Encendida como rostro abofeteado, conservóse la atmósfera durante aquella tarde. Sobre el suelo abierto en grietas, las amarillas hojas yacentes, convertíanse en polvo bajo la débil presión de pies de escarabajos. En toda la pradera no había quedado un tallo erguido; sofocados, los macachines, las márcelas y las verbenas, hubieron de rendir las frentes sobre la cálida alfombra de grama. Los caballos y las vacas bostezaban desganados al beber el agua tibia y turbia del arroyo. Las tarariras desfallecían flotado sobre el plomo derretido de las misérrimas canalizas. En los collados, hipaban las ovejas sin vellón, hinchados los flancos como globos; en el llano huían los ofidios de las cuevas incendiadas, languidecían las iguanas escamosas, trotaban los unicornios, inmovilizábanse los zorrinos, zumbaban las avispas y esponjaban las plumas las cachilas. El sol, sin lástimas, castigaba; castigaba a todos los seres de la creación, desde la hierba hasta el árbol, desde el insecto hasta el hombre, para probar resistencias sin duda. En la selva, la brisa bochornosa había humillado todas las imperiales vestimentas de estío. Los árboles en flor sudaban sus perfumes, acres a fuer de violentos, hediondos como vaho de piel de lujuria. Estremecíanse los ceibos bajo las ascuas de sus corolas purpúreas; los blancos racimos femeninos de los sarandíes, repugnaban en el medroso abandono que los exponía desnudados, expandiendo aromas ultra capitosos, repulsivos en su intensidad vulgar. Los viejos de la selva presentían borrascas y adustos, sin fanfarronadas y sin miedo, afirmaban las raíces, en tanto los sauces pusilánimes; vencidos por la canícula, doblegaban las cabezas de cabellera lacia y mustia, como doncel rendido en la ebriedad de una noche amorosa, y en tanto las temblorosas enredaderas sollozaban avergonzadas del repentino envejecimiento de sus flores, ajadas por el bochorno.
Los coronillas, los talas, los guayabos, los vivarós y los yathays, esperaban la batalla. Ellos eran guerreros a quienes una maldición divina amarró a la tierra, condenándoles a resistencia pasiva contra los guerreros sueltos y feroces, sus enemigos declarados, los vientos. Los vientos, escupiendo saña combativa, anunciaban su embestida. Los veteranos del bosque, esperaban, firmes, serenos, silenciosos, sin orgullos ni desfallecimientos.
* * *
Se echó la sombra sobre el campo y hubo un gran silencio formado
con miedos, contentos y esperanzas. Una brisa fresca pasó sobre las
campañas abrasadas. La chusma vegetal respiró a gusto. Los macachines,
las verbenas y las marcelas —¡mujeres!— irguieron los tallos y tendieron
las corolas buscando la luz de luna que prestase irisaciones a sus
policromadas pedrerías. Imprevisoras, como mujeres, las hierbas gozaron
del repentino fresco. Pero los fuertes de la selva, los aguerridos
luchadores, temblaron cual tiembla un hombre ante un peligro que no ha
de cuerpear.
Se ensombreció el cielo y algunas rachas, veloces y agudas, —partidas exploradoras de la borrasca,— fueron a embestir, a estrellarse y a morir sobre las duras ramazones. A lo lejos oíase como el redoble de múltiples tambores batiendo carga. Y las enredaderas, temblorosas, muertas de susto, abrazaban suspirando los nudosos y gruesos tallos de los árboles protectores, y las innumerables plantas epífitas, contraían sus radículas oprimiendo los lomos del macho.
Ya era todo obscuro, con una de esas obscuridades infinitas que envuelven el crimen y el placer máximo, lo que no deben ver ojos mortales y delatores.
Lejanas, vibraron las trompas sonando halalí, retumbaron las cumbres al rodar sobre las lomas una carga frenética; sonaron los aires cual un millón de cristales rotos; gimieron, en hondo gemido, las florecitas arrancadas brutalmente de sus tallos; lanzaron una interjección las pajas aplastadas contra la ciénaga; se lamentaron los sarandíes despojados de sus esposas, los racimos amorosos; y penetraron los cosacos en lo hondo de la selva, sacudiendo las crines y vomitando alaridos. Las avanzadas selváticas se defienden con honor. Una racha furiosa coge un tala por la melena, le sacude; se pincha; suelta; le vuelve a coger; forcejea; ella se enfurece, él resiste, silba la una, gruñe el otro, el otro que lanza un soberbio apóstrofe al ser vencido, al ser arrancado de la tierra y tirado muerto sobre la tierra. Pero más allá la contienda prosigue. Hay muchos árboles bravos que no quieren doblarse, que resisten al huracán. Ruge el viento, tiemblan las ramas, vuelan las hojas. El trueno retumba en la inmensidad del campo; la lluvia cachetea a los árboles; el rayo, aliado de los vientos, cae en lanzas de fuego amputando brazos de combatientes. Las soberbias copas se doblegan hasta tocar el suelo y desde allí vuelven a levantarse combativas. Un relámpago ilumina la escena dejando ver un coloso sangrando, y los vientos arremeten con más furia. Tiemblan las ramas, vuelan las hojas, aqui cruje un ramo, allí se desploma un árbol, agotadas las fuerzas. Unidades que caen: el grueso brega, se sostiene, espera. Abajo, las hojas muertas remolinean, se chocan, suben, bajan, giran en danzas macabras; arriba, las ramas se estremecen, en tanto tiemblan los pájaros encerrados en el nido, abiertas las alas en protección de la prole. Y muy abajo, bajo la tierra, las raíces forcejean, se endurecen como músculos de luchador, adquieren la fuerza máxima de los sacrificios estériles, hunden las uñas en la tierra!...