Para Antonio de Luque.
I
En Entre Ríos, a pocas cuadras del Mocoretá hermoso, había, en los ya lejanos tiempos de mi relato, un pueblecillo que se empinaba con presunciones de ciudad, cuando estaba holgado dentro de su camisa de aldea.
El pueblo era pobre y feo; parecía una peña en la loma, igual de siglo en siglo, parecía un feto conservado en alcohol. Era feo, pero se enorgullecía con los paisajes que desplegaban maravillas en el contorno: una colina suave y grácil como torso de mujer; un bajío riendo con el verde esmeralda de su espeso vellón de grama; y luego un río que insinuaba entusiasmos con la obsidiana de su pajonal tremulante; que tejía ensueños de siesta tropical con las suaves guedejas de sus sauces y las ásperas crines de sus ñandubays; que ofrecía frescor de niño a las ideas cansadas, con el espejo etrusco de sus lagunas que besando camalotes y mordiendo arenas, muestran plata pulida con las escamas de las mojarras, y hierro fuliginoso con las mandíbulas del yacaré.
Los vientos llegaban a la aldea cansados de galopar por las cuchillas, desmoralizadas sus legiones en el continuo batallar con las selvas vecinas, y al caer sobre los naranjos y durazneros de los patios coloniales, en vez de morder, besaban, y en lugar de rugir, reían. Con su adorable cielo azul, fecundo en riegos, y con la ayuda de un sol dadivoso, la tierra producía casi sin cultivo, desde la humilde hortaliza hasta la flor preciada.
En tales condiciones, la vida habría debido transcurrir allí en una tranquilidad y una dulzura envidiables. Y, sin embargo...
Faltaban muchas cosas en el pueblo, casi todas las cosas útiles; pero no el café, el boticario, el procurador, el curandero y la "opinión pública". Esta última estaba representada por dos bandos,—los "verdes" y los "amarillos",—quienes se odiaban recíprocamente con todo el fuego que encendía en sus almas el quemante sol mesopotámico.
Atendiendo sólo al número de adherentes, las fuerzas de ambas parcialidades se equilibraban; pero los "verdes" tenían sobre los "amarillos" una preeminencia cualitativa indiscutible, con el hecho de militar en sus filas el capitán Salarí, considerado el indio más feo y más valiente, entre todos los indios, los feos y los valientes de la provincia.
Algunos se permitieron dudar del coraje de Salarí, pretendiendo indagar en qué acciones se había distinguido; pero esa interrogación maliciosa la destruían con facilidad los "verdes", exponiendo que su caudillo era muy feo y muy bruto, dos condiciones que necesariamente implican la de corajudo. Además, el gobierno lo había hecho capitán, con diplomas en regla, que Salarí mostraba gustoso y que si no leía era por la concluyente razón de que no sabía leer. Su superioridad era, pues, evidente e indiscutida, como dijimos al principio.
Esto traía desasosegados a los "amarillos", quienes, colocados en manifiesta condición de inferioridad, no veían modo de hacer triunfar sus ideales en la próxima contienda electoral. No era posible soñar con la victoria sin oponer el debido contrapeso a la enorme fuerza que representaba el capitán Salarí. De ese modo lo entendían los hombres dirigentes del partido, quienes se reunían todas las noches y se consumían,—a la vez que consumían una barbaridad de yerba mate,—sobre este al parecer insoluble problema.
Cierta vez, uno de los afiliados había insinuado tímidamente:
—¿Si se matase al capitán?...
Todas las miradas se fijaron interrogadoras en el boticario y el curandero, ases del bando; pero el boticario se encogió de hombros de manera significativa: ¡Salarí no se enfermaba nunca!... Precisamente por eso lo odiaban tanto él y su colega, el curandero.
Desechada la proposición, tomó la palabra Eumenio Tracio, joven intelectual que redactaba el periódico "amarillo", porque excusado parece decir que se publicaban en el pueblo dos periódicos, situacionista el uno, opositor el otro, semejantes ambos hasta el punto de sólo diferenciarse en que las violencias de aquél tenían por recompensa el puchero, y las de éste, garrotazos: ¡diferencia sensible, si las hay!
