Cardos

Javier de Viana


Cuentos, colección



La estancia de don Tiburcio

El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.

De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios, pregona el avance del trabajo civilizado.

A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del mar... Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos, muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa lámina azul de acero del río-mar...

El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y después una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado por un resto de piedad nativa.

El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto entusiasta:

—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza!... ¡Esto es hermosura!

Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:

—¡Bah!... Aquí no hay más que dos cosas bellas: esos últimos restos de la tribu famosa de los ombúes,—y que han perdido mucho de su majestad primitiva porque están vencidos, porque saben que perduran por misericordia humillante,—y el mar, que todavía sabe amedrentar con sus rugidos a los que escarban la tierra robándole el aumento a los caballos y a las vacas para dárselo a las zanahorias y los repollos, y que voltean los árboles criollos para suplantarlos por árboles gringos, como el pino y el eucalipto... ¡Bah!...

—¡Sin embargo, la civilización!...

—¡La civilización no tiene ningún parentesco con el arte!—gritó Lucho enardecido.—¿Me va usted a comparar las poesías de Píndaro, de Virgilio y de Horacio con la de los metrificadores ladrilleros de ahora?... ¿Me va a comparar a Cervantes en la novela y a Shakespeare en el drama, con los Jorge Ohnet y los saineteros del día... Y en fin ¿me va usted a comparar un incunable... ¡qué digo un incunable!... un elzevir del siglo XVI, con los libros modernos, salidos de linotipos y rotativas?... ¡Salga de ahí!...

—¡Mira eso!—le interrumpí, señalándole un terreno que se presentaba repentinamente a nuestra izquierda.

—¡Eso es lindo!... ¡Sofrene el pingo, amigo!—dijo dirigiéndose al santanderino conductor.

A nuestra izquierda, formando chocante contraste con las manifestaciones de vida activa y progresista, enclavado entre un amplio alfalfar verdegueante y un frondoso bosque de eucaliptos, había un terreno de un par de hectáreas, cercado por una alambrada ruinosa.

Cerca de la carretera y bajo la custodia de los ombúes macilentos languidecían tres ranchos «sillones», pardas y agrietadas las paredes de adobe, negra y rala la techumbre pajiza.

En la puerta del rancho, indolentemente recostado al marco, estaba un hombre viejo, de larga melena gris, de rostro enjuto cubierto de barbas ásperas, de aquilina nariz y de grandes ojos negros de imperativa mirada. Su vestimenta era de sorprendente anacronismo: aludo chambergo con el barboquejo caído por debajo de la nariz; blusa de merino negro, chiripá listado, sujeto por un tirador de herraje; calzoncillo de criba, bota de potro y en el talón formidables nazarenas con la midad de los clavos quebrados, semejaban la dentadura de un bravo viejo mastín.

Pasando por sobre el alambrado, nos acercamos, bajo la mirada adusta del dueño de casa, sorprendido e irritado ante aquella violación de sus dominios. Pero cuando yo dije, golpeando las palmas de las manos:

—Ave María purísima...—el viejo modificó la áspera expresión de su semblante y respondióme con efusiva solicitud:

—Sin pecado concebida... Apéense...

—Usted es...

—Tiburcio Pastoral... pa servirlo... Tomen asiento... Yo soy de Tacuarembó, donde supe tener un guen establecimiento... Dispués la suerte se me voleó como taba fulera y aura sólo cuento con este piacito 'e campo y estos animalitos...

Y al decir esto tendía la encallecida y flaca mano, señalando la misérrima chacra donde pacían con pereza, arrancado con esfuerzos las yerbas ruines ralamente sembradas en la tierra arenosa,—tres matungos escuálidos, una docena de avejunos que, conmovidos por la sarna, iban arrastrando los girones del poncho, y una vieja vaca lechera con los cuadriles como peñascos puntiagudos y los costillares como cerco de duelas.

Luego, empujando con la punta del pie dos cráneos de vaca y un trozo de ceibo, agregó coa la proverbial hospitalidad gaucha:

—Siéntense y tomarán un cimarrón.

Y hablaba, hablaba, en un lenguaje y con gestos arcaicos. Antojábasame un Quijote gaucho en cuya deshilachada sesera persistía la visión del pasado, dentro del cual continuaba viviendo, cerrados los ojos a la realidad del presente, a semejanza del inmortal manchego.

Aquel mísero retazo de tierra y aquellas ruines bestias, eran para él la Estancia, donde habían de perdurar los hábitos de la Estancia de varias leguas de campo, pobladas por millares, de vacunos y de ovinos y por grandes cuadrillas de yeguas ariscas y potros bravíos.

Interrumpiendo un momento sus relatos rememorativos, tendió la vista al horizonte donde un toldo parduzco se iba extendiendo sobre el azul del río, y ordenó:

—¡Pedro!... Ensilla y andá repuntar la majada porque la tormenta se viene tranquiando largo!...

Obedeció el mozo, ensillando pausada y concienzudamente, poniendo en la operación doble tiempo del que hubiera necesitado para ir a arrear, a pie, las pocas ovejas que pastaban a veinticinco varas de las casas.

Siguió charlando el viejo. Nos ofertó un cigarrillo de «naco», «picado sobre el dedo» y liado en chala, y luego nos alcanzó un tizón para encenderlo. A poco, y mientras Pedro repuntaba lentamente las ovejas, ordenó a su otro hijo:

—¡Pomuceno!... Ya es hora de recoger las tamberas y atar los terneros.

Ensilló el mozo con idéntica prolijidad que su hermano, montó y fué en busca de «las tamberas», la escuálida vaca yaguané que rumiaba a diez pasos del sitio donde estábamos sentados.

Haciendo esfuerzo por contener la risa, pregunté:

—¿Mucho trabajo?

Y él, siempre serio, solemne, respondió:

—En una estancia nunca falta trabajo; siempre hay algo que hacer!...

Añojal

Al despertar, Mardanio experimentó gran disgusto. El cuarto estaba obscuro; ni un rayo de luz colábase por las múltiples rendijas que obrecían el techo, las paredes, la puerta y la ventana de la rústica estancia. Pero había ser tarde, sin embargo. Probablemente el sol había emprendido marcha en medio de un cielo toldado aún, después de la furiosa lluvia nocturna: el sol es un mayoral experto y rígido, que no posterga la hora de salida cualesquiera sean las amenazas del tiempo.

Mardonio tenía conciencia de haber dormido mucho y avergonzábase de ello. En el transcurso de los quince años que llevaba desempeñando la mayordomía de la Estancia, jamás nadie se había levantado antes que él y cuando aparecían en el galpón los más madrugadores, siempre encontraban encendido el fuego, caliente el agua y ya enflaquecida la cebadura del cimarrón.

Se había dormido; era una vergüenza que lesionaba su prestigio de hombre capaz de los más grandes sacrificios con tal de que no pudieran tarjarle una sola falta en el cumplimiento de sus deberes.

Levantóse, se vistió someramente y abrió la pequeña ventana. Contra su presunción, el cielo estaba sin nubes y en la lejanía del horizonte una fina ceja roja anunciaba el nacimiento del día.

Salió. El galpón estaba desierto, frías las cenizas, apagado el trashoguero de espinillo. Silencio completo en las casas. Todos, hasta los perros dormían aún.

Recién entonces Mardonio respiró a gusto; y en tanto encendía el fuego y preparaba el mate, con la metódica prolijidad que empleaba en todos los actos, iba recapitulando los extraordinarios acontecimientos de la víspera.

¿Eran realidades, o simple ensoñación engendrada por la atmósfera de tormenta y el prolongado verberar del agua y del viento durante aquellos ocho días de furioso temporal?...

No acertaba a decidirlo, y tanto más pujaba, tanto más enredábansele los tientos del raciocinio. En la duda, irritóse consigo mismo.

—¡Duele errar un tiro 'e bolas, pero más duele correr por los cuestabajos, con peligro de romperse el alma, pa enlazar una fantasma!...

El sol había desabroechado los últimos velos; de la noche y ascendían majestuosamente entre el cobalto de un espléndido cielo atoñal.

Persistía el silencio. Todo dormía aún, cuando Mardonio, después de haber cansado una cebadura de yerba y agotado el agua de la pava, fué hasta la puerta del galpón y tendió la vista al campo.

Sorpredióse como quien ve inesperadamente una persona que suponía muerta desde muchos años atrás. Aquel día naciente no era uno de esos tantos que pasan como para un viajero desconocido por el camino. No; él había visto antes, en tiempo lejano, ese mismo día otoñal, blanco, luminoso y sereno.

¿Cuándo? ¿En qué oportunidad?

Una recapitación inconsciente se fué operando en su espíritu produciéndose en él algo así como el despertar después de largo sueño cataléptico.

—¡Aura mi acuerdo!—exclamó.—Han galopiao más de veinte años, y esta madrugada se me presienta acollarada con la otra, igualitas como potrancos mellizos!...

Más de dos décadas, sí. El frisaba entonces en los veinticinco, y era un gallardo mancebo, que si no poseía una elocuencia profusa no le faltaban palabras y frases precisas para expresar las ternuras de su alma.

Amó una vez sola, pero amó intensamente. Sin violencias, por natural conformidad con su espíritu, siguió siempre al pie de la letra uno de los predilectos aforismos de su padre:

—«Una sola mujer, un solo caballo, una sola pistola.»

—«No es rico quien tiene mucho, sino quien sabe guardar lo que tiene.»

En el clarear de un día de otoño, luminoso y plácido como aquel que ahora presenciara, Mardonio salía del interior de un ranchito, donde había exhalado el último suspiro su novia adorada...

Dentro de un corazón, sin exteriorizaciones de ningún género, consagró un culto a la muerta, convencido de que ninguna otra podría reemplazarla en su afecto.

Y la vida siguió su curso, con sus exigencias ineludibles. La muerta había cerrado con llave el huerto una sola vez cultivado y el mozo no tuvo nunca tentaciones de entrar en él.

De esa laya transcurrieron veinte años, monótonos, gríseos, insípidos, todos iguales.

Mas he ahí que al cabo de ellos Mardonio se vió bruscamente abocado a un nuevo conflicto sentimental. Había fiesta en la estancia. Baile en la noche. Entre las muchachas hallábase Consolación, huérfana de un puestero y que el patrón había recogido. Como era muy pobre y poco agraciada, nadie sacábala a bailar, y entonces Mardonio, compasivo, la invitó...

¿Agradecimiento?... ¿Afecto sincero?...

No entremos en análisis demasiado complecados. El caso es que Mardonio vió brotar una rama verde y vigorosa del tronco tronchado, y el que creía seco de su sensibilidad amorosa...

Se amaron. Debían casarse en breve. Mardonio, sobre todo, tenía prisa: a los cuarenta y cinco años la estación terminal del amor está muy próxima.

El sol seguía ascendiendo lenta y majestuosamente por el ancho camino azul del firmamento y todo el mundo dormía aún en la estancia.

El capataz empezaba a impacientarse en su soledad, renegando del madrugón, cuando se le presentó Consolación, quien fingiendo sorpresa dijo:

—¡Ah!... Está usté... yo iba... iba...

—¿A donde, amiguita?—contestó él con afecto.

—Es decir... yo no iba....venía...—balbuceó.

Y luego, resueltamente:

—Mire; yo vine pa'esplicarme con usté... Usté es un hombre muy bueno y yo no quiero engañarlo...

El palideció un poco y respondió grave y sereno:

—Hable...

—Oiga... Yo cría quererlo, pero dispués he visto que no era posible... que usté es muy bueno, sí, pero que... ¡yo no sé cómo decirlo!... Vea y es l'único que se me ocurre: que usté me quiere, pero que se ha olvidao de querer...

¡La terrible frase!... No basta amar, es necesario saber trasmitir el amor a la persona querida. Y él no podía hacerlo. En las tierras vírgenes, un enérgico roturaje asegura el brote de la semilla; pero en los añojales la maleza la obstruye y la mata!...

Con tiento de alambre

Muy modesta, pero muy alegre era la salita de don Braulio Pérez; de impecable blancura las murallas, de dorada paja la techumbre y de tupy el pavimento, tan liso y parejo que se diría de guayacán lustrado.

Entre los barrotes de la reja de madera de la ventana que tomaba luz al huerto, se enredaba un rosal silvestre, cuyas menudas florecitas purpúreas parecían ansiosas de entrar en la estancia presas de femenina curiosidad, para escuchar los inocentes coloquios de las chicas de la casa con los mozos del pago en las tertulias domingueras.

Y cada vez que se abría la puerta de comunicación con el patio, las glicinas, los jazmines del país y las madreselvas, cuyas diversas ramas se abrazaban fraternalmente sobre el techo de tacuaras de la glorieta, expandían en el estrecho recinto de la salita un cálido perfume de templo venusto.

Durante toda la semana sólo penetraba en la salita la chica que estaba de turno para la limpieza y arreglo de la casa, y al sólo efecto de barrerla y aerearla durante un cuarto de hora. Pero el domingo, desde muy temprano, abríanse puertas y ventanas y los humildes floreros de loza pintarrajeada que adornaban las mesitas y las rinconeras, desaparecían bajo los ramos multicolores de claveles, rosas, dalias y malvones.

Después de mediodía empezaban a caer los mozos comarcanos, y como nunca faltaban entre ellos acordionistas o guitarreros, bailábase casi sin cesar hasta el caer la noche.

Ruperta, Paulina y Blasa, las tres hijas de don Braulio, se resarcían ampliamente con aquella sencilla diversión, del afanoso trabajo de toda la semana. Y no tenían novios, sin embargo, bien que la mayor contase ya veinticinco años y que las tres fuesen agraciadas y en extremo simpáticas; sus visitas eran «amiguítos», nada más, de mucha confianza, pero que ni por un momento olvidaban el respeto que se debía a aquel hogar, cuya honestidad era proverbial en el pago.

Los visitantes eran casi siempre los mismos; pero un domingo llegó inesperadamente Fideles Aquino, quien hacía cuatro años, a los pocos meses de casado con la hija de un chacarero italiano, desapareció del pago, llevándose a su esposa y llevándose también, según se murmuraba, todos los ahorros de su avaro suegro. Como éste murió de un síncope cardíaco al siguiente día de la partida del yerno, nunca pudo conocerse la verdad aunque el hecho acentuase la sospecha.

El retorno de Fidel causó sensación. En nada había cambiado; era el mismo muchacho, lindo y alegre, exuberante en gestos y en dichos, divertido como pocos y embustero como ninguno.

—Siempre el mesmo cachorro juguetón—habíale dicho don Braulio.

—¡Bebida papagar tristezas, don Braulio!

—¿Tristezas usté?—interrogó, incrédula, Ruperta,—¡Usté, la persona más feliz que se conoce!

—Apariencias no más.

—Sos joven, sano,—dijo don Braulio;—heredastes bastante platita del finao tu suegro, tenes una mujer linda y güena... ¿qué le falta para ser feliz?...

Simulando gran tristeza, Fidel respondió:

—La vida es una vaca chúcara que cuando uno menos lo espera le pega la cornada... Mi pobre compañera Bernarda...

—¿Está enferma?

—Murió, la pobrecita.

—¿Murió?

—Si ya va pa dos años... un pasmo...

—¿Y tus hijitos?

—¿Mis hijitos?... No tengo.

—¿Cómo no?... A nosotros nos contó Eusebio, que hace un tiempo estuvo en tu casa, que tenías tres cachorros.

—Si... supe tenerlos... pero los pobrecitos se murieron también.

—Pero tenes platita...

—Apenas con que hacer cantar un ciego... Con los dijustos perdí la cabeza, hice malos negocios y tuito se jué barranca abajo...

Desde entonces, Fidel se constituyó en asiduo tertuliano de don Braulio, cuyas simpatías supo granjearse, prestándole solícita y desinteresada ayuda en las faenas chacareras—hasta el extremo de permitir sus amoríos con Blasa, la menor de sus hijas.

Cuatro meses después regresó al pago Isabelino, el primogénito de don Braulio, tras una ausencia de más de un año, ocupado en tropeadas por el Paraguay y el Brasil.

—¿Sabes que hay novedades en casa?—díjole Ruperta.

—¿Cuálas?

—Que Blasa tiene novio... Fíjate que la mocosa se va a casar primero que nosotras!...

—¿Con quien?

—Con Fidel.

—¿Qué Fidel?

—Fidel Aquino, pues.

Rió el mozo para responder:

—En tuavía falta mucho pal día'e los inocentes... ¿Se va a casar con dos mujeres Aquino?

—¡Pero no!—protestó toda arrebolada Blasa;—si la pobrecita Bernarda hace dos años qu'es finada.

—¿Quien dijo?

—Aquino.

En ese momento entraba Fidel, quien saludó a Isabelino con exagerada afectuosidad.

—Mestaban contando que habías en viudao—dijo el mozo con voz adusta.

—Tuve esa desgracia—respondó Fidel, algo cohibido.

—¿Y tus hijos también murieron?

—También.

Cortó el diálogo don Braulio diciéndole a su hijo:

—¿Y quesperás pa desensillar?

—No desensillo, tata, porque tengo que ir de urgencia a la pulpería.

—¿Pa qué?—preguntó sonriendo Aquino.

—Via comprar alambre pa coserte la jeta—respondió con ira el mozo.—¡Hasta mañana!...

Y en medio del asombro de todos, partó sin pronunciar una palabra más.

Al día siguiente—un domingo—se bailaba en la perfumada salita, pero ni las flores, ni las guitarras, ni los acordeones conseguían disipar lá angustia que reinaba en el seno de la familia, motivada por la actitud misteriosa y amenazante de Isabelino.

A eso de las tres de la tarde llegó éste, pero no a caballo sino conducendo una «jardinera» herméticamente cerrada. Descendió del pescante, maneó los caballos y fuese calmosamente a la sala.

Fidel, bastante pálido, pero haciendo esfuerzos para serenarse, le dijo, mofándose:

—¿Qu'es eso?... ¿Te has puesto de mercachifle? ¿Qué vendés?

—Alambre... Alambre pa coser la jeta de los canallas embusteros... Vas a ver...

Regresó al carromato y volvió al punto acompañado de una mujer, joven aún, pero cuyo físico atestiguaba un largo período de miserias, y tres chicuelos haraposos, ruines, anémicos.

Ante el estupor de todos, Isabelino expresó:

—Les presento la finada esposa y los finados hijos de Fidel Aquino, mi futuro cuñao... Yo los desenterré de un rancho del Arrayán, donde los había dejao éste, dispués de haberse comido en farras y jugadas hasta el último peso del pobre suegro...

Y como reinase un silenco solemne, Isabelino se encaró con Fidel y le escupió al rostro esta frase violenta:

—¿No te dije que te había 'e coser la jeta con un tiento de alambre?...

Lucha a muerte

Don Adriano Aguilar supo tener una estancia sobre el Arroyo del Medio, en las inmediaciones de San Nicolás.

Era una estancia chiquita, enhorquedada entre dos colosales heredades, cada una de las cuales sumaba leguas y contenían hacienda como pasto. Una de ellas, la de don Cayetano Saldías, llámase «Los Cinco Ombúes»; la otra, «Los Tres Ombúes». Don Adriano, que sólo poseía un ejemplar del árbol símbolo, bautizó modestamente su propiedad: «El Ombú».

Era uno solo; pero ninguno de los otros ocho lo aventajaba en corpulencia y arrogancia.

El viejo paisano experimentaba intenso cariño y grande orgullo por el coloso guardián de su rancho. En la dilatada llanura, donde las escasas poblaciones estaban tan distantes las unas de las otras que «no se veían las caras», el «ombú de don Adriano» era obligada señal de referencia para el viajero desconocedor del pago que indagaba la ubicación de una propiedad.

—«Siga derecho pu'este camino, y como a cosa 'e dos leguas va ver el ombú de don Adriano; déjelo a la izquierda, agarre una senda que gambetea entre un cardal y que lo va llevar hasta la mesma glorieta de la pulpería de don Pepino...»

—«¿L'azotea 'e los Laras?... Corte p'abajo, costee el esteral que llaman de los aperiases, y enderece pa la zurda, dejando a la derecha el ombú de don Adriano...»

—«¿Pancho Silva?... Pasando el ombú de don Adriano, ya va ver los ranchos, pegados al arroyo».

Y así sin término.

Las horas de ocio—que eran las más del día—pasábalas Aguilar bajo su árbol amigo. Las gruesas raíces externas ofrecían, con el aditamento de un cojinillo, cómodas butacas. Allí tomaba el viejo su cimarrón matutino; allí sesteaba en los días de canícula y allí celebraba sus frecuentes conciliábulos políticos, pues debe expresarse que don Adriano era, ante todo, y sobre todo, «un patriota». Y conviene igualmente explicar que él entendía por «patriota» un hombre que no pesa ni mide esfuerzos ni sacrificios para servir «al partido».

El partido es la patria. Todos cuantos están ejanos a él son anti patriotas. ¿Por qué?... ¡Por eso, pues!...

Era un catequizador. Conquistar un adepto a la causa le satisfacía más que marcar cinco terneros. Y eso que en cada hierro menguaba el número de los becerros «quemados» con la flecha de su marca.

—Las vacas paren siempre—decía;—lo que han de priocupar al hombre son sus ideas encuentra, ño Casiano?...

—¡Dejuro que sí!—confirmaba ño Casiano, uno de los muchos holgazanes que contribuían a agotarle su rodeo y a aumentar las partidas de yerba y ginebra en la libreta del pulpero.

Y como en la libreta se notaban no sólo los gastos de su casa, sino también las dádivas, en mercaderías y en dinero, a «correligionarios» necesitados, fué creciendo, creciendo, y con la multiplicación de los intereses y las «equivocaciones» del anotador, en el primer «arreglo» se comió la mitad del campito de don Adriano.

Mas no se afligió el gaucho por ello. Quedábale aún un pedazo de tierra, su rancho, su ombú y la fe partidaria.

—Por mucho que se ladee la suerte, yo siempre tengo ande recostarme—decía, aludiendo a los ases del partido.

Sin embargo—objetó un misericordioso—cuando tuvo que entregar el campito, naides lo ayudó.

El se indignó:

—¿Qué quiere qu'hicieran,. si están cáidos, como yo, como todos los del partido?... Pero ¡deje no más, que a su tiempo maduran las uvas, y cuando afirmemos el pie en el estribo, otro gallo va cantar!...

Dos años más tarde cantó otro gallo; es decir, no; cantó el mismo gallo, el almacenero, quien se hizo dueño del resto del campo, inclusas las casas y... el ombú.

