Compadres

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Pedro E. Pico.


Después de escarbarse los dientes con la punta del cuchillo, y de limpiar la grasa de éste refregándolo en la bota, y después de envainar, Aquilino sacó la «guayaca», armó un cigarrillo, encendió, escupió, echó una mirada al contorno para ver si estaba solo, y entonces, dijo:

—Esto va’ tener que quebrarse!... A la larga ó á la corta no hay lazo que no se reviente...

Pitó con rabia; tragó mucho humo; casi se ahogó; tosió, carraspeó, escupió y volvió á decir:

—Las tarariras grandotas, mañeras, con más artes que un procurador, concluyen por tragar un anzuelo!... Y élla...

—¿Quién es élla, compadre?—preguntóle Etelbino, que había entrado silenciosamente al galpón.

Aquilino volvió rápidamente la cabeza; por instinto echó mano á la daga y respondió con voz áspera como lengüetazo de gato:

—¿Yo he preguntao?

—No; pero como vide que hablaba, supuse que sería con alguno.

—Era conmigo—replicó el gaucho cuadrándose en actitud provocativa y tan visiblemente decidida,—que el otro, guapo de faina, tragó saliva dió media vuelta y se fué murmurando un:

—Dispense....

Solo de nuevo, en las sombras y en el silencio del galpón vacío, sin cueros, sin lanas, sin nada más que el olor acre que venía de los bretes linderos, quedóse meditando el mozo.

Recostado á un horcón, pitó de nuevo con fuerza y á la luz roja de la brasa del cigarrillo se le antojaron extrañas y fascinantes visiones.

¡Ella!... Siempre ella!... La única mujer que amó en su vida, que siempre juzgó destinada á compartir con él los calores y los fríos del rancho... Ella, á quien jamás le había hecho una proposición amorosa, pero á la cual, por mucho tiempo, había regado con su cariño, dándoles diarias, innumerables pruebas de afecto; ella á quien jamás le dijo con la boca, con los labios, con la voz... «¡Yo te quiero!»... porque, durante años, sus acciones se lo estaban diciendo á cada instante... Recordaba una vez, bajo la tristeza gris y fría del invierno, ella regresaba, al caer la noche, desde el arroyo, con el atado de ropas sobre el hombro. Una vaca chucara, recién atada, furiosa porque le habían encerrado la cría, la embistió en momentos en que él venía de la chacra, con la azada al hombro... Rápidamente se interpuso, y las guampas, recién despuntadas, de la vaquillona, le quebraron dos costillas... Otro día,—entonces era en pleno verano, en el ardor de enero, en la abrumante pesadez de la siesta, cuando hasta los perros dormían en la estancia, ella fué á recoger los huevos del nidal de una «bataraza» que ponía entre las habas de la huerta. Era la hora de los lagartos y de las víboras. Ella avanzaba descuidadamente, bella y confiada, su faz morocha que el sol bravo perlaba en sudor... Y desde la enramada, tendido sobre dos cojinillos negros de carnero, él la miraba, la seguía, la adoraba... La vio levantar el delantal, la vio inclinarse, toda lincha de oro bajo la ducha de sol, y la oyó lanzar un grito, un terrible grito de espanto.

Saltó entonces; corrió, voló y llegó en el preciso instante en que una víbora de la cruz, gruesa, grande, formidable, se aprestaba á morder. Sin un titubeo, el mozo plantó su pie desnudo sobre el cuello del reptil, manteniéndolo inerme... Sin decir una palabra, ella se alejó de allí...

Pasado un tiempo, en un baile, alguien se permitió sobre ella una alusión ofensiva: él retrucó el insulto con una bofetada. Le respondieron con un tiro; contestó con una puñalada; y otro tiro, y otra puñalada... y: un muerto y la cárcel... Estuvo dos años...

Al volver, purgado el delito, seguía amándola con igual intensidad é idéntico mutismo. Él siempre tiernamente apasionado, ella siempre muy amiga, pero sin asomo de advertir la pasión de su constante y solícito protector.

Poco tiempo después, de pronto, causando asombro á todos, Rufina apareció casándose con Luis Alberto Medina. Fué algo así como una de esas apuestas que se improvisan en unas carreras de pulpería: se encuentran dos amigos; observan sus respectivas cabalgaduras:

—Está lindo su overo.

—Rigularcito; su zaino tamién se presienta.

—¿Le corro trescientas varas?...

—¿Por cinco onzas?

—Desensille.

Y se le «bajan las garras» á los «montaos», se les pone un cojinillo, se les monta de salto... y al camino!...

Para todos, aquello fué una sorpresa; para Aquilino fué un golpe doblemente terrible, pues Luis Alberto era su mejor amigo, su hermano casi.

Mortalmente afligido, Aquilino pretextó el llamado urgente de un tío que vivía á más de cien leguas de allí, y partió dispuesto á no regresar jamás.

Sin embargo, al cabo de dos años, nostálgico de los arroyos y las cuchillas, y los llanos y los ranchos del pago, y considerándose curado de aquel amor torturante, retornó.

Todo estaba lo mismo, todo era igual. Luis Alberto, encantado de volverlo á ver le obligó á hospedarse en su casa y Rufina lo recibió con la cariñosa amistad de siempre.

Pasó entonces algo raro; raro para la mentalidad rudimentaria del gauchito: mientras él se esforzaba en ser amigo, ella comenzó á demostrarle otro sentimiento.

Al principio creyó engañarse; luego con la certidumbre, tuvo momentos de crueles indecisiones...

El proceso siguió; siguió en un declive, cuyo término fatal sería la infamia. Una tarde, después de la cena, Luis Alberto llamó aparte á Aquilino y lo llevó hasta el fondo del patio. Había, en la punta del cielo una luna muy grande y en lo restante, un enjambre de estrellas: tanta luz, que se veían caminar los bichos colorados sobre las anchas hojas de las baldranas.

Luis Alberto sacó la tabaquera y el papel; lió un cigarrillo y se lo ofreció á su amigo y lió otro, se lo puso en los labios, tomó los avíos, hizo fuego, lo ofreció; prendió aquél, prendió él. Al rato, indolentemente dijo:

—Hermano... por qué si vos no sos mi hermano, quién había ’e serlo?... hermano... t’ he llamao á una cosa muy seria...

Aquilino, pálido, bajo la pálida claridad lunar, respondió con voz angustiada:

—Habla.

—Una cosa muy grave.

—Andá diciendo.

—Algo que sólo se puede pedir á los verdaderos amigos, á aquellos que saltan la tranquera ’e la amistad para hacerse hermanos aunque hayan nacido de distintos vientres!... ¿Vos sos asina conmigo, verdá?...

—Asina...—tartamudeó Aquilino.

—Güeno,—agregó el otro, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro;—güeno... hay que cristianar la gurisita que ya va pál mes... -y tenés que ser padrino.

—¿Yo?—exclamó sin poderse contener el mozo.

—Vos;—respondióle con calina el amigo.—Es necesario que seamos compadres... Primero porque nos queremos mucho y dispués...

—¿Qué dispués?

—Y dispués, qu’el compadre no puede codiciar la mujer del compadre. ¿Has comprendido?

Quedó un momento silencioso Aquilino y luego, tendiéndole la mano, dijo:

—He comprendido hermano.

Y él, estrechándosela, completó:

—Hermano... y compadre.

Aquilino soltó la mano y abrió los brazos; y la luna se ocultó en ese momento entre un abrojal de nubes, quizá para que no se viesen mutuamente los gauchos las lágrimas que brotaban de sus ojos al abrazarse después del solemne compromiso.


Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.