Contradicciones

Javier de Viana


Cuento


A Vicente Martínez Cuitiño.


Cuando yo conocí a don Cleto Medina, era éste un paisano viejísimo. Según la crónica comarcana, había comido dos rodeos de vacas, había consumido más de cien bocoys de caña de la Habana y había arrancado una fabulosa cantidad de pasto para... entretenerse.

Profesaba una filosofía optimista de acuerdo con su obesidad, su salud robusta y su rigidez. Tenía un optimismo a lo Leibnitz. Para él, como para el ecléctico pensador germano, nuestro mundo era el mejor de los mundos posibles, creyendo, como aquél, que hasta las más horrorizantes monstruosidades tienen por finalidad una acción salutífera.

Yo dudo de que don Cleto hubiese leído la "Teodicea", ni "Ale enmandatine primae philophiae", ni siquiera "Monadología"; primero porque, según creo, tampoco sabía leer. De cualquier modo, el enciclopédico sabio alemán y el ignaro filósofo gaucho, llegaban a idénticas conclusiones; lo que parece demostrar que tratándose del corazón humano, poco auxilio da la sabiduría para desentrañar problemas y tender deducciones.

Según don Cleto, ningún hombre, por malo que fuese, era malo siempre y con todos. Además, su maldad resultaba siempre inútil, aun cuando la observación superficial no descubriese el beneficio. Una vez me dijo:

—Los caraguataces duros y espinosos, la paja brava, toda la chusma montarás de los esteros, son malos, hacen daño, y uno se pregunta pa qué habrán sido criados... ¡Velay! Han sido criados pa una cosa güeña: pa impedir que los animales sedientos se suman en el bañao ande el agua es mala y ande apeligran quedar empantanaos...

La reflexión era digna de Bernardino de Saint Pierre.

Para comprobar su teoría, cierta tarde me contó la siguiente historia, que doy vertida del gaucho, porque ya queda muy poca gente que entienda el gaucho:

"Pascual López,—sin que pudiera llamársele un bandido,—era un mal hombre. Su alma asemejábase a un gabinete de experimentación bacteriológica, donde, encerrados en tubos de ensayo, inofensivos dentro de sus celdas de vidrio, procrean rabiosamente los microbios de más fieras virulencias: una imprudencia, un descuido cualquiera, pueden libertar un germen, engendrar una peste, causar millones de víctimas.

El alma de Pascual López era así. Contenía todos los fermentos del mal, todas las levaduras del crimen. Si aún no había delinquido, debíase exclusivamente a falta de oportunidad.

Era pobre, humilde, ambicioso y sin el necesario caudal de energías para sembrar y esperar la cosecha. Extremadamente sensual, ansiaba placeres, todos los placeres, y carecía de voluntad para conquistarlos.

Así fué encaminándose, en progresión lógica, del deseo a la envidia, de la envidia al odio, y del odio al crimen.

Manuel Ríos, su camarada, el hombre de quien más servicios había recibido, —servicios pequeños, pero frecuentes y afectuosamente hechos, —estaba destinado a ser su primera víctima.

Como Ríos era prolijo, cuidadoso, sobrio y ahorrativo, tenía mejores caballos, mejor apero, mejores "pilchas". Esto amargaba el alma del otro, cuyas "garras" se reventaban faltas de grasa, cuyos caballos estaban siempre flacos, o mancos, o "bastereados", y cuya intemperancia aventaba los jornales en beberajes, en las carpetas de "truco" y en las canchas de "taba".

Y como Manuel siguió prosperando, como llegó a poseer una majadita y unas lecheras, y, finalmente, como su buena conducta le mereció el ascenso a "puestero", la malquerencia de Pascual comenzó a subir en gradación acida, hasta cristalizar en odio, cuando el laborioso gauchito culminó sus anhelos casándose con una linda y virtuosa muchacha del pago.

La envidia, saturándolo, comenzó a encenderle visiones rojizas. Las bromas dañinas, la satisfacción de mortificar al compañero con compasiones o irónica crueldad en ocasión de cuantas contrariedades sufriera aquél, ya no le bastaban.

Para peor, hacía un tiempo que la suerte se mostraba despechada con él: no ganaba una carrera, no acertaba un apunte, no clavaba una taba... Completamente "cortado", restringido al mínimo, su siempre escaso crédito en la pulpería, mal visto por el patrón, que varias veces lo había sermoneado con dureza por sus negligencias, su envidia y su rencor hacia Manuel llegaban al paroxismo.

Y fué así que una tarde, en medio del campo, le buscó disputa y lo agredió a puñaladas. Creyéndolo muerto, regresó a la estancia, ensilló su mejor caballo y huyó buscando el monte, amparo de todas las fieras.

Manuel milagrosamente salvado continuó su vida de honrada y persistente labor.

Diez años continuaron así: diez años rudos para el laborioso paisano. La familia, ya numerosa, comenzó a ser agotada por las enfermedades: dos hijitas partieron en el intervalo de pocos meses, del rancho al cementerio. El médico y la farmacia abrieron sensible brecha en el modesto caudal, bastante mermado con los años malos, de epidemias y sequías.

Para colmo de desventuras, el trabajo de Manuel rendía cada vez menos. Las bárbaras heridas que le infiriera el bandido, habían quitado a los órganos lesionados la primitiva resistencia, resintiéndose su salud hasta el punto de imposibilitarlo para los trabajos violentos. ¡Y en el campo, casi todos los son!...

La voluntad, el orden, la economía fueron impotentes para detener el desmoronamiento de aquel humilde edificio construido merced a tantos, tan grandes y tan constantes esfuerzos.

