisaba toda la pequeña zona limitada por un arroyo á la derecha, por otro arroyo á la izquierda y por el río Negro al fondo.

Los caballos, con el vientre y las patas negras de lodo, triscaban el pasto húmedo, atados á soga, con maneadores, al tronco de los pequeños talas que crecían aislados, ya casi fuera del monte.

Los hombres, medio desnudos, descalzos casi todos, recogido el "chiripá" y remangados los calzoncillos hasta encima de la rodilla, caminaban apresurados por sobre pajas y espinas, procurándose ramas secas para encender el fuego; lo que conseguían con gran trabajo.

A poco los "churrascos" se tostaban en las brasas, sin parrilla ni asador, y los soldados, en cuclillas alrededor de los fogones, los iban comiendo, sin pan y sin sal, á medida que se iban asando.

La noche avanzaba. Veíase en la orna desierta y negra la línea sombría del monte inmediato; y con la luz de los fogones, cuyas llamas crecían y decrecían, combatidas por la llovizna ó avivadas á soplidos por los gauchos, se divisaban la tropa silenciosa, los bultos negros de los caballos, y de trecho en trecho, como centinelas inmóviles, las largas lanzas clavadas en el suelo, flotantes las banderolas rojas, que en la sombra aparecían negras.

La inmensa fatiga que relaja el músculo y embota el espíritu, quitó á aquellos soldados esa verba infatigable y ese hábito de broma y de chacota que caracteriza al gaucho, acostumbrado á reir hasta en el infierno mismo de los "entreveros", acompañando con chuscadas cada uno de sus terribles botes de lanza.

Todo era sombrío y triste en aquella inmensidad misteriosa, en aquel campo donde la lluvia, fina y continua, producía un ruido sordo al caer sobre los pequeños pozos hechos por el pie de las bestias en la tierra blanda; en aquel monte negro, donde los yatays se erguían como gigantes enlutados; en aquel cielo en cuyo manto oscuro ni siquiera se veía el brillar fugitivo de un relámpago; en aquellos hombres semi-desnudos que se presentían, más que se veían, hambrientos y fatigados, engullendo grandes trozos de carne simplemente calentada; en aquellas pequeñas llamas ondulantes que en vano intentaban rasgar la espesa tiniebla; en aquel murmullo sordo que brotaba del bosque y crecía con el monótono gritar de ranas y otras sabandijas, y el chocar de las hojas, y el masticar de los caballos, y el crepitar de las ramas húmedas al arder en los fogones; y, por fin, en aquellas lanzas, culebras del odio, derechas, rígidas, mirando al cielo, como si pidieran con muda plegaria pechos humanos pora calentar sus negros rejones.

Separados de la tropa, á corta distancia, dos hombres, de pie, hablaban.

—Capitán —decía uno de ellos—, esos hombres se nos van á dir; vamo á marchar.

Su voz era agria y denotaba impaciencia.

El otro, con acento reposado y frase correcta:

—No se apure, teniente —replicó. Y luego con tono de fastidio:

—¿Usted cree que los hombres son de fierro? —agregó—. Hace dos días y dos noches que andamos á mata-caballos, sin comer y sin dormir, y todo, ¿para qué? ¡Para dar caza á un hombre que lo ha ofendido!

—Yo no lo he llamao á usted, capitán Larrosa —exclamó el teniente con entonación airada—; si usted quiere seguirme, bien, y si no, es dueño de quedarse.

Y dicho esto, se alejó lentamente y fué marchando en la oscuridad, derecho hasta donde pastaba su caballo; recogió el maneador, enfrenó, y con voz enérgica y breve,

—¡Muchachos, á ensillar! —gritó.

Silenciosos, estirando las piernas con pereza, los soldados abandonaron los fogones y fueron en busca de sus respectivos caballos.

El capitán quedó solo, inmóvil, con los brazos cruzados, torvo y ceñudo. Hombre educado, militar de escuela, llevado por los azares de la guerra civil á compartir la suerte de un oficialejo gaucho, sentíase humillado y renegaba de aquella guerra inclemente, de aquel poema del odio que se continuaba sin término, sin razón y sin objeto —sin que le fuera dable apartarse de su curso.

Al amanecer, tras de una noche horrible de sangrienta derrota, se encontró con una partida de compañeros que mandaba el teniente Nieto; y aislado, solo, sin conocer el paraje, sin saber adonde dirigirse, se unió al caudillo y marchó. Marchó días y noches sin comer, sin dormir, sin descansar; inconsciente de todo, ignorando adonde iban y á qué iban.

El teniente Nieto era un paisano de cuarenta años, viejo lobo huraño y malhumorado que hablaba pocas veces, no reía jamás y daba órdenes gruñendo, como perro mimoso. Era un león en la pelea, á la cual iba contento; y si se le preguntaba cuáles eran sus ideales y por qué motivo se batía, enarcaba las espesas cejas entrecanas y señalaba la divisa roja, muy ancha, que ocupaba casi toda la copa del gacho.

Esa cinta descolorida por la lluvia y el sol, y ennegrecidas las letras bordadas con hilo de oro, que formaban el lema iracundo, simbolizaba la patria, la libertad, las amistades, los intereses; todo revuelto y confuso, informe é indefinido. Torrente impetuoso que arrastra entre sus aguas espumosas animales y plantas, y piedras, y arenas, y trozos de ribera; materias inertes que ruedan sin resistencia, y seres vivos que luchan, gimen, imploran, pero son también sumergidos y llevados entre los mil brazos de la corriente hacia un desagüe desconocido.

Esa divisa era el torrente, cuyos orígenes perdíanse en las escabrosidades misteriosas y oscuras de la tradición; era la onda turbia y bravía deslizándose con estrépito infernal, á la manera de un dios ciego que marcha sin norte, insensible é implacable.

Por eso fueron inútiles todas las observaciones que el joven capitán —sin autoridad y sin prestigio en un medio que no era el suyo— hiciera para convencer al airado montonero.

¿Por qué cambiar de rumbo, dejar la ruta que, á pocas jomadas, debía conducirlos al ejército y obstinarse en la persecución de tres hombres que no significaban nada para el triunfo de la causa que defendían?

Por toda respuesta, el gaucho había dicho que aquellos hombres lo habían ofendido y que no cejaría hasta darles alcance; y que había de buscarlos por lomas, por llanos, por sierras y por bosques; en los pajonales donde habitan apenas, y en los "potreros" donde se refugian los toros alzados y las yeguadas cerriles, y en las cuevas donde duerme el jaguareté, y en las salamancas donde anida el ñacurutú.

Dijo esto con entonación colérica, echando el sombrero á la nuca, agitando el brazo derecho y oprimiendo el arreador de mango de coronilla, cuyas virolas de plata sonaban con el brusco sacudimiento.

Después había vuelto á echarse el sombrero sobre los ojos, aplastando la crin negra y ondeada; y el arreador ya no se movía sino para castigar el caballo, insensible á los golpes del talón.

Vencido una vez más, palpando su impotencia, el joven capitán fué en busca de su caballo y ensilló rápidamente. Cuando montó, ya la columna estaba en marcha.

Durante un rato siguió solo, callado, pensativo, teniendo por guía la masa negra que marchaba delante y el ruido sordo del pisar de las bestias aplastando achiras y juncos, caraguatás y pipirís. De cuando en cuando, el viento, que soplaba de frente, traíale frases hirientes para él, pronunciadas por los soldados de retaguardia.

—Ché, el cajetilla se queda atrás —dijo uno.

Y otro agregó:

—Andará por pegar la sentada.

—Dice que es más colorao que raíz charrúa.

—Pueda ser; pero pa mi gusto anda asustao. Mancarrón viejo no come putuy, y el mosito se pinchó y anda mesquiniando la oreja.

Entonces el joven, humillado y colérico, picó espuelas al caballo, flanqueó la columna y fué silenciosamente á colocarse al lado del jefe.

Así marcharon un rato, uno al lado del otro, sin decirse una palabra. El gaucho fué el primero en hablar.

—¿Ve aquella cosa oscura allá abajo? Es el río Negro.

El joven no replieó, y Nieto, sin hacer caso de su silencio, continuó:

—Y esta otra, á la derecha, es el Zapallar; y acá, á la izquierda, donde campamos, es el Sauce.

Después de un corto silencio siguió hablando de este modo:

—El Zapallar y el Sauce hacen barra allí, cuasi juntos, y hay una picada. Es fiera, porque tuito es bañao; pero se pasa. Siguro, ellos pasaron por ahí. Y han de haber rumbiao al norte, por la cuchilla de Caraguatá. Nos vamos á encontrar con ellos.

El joven, á pesar de su disgusto, sentía deseos de saber quiénes eran los perseguidos, y por qué los perseguía el teniente Nieto, juzgando que algún drama se ocultaba bajo el fiero rencor del guerrillero.

—¿Y quiénes son esos hombres? —preguntó después de un largo silencio.

—Uno, el que yo quiero agarrar, es el capitán Farías. Los otros dos no lo sé —replicó el gaucho con voz rencorosa.

—¿Y se puede saber por qué lo quiere agarrar al capitán Farías?

—Primero, porque es blanco; y pa mí, blanco y perro es la mesma cosa. Y dispués...

—¿Después?

—Dispués, porque tengo que arreglarle una cuenta —dijo el gaucho tornándose más sombrío aún.

Luego continuó:

—Cuando "los" fuimos á servir al gobierno, y "los" redotaron en el Cerro, este trompeta hijo e perra pasó con una partida por Tupambae y me asaltó la casa. Entonces se limpió las manos en mi china, y dispués le pegó juego al rancho y se alzó con mi tropilla de bayos.

Por eso... ¡Cuidao! hemos llegao á la picada. Pase atrás mío y afloje la rienda.

Con dificultad vadearon el río Negro, y ya en la otra margen, la marcha continuó en silencio, porque el joven, conmovido con el rápido relato del teniente, no sabía qué hacer ni qué decir. Empezaba á comprender que el gaucho tenía su parte de razón y presentía lo que esperaba al fugitivo si se le daba alcance.

El viento frío de la represalia le soplaba en las espaldas presagiando torturas. El torrente proseguía su loca excursión hacia el desagüe ignoto, y las víctimas irían cayendo una tras otra, rodando indefensas entré las aguas turbias y espumosas.

Amaneció. La tropa llegó á una estancia donde abundaban los perros y faltaba la gente. Un viejo octogenario, único hombre que había quedado en el establecimiento, se acercó temblando, mientras dos mujeres y medía docena de chicuelos harapientos lloraban en un rincón del amplio patio cubierto de hierbas —yuyo colorado, borraja y cepacaballo— que crecían lozanas, demostrando abandono, desolación y ruina.

No se consiguieron caballos, pero se supo que los fugitivos estaban cerca, que habían pasado esa noche con los "matungos aplastados".

Siguió la marcha. Al cabo de un rato el ojo de águila del teniente distinguió tres jinetes subiendo una loma. Aparó el trote; el capitán y tres soldados, los mejor montados, lo acompañaron. A la media hora, los perseguidos, que habían visto la fuerza enemiga é iban con las cabalgaduras cansadas, estaban á tiro de pistola.

Habían ganado una loma extensa, la cuchilla de Caraguatá, y no había quebradas ni arroyos próximos. El capitán, profundamente abatido, siguió galopando al lado de Nieto, sin hacer nada por disuadirlo de su empeño, convencido de que no existía antemural capaz de detener el desborde de la pasión exacerbada, la fiebre de venganza que hacía arder el cerebro inculto del gaucho.

Dejó andar las cosas.

Perseguidos y perseguidores emprendieron el galope. De los primeros, dos iban adelante, uno quedó atrás.

—El de atrás es Farías —gruñó Nieto con la satisfacción del tigre que olfatea la presa. Frunciendo el ceño y tomando las bridas con los dientes, echó mano á su pistola brasilera de dos largos cañones de bronce. Espoleó al caballo, tendió el brazo é hizo fuego: la bala se clavó en la tierra sin alcanzar al perseguido. Volvió á tirar, con igual resultado. Entonces cargó de nuevo el arma, bien cargada, hasta la boca, con seis "cortados" en cada caño; y sin cesar el galope, fué arrojando la sobrecincha, los cojinillos, la cincha, el basto, la carona, las jergas, hasta quedar "en pelo". El animal, aliviado en su peso, ganó distancia, dejando al capitán á varios metros y á la tropa muy lejos.

Farías, con el cuerpo echado sobre el cuello del caballo, huía sin volver la cabeza, en tanto que el teniente se acercaba cada vez más. Este había arrojado la lanza, y de nuevo hizo fuego, sin dar en el blanco.

Inmensa griteria brotaba del grupo: siniestras amenazas lanzaban los soldados, que en vano castigaban recio á las cabalgaduras, ansiosos de tomar parte en la venganza. Semejaban excitada jauría ladrando frenética á la res transida que galopa sin esperanza, mirando con inmensa pena la dilatada loma sin guaridas y el claro cielo sin sombras.

El mozo sintió rabia y vergüenza: hubiera querido estar al lado del fugitivo y morir allí antes que presenciar la iniquidad.

—¡Teniente, teniente! —gritó, desesperado, haciendo esfuerzos para alcanzarlo. Pero el gaucho, en el paroxismo del odio, víctima de las iracundias nativas, impelido por el instinto, era la bestia humana enfurecida que muere ó mata ineludible, fatalmente.

Lanzó una interjección espantosa, mientras pasó la pistola á la mano izquierda y desató las boleadoras que llevaba en la cintura. En el momento en que las revoleaba por encima de la cabeza, el fugitivo tendió el brazo y disparó su pistola. La bala, lanzada sin rumbo, hirió en medio del pecho al caballo de Nieto, y el noble bruto dio un salto, dobló las manos y cayó pesadamente.

El gaucho estuvo en el suelo antes que su caballo, y vio rodar, con las boleadoras enroscadas en las patas, al zaino de Farías, dejando á éste debajo. Entonces corrió, con el facón en la mano, dando brincos de felino y profiriendo amenazas. Cuando, al rato, el capitán llegó hasta allí, pudo ver á la víctima degollada "de oreja á oreja", revolcándose en convulsiones espantosas, en medio de un charco de sangre.

La venganza estaba consumada.

Mudo de terror, el joven quedó como petrificado, mirando con asombro á Nieto, quien, sentado tranquilamente en el suelo, estaba picando tabaco con el facón, cuya hoja, mal limpiada en las ropas del muerto, aun conservaba sangre.

Los amores de Bentos Sagrera

Cuando Bentos Sagrera oyó ladrar los perros, dejó el mate en el suelo, apoyando la bombilla en el asa de la caldera, se puso de pie y salió del comedor apurando el paso para ver quién se acercaba y tomar prontamente providencia.

Era la tarde, estaba oscureciendo y un gran viento soplaba del Este arrastrando grandes nubes negras y pesadas, que amenazaban tormenta. Quien á esas horas y con ese tiempo llegara á la estancia, indudablemente llevaría ánimo de pernoctar; cosa que Bentos Sagrera no permitía sino á determinadas personas de su íntima relación. Por eso se apuraba, á fin de llegar á los galpones antes de que el forastero hubiera aflojado la cincha á su caballo, disponiéndose á desensillar. Su estancia no era pesada, ¡canejo! —lo había dicho muchas veces; y el que llegase, que se fuera y buscase fonda, ó durmiera en el campo, ¡que al fin y al cabo dormían en el campo animales suyos de más valor que la mayoría de los desocupados harapientos que solían caer por allí demandando albergue!

En muchas ocasiones habíase visto en apuros, porque sus peones, más bondadosos —¡claro, como no era de sus cueros que habían de salir los marcadores!—, permitían á algunos desensillar; y luego era ya mucho más difícil hacerles seguir la marcha.

La estancia de Sagrera era uno de esos viejos establecimientos de origen brasileño, que abundan en la frontera y que semejan cárceles ó fortalezas. Un largo edificio de paredes de piedra y techo de azotea; unos galpones, también de piedra, enfrente, y á los lados un alto muro con sólo una puerta pequeña dando al campo. La cocina, la despensa, el horno, los cuartos de los peones, todo estaba encerrado dentro de la muralla.