El derrumbe no amilanó al paisano. En los suburbios de San Nicolás tenía un «sitio» y en el sitio un ranchito: allá se fué a vivir con la vieja, su moro sobrepado—que estuvo en Cepeda,—su perro barcino y tres lecheras viejas, de las de ordeñar sin manea. El pulpero le compró a buen precio las quinientas reses y algunos matungos que constituían el resto de su hacienda. Y todavía le tomó el dinero a interés.

Desde entonces, libre de preocupaciones y de ocupaciones, pudo dedicar todo su tiempo al «ideal partidista». Sentía, eso sí, la nostalgia del ombú, su ombú. De cuando en cuando, en las madrugadas o en los atardeceres, ensillaba su moro y se iba a visitar al chacarero que lo había sustituido en el dominio de la finca. Conversaba con él, le daba consejos sobre cultivos que nunca hizo y hacíale a menudo el elogio del árbol gaucho:

—Este árbol trái la suerte.

—Parece que a osté no le trajo mucha, parece—respondió el fornido Lombardo, locatario del predio.

—Hay cosas que ustedes los estrangis no pueden comprender...

—Sará...

Un violento ataque reumático retuvo más de dos meses en cama al viejo paisano, y el primer día en que fué a visitar su ex propiedad, casi cae del cabailo desmayado. El ombú, su glorioso ombú, había sufrido la injuria de una afrentosa mutilación. Dos de sus más gruesos ramos yacían acostados en tierra, uno al lado del otro, imponentes como dos fornidos guerreros muertos.

—¿Por qué lo hachea?—exclamó en el colmo de la indignación don Adriano.

—¡Eh!—respondió con profunda indiferencia el chacarero;—no sirve per nada e con so sombra me ruina las plantas....

Aguilar gritó, protestó y no sin esfuerzo pudo hacérsele desistir de su propósito de iniciarle un juicio «al asesino».

Desde entonces no dejaba una mañana sin ir a presenciar los progresos del hacha en el cuerpo del coloso.

—¡Suda no más, gringo asesino!—monologaba.—Los ombuses y los gauchos semos duros pa morir!

Cayó el último gajo; ya no quedaban más que el torso enorme y las gruesas y largas raíces, evidenciando la potencia de las que bajo tierra fundamentaban al gigante.

—¡Aquí te quiero ver, escopeta!—exclamó con fruición el paisano.—Has penao tres meses pa descuartizarlo; pero en tuita tu vida, aunque sudes sangre y aunque melles mil hachas, no lo vas arrancar del suelo ni vas impedir que retoñe ni que dé un gajo bastante grueso pa resistir el peso 'e tu cuerpo cuando te colguemos del pescuezo!...

Entró el otoño. Don Adriano vió con sorpresa que el chacarero había casi cubierto las raíces y el resto del tronco del ombú con estiércol fresco. Enternecido, pensó que aquel se hubiese arrepentido de su crimen, y creyó de su deber advertirle:

—No carece echarle abono: él güelve solo.

El cultivador lo miró, se encogió de hombros y prosiguió su labor.

Al verano siguiente, dos peones retiraban con los rastrillos el estiércol y con el estiércol los restos, convertidos en polvo, del orgulloso ombú.

—¡Asesino!—exclamó el viejo sollozando.—¡Tuvistes que ponerle veneno pa matarlo!...

Mientras llueve

Rueda de fogón.

Un fogón inmenso, como cuadra allí, donde el bosque de ñandubays se va insolentamente sobre «las casas».

Y el ñandubay, la leña noble, que arde sin humo y hace brasas como hierro de fragua, que iluminan el galpón con luces purpúreas, vence el frío y la obscuridad que reinan fuera, en el campo abofeteado por lluvia torrencial.

Es poco más de mediodía.

Cuanto más; la hora aproximada es imposible saberlo, pues que el sol, reloj preciso y único, está invisible.

Por otra parte, como no hay nada que hacer, fuera del gozo de mirar la lluvia bajo abrigado techo, nada interesa la medida del tiempo.

Circula sin tregua el cimarrón; el humo de los cigarrillos forma una corona de ascendentes espirales azules, y en el sitio de honor, repantigado en una silla de vaqueta que humilla a los bancos de ceibo, el viejo Aldao, el sabio agreste que, como el Daniel de la Biblia, sabe soltar dudas y desatar preguntas, explica marcas; indica el yuyo con que se cura ia «culebrilla» y el amuleto contra el color de muelas; explica el modo de «componer» un naipe y «cargar una taba» sin que el más ladino advierta el engaño; y luego, a pedido general cuenta un cuento.

—«Les via contar—comenzó,—cómo el ñato Lucas Piedra le ganó una carrera al Diablo.

«Ustedes, que son unos charavones, no conocieron a Lucas Piedra, que supo ser el pierna más pierna en este pago, ande quien no era rayo era centella y el más zonzo rejudio.

«Lucas Piedra era carrerista de profesión, y si alguna vez le ganaban una carrera, no había peligro de que perdiese. Pa jugar, a cualquier juego era más sucio que bajerae negro y con más letra menuda que un precurador de campaña, y cuando vía quiba a perderla la jugada a los tajos, y como era baquiano pa la daga y comoluz pal cuerpeo y de güen coraje, le costaba poco estropiar un cristiano o hacer un dijunto

«Pero al fin estiró la pata, como cualquier otro. Su alma ensilló el parejero tordillo, marca estrella, el invencible, le echó arriba las maletas bastante cargadas de pecados y llevando de tiro al pangaré, otro pingo güen o, aunque no de tanta menta, rumbió pal cielo.

«Trotió una temeridad de leguas, y al fin dentro a una ciudad grandísima y enderezó a un portón iluminado como si juesen juegos artificiales.

«Dio el Ave María Purísima, y raides respondió; cansao de esperar y fasíidiao con el olor de cuero quemao que salía ele adentro, golpió con el mangoel talero. Un diablito tuito negro de hollín le abrió la puerta:

—¿Ta muy apurao por dentrar?

—«Dejuro questoy apurao: traigo los mancarrones medio muertos de hambre y de sed!...

«Y se metió padentro sin hacerle caso al tíiablito que le gritaba:

—«¡Eh, amigo!... ¡deje los caballos ajuera!...

—«¡Cualquier día!... ¡Pa qué venga algunoy se alce con ellos!...

«Y se metió adentro riomás. Sus caballos, en efeto, estaban muy fatigaos, pero no tanto por el largor de las jornadas como por el peso de las maletas. Dos veces por día se vía obligao a cambiar, no porque aflojase el monta o, sino porque el de tiro se deslomaba con la pesadez de las alforjas.

«Asina que dentro al Infierno y cuando le estaba aflojando la sincha al tordillo, se presentó el patrón, un diablo viejo y barrigudo.

—«Lindo flete—elogió mirando al parejero.—No es extraño que nunca haiga comido cola.

—jYo se la corro con el pangaré, propuso Lucas Piedra.

—jAceto—dijo el Diablo;—y como gusto ganar en guena ley, doy cola y luz.

—Con venido.

«Y ataron la carrera y arreglaron dar una guelt a, como de quinientas varas—quera el tiro de tordillo,—al rededor de un tacho grandísimoque había frente a la puerta, poniendo la raya en la mesma puerta.

«Enfrenaron y montaron.

—«¿Vamos?—convidó Mandinga.

—«¡Vamos!—respondió Piedra.

«Y largaron. El tordillo se cortó solo como cinco cuerpos; pero el pangaré comenzó ganar terreno y a las dosientas varas lo alcanzó y lo bandió. A las cuatrosientas el invencible revoleaba las patas y el pangaré al galopón nomás, le llevaba como treinta varas.

«El Diablo, furioso, no podía comprender el por qué de redota tan fiera; pero le dio por mirar patrás y vido que su caballo iba cargao con la maletae los pecaos de Lucas Piedra.

«Largó una docena de malas palabras, bolió las maletas, y el tordillo alivianao, corrió como luz.

«Pero ya el gaucho había llagao a la raya, frente a la puerta con rejas de juego, que había quedao abierta. Atropello a la diablería gritándole:

—«¡Abran cancha!—Y salió campo ajuera.

«Fué a sofrenar a un bajo de allí cerca; le dio un resuello al pangaré y dispués se jué al trotecito hasta la estancia El Paraíso, donde no San Pedro le recibió sin deficultades, porque no llevaba encima pecao ninguno.»

Tapera humana

Mal resguardado por la sombra escasa de una triguera escuálida, don Paulino observaba distraídamente, sin emoción y sin interés, la dilatada cuchilla que se extendía delante suyo como un océano, sin término visual.

Era un mar amarillento, de cuya superficie inmóvil brotaba un vaho blanquecino, muy tenue, pero incesante, y de un brillo insorpotable para otros ojos que no fuesen los ojos aguilenos del viejo gaucho.

Él sol hacía estremecer bajo su beso de fuego a la tierra fecundada.

En el sopor del mediodía estival, ni una brisa ni una ala batían el aire inmóvil.

Todos los músculos estaban en reposo y todas Jas gargantas estaban mudas y todos los seres respiraban fatigosamente, oprimidos los pechos por la rodilla brutal del bochorno.

¿Por qué causa el paisano, despreciando el alivio de la siesta permanecía allí, sentado en un tanquito, sufriendo la resolana?...

Entre los labios secos y descoloridos sostenía el «pucho» de un grueso cigarro de tabaco negro. Debía hacer mucho tiempo que estaba apagado, porque cuando quiso retirarlo para encenderlo de nuevo, el papel encontrábase de tal modo adherido al labio, que le produjo un despellejamient o doloroso.

Aquello pareció sacarlo del abismamiento. Aplicó el dedo a la parte dolorida y advirtiéndolo ligeramente teñido de rojo, musitó con amarga sonrisa:

—¡En tuavía tengo sangre!... ¡Yo créiba que ya nu había más que yel en el cuerpo del viejo Paulino!...

En seguida púsose a palpar y a observar, primero los brazos, después las pantorrillas. En unos y en otras, los músculos habían casi desaparecido. Una piel negra, rugosa, reseca, cubría la potente armadura ósea.

—Tuito se va secando,—dijo con expresión extraña, mezcla de amargura y de contento.

Y luego:

—¡Pensar que no había coronilla, por viejo y morrudo que juese, capaz de resistir cinco golpes de hacha dados por estos brazos que aura no tienen juerza pa llevar un jarro de agua a la boca!... ¡Y pensar questas piernas aguantaban el seco de un novillo de cuatro años y no se despegaban del lomo del bagual más grande y más bellaco!...

Tomó los abíos, obtuvo fuego con gran dificultad, encendió el pucho y siguió filosofando:

—Sin embargo, no estoy tan viejo aún, y, en guena ley, debían quedarme tuavía muchas leguas de vida que galopiar... Y no puedo quejarme: cuando un caballo se cansa, no es por lo general, culpa del jinete; pero cuando se «aplasta», s í... Yo aplasté el mío, y tuitas las maturranguiadas se pagan caro...

Con los ojos ensombrecidos por la tristeza volvió a absorberse en la contemplación de campo achicharrado por el sol y a evocar recuerdos.

Veíase en su juventud triunfal luminosa y cruel como ese sol que muerde sin piedad la tierra sumisa. Enamorar engañar, llenar de pena las almas y de lágrimas los ojos fué el encanto de su vida. Por orgullo, no por perversidad. La seducción, la conquista, el olvido después, sin remordimientos, sin compasiones por los corazones que quedaban sangrando, de las existencias que quedaban destruidas como tiernas margaritas bajo la presión brutal del casco de un potro.

Pero no hay soberbia que no se rinda ni potro que no se dome.

Carolina, la más insignificante de las mozas del pago, se encargó de vengar a todas las otras Pequeña, flaca, fea, sin ningún atractivo físico, había aceptado por novio lo único que se le presentó en los treinta años que llevaba: un burdo chacarero napolitano, viudo, vejancón, desaliñado, vulgar, ridículo.

Iban a casarse cuando apareció Paulino. Carolina rechazó sus avances. El insistió, porfió, enfureciéndose ante aquella inesperada resistencia y concluyó por caer vencido: en vez del viejo y ridículo chacarero, Carolina tuvo por esposo al tenorio del pago, al terrible burlador gaucho.

Lo hizo su esposo y lo hizo su esclavo. El la odiaba pero no podía resistirla, y en su carácter de vencido, perdida toda esperanza de triunfo, humillado, entregado, empezó a secarse rápidamente, a consumir voluntariamente su vida.

En eso pensaba cuando una voz agria y violenta sonando a su espalda le hizo estremecer y levantarse rápidamente de su asiento.

—¿Quesperás pa dir a lavar los platos, haragán?...

El se irguió, apareciendo como un soberbio ejemplar esquelético ante aquella mujercilla escuálida, de rostro horrible, de ojos perversos, de labios resecos, de boca desdentada, de mejillas cuajadas de arrugas.

Y humildemente, resignadamente, respondió:

—Ya voy, mujer, ya voy...

Y fué.

Falsos héroes

Junto al guarda patio estaba la carrada de leña, recién traída.

—Mucha rama y poco tronco,—consideró don Brígido.—Y madera floja, cuasi toda...

El viejo Díaz, afectado por el reproche, intentó justificarse:

—El arroyo está ancho y se han puesto muy fieras las picadas pa dentrar a las coronillas...

—¡Ya sé, ya sé!—confirmó benévolamente el patrón.

En los dos primeros meses de aquel otoño no había caído una gota de agua. Los campos hallábanse resecos, los cañodones agotados, y mal podía estar «ancho» el arroyo. La verdad era que los brazos del viejo Díaz, con más de sesenta años de uso constante, no tenían ya fuerzas para hachar troncos de coronilla y de quebracho, los hierros de la selva.

Bien lo sabía don Brígido, y muy lejos de su ánimo estaba el ofender a su fidelísimo servidor, amigo invariable desde el amanecer hasta el crepúsculo; lo mismo en los tiempos de auge de la Estancia Rosada, cuando había varias leguas de campo y muchos miles de vacunos, que en su bochornosa reducción a una poco más que chacra...

Juntos y estrechamente ligados se mantuvieron en la prosperidad ascendente, y más amigos y más unidos desde el día en que brusca adversidad derrumbó el edificio en cuya construcción emplearon tantos años y tantos esfuerzos y tantos cariños...

—Maliseo que desta noche no pasa sin llover: via picar un pocoe leña,—dijo don Brígido; y cogiendo el hacha se dispuso a la tarea.

—Déjame a mí,—propuso Díaz; mas el patrón lo rechazó ordenando:

—Vos estás cansao... Anda ver si Pan chita precisa algo.

El viento aumentaba én violencia y el frío hacíase intenso, al propio tiempo que se nublaba el cielo en pronóstico de borrasca.

A golpes lentos, don Brígido hachaba la leña y, fatigado, iba ya a dar por terminada la tarea, cuando vió que se acercaba a las casas un viajero a quien creyó reconocer de inmediato.

No erró. Llegando hasta la pila de leña, y sin desmontar de su pingo lujosamente aperado, un gaucho joven, lindo y airoso dijo con mayor arrogancia que cariño:

—Güeñas tardes, tata...

Emocionado, pero severo, el anciano respondió:

—Güeñas... Apiate.

Desmontó el mozo. Se dieron la mano.

—¿Qué viento te trai puacá dispués de tantos años de ausencia?...

—Vine pa trairle una güeña noticia, tata.

—Más vale ansina: será la primera!... Pasa padentro y verás a tu pobre mujer que sestá muriendo tísica...

Tuvo el gaucho una sonrisa cruel, y respondió:

—Gracias... ¡Le tengo mucho miedo a los físicos!... Eso se pega...

Don Brígido lo miró con lástima, con pena y con desprecio, y volvió a preguntar:

—¿Qué venís hacer aquí?...

—Vengo a decirle que regreso al Paraguay, ande me han convidao pauna regolución... Anduve en lotra con el gradoe capitán, y aura me hacen comendante... Pero pa eso carece dejuramente que lleve alguna moneda, porque, como Usted compriende, un jefe sin plata no puede ¿hacer güen pape!...

—¿Y?...

—Y espero que usted me lo facilite...

—¿Y o?...

—De jura mente.

El viejo alzóse indignado:

—¿Olvidas que tuve que perder tuita mi fortuna pa sacarte 'e la cárcel donde te llevaron?...

—¡Por haber muerto un hombre!...

—¡Por haber asesinado y robado a un hombre!.. Y no lo hice por vos; pero por salvar el apelativo honrao, que vos ensuciabas, me dejé comer hasta el último peso por abogaos y precuradores!... ¡Y cuando te largaron, en vez de dir a lavarte la concencia con el sudor del trabajo, te juiste a vagabundear de nuevo, viviendo de enriedos, de trampas, de pillerías entre ladrones y chinas cuarteleras, sin acordarte de tu pobre mujer abandonada ni de tu pobre padre, viejo y arruinao!... ¡Mándate mudar de aquí!...

El mozo titubeó ante el apostrofe; y luego, tomando la brida del caballo y poniendo el pie «n el estribo, respondió con énfasis:

—¡Está bien, tata!... ¡Ya que usté mechae su casa, via hacerme matar gloriosamente en tierra ajena!...

Con inflexible severidad don Brígido replicóle:

—¡Anda!... Es más fácil morir gloriosamente matando hermanos, que morir honradamente trabajando la tierra y cuidando su familia!... ¡Más valiente es el buey que muere aplastao por los años y el trabajo, quel tigre que muere peleando y en defensa de la res robada!...

La revancha

Pedro Pancho, ante la prueba abrumadora de su delito, comprendió que era inútil la defensa..

Por eso se concretó a decirle a Secundino:

—Lindo pial. Pero no olvides que una refalada no es cáida, y que de la cárcel se sale. Prepárate pa la revancha.

—En todo caso, siempre habrá lugar pa la güeña,—respondió taimadamente el capataz;—empardar no es matar.

—Dejuro, correremos la güeña, que a mí nunca, me gustaron las empatadas... ¡y es difícil que no la gane!...

—¡Claro! Como la cana va ser larga, tenes tiempo pa estudiar al naipe y marcarlo.

—Descuida: algunas cartas ya las tengo marcadas—respondió Pedro Pancho con extraña entonación que dejó pensativo a su rival.

Los peones comentaban el suceso.

—Estoy seguro que Pedro Pancho es inocente—observó uno.

—Y yo lo mismo—confirmó otro.—La contraseñalada de los borregos la hizo el mesmo capataz pa fundirlo al otro, a quien le tiene miedo.

—Ya dije yo—filosofó Dionisio—que Secundino es como coscuta en alfalfar y que ha e concluir con todos nosotros. Por lo pronto se va formando cercao. Ya despió a Pantaleón ya Liandro pa reemplazarlos por dos papanatas que son mancarrones de su marca. Cualesquier día nos toca a nosotros salir cantando bajito...

Transcurrió el tiempo.

Las predicciones de Dionisio se cumplieron en breve plazo. Uno con un pretexto, otro por otro, todos los antiguos peones fueron eliminados y substituidos por personas que—debiéndole el conchabo—obedecían ciegamente a Secundino.

Rápidamente adquirió una autoridad despótica en la administración de la estancia. Don Eulalio intentó varias veces rebelarse contra aquella absorción de facultades de su subordinado.

Cedió siempre, sin embargo, bajo la presión de Eufrasia, decidida protectora del capataz.

—¿Cómo andarían nuestros intereses—decía—si vos, viejo y achacao, no tuvieses a tu lao un hombre como Secundino, ativo, trabajador y honrao a carta cabal?...

Pasó más tiempo.

En la obscura noche de un sábado invernal, llegó a la estancia un viajero, emponchado, arrebozado, caída sobre la cara el ala del chambergo.

En las casas estaban solos don Eulalio y un muchacho sirviente. La señora, el capataz y los peones habían ido a un gran baile que se celebraba en la pulpería, a tres leguas de allí.

—Apéese.—dijo el estanciero.

Y el recién llegado, obedeciendo:

—Por poco tiempo. Vengo, patrón, a cumplir con usté, que siempre güen o conmigo, un deber sagrado, y... a satisfacer una venganza!...

—¡Pero vos sos Pedro Pancho!—exclamó don Eulalio.

—El mesmo, patrón. Apenas salido de la cárcel, he caminao cincuenta leguas pa venirle a decir que yo nunca juí ladrón, que la señalada de los borregos del puesto fué una artería de Segundino pa perderme. Y vengo pa entregarle las pruebas de quel ladrón es él; él que íestá jobando hacienda, que Íestá robando en los negocios y que. „ dende hace tiempo, Íestá robando su mujer... Tome estos papeles.

El viejo, alelado por aquella revelación que confirmaba sus vehementes sospechas, no pudo articular una palabra.

Sin más decir, Pedro Pancho volvió a montar y dando riendas, exclamó:

—Tengo que dirme antes que me vea la luz del día, porque, aunque inocente, pa las gentes del pago soy un ladrón. Sólo le pido, don Eulalio, que le diga a Secundino que lhe ganao la revancha y que lo espero para la güeña!...

La canalla fórmica

Era una de esas tardes de otoño en que, tras lluvias copiosas, diáfano el cielo, los rayos solares caían sobre la tierra indefensa como agujas enrojecidas.

Momento propicio para que la sabandija troglodita, rabiosa con el obligado encierro, se echase al campo para saciar sus hambres en despiadadas depredaciones.

En el corredor de la finca,—un corredor cubierto y toldado por orgullosas frondescencias de glicinas y madreselvas,—Félix Alberto de San Fernando dormitaba en su mecedora de mimbre. El diario, que más que leer miraba, había caído de sus manos.

Absorbido en la lectura del periódico, su cuñado Pan ta león, un demócrata fanático que no creía en Dios, pero sí en la infalibilidad de la prensa,—se interrumpió de pronto para exclamar:

—¡Qué admirable!

—¿Admirable qué?—preguntó Félix Alberto, volviendo a la superficie de la vida real.

—¡El esfuerzo ruso!

—¡Ah!... ¿Reconquistaron Varsovia?

—¡Han hecho algo mucho más grande!... Han derrumbado en tres días, convertido en escombros, el tres veces centenario edificio de la autocracia. Una nueva y grande democracia nace a la faz del mundo. ¡Rusia es libre!

—¡Bravo!... ¿Ya tiene la libertad de elegir sus tiranos?... Algo es algo.

Pantaleón observó por debajo de los lentesa su cuñado, tuvo para él una mirada de suprema piedad, y diciéndose in mente: «Pobrecito; está chiflado, completamente chiflado», tornó a sumergirse en la lectura de su diario, su biblia y su oráculo.

