El viejo Lucindo Borges estaba sobando un maneador recién cortado, y estaba con rabia porque a causa de la humedad de la tarde tormentosa, no «prendía» el cebo y la «mordaza» resbalaba sin trabajo útil.
Sentíase cansado; pero, si dejaba sin «enderezar» el cuero fresco, era dar por perdido un maneador lindísimo, de anca de novillo sin desperdicio de fuego de marca y se resignó a seguir haciendo fuerza. Era un viejo morrudo Lucindo Borges, y no le habría tenido miedo a nadie en ningún trabajo de aguante, si no fuese por la maldita enfermedad que desde chiquilín lo acosaba: la haraganería.
Pero no era culpa suya: parece que su padre fué lo mismo, o peor, pues se contaba que cuando quería carnear una oveja, hacia arrear la majada por el chiquilín de la peona y desfilar frente al galpón donde se lo pasaba todo el día tomando mate. Y sin levantarse del banco, rifle en mano, volteaba de un balazo el capón que calculaba de buenas carnes.
Lucindo no era tan haragán. Para carnear, él mismo montaba a caballo, iba al campo, movía la majada, y si no encontraba un animal en estado, no tenía inconveniente en andar media legua, voltear un alambrado medianero y enlazar un capón en la majada del vecino.
Ya eso es trabajo; y luego el trabajo de esconder el cuero y evitar las impertinentes averiguaciones de la policía...
No, él no era un haragán. Y la prueba es que estaba bañado de sudor, sobando el maneador rebelde, cuando se le acercó su mujer, quien de rato estaba parada junto al palenque, observando el campo, y le dijo:
—Pu’el alto verde viene gente y parece polecía.
Lucindo fue hasta la puerta del galpón, púsose de visera la mano.
—Es polecía, —confirmó.— Viene el ovejo’el comesario nuevo y el tordillo el sargento Pérez...
—¿Y pa qué vendrán?
—Pa qui querés que venga la polecía a casa’e pobres: p’hacer daño... Mirá... vo’estás enferma...
—¿Yo?
—¡Vos!... ¡Obedecé qu’el que sabe sabe!... Vo’stás enferma; ponete una vincha en la frente y unos porotos en las sienes y acostate y echate encima mi poncho'e paño y la manta'el potrillo lunarejo... ¡Andá pronto!...
Obedeció Gertrudis y el viejo prosiguió su trabajo, sonriendo con malicia a quien sabe que artería que íbase preparando en su cerebro.
Recibió con afabilidad extrema al comisario, al sargento, al teniente alcalde y al milico que los acompañaba. Apresuróse a obsequiarlos con un amargo bien cebado. Y después, sonriendo:
—¿A qué se debe, comesario, su visita a estos ranchos?...
—Recorriendo, amigo, es mi obligación.
—Y de paso practicar algún registrito... porque como veo que el alcalde es de la comitiva...
—Sí, —respondió con sorna el funcionario, hombre joven que trascendía a pueblero;— un registro por pura fórmula... Su vecino don Lucas denuncia que todas las noches le carnean ovejas, que ayer mismo le carnearon una y ha dado en sospechar de usted...
—¡Pobre don Lucas, —respondió sin asomo de ofendido el'viejo,— la chochera le ha dado por desconfiar de mi!... Yo lo disculpo por l'ancianidad... ¡Desconfiar de mi!...
—Sin embargo, —observó el comisario con el mismo tono irónico,— me han contado que usted fué medio aficionado a carnear ajeno.
Rió estrepitosamente Lucindo.
—¡En el tiempo de antes!... De muchacho uno hace esas cosas por gracia, como quien roba una sandía en la güerta’el vecino... Pero aura, cuando ya uno tiene duros los caracuces!... Y, además, le vi’a decir, antes los comesarios eran gauchos brutos como nosotros, y no era fácil sacarles el cuerpo en una gambeteada; pero aura, la cosa cambea...
Sintióse halagado el comisario y dijo con expresión más respetuosa:
—Lo creo, don Lucindo; pero como el deber me obliga, vamos a proceder, no se ofenda, ya dije que era por mera fórmula, el registro...
—¡Cómo no, don comesario!... Vaya emprencipiando...