Eumenio Tracio, pues, pidió la palabra, afirmó los lentes sobre el lomo de la exigua nariz, se pasó la mano por el rostro redondo, atezado y glabro, y dijo:
—¡Nada de violencias, señores!... Dejemos esos medios reprobables para la caterva de sanguinarios rapaces, adueñados del poder para dolor de nuestro glorioso pueblo y para vergüenza del mundo civilizado!... ¡Abandonemos el feroz "sublata causa tóllitur efectus" de la barbarie antigua; y siguiendo las altísimas inspiraciones de los ciudadanos impolutos, busquemos el triunfo por medio de la razón, dentro de la verdad y el seno de la justicia!...
Y el orador, vibrando de entusiasmo, golpeó en el suelo con su grueso garrote de tala, garrote igual, si no superior, al que usaba el procurador Pérez, su rival en la política y en la prensa. Iba a continuar, pero don Cesáreo, paisano viejo y rico que constituía el elemento financiero del partido, lo detuvo diciendo:
—¡Todo eso está muy bonito; pero me resulta lo mesmo que hacer fuego y preparar el asador no teniendo ni una mala achura pa ensartar!... Mucho jarabe de pico, perdiendo el tiempo al ñudo, gastando plata y pasencia, y en el intertanto nuestros alversarios se ráin de nosotros y se quedan prendidos a los puestos públicos lo mesmo que sanguipeses!...
—¡Tengo una idea!—exclamó de pronto el farmacéutico.
—¡Veamos!—gritaron varios.
—Pues el caso es muy sencillo: "similia similibus curántur"...
—Hable en cristiano,—ordenó don Cesáreo.
—Esto es latín...
—¡Lo mesmo que si juese paraguay! ¿No tenemo un habla, nosotro, pa entendernos, sin necesidá de gringuerías que naide compriende ...
—Quiero decir, que si nuestros contrarios nos dominan, es porque cuentan con Salarí, que es, o pasa por ser, un héroe.
—Eso ya lo sabíamos.
—Un poco de paciencia. La cuestión, pues, se reduce a que nosotros consigamos un héroe que neutralice el poder moral del adversario.
—También sabíamos eso.
—Sí; pero lo que no sabía nadie, era donde encontrar al hombre providencial que debe salvar nuestra causa.
—¿Y usted lo ha encontrado?—preguntan varios a la vez, con curiosidad mezclada de ironía.
—Creo que sí—respondió molestamente el boticario Ramírez.
—Nómbrelo, pues!
—Don Virginio.
Resonó una general y estruendosa carcajada.
—¿Don Virginio, el aguatero?
—El mismo.
Y Ramírez, sin inmutarse ni hacer caso de los sarcasmos, explicó minuciosamente su plan; y tan bien debió explicarlo, que al final de la sesión, el auditorio estaba convencido y encantado.
II
Al día siguiente, bien de madrugada, el farmacéutico y el periodista, designados en comisión, se dirigían, con receloso silencio de conspiradores, hacia la morada del Héroe, unos ranchos humildes, situados en el suburbio, muy cerca del río.
Los mensajeros, que eran dormilones, cual cuadra a intelectuales, sentían acrecentada la magnitud de la aventura con lo extraordinario del madrugón. El solo hecho de madrugar constituye ya una aventura para muchas personas, a quienes desconciertan el aire fresco, el silencio, la inmovilidad de las cosas, y ese aspecto de cuadro inconcluso que ofrecen los paisajes en la aurora. Sin embargo, cuando llegaron a la casa y preguntaron por don Virginio con una solemnidad que hizo abrir tremendos ojos a la muchacha que los recibiera, sintiéronse empequeñecidos ante esta simple respuesta:
—Hace rato que se jué pal arroyo!...