El patrón, que era un hombre bajo y grueso, casi cuadrado, cruzó el patio haciendo crujir el balasto bajo sus gruesos pies, calzados con pesadas botas de becerro colorado. Abrió con precaución la puertecilla y asomó su cabeza melenuda para observar al recién llegado, que se debatía entre una majada de perros, los cuales, ladrando enfurecidos, le saltaban al estribo y á las narices y la cola del caballo, haciendo que éste, encabritado, bufara y retrocediera.

—¡Fuera, cachorros! —repitió varias veces el amo, hasta conseguir que los perros se fueran alejando, uno á uno, y ganaran el galpón gruñendo algunos, mientras otros olfateaban aún con desconfianza al caballero, que, no del todo tranquilo, titubeaba en desmontar.

—Tiene bien guardada la casa, amigo don Bentos —dijo el recién llegado.

—Unos cachorros criados por divertimiento —contestó el dueño de casa con marcado acento portugués.

Los dos hombres se estrecharon la mano como viejos camaradas; y mientras Sagrera daba órdenes á los peones para que desensillaran y llevaran el caballo al potrero chico, éstos se admiraban de la extraña y poco frecuente amabilidad de su amo.

Una vez en la espaciosa pieza que servía de comedor, el ganadero llamó á un peón y le ordenó que llevara una nueva caldera de agua; y el interrumpido mate amargo continuó.

El forastero, don Brígido Sosa, era un antiguo camarada de Sagrera, y, como éste, rico hacendado. Uníalos, más que la amistad, la mutua conveniencia, los negocios y la recíproca consideración que se merecen hombres de alta significación en una comarca.

El primero poseía cinco suertes de estancia en Mangrullo, y el segundo era dueño de siete en Guasunambí, y pasaban ambos por personalidades importantes y eran respetados, ya que no queridos, en todo el departamento y en muchas leguas más allá de sus fronteras. Sosa era alto y delgado, de fisonomía vulgar, sin expresión, sin movimiento: uno de esos tipos rurales que han nacido para cuidar vacas, amontonar cóndores y comer carne coa "fariña".

Sagrera era más bien bajo, grueso, casi cuadrado, con jamones de cerdo, cuello de toro, brazos cortos, gordos y duros como troncos de coronilla; las manos anchas y velludas, los pies como dos planchas, dos grandes trozos de madera. La cabeza pequeña poblada de abundante cabello negro, con algunas, muy pocas, canas; la frente baja y deprimida, los ojos grandes, muy separados uno de otro, dándole un aspecto de bestia; la nariz larga en forma de pico de águila; la boca grande, con el labio superior pulposo y sensual apareciendo por el montón de barba enmarañada.

Era orgulloso y altanero, avaro y egoísta, y vivía como la mayor parte de sus congéneres, encerrado en su estancia, sin placeres y sin afecciones. Más de cinco años hacía de la muerte de su mujer, y desde entonces él solo llenaba el caserón, en cuyas toscas paredes retumbaban á todas horas sus gritos y sus juramentos. Cuando alguien le insinuaba que debía casarse, sonreía y contestaba que para mujeres le sobraban con las que había en su campo, y que todavía no se olvidaba de los malos ratos que le hizo pasar el "diablo de su compañera".

Algún peón que lo oía, meneaba la cabeza y se iba murmurando que aquel "diablo de compañera" había sido una santa y que había muerto cansada de recibir puñetazos de su marido, á quien había aportado casi toda la fortuna de que era dueño.

Pero como estas cosas no eran del dominio público y quizás no pasaran de murmuraciones de cocina, el ganadero seguía siendo un respetable señor, muy digno de aprecio, muy rico, y aunque muy bruto y más egoísta, capaz de servir, al ciento por ciento, á algún desgraciado vecino.

Sosa iba á verlo por un negocio, y proponiéndose grandes ganancias, el hacendado de Guasunambí lo agasajaba de todas maneras.

Ofrecióle en la cena puchero con "pirón", guiso de menudos con "fariña" y un cordero, gordo como un pavo cebado, asado al asador y acompañado de galleta y fariña seca; porque allí la fariña se comía con todo y era el complemento obligado de todos los platos. Y como extraordinario, en honor del huésped se sirvió una "canjica con leite", que, según la expresión brasileña, "si é fejou con toucinho é muito bom: ella borra tudo"

Afuera, el viento que venía desde lejos, saltando libre sobre las cuchillas peladas, arremetió con furia contra las macizas poblaciones, y emprendiéndola con los árboles de la huerta inmediata, los cimbró, los zamarreó hasta arrancarles las pocas hojas que les quedaban, y pasó de largo, empujado por nuevas bocanadas que venían del Este, corriendo á todo correr.

Arriba, las nubes se rompían con estruendo y la lluvia latigueaba las paredes del caserón y repiqueteaba furiosamente sobre los techos de cinc de los galpones.

En el comedor, Sagrera, Sosa y Pancho Castro —este último, capataz del primero— estaban de sobremesa, charlando, tomando mate amargo y apurando las copas de caña que el capataz escanciaba sin descanso.

Pancho Castro era un indio viejo, de rostro anguloso y lampiño, y de pequeños ojos turbios semiescondidos entre los arrugados párpados. Era charlatán y amigo de cuentos, de los cuales tenía un repertorio escaso, pero que repetía siempre con distintos detalles.

—¡Qué modo de yober! —dijo—. Esto me hace acordar una ocasión, en la estancia del finao don Felisberto Martínez, en la costa el Tacuarí...

—¡Ya tenemos cuento! —exclamó Sagrera; y el viejo, sin ofenderse por el tono despreciativo del estanciero, continuó muy serio:

—¡Había yobido! ¡Birgen santísima! El campo estaba blanquiando; tuitos los bañaos yenos, tuitos los arroyos campo ajuera, y el Tacuarí hecho un mar...

Se interrumpió para cebar un mate y beber un trago de caña; luego prosiguió:

—Era una noche como ésta; pero entonces mucho más fría y mucho más escura, escurasa: no se bía ni lo que se combersaba. Habíamo andao tuita la nochesita recolutando la majada que se nos augaba por puntas enteras, y así mesmo había quedao el tendal. Estábamo empapaos cuando ganamo la cosina, onde había un juego que era una bendisión e Dios. Dispué que comimo "los" pusimo á amarguiar y á contá cuentos. El biejo Tiburcio... usté se ha de acordá del biejo Tiburcio, aquel indio de Tumpambá, grandote como un rancho y fiero como un susto á tiempo...! ¡Pucha hombre aquél que domaba laindo! Sólo una ocasión lo bidé asentar el lomo contra el suelo, y eso jué con un bagual picaso del finao Manduca, que se le antojó galopiar una mañanita que había yobido á lo loco, y jué al ñudo que...

—Bueno, viejo —interrumpió Sosa con marcada impaciencia—, deje corcobiando al bagual picaso y siga su cuento.

—Dejuro nos va á salir con alguno más sabido que el bendito —agregó don Bentos.

—Güeno, si se están riyendo dende ya, no cuento nada —dijo el viejo, atufado.

—¡Pucha con el basilisco! —exclamó el patrón; y luego, sorbiendo media copa de caña, se repantigó en la silla y agregó:

—Puesto que el hombre se ha empacao, yo voy á contar otra historia.

—Vamos á ver esa historia —contestó Sosa; y don Pancho murmuró al mismo tiempo que volvía á llenar las copas:

—¡Bamo á bé!

El ganadero tosió, apoyó sobre la mesa la mano ancha y velluda como pata de mono, y comenzó así:

—Es un suseso que me ha susedido. Hase de esto lo menos unos catorse ó quinse años. Me había casao con la finada, y me vine del Chuy á poblar acá, porque estos campos eran de la finada cuasi todos. Durante el primer año yo iba siempre al Chuy pa vigilar mi establecimiento y también pa...

Don Bentos se interrumpió, bebió un poco de caña, y después de sorber el mate que le alcanzaba el capataz, continuó:

—Pa visitar una mujersita que tenía en un rancho de la costa.

—Ya he oído hablar de eso —dijo Sosa—. Era una rubia, una brasilera.

—Justamente. Era la hija de un quintero de Yaguarón. Yo la andube pastoriando mucho tiempo; pero el viejo don Juca, su padre, la cuidaba como caballo parejero y no me daba alse pa nada. Pero la muchacha se había encariñao de adeberas, y tenía motivos, porque yo era un moso que las mandaba arriba y con rollos, y en la cancha que yo pisaba no dilataba en quedar solo.

El viejo quería casarla con un estopor empleao de la polesía, y como colegí que á pesar de todas las ventajas la carrera se me iba haciendo peluda, y no quería emplear la fuerza —no por nada, sino por no comprometerme—, me puse á cabilar. ¡Qué diablo! Yo tenía fama de artero y esa era la ocasión de probarlo. Un día que había ido de visita á casa de mi amigo Monteiro Cardoso, se me ocurrió la jugada. Monteiro estaba bravo porque le habían carniao una vaca.

—¡Este no es otro que el viejo juca! —me dijo.

El viejo Juca estaba de quintero en la estancia del coronel Fortunato, que lindaba con la de Monteiro, y á éste se le había metido en el mate que el viejo lo robaba. Yo me dije: "¡ésta es la mía!" y contesté en seguida:

—Mire, amigo, yo creo que ese viejo es muy ladino, y sería bueno hacer un escarmiento.

Monteiro no deseaba otra cosa, y se quedó loco de contento cuando le prometí yo mismo espiar al quintero y agarrarlo con las manos en el barro.

Así fué: una noche, acompañao del pardo Anselmo, le matamos una oveja á Monteiro Cardoso y la enterramos entre e maizal del viejo Juca. Al otro día avisé á la polecía: fueron á la güerta y descubrieron el pastel. El viejo gritaba, negaba y amenazaba; pero no hubo tutía: lo maniaron no más y se lo llevaron á la sombra dispués de haberle sobao un poco el lomo con los corbos.

Sonrió Bentos Sagrera, cruzó la pierna derecha, sosteniendo el pie con ambas manos; tosió fuerte y siguió:

—Pocos días dispués fui á casa de juca y encontré á la pobre Nemensia hecha un mar de lágrima brava contra el bandido de Monteiro Cardoso, que había hecho aquello por embromar á su pobre padre.

Le dije que había ido para consolaría y garantirle que iba á sacarlo en libertad... siempre que ella se portara bien conmigo. Como á la rubia le gustaba la pierna...

—Mesmamente como en la historia que yo iba á contá, cuando el finao Tiburcio, el domado... —dijo el capataz.

—No tardó mucho en abrir la boca pa decir que sí —continuó don Bentos interrumpiendo al indio—. La llevé al rancho que tenía preparao en la costa, y conversamos, y...

El ganadero cortó su narración para beber de nuevo, y en seguida, guiñando los ojos, arqueando las cejas, continuó contando, con la prolijidad comunicativa del borracho, todos los detalles de aquella noche de placer comprada con infamias de perdulario. Después rió con su risa gruesa y sonora y continua como mugido de toro montaraz.

Una inmensa bocanada de viento entró en el patio, azotó los muros de granito, corrió por toda la muralla alzando á su paso cuanta hoja seca, trozo de papel ó chala vieja encontró sobre el pedregullo, y luego de remolinear en giros frenéticos y dando aullidos furiosos, buscando una salida, golpeó varias veces, con rabia, con profundo encono —cual si quisiera protestar contra el lúbrico cinismo del ganadero— la sólida puerta del comedor, detrás de la cual los tres ebrios escuchaban con indiferencia el fragor de la borrasca.

Tras unos minutos de descanso, el patrón continuó diciendo:

—Por tres meses la cosa marchó bien, aunque la rubia se enojaba y me acusaba de dilatar la libertad del viejo; pero dispués, cuando lo largaron á éste y se encontró con el nido vacío, se propuso cazar su pájara de cualquier modo y vengarse de mi jugada. Yo lo supe; llevé á Nemensia á otra jaula y esperé. Una noche me agarró de sopetón, cayendo á la estancia cuando menos lo esperaba. El viejo era diablo y asujetador, y como yo, naturalmente, no quería comprometerme, lo hice entretener con un pión y me hice trair un parejero que tenía á galpón, un tubiano...

—Yo lo conocí —interrumpió el capataz—; era una maula.

—¿Qué? —preguntó el ganadero, ofendido.

—Una maula; yo lo bidé cuando dentro en una penca en el Cerro; corrió con cuatro estopores... y comió cola las tresientas baras.

—Por el estado, que era malo.

—Porque era una maula —continuó con insistencia el capataz—; no puede negá el pelo... ¡tubiano!...

—Siga, amigo, el comento, que está lindo —dijo Sosa para cortar la disputa.

Y don Bentos, mirando con desprecio al indio viejo, prosiguió diciendo:

—Pues ensillé el tubiano, monté, le bajé la bandera y fui á dar al Cerro-Largo, dejando al Viejo Juca en la estancia, bravo como toro que se viene sobre el lazo. Dispués me fui pa Montevideo, donde me entretuve unos meses, y di'ay que yo no supe cómo fuá que lo achuraron al pobre diablo. Por allá charlaban que habían sido mis muchachos, mandaos por mí; pero esto no es verdá...

Hizo don Bentos una mueca cínica, como para dar á entender que realmente era el asesino del quintero, y siguió, tranquilo, su relato.

—Dispués que pasaron las cosas, todo quedó otra vez tranquilo. Nemensia se olvidó del viejo; yo le hice creer que había mandao decir unos funerales por el ánima del finao, y ella se convensió de que yo no era cumple de nada. Pero, amigo, usté sabe que petiso sin mañas y mujer sin tachas no ha visto nadies tuavía!... La rubia me resultó selosa como tigra resién parida y me traía una vida de perros, jeringando hoy por esto y mañana por aquello.

—Punto por punto como la ñata Grabiela en la rilasión que yo iba á haser —ensartó el indio, dejando caer la cabeza sobre el brazo que apoyaba en la mesa.

Don Bentos aprovechó la interrupción para apurar el vaso de alcohol, y después de limpiarse la boca, continuó, mirando á su amigo:

—¡Pucha si era selosa! Y como dejuro yo le había aflojao manija al prinsipio, estaba consentida á más no poder, y de puro quererme empesó á fastidiarme lo mismo que fastidia una bota nueva. Yo tenía, naturalmente, otros gallineros donde cacarear —en el campo no más, aquella hija de don Gumersindo Rivero, y la hija del puestero Soria, el canario Soria, y Rumualda, la mujer del pardo Medina...

—¡Una manadita flor! —exclamó zalameramente el visitante; á lo que Sagrera contestó con un

—¡Eh! —de profunda satisfacción.

Y reanudó el hiio de su cuento.