Pantaleón era un excelente burgués, ventrudo, comilón, sin otras aspiraciones que gozar tranquilamente de los goces materiales de la vida, dentro de un perfecto egoísmo, sin que ello le impidiera ser, ideológico y platónicamente, hu~ manitarista, igualitario, enemigo irreductible de los privilegios, en toda sus formas, desde la armada y brutal hasta la corruptora de aterciopelamientos bizantinos.

Era un filósofo. Joven sin fortuna y sin profesión, simple empleado de un ministerio, se casó con la hermana de San Fernando y se consideró feliz.

Cuando las descabelladas aventuras de Félix Alberto insumieron las cuatro quintas partes, de la fortuna común, obligándolos a reducirse a la extrema modestia de la chata vida rural en una finca provinciana,—islote salvado del derrubio,—no tuvo una protesta ni una queja.

Cierto que habían diminuido las satisfacciones de su sensualismo animal, pero como podía seguir comiendo, bebiendo, fumando y durmiendobien, sin trabajar, sin «la terrible preocupación del mañana», vivía feliz.

No así Félix Alberto. Su completo fracasa en la política y las finanzas, lo envejeció prematuramente y le llenó el alma de escepticismos.

Refugiado en su finca salteña, despreocupado hasta del aliño de su persona, consagróse a los rudos trabajos del huerto y del jardín, fatigando los músculos para enervar el cerebro. Mostraba primordialmente, odio profundo a los libros, a los que calificaba de «deformadores de la inteligencia y del corazón».

«El comercio intelectual con los ingenios extraños, produce una mestización idealista,—decía,—tan perniciosa como la mestización zootécnica: brillo, apariencia, triunfo efímero, y, en el fondo, a corto término, el caos fisiológico, la degeneración, el derrumbe. Seleccionar, seleccionar siempre,—trabajo lento y penoso,—pero seguro.»

Ya tarde en su vida, había llegado a comprender la sabiduría del Evangelio y apreciar a Jean Jacques.

Esa opinión primitiva fué modificándose con el tiempo. La culpa de tantos males, individuales y colectivos causados por la escuela y el libro, debíanse a la petulante ignorancia de los ministros, autores de planes absurdos, por los cuales se ponen en galeras a las jóvenes inteligencias, llenándoles el cerebro de ciencia como se llena de granos a un ganso, enseñándoles de todo, menos a pensar...

Habló nuevamente Pantaleón, entusiasmado:

—¡Cuando el gran pueblo ruso, despojado de la tiranía, conozca los beneficios de la escuela...

—Sí, interrumpió Félix Alberto;—cuando los hijos de los moujicks hayan aprendido que la flor tiene cáliz y corola, pétalos y sépalos, andrógeo y gineceo, estambres y pistilos, ya serán sabios; pero no sabrán distinguir un cardo a un alcaucil, ni el trigo de la avena, ni de aporcar una planta, ni de guiar un arado asido a la man cera...

Declinaba la tarde. Perico, el primogénito de Pantaleón, regresó de la escuela.

—¿Qué te han enseñado hoy?—interrogó el tío.

—La fábula de la Hormiga y la Cigarra. ¡Es más linda!... ¿Quiere que se la recite, t í o?...

—No gracias, ya la conozco. Es la apología de la hormiga, de la canalla fórmica, que trabaja formidablemente, pero que trabaja como los ladrones y los usureros, arruinando el trabajo de los sembradores, destruyendo en su exclusivo servicio lo que nosotros construímos en servicio de la humanidad!... ¡La canalla fórmica, el latrocinio organizado, la honorabilidad de los opulentos, ante quienes se inclinan los miserables despojados de sus pocos haberes por la inclemencia de esos forcejudos trabajadores cuyo trabajo consiste en trasladar a sus graneros la cosecha ajena!...

«¡Y en la escuela te enseñan a honrar e imitar la hormiga!... Lo mismo hacen nuestras democracias. Tu maestro, sin discusión, un historiador de textos que pasan por su cerebro como sobre un espejo, de fijo no ha cultivado la tierra, no ha penado sobre ella y no sabe por lo tanto—en su moral de confección,—que vale más la ci carra imprevisora que la hormiga infame.

«La hormiga es el latifundista, el acopiador y el usurero que devoran todo el producto del trabajo...

«¡Y en la escuela te enseñan a admirar e imitar ala hormiga, a ser caballa; se placen en modelar tu alma con esa arcilla!... ¡Oh, la canalla fórmica!»...

Y, poniéndose de pie, dijo:

—Voy a ponerle la máquina a un hormiguero que descubrí detrás del horno.

El tirador de Macario

Cuando en enero de 1904 la plaga devastadora de la guerra civil hizo de nuevo su aparición por el campito que Santiago Ibáñez poseía en las puntas del Guaviyú, en las faldas de la cuchilla del Hospital, ya iban barranca abajo los bienes del laborioso paisano.

Los años malos, la peste, la enfermedad que llevó el viejo padre y los médicos y las boticas que le llevaron varios centenares de libras esterlinas, destruyeron en poco tiempo la mitad de lo conquistado por tres generaciones de humildes trabajadores campesinos.

La guerra fué a darle el golpe de gracia. El ventarrón echó abajo los alambrados, destrozó la huerta, diezmó la reducida hacienda, arrió los pocos caballos, mató los bueyes aradores y arrastró consigo a Santiago Ibáñez, a Pedro, su hijo mayor, un adolescente y a los dos muchachos que le servían de peones.

Dejaron a su anciana madre y a su esposa y a su hijito Cleto, porque era muy chico y al Negro Macario, porque era muy viejo, y a la yegua overa porque de flaca, renga, y manca no andaba diez cuadras seguidas, al tranco y de tiro.

Cuando la gente armada se perdió en el horizonte, un silencio infinito pesó sobre el lugar y hasta parecía que el cielo, el luminoso cielo estival, se hubiese toldado de súbito.

—No lloren, patronas,—dijo el negro Macario acercándose al grupo desconsolado que habían formado junto al guardapatio, las dos mujeres y el pequeño Cleto, quien, intuitivamente, lloraba también.

—No lloren, patronas,—continuó Macario;— aunque el negro viejo está muy maceta, entuavía tiene juerzas en las tabas y en los pulsos pa cuidarlas a ustedes hasta quel patrón y el patronato peguen la güelta...

—¡Si vuelven!—gimió la esposa.

—Han de volver, con la ayuda e Dios—consoló la anciana.

—¡Ya lo creo que han de golver!—afirmó Macario;—por fiero que sea el temporal, no se puede tragar el sol que hace el güen tiempo!... Si habrá visto destas tormentas, en los años que tiene, el negro viejo.

—¡Si nos lo matan!

—¡Qué los van a matar!... ¡Déjese de mentar dijuntos, ña Liboria!... En las guerras de aura no se matan más que caballos y vacas... ¡Si juese en antes, en el tiempoe los entreveros a lanza!...

Sin embargo, pasaron los meses y el temporal, lejos de amenguar, arreciaba.

En los ranchos de Guaviyú no se volvieron a tener noticias de los ausentes. Es decir, las dos mujeres no volvieron a tener noticias; Macario debió haberlas tenido a juzgar por la tristeza que lo había invadido y que en vano se empeñaba en ocultar.

En tanto, la miseria iba invadiendo el campa y la casa, como invaden los yuyos y la sabandija a la tapera abandonada.

El negro viejo hacía esfuerzos prodigiosos para atender el sustento de la familia, para distraer a las patronas y... para inventar ardiles a fin de salvarle al pequeño Cleto su peticito picazo.

Sin embargo, una partida lo sorprendió cuando menos lo esperaba, Había ido al campo a carnear un capón y como la yegua overa apenas trotaba, la tarea fué difícil y ya obscurecía, cuando regresó a las casas.

Al llegar, un soldado de la partida tenía embozalado el petizo, sin hacer caso de las súplicas de las mujeres ni el llanto desesperado del chico, quien al ver el negro, exclamó esperanzado:

—¡Tío Macario, no me deje lleva mi petizo!...

El negro imploró:

—¿Pa qué van a llevar ese animalito que no les sirve pa nada y lo van a tener que dejar puay no más?

—Pa quedar, bien con alguna china del pago respondió, insensible, el jefe de la partida.

Tras un rato de indecisión y como arreciara el llanto de Cleto, el negro tuvo una inspiración:

—Vea, oficial,—dijo con voz trémula;—si me deja el petizo le doy en cambio una prenda...

—¿Una prenda?—preguntó el otro incrédulo observando la facha indigente del viejo:

—Una prenda de oro y plata.

—Vamos a ver.

Macario fué al cuarto; buscó en el fondo del baúl su tirador, su querido tirador de botonadura de plata y oro.

—Tome,—dijo con lágrimas en la voz.

El oficial lo observó con ojos de codicia.

—¿Ande lo robaste?—preguntó.

—¡No lo robé!... ¡Se lo gané al truco, hace vainte años al chileno Pintos, el jugador más menta o, a quien nunca naides le ganó al truco!—replicó orgulloso y airado el negro viejo.

El oficial asintió.

—Está bien; larga el petizo,—ordenó.

Se fué la partida. El chico, loco de alegría, se puso a abrazar y a besar la cabeza del petizo. Doña Liboria, anegada en llanto, abrazó y besó al negro viejo...

Pero, desde ese día el negro viejo empezó a declinar sensiblemente. Con el tirador, aquel tirador que era el orgullo de su vida miserable, le habían arrancado las últimas fuerzas que le quedaban en el cuerpo y en el alma.

Una semana después, lo encontraron en medio de su cuarto, muerto, rígido, la cabeza y las manos hundidas en el baúl, como si en el delirio final se esforzara en defender la preciosa reliquia de su gloria.

No hay que sestear el domingo

Un candil, produciendo más humo que luz, alumbraba débilmente la mezquina estancia, cuyo pajizo techo estremecíase a cada instante, sacudido por las ráfagas.

Sentado sobre el borde del catre, la cabeza gacha, don Epifanio estaba tan abstraído, que ni siquiera advirtió que la brasa del pucho le chamuscaba el recio bigote gris. Recién al sentir el calor sobre la «jeta» tornó a la realidad.

—¡Tiempo apestao!—clasificó con rabia.

Silvino, que sentado sobre un baúl, frente al catre, atormentaba una vieja guitarra llena de parches, asintió:

—Asqueroso... Con la húmeda, las cuerdas se aflojan, nu hay tiemple que resista, y asina, es claro, no me puede salir esta polca quebrallona questoy componiendo pal familiar del domingo...

Don Epifanio lo miró con lástima.

—Siempre has de ser el mesmo—dijo;—siempre más preocupao en el lujo del apero quen el cuidao del caballo.

Silvino cruzó la pierna, acostó en ella la vihuela y, sonriendo con una sonrisa infantil que iluminaba su lindo rostro bronceado, respondió:

—¿Y en qué quiere que piense?... El cachorro, el potranco, el ternero y la borrega, sólo a tinan a jugar, a divertirse; y bien disgraciaos serían si eon el calostro en los labios comenzaran a riflisionar sobre los rebencazos que vendrán, las pinchaduras de las espuelas, el peso del yugoy el filo del cuchillo!...

—¡Vos te pensás que tuita la vida es domingo!...

—No, viejo, no; yo creo que la juventud es el domingoe la vida, y que hay que aprovecharlo hasta el güeso, del mesmo modo que no se ha de tirar la botella mientras tenga un tragoe caña.

—En comparancia con la semana, el domingo es muy chiquito.

—¡Dejuro!... ¡Y por eso obliga sacarle el jugo, pelar bien la costilla sabrosa, criendo juerzas pa mascar la pulpae cogote que nos han de servir dende el clariar del lunes!...

—Mucho comer indigesta.

—De acuerde pero yo prefiero morir de un cólico a morir de hambre; atracarme de pulpa aura que tengo dientes pa mascarla y barriga pa guardarla, a penar como usted, que recrea la vista asando asao que se han de comer los otros.

Don Epifanio, palideciendo repentinamente, se puso de pie. Su cara flaca, angulosa, morada, agrietada la escasa parte de piel que dejara visible la exuberancia capilar, húmedos los párpados, tremulante el labio, interrogó con voz ronca y gesto amenazante:

—¡Eso parece alusión!

Y Silvino, impasible:

—Pueda que sí.

—¿Te referís a Eufrasia, a mi sobrina Eufrasia?...

—Va rumbiando bien.

Don Epifanio adelantó dos pasos, levantando los puños, semejantes a dos granadas repletas de explosivos.

—¿Qué querés decir?...

Alto, de anchas espaldas, don Epifanio, no obstante su magrura, llenó la covacha con su gesto de suprema rebelión contra las iniquidades del destino, que condena a los buenos, a los honestos a llegar siempre tarde al mercado, porque mientras ellos se demoran acumulando en la bolsa las monedas con que efectuar el pago, otro más alarife se lleva la presa a crédito.

—¿Qué querés decir?—repitió con violencia..

—Quiero decir—respondióle serenamente Silvino—que aquello que no se supo hacer el domingo, no se puede hacer el lunes.

Luego, levantándose, descolgó un pequeño espejo que estaba pendiente del muro, se acercó a Epifanio, le echó el brazo derecho sobre el hombro y, presentando con el izquierdo el vidrio donde se reflejaban una junto a la otra las dos fisonomías dijo:

—Mira: Vos la querés a Eufrasia yo también.... Ella tiene veinte años yo veinticinco vos más de cuarenta... Mira... ¿a cual de los dos puede preferir?

Vencido mortalmente vencido Epifanio, s o llozó:

—¡Sin embargo, yo la quiero!... ¡Es la primera vez que he querido a una mujer!...

Silvino lo estrechó cariñosamente entre sus brazos y díjole con frase afectuosa:

—Esperaste al lunes, viejo. ¡La culpa es tuya, que despreciastes el domingo acostándote a dormir la siesta!...

El consejo del sabio

Domando potros—en cuyo arte pasaba por insuperable—Eudoro Maciel logró reunir una tropilla de patacones.

Trabajando de capataz de tropas en invierno y de capataz de esquiladores en verano, fué aumentando él rodeo de las «amarillas» allá en la época de las «onzas» hispanas, las anchas «brasileñas», los «cóndores chilenos», las británicas «libras de caballito» y las macizas «doble águilas» yanquis.

Hacía tiempo que Eudoro había sacado un boleto de marca; marca M. No la sacó E. M., que sentaba más lindo, porque iba a resultar de «mucho fuego».

Y había ya como cosa de unos quinientos vacunos y de unos treinta caballos, quemados con la marca M., cuando Eudoro se decidió a realizar los tres actos fundamentales en la vida de un hombre: comprar campo, levantar un rancho y casarse.

Y compró un campo: chiquito—mil cuadras, nada más—, pero campo flor, sin desperdicios, con pasturas inmejorables, con aguadas permanentes y con leña en exceso.

En seguida levantó el rancho. Lo levantó él mismo, con horcones, tirantes y ajeras, cortadas y labradas por él en el monte lindero; con paja brava elegida y cortada por él en el estero vecino; con terrón cortado por él de la loma gramili osa de su campo.

Hizo el corral, hizo el chiquero para el terneraje de las lecheras, hizo la enramada y alambra un rectángulo de tres cuadras por cinco, para la futura chacra.

Ya no le faltaba nada más que casarse; y de ahí le resultó una dificultad imprevista. Hombre práctico, él siempre había preferido la calidad a la cantidad y lo productivo a lo decorativo. Cuando compraba un traje, lo elegía color cebruno,—pelo el más feo de todos los pelos,—pero «sufrido». Si debía adquirir una lechera, poco le importaba la estampa y deteníase, en cambio, en el estudio del escudo de la ubre. Para «carretoneros», elegía tubfanos, recios de encuentro, sólidos de caderas, cortos de espinazo. Sus gallina serán todas, catalanas negras,—muchas crespas,—feas todas, pero ponedoras y de carne sabrosa.

Odiaba a los perros, los gatos, los pájaros y las flores, cosas inútiles, y sólo aceptaba la mujer,—que es al mismo tiempo, perro, gato, pájaro y flor,—en su carácter de compañero de yugo en el arado de la vida. En cuanto al amor,—no habienda amado nunca,—le parecía una cosa supérflua como el fleco en el poncho o los bordados en la blusa.

Hombre práctico, hombre sensato, pensaba:

—Es más fácil encontrar un caballo lindo que un caballo bueno. Y los lindos, generalmente nr sirven para nada.

Y luego:

—Una mujer bonita resulta como ponerse un anillo en el dedo: fastidia, y hace perder tiempo en mirarlo, y siempre está uno apeligrando perderlo.

La mujer que necesitaba, la que le convenía, debía ser grande, sana, fuerte y con toda la dentadura: ¡nada de potrancas!... En cuanto a la cara, un «as igún»: «ni linda quencante, ni fea quespante».

Y después de mucho buscar en los rodeos mujeriles del pago, «aparté» a Dominga.

—Es feona—se dijo,—pero la carculo de güen cómodo.

Y no era feona, Dominga; era fiera, más bienLas tres dimensiones—alto, ancho y profundidad—estaban desproporcionalmente repartidas en ella. Era larga, era ancha, pero chata. Nata de protuberancias, nada de curvas: toda chata; los senos igual, los píes lo mismo y el rostro idéntico;,parecía pasada por un laminador.

Pero él estaba conforme con la elección, realizada tras muchos minuciosos estudios.

—Dominga es feona—repetía,—pero es güeña, es juerte, es sana, es trabajadora y no hay peligro de que nadies me la cotíicec.

Y el primer año de vida matrimonial transcurrido confirmó la excelencia de su tino. Todo marchaba como reloj en el nuevo hogar.

Desgraciadamente, después de ese tiempo las cosas comenzaron a cambiar. Las tareas domésticas ya no se hacían con la estricta regularidad y prolijidad de antes. Sin advertir las causas, Eudoro palpaba los efectos.

—Esto carabea... Yo no colijo por qué, pero cambea... Hay algo qustá rompido o questá por romperse...

Dominga se transformaba visiblemente. Su carácter se agriaba, su actividad decrecía; empezó por ser descuidada en el aseo de su persona y de su casa, y terminó por ser puerca.

Una tarde, al regresar del campo, Eudoro se dirigió, como de costumbre, a la cocina, y se extrañó de no encontrar allí a su mujer. Sobre la parrilla, en el fogón semiapagado, había un costillar de oveja, frío y casi carbonizado, constató que la pava, asado y fogón habían sido abandonados de largas horas atrás.. Inquieto Maciel penetró en el rancho y encontró a su esposa, tirada, boca arriba, en el suelo, junto al lecho, las ropas en completo desorden. Creyéndola muerta se abalanzó sobre ella, e hincando una rodilla en tierra, le pasó la mano por la espalda y le enderezó el busto.

Ella entreabrió los ojos, de un brillo vidrioso y con voz estropajosa tartamudeó:

—No... Déjame aura... puede cair Eudoro...

Eudoro sintióse profundamente afectado. La herida apenas rozaba el corazón: sus sentimientos afectivos y su concepto del honor eran, como hemos dicho, más que rudimentarios.

No. La pena nacía del inesperado fracaso del criterio y del sistema que le habían asegurado el éxito en todas sus empresas: la reflexión madura, la proscripción del entusiasmo, la constante subordinación de lo bello o lo útil.

No se indignó. No perdió el tiempo en reproches o violencias que sabía infructuosas como sembrar sobre el agua del arroyo. Se contrajo a establecer una severa vigilancia para impedir la introducción clandestina de bebidas alcohólicas.

Pero sus desvelos tuvieron poco éxito. Es sabido que habiendo babidas y habiendo borrachos, ninguna policía—ni aún la miseria—logran impedir que una y otras se pogan en contacto...

Y el convencimiento de su derrota al final de una larga campaña triunfadora, abatió su orgullo y mermó sus bríos.

Cosa de veinte meses después del desgraciado acontecimiento, no era ya ni sombra de aquella macha energía que le permitió ir ascendiendo, paso a paso, firmemente, sólidamente, durante treinta años consecutivos. Vencido, él también se dio a beber y entregarse a la inercia.

Y aconteció que una tarde fué a visitarlo Fermín Pérez su ahijado, primogénito de su mejor amigo Pedro Pérez.

—Vengo a pedirle un consejo, padrino—expresó el mozo.

—Habla. Si es pa comprar un caballo, elegir un toro, apartar una novillada, cortar una punta de ovejas, o carcular el valor de un campo, te puedo servir.

—No; padrino; no es pa nada deso... Es que... sabe... me quisiera casar...

—¿Y tenes novia?

—Tengo media docena en vista; pero una es asina, y la otra asina, y una me gusta p.un lao y la otra puel otro... y tata me dijo:—«Anda pedirle consejo a mi compadre Udoro, ques entendido, y él te va decir cuáles son las condiciones preferibles».

Se estremeció el viejo. Luego, con violencia:

—¿Qué condiciones?... ¡Una sola! Búscala que sea linda. Fea o linda, tuitas te han de hacer tragar juego y han de ser la mesma manea que no te deje salir de al lao de las casas... ¡Y las lindas, siquiera recrean la vista!...

Matapájaros

¿Cuál era su nombre?

Nadie lo sabía. Ni él mismo, probablemente. Fernández o Pérez, y si alguien le hacía notar las contradicciones, encogíase de hombros, respondiendo:

—¡Qué sé yo!... ¿Qué importa el apelativo?... Los pobres semos como los perros: tenemos un nombre solo... Tigre, Picazo, Nato, Barcino... ¿Pa qué más?...

En su caso, en efecto, ello no tenía importancia alguna. Era un vagabundo. Dormía y comía en las casas donde lo llamaban para algún trabajo extraordinario: podar las parras, construir un muro, o hacer unas empanadas especiales en días de gran holgorio; componer un reloj o una máquina de coser; cortar el pelo o redactar una carta. Porque él entendía de todo, hasta de medicina y veterinaria.

Terminando su trabajo, que siempre se lo remuneraban con unos pocos reales—lo que quisieran darle,—se marchaba, sin rumbo, al azar.

Todo su bien era una yegua lobuna, tan pequeña, tan enclenque que aún siendo él, como era, chiquitín y magro, no hubiera podido conducirlo sobre sus lomos durante una jornada entera.

Pero Juan marchaba casi todo el tiempo a pie llevando al hombro la vieja escopeta de fulminante, que no la abandonaba jamás.