Los emisarios se miraron mutuamente, y luego, Ramírez, dispuesto como padre de la idea a encontrarlo todo admirable, exclamó entusiasmado:
—¿Qué hombre...
—¡Un varón de Plutarco!—agregó Tracio con su énfasis habitual, y en silencio, ambos se encaminaron en dirección al río, en busca del salvador.
Al llegar a la vera de la laguna dieron con él. Sobre el arenal, junto al arroyo, hallábanse los dos caños de agua. — En ese mismo momento, un fornido mocetón subido en el pescante de uno de ellos, castigaba las tres mulas del atalaje, que arrancaron doblándose, hipando, hundiendo los afilados remos en los médanos.
Los políticos se acercaron al viejo y lo saludaron con un respetuoso:
—Buenos días, don Virginio.
—Güenos—respondió éste, algo extrañado de la inusitada amabilidad de los visitantes; y les dio la espalda.
—Don Virginio—insistió Tracio,—tenemos que hablarle de un asunto muy serio.
—¿Asunto serio?—interrogó sobresaltado el viejo calculando que el asunto serio sería alguna multa que se trataba de aplicarle por violación de alguna de las innumerables ordenanzas conocidas tan sólo del intedente y del comisario.
—Muy serio; algo que le interesa a usted y al país.
Al oír esto, el aguatero abrió desmesuradamente los ojos; que la suerte del país y la suya propia pudieran tener alguna relación, se le antojaba un disparate mayúsculo que despertaba su curiosidad. Como el sol comenzaba a quemar, convidó a buscar sombra bajo unos sauces de la ribera. Allí, tras una pausa majestuosa, el farmacéutico dijo:
—Usted sabe, don Virginio, que los "verdes" nos tiranizan miserablemente...
—¡Yo no sé, no señor!... Yo no entiendo políticas.
—Nos tiranizan, sí; son la vergüenza, son el oprobio, y ha llegado el momento en que el pueblo...
—Si es pa votar, ¡yo no voto!... Mire don: yo le vendo l'agua a usted y al comisario, y a don Facundo y al capitán y a tuitos, y no tengo pa que enredarme con naides.
—No se trata de eso... por ahora.
—¡Ah! Entonce...
—Se trata solamente de que al fin se haga justicia, se reconozcan los méritos de cada uno y... ¿Usted estuvo en el Paraguay..
—Estuve—respondió sin entusiasmo el viejo.
—Lo sabíamos. Usted derramó su sangre por la patria. Usted fué un héroe glorioso digno de la alabanza y del apoyo, ¿y qué han hecho por usted?... ¡Nada!... Un hombre que debiera gozar de una situación envidiable, que debería merecer honores, se ve obligado en su vejez a un trabajo rudo y humilde para ganar el pan de su familia... ¡Eso es ignominioso!...
—¿Y d'iai?—gruñó don Virginio.
—De ahí que usted, vieja reliquia gloriosa, debe ser, tiene que ser, honrado, considerado, ayudado por la patria agradecida... Para eso hemos venido nosotros, ansiosos de hacer cesar una injusticia irritante y desconsoladora.
Tracio, que languidecía en el silencio, interrumpió:
—Que nuevo Cincinato...
—¡Cállate vos!—rezongó Ramírez.—Estamos empeñados, decía, en llevarlo a usted al sitio que le corresponde por sus virtudes y por sus méritos, por innumerables servicios rendidos a la nación, por lo que usted representa de gloria común, por lo que el prestigio de sus hazañas puede realizar, oponiendo dique a la onda de insolente corrupción que amenaza sumergirlo todo.
Don Virginio que no entendía jota de la peroración del boticario, dijo con ánimo de cortar la conversación:
—Güeno... ya s'está haciendo tarde y tengo que dir a repartir l'agua.
—¡Un momento, amigo, un momento!—exclamó Ramírez, logrando retener al aguador.
III
Aquí se hace necesario explicar quién era Virginio Sepúlveda.
