A Mariano Carlos Berro
I
Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.
Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.
A cada cuatro ó cinco pasos que daba se detenía para observar el contorno. A su frente dormitaba la campaña, inmensa sucesión de llanos y colinas que las líneas de alambrados de los "potreros" cortaban en rectángulos de varios kilómetros de superficie; á su derecha, sobre una loma, se señoreaba el edificio grande, macizo, fuerte, de una Estancia; á su izquierda, sobre otra loma, se alzaba análogo edificio de la Estancia lindera. La vieja dejaba transcurrir varios minutos contemplándolos alternativamente, y en su rostro cetrino, en su frente estrecha, donde se pegaban con el sudor los mechones de cabello gris sucio, en la nariz afilada y semejante á un tajo de guillotina, en los labios secos, en la barbilla aguda y en los brillantes ojillos pintábase un odio acumulado en cerca de un siglo de miserias. A esa misma hora sesteaban tranquilos los propietarios de ambos caserones, á quienes de seguro nunca les faltó carne gorda y buena leña para asarla. ¡Oh Dios! ¿Es posible que existan gentes á las cuales nunca les falte carne gorda y leña para asarla?... Después giraba la cabeza recorriendo un arco semicircular de lechuza, y su vista abarcaba la ranchería acostada en la llanura. ¡Miseria también!... No amaba ni compadecía á los menesterosos habitantes de las chozas; á nadie amaba ni compadecía. Su historia era muy triste: la historia de las personas que no tienen historia. Su vida, sin haber experimentado ninguno de esos magnos dolores que devastan el alma en un segundo, abatiendo, como el huracán en las huertas, las orgullosas lozanías, presentaba la desolada aridez de esas tierras malditas donde nunca llueve. Retoñan las plantas de la huerta, y en sus brotos encienden nuevas florescencias las nuevas primaveras; las ilusiones, flores del espíritu, tornan á abrirse sobre el pecíolo tronchado, y el dolor moral, cuando no mata, es el surco del arado que rasgando las carnes de la tierra multiplica la vida, porque "sangre que corre equivale á existencias que nacen". Pero en esas míseras almas que semejan inmensos arenales, donde jamás fué juventud, ni hubo corolas pintadas, ni suaves aromas, ni fresco rocío, los años son como una eternidad vacía, sin luces y sin ecos, en la cual el pensamiento pliega las alas ateridas. El bardo itálico, cantor de las torturas infinitas, olvidó en su infierno el tormento de esas almas que mueren de frío contemplando el resplandor de los hogares vecinos; míseras almas infelices consumidas por la sed y que siempre, corriendo tras dichas ilusorias ó esperando siempre la dicha en la forma de un desposado quimérico, podrían decir de la vida como el personaje de Shakespeare de su esquiva amada:
«I love and hate her!.,.»
Hay árboles que sólo producen espinas, y hay, á su semejanza, almas en las cuales cada brote es un odio. Sobre la cuna de ciertos seres, el hado tejió cendales de tinieblas, y los condenó á vagar por los caminos, á mirar sin ver y á escuchar sin oir, extraños en su tienda y fuera de su tienda, como el Job de la Biblia. Al igual de las cavernas, tiene un ojo que sólo les sirve para comparar la luz que acaricia las praderas con las húmedas obscuridades de sus antros; y al considerar la injusta parcialidad de la suerte, no pudiendo albergar la esperanza de mejor destino, germina en ellos la negra simiente de los odios. La codicia implica posesión: cuando no se tiene nada,, nada se ambiciona y se aborrece todo. Las flores que aromatizan el jardín lindero pueden despertar nuestra envidia cuando no luce tan bellas nuestro propio jardín; pero cuando cavamos, y carpimos, y regamos con sudor la tierra ingrata que nos responde con malezas, nuestro empeño es triturar las florescencias vecinas, exprimirlas como á un seno de mujer en cría, no sólo para causarles la muerte, sino también para impedirles que transmitan la vida. La Naturaleza ha creado, en horas caprichosas, seres parecidos al árbol indígena que llamamos Espina de cruz: por dondequiera que se les toque, pinchan. En ellos no hay partes blandas: todo es coriáceo y duro, y hasta los conductos vasculares son rígidos como las ateromatosas arterias de los viejos. No dan sombra, ni flor, ni aroma. Crecen solitarios en las junturas de las rocas y no hay enredadera que se enrosque en sus ramos ásperos y fríos. Sin ninguna belleza, desprovistos de todo atractivo y para todo inútiles, se endurecen y pinchan. Su hincadura es su odio; y su mayor tormento es no poseer, como los crótalos, una ponzoña mortal.