—Cuasi no podía ir al rancho: se volvía puro llorar y puro echarme en cara lo que había hecho y lo que no había hecho, y patatrís y patatrás, ¡como si no estuviera mejor conmigo que lo que hubiera esíao con el polecía que se iba á acollarer con ella, y como si no estuviera bien paga con haberle dao población y con mandarle la carne de las casas todos los días, y con tas lecheras que le había emprestao y los caballos que le había regalao!... ¡No, señor; nada! Que "cualquier día me voy á alsar con el primero que llegue..." Que "el día menos pensao me encontrás augada en la laguna..." Y esta música todas las veces que llegaba y hasta que ponía el pie en el estribo al día siguiente, pa irme. Lo pior era que aquella condenada mujer me había ganao el lao de las casas, y cuando, muy aburrido, le calentaba el lomo, en lugar de enojarse, lloraba y se arrastraba y me abrasaba las rodillas y me acarisiaba, lo mismo que mi perro overo Itacuaitiá cuando le doy unos rebencasos. Más le pegaba y más humilde se hasía ella; hasta que al fin me entraba lástima y la alsaba y la acarisiaba, con lo que ella se ponía loca de contenta. ¡Lo mismo, esatamente lo mismo que Itacuaitiá!... Así las cosas, la mujer tuvo un hijo, y dispués otro, y más dispués otro, como pa aquerensiarme pa toda la vida. Y como ya se me iban poniendo duros los caracuses, me dije: lo mejor del caso es buscar mujer y casarse, que de ese modo se arregla todo y se acaban las historias. Cuando Nemensia supo mi intensión, ¡fuá cosa bárbara! No había modo de consolarla, y sólo pude conseguir que se sosegase un poco prometiéndole pasar con ella la mayor parte del tiempo. Poco dispués me casé con la finada y nos vinimos á poblar en este campo. Al prinsipio todo iba bien y yo estaba muy contento con la nueva vida. Ocupao en la costrusión de esta casa —que al prinsipio era unos ranchos no más—; entusiasmao con la mujersita nueva, y en fin, olvidado de todo con el siempre estar en las casas, hiso que no me acordara pa nada de la rubia Nemensia, que había tenido cuidao de no mandarme desir nada. Pero al poco tiempo la muy oveja no pudo resistir y me mandó desir con un pión de la estansia que fuera á cumplir mi palabra. Me hise el sonso: no contesté; y á los cuatro días, ya medio me había olvidao de la rubia, cuando resibí una esquela amenasándome con venir y meter un escándalo si no iba á verla. Comprendí que era capas de haserlo, y que si venía y la patrona se enteraba, iba á ser un viva la patria. No tuve más remedio que agachar el lomo y largarme pa el Chuy, donde estuve unos cuantos días. Desde entonces seguí viviendo un poco aquí y un poco allá, hasta que —yo no sé si porque se lo contó algún lengua larga, que nunca falta, ó porque mis viajes repetidos le dieron que desconfiar— la patrona se enteró de mis enredos con Nemensia y me armó una que fué como disparada da novillos chúcaros á media noche y sin luna. Si Nemensia era selosa, la otra, ¡Dios nos asista!... Sermón aquí, responso allá, me tenía más lleno que bañao en invierno y más desasosegao que animal con bichera. Era al ñudo que yo le hisiera comprender que, si no era Nemensia, sería otra cualesquiera, y que no tenía más remedio que seguir sinchando y avenirse con suerte, porque yo era hombre así y así había de ser. ¡No, señor!... La brasilera había sido de mal andar, y cuando me le iba al humo corcobiaba y me sacudía con lo que encontraba. Una vez cuasi me sume un cuchillo en la pansa porque le di una cachetada. ¡Gracias á la cuerpiada á tiempo, que si no me churrasquea la indina! Felismente esto duró poco tiempo, porque la finada no era como Nemensia, que se contentaba con llorar y amenasarme con tirarse á la laguna: la patrona era mujer de desir y haser las cosas sin pedir opinión á nadies. Si derecho, derecho; si torsido, torsido: ella enderesaba no más y había que darle cancha como á novillo risién capao. Pasó un tiempo sin desirme nada; andubo cabilosa, seria, pero entonces mucho más buena que antes pa conmigo, y como no me chupo el dedo y maliseo las cosas siempre bien, me dije: la patrona anda por echarme un pial; pero como á matrero y arisco no me ganan ni los baguales que crían cola en los espinillales del Rincón de Ramírez, se va á quedar con la armada en la mano y los rollos en el pescueso. Encomensé á bicharla, siempre hasiéndome el sorro muerto y como si no desconfiara nada de los preparos que andaba hasiendo. No tardé mucho en colegirle el juego, y... ¡fíjese, amigo Sosa, lo que es el diablo!... ¡me quedé más contento que si hubiera ganao una carrera grande!... Figúrese que la tramoya consistía en haser desapareser á la rubia Nemensia!...

—¿Desaparecer, ó esconder? —preguntó Sosa guiñando un ojo y contrayendo la boca con una sonrisa aviesa.

Y Bentos Sagrera, empleando una mueca muy semejante, respondió en seguida:

—Desapareser ó esconder; ya verá.

Después prosiguió:

—Yo, que, como le dije, ya estaba hasta los pelos de la hija de don Jaca, vi el modo de que me dejaran el campo libre al mismo tiempo que mi mujer hasía las pases; y la idea me gustó como ternero orejano. Es verdá que sentía un poco, porque era feo haser así esa asión con la pobre rubia: pero, amigo, ¡qué íbamos á haser! A caballo regalao no se le mira el pelo, y como al fin y al cabo yo no era quien pisaba el barro, ni era cumple siquiera, me lavé las manos y esperé tranquilamente el resultao. La patrona andaba de conversaciones y más conversaciones con el negro Caracú, un pobre negro muy bruto que había sido esclavo de mi suegro y que le obedesía á la finada lo mismo que un perro. Bueno —me dije yo— , lo mejor será que me vaya pa Montevideo, así les dejo campo libre, y además, que al acaso resulta algo jediondo no me agarren en la voltiada. Y así lo hise en seguida. La patrona y Caracú no esperaban otra cosa —continuó el ganadero después de una pausa que había aprovechado para llenar los vasos y apurar el contenido del suyo—. La misma noche en que bajé á la capital, el negro enderesó pa la estansia del Chuy con la cartilla bien aprendida y dispuesto á cumplirla al pie de la letra, porque estos negros son como cusco, y brutasos que no hay que hablar. Caracú no tenía más de veinte años, pero acostumbrao á los lasasos del finao mi suegro, nunca se dio cuenta de lo que era ser libre, y así fué que siguió siendo esclavo y obedeciendo á mi mujer en todo lo que le mandase haser, sin pensar si era malo ó si era bueno, ni si le había de perjudicar ó le había de favoreser; vamos: que era como mancarrón viejo, que se amolda á todo y no patea nunca. Él tenía la idea, sin duda, de que no era responsable de nada, ó de que puesto que la patrona le mandaba haser una cosa, esa cosa, debía ser buena y permitida por la autoridá. ¡Era tan bruto el pobre negro Caracú...! ¡La verdá que se presisaba ser más que bárbaro pa praticar lo que praticó el negro! ¡Palabra de honor!, yo no lo creí capás de una barbaridá de esa laya... porque, caramba, ¡aquello fué demasiao, amigo Sosa, fué demasiao!...

El ganadero, que hacía rato titubeaba, como si un escrúpulo lo invadiera impidiéndole revelar de un golpe el secreto de una infamia muy grande, se detuvo, bruscamente interrumpido por un trueno que reventó formidable, largo, horrendo, como la descarga de una batería poderosa.

El caserón tembló como si hubiera volado una santabárbara en el amplísimo patio; el indio Pancho Castro despertó sobresaltado; el forastero, que de seguro no tenía la conciencia muy limpia, tornóse intensamente pálido; Bentos Sagrera quedóse pensativo, marcado un cierto temor en la faz hirsuta; y, durante varios minutos, los tres hombres permanecieron quietos y callados, con los ojos muy abiertos y el oído muy atento, siguiendo el retumbo decreciente del trueno. El capataz fué el primero en romper el silencio:

—¡Amigo! —dijo—, ¡vaya un rejusilo machaso! ¡Este, á la fija que ha caído! ¡Quién sabe si mañana no encuentro dijuntiao mi blanco porselana. Porque, amigo, estos animales blancos son perseguido po lo rayo como la gallina po el sorro!...

Y como notara que los dos estancieros continuaban ensimismados, el indio viejo agregó socarronamente:

—¡Nu'ay como la caña pa dar coraje á un hombre!

Y con trabajo, porque tenía la cabeza insegura y los brazos sin fuerzas, llenó el vaso y pasó la botella al patrón, quién no desdeñó servirse y servir al huésped. Para la mayoría de los hombres del campo, la caña es un licor maravilloso: además de servir de remedio para todo mal, tiene la cualidad de devolver la alegría siempre y cada vez que se tome.

Así fué que los tertulianos aquellos quedaron contentos: luchando el indio por conservar abiertos los párpados; ansioso Sosa por conocer el desenlace de la comenzada historia, é indeciso Bentos Sagrera entre abordar y no abordar la parte más escabrosa de su relato.

Al fin, cediendo á las instancias de los amigos y á la influencia comunicativa del alcohol, que hace vomitar los secretos más íntimos hasta á los hombres más reservados —las acciones malas como castigo misterioso, y las buenas acciones como si éstas se asfixiaran en la terrible combustión celular— se resolvió á proseguir, no sin antes haber preguntado á manera de disculpa:

—¿No es verdá que yo no tenía la culpa, que yo no soy responsable del susedido?

Sosa había dicho:

—¡Qué culpa va á tener, amigo!

Y el capataz había agregado, entre varios cabeceos:

—¡Dejuro que no!... ¡dejuro que no!... ¡que no!... ¡que no!... ¡no!... ¡no!...

Con tales aseveraciones, Sagrera se consideró libre de todo remordimiento de conciencia y siguió contando:

—El negro Caracú, como dije, y á quien yo no creía capás de la judiada que hiso, se fué al Chuy dispuesto á llevar á cabo la artería que le había ordenado mi mujer... ¡Qué barbaridá!... ¡Si da frío contarlo!... ¡Yo no sé en lo que estaba pensando la pobresita de la finada!... En fin, que el negro llegó á la estansia y allí se quedó unos días esperando el momento oportuno pa dar el golpe. Hay que desir que era un invierno de lo más frío y de lo más lluvioso que se ha visto. Temporal ahora, y temporal mañana, y deje llover, y cada noche más oscura que cueva de ñacurutú. No se podía cuasi salir al campo y había que dejar augarse las majadas ó morirse de frío, porque los hombres andaban entumidos y como baldaos del perra de tiempo aquél. ¡Amigo, ni qué comer había! Carne flaca, pulpa espumosa, carne de perro, de los animales que cuereábamos porque se morían de necesidá. La suerte que yo estaba en Montevideo y allí siempre hay buena comida misturada con yuyos. Bueno: Caracú siguió aguaitando, y cuando le cuadró una noche bien negra, ensilló, disiendo que rumbiaba pacá, y salió. En la estansia todos creyeron que el retinto tenía cueva serca y lo dejaron ir sin malisear nada. Qué iban á malisear del pobre Caracú, que era bueno como el pan y manso como vaca tambera! Lo embroma! on un poco dísiéndole que churrasqueara á gusto y que no tuviera miedo de las perdises, porque como la noche estaba de su mismo color, ellos se entenderían. Sin embargo, uno hiso notar que el moso era prevenido y campero, porque había puesto un maniador en el pescueso del caballo y otro debajo de los cojinillos, como pa atar á soga, bien seguro, en caso de tener que dormir á campo. Dispués lo dejaron marchar sin haber lograo que el retinto cantara nada. Caracú era como bicho pa rumbiar, y así fué que tomó la diresión del rancho de la rubia Nemensia, y al trote y al tranco, fué a dar allá, derechito no más. Un par de cuadras antes de llegar, en un bajito, se apió y manió el caballo. Allí —el negro mismo contó después todos, pero todos los detalles—, picó tabaco, sacó fuego en el yesquero, ensendió el sigarro y se puso á pitar, tan tranquilo como si en seguida fuese á entrar á bailar á una sala, ó pedir la maginaria pa pialar de volcao en la puerta de una manguera. ¡Tenía el alma atravesada aquel picaro!... Luego dispués, al rato de estar pitando en cuclillas, apagó el pucho, lo puso detrás de la oreja, desprendió el maniador del pescueso del caballo, sacó el que llevaba debajo de los cojinillos y se fué caminando á pie, despasito, hasta los ranchos. En las casas no había más perros que un cachorro barsino que el mismo negro se lo había regalao; así fué que cuando éste se asercó, el perro no hiso más que ladrar un poquito y en seguida se sosegó reconosiendo á su amo antiguo. Caracú buscó á tientas la puerta del rancho, la sola puerta que tenía y que miraba pal patio. Cuando la encontró se puso á escuchar; no salía ningún ruido de adentro: las gentes pobres se acuestan temprano, y Nemensia seguro que roncaba á aquellas horas. Dispués con un maniador ató bien fuerte, pero bien fuerte, la puerta contra el horcón, de modo que nadie la pudiera abrir de adentro. Yo no sé cómo la ató, pero él mismo cuenta que estaba como pa aguantar la pechada de un novillo. En seguida rodió el rancho, se fué á una ventanita que había del otro lao y hiso la misma operasión. Mientras tanto, adentro, la pobre rubia y sus tres cachorros dormían á pierna suelta, seguramente, y en la confiansa de que á rancho de pobre no se allegan matreros. ¡Y Nemensia, que era dormilona como lagarto y de un sueño más pesao quel fierro...! Dispués de toda esta operasión y bien seguro de que no pedían salir de adentro, el desalmao del moreno... —¡Párese mentira que haiga hombres capases de haser una barbaridá de esa laya...!— Pues el desalmao del moreno, como se lo cuento, amigo Sosa, le prendió fuego al rancho por los cuatro costaos. En seguida que vio que todo estaba prendido y que con la ayuda de un viento fuerte que soplaba, aquello iba á ser como quemasón de campo en verano, sacó el pucho de atrás de la oreja, lo ensendió con un pedaso de paja y se marchó despasito pal bajo, donde había dejao su caballo. Al poquito rato empesó á sentir los gritos tremendos de los desgrasiaos que se estaban achicharrando allá adentro; pero así y todo el negro tuvo alma pa quedarse clavao allí mismo sin tratar de juir! ¡Qué fiera, amigo, qué fiera...! ¡En fin, hay hombres pa todo! Vamos á tomar un trago... ¡Eh! ¡don Pancho...! ¡Pucha hombre flojo pa chupar...! Pues, como desía, el negro se quedó plantao hasta que vió todo quemao y todo hecho chicharrones. Al otro día mi compá Manuel Felipe salió de mañanita á recorrer el campo, campiando un caballo que se le había estraviao, se allegó por la costa y se quedó pasmao cuando vio el rancho convertido en escombros, Curiosió, se apio, removió los tisones y halló un muchacho hecho carbón, y dispués á Nemensia lo mismo, y no pudo más y se largó á la oficina pa dar cuenta del susedido. El comisario fué á la estansia pa ver si le endilgaban algo, y en cuanto abrió la boca, el negro Caracú dijo:

—¡Juí yo!

No lo querían creer de ninguna manera.

—¡Cómo que fuistes vos! —le contestó el comisario—; ¿te estás riendo de la autoridá, retinto?—

No, señó; ¡juí yo!

—¿Por qué?

—Porque me mandó la patrona.

—¿Que quemaras el rancho?

—Sí.

—¿Con la gente adentro?

—¡Dejuro!... ¡y pues!

—¿Y no comprendes que es una barbaridá?

—La patrona mandó.

Y no hubo quien lo sacara de ahí.

—¡La patrona mandó! —desía á toda reflexión del comisario ó de los piones. Así fué que lo maniaron y lo llevaron. Cuando supe la cosa me pasó frío, ¡amigo Sosa!... Pero dispués me quedé contento, porque al fin y al cabo me vi libre de Nemensia y de los resongos de la finada, sin haber intervenido pa nada. ¡Porque yo no intervine pa nada, la verdá, pa nada!

Así concluyó Bentos Sagrera el relato de sus amores; y luego, golpeándose los muslos con las palmas de las manos:

—¡Eh! ¿qué tal...?—preguntó.

Don Brígido Sosa permaneció un rato en silencio, mirando al capataz, que roncaba con la cabeza sobre la mesa. Después, de pronto:

—Y el negro —dijo—, ¿qué suerte tuvo?

—Al negro lo afusilaron en Montevideo —contestó tranquilamente el ganadero.

—¿Y la patrona?...

—La patrona anduvo en el enredo, pero se arreglaron las cosas.

—¡Fué suerte!

—Fué. Pero también me costó una ponchada de pesos.

Don Brígido sonrió y dijo zalameramente:

—Lo cual es sacarle un pelo á un conejo.

—¡No tanto, no tanto! —contestó Bentos Sagrera, fingiendo modestia.

Y tornó á golpearse los muslos y á reir con tal estrépito, que dominó los ronquidos de Castro, el silbido del viento y el continuo golpear de la lluvia sobre el techo de cinc del gran galpón de los peones.

Teru-Tero

Don Ciriaco Palma, hacendado rico, poseía dos estancias en el departamento de Cerro-Largo: una sobre el Aceguá y otra sobre el Río Negro, separadas entre sí por una extensión de quince kilómetros, más ó menos. Su residencia del Aceguá la constituía una maciza y pesada construcción de piedra, especie de fortaleza á prueba de matreros. Allí pasaba las tres cuartas partes del año en compañía de su hija Camila, único fruto de su matrimonio con Rudecinda Puentes, buena paisana que murió de tisis, según el médico, y de mal, echado por su marido, según las gentes.

