Como la Gente

Javier de Viana


Cuento


Cuando visito un pueblo o una ciudad provincial, gusto de recorrer los suburbios, porque son ellos quienes me suministran pasta maleable para intentar arte. Los pueblos y las ciudades provinciales se parecen a las toronjas: sólo la cáscara tiene sabor y valor sativo; el interior son granos y agua: funcionarios, «pa. venus» y brutos solemnes envueltos en el pergamino de un título universitario. Todo sin sustancia y todo uniforme, como un artículo de confección o una romanza en pianola. Nadie es suyo; nadie es alguien. En cambio, en la orilla, acodado al mostrador de zinc de una taberna, se ven almas al través de las ropas desgarradas; almas sucias, almas cubiertas de cicatrices, desteñidas, remendadas, pero ingenuas, simples, naturales, verídicas, porque no tienen fuerza para mentir...

Una noche me encontré en el beberaje de un almacén orillero, en un pueblucho de la provincia de Buenos Aires, con un tipo extraño, uno de esos tipos que son como la osamenta de un drama. Su potente armadura ósea denunciaba la robustez pasada; porque ahora menguado en carnes, arrugado el rostro como un sobre vacío, sin luz los ojos, trémulos los dedos flacos, nudosos, negros, con arqueadas uñas de roedor troglodita, tenía todo el aspecto de una tapera.

Le hablé. Al principio sólo pude sacarle frases incoherentes; luego, sobada con la mordaza de la ginebra, se le ablandó la lengua, y, a tropezones me contó su vida.

—Yo me crié en las islas, entr’el monte, a la orilla’el agua... De chico, pescaba; primero pescaba mojarritas, dispués sábalos, y más dispués tarariras y basta doraos tamién pescaba... Cuando más grandote juí a montear con mi padre y con mis hermanos... ¡He echao más árboles al suelo que besos me dio mi madre!... La pobre vieja murió un invierno y jué en la noch’el velorio que nos entendimos con Jesusa, y al mes más tarde nos ayuntamos y nos juimos pa otra isla, ande había un monte muy fiero y víboras malas y tigres, y yacareses que dab’asco... Pa cuidarno’e los bichos, hicimos un ranchito sobre unas estacas bien altas... Era lindo allí...

—¿Y entonces se puso a montear por su cuenta? —interrogué....

Él sonrió, bebió otra ginebra, se limpió con la manga las cerdas del bigote, y dijo:

—¡No!... ¿Pa qué?... ¿No dije’ qu’era lindó allí?... Había fruta’e tuitas layas en árboles plantados por Dios, y había cardumen de pájaros y bichos lindos pa comer, y había carmatises y lechiguanas y en l’agua tanto pescao que se podían agarrar con la mano... ¡Era lindo!... Estuvimos allí como siete o catorce año y tuvimo un monton de hijos...

—¿Cuántos?...

—¡No m’acuerdo! ¡muchos!...

—¿Varones?...

—De tuito había, macho y hembra misturao... Viviamo lo más güeno...

—¿Y sus padres?...

—¡Mis padres!... No sé; a la cuenta, morirían: eran viejazos.

—¿Pero usted no volvió a salir de la isla?

—¿De la isla?... ¿Pa qué?... Yo, Jesusa y los cachorros, tuitos estábamos pansones cuando jué un fraile...

—¡A la isla!

—¡Dejuro! a la isla... Jué y nos dijo que había que casarse por la iglesia y que había que cristianar la morralla y que había que dir pal poblao, y dijo una punta’e cosas más que no entendimo bien porque era medio en gringo que hablaba el fraile, pero que parece quería decir que nosotro éramos mesmo que animales... Yo no hice caso y Jesusa por lo consiguiente, y la chamuchina se reiba al verlo a! fraile con polleras y tuito negro, mesmo que tordo y con un aujero blanco en el mate... ¡Pucha!..

—¿Y después?

—Dispués se jué, nomás, hablando’el infierno, el diablo, ¡y yo no sé cuánta bobada dijo!... Pero se jué con el chisme al poblao y di ahi apoco vino el comesario y nos dijo que no podíame vivir asina, porqu’era contra la ley y contra la civilización. .. y que teníamo que salir p’ajuera... y nos arriaron nomás...

—¿Para adónde?

—¡Pal pueblo, pues!... Cuando yegamos nos miraban como bichos raros. Nos dieron un ranchito pa vivir y unos trapos y algunas golosinas. El principio no iba mal, pero dispués se olvidaron de nosotros. Entonce...

—¿Entonces?

—Entonce no teníamos que comer, hasta hambre, robé una oveja, me prendieron... Cuando volví al rancho un casal de los cachorros había volao... ¡de hambre los pobrecitos! Dispués, volví a robar y me volvieron a prender, y cuando salí, la finada había muerto...

—¿Y sus hijos y sus hijas?

—Puaí andan; unos de melicos, otros de malevos, otros en la cárcel; y las mujeres, puaí... ¡por los ranchos!... Algunas pueda que sea dijuntas... ¡Yo no sé!... Pero aura ya no semo animales; aura vivimo como la gente...


Publicado el 24 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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