De la fortuna relativa, se pasó a los apremios, a las dificultades penosas, a las inquietudes, a la estrechez, y por último, la miseria anunciaba su próxima llegada. Para abrirle las puertas del hogar, se presentó un invierno cuyos rigores no tenían precedente en la comarca. Con las lluvias torrenciales, con los fríos mordientes, la majada sucumbió en forma tal, que ni tiempo le daba para "cuerear". Los pocos vacunos morían de flacura; las lecheras tenían secas las ubres; los bueyes, mostrando las púas de los eliácos y el varillaje de las costillas, caminaban con las patas trabadas y hubiese sido herejía uncirlos al arado; los caballos, apenas podían tranquear, puro hueso y puro pelo...

Manuel, envejecido prematuramente, doblegado, castigado sin tregua por las dolencias físicas y morales, sufría con resignación la tropilla de reveses que el destino le echaba encima con obstinación cruel. Y cuando más precaria era su suerte, cuando las necesidades le estrangulaban, enfermó de gravedad la mayor de sus hijas. Agotadas, sin éxito, la ciencia y la farmacopea campesinas, hubo que decidirse a recurrir al médico.

¡Angustioso trance!... El médico y la botica devorarían la poca hacienda que restaba; pero tal convicción no era lo que afligía al valeroso paisano. ¿Qué padre digno de tal nombre no se condenaría gustoso a comer raíces por todo el resto de su vida, si a ese precio hubiera de comprar la salud de un hijo?... No, nada le preocupaba el dispendio; su tortura la motivaba la casi imposibilidad de ir en busca del médico, pues era preciso andar más de treinta leguas por barrizales, atravesando esteros y arroyos crecidos, y no había en que ir. No tenía caballos, ni podía pedirlos a los vecinos, quienes se encontraban en situación idéntica.

Sin embargo, Manuel no tuvo un momento de vacilación: haría cuanto pudiera hacer y lo demás correría por cuenta de Dios.

Ensilló la yegüita guacha, —la yeguita de la nena enferma,—besó a su mujer y a sus hijos y partió, al tranco, en una fría y lluviosa mañana.

Muy lenta era la marcha; el pobre animalito escuálido avanzaba penosamente y no podría ir muy lejos. El paisano lo comprendía y, no desesperaba por eso. ¡Quién sabe!... En los casos parecidos, recordaba una frase de su madre: "La Providencia aprieta pero no ahorca"... Él esperaba.

Al vandear un arroyito hubieron de ahogarse, caballo y caballero, arrastrados por la corriente. Salvaron, pero el esfuerzo había sido demasiado grande, y la yegüita extenuada, no pudo ir más adelante. Con la cabeza casi tocando el suelo, tembloroso el cuerpo, se detuvo. Manuel no intentó siquiera castigarla habría sido inútil crueldad.

Desmontó, desensilló, escondió entre unas pajas el pobre apero, y, con el freno y un cojinillo en la mano, echó a andar, a pie, bajo la lluvia cada vez más torrencial, por el barrioso, desierto camino. Anduvo mucho tiempo, sin embargo: el cariño de padre prestaba resistencia extraña a su maltrecho organismo.

Marchaba. Iba llegando a un bosquecilio, ya en la agonía de la tarde, cuando vio salir de entre las frondas, precavido, receloso, un jinete montado en soberbio alazán.

Curioso, el desconocido se acercó y durante un rato, los dos hombres estuvieron observándose en silencio. Al fin el jinete interrogó:

—¿Vos no sos Manuel Ríos?

—Sí,—contestó tranquilamente el paisano.

—¿Me reconoces a mí?

—Te reconozco: sos Pascual.

El bandido se estremeció:

—Me debes odiar,—dijo.

—Yo no odeo a naides.

Había en la expresión del rostro y en la entonación de la voz de Manuel tal nobleza, tal solemnidad, que Pascual, dominado, echó pie a tierra, se acercó, se quitó el sombrero, y, hondamente conmovido, exclamó:

—¿Me perdonás?... ¡Yo también he sufrido mucho!

—Te perdono,—contestó Manuel, tendiéndole la mano.

El matrero la estrechó con sincera efusión y comenzó a contar sus penurias, su vida horrible, siempre perseguido, siempre huyendo... Así había envejecido, lleno de amarguras, corrido por los remordimientos, y envidiando siempre, envidiando ahora la tranquilidad de los más pobres, de los más miserables. Contó su historia con lágrimas, y cuando hubo concluido, volcando sin rubores toda la escoria de su existencia de réprobo, se acordó de interrogar a su víctima.

Manuel, tranquilamente, sencillamente, sin desfallecimientos ni indignaciones, narró sus sucesivas desgracias, su descenso sin tregua, hasta llegar al amarguísimo trance actual.

El bandolero escuchó con la mayor atención. Meditó unos momentos, luego, poniéndose de pie dijo, sin orgullo, sin afectación, sin énfasis:

—Hay unas doce leguas de aquí al pueblo... Monta mi caballo y dale galope no más, que el flete es güeno... ¡caballo'e matrero!... y no es fácil que se te canse ni que se te quede en el barro!...

Manuel reflexionó a su vez y luego preguntó con naturalidad:

—¿Y vos?...

—Yo no tengo que dir a ninguna parte.

—Güeno: aceto por la pobrecita m'hija.

Se dieron la mano en silencio. Manuel montó y salió a gran trote, ansioso de recuperar el tiempo perdido, y seguro ahora de conseguir su objeto, gracias al soberbio flete del matrero.

Este quedó mirándolo hasta que se perdió de vista: y entonces, sacudiendo la cabeza melenuda, dijo:

—A pie, en medio'el campo y lejos del monte!... ¡Aura es cuando creo que voy a dir a alguna parte!...


Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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