Decíase en la comarca que Rudecinda era extremadamente celosa, y muy enamorado don Ciriaco, al punto de tener un par de hijos en el rancho de cada agregado, los que no bajaban de diez.

Aseguraban también las gentes que no respetaban "pelo ni marca"; que caían por igual blancas y negras, y que cuando recorría el campo y llegaba á un puesto, solían caer de rodillas, juntar las manos y pronunciar un "¿Santito?", rapazuelos de tez cobriza, nariz chata, ojos azules y cabellos rubios amotados. En vida de su mujer, don Ciriaco hizo un viaje á la estancia del Río Negro para dirigir la esquila, y estuvo allí varios días.

Concluida la faena, hubo fiestas: pasteles y tortas fritas, asado con cuero y vino á discreción. Por la noche se jugó al truco, hasta muy tarde; y doña Paula, mujer ya entrada en años, y que en sus mocedades había gozado fama de alegre y amiga de empinar el codo, acarreaba el mate amargo desde la cocina, é iba, de rato en rato, á llenar en la despensa la botella de caña que los jugadores vaciaban con rapidez increíble.

Como la despensa —una troja— estaba á oscuras, doña Paula llenaba demasiado la botella, y por no llevarla chorreando, apuraba unos tragos en cada ocasión. No andaría muy bien, cuando don Ciriaco, al recibir la calabaza, le dijo, con entonación entre reprensiva y cariñosa:

—Su mate está mi labao, bieja.

—¿Y d'iai? —contestó ella, lanzando un regüeldo de caña—. ¿Cómo quiere que esté güeno si hace dos horas que estoy trajinando de acá paya y ya se han tomao una sinfinidad de cafeteras de agua! Si no tienen las tripas verdes...

—Güeno, bieja, no se enoje: baya á trair otra boteya de caña y no sebe más mate.

La mujer salió tambaleando y la partida de truco continuó encarnizada, gritando y embrollándose mutuamente, porque todos estaban borrachos.

Como la botella no volvía, don Ciriaco, impaciente, se levantó y salió al patio. Gritó y no le respondieron. Entonces, dando traspiés, se dirigió á la despensa. Llamó y no obtuvo respuesta.

Encendió un fósforo y vio á doña Paula tirada en el suelo, boca arriba, con la botella de caña en la mano. La pollera de percal, levantada, dejaba ver las piernas bien hechas y todavía incitantes.

Don Ciriaco la contempló hasta que el fósforo, quemándole los dedos, se le escapó y se apagó. Entonces, sin saber lo que hacía, se dejó caer, él también, sobre el pavimento de tierra de la troja.


Siete meses más tarde, Rudecinda daba á luz una hermosa y rolliza niña, y tres días después doña Paula moría de parto, dejando, como fruto del placer momentáneo saboreado en instantes de afrentosa borrachera, un niño débil, raquítico y con enorme cabeza alargada. Mientras la niña crecía lozana y mimada en la estancia de Aceguá, el pobre sietemesino, criado guacho en la del Río Negro, se agrandaba poco á poco y sin vigor, como los molles en las infecundas hendiduras de la sierra.

No tuvo otros juguetes que las "tabas" y "caracuces" que los perros abandonaban en el patio, ni otras caricias que los manotones de dos cuzcos canelos, únicos seres que jugaban con él, arañándole algunas veces, mordiéndole otras. A los dos años no caminaba y á los tres no articulaba sino una que otra palabra.

Un día, el padre, que jamás le dio un beso, ni siquiera le tomó en sus brazos, decidió bautizarlo, aprovechando la visita del cura de la parroquia. Concluida la ceremonia, los concurrentes —don Ciriaco el primero— estuvieron de fiesta y holgorio, sin acordarse para nada del pequeño miserable que dormitaba tirado dentro de un cajón con un cuero de oveja por colchón, sin una pequeña almohada en que reposar su enorme cabeza de idiota.

Le habían puesto por nombre Cirilo; pero los peones lo llamaban siempre Teru-tero y así siguieron llamándolo. Don Ciriaco —después de muerta su mujer— llevó al Aceguá, en calidad de concubina, á una de sus agregadas; y casi todos los veranos iba con ella y su hija Camila á pasar un par de meses en la estancia del Río Negro, que era muy alegre, y tenía, á seiscientos metros, un bañadero espléndido. Durante estas cortas estadías, la diversión favorita de Camila era Teru-tero. Se servía de él como de un muñeco, mimándolo, acariciándolo ó pegándole y riéndose de su desgracia.

Así pasaron varios años. La última vez que Camila fué con su familia á la residencia veraniega contaba veinte años y era una moza alegre, robusta y juguetona. Teru-tero había crecido también, pero era siempre el mismo ser disforme, de largas piernas escuálidas, brazos de chimpancé y enorme cabeza hundida entre los hombros, que se elevaban á manera de dos montículos. Su cara era larga, flaca y de color terroso; el cabello largo, lacio y mugriento, caía sobre la espalda y sobre la frente estrecha; la boca, muy grande, con el labio inferior grueso y caído, dejaba ver cuatro incisivos superiores, largos, separados, irregulares y negros; los ojos, de un azul claro, tenían la mirada de los idiotas, pálida y sin vida. Hablaba poco y con grandes esfuerzos, y haciendo mil muecas ridiculas.

En la estancia era menos que un perro; comía lo que sobraba, y más de una vez, hambriento, disputó á los perros un pedazo de carne flaca ó los tendones de una rótula. Su traje eran harapos que recogía del basurero, ó que algún peón le daba en pago de algunas torturas que le infligía; su habitación era un ángulo del galpón, donde dormía sobre una piel de carnero, entre pilas de cueros y bolsas de lana y cerda.

Todos los hombres eran iguales para él: todos lo mandaban con modos groseros, todos lo pifiaban, á todos servía de estropajo casi siempre, y de risa y burla siempre. La burla grosera del gaucho, que consistía en darle golpes, en martirizarlo físicamente, ya que la idiotez de Cirilo le impedía comprender y por lo tanto enfadarse por los dicharachos. Su padre jamás se preocupó de aquella sangre suya, y no tenía para él ni odio ni cariño: le era completamente indiferente; lo miraba más como una cosa que como un ser humano.

Él, por su parte, veía con terror á aquel hombre grande, barbudo, altanero, que mandaba con soberbia y llenaba la estancia con sus gritos cuando montaba en cólera, lo que era frecuente. Una vez, mientras don Ciriaco ensillaba en la enramada, Teru-tero, con los brazos caídos y la boca abierta, lo contemplaba embelesado. El ganadero no había notado su presencia; pero al recoger la sobrecincha vio que el muchacho pisaba la punta de la correa. Entonces dio un tirón, levantó la prenda y descargó tan fuerte golpe sobre las piernas del desgraciado, que éste huyó dando gritos como perro castigado. Desde esa vez Teru-tero huía del hombre barbudo como de un demonio.

Camila mostraba gran preferencia por un mocetón del pago, un gauchito aindiado, trigueño y jaranista, célebre por sus fuerzas y sus proezas como domador de afición. Con frecuencia iba á la estancia del Río Negro y sus relaciones con Camila aumentaban rápidamente.

Eran dos caracteres semejantes y se entendían á las mil maravillas. Muchas veces, paseando por el patio, él —que ardía en deseos y con la boca seca y el espíritu embotado no encontraba frases que dirigir á su prenda— llamaba á Teru-tero y se ensañaba con éste, inventando diabólicas travesuras, que la china festejaba con grandes risotadas. Un día fué á la cocina, asó un hermoso choclo y se lo dio á Camila, quien, cambiándolo de una á otra mano y soplándolo para no quemarse, se entretuvo luego en arrojar algunos granos á la distancia, exclamando al mismo tiempo alegremente:

—¡Tomá, Teru-tero, tomá!

Y Teru-tero, sumiso, humilde, recogía los granos, uno por uno, y los comía sonriendo, mientras Camila y su novio reían. Después tomaban piedras, un pañuelo, una "guasca", otros objetos por el estilo, y se los arrojaban para que fuera á traerlos.

—¡Busca, Teru-tero, busca!

El infeliz idiota corría presuroso y reía, sacudiendo su horrible cabeza deforme, contento con aquel juego, al cual debían seguir otros tan vejatorios y más crueles.

El gauchito había regalado á Camila unas boleadoras con piolín en vez de trenza, y bolas de plomo en lugar de piedras; boleadoras á propósito para cazar ñandús. Cierta tarde salieron los dos al campo, siguiéndolos, como un perro, Cirilo. Entre el gauchito y él espantaban los ñandús y Camila tiraba.

Pero como no lograra apresar ninguna de aquellas ligeras zancudas, llegó á enfadarse y se le ocurrió descargar su mal humor sobre el huérfano, á quien acusaba de torpe y de no haber espantado bien los bípedos. En un momento de rabia le tiró las boleadoras, y el infeliz, enredado, cayó en tierra. Camila rió largamente y utilizó el descubrimiento. Teru-tero supliría á los avestruces.

—¡Corre, Teru-tero! —gritaba excitada—, ¡corre, Teru-tero!

Y sus piolines, con las extremidades terminadas en bolas de plomo, se enroscaban en las débiles piernas de Cirilo, machucándolo y haciéndolo caer, lo que motivaba una explosión de risa en Camila y su compañero. Este iba por las boleadoras y el juego continuaba. A poco el idiota no pudo más y se detuvo como bestia transida; pero el paisanito comenzó á darle golpes de arreador y el infeliz tuvo que seguir disparando, hasta que, maniatado de nuevo, caía en tierra y de nuevo veíase obligado á levantarse azuzado por las bromas y la trenza del arreador del gaucho.

Como zorro perseguido por mastines enfurecidos, corrió, corrió, en dirección á la estancia, hasta que logró ganar el galpón, y fué á tirarse, rendido y con las piernas ensangrentadas, sobre el cuero de carnero que le servía de cama, entre pilas de cerda y lana.

Los dos jóvenes lo dejaron tranquilo, y él, hundido allí, á la manera de perro acosado, sin ánimo para moverse y con miedo de ir en busca de una piltrafa, se durmió profundamente, recogidas las flacas piernas laceradas y apoyada sobre los brazos escuálidos la enorme cabeza de idiota, cuyos cabellos desgreñados caían ocultando el rostro.

Hacía rato que dormía, cuando Camila, seguida de su novio, penetró en el galpón, llevando en una mano un candil de grasa de potro y un trozo de asado en otra. Golpeó con el pie al huerfanito, y cuando éste se despertó sobresaltado, abriendo enormemente los ojos:

—¡Pobre Teru-tero! —dijo la china—; naides se acuerda de vos. Mira, te traigo un churrasco. Y le dio el trozo de carne, gordo, bien asado, apetitoso.

Teru-tero se incorporó y lo tomó con ambas manos. Tenía hambre, pero no se atrevía á comer. Su semblante, transfigurado, expresaba inmensa gratitud; sus ojos azules, sin luz, repentinamente humedecidos, no se apartaban del rostro de la muchacha, que lo miraba sonriendo, y que le dijo de pronto:

—¡Come, bestia!

El idiota clavó sus grandes dientes en la carne y arrancó un bocado que empezó á masticar con ansia. Pero en seguida lo soltó con rabia, se incorporó más, lanzó un gruñido sordo, mostrando la doble fila de incisivos largos y negros; y, rabioso, fuera de sí, tomó el trozo de carne y se lo arrojó á Camila, que reía hasta enfermarse, apoyada en el hombro de su novio, que también daba salida á estruendosa carcajada.

Partieron. La covacha quedó á oscuras, y el pobre huérfano, después de escupir repetidas veces para quitarse de la boca el gusto que le dejó la carne mezclada con una materia inmunda, inclinó su cabeza de bestia y tornó á dormirse sobre el cuero de carnero, entre las pilas de lana y cerda.


En todo el siguiente día, nadie vio á Teru-tero, ni tampoco nadie se preocupó de él.

Había hecho una tarde de sofocante calor. El galpón, con su techo de cinc y su piso lleno de bosta fermentada; con las emanaciones de orinas putrefactas y los olores acres de las lanas y los cueros apilados, no convidaba á permanecer en él. Sin embargo, á la tardecita, cuando ya estaba oscureciendo, penetraron allí Camila y el gauchito. Apenas entrados, este último abrazó á la china con tanta fuerza, que ella se quejó, y murmuró entre cariñosa y agresiva:

—¡Bruto!

Hubo un momento de silencio, durante el cual él la fué empujando hacia el fondo, donde estaba más oscuro y donde el olor de la lana grasienta y de los cueros secos era más acre é incitante; y entonces, de golpe, brutalmente, ferozmente, en un impulso irresistible de bruto encelado, la cogió y la arrojó con fuerza sobre la bolsa de cerdas, blando y cómodo lecho que la pareja conocía de tiempo.

Camila hizo un débil esfuerzo por levantarse, por escapar de los brazos nervudos que la sujetaban, de los dedos lúbricos que la quemaban, del aliento de fiera que sentía en la boca y en el cuello. En la lucha apoyó una mano en el suelo, y tocó una cosa fría que la horripiló.

—¡Ah, qué asco!—dijo, y se puso en pie. El gaucho quiso detenerla; pero ella huyó, perseguida por su novio. Sin preocuparse de nada, corrió á la cocina, cogió el candil y volvió precipitadamente al galpón. El gauchito y otros peones la siguieron, y cuando llegaron al fondo, entre las pilas de lana y cerda y cueros vacunos, vieron á Teru-tero frío, rígido, con las piernas encogidas, el rostro terroso y los ojos cerrados.

¡Quién sabe cuántas horas hacía que había muerto! Muerto de fatiga, de inanición y de pesadumbre; solo en la oscuridad de aquel rincón infecto; sin recursos, sin una ayuda, sin un socorro, sin ver á su lado en los siempre terribles últimos instantes, no ya un amigo —que ninguna amistad le acarició jamás—, pero siquiera un rostro humano que le lanzara una mirada de misericordia; la mirada de lástima que arranca el espectáculo de una bestia moribunda.

Entre la lana, entre la cerda, entre los cueros, ¡quién sabe qué horribles tormentos acosaron al miserable; quién sabe qué espantosa agonía dio término á aquella vida siniestra! Solo, abandonado: así había vivido, así debía morir.

Camila lo contempló un rato, asombrada, confusa, con más muestras de desagrado que de pena; y luego, de pronto, como si le viniera á la mente el recuerdo de un placer frustrado á causa de aquel miserable, la cólera se pintó en su rostro, avanzó un paso y dio con el pie én el rostro de Teru-tero, exclamando con rabia:

—¡Bruto! ¡Idiota!

Los hombres, que al principio se habían detenido impresionados por el respeto que siempre impone la muerte de un semejante, volvieron —ante la frase de Camila— á recordar á Teru-tero, la bestia, la cosa, la piltrafa; y rieron de buena gana.

Después salieron. El galpón volvió á quedar oscuro y silencioso. Uno de los cuzcos canelos que jugaban con Teru-tero cuando éste era pequeño, fué el último en abandonar el fúnebre recinto.

El cadáver del idiota permaneció toda la noche sobre el cuero de carnero, y al día siguiente, como había faena y no podía perderse tiempo, don Ciriaco ordenó al pardo Anastasio que llevase al finado al monte, en la rastra de acarrear agua, y que lo pusiera sobre unos talas, agregando

—"Que juera pa abajo 'e la picada, pa que no yegara el jedor á las casas."

31 de marzo

I

En la mañana del 31 de Marzo de 1886, la infantería revolucionaria hizo alto junto á un arroyuelo de caudal escaso y márgenes desarboladas. El ejército había pernoctado el 28 en Guaviyú, vivaqueando allí mismo el 29, y en la tarde había emprendido la marcha, rumbo al Nordeste, sobre un flanco de la cuchilla del Queguay, evitando los numerosos afluentes del río de este nombre. No fué posible conseguir más que un limitado número de caballos, y las infanterías debieron hacer la jornada á pie. ¡Dura jornada!