Debía ser casi tan viejo como el pueblo en el cual no había perro que no lo conociera. Su historia era muy simple. Su niñez había transcurrido allí, ayudando al padre que ejercía el oficio de aguador. Vino la guerra del Paraguay, y Virginio vio se forzado a marchar, sin ningún entusiasmo, porque ni el patriotismo le cosquilleaba mucho, ni se sentía con disposiciones para héroe. Fué, como tantos otros, compelido, maldiciendo la guerra que lo arrancaba de la tranquilidad de su pago para someterlo a las rigideces de la disciplina y a las fatigas y peligros de una larga campaña.
En uno de los primeros encuentros fué herido en el rostro. Una bala paraguaya le destrozó la nariz, poniéndole fuera de combate. El ejército continuó su avance sangriento, y nuestro entrerriano, tras varios meses de permanencia en un hospital de sangre, obtuvo permiso para regresar a su pago, declarado inútil para el servicio.
Virginio quedó en cierto modo agradecido a la "mora" que lo devolvía al sosiego y a la libertad en su rincón semisalvaje, importándosele poco la fealdad estampada por la cicatriz en su rostro, de por sí nada agraciado.
Superlativamente huraño, castigábale en ocasiones el ansia impotente de los tímidos; mas no pasaban de fugitivos escozores aplacados de súbito con la untura de su resignada filosofía de crustáceo. Alguna mujer deseó; del conjunto hubiérale gustado escoger la destinada a acompañarlo, uncida a su lado en el yugo de la existencia. Empero, no mirado, no solicitado, temoroso del rechazo, las dejó pasar sin hacer un gesto, sin aventurar un ruego; y al fin tomó una, la primera que le insinuó simpatías. Quizá no le fuera muy a la medida, acaso le mortificara un poco, pero la aceptó sin protestas, como sin protestas había aceptado, años antes, el uniforme que le dieran en el ejército, y que tampoco le iba bien, y el fusil que le iba peor. Ni era linda, ni joven, ni extremadamente amable su mujer. Pero, ¿acaso los pobres no están habituados a contentarse siempre y en todo con los artículos de calidad inferior?... El pobre debe tener el estómago más que el alma heroico.
Virginio sentía horror por las innovaciones. No comprendía la necesidad de cambiar de hábitos o procedimientos. Lo bueno y lo malo, lo lícito y lo ilícito, lo agradable y lo desagradable, lo útil y lo inútil, estaban representados en su espíritu por modelos graníticos, fijos e intransformables: los pájaros viven siempre en las mismas regiones, visten siempre igual plumaje, aovan siempre en los mismos árboles. Si así lo hacen, en ritmo ininterrumpido, desde los siglos de los siglos, desde el principio de las cosas y los seres ¿no es prueba de que lo hacen bien? ¿Para qué cambiar, entonces?... Dios hizo pardo al sabiá y rojo al churrinche, y si los hizo así es por que así deberían ser y no es juicioso, por lo tanto, empeñarse en cambiar la vestimenta, de costumbres o de pagos.
Él, Virginio, no cambiaba de vestimenta. Su padre había usado toda la vida la camisa de lienzo, el chiripá de merino, el canzoncillo cribado y la pata desnuda. Así anduvo siempre sobre la tierra; y cuando se fué a descansar bajo la tierra, encerrado en una caja de pino, se fué así, con la camisa de lienzo, el chiripá de merino, el canzoncillo cribado y la pata desnuda. Su padre había sido siempre aguatero, y había vivido siempre en el mismo rancho. Él, Virginio, continuaba en todo la tradición paterna.
Le iba bien así, era feliz. Tenía tres carros, doce mulas y una buena parroquia. Nunca faltaba para él puchero en su rancho. Su mujer y sus dos hijas vivían muy contentas. Estaban satisfechos, eran dichosos, considerando y aceptando las pequeñas e ineludibles contrariedades de la existencia, como los temporales, los ciclones, las sequías, el granizo o las heladas: lo sobrenatural, lo impuesto desde arriba con designios inescrutables.
