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Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.
Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.
Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.
Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.
Benita era una criolla sabrosa como puchero de cola; ni alta ni baja, ni gorda ni flaca. Linda, no, pero con tremendos ojos llenos de malicia y con gruesos y rojos labios rebosantes de ansias sensuales.
La íntima amistad de los dos mozos, trajo como consecuencia la de Indalecio con Benita. La cosa empezó jugando. Un día, él dijo:
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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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