Dos días y dos noches anduvo la pesada caravana arrastrándose por terrenos incultos cubiertos de rosetas y por abandonadas carreteras en cuyo pavimento la llanta de los vehículos pesados y la pesuña de los vacunos trashumados habían dejado, en la tierra blanda, profundas huellas que los soles subsiguientes convirtieron en duros picachos.

Los soldados, en su mayor parte, iban descalzos; y aquellos pobres pies delicados de jóvenes montevideanos sufrían horriblemente al aplastar los terrones, ó sangraban, desgarrada la fina epidermis por las aguzadas puntas de las rosetas.

No se había comido, no se había dormido, no se habían hecho en el trayecto sino pequeños altos —cinco ó diez minutos de reposo en cada hora de marcha—; y aquellos músculos, demasiado débiles para soportar tanta fatiga, comenzaron á ceder como muelles gastados.

Durante el último día, las carretas que conducían municiones y pertrechos debieron alzar varios soldados que se habían desplomado, abatidos, rendidos por el cansancio, indiferentes á las amenazas, á los insultos y hasta á los golpes, como bestias transidas que caen y no van más allá, insensibles al acicate, rebeldes al castigo.

Cuando hicieron alto junto á aquel regato, los soldados armaron pabellones y se tiraron largo á largo sobre la gramilla recalentada por un sol abrasador. Al cansancio se unía el estado atmosférico, el ambiente enrarecido, el calor húmedo y sofocante, para doblegar las energías; arriba, en la inmensa superficie gris, los nimbus blancos se movían lentamente amenazando tormentas. Los jefes habían conseguido algunos corderos que estaban allí, muertos, pero sin desollar, ya fríos; lo que ponía en apuros á los jóvenes inexpertos para arrancar el pellejo.

Algunos hicieron fuego con ramitas secas y "bosta" de vacunos; otros arrancaban, sin miramiento ninguno, trozos de carne que arrojaban á las brasas y los engullían en seguida, apenas calentados, sabiéndoles á manjar sabroso, á pesar de la ceniza y la tierra, y el nauseabundo tufo de la "bosta"; algunos, en cuclillas al borde del arroyuelo, bebían en la palma de la mano ó en el kepis el agua clara y pura, sin saciarse nunca; y los más dormían, no obstante el hambre y la seguridad del peligro, con el sueño de piedra del bruto extenuado.

Al lado de un fogón, Máximo Díaz, un jovencito rubio, endeble, sin barba aún, se afanaba en asar, entre las brasas y las cenizas, un pedazo de carne. Contrariado con el humo y con los lentes que se le caían, estaba refunfuñando en momentos en que se le acercó el teniente Cipriano Rivas, quien lo saludó sin bajarse del caballo:

—¿Qué tal, muy cansado?...

—Bastante —respondió el jovencito con voz tranquila—. ¿Quieres churrasquear?

—Gracias; ya comí... ¿Y Alberto?

—Ahí está, durmiendo como un animal.

El oficial sacó del bolsillo un medio pan y se lo alargó á su amigo:

—Toma —dijo.

—¡Pan! —exclamó el rubiecito alborozado.

—Dale un pedazo á Alberto.

En ese instante el clarín tocó llamada.

—¡Vivo, vivo, á formar! —gritaron los oficiales; y un gran tropel se produjo en el campamento.

—¡Hasta luego! —dijo Cipriano; y picando espuelas á su caballo, fuese hasta el destacamento que mandaba el coronel Matos, del cual era ayudante. Este destacamento, que estaba formado un poco á vanguardia, sobre el flanco izquierdo, se componía de unos ochenta hombres, gente de campo, armada á lanza y carabina.

Los soldados, unos montados, otros á pie, estaban agrupados en desorden. Al frente, sentado en el suelo, con el caballo de la rienda, el caudillo picaba un "naco". Sobre las rodillas tenía un winchester; á su lado estaba clavada la lanza, una lanza de largo astil ornado con tres grandes virolas de plata y un aguzado rejón herrumbroso, terminado por doble media luna; vieja reliquia de los tiempos heroicos, que parecía triste con la ausencia de la banderola partidaria.

—La infantería está en movimiento —dijo el ayudante al acercarse al jefe—. Parece que vamos á marchar.

El gaucho se encogió de hombros, concluyó de liar su cigarrillo, y ofreciendo el "naco" al mozo:

—¿Quiere pitar? —contestó.

Y como éste hiciera un signo negativo con la cabeza, guardó el tabaco, se puso de pie, sacudió la bombacha y, recostándose al caballo, comenzó á fumar tranquilamente.

El joven permaneció un rato en silencio, fija la mirada en la infantería, que, ya en formación, estaba inmóvil junto al regato. Embargábalo la pena al considerar la afligente situación de aquella muchachada selecta, más habituada á la vida alegre de la ciudad que al penoso trajín de los ejércitos.

Recordaba haberlos visto en Buenos Aires, errando alegres, contentos con sus andrajos, soportando con estoica resignación privaciones y miserias, haciendo galas de unas y de otras. Quiénes impelidos por un patriotismo fanático, exacerbado por la propaganda candente de la prensa de la época; quiénes guiados por ambiciones indefinidas ó indeterminadas; quiénes, en fin, atraídos por la curiosidad, por el placer de viajar, de cambiar de vida, todos aparecíanle santificados por la grandeza de la causa que sustentaban.

La columna de infantería se puso en movimiento y casi al mismo tiempo se oyeron dos ó tres detonaciones. La vanguardia gubernista alcanzaba al fin al ejército revolucionario, llevándose por delante la pequeña fuerza de caballería que guardaba la retaguardia de este último.

II

Las caballerías, tendidas en guerrilla, cubrían los flancos, peleando en retirada. En medio marchaba la infantería en columna cerrada, precedida por el convoy de carretas que llevaba armas, municiones y heridos.

Cipriano, bastante nervioso, sacudía la cabeza cada vez que, un proyectil pasaba cerca, dando margen á que el coronel, que iba á su lado, lo increpara con dureza:

—¡No cabecee, amigo: ahora es el momento de no aflojar la vena del garrón!

El joven, herido en su amor propio, no respondió, y puso empeño en evitar la acción nerviosa.

Las guerrillas ocupaban una gran zona salpicada de rojo con los fogonazos. Acá y allá se veían pequeñas espirales de humo claro ascendiendo con desgano hacia el gris triste del cielo.

La retirada continuaba en orden.

—Pero ¿el enemigo no es más que ese que se ve allá? —preguntó Cipriano, señalando las guerrillas poco numerosas que iban avanzando lenta, pero de manera segura.

El caudillo sonrió.

—Ya verá la cola: no se aflija por ver la cola —dijo.

Poco á poco el fuego fué arreciando. Las detonaciones, que al principio se oían como ruidos sordos, sin eco y bien distintas unas de otras, comenzaron á multiplicarse; las diversas volutas de humo se fueron juntando hasta formar una nubecilla cenicienta, por entre cuyas mallas el sol del verano hacía pasar una lluvia de fuego recalentando la amplia loma.

No se divisaban ni casas, ni árboles, ni terrenos cultivados, ni rebaños de ninguna especie. A lo lejos las fuerzas gubernistas se movían con toda regularidad; su masa crecía á cada instante; las compañías sucedían á las compañías, los batallones á los batallones; las tropas iban ocupando el campo, y entre las filas compactas, las hojas lucientes de las bayonetas y los gruesos cuerpos de los cañones, todavía silenciosos, enviaban al grupo revolucionario siniestros reflejos.

En el destacamento, sobre el cual en esos momentos hacía el enemigo un fuego nutrido, reinaba un silencio pesado é imponente. Un proyectil fué á herir en medio de la frente á un indiecito de la primera fila, con choque tan violento, que el mozo saltó del caballo y cayó á los pies del ayudante, boca arriba, muerto instantáneamente, como fulminado por el rayo. Tenía los ojos bien abiertos y el rostro manchado de sangre y de pedazos de masa encefálica que había saltado del cráneo deshecho. Era el primer muerto, al cual sucedieron dos más en cortos intervalos.

Cipriano empezó á experimentar un malestar indefinible y profundo, un irrefrenable temblequeo de los párpados, un frío doloroso en el epigastrio. Sentía la cabeza hueca y le parecía que todas aquellas detonaciones le reventaban dentro. Tuvo náuseas y se oprimió el vientre para contener las visceras que se movían produciéndole espantosa angustia. El coronel, que no lo perdía de vista, fué en su auxilio. El caudillo sabía bien lo que eran esos desfallecimientos, esas cobardías momentáneas que hacen presa hasta en los corazones varoniles cuando se escucha por vez primera el canto lúgubre de las balas.

Parece que todos aquellos proyectiles van á incrustársele en el cuerpo, que es el blanco de todos, que no hay medio de rehuir la muerte; mas, luego, cuando se han sentido pasar muchos centenares de plomos mortíferos, la confianza renace y se llega á creer en la invulnerabilidad. Muy pocos son los que no han experimentado ese amilanamiento del primer fuego, y el coronel, que había visto muchos bravos temblar en tales circunstancias, y no ignoraba que la frase ruda y hasta los golpes de sable son el mejor remedio para volverles la serenidad tan necesaria en esas circunstancias, dirigió al joven cuatro palabras que fueron cuatro latigazos en mitad del rostro; y después, mientras cargaba tranquilamente su carabina, agregó, tuteándolo por primera vez:

—¡Como aflojes, yo mismo te voy á sumir el cuchillo!...

Aquello fué seco y breve, hiriente como un insulto, quemante como una bofetada. El joven se irguió, miró á la tropa con orgullo, disparó el arma y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Viva la revolución! ¡Muera Santos!

¡Santos!... Ese nombre causaba una indignación ilimitada. Él se había alzado sobre todo un pueblo viril y grande. Él había domeñado á todos los altivos; él había abatido á todos los rebeldes; él había hecho escarnio de todas las libertades, y, cuando pasaba á escape, recamado de oro y seguido de su escolta de negros gigantes, por las calles de Montevideo, los corazones destilaban odio, pero las frentes se inclinaban con respeto! ¡La grandeza impone siempre, aun cuando esa grandeza sea el crimen!

III

La retirada continuaba cada vez más penosa para los revolucionarios. Las fuerzas gubernistas aumentaban siempre; el cañón había empezado á tronar, y allá en el bajío, la masa negra y compacta de la infantería rebelde sufría bajas y bajas, satisfaciendo con un huracán de vivas y mueras el deseo —reprimido por los jefes— de luchar en otra forma y de otro modo. Cipriano, cuyo entusiasmo crecía por momentos, se encontraba á disgusto, pareciéndole pequeño aquel drama que él había soñado de una majestad imponente.

En sus horas de fiebre, cuando encerrado en su cuarto, en la alta noche, se entregaba á sus largas meditaciones y vivía la vieja vida de las contiendas de antaño, imaginábase las infanterías ciudadanas cargando airadas y sembrando el terror á botes de bayoneta; representábase á las caballerías de empuje formidable, haciendo retemblar el suelo con los cascos de los potros y cayendo con ímpetus de huracán sobre los atónitos cuadros enemigos; y esto acompañado de músicas marciales, de furiosos alaridos, de espesa nube de humo negro y rojos resplandores de inmensa pira.

Comparada con sus ensueños fantásticos, la realidad era pálida y pobre. Aquel lento tiroteo á varios centenares de metros, sin distinguir casi al adversario; aquella aburrida marcha en retirada, y hasta el fragor del combate —que se le antojaba inferior al estruendo producido por las bombas y los cohetes en una noche de festejos de carnaval—, lo herían haciéndole ambicionar algo más grande, más solemne, más digno de la causa que se discutía y del entusiasmo que los impulsaba.

No pudiendo guardar silencio por más tiempo, se dirigió al caudillo, á aquel caudillo que él habíase imaginado bramando como un león al cargar á lanza, como en los tiempos de la tacuara y la chuza de tijera, y que veía mudo, tranquilo, haciendo fuego al par de los soldados, sin excitaciones ni entusiasmos estruendosos.

—¿Pero esto va á seguir siempre así? —le dijo.

El jefe, encogiéndose de hombros,

—¡Qué sé yo! —había contestado.

La verdad: él tampoco lo sabía. Los jefes ordenaban marchar y él marchaba, del mismo modo que había tomado la lanza y había ensillado su caballo de guerra, cuando los amigos de causa le dijeron que era necesario ir á la lucha. ¡Le habían cambiado su teatro, á él, hombre de otra época, acostumbrado á las jornadas inverosímiles y á los escurrimientos de zorro en el tiempo en que no había alambrados; á él, ducho en las cargas de caballería, en el combate cuerpo á cuerpo en el hervor del entrevero, allá en aquella época en que los cañones de mecha y los fusiles de chispa no eran sino accesorios de las batallas!...

A medida que el tiempo transcurría y que la derrota se iba dibujando con la linea siempre creciente de las fuerzas gubernistas, el oficial se revolvía inquieto, y el caudillo se abismaba en su impasibilidad sombría. El cañón tronaba sin cesar; el humo, cada vez más denso, oscurecía la escena, y la fusilería, continua, infatigable, lanzaba el enjambre silbador de sus terribles insectos de plomo.

Se llegó á unos palmares, cuyos grandes penachos volaban á cada instante arrancados por la metralla. En ocasiones caían los cachos enormes con su fruta madura y apetecible. Un griterío infernal brotaba de las filas de la infantería rebelde, que combatía toda tendida en guerrilla. Los vivas y los mueras llenaban el campo, frenéticos, furiosos, heroicamente desesperados.

El joven ayudante, que estaba observando la muchachada, no pudo reprimir su entusiasmo, y, dirigiéndose al jefe, exclamó:

—¡Qué valientes y qué patriotas!

—Son guapos —contestó el caudillo; y luego, sin mirarlo y con voz muy baja, agregó:

—¡Chafalonía!...

Guapos, patriotas, sin duda. Él nunca los juzgó cobardes. Para los hombres como él, el valor era cosa tan común como la verdolaga en las huertas y la chilca en las cuchillas. Y en cuanto á patriotismo, ¿quién podría disputárselo á ellos, los primeros llegados á la escena, los que escucharon el tremendo ruido de las cadenas brasileñas rotas á sablazos en Sarandí, pulverizadas á cañonazos en Ituzaingó; á ellos, que nacieron respirando la atmósfera caldeada y aprendieron á odiar al extraño y amar el terruño desde pequeños; á ellos, que, desde las fragosidades de las sierras, ó desde la umbría del bosque, donde buscaron refugio para afilar la garra, vieron arder sus moradas, vieron robar sus haciendas y asesinar sus hermanos; á ellos, en fin, que aparecían en el campo de la lucha, espontáneos y silenciosos, sin cantos de guerra ni música de clarines, y ofrecían su brazo y su alma, y lo daban todo, y no pedían nada, ni siquiera renombre, ni siquiera un jirón de gloria, un ramo de laurel para sus sienes vencedoras, ó un gajo de palma para sus cadáveres de héroes!...

Ya acostumbrado á la vida quieta del trabajo, el caudillo había perdido la fe en las revoluciones. Los pobres gauchos regaban las cuchillas con su sangre para servir de escalera á los dotores, los políticos de levita negra y sombrero de felpa, de maneras finas y de sonrisas amables, de grandes promesas y de almas más negras que boca de "salamanca", con más vueltas que un camino y más agallas que un "dorado"...

Sin embargo, cediendo á los empellones del instinto, á las alucinaciones de un patriotismo semibárbaro, de encarnizamiento inconsciente, y al mágico prestigio del símbolo partidista, concluía siempre por entregarse, ó, como él decía, "que era lo mesmo que mancarrón viejo; mañeriaba pa dentrar al corral, daba güelta, disparaba un poco, y cuando lo dejaban, él sólito, dominao por la costumbre, atraído por el cencerro de la yegua madrina, volvía á la tropilla, iba hasta la tranquera y estiraba el pescuezo pa que lo enfrenaran."