Él iba adelante, la yegua detrás, siguiéndolo como un perro, deteniéndose a trechos para triscar la hierba, pero sin quedar nunca rezagada.

Algunas veces se presentaba el regalo de un trozo de camino cubierto de abundante y substancioso pasto y el animal apresuraba los tarascones, demorábase, levantando de tiempo en tiempo, la cabeza, como implorando del amo:

—«Déjame aprovechar esta bolada».

Y Juan, comprendiendo, sentábase en el suelo y esperaba pacientemente. De todos modos, nunca tenía prisa, puesto que nunca iba a ninguna parte preestablecida. Un trozo de carne fiambre y un par de galletas, siempre tenía para la cena, y para dormir, ningún colchón más blando que la tierra y ningún techo mejor que el gran techo del cielo.

Luego, contentos los dos, volvíanse a poner en marcha. Juan se detenía a menudo para hacer fuego sobre todo pájaro que se le presentaba a tiro. Porque, habitualmente, sólo mataba pájaros. Recién cuando le escaseaban las municiones y el dinero para reponerlas, dignábase tirar sobre liebres y venados, únicas piezas que recogía para trocarlas luego, en el primer boliche, por pólvora y perdigones.

Cuando en el rigor de las siestas los pobladores cercanos al camino oían una detonación, exclamaban convencidos:

—Ahí viene «Matapájaros».

Y cavilaban en qué podrían aprovechar la oportunidad de su presencia y sus múltiples habilidades.

—Ahí anda el loco'e los pájaros—decía otro, sin demostrar la menor extrañeza.

Al principio despertó general curiosidad aquella guerra encarnizada a los inocentes pajarillos, pues conviene advertir que Juan jamás hacía fuego sobre las águilas, caranchos ni chimangos: los rapaces le merecían todo respeto.

Andando el tiempo, todos se convencieron de que era una chifladura como otra cualquiera, y no se preocuparon más. Él, por su parte, taciturno, guardaba empecinado silencio ante toda las preguntas que al respecto le hicieran.

En un atardecer lluvioso iba malhumorado pues en el transcurso de una hora de marcha a pie, no había encontrado un sólo pajarito que ultimar.

—¡Se escuenden!—exclamaba con rabia;—pero es al ñudo, porque yo acabaré por encontrarlos!...

Andando, vió en lo alto de uno de los palos de una cancela un nido de horneros. El macho, muy tranquilo, muy confiado, hacía guardia a la puerta de su palacio de barro.

Juan, respetando la superstición gaucha, nunno había tirado sobre los horneros. Ese día vaciló.

—¡A fin de cuentas, pueda ser qu'está ahí no más!...

Tras unos momentos de indecisión, se echó el fusil a la cara, apretó el gatillo...

Siguióse una tremenda detonación y el vagabundo cayó en tierra cubierto de sangre el rostro y el pecho destrozados por los trozos de acero del cañón del arma, que había reventado con extraordinaria violencia.

Lo recogieron agonizando, y sólo entonces, en medio de las incoherencias del delirio, reveló su secreto:

—Cuando se me juyó mi mujer... la vieja Casilda... me echó las cartas... Luisa muerta... su alma escondida en un pajarito... ¡P'hacer arterías mala indina! ¡Juré chumbiarle el alma!... ¡Dejuro qu'estaba adentro'el hornero y m'hizo reventar la escopeta!...

Un viaje inútil

La tarde ofrecía el aspecto de un reloj que se hubiese parado súbitamente. Nada ha cambiado, nada se ha transformado; pero cesaron el movimiento y el sonido: la vida quedó en suspenso.

El cielo, hasta entonces nublado, se aclaró de pronto, con una claridad opalina y la atmosfera quedó inmóvil, rígida y pálida, cual si la naturaleza hubiera sufrido un síncope.

Todo el mundo en el contorno. En el firmamento lechoso, ningún pájaro batía el aire con sus rémiges. En la campiña, las bestias, sorprendidas por aquel insólito crespúsculo, permanecieron quietas, atemorizadas. Las ovejas andariegas se apeñuscaron, formando grupos que a la distancia semejaban montículos de calcárea blancura. Los vacunos suspendieron la metódica ocupación de la rumia, y los caballos, gachas las orejas, entristecidos los ojos, parecían clavados sobre sus cuatro remos, esperando con filosófica resignación, la borrasca presentida.

En las casas imperaba igual silencio. El ambiente húmedo y cálido, apelmazaba los cerebros y sellaba los labios.

Las gallinas, creyendo con su feliz imbecilidad, que había llegado la noche, instaláronse tranquilamente en sus habituales dormideros.

En el galpón, los perros, presintiendo un peligro, echaban a los hombres miradas investigadoras y demandadoras de auxilio; mas, al notar la indiferencia de éstos, se estiraban, buscando el mayor contacto con la tierra, la buena madre, que siempre ampara y nunca castiga, que amamanta con igual cariño a los hijos buenos y a los hijos malos, a la oveja y al lobo, a la zarza dañina y al trigo sagrado...

Tal inercia plegaba los espíritus, que cuando Marina penetró en el galpón para recoger las fuentes y los platos del almuerzo, no hubo un sólo peón que se preocupara de decirle una zafaduría o darle un pellizco, caso nunca visto desde que Marina entró de peona en la estancia.

Tal inercia plegaba los espíritus, que cuando hasta Cayetano, sempiterno charlatán, había cerrado la esclusa al dique de su verborragia. Apenas si dijo con la rabia de la impotencia:

—¡Pucha! ¡Con este día, hasta pa resollar siento pereza!...

—Pueda que sea un clise—aventuró el viejo Pancho.

—También puede ser una cometa—observó Almada.

—¡Salí!... ¡Las cometas andan de noche!...

—No li hace; pero coletean de día, en ocasiones.

Nadie replicó. Los cigarros se apagaban con la inmovilización del fuelle de los labios. El mate se aburría recostado al pico de la pava, que estaba enfriándose, sobre las cenizas del fogón moribundo.

Repentinamente el nacarado del cielo se tiñó de escarlata y casi de seguida tornóse en gris lobuno.

Allá en lo muy remoto, bramó sorda y prolongadamente un trueno. Un relámpago trazó serpeante rúbrica roja sobre el paño obscuro, y tras una detonación formidable, cual si hubiesen hecho fuego al mismo tiempo cien baterías de cañones ultrapotentes, abriéronse las esclusas del cielo, y la lluvia azotó con ferocidad la tierra...

Todos los peones se habían retirado a dormir la siesta, tras el anuncio expresado por el capataz de que en vista del estado del tiempo quedaban suspendidos los trabajos proyectados para el día.

Restó uno solo, Cayetano, quien no se resignaba a pasar toda una tarde sin charlar. Viendo a Marina ocupada en retirar apresuradamente las ropas que había puesto a secar sobre el cerco vivo del guardapatio, le ofreció, sin mayor entusiasmo, su ayuda.

—¿Quiere que le de una manito, prenda?...

—¡No preciso estorbos!—respondió con mal humor la chica; y Cayetano, sin insistir, volvió al galpón, atizó el fuego y aproximó la pava, dispuesto a pasar el tiempo amargueando.

Ladraron los perros. Un jinete emponchado se acercaba al galope, y aunque ya estaba muy próximo, Marina no logró reconocerlo, a través de la lluvia. Al detenerse junto a la enramada, pareció sorprendido, exclamando con timidez:

—Güenas tardes, Marina...

Sin abandonar su tarea y con cortesía indiferente, la moza contestó:

—Güeñas... Bájese.

Desmontó el forastero y fué a tenderla la mano, que ella estrechó con frialdad, diciéndole al mismo tiempo:

—Dentre, no s'esté mojando al ñudo.

Él, apenado visiblemente por aquel recibimiento, con seguridad no esperado, dijo:

—También usted se moja... Deje que la ayude,.

—No carece; ya concluí.

Ambos penetraron en la enramada, y mientras Marina parecía solamente preocupada en nacer el lío, él balbuceó:

—He galopiao veinte leguas pa venir a trairle una güeña noticia.

—Muy importante ha de ser pa obligarlo a ese sacrificio.

—¡Ya sabe que por usté, yo soy capaz hasta de jugarle el alma al diablo, a la taba o a los tajos!...

Guardó silencio Marina y el forastero prosiguió:

—Hace un año me dio su palabra de que se casaría conmigo el día que llegase a mayordomo de la estancia de los Ombuses... Ayer el patrón me dio el puesto, con una güeña habilitación, y hoy mesmo, antes de aclarar, ensillé y me largué p'acá...

Ella siguió guardando un silencio hostil.

—Recuerde que prometió...

—Sí; prometí, hace un año, ¡pero en un año cambean tanto las cosas!...

—De manera que aura...

—Disculpe, viá llevar la ropa p'adentro...

—¿Y vuelve?—imploró el gauchjto.

—No creo. La patrona me precisa. Y sin una palabra amistosa, se fué.

El forastero quedó atolondrado incapaz de comprender aquel cambio radical en la mujer que un año antes le hiciera las más ardientes manifestaciones de amor.

Cayetano se acercó entonces y exclamó jubiloso:

—¡Hola, amigo Facúndez!... ¿Qué anda haciendo pu'estos pagos?...

Con amarga expresión, el mozo contó el objeto y el resultado de su viaje.

—¡Qué quiere, amigo!... El corazón de las mujeres es como casa de alquiler: el dueño no es sino el primero que la arrienda y se mete adentro!... venga pal galpón; vamo a tomar un amargo.

—Gracias. Ya me voy.

—¿Y ande va dir con este deluvio?

—A ver si encuentro ahí un rayo desocupado que me quiera rajar po'el medio!....

Sin palo ni piedra

Es el Pipirí un arroyuelo insignificante, plácido, casi lampiño y que da la impresión de un joven exangüe, agobiado por un mal constitucional incurable.

Sobre el llano, de muy leve declive, las aguas blanquísimas parecen inertes, tan grande es la pereza con que van marchando hacia la confluencia. Se diría que expresamente dilatan el término inevitable de su apacible andar, horrorizadas con la perspectiva de mezclarse a las masas briosas del gran río, que, en impetuoso galope van a choca con las duras aguas marinas.

En sus márgenes, vénse, de trecho en trecho, raros bosquecillos de sauce, que acrecientan la melancólica fisonomía del paisaje.

A un centenar de varas del arroyo, hay una casita de muros muy blancos y de techos de teja ensombrecida por la acción del tiempo.

Al frente se yergue, como celoso guardián, un opulento paraíso; y tras un modesto jardincillo, se extiende la huerta, con escasos árboles frutales, viejos también, casi improductivos. Una lujuriosa madreselva, de ramas gruesas, negras, nudosas, se eleva, retorciéndose hasta el alero de la techumbre y se desparrama por la fachada, prediéndose a los barrotes de las rejas de las ventanas.

Un gran silencio reina de continuo en aquella casa, que parece estar en duelo o habitada por algún enfermo grave. Hasta el viejo perro canelo que dormita junto a la puerta principal, cumple sus deberes de guardián anunciando la aproximación de los forasteros con discreto y apagado ladrido...

En una tarde de otoño, cuyo cielo pálido aumentaba la melancolía del lugar, una joven paisana, extremadamente bella, sentada en un rústico banquito, al pie del paraíso, cosía.

Su rostro, de finas facciones, denotaba honda tristeza; una de esas tristezas serenas, que tienen origen remoto, que anidan en las almas una tristeza crónica, pertinaz, incurable, que ser manifiesta especialmente en el subrayado violeta de los ojos y en el pliegue amargo de los labios.

Habría transcurrido un cuarto de hora cuando apereció en la puerta un joven de mediana estatura, magro, muy pálido, casi lampiño. A paso lento, fatigoso, se acercó a la paisana, quien, al verlo, se levantó ofreciéndole solícitamente el banco.

—¿Querés sentarte?...

—No—respondió con voz áspera; y luego con violencia:

—¡De lo que tengo ganas es de acostarme!

—¿Te sentís mal?... ¿querés que te prepare la cama?—preguntó ella cariñosamente.

Y él, con mayor agriedad:

—¡No!... ¡Tengo ganas de acostarme allí, al lao de los sauces, bajo tierra, pa siempre!...

—¡No digas locuras, José!... ¿Te sentís incomodao?...

El mozo, recostado en el tronco del paraíso, guardó silencio se pasó la mano por la frente, y al cabo de unos segundos respondió con angustia:

—Vengo de hablar con Pancha... me dijo qu'era al ñudo, que su padre se había encaprichao en no dejarla casar conmigo...

—¿Siempre con el mismo pretesto?

—Siempre el mesmo: que no soy bastante rico pa'ella...

—¿No le dijiste que yo te cedía mi parte, que todo el campíto la población, l'hacienda, todo era tuyo?...

—Le dije, y ella se lo dijo y él respondió que tuito junto no le alcanzaba pa la ración de un pasajero!...

La joven paisana tornóse todavía más pálida; hondo suspiro escapó por sus labios exangües y sus bellos ojos se llenaron de lágrimas.

Penoso silencio los envolvió durante largo rato. Al fin la joven, serenada por violento esfuerzo de voluntad, exclamó:

—Tené paciencia hasta mañana... ¡Yo te prometo que mañana don Valentín dará su consentimiento!


* * *


Carmen tenía dieciséis años y doce José cuando murió su padre, reventado por su caballo en una rodada.

La madre había fallecido varios años antes y Carmen, desde niña cargó con toda la responsabilidad de la administración doméstica. Sin más ayuda que la escasa de una vieja peona, debió atender las necesidades caseras, incluso el cuidado de su hermanito, un muchacho débil, enfermizo, que mordido por la tuberculosis, mostrábase siempre díscolo, agrio, triste y violento.

Al fallecimiento del padre, ella tuvo que hacerse cargo de la administración del establecimiento, y consagrada heroicamente en ese doble deber, se olvidó de sí misma. Vivió enclaustrada y rechazó a cuantos pretendientes se le ofrecieron, haciendo el sacrificio de su juventud en aras del amor fraternal.

Había cumplido veinticinco años resignada, tranquila, cuando un grave conflicto doméstico se presentó de imprevisto: José, quien ya en la mayoría de edad continuaba siendo el mismo niño enfermizo, irritable, se enamoró violentamente de Pancha, la hija de un rico estanciero, Valentín Gutiérrez. Ella correspondió a su amor y durante un tiempo las cosas marcharon sin tropiezos. Don Valentín, prototipo del hombre sin dignidad, devorado por todos los vicios, no se preocupó de los amores de su hija, como no se preocupaba de su infeliz esposa.

Pero, llegó un día en que conoció a Carmen y no tuvo escrúpulos en hacerle las más infames proposiciones, que la joven rechazó indignada. Él rió cínicamente ante el insulto.

—¿Adonde irás, paloma, que no te coma este gavilán?—dijo.

Y se decidió a explotar el cariño de Carmen por su hermano, poniendo canallesco precio a su asentimiento al matrimonio de aquel con Pancha...

Al día siguiente de la escena del paraíso, muy de mañana, mientras José dormía aún, rendido tras una noche de doloroso insomnio,—disponíase a ir a la estancia de Gutiérrez, cuando la vieja peona le anunció la visita de aquél. Lo recíbió inmediatamente.

El estanciero, que había pasado la noche en la pulpería, jugando y bebiendo, llevaba una faz más lasciva y repugnante que nunca. Carmen, armándose de todo su valor, le dijo afablemente:

—Me alegra su visita, don Valentín.

—¡Vaya!... ¡vaya!... ¿Comienza a ablandarse?...

—¡Deseaba verlo para rogarle que no sea cruel y deje casarse a esos dos muchachos que se están muriendo de amor!...

—¡Si no me opongo, prenda!.... ¡Pongo nomás una condición, y justa, porque yo también m'estoy muriendo de amor por usté!

—¡Sea bueno, don Valentín!

—Emprencipíe por ser güeña usté y yo sigo el movimiento...

—¡Se lo pido por su madre!

—¡Si yo ya ni mi acuerdo de la finada mama!...

Hubo un angustioso silencio. Luego, Carmen, con voz lúgubre, preguntó:

—¿De modo que el único medio de que usted permita el matrimonio...

—¡Es que vos correspondás a mi cariño!...

—¡Sea!—exclamó con firmeza la heroica joven—Puesto que no hay otro medio de salvarle la vida a mi hermano, sea!... ¡Pero sepa que lo detesto, que le tengo más asco que a una osamenta!...

Loco de alegría, el canalla se levantó y avanzó con los brazos abiertos y el semblante babeando lujuria.

Carmen, lívida más que pálida, dio un salto atrás, poniéndose a la defensiva. Pero entonces ocurrió una cosa extraña. Don Valentín quedó de pronto inmovilizado, rígido como una estatua. Su rostro adquirió súbitamente la blancura del mármol. Nubláronsele los ojos, contrajéronsele los labios en una mueca horrible, y su cuerpo se desplomó sobre el pavimento con la violencia de un gran árbol hachado...

Algunas veces el alcohol hace obra buena.

Sin segunda repetida

Sobre el catre estaba extendida la maleta de lienzo azul, y al lado, esparcidas con descuido, varias piezas de ropa. En tanto hurgaba en el fondo de la rústica caja, extrayendo sus escasas prendas, Silvestre monologaba:

—¡Tanto trabajo que cuesta hacer un nido, y qué fácil qu'es echarlo al suelo!...

—¡Pero cuando se hace se canta y cuando se voltea se llora!...—dijo alguien a su espalda.

Volvió rápidamente la cabeza e iba a responder irritado al importuno; más, reconociéndole, suavizóse la expresión de su semblante y exclamó con humildad y afecto:

—La bendición, padrino...

Un viejo de largos y ralos cabellos canos, adelantó, sentóse al borde del catre y luego contestó:

—No digo «que Dios te haga un santo» porque ya cuasi lo sos... Estee... ¿Estás de viaje?...

El mozo se sentó sobre la caja y casi gimiendo respondió:

—¡Viaje muy largo!...

—¿P'ande vas?...

—¡No lo sé!... ¡Voy pu'ái, pu'el mundo!... ¡La tierra es grande, y ande cabe tanta sabandija ha de haber un rincón pa un hombre honrao!...

—Eso está mal—objetó el anciano.—¡El hombre, pa ser hombre, siempre ha de saber ande va, pu'ande va y a qué vá!...

—¿Y cuando a uno lo echan?

—Naides te ha echao a vos desta casa, qu'entuavía es mía, y lo será, si Dios quiere, hasta que me toque clavar la guampa.

—Usté sabe, padrino, más mejor que yo, que hay muchos modos de espantar un perro.

—M'hijo Facundo no puede haberte espantao a vos, porque te apresea y te quiere cuasi lo mesmo que yo...

—¡Ya sé qu'el patrón es muy güeno!... Pero, en cambio...

—¡En cambio mi nuera es más mala que un alacrán!... ¿Qué t'hizo? Habla...

El mozo resistió un momento, pero concluyó por ceder, a la necesidad de confesar su pena.

—Anoche, ña Venancia m'encontró conversando en la cocina con Palmira, y me trató de mala manera... Me llamó guacho y mal agradecido, y me amenazó con hacerme echar de la estancia a la primera ocasión que me agarrase prosiando con Palmira.

—¿Y Palmita qué dijo?

—¡Qu'iba a decir la pobrecita!... Rompió a llorar y se jué!...

El viejo sacó el pucho que llevaba detrás de la oreja, lo encendió, meditó y dijo con voz imperativa:

—Volvé a meter tus pilchas en el baúl y quédate tranquilo, que yo m'encargo de desenredar este tiento...

En seguida salió, yendo resueltamente al encuentro de su nuera, a quien abordó sin preámbulos:

—Vengo p'arreglar el casorio'e los muchachos.

—¿De qué muchachos?—respondió ella sorprendida.

—¿De cuáles querés que sean?... ¡De Silvestre y Palmira!...

Ella dejó caer la costura y se alzó indignada exclamando:

—¿Y usté cree que yo via dar m'hija a un zaparrastroso que ni nombre tiene?...

—¡Se l'has de dar, porqu'el es güeno y los dos se quieren!...

Y después, erguido, imponente, con la severidad de un juez, agregó:

—¡Acordate!... Vos querías a Pantaleón Ramírez, qu'era pobre y humilde, como Silvestre; tus padres te obligaron a casarte con m'hijo Facundo, qu'era rico... ¡Acordate!...

—¿De qué?—balbuceó ella.

El viejo la cogió de un brazo, la zamarreó violentamente y clavándole la mirada colérica, insistió:

—¡Acordate!... Yo vi, callé, perdoné... ¡Pero no quiero, ¿oís?... no quiero que mi nieta haga lo que has hecho vos!...

Venancia cayó de rodillas implorando:

—¡Perdón, tata viejo!...

—¡Levántate—ordenó el viejo;—si no te hubiese perdonao, te habría muerto!... ¡Y te perdoné sabiendo que's al ñudo querer cambiarle el rumbo al arroyo!...

Nabuco

Era Nabuco uno de esos tipos físicamente vulgares, que no llaman la atención ni por su belleza ni por su fealdad; y para justificar el dicho de que la cara es el espejo del alma, era, moral e intelectualmente, mediocre.

Un talento indiscutible poseía, sin embargo: el de no gastar energía en lamentos y protestas después del hecho irremediablemente consumado.

—«Con rabiar y echar maldiciones,—decía,—no se saca la carreta del pantano. Lo mejor es fijarse bien en el terreno pa no volver a enterrarse en el mesmo sitio; y la rabia añubla la vista.»

Cierta vez, siendo mozo y encontrándose sin conchabo, se enganchó de milico en una policía fronteriza. Otros que se hallaban en caso igual, se lo pasaban abominando del comisario cruel, del sargento déspota y del cabo egoísta, por no haber obtenido la baja.

—¡Lindo oficio!—exclamaba uno.—Andar tuito el día al tranco, escoltando carretas de contrabandistas o tropas de cuatreros, como si juese perro, medio desnudo, comiendo pulpa flaca y cobrando un sueldo cada seis meses, pa qu'el comesario se enriquezca y el sargento tenga tropilla propia y el cabo herraje plateao!

—¿Qué pensás vos, Nabuco?—inquiría otro dolorido,

—Pienso,—respondió;—que por haberte oído el cabo hablar parecido, te ligaste el mes pasado unos talerazos del comisario y quince días de cepo.

—¿Entonces hay que sufrir la enjusticia y tragar saliva?

—Dejuro que sí cuando se sabe que alegar es pa pior.

