El puesto de don Epifanio estaba situado a quince cuadras del Arroyo Malo, que forma allí una hoz pronunciada.
Por el este, y casi desde encima de las casas, el parque de frondosos eucaliptos y el monte frutal que aquel resguarda de los vientos malos, se extienden hasta confundirse en el bosque, espeso y sucio que bordea el río. Ábrese allí la boca de una angostísima, tortuosa y escondida «picada», de muy pocos conocida. Aparte de ella no se encuentra otro vado hasta el Paso del Sauce, cinco leguas más abajo de su curso.
Al sur de las poblaciones, se extendían la huerta y la chacra, —un maizal de treinta hectáreas de extensión,— y que llegaba hasta la linde del estero, que en ese paraje, servía de vanguardia al bosque del arroyo. El pajonal era en aquel sitio, tupido como gramilla y con más de dos metros de altura. Hondos zanjones y pérfidas ciénagas dormían ocultas, como recelosos ofidios y en connivencia con ellos, dispuestos a tragarse al viajero que se aventurara temerariamente por allí.
El arroyo Malo no usurpa su nombre. Su cauce es en partes encajonado, de fondo peñascoso y de violento empuje.
Es malo, en verdad, aquel curso de agua, y reúne las tres condiciones esenciales e indispensables para ser eficazmente malo: la fuerza, la perfidia y el disimulo. Como todos lo creen insignificante, lo desprecian y él, taimado, a quien no puede estrangular con los músculos de su corriente formidable, lo sumerge y lo asfixia en el lodo pestilente del tremedal...
Como el puesto de don Epifanio estaba enclavado en aquel rincón sin tránsito, muy pocas personas conocían los secretos del arroyo en su conjunto. La margen opuesta servia de fondo a un inmenso potrero cubierto de esteros, espadaña y paja brava, donde los ganados no penetraban nunca, y las gentes menos.
Ni el mismo puestero y sus dos peones eran perfectos baqueanos en el paraje, que nada les incitaba a inspeccionar, desde que consideraban al arroyo como un alambrado sin portadas.
Sin embargo, había en la casa alguien que no ignoraba una sola senda, un solo recoveco, un solo misterio del bosque y del pajonal, del torrente y del pantano. Este alguien era Marga, la hija de don Epifanio, una chinita linda y arisca, semisalvaje y que vivía hosca y taciturna desde que su padre le obligó a romper sus amoríos con Pancho Buela.
—Me costa, —había dicho el padre,— qu’ese mozo es un haragán perdulario, ladrón y hasta sospecho de un crimen...
—Sospechar no es probar, —alegó la moza.
—Pero es bastante pa que se cierren las puertas de las personas honradas!...
Y ella, con energía replicó:
—Dejaré de verlo, tata, pero de quererlo no.
—Es lo mesmo. No hay juego que no se apague cuando no hay viento que sople ...
—¡Asigún la clase 'el palo!...
Durante varios meses Pancho Buela estuvo ausente del pago. Después se supo que habla asesinado y robado a un bolichero y matreaba perseguido por la policía.
Un ardoroso mediodía de enero llegó al puesto. El viejo y los peones sesteaban. Marga se encontró sola con él. «Cambá», un potente perrazo negro, —su favorito,— intentó lanzarse al encuentro del forastero. Ella lo detuvo:
—¡Quieto, Cambá!
Y el perro se echó a sus pies, alerta, receloso, ansiando gresca.
El matrero desmontó, ató con el cabestro al palenque su conocido «tordillo plateao» y avanzó arrogante hacia la moza, que lo contuvo diciéndole:
—¿Qué venís a buscar aquí?
—El perfume de tus labios, prenda!...
—Esa flor ya. se secó...
—Yo l’haré revivir con un beso, como reviven las florecillas del campo cuando las besa el rocío!...
—¡Márchate de aquí! —ordenó ella.
—¿Sin en antes darte un beso?... Nunca!... Si no pa otra cosa he venido, exponiéndome a que me cace la polecía ...
—¡Por güero!
—¡Por una disgracia... Un resfalón le acontece a cualquiera. ¡Trai la trompita!...
Y sin que Marga hubiera podido evitar el ataque, la sujetó entre sus brazos y la besó golosamente.
Ella logró desasirse, y rechazándolo con una furiosa bofetada, exclamó:
—¡Chancho!... ¡Asesino... ¡Ladrón!...
Quiso el gaucho tomar al ataque, pero entonces «Cambá», considerando llegado el momento de intervenir, se abalanzó furioso, obligándolo a retroceder...
En eso Marga lanzó un grito:
—¡Mirá! ¡mirá! —dijo señalando el campo.
—¡La polecía! —balbuceó el gaucho.— ¡Estoy perdido!... Me han cazao en la ratonera, los indinos!...
Ella titubeó un instante y luego, con firmeza, respondió:
—Vos conoces bien la picada.
—Si, pero los milicos también la conocen.
—La picada si, el bañao no. Dame tu poncho!...
—¿Qué?
—¡Dame!... No perdás tiempo al ñudo!... Atrás de las casas está el petiso de Usebio; móntalo y juí pa la picada!...
Y sin hablar más, ella se puso el poncho y el chambergo del matrero, se le enhorquetó al tordillo plateao, y cuando la partida estaba ya a pocas cuadras de la casa, les golpeó la boca y se largó a escape, por entre el maizal, rumbo al bañado..
Los policianos la siguieron, haciendo fuego ...
Eran cinco, un sargento y cuatro soldados: de ninguno de ellos se volvió a tener noticias, porque el vientre del tremedal no devuelve jamás sus presas.