Era alto, fuerte, flaco, y feo. La cabeza chica, la cara grande. La frente tan estrecha que no había sitio para correr una carrera de tres ideas juntas. Los ojos de un aterciopelado color de piel de lodo de río, expresaban bondad, mansedumbre; lo mismo que la nariz sólida, gruesa, aguileña, con dos aberturas amplias que aseguraban una perfecta ventilación pulmonar.
Pero, por debajo, de la nariz se abría, en tajo sombrío, una boca que era una verdadera boca de abismo, unos labios graníticos, fríos, rígidos, que se alivianaban cansados de suspirar e incapaces de vibrar en otras articulaciones sonoras que las expresivas de sátira o injuria.
A las mujeres malas se les secan los senos; a los hombres infelices se les acecinan los labios; razonable correlación psicofisiológica.
Esto daría motivo para una larga disertación filosófica; pero volvamos a Hermann, el hombre grande, fuerte y feo de que íbamos ocupándonos.
Hermann, cuya verdadera nacionalidad—y cuyo verdadero nombre—nadie conocía, podría tener treinta años. Fué peón de chacra, peón de estancia, puestero más tarde, dedicándose a la cría de cerdos y de aves y a las pequeñas industrias derivadas.
Le fué mal.
Creyendo que la adversa suerte provenía de la falta de una mujer,—aparato regulador—se casó con una criolla que le dijo: «Quiero» cuando él decía «Envido».
Y le fué mucho peor, todavía.
En poco tiempo desaparecieron los animalitos, los útiles de labranza. Después desapareció la chacra y casi en seguida la mujer, cuyo cariño,—si alguna vez lo tuvo—se había ido mucho antes.
Desde entonces Hermann se despreocupó del mañana y no pensó más en hacer casa ni en plantar árboles, esas cosas destinadas a sobrevivirnos; sobrevenirnos con y para el hijo que tenemos o esperamos tener.
—Yo no estuvo buenos a piliar felicidad—decía.
Y sentado en la glorieta de la pulpería, solo, la pipa entre los dientes, el vaso de gim al costado, los ojos de Hermann, sus pupilas color caramelo inmovilizaban la visión en lo infinito del horizonte campesino, como en ansias de trasponer los mares de investigar la remota tierra nativa, donde quizá hubiera aún alguna ramita de afecto, capaz de prosperar, de crecer, de hacerse árbol, cuidada y regada.
Pero, de vez en cuando, el solitario salía de su embebecimiento, sacudía la cabeza y murmuraba en su media lengua:
—Yo nunca estuvo bueno domar pingo la suerte.
Y quitando la pipa de los labios—que entonces se cerraban formando una larga y fina línea cárdena, semejando el cuello de un individuo degollado después de muerto—apuraba el vaso de gim sin hacer un gesto.
—Dios te conserve el tragadero, gringo—dijo un gaucho,—qui ha 'e ser como papel de lija.
—Y a vos la lengua que ha estar igual escoba amontonar basura.
—¿No te da vergüenza emborracharte asina, solo sin envitar a naides?
—¡Qué le va dar vergüenza a este guampudo!—agregó otro mofador. Y él, sin quitarse la pipa de los labios y otra vez perdida la mirada en las lejanías del otero:
—Yo nada no tengo vergüenza. Yo no importa palabras que dicen... Yo estoy como río: todo qu' echan dentro lleva fuera...
Cuando estalló en el Uruguay la revolución de 1904 fué uno de los primeros en alistarse en las filas insurrectas.
—¿Vos sos «blanco»?—le preguntaron.
—¿Qué están blancos?... Yo estoy gringo.
—¿Pero sos enemigo del gobierno?
—¿Quién está gobierno?... Yo quiere no más ir guerra, matar hombres, todos hombres pueda matar... Todos biches malos, hombres.
Y fué un formidable guerrillero. No tiraba muchos tiros, pero cada disparo suyo era casi seguro que hacía una víctima, porque apuntaba largamente, amorosamente, a fin de que su bala fuese eficaz.
Concluídas las peleas, volvía a su aislamiento, a fumar su pipa, a beber su gim,—del cual nunca le faltaba provisión, sin importársele un comino de si habían vencido o habían sido vencidos.
Una tarde, después de una lucha singularmente trágica, extraordinariamente sangrienta, Hermann se reposaba, fumando su pipa y bebiendo su ginebra, cuando se le acercó un indiecito, conocido por «Rejucilo» y en cuyo rostro estaban dibujados todos los estigmas de la perversidad. Durante las cuatro horas que había durado la carnicería, Rejucilo estuvo junto a Hermann y había admirado, no su valor, sino su ferocidad, su pasión de matar.
Al acercarse al extranjero, que lo recibió, como a todo el mundo, fosco y prevenido, dijo:
—Lo felicito, hermano.
—Yo no tengo hermano, yo no precisa felicitación—fué la respuesta de Hermann.
Rejucilo, sin desconcertarse.
—No importa. Lu he visto peliar. Se que pelea por puro gusto 'e matar gente, lo mesmo que yo peleo, pa ver si se puede concluir con tuita la gente, y di' ahí mi simpatía... Nu'es pa pedirle nada, es pa ofertarle, es pa convidarlo que haga como yo... vea...
Y sacando de la cartuchera una bala de mauser cuya punta había sido tallada en cruz, repitió:
—Vea.
—¿Y qué?—preguntó el extranjero, después de observar la bala.
—¿Y qué?... Que asina, con cruz en la punta, hace más daño. Al dentrar en el cuerpo y trompezar con un gueso, se abre como rosa y destroza mesmo que rayo. Nu hay cristiano que aguante un chumbo d'esta laya.
Hermann, observó detenidamente la bala,—una dum-dum, al fin;—meditó, y luego tomó la botella de gim y le ofreció un trago a Rejucilo. Era la primera vez que hacía aquello.
En seguida, desenvainó el cuchillo, volcó en el suelo la cartuchera y se puso a tallar en cruz la camisa de niquel de los proyectiles.
—Gracias—dijo el indio, devolviendo el porrón.
—Nada... Vos estás amigo mío. ¡Oijalá peliamos mañana!...