A Ezeauiel Ubaiubá.
Desde la tarde en que Ismael Martínez se enderezó y echando a la nuca el chambergo había gritado:
—¡No permito que naides hable de la finada mi mujer!—ninguno se atrevió a mentar en su presencia la dolorosa historia.
La historia era vulgar como un aguacero en invierno: un hombre joven, buen mozo, fuerte, trabajador, sin vicios, a quien su mujer engaña a los pocos días de casado. Él quiso matarla; luego, reflexionando que ni rebenque ni espuela, hacen andar al caballo cansado, prefirió desensillar y largar. La largó, en la esperanza de recomenzar la vida y alzar de nuevo el rancho caído.
Sin embargo, había pasado un año y la tristeza parecía aquerenciada en el alma del gauchito.
—¡Esto no va a salir nunca—dijo una vez;—esto es como palo ande dentra la polilla: no tiene remedio.
Lo dijo en un obscurecer caliginoso, bajo un ombú que había oído prosiar a los blandengues de Artigas; y el viejo Torcuato, que, bajo el mismo ombú había escuchado lamentarse a los guayaquises de Rivera, le pialó la frase y la volcó de lomo:
—¡Palo que vive no se apelolla nunca!...
De seguida, aprovechando el momentáneo sometimiento del mozo, echóse a decir:
—No' hay carne fiera pal que sabe asarla... Mira... Yo supe tener un amigo llamao Dionisio Lafuente... Era mozo guapo, juerte pa la lidia y güeno como una madre... Se le atravesaron unas naguas. Amó. El cura le ató la collera. Él se asemejaba a la gramilla que cuanti más la comen, más retoña pa dar de comer a más animales: ella era como el míomío que vive p'hacer reventar al que lo masca... Él la cuidaba mesmo que se cuida un parejero... Vino un cachorro... Dionisio puso doble al cariño de su mujercita... Vino un día... en que le pasó lo mesmo que a vos, en que, como vos, tuvo ganas de probar el filo del facón, y en que, carculando el ancho del arroyo, agarró el de amansar potros, le calentó los costilares y la hizo juir pal campo, yegua orejana cuya cría pertenece a quien la marca!...
Y dispués si te he visto no me acuerdo y échale sebo a las brasas que la cocina está escura!...
Tosió el viejo; miró a Ismael que lagrimeaba, y continuó:
—Dionisio se quedó con el guacho, y se puso a plantar en el alma varejones de sauces, que echaban ramas y más dispués se secaban. Y su alma estaba siempre seca y dura como camino de sierra. Y una vez el muchacho se apestó, le dentro fiebre y comenzó a balar.
—¡Mamita!... ¡Mamita!... ¡Mamita!...
Dionisio estuvo peludiando un tiempo largo en el pantano 'e la duda y al cabo y al fin se arremangó la consencia y... ¿comprendes?
—No compriendo,—respondió hosco el gauchito.
—Pues mandó buscar a la indina, y en el empeño de salvar al cachorro moribundo, sobre los terrones del rancho caído levantaron otro rancho y aura viven felices, al calor de sol que lo mesmo protege al trigo que al abrepuño!...
—¡Güeno pa la gente sin recuerdo!—exclamó Ismael.
—Mira muchacho,—observó el viejo;—si uno hubiera 'e vivir de los recuerdos, no sembraría dispués que la helada le perdió una cosecha, ni gastaría en carneros cuando un temporal le arruinó una parición!...
El joven permaneció largo rato silencioso, luchando entre el orgullo y la afección y dijo al cabo:
—¡No importa!... ¡Las marcas no se borran!...
—Sí, se borran, contramarcando,—respondió sentenciosamente el anciano paisano;—contramarca!...
Ismael guardó silencio; guardó silencio por mucho rato, por un rato largo como un lazo de gaucho antiguo. Cenó poco; ensilló en seguida, montó, partió. Y el viejo don Torcuato pudo ver que, en vez de enderezarse para su rancho, tomaba rumbo opuesto y se iba a galope tendido hacia el sur, en dirección a las Caraguatases, donde aburrida, triste, solitaria y arrepentida, se consumía la mujercita expulsada a rebenque.
Y el viejo sonrió.