Tal era el hombre a quien los delegados del partido "amarillo" iban a solicitar, induciéndolo a que trocase su apacible existencia de vizcacha por el atorbellinádo existir de las agitaciones políticas.
Sin dificultad se explica, pues, el fracaso de la almibarada dialéctica de los emisarios. No le dijeron lo que exigían que hiciese; pero, desde luego, don Virginio estaba firmemente decidido a no hacer nada diferente de lo que había hecho hasta entonces. Le manifestaron el propósito de remediar injusticias, mejorando la situación suya y la de la patria; mas don Virginio encontró que su situación era buena tal cual era; y en lo tocante a la de la patria, la ignoraba y no tenía por qué inmiscuirse en cosas que ni entendía, ni le importaban; en el pueblo—lo único del mundo conocido por él—las cosas seguían como siempre, y por lo mismo, iban bien: unos cuantos mandaban, los demás obedecían como era lógico, como ocurriría toda la vida. ¿Cuánto saldría ganando el vecindario con que mandasen otros en reemplazo de los que estaban mandando?
Tracio preludió un discurso castelarino; pero el farmacéutico, más práctico, le cortó el chorro diciéndole al viejo aguatero, a modo de despedida:
—Sepa, don Virginio, que nosotros no hemos venido a pedirle nada, sino a notificarle que estamos dispuestos a la lucha por remediar la injusticia colectiva cometida con Vd., testimonio viviente de nuestras glorias pasadas.
—Mire don boticario, yo...
—¡Oh, nada, nada!... Usted no tiene nada que decirnos. Nuestras conciencias de hombres puros y de patriotas sinceros nos han marcado un rumbo: lo seguiremos sin vacilaciones y sin miedos. La justicia histórica tarda, ¡pero llega al fin!... ¡Hasta pronto, don Virginio!
—Adiosito, señor.
—Héroe en la guerra y en la paz, os saludo!—exclamó el periodista.
—Bien —afirmó Ramírez. Y con la aprobación de su colega. Tracio aflojó la rienda al potro de su verbosidad, y continuó:
—Realizaremos nuestro nobilísimo propósito, aunque se desplome el cielo, aunque...
—¡Basta!—ordenó Ramírez helando la frase en los labios del orador. Y como éste le mirara sorprendido e irritado, hízole un guiño, le cogió del brazo, y tras un ceremonioso saludo, pusiéronse en marcha, dejando al viejo solo y pensativo bajo el sauce ramoso.
IV
Dos días después. El grito del patriota, órgano del partido "amarillo", publicaba un editorial de tres columnas comentando, ora en frases lapidarias, ora en párrafos irónicos, el olvido y el abandono criminales en que se había dejado a don Virginio Sepúlveda, el héroe, el patriota, que se mostraba tan grande en su humilde resignación del presente, como lo había sido antes en los sangrientos campos de batalla.
El artículo produjo sensación. El aguador comenzó a ser objeto de curiosidad primero, de simpatía después, de admiración más tarde. Los más altos personajes lo saludaban quitándose respetuosamente el sombrero, las mujeres le sonreían; una gran parte de la población iba adquiriendo paulatinamente una especie de adoración por el patriarca.
Tracio, por su parte, continuaba desde las columnas de El grito del patriota su brillante campaña reivindicadora. Un día apareció en la primera página del periódico el retrato de don Virginio, un gran retrato de don Virginio, un gran retrato con esta leyenda: "Homenaje al Héroe".
Desde entonces dejó de ser "el viejo Virginio", "Virginio Sepúlveda" y hasta "don Virginio"; se le llamaba simplemente el Héroe, y se le tributaban diariamente todo género de honores, que alcanzaban a la humilde familia, su mujer y sus dos hijas, las cuales jamás habían "alternado". Hubo conferencias, mamfestaciones populares y hasta una velada literario musical consagrada al prócer local.
¿Y don Virginio?