Y Nabuco no alegó ni se quejó nunca; pero una noche que lo mandaron en comisión, le robó los dos mejores pingos al comisario, un espléndido poncho al sargento y el «chapeao» al cabo. Esa misma noche vadeó el Uruguay, se internó en el Brasil y nunca jamás volvieron a verlo en el pago.

—«El quejarse es pa los niños, y amenazar pa las mujeres»,—era otro de sus dichos.

En su estada en el Brasil trabajó de peón, luego de capataz de tropa y cuando llegó a reunir un capitalito, se asoció con Segismundo Campos Lima y tropearon por su cuenta propia.

Una vez que Nabuco estaba enfermo, Segismundo condujo solo una tropa de novillos en cuya adquisición el primero había insumido la casi totalidad de sus ahorros. El socio vendió el ganado, jugó la plata y la perdió.

Nabuco no dijo nada.

—¿Por qué no lo denuncias a la justicia?—le aconsejó un amigo.

—¿Pa qué?

—Pa que lo metan preso!...

—¡Y qué m'importa qu'él se pudra en un calabozo, si de esa laya yo no me vi'a juntar ni con un peso de mi platita?

Siguió trabajando en sociedad sin haber gastado un solo reproche al socio infiel. Al cabo de un tiempo, éste logró reunir una gran tropa de novillada flor. Nabuco fué encargado de conducirla. La vendió a buen precio en un saladero de Quarahy, pasó a la Banda Oriental y hasta hoy ignora su socio su paradero.

Ya poseedor de un pequeño capital, y cansado de la vida andariega y sin afectos, contrajo matrimonio con una viuda, estanciera, rica, todavía joven y bonita.

—Hombre pobre casao con mujer rica,—díjole un amigo;—no tiene más que dos caminos, y los dos son fieros: ser disgraciao por rebelde o serlo por humillación cobarde.

—Puede que haya una senda, entre los dos caminos,—replicó sentenciosamente Nabuco.

Se casó. Su mujer le resultó una fiera agresiva y egoísta. Su marido era para ella algo semejante al tronco de hermosos anglonormandos que arrastraban su breack. Un alojamiento confortable, alimentación abundante, lujosas guarniciones... ¿qué más?...

Nabuco, que profesaba sincero cariño a su esposa, hizo los mayores esfuerzos por escapar a aquella tiranía que no sólo le denigraba, sino que era insalvable obstáculo a la felicidad conyugal.

No lo consiguió. Sus reiteradas concesiones y sus exhortaciones no fueron, ante los ojos de su esposa, sino manifestaciones de debilidad que la incitaban a extremar el despotismo.

El amigo, con conocimiento de su situación lo quiso compadecer:

—Yo le dije, compañero, qu'el casao con mujer rica no tenía más que dos caminos...

—Y yo le contesté, que podía descubrirse alguna senda.

—¿La encontró?

—Pueda ser que sí...

Poco después, en la trastienda de la principal pulpería del pago, Nabuco y el escribano Pérez, terminaban una larga conferencia con estas frases:

—Mitad por mitad.

Y poco después Nabuco desapareció del pago y su esposa supo, aterrada, que en vez de un contrato de arrendamiento había firmado una escritura de venta de todos sus campos y haciendas a un tercero desconocido.

Y como el comisario y como el socio tropero, ella nunca volvió a tener noticias de Nabuco.

La vergüenza de la familia

I

En el atardecer neblinoso, los gigantes eucaliptos de Palermo, los jardines enmustiados y los caminos desiertos, parecían pintados de gris, presentando un conjunto de suprema melancolía. Era un silencio casi absoluto y los árboles, sin un pájaro que hiciese temblar una rama, permanecían tan inmóviles, fríos, impasibles, como los mármoles y los bronces que se yerguen entre las frondas del bosque.

Largo rato hacía que José Luis meditaba, sentado en un banco de la Avenida Sarmiento, junto a una palmera en cuyo grueso tronco se enroscaba, como serpiente, una hiedra opulenta.

Los carruajes que de tarde en tarde rodaban, casi sin ruido, por la enarenada vía, no conseguían interrumpir su honda meditación.

Los ojos enrojecidos y las pardas ojeras que los sombreaban eran testimonio de cruel noche: de insomnio.

Tenía por delante, perenne, imborrable, el rostro de su buena compañera, aquel rostro rebosante de bondad, que hacía heroicos esfuerzos por disimularle la pena que laceraba su alma y que él, mejor que nadie, comprendía.

Quince días llevaban de estada en la capital, y si todos ellos fueron amargos, el penúltimo colmó la medida de lo soportable.

Durante la cena fastuosa y la tertulia subsiguiente, doña Elvira, la madre de José Luis, y sus hermanas, agobiaron bajo el peso de sus sátiras y desdenes a la humilde María Esther, la «Chacarera», como la nombraban ellas.

En la comida, como María Esther rehusara un plato de mayonesa de homard, Carola, la hermana mayor de José Luis, dijole con manifiesta maldad:

—Pruébalo: hay que educar el gusto!

Y doña Elvira la observó:

No la forcés, hija; estos platos no son para paladares acostumbrados a la buseca y la polenta.

—¡Qué gracioso!—festejaron varias de las invitadas, mientras la «Chacarera», arrebolado su rostro, hacía heroicos esfuerzos por retener las lágrimas que afluían a sus ojos.

Pretextando una indisposición se retiró temprano a su aposento, seguida de José Luis, que la abrazaba tiernamente diciéndole:

—Comprendo lo que te hacen sufrir, queridita mía, pero te ruego tengas un poco más de fortaleza... Es mi madre y son mis hermanas, cabezas huecas, infladas de vanidad... y es el atolondrado de mi hermano Octavio, capaz de herir despiadadamente a su mayor amigo por el placer de colocar un chiste... o algo que él cree un chiste!...

María Esther guardó silencio y apoyando la cabeza en el pecho de su esposo, dió libre curso al llanto que la ahogaba.

Profundamente conmovido, José Luis se desprendió, diciéndola:

—Voy a despedirme de los invitados y vuelvo en seguida.

Al ir a penetrar en el salón se detuvo un momento detrás del espeso cortinado y oyó a su madre que decía:

—La «Chacarera» no es mala; pero la educación mis hijitas, no se adquiere.

—¿Es de muy bajo origen, no?

—¡Figúrense!—afirmó Carola;—¡Hija de un inmigrante italiano!

—¡Parece mentira que José Luis haya olvidado su ilustre cuna para casarse con una chacarera!...

—Calle, señora: es la vergüenza de la familia!...

Al escuchar aquella hiriente frase, salida de los labios de su madre, el mozo sintió tentaciones de abalanzarse y gritarles con toda la fuerza de su indignación y de su pena:

—¡Cuando después de morir mi padre ustedes continuaron derrochando los restos de su fortuna, sin más preocupación que satisfacer sus necias vanidades, yo me fui al campo, me hice chacarero, luché, triunfé y gracias a mi esfuerzo y a mi generosidad y a mi cariño filial, pudieron mantener ustedes el boato y la apariencia de una fortuna desaparecida! Cuando un profundo amor me unió con esa santa muchacha, más culta que ustedes y a quien ustedes llaman desdeñosamente la «Chacarera», ella puso a mi disposición, a la disposición de ustedes, su fortuna, muy superior a la mía!... Y la mayor parte de los lujos de ustedes, de los fútiles triunfos sociales, los paga la humilde hija del inmigrante italiano a quien pretenden humillar con el brillo de su estirpe, olvidando que nuestro bisabuelo, el fundador de la familia, fué un modesto pero heroico bolichero coruñés!...

Logró dominarse sin embargo, como varón fuerte que era, probado y adobado en la lucha...

Era cerca de mediodía cuando abandonó el banco de la Avenida Sarmiento, ya serenado el espíritu por la resolución tomada.

Llamó un auto, fué a su casa, donde todos, dormían aún, y se encaminó a su habitación donde lo esperaba María Esther, pálida, con los ojos enrojecidos, con una expresión de extrema angustia en el semblante.

Después de besarla con cariño, ordenó:

—Prepara los baúles, querida; esta noche regresamos a nuestra casa.

—¿De verdad?—exclamó ella jubilosa

Y él afirmó:

—Si; parece que somos la vergüenza de la familia y debemos eliminarnos.

María Esther quedó un instante perpleja, y luego suplicó:

—¿Pero no dejaremos de seguir mandándoles nuestro subsidio?... ¡Yo no quiero eso!...

—¡Santa!—respondió José Luis estrechándola entre sus brazos.

II

La brusca partida de José Luis sorprendió pero no apesadumbró a su familia. La presencia de María Esther la hija de un humilde inmigrante enriquecido, parecía un baldón de ignominia para aquella casa de ilustre abolengo.

El mismo José Luis, con la cierta tosquedad adquirida en sus largos años de vida rural, disonaba en aquel medio donde la futileza, la galantería insubstancial, el chisme y la maledicencia constituían la expresión de la más exquisita cultura social.

A pesar de que los «chacareros» contribuían cada vez en mayor escala al sostenimiento del boato de la familia, José Luis sólo había recibido de ella tres cartas en cuatro años.

La primera expresaba:


«Te comunico que nuestro querido Octavio, después de brillantes estudios, acaba de recibir su diploma de abogado... Yo siempre dije que este muchacho iba a ser la gloria de la familia»!


—¡Pobre mamá!—exclamó sonriendo bondadosamente.—¡Siempre con sus chifladuras de aristocracia!...

—Es justo que tu hermano sea la «gloria de la familia», ya que nosotros somos la vergüenza»,—espondió María Esther con un dejo de amargura.

—¿Te aflige?

—Por mí, no; por tí, que eres tan bueno con ellos, quienes te pagan con ingratitudes y ofensas.

—Las madres no ofenden nunca,—replicó con cierta severidad el mozo.

Y en seguida, arrepentido, tomó a su esposa entre sus brazos y le propuso cariñosamente:

—¿Vamos a pasear por el parque?... El día está hermoso, y los árboles, las flores, la alfombra de trébol y las orquestas de calandrias y cardenales nos son más gratos que las suntuosidades y las soserías de los salones. Sintámonos orgullosos de ser hormigas y compadezcamos a las cigarras.

Seis meses después llegó la segunda carta de doña Elvira.


«Te escribo para darte la grata nueva de que nuestro querido Octavio contraerá matrimonio el 28 del próximo mes, con la señorita Isabel Martínez, hija del riquísimo industrial don Ruperto Martínez. Como comprenderás, será una fiesta magnífica y debemos mantener nuestro rango.. Así es que te agradeceríamos nos girases quince mil pesos, que Octavio te devolverá inmediatamente...


—¡La gloria de la familia!—exclamó José Luis, lanzando una sonora carcajada.—Parece que no es necesario ir a Estados Unidos para redorar blasones!...

Y siguió leyendo:

>«Nosotros tendríamos el mayor gusto en que asistieses al enlace; pero como concurrirá lo más granado de nuestra sociedad, y tú, naturalmente, no podrías venir solo...


José Luis telegrafió simplemente:


«Mis felicitaciones. Giro la suma pedida, justo homenaje de quien es la vergüenza de la familia a quien constituye su gloria».


La tercera carta anunciaba que Octavio había sido incluido en la lista de candidatos a diputados por la capital; y con ese motivo, la madre cantaba un nuevo himno a la «gloria de la familia.»

Transcurrió mucho tiempo sin noticias, hasta que una tarde, al regresar de su cotidiana inspección al campo y los sembrados, María Esther le entrgó un telegrama de la capital. Lo firmaba doña Elvira y decía sólo:


«Ven inmediatamente. Ocurre algo gravísimo.»


—¿Habrá algún enfermo?—interrogó angustiada María Esther; y José Luis sacudiendo la cabeza, respondió:

—No me parece; presiento algo peor.

Esa misma noche tomó el tren que lo conduciría a la capital.

En la casa materna lo recibieron con inusitada afabilidad, y al indagar lo que ocurría, doña Elvira, toda llorosa, le contó que Octavio había hecho malos negocios, que estaba preso y que esperaba que él lo salvase, salvando al mismo tiempo el honor de la familia.

—Está bien—respondió;—voy a enterarme.

Sus indagaciones le descubrieron la horrible verdad: Octavio después de haber derrochado rápida y estúpidamente la fortuna de su esposa, en juegos y en orgías, se fué hundiendo en el fango de los negocios deshonestos, cuyo desenlace fué la ignominia de la cárcel.

José Luis tuvo que sacrificar las dos terceras partes de sus bienes, honrada y costosamente adquiridos, para salvar a su hermano.

Al despedirse de su madre y hermanas, no pudo retener un reproche.

—¡Yo me voy: ahí les queda la «gloria de la familia»!

—La envidia te ha hecho ser siempre perverso con tu hermano!...

—No te extrañes mamá—intervino Carola;—el pobre no tiene la culpa; es la educación que le ha dado la «chacarera»!...

Juan Pedro

Apenas el bravo y barullento decauville ha trotado una quincena de cuadras, saliendo de Resistencia, ya la selva empieza a venirse encima, angostando el embudo hasta no dejar libre nada más que la estrecha senda sobre la cual se tienden los rieles de minúsculo ferrocarril.

Sin embargo, de pronto se abre un enorme pórtico y la mirada se zambulle en un vallecito circular, alegremente verde guardado por formidable muralla viva.

Casi en el fondo de ese vallecito—la Vicentina—pegados al bosque, se ven blanquear unos edificios que, a la distancia, y por contraposición con la altura gigantesca de los quebrachos, urundays, lapachos y guayacanes, se les confundiría con un grupito de ovejas, o con un montón de piedras... si hubiera piedras en el Chaco.

En aquellos edificios estaba instalado un colegio, uno de los más importantes colegios del territorio, por cuanto asistían a él los niños del alto personal de las fábricas de tanino, de azúcar y de aceite de tártaro.

Entre esa falange selecta, desentonaba Juan Pedro, un toba—el único en la escuela—a quien la maestra prestaba la mayor simpatía por su carácter humilde y por su fina inteligencia.

Juan Pedro tenía quince años, aún cuando representara escasamente doce. Ultima rama de una raza consumida por la avaricia inhumana de sus explotadores, era flacucho, endeble, bien que la ancha caja torácica evidenciara un sólido armazón óseo.

La cara, redonda, achatada, la piel áspera, bastante bruna, tenía en su favor la boca que expresaba gracia bondadosa, y los ojos, grandes, de una negrura y de un brillo extraordinarios, pero de un brillo suave, melancólico, casi femenino, expresión de una tristeza muy honda y de una esperanza infinita.

Los rudimentarios conocimientos adquiridos por Juan Pedro en la escuela, sólo le habían servido para sufrir un género de tortura que no estaba comprendido en la miseria de sus hermanos de raza: la inferioridad social.

Entre los compañeros de colegio no había uno que simpatizase con él; todos sentían profundo desprecio por el «salvaje», y en sus casas, los padres avivaban la malquerencia:

—¡Es una vergüenza que la autoridad permita eso!... ¡Nuestros hijos codeándose con la chusma salvaje!...

Y fuera de la clase, lo aislaban siempre, rehusando admitrlo en sus juegos, negándole hasta el derecho de dirigirles la palabra.

—Che, sabés una cosa?—decía una vez un pequeño calumniador—Mi papá nos contó que el domingo lo había encontrado en el monte conversando con unos monos.

—¿Y hablan la misma idioma?

—¡Natural!... ¿No ves que los macacos sacando la cola y que son más chicos, son igualitos?..

Juan Pedro se estremeció de ira y de pena; y con su voz suave, lenta y triste, preguntó:

—¿Por qué me tratan así?... ¿Acaso no soy igual que ustedes?

Una carcajada general le respondió. Un muchacho bajo, grueso, de cabeza redonda como una bola, de pelo rojo, de ojos azules, se adelantó para decir un profundo desprecio:

—¿Vas a ser igual que nosotros, cuando ni nombre tenés?

—¡Ni nombre!... ¿No me llamo Juan Pedro?

—Juan Pedro, sí; pero sin apellido. Yo me Hamo Guillermo Schleswig, éste se llama Franz Bautzen, éste, Carlos Borsarelli, éste Pipo Gimarlini, éste Ivan Assatouroff, aquel Hermán Landesvater!... ¡Todos nosotros tenemos apellidos! todos, menos vos que te llamas Juan Pedro, no más; como los animales, que no tienen más que nombre...

—Bueno, y los indios son animales—certificó uno.

Juan Pedro se alejó con el alma sangrando. En tanto los chicos reanudaban sus juegos, él fué a sentarse al pie de un ceibo que crecía sobre la barranca misma del río Negro, entregándose a sombrías meditaciones. La brillante mirada de sus ojos de azabache se fijaba con insistencia en las cristalinas aguas del río; y si se levantaba era para hundirse en la espesa fronda de la margen opuesta, la selva que se prolongaba por centenares de leguas, sin interrupción, sin término; la selva buena que ofrecía a las gentes de su raza, abrigo contra las intemperies, alimento abundante y protección segura contra los civilizados blancos venidos de tierras lejanas,

Y acaso experimentara deseos de arrojar el último arreo de sus nociones de educación y huir, huir a lo espeso, a lo hondo, a lo impenetrable del bosque, allá dónde van a refugiarse aquellos de los suyos a quienes la crueldad de los «civilizadores» ha convertido en piltrafas, aniquilándolos con el exceso de trabajo, con el exceso de alcohol, con el garrote y la dieta!...

La caza del aguará

Después de haber volcado sobre el suelo la fuente de latón con las sobras de comida, Valeria quedóse negligentemente recostada en el marco de la puerta del gallinero, observando la glotonería con que las aves se disputaban los trozos de carne y de legumbres, arrebatándoselos del pico turno a turno, con un egoísmo, una envidia y una imbecilidad dignos de humanos.

Y aún después de haberse dispersado las gallinas, terminada la merienda, la paisanita permaneció en el mismo sitio, cambiando sólo de actitud para mirar al cielo, en vez de la tierra.

Hallábase tan preocupada que Farías pudo acercarse hasta dos metros de ella sin ser advertido. Él también se inmovilizó observándola con embeleso.

¡Está linda, la gurisa!... ¡Linda y atrayente!

De escasa estatura, pero bien conformado, su cuerpo tenía el encanto de una robusta juventud. Los brazos torneados parecían querer reventar la tela endeble de la bata de zaraza; y el seno, quizá demasiado fuerte para su edad, amenazaba hacer saltar los botones en la expansión de cada sístole.

Las cejas muy negras y pobladas daban expresión enérgica al rostro redondeado, levemente trigueño, corrigiendo la suavidad de la mirada y el sensualismo denunciado por los gruesos labios y arregazada nariz.

—¿En qué santo está pensando la reinita del pago?—habló Farías.

Valeria volvió la cabeza sin demostrar sorpresa, pues estaba habituada a la tenaz persecución del mozo. Y sonrió respondiendo con desenvoltura:

—No estaba pensando en ninguno, pero si así fuera no sería en usté.

—¡Gracias por la franqueza!...

—Es elogio.

—No lo veo.

—Tendrá la vista turbia... ¿Quiere que haga un cocimiento 'e malvas?... ¿No sabe que llamarle a usté santo sería ofenderlo?

—Llámeme demonio, pero piense en mí.

—Yo miraba el cielo y en el cielo no hay demonios.

—¿Y qué miraba?

—El cielo: vea que lindo está.

El cielo ofrecía, efectivamente, un aspecto extraño y hermoso. Casi a ras de la tierra veíanse como lagunetas de un verde clarísimo, de cuyos bordes emergían pequeñas crestas, de un verde más obscuro, semejando apretada vegetación de estero; arriba, ancha franja violeta, con estrías de plata, y después una inmensidad parda, una colosal cortina con múltiples desgarraduras, a través de las cuales se advertía el radioso azul cobáltico del fondo del firmamento.

—El cielo es como las mujeres: cambea a cada momento.

—Entonces usté debía ser mujer,—respondió Valeria, disponiéndose a partir.

—¡No se juya!,—rogó el mozo; y ella respondió riendo:

—No juyo, me voy; a pesar de sus largas mentas yo no le tengo miedo... No tengo miedo a ningún hombre...

Con visible emoción, Farías tentó aún vencer sus desdenes:

—A qué precio tendré que comprar su cariño?

—Mi cariño no está en venta. Adiosito, joven cazador de palomas...

Y riendo con estrépito se marchó a paso apresurado, dejando al mozo estremecido por el despecho. Y acreció su rabia al notar que desde la puerta del galpón, donde estaba sobando a mordaza una lonja de yegua, Porfirio observábalo con sonrisa befante. Fué hacia él y expresó con agriedad:

—Parece que te has dedicado espiarme, pa burlarte de mí!...

—Nunca juí polecía y no me podés culpar por que tenga güena vista y güenos oídos. Si t'enojás es al cuete...

—No m'enojo, hermano,—dijo Farías cambiando de tono;—es que ando con un entripao de mil demonios!...

Porfirio lo observó un instante y preguntó con simpatía:

—¿Vos conoces el aguará?

—¿Un bicho del monte, que parece un perro grande?

—Sí.

—¿Que tiene crines como potrillo?

—Asina.

—Y cola parecida a la e'vaca?

—El mesmo. ¿Lo conocés?

—No; no lo conozco; nunca lo vide; pa mí qu'es cuento, como los lobinzones. Sé un verso que dice:


«¡Pobrecito el aguará,
que anda de cerro en cerro!
Al cabo de tanto juir,
lo destriparon los perros!»...


—Asina dice el compuesto; pero no jué desa suerte que mataron al aguará... A juerza de arisquearle a los perros y burlarse de ellos jué a cáir zonzamente en una trampa pa zorros.

—¿Es pa mi carreta esa estaca?

—Dejuramente que si.

Sonriendo con desdén, replicó Farías:

—Vos sos güen gaucho y camarada e' verdá, me podías endilgar pu'ande está la trampa pa cuerpiarla y no meter la pata.

—No está lejos de aquí, es tuito lo que puedo decir.

Volvió a sonreír el mozo y respondió con altanería:

—Si te has encargao de procurador de Valeria, no vas a ganar ni pa papel sellao... ¡Que quiera o que no quiera, ella será más tarde o más temprano, otro fleco pa mi poncho... y nada más!...

—¡Ta güeno, tá güeno!... ¡Pero no te olvides de la suerte 'el aguará!...


* * *


Seis meses después, el picaflor del pago era el legítimo esposo, con intervención del juez y del cura, de la moza ladina, cumpliéndose así la predicción de Porfirio.

