Del Bien y del Mal

Javier de Viana


Cuento


—Es así, viejo Simón, convénzase de que es así, —concluyó Mariano con su voz pausada serena y armoniosa.

Pero si al viejo Simón le era imposible convencerse de que fuese aceptable lo expresado por el patroncito, mucho más imposible le era convencerse de que efectivamente, el patroncito se expresaba así:

—«Las únicas satisfacciones reales son las que nos proporciona el hacer mal, el hacer sufrir».

Y lo había dicho así, serena, tranquilamente, sin excitaciones, demostrando profundo convencimiento de lo que decía, de que no era uno de esos disparates cual todos proferimos en un momento de ira, pero que no utilizamos jamás como regla de nuestras acciones.

Mariano ajustaba su conducta a esa fórmula horrible. El viejo Simón había visto cuanta satisfacción experimentaba el mozo en sus crueldades de hecho con las bestias y en sus crueldades de palabra con las personas.

Una ocasión, «Saulo», el viejo perro, veterano de la perrada de la estancia, desdentado, rengo, casi ciego, fue a acariciarlo, humilde, arrastrándose, buscando su mano para lamerla. Él no lo rehuyó, por el contrario, retribuyéndole las caricias y conduciéndolo al galpón hasta debajo de un garfio que sostenía un cuarto de vaca, cortó un trozo de carne que puso varias veces a la altura del hocico del perro, haciéndole desear la merienda; y por último, simulando entregársela, le reventó en la boca una vejiga de hiel que llevaba oculta en la otra mano.

Otra vez, mientras el viejo Simón se esforzaba en desvanecer las sospechas que atormentaban a Jacinto, él intervino:

—¡No te aflijas, muchacho!... Puede ser que sean ilusiones... Yo los vi juntos, ayer tarde y no sé lo que Fausto le decía, pero vi que ella reía mucho... y los hombres que hacen reir a las mujeres tienen más probabilidades de conquistarlas que aquellos que las hacen llorar...

Y dicha esa frase cruel, que volvió a enturbiar el alma del mozo, se alejó sonriendo.

Simón sufría. El «patroncito» se había criado con él y fué siempre un muchacho bueno, noble, justo; pero la ciudad, donde pasó varios años cursando sus estudios, lo había transformado por completo.

Cuando a raíz de la muerte de su padre volvió y se hizo cargo de la dirección del establecimiento, era el mismo, lindo mozo, rubio, de ojos azules, de porte gallardo, y aunque de apariencia delicada, bien masculino y fuerte, sin embargo.

Pero volvió malo; fría, deliberadamente malo, sin que nunca la tristeza se pintara en su rostro, sin que nunca el malhumor destemplara su voz, sin que ningún indicio exterior hiciera presumir en aquel cambio la existencia de algún gran dolor, de algún gran desengaño, de alguna sangrante herida en el alma.

El viejo Simón mortificaba su pobre cerebro opaco, sin conseguir ni un rastro para la averiguación de aquel enigma.

Una noche, ya obscureciendo, Mariano le dijo:

—Viejo, no largue su caballo, porque quiero que me acompañe esta noche.

—¿Va viajar, patroncito?

—Sí.

—La noche va estar fiera, viene cayendo cerrazón.

—Por eso lo llevo de baquiano.

Cuando, después de cenar, Mariano se presentó en el galpón, emponchado, calzadas las botas, el rebenque en la mano, los caballos estaban ya prontos. Montaron y partieron, ganando el campo en silencio, envueltos en la neblina que se densificaba a cada instante.

Cuando hubieron trotado unas cuadras, Simón indagó:

—¿P’ande vamos, patroncito?...

—Al rancho de Luis Pérez,—respondió con indiferencia el mozo.

—¡Lo maliciaba!... —musitó el viejo; y después, en voz alta:— Hay que vandiar el Sauce Chico, qu’está muy lleno, y el paso es hondo...

—Ya sé; y usted sabe que también sé nadar.

Simón guardó silencio y la marcha prosiguió así, durante dos horas, más quizás. El viejo había comprendido. La mujer de Luis Pérez permaneció una semana en la estancia, llamada para ayudar en trabajos de costura. Más de una vez, Simón sorprendió al patroncito haciéndole una corte a la cual ella no oponía sino débil resistencia. En la mañana del día anterior, cuando el puestero fué en busca de su mujer, Mariano le entregó una carta para que fuese a llevarla al pueblo, que le quedaba en camino, esa misma noche, después de dejar a su mujer en el rancho.

El ardid estaba visto. Por mucha que fuese su diligencia, Luis Pérez no estaría de vuelta a sus ranchos antes de mediodía siguiente.

Continuaron trotando.

—Me parece que este camino se estira mucho, —exclamó de pronto y con cierta impaciencia el mozo.

—Calculo que ya estamo cerquita’el arroyo, — respondió Simón.

Y, efectivamente, pocos minutos después, se encontraron en el paso, que vadearon con gran dificultad, porque el arroyo estaba crecido y correntoso.

Una vez del otro lado, desmontaron para «componer» los recados, y Mariano, a quien de rato estaba masticando una sospecha, se puso a inspeccionar el lugar. De pronto, habiendo descubierto un grueso tronco de sauce tronchado a dos metros del suelo, exclamó furioso:

—¡Este es el paso real de! Sauce Grande!

—Es verdad, patroncito, —contestó con humildad el viejo.

—De manera, —continuó Mariano con el misino acento colérico,— que hemos marchado tres horas en rumbo completamente opuesto?...

—Asina es, patroncito... Con la cerrazón me perdí...

El mozo, conteniendo un visible esfuerzo, preguntó:

—De modo que ahora, para ir de aquí al puesto de Luis Pérez...

—No vamo a llegar hasta dispués del mediodía... si no nos volvemo a perder.

Mariano comprendió y acercándose al viejo, díjole con violencia:

—¿Lo has hecho a propósito?

—Si, patroncito.

—¿Y si yo ahora te hiciera saltar los sesos de un tiro? —gritó sacando y amartillando el revólver.

Simón encendió el cigarro que había estado liando con toda calma y respondió impasible:

—Haga lo que quiera el patroncito... Yo soy ya muy viejo y poco me da morir días más, días menos. Yo estoy contento, a la fin.

—¿De haber traicionado?...

—De haber hecho bien a Luis Pérez, a su mujer y a usté... y de probarle que haciendo bien se pueden tener mayores satisfacciones que haciendo mal...

Mariano quedó indeciso un instante. Guardó el revólver, meditó un momento y luego, montando rápidamente a caballo, ordenó:

—¡Vamos a la estancia, rápido, y no te pierdas!...

—¡Oh, no! —exclamó alborozado el viejo.— P’allá es camino reto, patroncito, y en el camino reto no se pierde ningún hombre honrao por más espesa que sea la cerrazón!...


Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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