A Francisco de Viana.
Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos.
En el concepto gaucho, esto quiere decir que se revolcaban juntos, se rascaban mutuamente y relinchaban a tiempo.
Es posible que mucha gente entienda tanto esto después como antes de la explicación; y entonces será mejor que no siga leyendo, porque tampoco podrá explicarse el conflicto psicológico que se plantea en estás páginas.
¡Bueno! Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos. Peones en la misma estancia, obreros en la misma labor, durante años habían recibido la platita del patrón y los rezongos de la patrona. Juntos se habían achicharrado en los estíos y se habían helado en los inviernos lluviosos y habían dormido juntos, muchísimas veces a campo raso, rondando novillos en las lomas, o hachando coronillas en el bosque; y otras muchísimas habían dormido en el fondo del galpón, sobre cueros de vacunos o sobre fardos de lana, cuerpo contra cuerpo, poncho sobre poncho. En fin, eran como chanchos.
Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.
Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.
Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.
Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.
Benita era una criolla sabrosa como puchero de cola; ni alta ni baja, ni gorda ni flaca. Linda, no, pero con tremendos ojos llenos de malicia y con gruesos y rojos labios rebosantes de ansias sensuales.
La íntima amistad de los dos mozos, trajo como consecuencia la de Indalecio con Benita. La cosa empezó jugando. Un día, él dijo:
—¿A que te doy un beso?
—¡Sosegate, loco!—replicó ella, lucitando; pero Indalecio la besó no más. Primero la besó en la boca, haciéndola enrojecer; luego la besó en el cuello y entonces ella rió y escapó, simulando cólera.
De allí en adelante... el proceso amoroso siguió el invariable itinerario. Y llegó un día en que Juan Antonio, mateando a solas con Indalecio, dijo:
—Hermano: yo sé tu enrido con Benita y comprendés que hay que arreglarlo decentemente.
—¿Cómo?—tartamudeó Indalecio. Y el otro, con la voz pausada y sonora de un martillo que golpea un hierro, replicó:
—¿Cómo?... Cuando se ha trenzado un lazo, pa que sea lazo, hay que armar la presilla... ¿No es razón?...
—Dejuro.
—¿Cuándo querés casarte?
—Yo alo s é... Vos sabes que yo... En fin: ¡dame tiempo, hermano!...
—¡Seguro que te doy tiempo!... Si te he hablao asina es porque no se clava un poste sin cavar antes el aujero... ¿No es?
—Asina es.
Y por espacio de un mes, Indalecio y Juan Antonio siguieron siendo como chanchos, sin mentar más el asunto, porque el segundo no tuvo un instante de duda sobre la sinceridad de su amigo. Pero vino a suceder que, otro mes pasado, Juan Antonio supo que Indalecio se había arreglado, reservadamente, para ir de puestero en una estancia riograndense. Entonces, lo llamó, fueron juntos hasta el cañadón vecino, se sentaron en unas piedras. El sacó la tabaquera, armó un cigarrillo y pasó la guayaca a Indalecio. Acto continuo dijo:
—Hermano: las partidas han terminao y es necesario largar... ¿Te casas o no te casas
Indalecio, un poco pálido, contestó:
—¡Pero dame tiempo, hermano!...
—Sí,—respondió Juan Antonio;—te doy todo el tiempo que dure el cigarro qu'estoy pitando pa que resolvás lo que tu consencia t'endique. Si es que sí... más amigos que nunca. Si es que no... te albierto que te priendo juego sin asco... Pensá...
Indalecio tuvo un gesto de rebeldía, pero se contuvo. Meditó un momento y habló:
—Vea, hermano: yo no la quiero a Benita y no es dino acollararse con hembra que no se quiere... Esto es la verdá, resuelva....
—Yo resuelvo—contestó gravemente el amigo—matarte.
—¿Asina; como a un perro, sin darme tiempo'e defenderme?
—Asina.
—Indalecio meditó unos segundos; luego dijo resueltamente:
—Yo no la quiero a Benita; pero, aura, aunque la quisiera, no me casaría con ella porque vos serías el primero a despreciarme, creyendo que había condecendido de miedo... Prefiero que me mates a que me despresiés...
—Yo también lo prefiero,—respondió sombríamente Juan Antonio.—¿Última palabra?...
—Un gaucho no tiene dos.
—Dios te perdone, hermano.
Sonó un tiro y un hombre cayó muerto.