Derritiendo la escarcha

Después de mediodía el frío continuaba intenso, haciendo temblar a los caballos inmovilizados bajo la enramada. Junto al fogón, acurrucados, con los pies metidos entre el rescoldo, los peones cimarroneaban en silencio. Levantados a las tres de la madrugada, habían partido para parar rodeo, cuando todavía el lucero alumbraba con su roja pupila el campo dormido bajo el poncho blanco de la helada...

Hasta Maximino, el sempiterno charlatán, callaba, dando margen a que alguien observara:

—¡Cómo será el frío cuando a Cachila se le ha yeláo la lengua!...

—¿Toribio?

—Ha de andar pu ái juera, lagartiando.

En efecto, Toribio, sentado detrás del galpón, fumaba plácidamente, recibiendo vivificante baño de sol. No hizo caso alguno de Nicolasa, que se había acercado para tender una ropa en la sinasina del guardapatio. Los desnudos brazos de la chinita, que firmes, torneados y mordidos por el frío, semejaban artísticas piezas de un bronce barbedienne, lo dejaron indiferente.

Ella, terminada la tarea, se le acercó y díjole:

—¿Qu'estás haciendo, haragán?...

—Ya lo ves: rejuntando sol paguantar l'helada que va cáir esta noche.

La chinita suspiró y dijo con afectada tristeza:

—¡Qué disgracia no tener un nido ande defenderse de los chicotazos del invierno;...

—¡La culpa es tuya, que no querés dentrar en mi corazón!...

—¡Poca quincha le veo al rancho!...

—Poca pero bien hecha.

—¡Desemparejada!

—Puede... Es como nido de águilas, espinoso y áspero pu'ajuera, pero por dentro emplumao, suavecito y caliente!... Dentrá y verás...

Rió la moza y contestó:

—¡Se agradece!... Siempre peligra la paloma que dentra en nido de águila!...

El viento hizo volar una sábana tendida en la sinasina. Nicolasa corrió a recogerla, y tras varios infructuosos esfuerzos para tenderla de nuevo, se volvió y dijo con rabia:

—¡Comedite una vez y vení 'ayudarme!...

Con pereza, con desgano, Toribio se levantó y fué a auxiliarla. El viento, soplando fuerte, hacía difícil la maniobra, durante la cual varias veces el brazo de la moza rozó el rostro del gauchito. Él no pudo sostener por más tiempo su táctica de indiferencia y besó con pasión aquel cálido bronce bello. Ella se hizo la inadvertida; y cuando la sábana, sólidamente sujetada en las espinas del cerco, se infló, segura y triunfal como una vela, dijo:

—Gracias pu'el trabajo.

Y luego, con monería y haciéndose a un lado:

—¡Disculpa!... T'estoy sacando el sol!...

Toribio, al fin vencido, la estrechó entre sus brazos, la besó con pasión y exclamó con voz preñada de cariño:

—¿Me querés d'en deveras?

—¡Zonzo!...—sonrió ella, besándolo a su vez, en la boca con un beso de fuego.

—Aura, ¡que se apague el sol de arriba!... Con la luz de tus ojos y el calor de tus labios y la fogata de tu cariño, no carece candil ni poncho!.. ¡Aura que yele y que llueva y que ladre el pampero!...

Por robar sandías

En el cielo, casi uniformemente encenizado, la luna plena, casi sin cambiar de sitio, parecía en vertiginosa carrera, mostrando ahora la triunfal perfección de su disco de argento, y empalideciendo en seguida y hasta borrando su silueta, según las gradaciones del gris de las nubes.

El día fué sofocante; pero en las primeras horas de la noche, una brisa del sur empujando la tormenta había producido una temperatura agradable.

La peonada de la estancia, terminada la cena, formó círculo para cimarronear afuera frente a la gran puerta del galpón.

Y según hábito inveterado, el viejo don Armodio «tallaba», narrando sucesos en parte verídicos, en parte embusteros—más embuste que verdad—producto de lo que había visto y oído en cerca de ochenta años de existencia y de lo que sea capaz de crear su fantasía vigorosa aún.

—Pa curioso, el caso'e Bruno Menchaca.

—¿Y cómo jué lo de Bruno Menchaca?...

—¿Lo de Bruno Menchaca?... Ah, m'hijitos, jué un caso clavao pa probar qu'el amor es un cañuto con un aujero solo y que una vez que uno se ha metido adentro no puede salir porque no puede darse güelta...

—Sucedió d'esta laya.. Ustedes deben recordar, por las mentas, a don Sinforoso Segura, estanciero ricacho del rincón de Echerique. ¿Recuerdan?... Güeno; era muy rico y más duro que un ñandubay y más espinoso que un tala. Era arisco como tararira y roncador como bagre pintado. En dos por tres lo achataba a uno de un tiro o le bajaba las tripas de una puñalada, un poco valido de qu'era de buen coraje y mucho de que contaba con moneda p'hacerle perder el rumbo a la polecía y el olfato a la justicia...

Juan Cienfuentes interrumpió:

—Con tantos cojinillos v'a recargarse el caballo.

—Y se va dentrar el sol sin correr la carrera—completó Laguna.

—Ya voy llegando—prosiguió el viejo, acostumbrado a aquellas impaciencias.—Don Sinforoso jué siempre muy namorao y asina, al poquito tiempo d'enviudar y rayando los cincuenta y con una hija de veinte años, se volvió a casar con una carcamancita de dieciocho.

—Eso tuito es sabido—tornó a interrumpir uno del auditorio.

—¿Sabían también que Bruno Menchaca andaba en güenas con la carcamancita?... ¿Ah, no?... Güeno; una noche en que carculaban que don Sinforoso se quedaría, como todos los domingos, de jugada en la pulpería del vasco Echenique, el gavilán cayó en busca e carniza. Y a eso e'la media noche, cataplum, el viejo que llega y comienza a gritar—medio achispao, de fijo—y a golpiar en el portón con el mango el arreador.

—¡Viejo paleta!

—Sí; y lo pior es que Bruno no tenía pu'ande juir: en tuitas las ventanas había rejas y no había más salida p'ajuera qu'el portón, que el viejo atrancaba en seguida de dentrar. La cosa se puso angosta y mientras el patrón bufaba ajuera, la carcamancita empujó al mozo pal cuarto e la nuera... Esta s'encrespó y protestó.

—¡Salgasé!... ¡Yo no cargo con el perro muerto!... Si tata l'encuentra aquí va sobrar leña pa los dos...

—¿Yande me meto?

—Vayase al cuarto de la peona Juana y diga que vino pu'ella.

Bruno, bastante julepiao, siguió el consejo; pero otra vez se l'enredó el anzuelo. La chinita Juana saltó furiosa del catre.

—¡Largúese de aquí!... ¡Si el patrón lo encuentra en mi cuarto nos mata a los dos!...

—Yo le diré que sos mi amiguita...

—¡Linda disculpa!... Usted no sabe que el patrón es...

—¿Y ande via dir, entonces?

—Que se yo... Vaya al cuarto 'e la negra Paula...

Nu había qu'elegir. El patrón había llegado y a los gritos, revólver en mano, andaba en busca de Bruno, cuyo caballo había reconocido en la enramada. Al encontrarlo en el cuarto de la negra, Vociferó:

—¿Qu'andás haciendo aquí, ladrón?... Apróntate a morir como un perro...

Temblando de miedo, el mozo balbuceó:

—Párese don Sinforoso... Yo vine... dejuro es falta... por Paula...

—¿Por la negra?

—Andamo d'amores...

—¿Es cierto eso?—rugió el viejo dirigiéndose a Paula, y ésta medio por miedo, medio porque le gustaba la cosa, afirmó con una inclinación de cabeza.

Don Sinforoso se quedó empacao; dispués sonrió fiero y dijo a Bruno:

—Está güeno... Te perdono la vida, pero no vas a salir de aquí sino casao con la negra Paula.

Y jué asina—concluyó don Amodio.

Antes de un mes vino el juez de paz y vino tuito el genterío del pago, envitao por don Sinforoso pal casamiento de Bruno Menchaca, mozo lindo y rico, con la peona Paula, Una negra cuarentona, fiera como un susto a media noche.

Y agregó el viejo como comentario:

—Metansé a arrancar sandías en las güertas ajenas...

Pelea de perros

Era uno de esos días en que el cielo está bajito y tiene color de sucio y el aire está así como baboso en que todo pesa, en que todo fastidia, en que todo aburre. El sol estaba alto todavía, pero no alumbraba: era como un cigarro húmedo, que está encendido y sin embargo no tira.

Bajo la enervante acción atmosférica, don Patricio, que era el más bueno y el más plácido de los hombres, sentíase molesto, violento, casi irascible. Sentado junto a la puerta de la cocina, se le habían apagado tres tizones y todavía estaba largo el pucho. Además, las hebras blancas y rígidas de los espesos bigotes, revolucionados, tan pronto le cosquilleaban las narices, como se le introducían en la boca; y a cada manotón que daba, llamándolos al orden, se rebelaban con mayor impertinencia.

Pero, no obstante todo lo molesto y mortificado que se hallaba, don Patricio no dejó de advertir la expresión de abatimiento reflejada en el rostro de María, su nietita, quien, como de costumbre, le acarreaba, durante horas, el amargo. Concluyó por interrogarla:

—¿Qué tenés, Maruja?

—¿Yo?... ¡Nada!—respondió la chica; y rompió a llorar.

—¿Nada?... Nada, y se t'enllenan los ojos de agua?...

Y ella, sin poder contenerse por más tiempo, cayó de rodillas, abrazándose a las rodillas del viejo, y dijo con voz entrecortada por el llanto:

—¡Ah, tata viejo!... ¡Soy tan disgraciada!.... ¿Usté sabe que Mateo me... me quiere?...

—Eso ya lo sabía.

—Y que yo también lo quiero...

—Eso no lo sabía, pero lo malisiaba... ¿Y esa es la culpa de que estés triste y llorona?...

—¡La culpa es que tata no quiere saber de que me case con Mateo!...

—Es güen muchacho Mateo...

—Ya se lo dije a tata y él dijo que sí.

—Guapo pal trabajo.

—Asina le dije a tata, y él acetó...

—Muy arreglao, sin vicios...

—También dije, y él convino...

—¿Y entonces, qué aliega pa cerrarle la portera?...

—Dice que Mateo no es hijo'el páis, qu'es extranjero, qu'es gringo... y qu'él no quiere misturar l'hacienda!...

Ahondáronse los numerosos surcos que estriaban la frente del viejo; nublar onsele aún más los ojos enturbiados por la edad, y dijo con violencia como sacudido por la evocación de un amargo recuerdo remoto:

—¡No es hijo'el páis, es estranjero, es gringo!... Déjame a mí, Maruja, yo te vi'a emparejar ese tiento!...

—¡Ah, tata viejo! ¡Si usted!....

—¡Deja no más!...

Esa noche la cena fué triste, El enervante estado atmosférico acrecentaba el malestar que todos experimentaban. A la conclusión, Lucio, el patrón, exclamó dirigiéndose a su padre:

—¡Esto parece velorio!... A ver, tata, cuente alguno 'e sus cuentos p'alegrarnos un poco.

Sonrió el viejo con aire picaresco, para responder.

—Güeno, vi'a contar uno... ¿Ustedes han óido decir que allá por las Uropas, una sinfinidá de países están peliando, misturaos como trenza de ocho?... ¿Y ustedes saben por qué, pa qué? ¿No?... Yo se los vi'a explicar... En una ocasión, diendo pa la pulpería del finao García, trotiaba yo pu'el camino que separaba mi campo del campo de los Pereyra... Como siempre, me seguía Tucurú, mi perro picazo. Cuando enfrentamo a las casas del finao García, un perrote barcino que éste supo tener, vandió el alambrao y se atravesó en el camino, dispuesto a buscarle camorra a Tucurú, nada más que porque Tucurú era allí como estranjero, cuasi al decir, gringo...

Mi perro, prudente, sabiendo qu'estaba en pago ajeno, trató 'e cuerpiarlo al barcino; pero enseguidita que le dio el anca, el otro se lejué al humo. Tucurú era guapo, anque prudente: obligao, pelió... ¿Ustedes se acordarán de que cerca de lo del finao García, de un lado y del otro del camino, habían unas rancherías desparramadas?... Güeno, de cada rancho d'esos se vinieron como balazo, dos o tres perros, grandes y chicos, hembras y machos, y al medio el camino se formó un sólo machazo!... Tarascón pu'acá, ladrido pu'allá... uno que queda con las patas p'arriba, a éste que le rebanan media oreja, al otro que le hacen sangrar la jeta... Y dispués, tuitos cansaos, revolcaos, ensangrentaos, con la cola entre las piernas, se jueron retirando pa sus casas, sin saber pa qué habían peliao, por qué se habían hecho estropiar!... Sólo yo sabía...

—¿Por qué?—interrogó Lucio.

—Porque Tucurú era gringo allí... Asina, del mesmo modo que los perros, pelean los hombres, sin considerar que un alambrao no hace diferencia entre el que vive de un lao y el que vive del otro, y sin carcular que el único gringo, en cualesquier campo que se halle, es el malo, el inútil, el dañino, anque haya nacido en el mismo campo!...

Luego, poniéndose de pie y extendiendo la mano, ordenó a su hijo:

—¡Y vos, no hagás el perro bravo, ni el perro zonzo, y deja que Maruja se acollare con Mateo!...

Con la ayuda de Dios

De que eran mentiras las dos terceras partes de los relatos de Polonio Denis estaban convencidísimos todos los moradores de la Estancia Amarilla. Sin embargo, todos gustaban de sus narraciones.

—¡Miente tan lindo!—solía decir don Regino y los demás asentían.

Era Polonio un mozo como de veinticinco años, linda estampa de criollo; fuerte, ágil de cuerpo y de espíritu, siempre alegre y hábil y rudo en el trabajo, cuando se le antojaba trabajar. Porque, como él mismo decía:

—Cuando yo tengo ganas de trabajar, no le tengo envidia a naides, pa enlazar en un rodeo, pa liar en una manguera, pa montiar, pa esquilar...¡pa lo que sea!... ¡Lástima que cuasi nunca tengo ganas!...

Y era así. De pronto desaparecía.

—Hasta luego—exclamaba, montando a caballo; y regresaba cinco o seis meses después.

¿Por dónde había andado?... Se ignoraba. Por la Banda Oriental, por el Brasil, por el Paraguay, por todas partes. Y de todas partes traía amenas historias de amores y peleas, en las cuales, naturalmente, era él protagonista y triunfador.

Una vez—narraba cierta tarde—estaba apuntando al «monte» en la trastienda de una pulpería del Juquery, en Río Grande do Sul. Eran tres brasileros que me tenían agarrao pa mixto. Yo les jui aflojando piola, hasta qu'en un redepente golpié la carpeta con la mano, gritando:

«¡Sepan que la plata que llevo en el cinto no son bienes de dijunto, canejo!...»

«En conforme dije ansina, los tres brasileros se levantaron haciendo ademán de «rascarse». Yo carculé qué se me venían al humo, con intención de «madrugarme»; y sacando el facón, hice asina,—un semicírculo,—como p'abrir cancha... ¿Y qué veo hermanitos?... Los tres brasileros cayeron al mesmo tiempo agarrándose las panzas!... ¡Sin querer, amigo, y como mi facón estaba muy afilao, de un solo viaje les había bajao las tripas a los tres!... Lo que son los compromisos, ¿no?...»

De parecidas historias, Polonio narraba mil, y como lo hacía con gracejo, sin espíritu balandrón, todos reían y aplaudían. Todos, incluso Chita, la hija del patrón, que amaba y era amada del gauchito, a pesar de la inflexible oposición del padre.

Sin embargo ocurrió que cayese al pago Lino Acosta, hijo del finao don Lino Acosta, primitivo propietario de la Estancia Amarilla, de quien la hubo don Amadeo Suárez por medios usurarios, según el decir comarcano.

Lino Acosta, desaparecido a raíz del desastre paterno, adquirió fama de gaucho paleador, malo, y valiente, que más de una vez tuvo que verse con las policías y con la justicia. Al regresar al pago, tras varios años de ausencia, tuvo una entrevista con el viejo Suárez. Grave debió ser lo hablado porque esa misma noche don Amadeo llamó a solas a Polonio y muy pálido, descompuesto el semblante, trémula la voz, le dijo:

—Vos conoces a Lino Acosta?

—Sí.

—¿Te animas... a matarlo?

—¡Hum!... Tiene el cuero duro.

—Entonces... ¿no te animas?...

—Sí, me animo... Pero carece pagar bien.

—¿Cuántas vacas querés?...

—¿Pa qué quiero vacas si no tengo campo ande meterlas?.

—¿Cuántas onzas querés?...

—¿Pa qué quiero onzas si tengo un cinto descosido que redama las monedas en seguidita que cáin?...

—¿Qué querés, entonces?..

—Quiero que me dé a Chita.

—El viejo hizo un gesto agrio. Polonio replicó:

—Y tuavía es negocio de arriba pa usted; porque yo quiero a Chita y Chita me quiere, y si usté s'emperra en cerrarme la tranquera, cualquier noche destas salto el alambrao y se la robo...

Meditó un poco don Amadeo y dijo:

—¡Asetao!...


* * *


Polonio encontró a Lino en la pulpería de Salvatierra, cercana al arroyo Melgarejo.

—¿Qué andás haciendo. Polonio?—preguntó afablemente Lino.

—Vengo a matarte.

—¿A matarme?—interrogó el otro riendo.

Polonio contó el caso. El malevo, tras breve reflexión, respondió:

—Viene bien: me conviene estar muerto unos meses. Vamo a la orilla 'el arroyo, cerca los ranchos del chacarero Benito; hacemo que piliamos; yo caigo al agua, pego una zambullida larga, desaparezco; los chacareros atestiguan que me has matao... Pero... servicio por servicio, Vos te casás con la hija del ladrón de mi padre; te haces rico; güeno, pero debes comprometerte a darme la mitá del campo..

—Convenido.,

—Dentro de tres meses güelvo.

—Golvé no más...

Y las cosas pasaron como habían sido convenidas. Tras un simulacro de combate, Lino Acosta cayó al arroyo, cuya corriente lo arrastró. El chacarero Benito y su familia, dieron testimonio del hecho.

Polonio había ganado la mano de Chita. Pudo casarse de inmediato; pero su natural fanfarrón le hizo prolongar la fecha del acontecimiento, a fin de darle mayor publicidad, de hacer más notorio su triunfo.

Y así transcurrieron cerca de cuatro meses. Una noche, una noche de descomunal tormenta, cenaba él en compañía de don Amadeo y su futura esposa, narrando por centésima vez una heroica hazaña, cuando ladraron los perros, denunciando la llegada de un forastero.

Un peoncito entró en el comedor y anunció:

—Es un hombre que viene empapao y pide permiso para hacer noche.

—¿Qué clase de hombre?

—Muy bien empilchao.

Hacelo pasar pacá.

Cuando el forastero entró y dijo, quitándose el sombrero:

—Güeñas noches... don Amadeo, Chita y Polonia se levantaron llenos de espanto.

—¡Lino Acosta!

—¡El dijunto que resucita!...

—Asina es—respondió el gaucho sonriendo ante el estupor de los moradores de la estancia;: pero Polonio no tardó en recobrar su sangre fría, y dirigiéndose a don Amadeo, dijo:

—Deje no más; yo he de arreglar esta cuenta;—y a Lino:

—Acompáñeme...

Ambos salieron y, en silencio, llegaron hasta la mitad del patio, mientras el viejo y la hija observaban azorados, desde la puerta del comedor.

La lluvia caía a torrentes; los truenos reventaban con estrépito infernal, los relámpagos viboreaban en todas direcciones.

—¡Hermano! ¡Me has pasmao el amasijo!—gimió Polonio.

—¿Pero no te has casao entuavía?

—¡No!... ¡Es preciso que te finjás fantasma y que juyas aura mesmo, porque si no perdemos todo!...

—Fierona está la noche pa pasarla a lo gallo;, pero dende que no hay más remedio... Hagamo la farsa.

Hagamo...

—Entonces Polonio, levantando el brazo y señalando el campo, gritó con voz tonante:

—¡Juí de acá, fantasma, dijunto muerto, lobizón maldito!...

Lino lanzó una carcajada y dijo con sorna:—¡Yo te viá dar dijuntos muertos, fantasmas y lobizones!...

Y echando sobre el hombro las haldas del poncho, desenvainó la daga, que levantó amenanzante

Polonio, desconcertado y aterrado, retrocedió dos pasos.

—¡Qué te parta un rayo!—gritó despavorido.

Y entonces se vió algo extraordinariamente trágico: el cielo de carbón se incendió con insólit a claridad, y una larga culebra de fuego cayó sobre la punta de la daga del gaucho, que se desplomó sin un ¡ay!, al mismo tiempo que estallaba en el cielo un trueno formidable, como si se hubiere desgarrado y derrumbado una montaña...

Pasado el primer momento de estupor, Polonio se acercó, se inclinó, constató que Lino Acosta había sido fulminado por el rayo, y luego, irguiéndose, y con un gesto y una voz que le hubieran envidiado los mejores comediantes, se dirigió al viejo y Chita, exclamando:

—Yo lo maté cuando era vivo: a los dijuntos que resucitan sólo los puede matar Dios; y como p'algo semos amigos Dios y yo, Dios lo ha dijuntiao pa tuita la eternidá!...

Y ante el asombro y la admiración del viejo y de la muchacha, entró triunfantemente y majestuosamente en el comedor.

Un negocio interrumpido

El «Almacén, Tienda y Ferretería de la Villa de Venrell» encontrábase atestado por los parroquianos.

Era un sábado; antes de mediodía se esperaba la galera en viaje a la capital provinciana, y allí habían de merendar los pasajeros. Con tal motivo afluía la gente del pago; quienes para embarcarse, otros para despachar correspondencias y encomiendas, muchos por simple curiosidad y los más buscando un pretexto para llenar las horas ociosas con interminables partidas de truco y copiosas libaciones de ginebra y caña.

En el interior de la pulpería, sentado junto al mostrador, estorbando a los mozos y a los parroquianos, encontrábase don Sempronio, estanciero de las inmediaciones, rico en otro tiempo, arruinado ahora por sus vicios, el alcohol y el juego, engendradores de la pereza y el despilfarro.

Ralas y descuidadas las barbas de un rubio de flor de choclo, la mirada vidriosa e incierta, multiarrugada la pie! del rostro, terrosos e inexpresivos los labios, era una de esas piltrafas humanas para quienes no se puede experimentar compasión porque asquean e indignan.