Aquella tarde, doña Melitona sentía arder su odio con incandescencias desconocidas hasta entonces, y llegaba al extremo de dejarlo trazumar; lo que era raro, porque si bien nadie la observaba, ella tenía, como todos los castigados por la suerte, el hábito de la reserva y la religión del disimulo. Quizá porque el sol quemaba demasiado, quizá porque la atmósfera estaba excesivamente seca, sus rencores se evadían de la cárcel y se transparentaban en su rostro acecinado. Se le ocurrió pensar en la monotonía de su existencia y en la cruedal de su destino; y al ver que todos los días eran semejantes, todos los años iguales, halló un placer recordándose á sí misma, y como si lo pregonara en plaza pública, las vergüenzas que sabía de las gentes ricas, aquellas á quienes consideraba privilegiadas y felices. Entre las orgullosas familias del pago podía citar no pocas que habían ido á solicitar su ciencia de curandera, para que en silencio desembarazase del fruto de ilícitos amores á damiselas que hoy se creían absueltas con la abstersión del matrimonio, y que pasaban por su lado altaneras, despreciativas, sin reconocimientos en el alma ni rubores en la faz. Hasta el mismo pecado se le antojaba un insulto á su persona, tan miserable y desgarbada, que aun gozando de amplia libertad desde la infancia, nunca encontró quien codiciase su carne, haciéndola soñar en la posibilidad de afectos. No hay abismo más obscuro que el alma de esas virginidades conservadas, porque nadie jamás las ha querido, de esas flores marchitadas en el árbol, de esos frutos secados en la rama.
Andando lentamente, evocando un pasado donde todo era crespúsculo—nueve décadas grises comparables á una plancha de plomo interminable y sin relieves—, olvidóse de arrancar las chucas y anduvo un tiempo sin rumbo. De pronto llegó á sus oídos el eco de risas juveniles, levantó la cabeza, dilató las pupilas de ave de rapiña, y noticiada de la causa de tan insólita alegría, refunfuñó con acritud despreciativa:
—¡Las cuerudasl...
No tardaron en presentarse dos muchachuelas á quienes la vieja había designado con el feo apodo de las cuerudas. Eran hermanas, casi de la misma estatura y tan parecidas, que las hubiese creído gemelas. Eran bajas y gruesas; sus cuerpos representaban doce años; sus caras treinta. Eran enormes sus caras, y tan anchas, tan toscas, tan rugosas, que semejaban caparazones de "peludo". Descubiertas las desgreñadas cabezas, encerrando el busto en batas mugrientas y rasgadas, llevaban una falda muy corta que dejaba al descubierto las gruesas pantorrillas desnudas color bronce, con vetas blanquecinas, producidas por los rasguños de las zarzas; sus pies, cortos y anchos, calzaban alpargatas mugrientas y desflecadas. Cada una llevaba en la mano un gran pañuelo de algodón repleto de carne, yerba, sal, galleta dura y otras provisiones que la caridad pública les había dado. Venían sudorosas, corriendo, empujándose mutuamente, retozando como potrancas en primavera; sus fealdades no les impedía estar contestas. Una de ellas, la mayor, vio á la viejecita, y golpeando á su hermana con el codo, le dijo al oído:
—¡Maletas!... ¡la vieja bruja!...
Y luego, alzando la voz y cambiando de tono, exclamó:
—¡Güeñas tardes, ña Militona! ¿Cómo le va diendo? Puai decían que andaba media apestada.
Doña Melitona masculló algunas palabras ininteligibles y fijó su mirada en el atado que traía la rapazuela y que en vano ésta había tratado de ocultar, porque no pudo evitar que ella viese los choclos que asomaban sus barbas rubias.
—¿Qué trais ay?—preguntó.
La rapaza, encogiéndose de hombros, respondió:
—Cosas que mi han'dao.
—¿Y los choclos tamién te los dieron?
