A Julio Sánchez Gardell.
«Hombres muy honraos, los hay dejuramente, pero ande pisa el viejo don Emiliano hay que hacerse á un lao».
Esa frase repetíase casi indefectiblemente, cada vez que en Pago Ancho se mentaba á don Emiliano Ramirez, considerado y respetado como el prototipo de la equidad, como el celoso guardador de la vieja hidalguía gaucha. Su hijo, Sebastián, la había oído cien veces, y cuando don Emiliano murió, se propuso conservar esa reputación, más valiosa que el reducido bien heredado.
Mantuvo con empeño el propósito, y los resultados le convencieron de que la deshonestidad no es nunca oficio productivo. Gracias á su conducta y á su laboriosidad extrema, logró duplicar su patrimonio y á los treinta años, poseía, no una fortuna, pero si la base de ella y por lo tanto un pasable bienestar.
Más ó menos á esa edad se casó con Etelvina, una morocha de veinte años, hija de un chacarero vecino, linda como durazno maduro y alegre como chingolo.
Durante cuatro años vivieron felices, salvo pequeñas y fugitivas tormentas domésticas, motivadas casi siempre por reproches de Sebastián á las frecuentes injusticias de Etelvina en su trato con peones y peonas. Ella era autoritaria y soberbia y las frases hirientes se escapaban á menudo de sus labios.
—¡Pa eso son peones!—respondía.
—No;—replicaba buenamente su marido—son peones p'hacerlos trabajar, no pa insultarlos.
—¿Y si no hacen las cosas bien?
—Se les despide y se buscan otros.
Pero Etelvina, no solo era violenta, sino injusta, cosa que mortificaba doblemente á Sebastián. Ella era buena y cariñosa, pero con un cariño excluyente que la hacía odiar á cuantas personas,—hombres ó mujeres,—demostrasen afecto á su marido. Por esa causa no ahorraba oportunidad de herir á Basilio, un muchacho sin nombre, á quien él había recogido, ayudado, dándole sitio de hijo en la familia y que pagaba su deuda de gratitud con derroches de bondad y laboriosidad.
En la mesa ella lo humillaba eligiendo para servirlo, las peores presas del puchero ó del asado, lo casi incomible, aunque quedasen muchas mejores que habrían de aprovechar los peones y los perros. Y él comía en silencio lo que le daban, sin una protesta, sin un gesto, como si aquello, y los reproches injustos y las frases groseras que á cada instante le aplicara la patrona fueran cosas perfectamente razonables..
—Esto no puede seguir así, exclamó un día Sebastián, manifestando su propósito de enviar á Basilio de capataz á su estanzuela del Pino, distante treinta leguas de allí...
Esto acalmó un poco la irascibilidad de Etelvina; pero como pasasen los días sin cumplirse la promesa, volvió á la carga con mayor ahinco...
Y poco después Sebastián tuvo la triste certidumbre de que Etelvina y Basilio lo engañaban miserablemente desde dos años atrás!...
Basilio se le escapó de entre las manos, saltando en pelo el caballo de la soga y huyendo á la carrera; Etelvina, después de sufrir una soba de rebenque, fué ignominiosamente expulsada de las casas...
Sebastián quedó solo, muerto moralmente, envejeciendo á prisa, y trabajando por hábito, y no se le ocurrió matarse porque eso no se le ocurre nunca á ningún gaucho.
Fueron rodando los años, pesados y largos y fastidiosos para aquel hombre cuya noble alma conservóse buena y justiciera apesar de su infinita é irremediable desventura.
Estalló una revolución partidista, y Sebastián,—que jamás había querido inmiscuirse en las querellas políticas,—fué á ofrecer su concurso á las filas rebeldes. Comentóse su actitud.
—¡Á la vejez viruela!—dijo un profesional revolucionario.
—Mejor habría hecho en contribuir con plata,—razonó un aspirante al grado honorífico de comandante, al que se consideraba con todo derecho en mérito de concurrir con veinticinco partidarios, de los cuales cuatro eran mayores, ocho capitanes y los demás tenientes.
—¡Vaya una manera de concluir!—mofó otro; y Sebastián, que lo oyó, dijo con su voz buena:
—Cada cual concluye como puede.
* * *
Después de un mes de comenzada la revuelta, Sebastián era un tipo
célebre en el ejército revolucionario. No hubo una guerrilla á la cual
no concurriese, sin armas, soportando el fuego con una indiferencia
asombrosa.
—¿Por qué no agarra un fusil?—le preguntaban.
—¿Para qué? —respondía.—Lo mismo sirvo así, las balas que me tiran se las ahorro á los compañeros.
Y ocurrió que una tarde se libraba un combate desesperado en las asperosidades de una sierra. Sebastián habíase sentado sobre una roca, al pie de un molle y fumaba tranquilamente, mientras la fusilería atronaba el aire. Tan ensimismado hallábase que no advirtió la huida de sus compañeros, en completa derrota, ni la aproximación de un piquete de infantería enemiga.
Él seguía fumando, el espíritu perdido, errando silencioso por el cementerio de sus recuerdos.
La partida se le vino encima, y el sargento que la mandaba, abocándole el fusil, gritóle:
—¡Renditel
Sebastián levantó la cabeza y sin hacer otro movimiento, se puso á mirarlo, con una mirada y con una sonrisa de bondad sin límites.
El sargento tomándolo á mofa, hizo fuego y al acercarse, pudo ver que su víctima estaba muerta. La bala justiciera había partido el atormentado corazón, y en el rostro sereno del mártir se conservaba la mirada y la sonrisa de bondad sin término.
¡Cada uno concluye su miseria como puede!...