El pobre viejo resistió bastante, no logrando convencerse de que efectivamente era un héroe; pero no podía luchar contra la decisión de todo un pueblo. Además, su esposa y sus hijas, halagadas con las atenciones de que las hacía objeto, trabajaban sin descanso el espíritu del aguador, quien, tras heroica resistencia, consintió en trocar la indumentaria de toda su vida por un traje de pueblo; pantalón, chaleco y saco negro, camisa blanca, corbata... y volvió a calzar botines.
Como todo el día y parte de la noche se veía obligado a andar en reuniones, paseos, tertulias, en el comité y en el café, tuvo que tomar un peón para ayudar a Santiago en el reparto del agua. Santiago, muchacho criado al lado suyo, algo más que peón algo menos que miembro de la familia, era el único que protestaba contra los cambios obligados por los recientes acontecimientos, en el hogar de su patrón. Todo aquello le olía mal, presagiando dolores y lágrimas tras la exuberante alegría del momento. Naturalmente, veía y callaba. Veía modificarse los hábitos modestos de la casa. El dinero se iba en trajes para las muchachas, en adornos... ¡hasta sombrero usaban ahora!... Callaba, y don Virginio por rehuir el mudo reproche que leía en los ojos de su ahijado—reconociéndolo justo—afectaba enojo y esquivaba su presencia.
Sin embargo, los acontecimientos se precipitaban. La vanidad tardía inflaba al viejo paisano que se veía centro en las ruedas del café; que se paseaba del brazo por las calles del pueblo con los personajes más conspicuos: que presidía banquetes y asambleas y que todos los jueves oía leer los ditirambos con que le obsequiaba El grito del patriota. Y su orgullo se desparramaba al ver a su "vieja" y a sus hijas, solicitadas y agasajadas por las más copetudas familias de la aldea.
Esta nueva vida exigía gastos crecidos. Agotados los ahorros, el Héroe se vio obligado a hipotecar sus ranchos primero, sus carros y sus mulas más tarde. Pero ¿que importaba eso?... ¿Acaso la patria, reconociendo al fin sus méritos y sacrificios, no estaba decidida a la recompensa?... Sus amigos del "comité" se lo habían dicho cien veces.
En tanto, él triunfaba.
Salarí, el glorioso capitán Salarí, cuya personalidad llenara el lugar en los tiempos pasados, había sido bruscamente derrumbado de su pedestal. Salarí ya no era nada ante el heroico guerrero que llevaba en el rostro la marca visible del patriotismo y del arrojo. Las palabras pronunciadas por el prócer eran comentadas e interpretadas con religioso entusiasmo. Los mozos más apuestos cortejaban a sus hijas... la gloria brillaba en todo su esplendor sobre la cabeza del humilde aguatero. La población entera sufría el contagio y hasta los adversarios viéronse obligados a demostrar, por medio de un odio feroz, la superioridad del ilustre patricio, cuya estatua habría de alzarse algún día en las márgenes del Mecororá hermoso. El triunfo total, el desagravio completo, estaba en marcha.
Sólo Santiago—Santiago que amaba a Luisa, la hija menor de don Virginio—y que ahora se veía olvidado y desdeñado, abrigaba ideas pesimistas. Y sin protestas ni observaciones, que sabía serían inútiles, multiplicaba su esfuerzo para remediar en lo posible los estragos que hacía en aquella antes ordenada casa el general desbarajuste.
V
Llegó el acto solemne del comicio. Los "amarillos", poseedores de una abrumadora mayoría de sufragios, mostrábanse insolentes, derrochando dinero en comilonas, bombas y fuegos de artificio, para celebrar el triunfo descontado de antemano. ¡Derrotado Salarí!... ¡Hundido el famoso Salarí!...
¡Al fin iban a vencer el derecho y la justicia!...
¡Iban a vencer!...
