—Todo arreglao —dijo «Ventarrón».
—¿Pa cuando?
—Pasao mañana.
—¡Ya sabes pues! —exclamó el jefe de la gavilla, «Alacrán», dirigiéndose a los diez bandidos que churrasqueaban con él en escondido potrero del Uruguay entrerriano.
—Yo no voy —dijo Lino Baez.
—¿No venís? —interrogó Alacrán.
—No.
—¿Andás apestao?
—Gracias a Dios puedo vender salú.
—Entonces te ha entrao miedo.
—Yo no tengo miedo a naide, ni a vos mesmo, Alacrán.
El jefe de los bandidos miró a Lino con extrañeza.
—Tenés algún motivo particular?
—Ninguno.
—Güeno. No vengas; nosotro bastamo; pero ya sabes que las ganancias son pa los que exponen el cuero, y no esperés nada si nos sale bien el asunto.
Lino Baez se encogió de hombros. Esa misma noche ensilló y desapareció del potrero.
¿Qué motivo había tenido él para oponerse al asalto y saqueo de
la pulpería de Pereyra: explicable, ninguno. No lo conocía a Pereyra: y
un asalto, un homicidio, un robo más o menos ¿qué podía importarle a
Lino Baez?... ¿Por qué entonces cometió aquella cochinada con sus
compañeros, aquella baja delación que costó la vida a uno, dos balazos a
otro, un sablazo al jefe y la pérdida de un rico botín?... No lo sabía:
tantas burradas se hacen así, sin saber porque...
Lo peor del caso es que la polka se le puso sumamente ligera a
Lino Baez. De balde no le llamaban «El Alacrán» a Pedro Cruz, jefe de la
más desalmada gavilla de bandoleros que haya sembrado espanto en Entre
Ríos.
Nadie lo conocía mejor que Lino Baez, y no tardó en darse cuenta de que pesaba sobre su cabeza, inexorable sentencia de muerte; empero, guapo, audaz y astuto, aceptó la situación con cierto regocijo. Le repugnaba el pasado, la cobardía de los asesinatos en común. No es que no le gustase matar; matar le gustaba mucho; pero no así, once contra uno, contra dos o tres, agarrados dormidos y sin perros!... ¡Matar peliando parejo!... ¡Así era lindo!...
Bueno: ahora se trataba de no caer en las uñas del Alacrán y la pandilla, quienes, de agarrarlo lo habían de picar como para chorizos.
Primeramente pensó en huir del pago; más bien pronto reconoció lo absurdo de la idea. ¿Donde iría que no lo siguieran sus antiguos camaradas?... No, bien pensado, lo mejor era estar cerca de ellos, seguirles los pasos, descubrir sus planes. Siempre había pensado así: «enemigo que se vé, ya no es más que medio enemigo».
Su plan le dió excelentes resultados. El Alacrán y sus compinches
hicieron varias tentativas para o «madrugarlo»; ¡vanas tentativas!...
Él los dejaba hacer, gozándose, a igual del zorro, en pegarles el grito
burlón destrás de una masiega. Llegó a tomarle gusto al juego. Sin
embargo, una vez, la guitarra le quedó sin prima. Fué así.
Alacrán y sus amigos habían llegado un anochecer al boliche de Umpierres, un ranchita perdido en la llanura de Villaguay. Lino Baez, que le seguía continuamente, llegó poco después y, agazapándose, fué a instalarse junta a la ventana, una ventanita hecha con tablas de cajón, por cuyas hendijas pasaba la luz de la vela y la voz de los bandidos.
Estos combinaban su plan. El jefe decía:
—De aquí al rancho ’e la china Nemesia habrá cosa de una legua, asigún me dijo la china, Lino cairá por allí al subir el crucero...
—¡China arrastrada! —pensó Baez.
—Pa la media noche, —continuó el Alacrán,— cuando la luna esté en mitá del ciclo, nosotros caimo, le rodiamo el rancho.
—¡Y lo achuramo! —exclamó otro.
Lino Baez pensó: Lo qu’es en esta recogida no caigo al rodeo; pero hay que cavilar un poco. Yo ando, como quien dice, a pié; y matreriar sin buen caballo es como cortarse las uñas pa dispues pelar mondongo.
De pronto rió interiormente y se dijo:
—¡Soy bobo! ¿Y no están ahí los caballos de ellos?... ¡Han de haber fletes!
Ya iba a marcharse, cuando una frase de Alacrán lo detuvo:
—¡De juro que va a peliar! Es muy sabandija, pero es guapo ¿pa que negarlo?... Lino Baez no para la mano.
Aura, la cuestión es que no lastime a ninguno, y pa eso he pensao una combinación.
—Andá diciendo.
—Es ansina. Al llegar al rancho, nos desnudamo tuitos, bien desnudos. De una patada echamo la puerta abajo.
—Es fiero dentrar en cuarto oscuro, —observó «Ventarrón».
—Ya sé, —continuó el jefe; pero dentramo desnudo; ansina, vamo manotiando; si tocamo carne, es compañero; si tocamo ropa, ¡meniar daga!... ¿comprienden?...
—¡Lindo! —exclamaban alborozados los bandidos; y Lino Baez se dijo también, mentalmente:
—¡Lindo!
En seguida fue hasta el cardal donde había dejado su caballo, montó y trotó hasta el rancho de Nemesia. Recibiólo ésta con muestras de cariño, él, sin hablar, ¿para que hablar?... le hundió la daga en la garganta. Cuando dejó de patalear, la levantó y la arrojó encima del catre. Luego, tranquilamente, se desnudó por completo. Hizo un atado con sus ropas y lo puso junto a la puerta. Apagó la vela, desenvainó el facón y sonriendo, sonriendo con indefinible placer, fué a estacionarse en un ángulo del rancho.
Tras un tiempo que a Lino le pareció un siglo, su oído de matrero
oyó el pisar de caballos que se acercaban. De pronto, un golpe recio;
la puerta se abrió de par en par. Absoluto, terrible silencio. Los
bandidos iban sobre seguro; a dos pasos del rancho estaba el moro de
Baez y la casa no tenía más salida que aquella puerta. Sin embargo, la
víctima no hacía ninguna manifestación de defensa. Los asaltantes
avanzaban cautelosamente, extendiendo la mano izquierda en tanteo al
aire. Alacrán, que iba delante, tocó un cuerpo; estaba desnudo; detuvo
el ademán de la diestra; casi de inmediato, una mano se le posó en la
espalda y en seguida dió un grito y se desplomó con el corazón partido
de una puñalada.
—¡Traición! ¡traición! —gritaron varias voces.
Lino Baez ganó la puerta, gozando de la horrible escena que se desarrollaba en el interior del rancho: los bandidos, presa del pánico, se apuñaleaban entre sí, y cuando alguno intentaba huir y por casualidad daba con la puerta en la profunda obscuridad de la noche, lo recibía el facón inclemente de Lino Baez...
Al venir el día en el interior del rancho de Nemesia no había más que cadáveies y moribundos.
Lino Baez se vistió; ensilló el mejor caballo, puso el bozal con cabestro a otro considerado bueno; volvió; observó y dijo:
—Los caranchos no van a tener tiempo de comer tanto dijunto. Vamos a prenderle juego pa que el jedor no envenene el aire.
Sacó un fósforo; lo encendió y lo aplicó a la reseca paja del techo.
Después montó a caballo. Meditó un momento; luego dijo:
—En la banda Oriental está la guerra.
Y silbando un estilo, sin volver la cabeza, al trote, con su caballo de tiro, enderezó rumbo al Uruguay.