Algo más de dos horas después de cerrar la noche, habría de ser. Noche asfixiante. El sol había desparramado tanto calor durante el dia, que por la tarde, al retirarse, no lo pudo juntar todo y llevárselo para su cueva de occidente.
Entre nubes pardas, la luna subía la cuesta arriba del cielo; y al encontrarse en alguna como lagunita blanca que la dejaba visible, parecía acelerar la marcha, buscando un nubarrón donde ocultarse.
Las voces que llegaban desde el patio de la estancia, advertían la presencia del patrón y su familia bajo el toldo verde del parral, prefiriendo sin duda, el fastidio de espantar mosquitos y el peligro de los grandes gusanos verdes que suelen caer del zarzo, al horno de zinc de las habitaciones, a esas horas herméticamente cerradas, para impedir la entrada de murciélagos, terror de doña Nicomedes, la patrona.
En el playo de frente al galpón, semidesnudos, echados sobre vellones, la peonada charlaba tomando mate «tibión y labao.»
Los bichos de luz rayaban el cielo en todas direcciones; los «cascarudos» silvadores y hediondos, casi ciegos y borrachos de un todo, pechaban contra un brazo, una cabeza, un muslo, y al caer al suelo sonaban como cosa de importancia, haciendo decir a Faustino:
—Esta sabandija es como nágua’e china comadrona: mucho ruido, mucho viento y al primer apretón se aplasta.
—Pero no jiede.
—¿Qué sabés vos?..
—Es verdá... ¡disculpe, maistro!
Volando muy bajito, sin hacer ruido, los dormilones iban y venían, atiborrándose de insectos en sus, al parecer, giros idiotas.
De rato en rato lloraba algún sapo desde la garganta de alguna culebra que le tenia medio tragado. Un enjambre de insectos pequeñitos zumbaban sin tregua. A veces una lechuza castañeteaba el pico y graznaba lúgubremente desde el negro silencio de la llanura.
—¿Pa qué hará chus chus la lechuza? —interrogó Serapio.
Y replicó Faustino:
—Pa hacer hablar a los bobos.
—Esa ha’e ser verdá, ché, porque he albertido que cuando la lechuza no grita, vos estás callao...
Los perros daban vueltas, se echaban, gruñían, se levantaban nuevamente, andaban un poco y tornaban a echarse y a gruñir, palpitantes los ijares, pendiente, húmeda y temblorosa la lengua.
—¡Uff!... ¡Si no llueve esta noche me se redite la riñonada!...
—Si eso decís vos, que no tenés ni sebo en las tripas, —contestó Faustino,— ¿qué dejas pal patrón viejo con su panza y sus tocinos de chancho macao?
—El patrón se refriesca pegándole a la caña ’e l’Habana y a l’agua ’el pozo, mientra nosotros tenemo que conformarlo con el mate qu’está sedando Serapio... Tomá, ché, y arréglalo un poco... ¿No ves que andan boyando los paraguayos?
Picado, Serapio retrucó:
—¡Muy fino, el talón rajao!... ¡Quién sabe no querés que te sirvan chicolate?...
—¡Me ca ... iga un árbol encima!...
—¿Qué te pasa?
—¡Qué me dentró un guampudo por la camisa y me anda pezuñando en la panza!...
—Dejalo. Pueda que se coma las «muquiranas»!...
—Guarda eso pa vos, ladiao, que solo te lavás cuando llueve...
—¡Dejuro, con esta seca!... ¿Diande vi’a sacar agua?... Sino me lavo con saliva, como los gatos...
—No, che, no hagas eso... pa mi que tu saliva ensusea...
Desde el galpón, haciendo sonar los zuecos descalzos, —as tamangas,— avanzaba el pardo Hildebrando, y decía:
—¡Tempo aborrecido! —¿Qué te ocurre, bahiano?
—Mi ridito... ¡Si ñao bufo, revento!...
—¿No trais otra novedá?...
—Nao; mais truje una limeta é cachaza.
Con la noticia alborozáronse los gauchos. Gritó uno:
—¡Alcanza, Patricio, qu’ estamos secos como la perdiz!...
—¡Hágase ver, rubio! —profirió otro.
—Convidá, macaco, y te perdonamos la vida, —agregó un tercero.
—Alargue la mulatihna, ño Tizón.
—Fora! foro toudos!... Piquen sabendo que eu por bondade do; mais pe la forza... ¡jem!...
—¡Si te lo pedimos de rodillas!...
—Antón sim...! Eh! dispasinho, dispasinho!... ¡Pucha castigao valentes pa la cachaza!...
—¡Ajjj! Medio chamusquea e! gañote, pera es linda.
—¡Cha digo!
—¿Qué tenés vos?
—Que le abrí no más la jareta, le encajé buche y trago, y me va quemando hasta la pajarilla!...
—¡Alcanzá, mulato!
—Nao, ya yega.
—¡Un buchito, no más!
—¡Ñao! O que fica da rapariga va deitar na mea panzaz.
* * *
La puertecita del muro que cierra el patio de la estancia, se
abrió, apareciendo en el dintel un bulto blanco, más ancho que alto. Era
el patrón que gritaba con imperio:
—¿No se acuerdan que mañana hay parada e’rodeo? ¡A ver si concluyen la plática y se van’acostar!...
—... 'Stá bien, patrón —respondió el capataz.— Vamos, muchachos: cada chancho a su chiquero.
—No hable tan juerte que puede oir el patrón eso de chancho...