Pero iba malhumorado, y al regresar de un desastre, la amargura de las derrotas emponzoñaba su bravo corazón de vencedor y cobraba odio á los políticos; á los que, perfectamente resguardados de todo peligro, comiendo bien y bebiendo mejor, urdían intrigas, tejían calumnias y, con el peso de sus desenfrenadas ambiciones, hacían zozobrar la causa en litigio, después de mucha sangre vertida y mucho sacrificio realizado por los hombres del campo; por los que, no obstante ser los dueños de la res, debían campearla, enlazarla y carnearla... y no habían de tener derecho ni siquiera á las "achuras".

IV

Las fuerzas legales fueron creciendo, extendiendo sus alas, abarcando una zona —lenta, pero sensiblemente mayor á cada instante— á la manera que el agua del arroyo desbordado va ocupando la llanura.

Los batallones, perfectamente disciplinados y envalentonados con las escasas bajas que producían en sus filas las balas revolucionarias, avanzaban en orden perfecto, haciendo fuego continuo y certero sobre el adversario. ¡Pobre adversario!...

La tenacidad de su resistencia se explicaba únicamente en el valor de algunos, en la ignorancia de muchos y en la desesperación de todos; pero se resistía sin fe, despedazado el ejército, triturados sus batallones, muertos ó heridos varios de los jefes principales.

En medio de estos hombres desolados, los dos generales que habían dirigido el movimiento insurreccional se paseaban tristes, abatidos, doblemente heridos en aquella catástrofe que arrojaba hecha añicos su reputación militar, su prestigio de caudillos, obtenidos en larga vida de combates, á costa de muchas fatigas sufridas y bastante sangre derramada. Los soldados los miraban con odio; pedían órdenes, querían engañarse con el oropel de inútiles maniobras.

¡Ordenes!... ¿Qué órdenes podían darles los jefes en aquellos supremos momentos y después de haber hecho cuanto fué posible hacer para efectuar una retirada en forma?... ¡Infelices!... La única orden que podía dárseles era la de morir; y esa no la necesitaban, y morían sin ella como combatían sin otras.

¡Combatían por instinto, sostenidos por la fiebre, el terrible enardecimiento producido por el fragor de las armas, el olor de la pólvora y de la sangre, los ayes, los gritos, los quejidos, las blasfemias, los vivas, los mueras, el vocerío atronador que surgía como expresión de tanta cólera, de tanta impotencia y de tanto pánico!

Así, escapando incesantemente en esa forma una considerable cantidad de fluido nervioso, se impedía á los cerebros llegar á una tensión que hubiera producido el estallido. ¡Y era necesaria esa válvula de seguridad! Los pequeños actos heroicos —un soldado que al caer moribundo rechaza el auxilio de su hermano, diciéndole que lo deje acabar y vaya á cumplir su deber; otro que, agotadas las municiones, ofrece comprarlas; uno, todavía, que no quiere quedar en el campo con la pierna rota é implora á un amigo para que lo mate antes que dejarlo caer prisionero—, todo esto influye para avivar el entusiasmo colectivo, exacerbar á los valientes, dar ánimo á los pusilánimes y espolear á los cobardes.

Ya el final de la lucha se notaba próximo. Si la infantería revolucionaria resistía aún, no sucedía otro tanto con las fuerzas montadas, que en su casi totalidad habían huido: unas á las primeras descargas, otras en el transcurso de la pelea.

El escuadrón de Manduca Matos se conservaba aún en su puesto, pero bastante mermado, más por los hombres que se habían ido desgranando, escurriendo, en cada confusión favorable, que á causa de las bajas ocasionadas por el enemigo. En su seno no se observaba la agitación febril que dominaba á la infantería.

Aquí las sensaciones eran más individuales, por la índole del grupo y por el carácter peculiar de los hombres que lo formaban. Algunos peleaban con encarnizamiento, ceñudos y silenciosos; pero los más cumplían la consigna con desgano y estaban irritados, recelosos, atisbando la coyuntura para escapar; y otros, en fin, de rostros cetrinos, de miradas extraviadas, hacían sonar las rodajas de las espuelas con el temblor de las piernas, y estaban allí como autómatas, vencido hasta el espíritu de conservación con el exceso del miedo.

Entre ellos, Cipriano, aturdido, desconcertado, se esforzaba inútilmente por darse cuenta del momento. La observación no aclaraba en nada su espíritu ofuscado.

El humo y el polvo formaban una nube gris opaca que lo rodeaban impidiéndole ver más allá de un círculo de corto radio. Hubiera deseado hablar, gritar, dar salida á algo que lo ahogaba y que él no atinaba á calificar, dudando si sería miedo, el gran miedo de horas antes, ó la excesiva tensión nerviosa.

Varias veces se dirigió al coronel Matos en la confianza de oir frases de aliento, arranques de bravura que le devolvieran un poco de la tranquilidad perdida; pero el coronel, encastillado en un silencio duro y amenazador, mascaba el pucho y de cuando en cuando metía sus dedos gordos por entre la enmarañada patilla, ó sacudía desdeñoso la cabeza sin dignarse mirar á su ayudante, el cual hubo de conformarse con el penoso aislamiento que permitía á su imaginación sobresaltada volar sin obstáculos acrecentando sus temores y zozobras, enlobregueciendo su espíritu más de lo que estaba ya.

Era aquella situación, para él, semejante á la de quien, encerrado en una habitación sin luz, sabe que le amenaza un peligro inminente, pero ignora de dónde viene, por dónde viene, cómo viene y con qué medios ha de proceder á la defensa.

Tanto más se empeñaba en un raciocinio consolador, tanto más la razón le abandonaba, y tanto más informes, extrañas, caprichosas é inverosímiles brotaban sus ideas.

Más esfuerzos hacía por estudiar y definir la realidad de su situación actual, y más la fantasía lo empujaba al mundo oscuro de lo falso. La brutalidad de los hechos lanzaba su imaginación en un galope desenfrenado que sólo le permitía una rápida visión de los objetos; y así sus juicios resultaban inciertos, sin base, sin fundamento, pasando sin transición de uno á otro: sensaciones incompletas, recuerdos truncos, pensamientos borroneados, ideas incoloras.

Si algunas veces penetraba no lograba contenerse en el terreno de la leyenda, bañándose en la luz con que el tiempo ilumina, agrandados, los héroes que fueron. Lo que más lejos estaba de su espíritu en tal trance eran las visiones apocalípticas de sus horas de fiebre en las vigilias del estudiante lector de Tácito y admirador frenético de Hugo.

En lo que menos pensaba era en aquellas conclusiones suyas que explicaban la revolución y probaban la seguridad de su triunfo. el país —decía— caído en manos del caudillaje, ensoberbecido con el concurso que prestó á la causa de la independencia, —y excluyendo en absoluto al elemento culto, que se ve obligado á emigrar ó á someterse á sus caprichos á fin de justificar ó al menos encubrir muchos actos vandálicos y muchas acciones deshonestas.

Más tarde, cuando los partidos se han desangrado en sus largas y cruentas contiendas; cuando los caudillos —que para el joven, que los veía envueltos en la aureola del heroísmo, eran grandes, soberbios, respetables, no obstante sus defectos— se han retirado abatidos para vivir sus recuerdos en el fogón del rancho —el militarismo, su heredero legítimo, se yergue altanero é impone la ley del sable y la razón de las bayonetas.

El pueblo protesta, los viejos guerreros se vuelven iracundos, los tribunos increpan, la prensa ruge y la nación se prepara para el sacudimiento que echará por tierra al tirano incapaz de resistir al tremendo empuje de las falanges ciudadanas que llevan luz en la frente y fuego en el corazón. Todo esto es lógico, todo esto es justo, razonable, comprensible y fácil. Gobiernos de motín, gobiernos de cuartel, gobiernos de fraude que se sostienen corrompiendo, llevan en la entraña el germen del despotismo, el instinto de la tiranía.

Y desde luego, la revolución, la fuerza contra, la fuerza, se indicaba en nombre de los principios sagrados, en desagravio del derecho absoluto y en obsequio á la libertad, una, única, indivisible, inalienable é imprescindible; en obsequio á la libertad, ante todo; á la libertad abstracta, á la libertad símbolo, á la libertad fin, á la libertad de Kant, que la considera como único anhelo del hombre; á la libertad de Fichte, quien sólo por ser instrumento de la libertad, considera sagrado al hombre.

La inmoralidad en el origen y en las acciones ponía á los gobernantes fuera de la ley; y el pueblo varonil que mordió el polvo del Catalán con Artigas y escuchó las dianas de Sarandí con Lavalleja, se alzaba en masa —"la bíblica visión enardecida"—, y en cuatro zarpazos arrojaba deshecha y ensangrentada á la alimaña vil que le insultó, le vejó y le explotó. ¡Con qué seguridad y confianza exponía Cipriano estas ideas poco antes de la invasión revolucionaria!...

Al presente nada de eso chisporroteaba en aquella mente trabajada, perturbada, desquiciada con las terribles sensaciones de la batalla; en aquel cerebro mortificado, en el cual no se encontraba un sitio que no vibrara á cada detonación que reventaba en el campo. ¡Todavía si le hubiera deparado la suerte un amigo, un camarada, aunque más no fuera un hombre de su clase, capaz de comprenderlo y animarlo!...

Pero allí todo le era extraño, opuesto, antagónico. Ninguno de aquellos hombres se le parecía; jamás sus ideas alcanzaban un mismo nivel; nunca el carácter impresionable del joven intelectual halló resonancias en los caracteres duros de aquellos hombres incultos, sólo sensibles al encanto del placer material. Sin embargo, no era así que él los había juzgado en las horas quemantes de sus alucinaciones guerreras, cuando viviendo la vida de los perseverantes luchadores, postraba su espíritu inteligente ante las hordas bárbaras, á las cuales consideraba como el brazo de Dios sobre la tierra, vengador y sagrado.

Por eso eligió la caballería y abandonó á sus compañeros é iguales, pareciéndole que allí, entre los hombres de tez morena y barba espesa, estaba más cerca de la visión, más en contacto con los héroes de su ensueño de redentorista. Poco á poco, los hombres de fierro dejaron ver que llevaban coraza y el joven se encontró con que en el fondo de aquellas almas no dormitaba el héroe que él esperaba.

Por eso, en los momentos críticos como aquél, no intentó siquiera explayarse con los soldados ú oficiales, en medio de los cuales se hallaba aislado, en medio de los cuales flotaba sin mezclarse al igual de la gota de aceite en la superficie del agua. Decididamente estaba solo, y á la par que crecía el convencimiento del aislamiento, aumentaba la duda, con la duda la inquietud, y con la inquietud el miedo.

Otra vez empezó á nublársele la vista y de nuevo sintió mareos repentinos y dolores fugitivos en las piernas y el abdomen. En eso oyó á su lado hablar á dos hombres de tropa, muy agitados. Uno de ellos, mozo vigoroso, daba instrucciones á otro más joven y de semblante más adusto.

—Por las puntas de Soto, hasta la serrilada, pa ganar los montes del Daymán —decía el primero.

Y el otro replicaba, tartamudeando, mascando las palabras:

—¡No me va á dar el caballo!... ¡Está aplastao!... ¡Galopié una barbaridá esta mañana... por culpa de esos sarnosos de infantes!... ¡No viá poder!...

Y no hablaron más. Oyóse una descarga cerrada, formidable; una granizada de balas cayó sobre la tropa, sembrando el espanto, al punto que aquélla, rota la última energía, remolineó, se oprimió, formó grupo desorientado, á manera de "majada" que cae al arroyo y se ahoga por pelotones, aturdida, inconsciente; y así, como montón inerte, como una bola de carne, rodó por el declive, y fué, en el fondo del bajo, á chocar contra los restos de la infantería destrozada por la metralla.

V

Un instante se confundieron hombres y bestias sin darse cuenta de la situación, empujados violentamente unos contra otros. Después que se hizo un poco de calma, los jinetes fueron buscando la salida al campo, la salvación.

Y al galope, primero, para abandonar cuanto antes la zona mortífera; al trote, en seguida, para no extenuar las cabalgaduras fatigadas, se fueron uniendo á otros dispersos, y en grupos compactos de hombres torvos, sombríos, pálidos, recelosos, marcharon callados, camino del Daymán, rumbo al Brasil.

El coronel Matos había arrojado la recalentada carabina —trebejo inservible ya—, y abarcó en una mirada la inmensidad del desastre. Involuntariamente recordó el Vae victis! que había pronunciado más de una vez y escuchado más de ciento en las terribles luchas de antaño; y prefiriendo las incertidumbres, los sobresaltos y los peligros de la huida á las probabilidades del degüello, no titubeó un segundo, se orientó, fijó el rumbo, y él también, el caudillo bravío de embestidas de jaguar, de ímpetus de toro alzado, de indomable empuje de bruto sin conciencia del peligro, sacudió la melena y bajó la cabeza como potro rendido al rigor de la espuela y del rebenque.

Cipriano no pudo seguir á su jefe. Perdido, desconcertado, anduvo un rato buscando á sus compañeros, sin saber por dónde abandonar el campo. A poco rato una bala de cañón le mató el caballo, yendo él á caer á gran distancia. Al levantarse atontado por el golpe, lleno de lodo y de sangre, ni siquiera se dio cuenta de si estaba ó no herido —porque en la olla de grillos de su cabeza ya no podía brillar ninguna idea— y comenzó á caminar, intensamente pálido, descompuesto el rostro, colgantes los brazos, las manos vacías, recibiendo empellones y mostrando un aire de bestia que en otras circunstancias habría producido general hilaridad.

Su única preocupación era huir, escapar de aquel sitio, irse á cualquier lado, hallarse en cualquier condición, con tal de no escuchar un minuto más el horrendo tronar de las detonaciones que lo estaban enloqueciendo.

En prosecución de ese anhelo, pero impotente para coordinar una idea, iba y venía sin rumbo y sin acierto, como el ratón aprisionado que choca incesantemente con los alambres de la trampa sin convencerse de que por allí no ha de salir. En uno de esos vaivenes se encontró con Máximo Díaz —el jovencito rubio de los lentes de oro y de las manos blancas—, quien lo miró con extrañeza y le dijo con voz jovial:

—¿Qué diablos haces por aquí, con esa cara, con esa facha?... Pareces un idiota!

A la vista del antiguo compañero, cuya fisonomía mostrábase iluminada, altiva, casi riente, Cipriano tuvo, no obstante su inmenso abatimiento, un momento de reacción, algo como un débil despertamiento de sus gastadas energías.

El tono burlesco de la frase del amigo, que era sólo un soldado, alcanzó á herir su orgullo de oficial, y olvidando momentáneamente el estampido del cañón, se puso á pensar en lo que había de contestar, en la disculpa que iba á dar en defensa de su honor. No le dio tiempo una metralla que en ese preciso instante reventó cerca de ellos.

Abrióse el grupo, empujáronse unos á otros los soldados, y Cipriano perdió ya de vista á Máximo. En cambio tuvo el disgusto de hallarse con Alberto, quien estaba tirado en el suelo, echado sobre el vientre, levantado el tórax mediante la mano derecha, que apoyaba en la tierra, mientras la mano izquierda oprimía el flanco que se observaba profunda, enorme, horriblemente destrozado por la metralla.

Los intestinos rotos saltaban entre sus dedos crispados y la sangre manaba á grandes chorros enrojeciendo la hierba. La faz descompuesta, lívida y cubierta de sudor viscoso que la asemejaba á piel de abortón, y los ojos tristes, con la inmensa tristeza del moribundo, Alberto se sentía acabar é imploraba desesperadamente una ayuda, buscaba ansiosamente una mano caritativa, una voz cariñosa, allí, en medio de la trágica escena, del torbellino indescriptible y del egoísmo inconmensurable, obligado, forzoso, fatal. Retorciéndose sobre la hierba entre su propia sangre, gritaba sin cesar:

—¡Oh!... ¡qué barbaridad!... ¡Cómo me duele!... ¡Mamita, cómo me duele!... ¡cómo me duele!

Cipriano, mudo de espanto, olvidado del propio peligro, quiso inútilmente hablarle y consolarlo. El otro proseguía:

—¡Cómo me duele!... ¡cómo me duele!... ¡Qué barbaridad!... ¡Mamita, qué barbaridad!...