Por cuarta o quinta vez, golpeó con el puño el mostrador, gritando a un mozo, con voz enronquecida:

—¿Cuándo me vas a trair la caña?... ¿L'han mandao buscar a l'Habana o l'están haciendo en l'estiba?...

—¡No s'apure, don Sempronio, c'ai mocha genta!—. respondió don Jaime, el catalán pulpero, con mucha menor grosería de la que acostumbraba a gastar con sus parroquianos en general, y particularmente con aquel que pertenecía a la clase de los que ordenan: «Apunte... y no haga fuego»..

Y la sorpresa del estanciero subió de punto cuando vió que, pocos minutos después, don Jaime servía y le aportaba personalmente un cuartillo de caña

—¿De qué lao me pensará chumbiar, porq'el noy no da puntada sin ñudo?—pensó con cierto recelo.

Y luego bebiendo, concluyó con filosófica despreocupación:

—¡Bah!... ¡Pa quien juega'e pulmón, lo mesmo da sota que rey, y apunta a la carta que le dejen!...

Al atardecer, cuando la mayor parte de los parroquianos se habían marchado, don Jaime lo llamó y lo condujo a la trastienda y, después de invitarlo con otro cuartillo de alcohol, díjole:

—Pos, don Sempronio... So cuenta y'astá mo larga, mo larga...

—Sí...—tartamudeó el otro;—qué quiere, el año ha venido mal...

—¡Comprenda; pero precisa arreglarse caray!... Vea, don Sempronio... Si nos antendemos, yo podría esperarlo...

—¡Y cómo no nos vamos a entender, compadre!—exclamó jubiloso el estanciero.

—Buena... Vamos derecha...

—¡Eso es!... ¡derecho viejo, no más!

—Osté sabe que yo estoy casado, pero...

—Es como si no lo juese porque su mujer se le juyó con el sargento'e la polecía... Ya sé.

—Buena. Yo todavía soy joven... tome otra caña... y fuerte...

—¡Sí; p'apretar a los marchantes sos como llave inglesa!... Disculpa que te tutee, hermano, pero entre güeyes no hay cornada.

—Buena. ¿Sabéis qu'al venticico dal mes que viene se vence l'hipoteca del campito?

—¡Caramba!... Ya ni miacordaba. ¡Qué cosa bárbara! ¡Cómo galopean los meses en el camino'e las hipotecas!...

—Pero yo podría darla un año más.

—¡Eso es, compadre!... ¡Vengan esos cinco!... ¡Yo siempre dije que vos, anque gallego, eras un criollazo de lai!... ¡Serví otra caña; yo convido, y no tengas miedo pu'el pago, que yo soy lerdón pero siguro!

—Buena... Vamos derecha.

—Vamo no más; cuanto te guste largá, que a mí me fastidian las partidas...

—Buena. Yo todavía soy joven...

—Y juerte. Eso ya lo dijistes.

—Y quisiera tener mojer.

—Me parece bien. En el pago hay mucho ganao rabón, y no te ha'e faltar ande elejir.

—Su hija Clorinda m'agrada...

—¡Lambete, qu'estás de güevo!...

—Si me la da, le sospenda la ejecución de la hipoteca... y l'haría también al fiao po un sortidito...

Don Sempronio, ya casi borracho, vaciló un momento, y luego, olvidando todo escrúpulo respondió:

—A la fin... ¿Di'ande se le va presentar mejor partido?... Acetao... ¿Vamo apuntar el surtidito?...

—Vamos.

Volvieron al salón del almacén. Don Jaime, detrás del mostrador, se preparó con un cuadernillo de papel de estraza y un lápiz de carpintero, para tomar nota. Don Sempronio, bamboleante, fué a la estantería, cogió un porrón de ginebra y un vaso y fué a sentarse frente al almacenero. Bebió, después dijo:

—Empezá: una barrica 'e yerba; una bolsa de azúcara; cinco kilos... no, pone diez kilos de tabaco en rama... Yo pito mucho... Y... ¡caramba! me olvidaba e lo principal;... Una madajuana'e caña... 'e diez litros... ¡Mira! mete dos madajuanas, por no andar con viajes...

—¿Qué más?

—No veo nada más de necesidá y no hay que gastar la plata al ñudo... A ver aquel poncho, che!...

—Es cara... Cincuenta pesos.

—¡Qué importa!... Nunca es caro lo qu'es güeno!...—y luego, entre dientes:—¡Lo fiao nunca es caro! ¡Alcánzamelo no más!...

En ese momento golpearon reciamente en el ventanillo de la glorieta. Abrió don Jaime y se encontró con el peón de don Sempronio, quien preguntó azorado:

—¿No está aquí mi patrón?...

—Sí, está. ¿Qu'ai?...

—Vengo avisarle que su hija Delfina se ha juido con Candelario.

—Caray, caray!—exclamó el pulpero; y luego rompiendo el papel donde había hecho las anotaciones, dijo al estanciero:

—Nada dicho, ¿no?...

—No te aflijas por tan poco,—respondió el gaucho;—yo te la via trair en seguida.

Y echándose a la espalda el poncho recién adquirido, se dispuso a partir. El catalán, furioso... le arrebató la prenda exclamando colérico:

—¡Sin el poncho irás más liviano!...

La hija del chacarero

Rojeaban apenas las barras del día cuando don Cipriano terminó de uncir los bueyes de la última yunta.

Después sorbió con calma el amargo que le «acarreaba» Palmira y al devolverle la calabaza, díjole con voz saturada de cariño:

—Gracias m'hijita.

—¿Ya va marchar, tata?—interrogó la joven.

—Sí; el tirón es largo, el camino está pesao y los güeyes flaquerones. Hasta la güelta m'hijita... y no olvide mis recomendaciones.

La besó, montó a caballo, tocó con la picada los pertigueros, y la pesada carreta echó a rodar lentamente por la tierra plana, reblandecida con las recientes lluvias.

Palmira, recostada a un poste del palenque, la estuvo observando hasta que se perdió de vista, Ocultándose detrás de un copioso monte de álamos.

El rostro de la paisanita, expresaba honda pena, bajo la garra de una situación anímica que se reproducía, siempre igual, cada vez que el padre emprendía un viaje.

Ella adoraba al buen viejo, que era, puede decirse, toda su familia, pues su tía Martina, paralítica, casi ciega, semi idiota, podía considerarse como un muerto insepulto.

Ella adoraba al buen viejo y remordíale horriblemente la conciencia, valerse de su ilimitada confianza para engañarlo.

Empero, si grande era su cariño al autor de sus días, no le iba en zaga el que profesaba a Marcos Obregón, el gauchito ladino y zalamero, que supo cautivarla con las redes de sus galanos mentires. La primera vez que habló a su padre de aquel amor, el viejo respondióle categóricamente:

—¡Cualesquiera menos ese! Lo conozco como a mis güeyes. Es un vago, jugador, vicioso y pendenciero que te habría de hacer muy desgraciada!

—¡Yo lo quiero, tata!—gimió Palmira; pero don Cipriano respondió inflexible:

—Más te quiero yo, y por eso te ordeno que no pensés más en ese cachafaz... Y me vas a jurar por la memoria de la dijunta tu madre, que Dios conserve en la gloria, que no lo volverás a ver.

Anegada en llanto, convulsionada por los sollozos, la joven cayó de rodillas, exclamando:

—¡Usté lo manda, tata!... Yo nunca supe desobedecerlo... ¡Lo juro!...

—Ansina me gusta verla, hijita, aura podré, marchar tranquilo,—respondió el viejo, alzándola y besándola efusivamente.

Y luego con bondadosa sonrisa:

Su viejo sabrá encontrarle un mozo lindo y güeno que l'haga feliz!...

Ella luchó, luchó mucho tiempo por mantenerse a lo jurado; pero el amor es invencible y Palmira tuvo que resignarse a la existencia atormentada, de un amor constantemente enturbiado por el remordimiento.

En tanto el viejo vivía confiado, seguro de la inquebrantable lealtad de su hija.

Aquel día partió más contento que de costumbre. Los fletes habían subido mucho en virtud de la escasez de boyadas, y el mal estado de los caminos. La ganancia sería grande y al llegar al pueblo su primera ocupación consistiría en recorrer las tiendas adquiriendo telas y cintas y chucherías en profusión, para obsequiar con ellas a su idolatrada Palmira.

Cuando terminó de cargar la carreta con los bolsones de lana, era poco más de media tarde, y se dispuso a unir de nuevo la boyada.

—¿Por qué no hace noche acá y uñe de madrugada?—ofertó el dueño de casa.

—No,—respondió don Cipriano;—el tiempo está amenazando echar agua, y quiero vandiar hoy el Talita, no vaya a ser que se enllene y me ataje mañana.

Detrás de la carreta, tres peones, tirados en el suelo, descansaban de la pesada labor. Uno de ellos, sin sospechar la proximidad del carrero, dijo:

—¡Pobre viejo! me dá lástima verlo tan guapo sin asco a ninguna penuria, no más que pa empaquetar a su hija!

—Que a estas horas,—observó otro,—estará pelando la pava con Marcos Obregón.

—Yo lo vide varias ocasiones vichando y en cuanto el viejo se perdía de vista, el caíba al rancho y se instalaba como dueño e casa.

Al escuchar el diálogo, don Cipriano púsose más blanco que cuajada, tembló como un junco cacheteado por el viento y cayéroñsele de las manos las coyuntas que estaba arreglando. Contúvose sin embargo; montó a caballo y partió al tranco con el aparente propósito de ir a recoger los bueyes. Pero al llegar a un llano,—desde donde no podían ya verle las gentes de la estancia,—picó espuelas y se largó a galope tendido, rumbo a sus ranchos.

Una angustia mortal le atenaceaba el alma. ¿Sería posible que Palmira, su adorada Palmira, lo engañase y lo befase en esa forma inicua?

Y atormentado por la duda, castigaba sin piedad a su pobre matungo, que, acostumbrado a no salir nunca del tardo tranco carretero y a las caricias y los mimos del amo, debía soportar con asombro aquella inusitada brutalidad.

Al desembocar de la alameda, a ocho o diez cuadras de las casas, su vista de águila gaucha, no debilitada por los años, divisó claramente a Palmira en brazos de Marco, junto al palenque.

—¡Ah, indinos!—rugió. Y a espuela y rebenque exigió a su caballo el máximo del esfuerzo. La noble bestia respondió al pedido y en frenética carrera devoró cinco o seis cuadras más; pero, agotada la resistencia, se le aflojaron y trabaron los remos y se desplomó aplastando al jinete.

Palmira lanzó un grito desgarrador y corrió al lugar del siniestro.

Bajo el caballo muerto yacía don Cipriano, inmóvil, el rostro amoratado, cubierto con la sangre que brotaba copiosamente de boca y narices.

—¡Tatita, tatita querido!—exclamaba la joven que, hincada de rodillas, acariciaba y besaba el rostro del carrero.

—¡Vení, vení!—gritó desesperadamente a su amante que, impasible observaba recostado a los postes del palenque.

Movióse de mala gana y andando con lentitud llegó hasta el trágico grupo. Con grandes esfuerzos lograron sacar al viejo de debajo de la cabalgadura, lo cargaron y lo condujeron a las casas. Después de extendido en el lecho, Marcos lo observó detalladamente y exclamó sin asomo de emoción:

—Nu hay que hacer; ya es dijunto.

Y tras esto, hizo ademán de salir.

Ahogada por el llanto, Paímira preguntóle con voz de suprema angustia:

—¿A dónde vas?

—Y... me voy...

Sin querer creer lo que veía ella imploró:

—¿M e vas a abandonar en este momento:

Y él cínicamente, brutalmente, respondió:

—¡Qué querés m'hijita!... Cada uno cuida su santo... Yo ando medio sucio con la polecía y no quiero enriedos con la justicia!...

Palmira echóse de rodillas, se abrazó de sus piernas rogó, imploró desesperadamente:

—¡No seas ingrato vos sos el causante de esta desgracia! ¡tené compasión de mí!...

Él la rechazó con un gesto brusco, diciendo con acritud:

—¡Déjate 'e pavadas!... ¡Pájaros como yo no anidan en las sepolturas!... Ya te digo que ando medio sucio con la polecía...

La joven, reuniendo todas sus energías le escupió esta frase:

—¡Lo que tenés sucio vos, es el alma!... ¡Andate!... ¡Andate pronto!...

Y cayó sin sentido.

Cuento de perros

Es en la madrugada. La niebla cubre el campo y hace un frío terrible, un frío contra el cual nada pueden las grandes brasas de coronilla que rojean en el fogón.

Hay orden de pasar rodeo para un aparte; desde hace más de una hora los peones tienen ensillados los caballos, prendidos los lazos a los tientos y bien apretada la cincha, como para correr sin miedo en las cuestas arriba y en las cuestas abajo, sin peligro de que, echada a la verija, los redomones se desensillen solos corcoveando.

Empero, fuerza es esperar a que se levante la helada de un todo y se trague el sol la neblina.

Han churrasqueado, tienen ya verdes las tripas de tanto cimarronear, y, bostezando y restregándose las manos, se aburren en la rueda del fogón.

Camilo dijo de pronto:

—Hace más de media hora que don Cantalicio no abre la jeta ni pa largar un resuello... ¿Se le ha yelao la lengua, viejo?

Don Cantalicio hizo un esfuerzo para desprender el pucho que se le había pegado a los labios y respondió, pausada, perezosa, cansadamente:

—No es pa menos, che... Parece que con la crisis, hasta Tata Dios se ha güelto agarrao...

—¡D'endeveras!... Ya ni agua gasta: van como pa tres meses que no llueve...

—Verdá, los campos se están quejando.

—Y los pulperos estrilan y han aumentado el precio'el vino y la caña.

—¡Pero, en cambio, tuitas las noches cain unas heladas como pa poncho'e dijunto!

—Y la otro día nos dan un piacito'e sol que alumbra menos que vela'e baño.

—A gatas si redite l'escarcha.

—Y no alcanza ni pa calentar los pieses.

—¡La leña está muy cara, che, y como el fogón del sol come mucho, Tata Dios economiza!...

—Güeno,—habló Camilo, dirigiéndose a don Cantalicio;—pa medio desentumirnos, cuentenós el cuento del perro overo que nos ofreció la vez pasada.

—El perro overo... lo llamaban Iguana...

—¿Por qué, si era overo?

—¡Qué sé yo!... Por lo mesmo que uno puede llamarse Deolindo, y ser más feo que un susto a media noche...

—¡A ver! Denme lao pa colocar esta pava, qu'el patrón quiere amarguear y se me ha emperrao el juego en la cocina!—exclamó con imperio ña Robustiana, la esposa del capataz Cantalicio.

—Güeno,—continuó el viejo sin mirar a su mujer;—: perro overo, qu'era un perro güen mozo, se había enamorao de una perrita barcina que moraba en la mesma casa y era medio parienta suya. Ella le corrispondió y se juntaron. Iguana era güenazo con ella; en cuanto encontraba un güeso se lo llevaba pa qu'ella mascara... Pero un día se presientó un perro gaucho, que no tenía casa y vivía robando ovejas y cruzando campos... Le tiró unos tientitos a la barcina, y la muy perra los trenzó.

—«¿¿Juyamo?»—propuso el entruso, y ella contestó:

—«¡Juyamo!»

Y juyeron. Iguana quedó tristazo. Ya ni diba al campo; cuasi siempre comía yuyos pa desamargarse; se puso flaco, y a cada rato decía:

—«¡Qué vida perra!»

Como cosa de tres meses dispués, la barcina cayó a la Estancia. Iba flaca, sucia, medio por morirse. Al verla, Iguana la quiso hacer piacitos a mordiscones; pero ella le contó el pasao: a su gaucho lo habían muerto de un tiro en momentos que desnucaba un cordero... ella escapó, corrió, corrió y se volvió a la querencia.

—«¿Me perdonas?»—preguntó.—Una refalada no es caída.

E Iguana contestó:

—«Te perdono; pero no te volvás a refalar!»....

Na Robustiana, que con los brazos en jarra, había escuchado el relato, exclamó colérica:

—¡Bien se ve que Iguana no era un hombre!

—Y bien se ve—contestó el viejo—que la barcina era una perra!...

El poncho de la conciencia

Desde el amanecer llovía. Era una lluvia menuda, lenta, pero pertinaz, porfiada y fastidiosa, ayudada en su acción mortificante por el viento atorbellinado, que a ratos la envolvía en sus pliegues y la enviaba, a manera de latigazos, sobre el rostro del viajero.

Ruperto y don Cantalicio la habían llevado de frente todo el día, mientras al tranco lento de sus matungos, picaneaban los transidos bueyes. El viejo, con la mitad de la cara oculta por el rebozo de algodón y el resto protegido por el malezal de la barba, marchaba indiferente. No así su hijo, quien no cesaba de expresar su contrariedad en gruesos términos.

En la proximidad de un cañadón don Cantalicio detuvo la boyada y se encaminó hacia Ruperto, cuya carreta seguía a unos treinta metros a retaguardia.

—Si te parece vamo a largar—dijo;—el camino está muy pesao y los güeyes van aflojando.

—Larguemo.

En silencio, cada uno emprendió la tarea lenta, perezosa, de desuncir las bestias; y luego de desensillar los caballos, el mozo, como de costumbre, púsose a encender el fuego bajo la primera carreta, en tanto don Cantalicio iba a llenar de agua la pava en el cañadón vecino.

Varias veces, mientras «verdeaban», el viejo promovió la conversación, sin obtener de su hijo, más que vagos monosílabos.

—Dende hace quince días te albierto con el paso cambiao.

—Tuito cambea en la vida, y tuito se seca y tuito se pudre!—respondió con violencia el mozo

—Hay una cosa que no se seca ni se pudre nunca: l'alma de los hombres honraos,—sentenció don Cantalicio.

—¡Tamién se seca y se pudre!—exclamó Ruperto con voz sorda. Y arrojando el mate sobre las cenizas, se levantó, quitóse el chambergo, dejando que la llovizna le humedeciera el rostro;; dio la vuelta en torno de la carreta y fué luego a apoyar la frente sobre el hierro anlodado y frío de la llanta de una rueda.

El anciano, sorprendido un momento por la brusquedad de su hijo, murmuró apenado:

—Hace quince días que no es el mesmo; yo habría e ser muy maturrango si no adivinase qu'el muchacho tiene atravesada una espina en el tragadero... Y cuando el cañuto de una escopeta está tupido, hay que destaparlo, auque corra peligro de reventar y hacerlo polvo al dueño!...

Púsose en pie y gritó con imperio:

—¡Ruperto!

—¿Qué quiere, tata?—interrogó el mozo, acudiendo al llamado.

Recostados ambos en la culata de la carreta, ambos en ese instantes indiferentes a la lluvia que arreciaba, el viejo fijó en su hijo la mirada severa y empezó:

—Vamo a arreglar cuentas.

—Yo nunca se las he pedido.

—Porque no tenés derecho... Nunca se las pedí yo a mi padre, pero él a mí, sí, y siempre supe dárselas!

—Vaya diciendo,—rindió el mozo, sometido ante la majestad de aquellas barbas blancas y de aquellos ojos, cuya mirada interrogante expresaba angustia, cariño y al mismo tiempo una ruda voluntad conminatoria.

Con expresión más suave, el viejo comenzó:

—P'algo sirven los años y la esperencia. Yo sé que vos estás sufriendo de mal de amores. Palabra de mujer... ¡Es como renguera 'e perro!... ¡Nu hay que creerla nunca!... Y cuando no se cree, se monta a caballo y se marcha: p'algo tiene caballo el gaucho.

—¡Y p'algo tiene facón tamién!—rugió con extrema violencia Ruperto.

Medió un silencio. Con voz más angustiosa que el chirriar de las ruedas de la carreta girando sobre los ejes desengrasados, habló don Cantalicio:

—¡Ya me lo malisiaba!... ¡Tenes las manos manchadas de sangre!... ¡Lo compriendo!... Ella t'engañó... fuiste en busca 'el rival, se toparon, lo peliastes y te tocó matarlo!... ¡Compriendo!... Es triste... pero el corazón es una achura que manda más que un ray!... ¡Pobre hijo mío!... ¡Compriendo!...

—¡No compriende!... ¡A quien maté no jué a él!

—¿No jué a él?...

—No. A ella. Le sumí cinco veces el facón!...

Hizo el viejo un brusco ademán, púsose muy pálido, agitó los brazos, temblándole los dedos y se le nubló la vista. Durante varios minutos permaneció en estado de inconsciencia. Luego, con voz majestuosa, dijo:

—Yo he peliao varias ocasiones y he tenido la disgracia de difuntiar tres hombres, en güeña lay y defendiendo mi derecho... Matar, exponiéndose a ser muerto, es mérito y no vergüenza... Pero matar una mujer, es cobardía, es ser más chato que un vintén brasilero, es ser más maula que una mulita!... Yo bien vía que llevabas las manos manchadas de sangre, pero nunca colegí que te las ensuciases apuñaliando una oveja

—¡Tata! No me haga más pesao el poncho que llevó sobre el lomo!...

—Es más pesao el poncho 'e la concencia!.... Es tan pesao que hay que sacárselo de encima. Ensilla los caballos y yo mesmo vi'a entregarte a la polecía!...

—¡Pero, tata!...

—¡Vamo!... Es pa tu bien; con la mugre en el cuerpo, se puede vivir; pero cuando se lleva el alma ensuciada no hay asao que alimente ni cama que dé descanso!...

El crimen del viejo Pedro

En el pago de Quebracho Chico había un viejo que cuando era muchacho todos lo nombraban simplemente «Pedro», y más tarde «Pedro Lezama», y después «el viejo Lezama» y al último, «el Viejo» nada más.

En el pago de Quebracho Chico había, naturalmente, muchos viejos; pero cuando se nombraba «el viejo», así, a secas, todo Dios sabía que era refiriéndose al viejo Pedro Lezama.

Nadie sabía a ciencia fija su edad; pero echando cálculos, a ojo de buen cubero, coincidían los comarcanos que por lo menos un rodeo de vacunos y dos o tres majadas habían pasado por sus tripas, y que con las cuerdas de tabaco negro que había pitado, se podía hacer un lazo largo como para enlazar las siete cabrillas del cielo.

Era muy viejo; muy viejo, pero lo extraordinario era que parecía haber nacido viejo o no haber envejecido, porque a través de los años y las generaciones que lo contemplaban, era una cosa siempre igual, como el sol, como la luna, como el río, como la loma, como el bajo, como las piedras del cerrillo que enorgullece el pago.

