Clavel del Aire

Javier de Viana


Cuento


Al indio querido, Gumersindo Gadea.


Allá, en mi país, en el regazo de una de esas graciosas cuchillas que forman el mayor encanto de mi tierra uruguaya, el viejo Faustino Laguna poseía cien cuadras de terreno, seis bueyes, cuatro caballos, un rancho, dos hijos y una nieta.

Uno de los hijos contaba treinta años, el otro veintidós, la nietita cinco. El viejo Faustino ignoraba su edad; sólo sabía que eran muchos los años, muchos.

En la pequeña heredad trabajaban los tres hombres, sembrando maíz, trigo, zapallos, porotos y garbanzos. La ganancia no era mucha, pero se vivía, humildemente, sobriamente, resignadamente. Si la labor era ruda y no faltaban motivos de tristezas, había en cambio tres focos de luz y alegría: el sol, el cielo y la pequeñita Marta.

Algunas veces se presentaban inviernos malos. El frío era cruel, las lluvias continuas, los huracanes feroces. Se sufría entonces, pero se soportaba en la seguridad de los días lindos y buenos que habrían de suceder á las borrascas.

Pero he ahí que de pronto, inesperadamente, en pleno verano, se obscurece el cielo indicando la proximidad de una terrible tormenta, la más terrible, la más espantosa tormenta: la guerra civil. La guerra, ya se sabe, es un huracán al cual no resisten ni los ombúes centenarios, ni los coronillas de hierro. Por donde ella pasa se señorea la desolación. Destruye todo, hasta la esperanza, hasta la fe.

Al viejo Faustino le llevaron los dos hijos, dicíéndoles que los necesitaban para hacerlos matar—no sabían dónde—en una loma, en un llano, al norte ó al sur... para hacerlos matar en algún paraje en nombre de... en defensa de... ¡Para hacerlos matar!... '

Desde aquel día de enero en que se inició la tormenta en mi amado é infeliz país, no hubo, en largo transcurso de nueve meses, un sólo día de sol: fué un formidable temporal.

El viejo Faustino estaba ya demasiado viejo para labrar la tierra por sí solo. Las cien cuadras de su heredad,—que antes lamentara pequeña como su poncho rabón,—se le aparecían ahora extensión sin término. Y cuando, al obscurecer, largaba los bueyes y volvía al rancho, fatigado su achacoso cuerpo, sin fuerza casi para quitarse los tamangos embarrados, cuando contemplaba el silencio y el aspecto de ruina que iba adquiriendo su casita otrora tan limpita y alegre, un nubarrón de tristezas invadía su alma. Un nubarrón que sólo aclaraban un poco las risas y las caricias de la nietecita, la única hija de su única hija, la pobre Eufrasia, á quien dos años antes habían enterrado en el bajo, junto á las piedras altas, al borde del cañadón del fondo del potrero, en un retazo de tierra infecunda.

En el transcurso de los meses, el rancho, castigado por los pamperos, se fué inclinando, inclinando, cual si quisiera, él también, acostarse á descansar sobre la tierra.

Y el poderoso cuerpo del viejo, se inclinaba lo mismo hacía la tierra, embestido por la furia de otros pamperos más terribles, los que rugen y escarban en el interior de las almas. El viejo se sentía morir, escapándosele la vida como se escapaban las pajas del techo, una á una, en destrucción continua, y pensaba amargamente en sus hijos ausentes, en aquellos hijos que, según toda probabilidad, no habrían de estar á su lado, en la hora suprema, para cerrarle los ojos y para cavarle la fosa, allá abajo, junto á las piedras altas, al borde del cañadón del fondo del potrero, donde dormía, desde hacía dos años, la infeliz Eufrasia.

Sin embargo, una mañana, mientras uncía trabajosamente los bueyes, vió llegar un vecino que alegre como unas pascuas, le gritó:

—¡La paz, viejito!... ¡Se ha firmao la paz!... Y sin añadir palabra, el vecino se alejó á todo lo que daba el jamelgo, para continuar su gira anunciando la buena nueva por el pago.

—¡Bendito sea Dios!—exclamó el viejo.

Y todavía con la coyunda en la mano, cayó de rodillas y comenzó á mascullar una oración fervorosa.


* * *


Poco á poco, hoy uno, mañana dos, empezaron á caer al pago los mozos que la guerra había arrebatado á sus hogares. Hoy uno, mañana dos, iban llegando los mozos del pago; pero los hijos de don Faustino no aparecían.

Dos meses, dos largos meses de esperanza y de angustia transcurrieron así. Había vuelto la primavera, la luz, las flores, los pájaros, la alegría en los campos y en las almas, pero el viejo, esperando siempre, veía marcharse sus últimas fuerzas y con ellas la esperanza de contemplar el regreso de sus hijos, de cuya suerte nadie sabía informarle.

Al fin, una tarde, alguien más bueno ó más malo, quien sabe, le dio la brutal noticia:

—«Murieron los dos, en una peleíta al ñudo allá por la frontera».

No brotó una lágrima de los atormentados ojos del anciano; pero volvió á caer de rodillas y durante mucho rato, mucho rato, sus labios estuvieron moviéndose, recitando una plegaria. Luego se levantó y anduvo errando por el campo, sin objeto, como un sonámbulo.

Al atardecer ensilló su matungo y llamó á la nietita que palmoteaba de contento, diciendo en su media lengua:

¿Pachiá pitizo, güelito?

La alzó, montó él también y echó á andar, lentamente, hacia afuera, sin dirección, sin propósito. Iba huyendo de la desgracia, iba huyendo de su casa de dolor, iba á esperar la muerte en otro sitio cualquiera.

Anduvo de ese modo, en silencio, sin detenerse hasta llegar al arroyo. Bajo los grandes y frescos sauces del paso, se apeó. Tenía sed, una horrible sed que le abrasaba el tragadero. En cuclillas, al borde del arroyito, bebió, bebió largamente; en seguida, á manotadas, se bañó el rostro, experimentando una inmensa sensación de alivio.

Obscurecía con adorable placidez primaveral. Sobre la alta grama verde, la chiquilla, semejante á una garza rosada, saltaba y corría rebosando contento en la tibia tarde llena de perfumes agrestes. El viejo, al verla, sintió algo caliente humedeciendo sus ojos áridos. Lloró, lloró, y el llanto parecía irle sacando tristezas de adentro.

Se enderezó, dio unos pasos y fué andando hacia el gramillal donde pastaba el petizo, murmurando como en un delirio:

—Día... noche... ceibo muerto... clavel del aire...

Y luego, dirigiéndose á la chiquilla, le gritó cariñosamente, casi alegremente:

—¡Clavel del aire!...


Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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