El brazo derecho no pudo sostener por más tiempo el peso del cuerpo, se dobló, y éste cayó pesado sobre la masa intestinal deshecha, coagulosa, infecta con el derrame de materias fecales. Sin fuerzas ya, con la boca apoyada sobre el pasto, dejando escapar una voz apagada, lúgubre y llena de infinita desesperación, repetía á cortos intervalos:

—¡Qué barbaridad!... ¡qué barbaridad!...

Con un esfuerzo poderoso levantó la cabeza y su mirada se fijó en Cipriano con tal expresión de dolor, de angustia y desesperación, que el oficial bajó la vista anonadado. Aquella mirada parecía decirle si era posible que un hombre joven, sano, vigoroso, que tiene padre, que tiene madre, que tiene fortuna, lujo, comodidades, muriera así, en medio del campo, entre el apeñuscamiento de hombres y bestias que empezaban á pisar su cuerpo antes que hubiera exhalado el último suspiro,

Y la idea de que él habría podido ahorrarse todo eso; de que podía á esas horas haber estado tranquilo y mimado en el hogar paterno; ó jugando el vermouth ó el cocktail al cubilete con sus amigos de la "Bodega"; ó aplaudiendo á Paysandú en la cancha San José, sano, bueno, feliz, en la plenitud de la vida, en el apogeo de una vida ancha y brillante, le horrorizaba y pintaba en su mirada un poema de arrepentimiento y de odio, de odio frenético contra su imbecilidad y contra la hora aciaga é inconcebible en que se le ocurrió abandonar sus comodidades, sus diversiones, sus placeres, para ir á enrolarse en las filas de una revolución que no significaba nada para él, joven sin opiniones ni tendencias políticas. De cuando en cuando el dolor quebraba sus ideas, y sus labios temblorosos volvían á murmurar á la manera de una queja y de una súplica, el

—¡Ay, mamita!... ¡Qué barbaridad!... ¡qué barbaridad!... ¡Cómo me duele!... ¡Mamita!... ¡Coma me duele!...

Quiso incorporarse como para huir del sufrimiento, y lo consiguió, porque un proyectil le dio en medio dé la frente, le deshizo el cráneo y su cuerpo se estremeció y quedó inmóvil, cortada por la mitad la ultima queja:

—¡Qué barb...!

Momentos después los revolucionarios levantaban bandera de parlamento. La enseña blanca del vencido tremoló triste sobre el campo de muerte, besada por una brisa cálida que presagiaba tormenta.

Estaba anocheciendo; los relámpagos cortaban con sus fosforescencias instantáneas el gris oscuro del cielo, y, apagada la voz de los cañones y de los fusiles, en el silencio inmenso y terrible de la contienda concluida, los truenos lejanos, sordos y prolongados, parecían significar el disgusto de arriba por la masacre consumada abajo.

Cipriano, que había caído de rodillas, desfallecido, inconsciente de cuanto le rodeaba, inclinó la frente hacia el suelo, y así estuvo largo rato, inmóvil, mudo, triste como la estatua del supremo abatimiento.

Cuando se dió cuenta de que el fuego había cesado; cuando dejó de oir aquellas detonaciones que desde la mañana le sonaban en los oídos como martillazos dados en el cráneo, quedóse primero confuso, irresoluto, temeroso de que volvieran; y luego, convencido de que el silencio se hacía al fin, de que la batalla había concluido y de que iba á serle posible el descanso para sus pobres músculos transidos y para su martirizado cerebro, vióse embargado por un bienestar indescriptible.

Y sin cambiar de postura, de hinojos, con la cabeza inclinada hacia la tierra maldita, tinta en tanta sangre humana, sintió que las lágrimas, unas lágrimas de infinito alivio, llenaban sus ojos, enrojecidos por el sol, por el humo, por el polvo, por los insomnios y por las terribles emociones del día.

Pájaro-Bobo

I

Era un día gris, bastante frío, cuando Pancho Carranza salió, á las dos de la tarde, de la estancia de Manungo Láinez, en la 5.ª sección del departamento de Treinta y Tres.

Había estado cinco días en la casa de su correligionario, comiendo churrasco á todas horas, tomando mate amargo en los intervalos, fumando del tabaco del amo, y enfermándose cada vez que las faenas necesitaban brazos. Hubo una parada de rodeo, hubo un aparte de ganado y hubo una compostura de alambrados: todos los peones con el amo á la cabeza habían salido al campo; pero él, hoy por dolor de cabeza, mañana por indisposición de vientre, y pasado por un reumatismo crónico, se quedaba en las casas tomando mate y comiendo tortas fritas con la "patrona".

Al tercer día, Láinez frunció el ceño; al cuarto le habló con grosería; al quinto, de mañana, lo detuvo en momentos que cortaba un churrasco en el galpón, diciéndole:

—Amigo Carranza, su caballo hace cinco días que está en un potrero bien empastao: ya tiene la panza llena... y usted también.

El aludido se escarbó los dientes con la punta del cuchillo, miró al estanciero y dijo simplemente, secamente:

—Está bien.

Fué á la cocina, asó su churrasco, lo comió muy tranquilo y esperó á que la peonada llegara para almorzar. Mientras tanto, preparó el amargo y estuvo mateando. Dos horas más tarde almorzaba con apetito desmedido, devorando el puchero de espinazo y el asado de costillas con fariña cruda. En seguida, mate otra vez para asentar la comida. Recién á la una y media recogió su caballo, ensilló y se dispuso á partir.

Era Carranza un hombre de cuarenta años; alto, escuálido, de fisonomía repelente. El pelo rubio tirando á rojo, lacio y apelmazado, bastante largo, cubría la parte posterior del cuello del saco —negro en un tiempo, color ratón al presente—, al cual había trasmitido el aceite de almendras rancio y la grasa de patas, dibujando una mancha inmensa y repugnante, aumentada y hecha más visible con el polvo que se unió y formó una costra resistente al enjebe más poderoso.

El rostro enjuto, salpicado de pecas, estaba casi en su totalidad oculto por una barba roja, larga, rígida y sucia, confundiendo sus hebras con las del bigote desparejo y crecido sin cuidado alguno.

De entre ese bosque de pelos que no dejaba ver la boca, salía una nariz fina y aguileña, terminada en punta aguda, y en cuya base dos ojos diminutos, medio ocultos por el matorral de las cejas, lanzaban una mirada recelosa, hipócrita, torva.

Trotaba tardo el overo viejo y panzón, arrastrando los cascos largos y rotos, y muy estirado el pescuezo ornado de crines con pelotones de abrojos. Sobre el mezquino apero, "recado de negro", según la frase consagrada, alzábase inclinado hacia adelante el gran busto de Carranza, mientras las inmensas piernas flacas se balanceaban sin gracia y taloneaban á menudo, quizás para ahuyentar el frío que penetraba á través de las bombachas de casineta y de las alpargatas de lona, cuyas flores coloreadas había casi borrado el desaseo.

El jamelgo ascendía penosamente una cuesta por amplia senda festonada de cerraja, y el viajero, preocupado con el frío que amorataba sus manos, no prestaba atención ni mucha ni poca al panorama espléndido que se ofrecía á su vista.

Pequeñas colinas amarilleando con las brañas secas del que fué pasto jugoso, se alzaban sin orden, negreando en las lindes donde corría un arroyo ó se ocultaba una hondonada ó dormitaba un vallecito. Ni los cantos pelados, ni los riscos agudos, ni los conos de los cerros lejanos, ni la gallarda crestería de la sierra envuelta en cendales de espesas neblinas, despertaban sensaciones artísticas en el tosco espíritu del bordonero. En su cerebro oscuro de gaucho sin hogar, cínico, corrompido y haragán, no bullía otra idea que la de encontrar quien saciara sus apetitos. Un mes pasado en campaña, de estancia en estancia, de rancho en rancho, había agotado el sentimiento hospitalario de los propietarios rurales, y veíase forzado á dirigirse al pueblo, donde esperaba conseguir recursos. Por lo demás, estaba tan acostumbrado á la incertidumbre sobre el pan del mañana, que eso no le preocupaba gran cosa.

Profesaba una máxima: para jugar y para beber, siempre se consigue plata, y careciendo de vergüenza nadie se muere de hambre. Mientras existan corazones sensibles que se conmuevan por el mal ajeno sin investigación de causa, y mientras haya almas egoístas y torpes que piensen ganar el cielo con limosnas, los truhanes pueden estar tranquilos y vivir sin temores en la quietud apacible de su holganza.

Carranza conocía á fondo estos defectos y debilidades de la humanidad; y por eso viajaba sosegado, lamentando el frío, causa única que impedía su completa felicidad presente.

Trepó la cuesta, siguió la senda que serpenteaba en plano inclinado y penetró en un boquete de la sierra, costeando un cañadón de lecho arenoso y de riberas salpicadas de isletas de sauces y molles.

Desmontó, y volviendo al revés el sucio chambergo alicaído, se sirvió de él como de una copa para beber el agua cristalina que corría saltando sobre piedras blancas y arenas finas. De su caballo no se ocupó para nada y tornó á cabalgar por el valle que desembocaba en el camino real, extendido sobre una ladera amplia y cubierta de pajonales.

Una idea le asaltó de pronto. ¿No era jueves? Si no se equivocaba, esa tarde debía salir del pueblo su gran amigo y protector don Marcos Correa, y era necesario apresurarse para no dejarle escapar.

Apuró la marcha y no estuvo contento hasta columbrar el boscaje del Yerba retorciéndose á inmediaciones de la villa.

El paso estaba crecido; funcionaba la balsa, pero cobrando un real por pasaje. No; un real significaba varias copas de caña. Recordó que en sus mocedades había sido gaucho, algo gaucho, al menos; recogió los cojinillos —unos pobres cojinillos blancos de cuero de carnero sin curtir—, arrolló las piernas... y ¡al agua! Dio ésta arriba del cuadril de su caballo; pero no nadó; lo cual no fué obstáculo para que, ya vadeado el río, desmontara y preparase un cigarrillo á fin de descansar y festejar su arrojo.

II

En la noche de ese mismo día, Carranza entraba satisfecho en un café muy concurrido por la plebe, que existe hace años en la plaza del pueblo.

Bullicioso enjambre de harapientos bullía en aquel salón de techo aplastado y desaseados muros. Quiénes á la carambola, quiénes á la treinta y una, quiénes al truco ó al tute, todos los vagos del pueblo se agitaban allí, impacientes, casi febriles, sin que el frío traspasara sus trajes pingajosos, con las ansias de ganar un real en el apunte, para saciar con pan y queso la hambre vieja, ó un par de vintenes en el capricho del naipe mugriento, para pagar la caña, el anís ó el duraznillo.

Entre la concurrencia no faltaba un oficial de policía embriagándose con las convidadas de los adulones, ni un guardia civil —algún moreno con el kepis sobre la oreja izquierda, bombacha remendada, casaquilla sin botones, alpargatas enlodadas y gran sable en la cintura—, quien, entre consejo y consejo á los jugadores de truco, ligaba una copita debida á la generosidad del ganador.

En aquella tertulia, Pancho Carranza era conocido viejo y estimado de veras. Por eso, apenas entró, escarbándose los dientes con una pluma de perdiz, le salió al encuentro un camarada.

—¿No hace pierna pa una truquiada? —le dijo.

Y él, abriendo los brazos para desperezarse á gusto, y la boca para dar salida á un bostezo prolongado y bullicioso,

—Bueno —contestó.

Se sentaron los cuatro jugadores: Carranza, un sargento de policía, un indio con cara de facineroso y un negro, cuya borrachera lo hacía locuaz y juranista.

Una lámpara de kerosene, suspendida de un tirante del techo, iluminaba á Carranza. Veíase su saco roñoso, cuyas solapas estaban cubiertas de suciedad, al extremo de que, según la expresión de un su amigo, "podían venderse en el saladero para grasa, como las yeguas". Cada comida había dejado su rastro, y databa de tanto tiempo la acumulación de materias grasosas, que desde lejos percibíase el olor á olla sucia ó á cocina mal cuidada. El chaleco claro, á cuadros, sin botones en la parte superior, dejaba al descubierto la pechera de la camisa, casi negra con la mugre.

—¡Tengo "flor"! —exclamó el negro, hamacándose en la silla.

—"Contra flor el resto" —respondió Carranza, que había dado las cartas.

—¡Quiero!... ¡Treinta y siete!

—Cuarenta.

El negro, impacientado al perder, tiró las barajas y se levantó de la silla, exclamando con rabia:

—¡Ya "pastelió", Pájaro-bobo!

Debido á su aspecto desgarbado y ridículo, á su modo de hablar pausado y torpe, á su holgazanería proverbial y á su hábito de andar muy lentamente, echado su cuerpo hacia atrás y estiradas las piernas como chajá, pusiéronle á Carranza por apodo ó por "mal nombre", como allí se dice, Pájaro-bobo.

Pocos le conocían por su verdadero nombre; y eso que si no había nacido en el departamento, al menos en él estaba desde tantos años atrás, que ningún vecino se hubiera atrevido á fallar sobre qué había visto primero en el pueblo: si los eucaliptus gigantes de la plaza, ó la figura desairada y sombría de Pancho Carranza.

Nadie tampoco le conoció más pobre ni más rico, ni mejor ni peor puesto, ni más joven ni más viejo: era uno de esos hombres que tienen siempre la misma edad y el mismo aspecto y que parecen haber comprado el derecho de resistir á la acción destructora del tiempo, á cambio de tener desde la juventud la apariencia de viejos.

El cómo y el con qué vivía, era para la población otro problema insoluble. Durante largo tiempo, hombres y mujeres se afanaron en averiguarlo, no mezquinando tretas y ardides para conseguir su fin; pero, sea porque se reconocieran impotentes para dar con la clave, sea porque otros motivos de murmuración distrajeran la curiosidad pública, dejaron de preocuparse de él y se avinieron á considerarle como un producto natural del pueblo, igual ó por lo menos semejante á los eucaliptus de la plaza, cuyas corpulencias tampoco se explicaban.

III

Finalizada la partida de truco, y vaciada de un sorbo la copa de caña, Pájaro-bobo se puso en pie y comenzó á pasearse por el salón, arrastrando las chancletas que dejaban ver el calcetín de algodón rojo, roto en el talón, que mostraba la piel roñosa. Escarbándose unas uñas con las de los meñiques —que usaba largas cual de peludo y "curadas con ajo y sebo"—, recorría las mesas ofreciendo consejos á los jugadores y comentando las probabilidades de ganar en unos y de perder en otros.

Un indiecito de cara deslavada, que, sentado junto á unos jugadores de naipes, seguía la partida con atención, vendiendo al que estaba á su lado, lo miró sonriendo y le dijo:

—¿Qué tal, amigo Carranza, no tiene miedo que lo güelvan á maniar?

Él, sonriendo también, respondió:

—Yo me sé sacar el lazo con la pata.

Y miró con aire desdeñoso al oficial de policía; el mismo que semanas antes lo había prendido por vago junto con otros varios. Él, como los otros, encontró quien dijera ser su patrón y tenerlo empleado á sueldo.

El juez hubo de absolverlo y la policía de largarlo; y gracias que no había exigido una indemnización pecuniaria como vindicación de su honor ofendido, y en pago de los días pasados en la cárcel imposibilitado para el desempeño de sus numerosas obligaciones.

Al poco rato penetró en el café don Marcos Correa, un hermoso viejo, alto, grueso, bien plantado, de venerable cabeza poblada de ensortijados y largos cabellos blancos, frente despejada, grandes ojos llenos de vida y abundosa barba color de nieve: era un rostro que reflejaba nobleza, inteligencia y bondad.

Saludó atentamente á toda aquella plebe —de la cual sólo los que se hallaban cerca de la puerta se fijaron en él, y eso para ver si la cerraba, porque entraba un gran viento frío—, y tendió la mano á Carranza, que fué á su encuentro.

Hablaron algunas palabras en voz baja y salieron juntos.