Ruborizóse la muchacha y doña Melitona agregó con rabia:
—¡Bien se ve que te se han pegao al pasar por la chacra 'e don Méndez!... Pero sos más ladrona que urraca y más sinvergüenza que cuzco,y tanto te da que te lo planten en la jeta...
—¡Hasta luego, doña Militona!—gritó la chinita interrumpiendo el sermón de la curandera y echando á correr. Cogidas del brazo, cantando y riendo con indiferencia de cigarras, se alejaron rápidamente. ¿Por qué les tendría rabia la vieja?... ¡Bah! ¡qué les importaba la rabia de la vieja!... En la abyección en que habían crecido, en la escuela de vicio en que habían vivido, acostumbradas al azote y al insulto grosero de su propia madre, ¿quién ni qué podía ofenderlas? Desde pequeñitas llevaban aquella vida, y hacía años que se las veía cruzando campos, siempre asidas de la mano, siempre cantando y riendo, siempre de estancia en estancia y de rancho en rancho, mendigando carne, sal, yerba, azúcar, y robando, de pasada, algunas sandías en las huertas, algunos "choclos" en las chacras. Sus oídos estaban acostumbrados á todos los insultos, á todas las groserías del gauchaje soez; habían recibido bofetadas, golpes y hasta mordiscos de perros; impúberes aún, se habían rendido en las frondas del monte á la bestialidad del paisanaje, ó se habían entregado, en el secreto de los maizales, á la fiebre inocente de algún compañero de infortunio. ¡No había ignominia que no hubiese salpicado sus almasl ¡Pobres seres que pasan sin transición de la infancia á la vejez y que son más dignos de conmiseración que de reproche, porque no son una llaga, sino la supuración de una llaga que la sociedad ha permitido crecer y que no se preocupa de curar!
Doña Melitona las estuvo mirando largo rato y concluyó por sacudir la cabeza con desdén. ¿De qué servía encolerizarse? El enojo sólo es provechoso á los fuertes; en el débil no sirve nada más que para anular el poder de la hipocresía, su único poder.
En el primer momento de indignación había soltado las puntas de delantal, dejando caer el manojo de chucas; las juntó paciente y filosóficamente, y siguió andando, resignada, ¡oh!, sí, resignada, porque un siglo desgasta todos los orgullos; pero más rencorosa que nunca, porque, á la inversa, en esas almas heladas, cada injuria es un martillazo que aguza las espinas del odio.
Siguió andando y recogiendo chucas. Delante había una majadita, algunos bueyes dormían cerca. Una idea penetró en el cráneo de aquella miserable criatura. ¿Por qué no había de regalarse con un cordero gordo?... Los ricos, los dueños, no los comían, considerándolos plato demasiado caro; se mata lo viejo, lo que ya no sirve, lo que ha cesado de dar beneficios: ¡Lo mismo que en lo humano!... Y la idea se puso escarlata... Siguió andando: cerquita, al alcance de su mano, dormía tranquilo un cordero de buena carne. La vieja hizo ademán de cogerlo y se detuvo: la idea había subido al rojo blanco y quemaba: el principal móvil del robo no era en ella satisfacer una necesidad orgánica, comer. ¡Los días que había pasado sin otro alimento que una docena de mates amargos, cebados con yerba vieja y sin sustancia! Era necesario dañar, dañar mucho; ¡y aquel cordero era negro!... Siguió andando, con precauciones, observando á éste y aquél, hasta que se fijó en un soberbio borrego, de los "arrugados", de los finos. Era seguro que no estaba castrado, y que su carne era fea; ¡pero cuánto sentiría el dueño su perdida!... Ya se disponía á cogerlo, cuando por un lujo de precauciones echó una mirada en contorno, y alcalzó á columbrar un jinete que venía al trote por un cercano bajío. ¿La vería? ¿no la vería? Siguió observando, y al reconocer á Jacinto, un muchacho bobalicón de la estancia de Méndez, una sonrisa mefistofélica plegó sus labios. Cuando nos vengamos sentimos necesidad de hacer saber á la víctima que el daño es causado por nosotros, como sentimos la imperiosa necesidad de gritar nuestro nombre cuando se aplaude una obra que hemos publicado con un seudónimo...
