Como venía cayendo la noche y había que recorrer aún más de dos leguas para llegar a las casas, don Valentín dijo a Candelario:
—Vamo a galopiar.
—Vea patrón qu'el camino es fiero, que su mano está pesada y qu'el diablo abre un aujero cuando quiere desnucar un cristiano...
Sonrió el estanciero, resolló fuerte, irguió el gran busto y respondió en son de burla:
—¿T'imaginás, mocoso, que por que ya soy de colmillo amarillo ya no tengo habilidá pa salir parao si se me da güelta el matungo?...
Y sin esperar respuesta, levantó el arriador, un arriador de raiz de coronilla, adornado con virolas de plata, y le dio recio rebencazo al ruano, que emprendió galope, por la cuesta abajo, en una cortada de campo por terreno chilcaloso, todo salpicado de tacuruces.
Candelario, sin osar observaciones, puso también su caballo a galope.
Sabía que era siempre inútil contradecir a su patrón, y más inútil todavía cuando se encontraba como esa tarde, algo alegrón.
Don Valentín Veracierto era un hombre como de cincuenta años, alto, grueso, grandote, poseía una estancia de valía sobre la costa del Arroyo Malo, y era un hombre muy bueno, muy bueno...
Tenía un carácter jovial y su mayor pasión era jugar al truco; jugar al truco por fósforos, por cigarrillos, por las «convidadas», a lo sumo por un «cordero ensillado»—lo que quiere decir, un cordero con pan y el vino correspondientes. Las partidas tenían lugar casi siempre en la pulpería inmediata, y de ellas provenía la anotación semanal en la libreta: «Gasto... tanto».
La partida «gasto» ocultaba, sin detallar, los copetines bebidos y los perdidos al truco.
Él perdía siempre; y esto le mortificaba muchísimo, porque tenía el prurito de ganar. Y no por avaricia, sino por orgullo de triunfador.
Pagaba con gusto diez pesos en convidadas y le dolía una temeridad que le ganasen diez centavos. Su deseo era ganar el partido, no ganar la apuesta.
Cuando tomó de peón a Candelario encontrábase enormemente triste, debido a que el pulpero don Manuel, y su compañero el juez de paz, Madariaga, le habían estado ganando, domingo a domingo, durante tres meses seguidos.
Candelario era un gauchito de veintiséis años, buen mozo, apuesto, muy simpático, pero haragán en grado máximo. En cambio, jugaba admirablemente al truco y «pasteliaba» con extraordinaria habilidad.
Un domingo don Valentín fué con él a la pulpería, y como faltase una «pierna», lo tomó de compañero, y no perdieron una sola partida. Al domingo siguiente se repitió la misma suerte.
Candelario no sólo hacía matufias, sino que le había enseñado algunas a don Valentín. Y éste, hombre honesto a carta cabal, experimentaba la más intensa de las satisfacciones, cuando conseguía «sacar del medio» la «espadilla» y el «bastillo», o en convite de treinta y tres, para ganar en mala ley, unos cuantos centavos a sus íntimos amigos.
Estos lo advertían, pero lo tomaban a broma.
—¡Ya sacó del medio, don Valentín!
Y él, riendo satisfecho, responde:
—¡Qué v'a sacar, amigo!... ¡Ya tengo los dedos macetas pa ese juego!...
Cada vez que, dando él las cartas, le tocaba, por azar, buen juego, empeñábase infantilmente, en hacer creer, por medio de risueñas insinuaciones, que había hecho trampa.
El resultado fué que se acariñara cada vez más con el gauchito, quien había encontrado el medio de llevar una vida regulada, satisfaciendo su ingénita pereza.
* * *
Esa tarde el estanciero regresaba contentísimo, porque había
ganado dos «contraflor», y tres «vale cuatro». Además, como había bebido
algo más que lo de costumbre, olvidó toda prudencia, apurando el galope
por aquel paraje peligroso.
Y ocurrió lo que el peón temía: de pronto el caballo metió la mano en un agujero y rodó, lanzando al suelo el pesado cuerpo de don Valentín.
