Crítica Autorizada

Javier de Viana


Cuento


¡Noche de incomparable alegría! Una alegría silenciosa a fuer de intensa.

Los aplausos prodigados por el público durante toda la representación y la delirante ovación que subsiguió a la lenta caída del telón en el último acto, hicieron que doña Ruperta y su sobrina Julieta lloraran a lágrima viva, en el paroxismo de la emoción.

Una emoción que no era producida por las intensas situaciones del drama, sino por el entusiasmo de los espectadores, por la embriaguez del triunfo. La buena señora necesitó emplear grandes energías para dominar el vehemente deseo de erguirse en el palco y gritarle a la multitud:

—¡El autor de esa maravilla es mi hijo, mi hijo Baltasar!...»

Y a la pequeña Julieta se le llenaban los ojos de lágrimas y la emoción echábale un nudo en la garganta, pensando de cuántos esfuerzos y abnegaciones habría menester, para hacerse digna de su glorioso prometido.

Don Fidelio, halagado en su vanidad de padre, tosía de cuando en cuando para mantener digna compostura.

Al regreso a casa, todos hablaban al mismo tiempo comentando la victoriosa jornada.

Baltasar no habría seguramente, de dedicarse a fabricar comedias haciendo de ello una profesión.

Él era rico; faltábale un año para recibir su diploma de abogado: un brillante porvenir le esperaba; pero aquel éxito completo obtenido ante un auditorio selecto era la consagración de los talentos de Baltasar, la evidencia de que, simple «virtuoso» era capaz de producir obras de arte más bellas y emocionantes que las de nuestros profesionales del teatro.

Más tarde, las horas de ocio que le dejaran la atención de su bufete, las agitaciones políticas y los deberes sociales, escribiría otras obras, dándose de tiempo en tiempo la satisfacción de un baño de luz de gloria. Y ante las felicitaciones de los amigos, sonreiría desdeñosamente y respondería parodiando a Eugenio Cambacéres:


—«Soy rico, tengo poco que hacer y para matar el tiempo escribo.»


—¡Que lástima que abuelito no haya podido ir a ver la obra! —exclamó misia Ruperta.— El que conoce tanto esas cosas, se habría llevado un alegrón.

Al día siguiente toda la familia, que —exceptuando el abuelo, don Martiniano— se levantaba habitualmente a las once, madrugó para leer ávidamente los juicios de los diarios sobre el estreno.

Todos ellos concordaban en el elogio ditirámbico: Un nuevo astro había aparecido en el firmamento de la literatura dramática nacional. «El triunfo del amor y del coraje» —que así titulábase la obra— era un drama magistral, admirable por todos conceptos. El crítico de un diario menesteroso, remataba así las dos columnas de su juicio hiperbólicamente elogioso:

«Baltasar Valdibia no es todavía un Shakespeare, pero es de la madera que se hacen».

Terminada la lectura fueron a la cocina en busca de don Martiniano, quien, por inveterada costumbre, se lo pasaba allí desde el alba hasta la hora de almuerzo, amargueando y charlando con la china cocinera.

—¡Venga, abuelito! ¡venga a ver cómo hablan los diarios de la obra!

—¡Un exitazo, abuelito!

—A Ver, lean —replicó el viejo...

Baltasar leyó uno de los artículos y al terminar interrogó:

—¿Qué le parece?... Voy a leer este otro.

—Esperá, respondió el abuelo.—¿No dijiste que todos los críticos dicen más o menos lo mismo?... Entonces es inútil que sigas, y te digo con franqueza que ese crítico es un burro...

—¡Pero abuelito!... ¡Es el famoso crítico de «La Correspondencia», don Sebastián Melgarejo!

—¡Te digo que es un burro! Y si en tu obra pasan las cosas y se dicen las frases que cita el crítico... ¿sábes lo que pienso de tu obra?

—¿Qué piensa, abuelito?

—Que es idiota.

Misia Ruperta dirigió a su hijo una mirada suplicante, expresando que el pobre viejo no entendía de esas cosas y era mejor no hacerle caso; pero el autor, respondiendo en voz alta al mudo consejo, dijo:

—¡No, no!... Hable tata viejo y desengáñeme explicándome por qué presume idiota mi obra.

— Porque es un montón de mentiras y con mentiras no se hace nada bueno... Vamos a ver: tu protagonista, ese gauchito trovero que se pasa la vida componiendo y cantando décimas; que anda de pago en pago luciendo sus habilidades de guitarrista, de bailarín, de corredor de sortijas, y que no trabaja nunca, ¿te parece que es un tipo real y además de eso, noble, altivo y digno?

—Antes había tipos así.

—Había; pero se les despreciaba... ¿Y la hija del rico estanciero que enamorada del payador y no logrando el consentimiento de su padre para casarse —¡sólo un padre loco lo hubiera dado!— se deja raptar por el vagabundo, ¿es una «muchacha angelicalmente pura»?

—Eso era corriente entonces...

—Tan corriente como es ahora, porque siempre existieron y existirán muchachas de cascos livianos.

—Sin embargo, «sacar» una muchacha...

—Eso sí era común allí donde no habían curas que celebraran el matrimonio; pero se hacía con el consentimiento de los padres y era, en realidad, un matrimonio contraído ante Dios... ¿Y el capataz, el viejo servidor, dechado de honradez, de fidelidad, de nobleza, y que, sin embargo, traiciona a su patrón facilitando el rapto, es también un personaje real y simpático?

—Eso...

—Eso, dirás, no es más que un tiento suelto. Pero vamos más adelante. Tú héroe, perseguido por la policía a requerimiento del padre de la muchacha, huye llevando a ésta en ancas de su parejero, se refugia en el monte, y mientras se hace el asado —¿dónde lo robó?— toma la guitarra y canta un madrigal a


«Mi virgen cita divina,
tu alma tierna y bondadosa,
es una alma de heroína
engarzada en una rosa»...


—¿Y acaso es feo el verso?—interrogó con cierta aspereza el padre.

—Feo no será, pero es estúpido. Una «virgencita divina» que se fuga con un gaucho, tira «alma tierna y bondadosa» que no trepida en matar de pena a un viejo padre, son cosas que yo no acierto a comprender. Y luego, al final, cuando este nuevo Santos Vega, acorralado por la policía, propone a su cómplice el suicidio, y ella acepta y él la mata y luego se mata, eso... ¡Eso es soberanamente absurdo!...

Baltasar quedó profundamente impresionado con la severa critica del abuelo. Durante quince días anduvo ensimismado, sin concurrir al teatro, sin leer un diario, sin ver a nadie. Al cabo de ese tiempo, tras una noche de insomnio exclamó:

—«Tiene razón tata viejo: con falsedades no se construye nada duradero. Voy a retirar la obra»

Llegó al teatro. El empresario lo recibió con frialdad y enterado del objeto de la visita, respondió sin quitarse el cigarro de la boca:

—¿Retirarla?... Hace ocho días que la retiré. ¡Después de la noche del estreno no venía ni un gato!

Y con aire protector, aconsejó:

—Convénzase, amigo Valdibia, las obras realistas, de observación exacta, no gustan al público; hay que darle obras imaginativas, espectaculosas, aunque sean imbéciles.

—No hay duda, yo he sido un imbécil; pero éste, experto en teatro, lo es mucho más.


Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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