Las depresaciones que el tiempo operaba en su físico, no se advertían, a fuerza de perdurar invariable su espíritu, su pensar, su ser expresivo.

De chico fué un infeliz, sumiso, inofensivo, siempre dispuesto a hacerse a un lado para dar paso a otro, u otros que venían de atrás empujando y que lo dejaban atrás por la simple audacia del empujón. Si alguno le pisaba la cola a un perro, casi siempre él estaba al lado y el perro lo mordía a él y con frecuencia recibía, sobre la mordedura, un rebencazo del capataz o del patrón o de un peón cualquiera, por haberle pisado la cola al perro.

Y en su mocedad y en su edad madura y en su vejez, siguió siempre pisándole la cola al perro y siempre con las mismas consecuencias desagradables.

Conociéndosele como se le conocía a Pedro Lezama, al viejo Lezama, al Viejo, nadie en el pago hubiera podido admitir que fuera capaz de una rebelión, de un acto de energía impositiva.

Y, sin embargo, la tuvo el día que asesinó a su patrón.

¿Asesinó?... Yo digo simplemente, mató. Asesinar y matar no son sinónimos muchas veces, y me parece que en este caso menos que en otro ninguno.

Es cierto que cuando el comisario fué y preguntó:

—¿Quién jué el autor del'hecho?—él dijo tranquilamente.

—Juí yo.

Y cuando la autoridad interrogó otra vez, indagando:

—¿Las veintiuna puñaladas que tiene el dijunto, se las hizo usté?—él respondió con una franqueza que hubiera parecido cínica:

—Yo mesmo; las veintiuna, si son veintiuna; pero que nos la conté al encajárselas.

Instruido el sumario, lo enviaron a la cárcel, se inició el proceso, el fiscal pidió la última pena y el defensor—un defensor de oficio—no encontró otro argumento en favor de su cliente que alegar el reblandecimiento cerebral, un caso de locura senil.

El Viejo se hizo explicar el valor de aquellos términos para él incomprensibles, y luego dijo:

—Oiga, señor juez. Pa mí, que me afusilen o me larguen lo mesmo me da; y aun prefiero lo primero, porque el güey viejo más agradece lo manden a la tablada y no que lo uñan cuando ya no tiene juerzas ni pa levantar las guampas, ni pa salvar las pesuñas del pedregullo qu'encuentra en la reta del zurco... Pero antes es necesario que diga por qué he matao un cristiano, yo que nunca he sabido matar un pájaro...

Y contó su caso, con frase clara y concisa, con voz serena, más como quien relata un hecho ajeno que como quien hace su propia defensa.

La causa inocente de su desgracia había sido el chiquitín Domingo, «Barba'e choclo», como lo llamaban todos;

El chiquilín era huérfano; uno da esos seres que nacen huérfanos, como los tordos. Se crió en la estancia, compartiendo la áspera caridad de los amos con los corderos guachos y los cachorros que penas viciosas abandonaban, sin detestar a la inclemencia del desamparado.

Barba'e choclo era endeble, pobre de músculos y de sangre. Tenía, eso sí, una linda cabeza copiosamente poblada de ensortijados cabellos de un rubio rojizo, y la tez blanca y pálida y los ojos azules y tristes.

Su espíritu parecía siempre ausente, y cuando le hablaban necesitaba dejar pasar varios minutos antes de darse cuenta de lo que le decían. Su pereza mental y física le acarreaba a diario, de parte de la patrona, sus hijas, las peonas y todas las mujeres de la estancia, brutales tirones de las mechas; y de parte del patrón, del capataz, de los peones y hasta de los muchos muchachos de la estancia, rebencazos, patadas y sopapos.

Hacía tiempo que el viejo observaba esas iniquidades, indignándose por dentro, sin atreverse a protestar.

—Ansina jué conmigo,—pensaba;—dende chiquito me sobaron de tal laya, que me dejaron hecho una guasca a penas güeña pa maniar lecheras!...

Y una tarde que el patrón se levantó de la siesta malhumorado, se fué al palenque, donde tenía atado un rosillo redomón y se dispuso a rasquetearlo y cepillarlo.

Quiso la mala suerte que «Barba'e choclo» se encontrase allí. El patrón desató el cabestro y se lo entregó, mientras él operaba el aseo del pingo. Éste, nervioso y arisco, se revolvía impaciente y concluyó por pegar una sentada, que arrancó el cabestro de las débiles manos del chico, y disparó campo afuera.

El estanciero quedó un momento indeciso; y luego, temblando de cólera, asestó con la rasqueta de hierro un golpe feroz en la cara del chico, quien con los dientes rotos y la cara bañada en sangre, se desplomó quejándose angustiosamente»

—Y jué entonces—terminó el Viejo—que yo no pude contenerme más. Saqué el cuchillo y se lo sumí al patrón una vez, cinco veces, diez veces, veinte veces, y si no le di más puñaladas es porque no había más sitio en el cuero.

Y epilogó, sereno, satisfecho de su obra.

—Jué ansina que pasó. Yo no m'esplico cómo tuve coraje p'hacerlo, pero lo hice. Y pa l'única vez que supe ser hombre en tuita mi vida, que no me vengan a decir que lo hice porqu'estaba loco!...

La vampira

Extraordinariamente alto, extraordinariamente flaco, el rostro surcado en todo sentido por innumerables arrugas, los ojillos grises, ensombrecidos por el zarzal de las cejas; la cara larga y huesuda, color de cobre oxidado y salpicada de como masiegas la corta y rala barba cenicienta: tal era don Epifanio Magallanes.

Hombre malo no fué nunca; pero sí siempre adusto, avaro de las palabras hasta el punto de suplirlas por gestos las más veces.

En su casa jamás hubo una fiesta; domingo, días patrios, Navidad, carnavales, y hasta los aniversarios familiares, pasaban inadvertidos: el calendario era allí completamente innecesario

A la pulpería iba de tarde en tarde y muy de mañana, para hacer sus compras, vender sus frutos o arreglar sus cuentas, empleando en ello el menor tiempo posible, rehusando siempre cualquier invitación que se le hiciera. Si le ofertaban un cigarrillo, respondía invariablemente:

—Gracias, no sé fumar.

Si a servirse de una copa:

—Gracias, no sé beber.

Y tampoco sabía tomar mate, y, claro está, mucho menos jugar a ningún juego de naipes.

Con sus peones era un tirano manso; no los gritaba, no los retaba nunca, pero exigía el máximun del trabajo, y la falta más insignificante era motivo de inmediata destitución. Y hay que agregar el parsimonioso racionamiento, la absoluta prohibición de tertulias, de juegos y jaranas.

Y, sin embargo, no le querían mal; pues les constaba que esa severidad y aquella tacañería no provenían de él. Aquel tirano, seco de alma como de cuerpo, era un miserable esclavo de su odiosa mujer, misia Camila, a quien los peones, entre sí, y con recelosa reserva, llamaban la «Vampira».

Cuentan de ella que fué siempre una chica voluntariosa y de cascos livianos, criada sin gobierno, pues su padre—viudo al cabo de tres años de matrimonio—tenía en el alma—al decir las gentes—más vicios que pulgas caben en el cuerpo de un perro.

Epifanio se enamoró de la cervatilla, y el padre de ésta, arruinado y que tenía necesidad de recurrir a expedientes tenebrosos para dar satisfacción a sus sensualismos irrefrenables, acogió con entusiasmo el proyecto matrimonial, rehusado violentamente por Camila.

—¿Qué mejor partido vas a esperar?... Yo estoy fundido; cualesquier día me quitan el campo, hacienda cuasi no tengo, crédito menos. Epifanio es rico...

—¡Y feo!—replicó ella colérica.

—¡Cabeza de chorlito!... Un hombre rico nunca es feo, de la mesma laya que una mujer rica nunca es fea ni vieja, anqu'esté picada 'e viruelas, tuerta, sin dientes y con más años que un yaribá de treinta varas de alto!...

—¡Además, es zonzo!...

—La zonza sos vos. ¿De qué t'iba valer que juese rico si juese vivo?...

El casamiento se efectuó, contra la obstinada resistencia de Camila y malgrado los amorosos consejos de doña Emilia, la madre de Epifanio, que con su buen sentido presentía una unión desastrosa.

Desde su instalación en la estancia, Camila emprendió su obra de dominación, obra fácil en virtud de la debilidad de su marido. Su táctica fué aislarlo. El estanciero tenía por mayordomo al viejo Luis, que lo había sido de su padre y en quien depositaba absoluta confianza.

A fuerza de insidias, en una constante guerra de alfilerazos, obligó al buen viejo a marcharse.

—Patrón—le dijo un día;—m'hijo Pedro, que tiene una estanzuela en Las Palmas, m'escribe qu'está enfermo y que vaya a cuidarle sus animalitos... Usted compriende...

Magallanes comprendió muy bien, pero no tuvo valor para imponerse y asintió en el silencio.

Luego le tocó el turno a Jacinta, la hermana de Epifanio. Tímida como éste, soportó resignadamente los agravios y las humillaciones a que la sometía sin tregua su irascible cuñada. Nunca protestó, contentándose con ir a llorar junto a su madre, resignada como ella al sacrificio en obsequio al hermano cautivo.

Sin embargo, como todo, hasta la abnegación tiene su límite, la mártir partió un día para ir a pisar una semana en casa de su tía; y no regresó más.

Quedaba solamente la anciana y la «Vampira» se ensañó con ella, a quien las negras y mulatas de la servidumbre faltaban descaradamente al respeto. Servíanle frío, lavado, escaso de azúcar, el mate que constituía su único vicio; y si protestaba con timidez, las famulillas replicaban con insolencia:

—¿Y qué quiere?... Tenemos otras cosas que hacer...

Tenían, en efecto, otras cosas que hacer: estar de tertulia con «la señora», con las tres hermanas de ésta, convertidas en directoras de la estancia.

Retraída a sus habitaciones, consumida por la pena y la vergüenza, doña Emilia falleció pocos meses después de partir su hija.

—La «Vampira» nos va comiendo a todos, uno después de otro—dijo el tapecito Dionisio.

El nuevo mayordomo, hechura de Camila, un indio grandote con cara de asesino, lo oyó, y descargándole un terrible golpe en la cabeza con el mango del talero, le gritó furioso:

—¡Limpíate la boca, trompeta, p'hablar de la patrona!... Y aurita mesmo vas a ensillar y a mandarte mudar de aquí!...

Muerta misia Emilia, la estancia quedó enteramente a merced de la terrible intrusa. Su padre se instaló en la casa, dedicándose a cuidar parejeros, bien alimentados a maíz y alfalfa, pues tenía carta blanca en la pulpería

Los hermanos de Camila, en compañía de amigotas y amiguitas, vivían en fiesta perpetua. Todo el día, naipe y beberaje, y por las noches, comilonas que terminaban en orgías presididas por la «Vampira».

En cuanto a Epifanio, había llegado a ser una «cosa», una pulpa, sin voluntad, sin autoridad, de quien nadie hacía caso. Pasaba casi todo el día vagando por el campo, de donde regresaba al anochecer. Comía unos trozos de asado, en la cocina, de pie, e iba luego a acostarse en el cuartito alejado que otro tiempo ocupó el viejo capataz. Presa del insomnio, rebelábase, hervía en indignación, proponiéndose enérgicas resoluciones para el día siguiente. Pero al día siguiente encontrábase más débil e irresoluto, más impotente y resignado con su miseria...

En el amanecer de una noche crapulosa, el padre de Camila, tambaleante, con el rostro descompuesto por el efecto del alcohol, puso las manos sobre los hombros de su hija—que se encontraba casi en igual estado—y le dijo con supremo cinismo:

—¡Esto es divertirse!... ¿Has visto lo que vale casarse con un hombre rico... y zonzo? Aura te acordarás de mi consejo... Un padre nunca, aconseja mal a sus hijos...

La Vidalita

Al caer la tarde, todas las tardes, Nepomuceno—Pomuceno, como lo llamaban allá—iba al arroyo, para darles de beber, después de haberlos paseado, al tordillo y al alazán, los dos parejeros del patrón.

Tarea diaria, y al parecer interminable, porque el patrón no se resolvía nunca a armar una carrera, y sus fletes—maulas, al decir de los comarcanos—envejecían tragando maíz y alfalfa.

Era aquella la tarde de un lunes, y todos los lunes Pomuceno estaba seguro de encontrarse con Jova en el arroyo, pues era su día de lavado. Y siempre, en ese día, cuidaba el mozo de empilcharse bien, lonjearse las quijadas y enaceitarse el pelo.

Él la saludó, como siempre, afectuosamente; y ella Le correspondió, como siempre en términos de una afectuosidad semejante.

—Linda la tarde—anunció él; y ella:

—Si usted no lo dice no lo hubiera albertido...

—Pero, vea: pa que yo albierta que hay una cosa linda, estando usté presente, carece qu'esa cosa sea muy linda.

—¡Me gustó ese piacito!... ¿Por qué no hace una vidalita asina?

—¡Dale con las vidalitas!

—Dejuro... ¿Y si me gustan?... ¿Quiere que le diga l'última que me compuso Silverio?

—¡No, no!... ¡Silverio!... ¡Un indio ñato y picao de viruelas!...

—¡Pero es pueta!

—Y rengo, tamién.

—No li hace, pero canta muy lindo.

—¿De modo que a mí nunca me v'a querer?... ¿Siempre me v'abrir el caballo pa darle la preferencia al fiero Silverio?

Jova, haciendo un mohín picaresco, respondió:

—¡Quién sabe!... Si usté apriende a componerme vidalitas...

Y como todos los lunes, el lindo mozo se volvió a las casas, conduciendo al tranco lento los parejeros del patrón y maldiciendo su incapacidad poética.

Después de alojar y racionar a los parejeros gandules, se fué al galpón y en vez de avivar el fuego del fogón y cambiarle la yerba al mate, cogió la guitarra de sobre la pila de cueros, y empezó a ensayar, con rabiosa obstinación:


«La, lará larala...
«la lará lará...
«la, lará larala...»


—¡Es al ñudo! ¡No sale!—exclamó con rabia; y dirigiéndose al viejo Tomás, que estaba muy preocupado sobando con la «mordaza» una tira de cuero, interrogó:

—¿Diga, viejo, usté sabe cantar vidalitas?

—¿Vidalitas?—respondió el viejo, volviendo la cabeza.—¡A mi juego me llamás!... ¿Querés que te largue una?...

—¡Largue!..

—Güeno. Trái pacá el estrumento...

Ñó Tomás cogió la guitarra, se sentó en un extremo del trashoguero, se compuso el pecho, y después de advertir:

—Escuchá ésta;—empezó:


«Palomita blanca...
Vidalita...»


Pomuceno interrumpió con violencia:

—¡Callesé!... ¡Eso es más viejo qu'el unto sin sal!...

—¿Ah, sí?...—respondió sin inmutarse el viejo—Güeno. A ver estotra:


«Paloma torcaza...
«Vidalita...»


—¡Eso es lo mesmo!—tornó a interrumpir el mozo. Y ño Tomás se indignó entonces:

—¿Lo mesmo?... ¿Con qu'es lo mesmo paloma blanca que paloma torcaza?... ¡Se conoce que vos juiste a la escuela, che, porque no hay como dír a la escuela pa risultar inorante!...

—¡No, viejo, n o!... Quiero decirle que lo que yo preciso es un verso nuevo, que nu'haya sido cantao...

—¡Ah!... Compriendo... ¿Querés que te componga uno?...

—Eso...

—¡Ah!... Güeno; pa eso no sirvo, che. P'hacer un trabajo en guascas, llamame, pero pa trenzar un verso no doy pié en bola... Pa eso endereza al indio Silverio, que pa cantar es como calandria... ¡Y es pa l'único que sirve, tamién!...

—¡Si, vi'enderezar pa él!—respondió furioso Pomuceno. Y salió.

Al domingo siguiente, festejando el santo de la patrona, hubo fiesta en la estancia: asado con cuero, gallinas guisadas con arroz, lechones al horno, pasteles de carne y de dulce, arroz con leche, vino a discreción, y bailongo luego después de la copiosa cena...

Era más de medía noche y la concurrencia—sobre todo la concurrencia femenina—comenzó a extrañarse de la ausencia de Pomuceno y Silverio. Por fin cayó a la sala el primero. Se acercó a Jova. Estaba un poco pálido y su voz temblaba al decirle:

—Aura le via cantar una vidalita...

Brilláronle de gozo los ojos a la criolla, que interrogó palmoteando:

—¿Compuesta por usté?

—Compuesta por mí... pa usté...

Ante la general curiosidad, Pomuceno tomó la guitarra y comenzó:


«Junto al basurero,
«Vidalita...
«Junto al basurero...»


Y tras varios infructuosos esfuerzos por conr tínuar, dijo:


«Al basurero junto...»


—¡Eso es bolazo!—exclamó decepcionada la moza; y el cantor, encarándose con ella, replicó:

—¡Pueda qu'eso sea bolazo, pero lo que sigue no!... Escuche:


«Al basurero junto...
«Vidalita...
«Al basurero junto...»


Y arrojando la guitarra que se quejó al desgarrarse sobre las baldosas el piso:

—¡Hay un dijunto!—dijo Pomuceno, con amplio y soberbio gesto.

—El dijunto es Silverio; le corté el tragadero.... Yo no puedo cantarte vidalitas... ¡Él tampoco te las va'cantar más!...

La Aruera y el Ombú

De cuando en cuando, las furiosas ráfagas del pampero hacían estremecer al rancho; pero los cuatro horcones de coronilla, casi centenarios, gemían sin aflojar el garrón.

Y apenas apagado el bramido del viento, reventaba estruendosamente el trueno y el chaparrón castigaba el viejo techo pajizo con gotas gruesas como munición ñanducera.

—¡Golpiá, que te van'abrir!—dijo el viejo Pascasio, mientras, imperturbable, le cambiaba la tercera cebadura al mate.

Muchos años tenían los cernos de coronilla, y ia cumbrera de guayabo colorado y las «tijeras» de palma, y las alfajías de tacuara y la quincha imperial, y los muros de cebato. Viejo de nevada cabellera era su propietario actual; y sin embargo le faltaba vivir diez años más para alcanzar la edad a que se resignó a dormir el «sueño largo» su padre, quien, con sus propias manos, lo edificó, siendo mozo.

Podían ladrar los vientos, podían chicotear las lluvias y romperse las nubes escupiendo rayos... ¡en aquella casa no entraba nadie si el amo no abría la puerta!...

—Los que pagan el pato son los árboles,—dijo uno; y el viejo aprovechó la bolada para sacarle punta a un cuento:

—Esta tormenta recuerda el sucedido de la Laguna Pelada.

—¿Qué pasó?

—¿Ustedes han conocido alguna vez un árbol en la orilla de la Laguna Pelada?...

—Pues en un tiempo supo estar escondida detrás de un monte flor.

—Hará mucho...

—Hace añares... «Allá en aquel tiempo en que Jesucristo tuavía no había cáido a estos pagos, la laguna estaba tan lampiña como aura; más lampiña, por que ni yuyos tenía.

«Pero aconteció que una punta 'e semillas de árboles, que andaban buscando sitio pa poblar, llegaron a la Laguna Pelada al escurecer, hicieron noche allí, y al otro día, cuando diban a ensillar pa seguir viaje, la semilla 'e Quebracho, qu'era la jefa, dijo asina:

—«Aquí no más me parece lindo p'acomodarnós.

—«La tierra es güeña,—dijo el Guayabo.

—«Y l'agua es linda,—dijo el Sarandí.

—«A mí me gusta,—dijo el Tala; y dijo el Urunday:

—«A mí tamién me gusta.

«Ponidos tuitos de acuerdo, el Quebracho ordenó la formación. Junto a la orilla 'e l'agua mandó poblar al Junco, el Sarandí, el Sauce y el Ceibo. En el segundo escuadrón escalonado, el Tala, el Moüe, el Espínillo, el Guayaba y el Coronilla. Y en la línea 'el frente, pa ponerle el pecho a los pamperos, campó el Quebracho jefe y sus capitanes Urunday, Biraró, Arrayán, Tembetarí y Jacarandá...

«En el flanco izquierdo y medio cortao se plantó la Aruera.

—;Y vos,—!e preguntó el jefe al Ombú,—¿ande querés servir?

«Y dijo el Ombú:

—«Yo me vi'a cortar solo y vi'a poblar en aquella cuchilla, pa servir de bombero...

—«Bien pensao,—dijo el jefe.

«Y dende aquel día comenzaron a crecer los árboles como una bendición de Dios, y unos se criaron grandotes y tuitos juertes y sanos. Cuando se óia la diana 'e los truenos anunciando el galopiar de la indiada de ño Pampero, el jefe decía:

—«¡No se asusten muchachos!... Yo, con mi estao mayor les vi'a quebrar el primer arrempujón; después las Coronillas, los Talas, los Molles y los Espinillos con sus espinas los van hacer tirar a los vientos, y cuando pasen sobre ustede los flojos de la orilla 'e l'agua, va ser p'ahogarse como chanchos en la laguna!»

«Y siempre jué asina mesmo, hasta que cayeron al pago los hombres. Trujeron herramientas, y el Quebracho viejo, a quien mil pamperadas nunca le habían hecho ni la cola, fué el primero a cáir a los cuatro mordiscones del fierro... Dispués voltiaron el Urunday y el Arrayán y el Tembetarí y el Biraró y el Jacarandá...

«El Tala, el Molle, el Guayabo y el Espinillo, que les tenían rabia, porque daban mucha sombra, cuasi se alegraron de su disgracia que los dejaba a ellos de jefes. Pero alegría en rancho 'e pobre es como cebadura lavada: en el primer mate da un poquito 'espuma y en seguidita encomienzan a boyar los paraguayos... Y a ellos tamién les tocó el turno de dir a reventar de rabia en los fogones... El chusmerío 'e la costa quedó contento: ya no tenían superiores. Pero tampoco tenían quienes los defendieran, y a poco andar, las uñas de los vientos y los dientes de los vacunos concluyeron con tuitos ellos... Y de aquella población tan linda, sólo quedaron el Ombú y la Aruera.

«Y un día, la Aruera,—por mal nombre Manzanillo,—le dijo al Ombú:

—«Convenzasé aparcero: solamente viven y solamente triunfan, los que como usté, no sirviendo pa nada, naides los codicea o aquellos que, como a mí, nos respetan porque somos malos, y sabemos hacer daño!...»


Publicado el 17 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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