Collera Rota

Javier de Viana


Cuento


En dos horas de recorrida por el campo, Corvalán no había hecho otra cosa que dejar trancurrir el tiempo vagando sin objeto, como un sonámbulo.

Al pasar por la linde del bañado, su rosillo dio una espantada violenta. Corvalán advirtió que la causa era una oveja muerta, semioculta entre las pajas, sin recordar, sin embargo, su deber de apearse y sacarle el cuero.

—Si vas mañana pu'el pastizal grande, fíjate si ha parido la bragada mocha, y la tráis pa descalostrarla, porque la patrona se queja de que las tamberas tienen los terneros muy grandes y cuasi no dan leche,—habíale dicho el patrón la víspera.

Y él pasó junto a la bragada mocha, sin advertir si estaba o no parida, sin recordar la recomendación del patrón.

Sus ojos no veín nada en medio de la radiosa luz del mediodía estival. Todo su esfuerzo concretábase a escudriñar las densas tinieblas que llenaban su alma.

Un portillo, abierto en el alambrado medianero, no le llamó la atención; ni tampoco la manada de yeguas ajenas que habían penetrado por allí y devoraban las pasturas reservadas para el próximo inverne de novillos.

Al regreso, a poca distancia de las casas, un tero se agitó colérico entre las manos de su caballo. Se detuvo, miró al suelo y desmontó para recoger en el pañuelo la nidada que el lindo pájaro defendía valientemente.

Fué un acto inconsciente. Él sabía que para su mujer ninguna golosina era más apacible que los huevos de tero; y bien que en ese instante estuviera muy lejos de su espíritu el deseo de serle agradable, se impuso la molestia, por fuerza del hábito, sin darse cuenta de lo que hacía.

De nuevo a caballo, embarazado con el paquete y recordando recientes agravios, tuvo tentaciones de arrojarlo al suelo.

—¡Ni güevos de chimango merece!—exclamó con violencia.

Se detuvo, sin embargo.

Al acercarse a las casas, por detrás del ranchejo que servía de cocina, llegó a sus oídos la risa perlada de Ursulina, aquella risa tan fresca, tan alegre que antes le llenaba de luz el alma y que ahora le producía el más amargo de los dolores. Cada vez que la oía reir o cantar, experimentaba violenta tentación de apuñalearla, antojándosele la más cruel, la más cínica de las mofas.

Su mal humor disminuyó un tanto al encontrar en la cocina a su viejo amigo Goyo Pérez, a quien se había acostumbrado a considerar como un hermano mayor cuyos consejos siempre le fueron útiles.

Después de saludarse afectuosamente, dijo el visitante:

—El patrón me encargó te preguntara si habías visto la bragada mocha.

—La campié y no la pude encontrar,—respondió Corvalán, a quien la mentira le hizo enrojecer el rostro.

Ursulina, que desde la llegada de su marido había transformado su rostro, trocando en dura y rencorosa expresión la alegre y risueña de un segundo antes, opinó con agriedad:

—¡L'has de haber campiao en el rancho de alguna china!...

Sin responder a la agresión, el mozo tomó la pava y comprobando que el agua estaba fría, quiso colocarla al fuego.

—¡Salí, salí!—gritó Ursulina;—¡no me vengas a distráir las brasas del asao! Corvalán estuvo a punto de estallar, pero logró nuevamente contenerse. Ursulina, dirigiéndose a Goyo con tono amable, dijo:

—Vigilemé el asao, compadre, mientras vi'a poner la mesa... por queste inútil es capaz de dejarlo quemar.

Después que hubo ella salido, el visitante expresó con pena:

—Parece que sigue agriándose la leche.

—Y'asta como cuajada y se me hace qu'esto va reventar lueguito no más. A juerza de hacerme mascar juego a todas horas, celarme al ñudo y rezongarme en tuito momento, me va obligar a que haga una barbaridá.

—Hay que serenarse, amigo...

—¿Quién serena al arroyo cuando las lluvias lo enllenan y lo revuelven dénde el fondo hasta las barrancas?...

Pocos días después se produjo la esperada escena definitiva.

Corvalán había tenido una tarea enorme. Primero hubo de curar, a campo, y él solo, numerosas ovejas «avichadas», «cueriar» una vaca muerta de carbunclo y componer un gran trecho de alambrado que los cuatreros habían destruido la noche anterior, arriando, sin duda, hacienda robada.

Cuando llegó a sus ranchos era ya más de la una de la tarde. Desde el comedor, sentada en la mesa y con la cara entre las manos, Ursulina estuvo mirándolo níientras lentamente, con aire de fatiga, extendía en el suelo el cuero del vacuno, colgaba de un garfio de la enramada la máquina de alambrar y desensillaba su caballo.

—Güenos días,—dijo al penetrar en el comedor; y ella, sin cambiar de postura y con su agresividad habitual, respondió:

—¡Güeñas tardes!

—¿Ya almorzaste?—preguntó él, en tono conciliador, que mereció una respuesta más iracunda todavía:

—¡Dejuro!... ¡No m'iba dejar pasmar de hambre mientras a vos se te pasa el tiempo de tertulia con las chinas!...

Sin levantar el cargo, el mozo tomó la fuente de latón donde quedaban los restos de un mal guisado de oveja, completamente frío, cuajada de grasa.

—Calentame un poco eso,—pidió.

—¡Andá calentarlo vos, si querés!... ¡Y además, ya está apagao el juego, y yo no soy tu piona!...

Aquello colmó la medida: una formidable bofetada hizo rodar por el suelo a la insolente mujerzuela. Tan inusitada violencia le produjo estupor; pero reaccionando de inmediato, rompió en los más soeces improperios.

—¡Callate!—ordenó el marido con tono amenazante.

—¡No m'he de callar!... ¡bandido, asesino, cobarde!—rugió.

—¡Callate!...

—¡No me callo, perro!...

Ciego de ira, él se abalanzó y cogiéndola del cabello la golpeó brutalmente...

—¡Aura mesmo me voy pa casa 'e mama!...

—¡Andate... y no vuelvas más!

Ursulina tomó el caballo del piquete, ensilló y se marchó no más.

Él la dejó hacer. Toda la tarde permaneció sentado junto a la mesa, en un estado de absoluta inconsciencia. Al llegar la noche, sintiendo hambre, se levantó, fué a la cocina, hizo fuego y ensartó medio costillar de oveja. Mientras se asaba le pegó golosamente al «amargo», que nunca le supo tan bien. Después cenó con un apetito al que desde hacía meses estaba desacostumbrado.

Se acostó y durmió un largo y plácido sueño. La cama, ahora toda suya, en la cual podía dar vueltas, estirarse, desparramarse a su antojo, le proporcionó satisfacciones hasta entonces desconocidas.

Se levantó tarde. Churrasqueó con apetito de convaleciente y al bienestar físico notó que se unía un mayor bienestar del espíritu. Las ideas se movían ahora con libertad dentro del cerebro que hasta la víspera estuvo como atrabancado con la cachivachería de las preocupaciones.

Ensilló y salió al campo que encontró, como nunca, alegre. Regresó silbando unas vidalitas.

Cenó con redoblado apetito. Mateó enormemente y luego de meterse en la cama, armó y fumó un cigarrillo.

Embargado por suavísima sensación de reposo, exclamó en voz alta:

—¡Es al ñudo: animal acollarao no puede engordar nunca!...


Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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