El animal se levantó con pena, tastabilló, e iba a caer de nuevo, volcándose sobre el jinete que permanecía tirado en el suelo. Candelario vio el peligro y rápidamente atravesó su caballo, lo espoloneó y chocando con el otro pudo hacerlo caer para el lado opuesto. El patrón estaba salvado, pero él rodó con tan mala suerte, que se fracturó un brazo...
* * *
Conducido a las casas, Candelario fué llevado, por orden del
patrón, a la pieza inmediata a la suya y le asistió con cariño paternal.
Una fuerte fiebre hizo temer por la vida del mozo, y don Valentín estaba desesperado. Cuando iba al galpón, expresaba su pena:
—¡Un muchacho tan güeno!... Hay que campiar mucho p'hallar uno igual!...
Al escucharlo, los peones sonreían irónicamente. Los peones, todos, odiaban a Candelario, el favorito, el haragán. Sonreían, tan sólo, y el bueno del estanciero era incapaz de adivinar lo que había de malo y de sarcástico en aquellas sonrisas.
Durante diez noches permaneció en el cuarto del enfermo, velándolo.
Después, como éste empezó a mejorar y él se sentía transido, se fué a dormir, encomendando a su esposa el cuidado del enfermo querido.
—Mira, china,—le dijo,—nosotros no tenemos hijos; y si hemos de dejar la fortuna al fisco y a mis sobrinos, que son unos perdularios más inútiles que buey corneta, más inservibles qu'el saúco, vale más que la dejemos a ese muchacho... ¿Qué te parece, vieja?
—Lo que vos hagas está bien hecho,—respondió ella,—una morocha de treinta años, robusta, garrida, incitante...
Él la besó en la frente, con reconocimiento, y le dijo conmovido:
—Me alegro que pensés asina, porque... no quería decírtelo... como ninguno tenemos la vida comprada, hice testamento... Le dejo a él una tercera parte de mis bienes... ¿te parece mal?
—Me parece muy bien...
* * *
Completamente transido, rellenados con caña los huecos abiertos
por las vigilias, blandos los músculos y duros los ojos, don Valentín se
fué a acostar esa noche. Se estiró en la cama, se desparramó, se
encontró a gusto y no tardó en dormirse con el profundo y sosegado sueño
de una -tararira en tarde caliginosa.
* * *
Candelario dormía también. Dormía en esa adorable placidez de las convalecencias.
Junto a la cabecera de la cama, en una silla de baqueta, habíase quedado dormida la patrona.
Despertó Candelario. Sus ojos de resucitado, de escapado a la muerte, ávidos de luz, decididos a encontrarlo todo bueno y bello en la vida, se fijaron cariñosamente en la criolla dormida.
Estaba hermosa con la palidez trigueña de su frente abovedada y de sus mejillas tersas y de su nariz roma y de sus labios carnosos, hechos para reventar en sangre a la presión del beso.
Durante largo rato, él estuvo observándola complacido. Luego le tomó una mano que empezó a acariciar suavemente. Ella despertó entonces y lo miró con ternura, diciendo, sin retirar la mano:
—Estése quieto... Duerma.
—¡Cuando está el sol adelante, no se puede dormir!—respondió él con zalamería.
Y en seguida, incorporándose, le pasó el brazo por la nuca y atrajo hacia sí la cabeza de la morocha, intentando besarla en los labios. Ella resistió levemente:
—¡No, no!... dejemé, sosieguesé...
—¿Por qué?—insistió el mozo.—¿Qué hace un beso?... ¡Es un relámpago, no más!...
—Sí,—balbuceó ella;—un relámpago, pero los relámpagos son pichones de rayo!...
Sonó un beso..
En tanto, en la habitación vecina, don Valentín roncaba en apacible sueño, feliz con la idea de que, a su muerte, su cuantioso patrimonio se repartiera entre la única mujer que había amado y el único amigo que quería.
En la vida, ante todo, hay que ser justo.