Se hizo un registro somero del galpón, de la cocina, del traje, de las inmediaciones de la casa y a! fin se volvió a éstas, siempre precedidos del dueño. Penetraron en la primera pieza del rancho, el comedor, y antes de pasar a la segunda y última, dormitorio del matrimonio, el viejo exclamó:
—Va desculpar, comesario, que la pieza nu’esté muy arreglada, pero ha de saber que ende hace días tengo a la patrona en cama, medio apestada, y entonces...
El joven funcionario sintió escrúpulos.
—Si su señora está enferma...
Él protestó:
—¡No li hace, don comesario!... La cuestión es comprobar el hecho...
Penetraron en la habitación semi a obscuras. Lucindo obligó a su mujer a que se bajase del lecho, envuelta en las ropas de éste, y él mismo alzó y sacudió el colchón, para demostrar que allí no había nada oculto.
El comisario y el alcalde, un tanto avergonzados de su acción y de la sospecha a todas luces injusta, iban a retirarse, prodigando disculpas. Pero en este intervalo se había iniciado una lluvia torrencial.
—No se van a dir asina, —observó el viejo,;— y si no quieren desairarme quedensé a cenar y esperar que acampe. Mi majada está al ladito no más. En un rato enlazo un borrego gordo y lo hacemos arder.
Accedió la autoridad. El viejo montó a caballo y a poco volvía con un borrego de «cola chata». Al colgarlo en el gancho e izarlo para degollarlo, dijo, mostrándole la cabeza al funcionario:
—¡Vea, las ovejas, don comesario: orqueta en una, punta’e lanza en l'otra: carneo de mi señal!...
—¡Ya sabemos amigo!
Y mientras el viejo degollaba rápidamente la res, el joven funcionario decía al alcalde en un aparte:
—Al fin me parece un buen tipo el viejo Lucindo.
—Sí, —contestó el alcalde;— un buen tipo; y un gran tipo.
Se asó un medio capón y se resolvió comerlo en la cocina, cortando del asador para no hacerle perder su mérito.
Cuando los huéspedes se hubieron servido el primer trozo, Lucindo cortó dos costillitas.
—Con permiso —dijo— vi’a llevarle a la patrona.
Volvió. Como el asado estaba apetitoso y casi llena la damajuana de vino y como la lluvia caía cada vez con más furia, fué pasando el tiempo y se prolongó la tertulia con el postre del amargo, los tragos de caña para asentarlo y una partida de truco para favorecer la digestión.
A eso de la media noche, el dueño de casa se levantó, fué a la puerta de la cocina y después de una rápida observación, anunció:
—Tormenta’e verano. Ya no llueve y ha salido la luna.
Los huéspedes resolvieron marchar. El comisario agradeció en frases sentidas la hospitalidad generosa de don Lucindo, pidiéndole una vez más disculpa por la ofensiva sospecha.
Pero al llegar al galpón un espectáculo extraordinario se les presentó: tanto el caballo del comisario como el del alcalde y el del sargento y del milico, habían sido «raboneados y tuzados a lo yegua».
—¿Quién puede haber tenido esta audacia? —exclamó encolerizado el joven comisario.
—Yo no sé —respondió el viejo— y no me gusta hacer malos juicios; pero bien puede ser arteria 'e don Lucas pa embarrarme a mí.
—Vea, vea; pu’aquí va un trillo... y sigue derechito pal’alambrao de don Lucas...
Todos siguieron el trillo. Constataron con dificultad que un pique del alambrado había sido volteado. Siguió la huella y en el recodo de un cañadón, inmediato, se halló un montón de cerda...
* * *
Cuando Lucindo volvió a su rancho y se dispuso a acostarse, su mujer le preguntó.
—¿Cómo jué?
—Lindo. Encontraron tuita la cerda junto al cañadón de don Lucas.
—Tuita no —replicó ella— porque más de la mitá, yo la dejé aquí díspues de haber tuzao los mancarrones.
Rió gozoso el gaucho.
—Linda judiada.
—Y te albierto que abajo ’e los yuyos del corral de los chanchos puse maniao un cordero de don Lucas.
¿Un cordero?
—Sí, dispués de echar la cerda, trompecé con un cordero gordo qu'estaba dormido al lao del alambrao, y lo alcé.
Entusiasmado, el viejo le dió un beso y exclamó:
—¡Vieja gaucha!
Y ella, satisfecha, orgullosa, preguntó:
—¿Me saco los porotos de las sienes que m’están tironeando el cuero?...
—Sacatelós, vieja, sacatelós, que a estas horas los porotos son los otros, el comesario, el alcalde y don Lucas... Y apaga la vela...