Faltaba algo. El cacique "verde" había trabajado en silencio, pero había trabajado. ¡Él no era hombre para dejarse arrebatar así no más la supremacía hasta entonces gozada!... Ni era hombre tampoco para perder el tiempo en conferencias, manifestaciones y artículos de diario, cuando contaba con las policías, con el apoyo oficial y con un núcleo selecto de amigos de pistola y daga.
* * *
Al día siguiente los diarios metropolitanos llenaban sus columnas
narrando "Los escándalos de Mocoretá". La oposición había sido vencida
por la intromisión oficial, por el machete de los policianos y por los
revólveres y los puñales de los sicarios del obscuro caudillejo Salarí.
No obstante la viril actitud del pueblo, todo se perdió. Felizmente no
hubo que lamentar ninguna desgracia personal.
¡Que desastre! ¡Y que descorazonamiento!... El único que se conservaba entero era don Virginio. Muy temprano fué a visitar al estanciero don Cesáreo; pero don Cesáreo se había marchado para su estancia en la madrugada, jurando no volver a meterse en política, con o sin héroes. Se dirigió entonces a casa del farmacéutico, quien lo recibió con glacial indiferencia, manifestándole que no podía atenderlo, ocupado como estaba en confeccionar unas pildoras "para una sobrina tercera del señor intedente". Triste y pensativo, el Héroe se encaminó hacia la imprenta de "El grito del patriota". La imprenta estaba cerrada. Un chico tipógrafo le dijo que, en virtud de haber retirado don Cesáreo la subvención donada hasta entonces, el periódico no saldría más. En cuanto al director, Eumenio Tracio, partirá ese mismo día para la capital con una carta recomendación de Salarí, solicitando para él un empleo de escribiente en la jefatura de policía.
El Héroe no lograba darse cuenta de la magnitud del desastre. En la natural sorpresa de su ideación, no conseguía explicarse lo ocurrido. No hizo esfuerzos por comprenderlo tampoco. Todavía esa noche consiguió dormir apaciblemente, mecido por ensueños deliciosos.
Sin embargo, en los días sucesivos tuvo que rendirse a la evidencia. ¡Ya no había para él honores ni respetos! Si iba de visita con su familia a casa de una familia linajuda... ¡habían salido!... Si iba al café, los tertulianos se escabullían sin hablarle: en dos días su prestigio se había derrumbado sin que quedase un ladrillo en su sitio; se había desvanecido con la misma rapidez con que se formara. Su vida, antes feliz en la resignada pobreza, trocóse en terrible. Su mujer y sus hijas le inculpaban, le responsabilizaban de los desdenes sufridos, y para complemento, su situación económica presentábase desesperante. Hipotecados la casa, los carros y las mulas, no tendría muy pronto con qué trabajar, con qué llevar el pan a su hogar, antes dichoso con su modestia. Para ser hombre célebre durante unas semanas, debería conocer la miseria y hasta la abominación de los suyos en los últimos días de vida trabajadora.
¡Miseria, miseria!... El pobre viejo, llorando como una criatura en el trance apurado, se convenció de que no era de madera de héroe, a pesar de su permanencia en el Paraguay y malgrado la herida que le acható la nariz.
En medio de una borrascosa escena de familia, cuando el infeliz anciano llegaba al paroxismo de la desesperación ante la amenaza de la indiferencia y los reproches de los suyos, Santiago apareció con el sombrero en la mano, respetuoso y humilde como siempre:
—Padrino—dijo con voz insegura;—no hay que afligirse tanto. La hipoteca del rancho, yo la levanté con mis ahorros y los carros... ¡fui yo quien di el dinero!... ¡Siguen siendo suyos, padrino!....
Don Virginio guardó silencio un instante, luego, arrojándose en los brazos de su ahijado, exclamó:
—El Héroe, el verdadero, el único héroe, sos vos, Santiago.
En seguida, dirigiéndose a su familia con un tono imperativo que nadie le había conocido hasta entonces, agregó:
—¡Tráiganme el chiripá, la camisa de lienzo, el calzoncillo crivao!... ¡Recién aura ví a comenzar a ser héroe!...