Las campanas de la iglesia tocaban á ánimas cuando los dos amigos cruzaban la plaza negra y desierta. Un viento huracanado rugía entre la espesa ramazón de los grandes eucaliptus, y Pájaro-bobo, hundidas las manos en los bolsillos de la bombacha y levantado el cuello del saco, respondía con monosílabos á las preguntas de su amigo; sentía deseos de hallarse pronto en la pequeña sala de juego. Allí —donde la única puerta estaba continuamente cerrada, para evitar el refistoleo policial, y donde el humo del tabaco y las respiraciones de diez ó quince individuos calentaban el ambiente— él se hallaba muy á su gusto, muy en su centro.

Al enfrentar la Casa Departamental, se detuvo un momento, contemplando gozoso el gran edificio, que se alzaba negro é imponente, con dos farolillos empotrados en la pared, uno á cada lado de la puerta principal, como si fueran ojos diminutos en rostro de gigante.

¡Necio gigante! No volvería á tenerle en sus brazos; ¡no era Pancho Carranza el que había de dormir de nuevo en las crujías oscuras ó en frío calabozo, mortificado con el continuo rebramar del viento y el triste ¡alerta! de las centinelas!

En cambio, allá adentro se pasaban alegremente las horas y con gusto se veía entrar la luz del nuevo día por las rendijas de la puerta. Allí, confundidos, en igualdad republicana, se codeaban el rico con el pobre, el magnate altanero con el humilde harapiento; se bebía en las mismas copas, se tomaba mate en la misma calabaza y hasta se fumaba del mismo tabaco, dando fuerza de ley á la frase: "á cigarro en carpeta se le menea jeta..."

Atravesaron la calle barriosa y entraron en un café, cuyo amplio salón estaba ocupado por una media docena de parroquianos. Dos mozalbetes imberbes jugaban á la carambola y tenían los rostros infantiles enrojecidos y descompuestos por la acción del alcohol y la fiebre del juego; en un ángulo, casi en tinieblas, algunos personajes políticos de la oposición conversaban en voz baja, mustios y alicaídos, reprimiendo el deseo de repetir la taza de café, porque sus capitales exiguos no les permitía tal derroche.

Detrás del mostrador dormitaba el mozo, y en aquel gran recinto casi á oscuras no se oía otro ruido que el del choque de las bolas sobre el billar, ó las interjecciones del mozuelo que erraba un golpe tirado con pretensiones de maestro.

Los recién llegados pasaron por el salón sin detenerse, abrieron una puerta, penetraron en un patio y llamaron á otra puertecilla con la señal convenida.

Segundos después la puerta se abría y ellos entraban en aquel templo asqueroso del vicio pobre, donde el padre de familia, olvidando la mujer, los hijos, la dignidad, consumía el dinero ganado con esfuerzo y destinado á las necesidades del hogar, agotando su vida, la fuerza del músculo que la vigilia rebaja, y el espíritu que pierde su tonalidad y se baja y se degrada con el hervor de la pasión impura —junto al perdulario repelente de oscuro origen, de sucia vestimenta, de conversación soez y de truhanescas costumbres heredadas en el lecho de la mancebía y acrecentadas hora á hora con la práctica del mal.

Las velas de sebo que iluminaban la pieza permitieron ver el rostro transfigurado de Pancho Carranza. No muy bien instalado, comprimido por los jugadores y los "mirones" —"las lechuzas"—, al lado de don Marcos, se restregaba, las manos esperando que le llegara el turno de manejar los naipes y lucir sus habilidades de "pastelero".

Y cuando ese turno llegó, sus manos blancas, sus dedos finos y diestros se agitaron febriles, brillaron sus ojillos entre el matorral de las cejas y la lengua torpe comenzó á moverse rápida, llamando la atención con compadradas y refranes, á fin de practicar más libremente sus fullerías. Aquello era la dicha, la vida, el único objeto de su existencia, el mayor placer y la fuente de todos los demás placeres.

IV

No fué feliz aquella noche. Su protector había perdido todo cuanto dinero llevaba consigo, y aun quedaba debiendo una suma jugada sobre su palabra; y como no contara con más recursos, ese mismo día salió á campaña en busca de trabajo que le proporcionara nuevo combustible para alimentar su pasión.

Contra lo de costumbre, Pájaro-bobo salió esa vez con las manos vacías, y empezó el día malhumorado, hosco, ceñudo, y se dió á vagar por donde él sabía hacerlo, de un café á otro, de la cancha de pelota á la de bochas de este almacén á aquél; por todos los parajes donde estaba seguro de encontrar similares y podía obtener limosnas bajo una ú otra forma: un real, un peso, un vaso de caña, una invitación para almorzar, ó, cuando más no fuera, un pan.

No premeditó nada, no se tomó la molestia de idear nada; porque, para este gran haragán, hasta pensar era labor pesada y difícilmente emprendida.

Conocía bien los sitios y las horas, sabía con certeza dónde y en qué momento encontraría á determinadas personas, y allá iba, tranquilo, indiferente, encasquetado el descolorido sombrero fungiforme y arrastrando las largas piernas con pereza.

A las once se encontró en la trastienda de un almacén asaz concurrido por negros y por pardos. Recostado sobre el mostrador, pisándose un pie, estuvo largo rato silencioso, limpiándose las demás uñas con la del meñique de la mano derecha.

La vigilia y la mala suerte en el juego habíanle pintado el rostro con barniz cetrino y apenas brillaban los diminutos ojos gatunos, que aparecían más chicos con la hinchazón de los párpados.

Poco á poco fueron llegando los marchantes. Un negro viejo, medio paralítico, apareció primero. Llevaba un paquete con una docena de huevos que vendió al dueño de casa por unos centésimos. En seguida pidió un vaso de caña, ofreciendo otro galantemente á Pájaro-bobo, é iban á beber en momentos en que se presentó un conocido, un moreno viejo, portador de un cuero de carnero, cuyo precio arregló sin dificultades con el almacenero.

Y acto continuo, ¡á beber!

Minutos más tarde, la trastienda se llenaba de gente, poniendo en aprietos al mozo para servirlos á todos.

—A ver, galleguito, si me servís pronto! —gribaba uno; y más allá un indiecito vicioso, cuarteador de diligencias, golpeaba el mostrador con la gran argolla de su rebenque:

(p. 253)

—¡Vamos, nación, que se me yelan las tripasL

En tanto Carranza y los dos negros iban concluyendo el producto de los huevos y el cuero, sosteniendo amigable conversación.

—¿Sabe, don Carranza—decía el primer negro—, quando po vendé el telenito?

—¡Ahí ¿sí?

—¡Chí; no lo puelo elificá, de toa soelte!... Lva patrona no quiele... ¡Pucha, amigo!... ¡sabe qué juerte esta caña!...

—¡Qué ha de ser juerte!—contestó el otro negro sonriendo—; é que osté etá mu viejo, compare...

—Viejo son lo trapo, compare—replicó el aludido, algo amostazado.

Siguióse un corto diálogo injurioso, y luego entre las frases de "¡No, amigo!" y "¡Pero, amigo!" volaron un par de aquellos vasos chatos y culones y un cuerpo cayó pesadamente sobre eL pavimento humedecido por los licores y las escupidas.

La autoridad, representada por un negro grandote, se presentó sable en mano. Pájaro-bobo intervino, los combatientes se reconciliaron sobre el terreno, el polizonte bebió de un trago la copa, de caña que le ofrecieron, y limpiándose la boca con la manga de la blusa, salió, recomendando orden.

Después, Carranza se paraba en el umbral de la puerta y agitando los brazos, semejantes á astas de molino, ahuyentaba á los pilludos curiosos, gritándoles con indignación:

—Vamos á ver: ¿qué les importa á ustedes las cuestiones de los hombres?...

Y los hombres, los dos negros andrajosos y borrachos, estaban ya muy tranquilos, departiendo amigablemente, sentados uno al lado del otro, sobre una barrica de hierba.

Estas escenas eran frecuentes; pero muy rara vez Pájaro-bobo desempeñaba el papel de protagonista. El no daba moquetes: sacaba á relucir un facón de hoja corta, pero buena, según él, que garantía ser de origen brasilero; y quien lo dudaba podía ver el escudo, el globo terráqueo con sus meridianos, la cruz y la leyenda: In hoc signo vinces.

Su facón no había muerto á nadie; pero imponía respeto, porque todo el pueblo estaba conteste en que Carranza había sido hombre de empuje allá en sus mocedades, y hasta se le asignaba un grado militar ganado en las luchas civiles y no reconocido por el adversario triunfador.

Además estaba emparentado con varios oficiales y hasta jefes de verdad, "con despachos", lo que influía para que no se le despreciara y al contrario se le considerase como agregado político de marcada importancia; tanto más, cuanto que se hablaba con encomio de la firmeza de sus convicciones partidarias. ¡Como si en aquella alma podrida de hombre estéril para todo bien pudiera arraigar algún sentimiento noble ó alguna idea generosa!

Ni siquiera halagaba su vanidad esa estima pública, porque el aprecio de sus semejantes era para él lo que el beso del sol de primavera es á las infecundas faldas de los cerros, donde no se alzan árboles ni crecen gramillas; lo que la lluvia benéfica es á la llanura yerma y arenosa donde cavan sus cuevas los tucutucus y en cuya soledad pasean de noche yaguapopés y mulitas. Vago de origen, vago de profesión, sus sentimientos eran secos guijarros, ásperas hierbas y punzantes zarzas.

Hablarle de la patria á él, que había permanecido alegre en la carpeta la noche en que moria triste y abandonada la madre; madre impura, es cierto, pero madre al fin!

¡Hablarle de la patria, á él que pasaba silbando junto á la tapera que le abrigó en la infancia, y no tenía para ella una mirada, ni un recuerdo! Ignorante en toda industria, incapaz para cualquier labor, enemigo del trabajo que enaltece y dignifica, se contentaba con la limosna diaria, sin ninguna ambición para el mañana, sin ninguna esperanza para el futuro. Ninguna obligación á que sujetarse, ningún amo á quien obedecer, ninguna ley moral que cumplir: ¡ésa era vida!

V

Casi afuera del pueblo, sobre un barranco, al pie de un zanjón, solo, sin huerto, sin árboles, se elevaba un rancho miserable, carcomidas las negras paredes de cebato y con grandes averías en la techumbre de paja. Era un repugnante cobertizo, donde al desaseo uníase la pobreza para afearlo y hacerlo indigno de vivienda humana.

El playo que había delante de la puerta estaba sembrado de huesos, de sobras de comida, papeles y basuras de todas layas, á cuyo olor nauseabundo se agregaba el no menos repelente de los "yuyos colorados", la borraja cimarrona y el apio silvestre, que crecían con exuberancia rodeando la casa, sin respetar otra cosa que una senda estrecha, frecuentemente convertida en barrizal peligroso.

A eso de las cinco de la tarde, Pancho Carranza llegóse allí, más hosco y ceñudo que por la mañana, más apagado el brillo de sus ojuelos, más repulsiva la expresión del semblante.

Entró como dueño de casa, y con un simple ¡buenas tardes! dado á la mujer que tomaba mate sentada sobre un banquito de ceibo, fué á tirarse sobre el catre, cuyas pocas ropas, rotas y sucias, estaban en desorden.

—¿Querés un mate?—le preguntó la mujer; y él respondió secamente:

—Alcansá.

Ella se levantó con pereza para alcanzarle la calabaza, y al recibirla, Pájaro-bobo estuvo un rato mirando con persistencia á la dueña de casa. Era ésta una mulata destruida, no tanto por los años como por el trabajo, las privaciones y la vida licenciosa.

Alta y flaca, con el pelo desgreñado y vistiendo un batón de zaraza descolorido y desgarrado en varios sitios; tenía unos ojos negros y brillantes y una boca grande y lasciva. Sus manos morenas estaban lustrosas á fuerza de refregar ropa en el río, pues había aceptado el oficio de lavandera cuando, huida la juventud, no le fué dable seguir viviendo del placer.

En las noches de suprema pobreza, Pancho Carranza había encontrado albergue en el rancho derruido de la mulata y había aceptado la mitad del lecho de lona, y, con más frecuencia, habíase llevado el producto de algún lavado para poder concurrir á la carpeta.

Algunas veces los golpes suplían á las súplicas y tomaba por la fuerza lo que no le daban por voluntad. Esa tarde había ido con la intención de obtener algo, y no tardó en manifestar sus deseos.

—China—le dijo con displicencia—, ando muy cortao.

—¿Y á mí qué?—respondió ella liando un cigarrillo.

—¿A vos, qué? ¡Ya estás escondiendo la leche! Has de tener algunos riales.

—¡Sí, afílate que has de oler! ¡Te pensás que yo voy á estar trabajando como burra pa pagarte tus vicios! ¡No, mhijito! ¡El que quiera celeste, que le cueste!... Y además que yo no tengo ni medio vintén... Tuve que comprar esta yerba y este tabaco al fiao, al pulpero don José, ¡y entuavia tuve que peliar, porque el roñoso no me quería fiar dos vintenes!... Y además que si tuviera lo precisaría y sería mío... y pa mí!., que pa eso lo gano con mis lomos...

—¡Es al ñudo que palabriés tanto!

—¿AI ñudo?... te equivocas, y no penses que vas á hacer como en otras ocasiones... mira que ya me tenes hasta el buche... y, palabra de honor, pala falta que haces aquí, más vale que no vengas más... ¡Sí, que no vengas más!... ¡Por este puñao de cruces!...

Y al decir esto, la mulata, furiosa, puso una mano sobre la otra, haciendo el "puñao de cruces".

Carranza quiso parlamentar. Sin moverse de la cama, y mientras la lavandera se paseaba por el chiribitil gruñendo enojada, él, con toda calma, le decía:

—Vamos, no te enojes. Préstame unos riaies, que yo te los devuelvo mañana. ¡No me hagas perder una buena jugada en que voy á ganar á la fija!...

—¡No doy! ¡no doy!... y dispués que no tengo; ¡te he dicho que no tengo ni medio vintén!—repetía ella con rabia.

Pájaro-bobo se puso de pie. Estaba decidido á conseguir dinero por cualquier medio, á fin de poder ir esa noche por el desquite; y él no era hombre que retrocediese ante ningún obstáculo.

—Vamos á ver—dijo; y fué hacia el baúl desvencijado que estaba enfrente de la cama.

Ella saiíó como una tigre, y hundiendo rápidamente la mano entre las ropas sucias y las baratijas que contenía el baúl, sacó un pañuelo, en una de cuyas puntas tenía atado su dinero, los veinticinco reales del lavado cobrado la víspera.

Carranza la zamarreaba, la golpeaba, la insultaba; pero ella no largaba su presa, oprimía el pañuelo contra su pecho y se revolvía furiosa.

—¡Larga, ó si no te mato!—gritó el bandido, encolerizado.

—¡No! ¡no!—repetía ella.

Pájaro-bobo la soltó un momento y fué hasta la puerta. Estaba oscureciendo y no veía alma viviente por Jss inmediaciones; era uno de esos crepúsculos tristes de los suburbios de aldea, sin luces y sin rumores.

Carranza, veloz como Un felino, se abalanzó sobre la mulata y le asestó un golpe de plancha con su facón, en medio de la frente. La mujer lanzó un grito, un grito horrible, más de rabia que de dolor, y retrocedió apretando su tesoro contra el pecho, con ansia convulsiva; y mientras el bandido le descargaba golpe sobre golpe, ella vociferaba iracunda, vomitando palabras horribles, insultos sangrientos.

Al fin Pájaro-bobo, cansado de sostener tan larga lucha, la asió de la trenza, dio un tirón seco y la arrojó al suelo. Le puso un pie en la garganta, otro en el vientre, é iba á robarla miserablemente, cuando tres hombres, sable en mano, entraron de súbito en la covacha.

—¡Date presol—gritaba una voz imperativa, al misino tiempo que los sables caían sin misericordia sobre Carranza, que no tuvo tiempo de recoger su facón y defenderse. En pocos segundos estuvo amarrado. Lo condujeren á la cárcel, donde su aparición fué ruidosamente festejada. Allí estuvo toda la noche, una horrible noche de invierno, á la intemperie, atormentado por el alerta de las centinelas y el rebramar del viento que azotaba los grandes eucaliptus de la plaza.


Publicado el 11 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
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