Rápidamente cogió el cordero, lo echó en el delantal junto con las chucas secas, y comenzó á andar en dirección á sus ranchos, que no distaban de allí más de cien metros. Con pasmosa agilidad lo colgó de una pata, lo degolló y le sacó el cuero, que escondió en seguida.
Cuando el muchacho llegó, rojo y sudoroso, cansado de castigar al petiso rodilludo que no salía del tranco, doña Melitona estaba vaciando tranquilamente su cordero.
—Ña Melitona... el borrego fino... yo vide...
Y al ver al animal sin piel y sin tripas, pronto para ir al asador, el peoncito enmudeció de estupor. El robo no era nada; ¡pero cometer el sacrilegio de matar un borrego fino!... Nunca creyó que la vieja lo degollase.
Cuando pudo hablar, exclamó espantado:
—¡Nada menos qu'el hijo 'e los galponeros!...
—¿Qu'estás cantando, gurí abombao?—preguntó la curandera sin dignarse mirar al chico.
—Qu'ese animalito es de la hacienda.
—¿Onde le ves la señal? ¿En el rabo?
—Yo vide cuando usté lo agarró.
—¿Querés ser dijunto?...—gritó doña Melitona amenazando al muchacho con su gran cuchillo de cocina. Aquél aflojó las riendas al petiso y se alejó todo lo más aprisa que le fué posible. Desde cierta distancia volvió la cabeza, gritando:
—¡Ya va'ver con el patrón!
Horas más tarde, el patrón se presentó seguido del sargento de la policía y un miliciano. Registraron la casa y los alrededores, mientras la viejecita, sentada junto al fogón en la cocina, tomaba mate, impasible, sonriendo, saboreando su venganza.
Cuando, concluido el inútil registro, el patrón se retiró vomitando injurias y amenazas, ésta dijo en voz muy baja, pero con entonación muy mala:
—Otra vez será pior.
Una niñita de cuatro años—una sobrina que había recogido y criado —estaba tirada en el suelo, con el vestido hecho jirones y la cara inmunda, disputando un trozo de maíz asado á una marrana blanca que gruñía á su lado. Al oir las palabras de su tía, batió las palmas:
—¡Oto coldelo!...
Doña Melitona le dio un sopapo y la marrana le cogió el trozo de mazorca.
Cuando llegó la noche, la curandera se fué al patio: levantó la olla vieja y rota que servía de abrevadero á las gallinas y sacó del pozo abierto debajo, el cordero envuelto en una bolsa. Luego, en su cuarto, con mucho cuidado, con excesivas precauciones, cerrada la puerta, vigilando el humo, vio cómo, poco á poco, se iba dorando el suculento manjar. Y sonreía, sonreía con un odio más afilado que sus amarillentos caninos de perra cimarrona.
Al día siguiente, muy temprano, doña Melitona se levantó para emprender su paseo habitual, recorriendo la ranchería, tomando mate donde había yerba, churrasqueando donde tenían carne; única manera que tenía de cobrarse sus servicios profesionales, sus brebajes y sus cataplasmas, en aquella población de indigentes. Su primera visita fué para Secundina, la madre de las cuerudas. La habitación era un rancho que el pampero habia casi tumbado hacia el Norte y que se sostenía con prodigios de equilibrio. No había un árbol, ni un cerco, ni una gallina, y en toda la media hectárea de terreno de que era propietaria doña Secundina no había plantado una mata de trigo, ni de maíz, ni de patatas, ni de cebolla siquiera, y no pacía tampoco lechera ni oveja alguna. La propietaria era una mujer joven aún, baja y rolliza, despeinada y muy sucia, mostrando en su semblante apático su haraganería, su desidia, su indiferencia de bestia.
Había hecho fuego con chucas, cerca de la única puerta del rancho, y estaba sentada en un tronco de sauce, tomando mate y asando choclos. Desde afuera se veía la única pieza, negra como una cueva. En un rincón, una cama de fierro con las ropas todavía revueltas; en otro, en el suelo de tierra, un colchón de "chala", donde dormían las muchachas; un cajón que servía de baúl, otro cajón sobre el cual había un par de platos de latón y algunos trebejos más, una silla de pino sin respaldo, sobre la cual una botella cubierta de sebo, sostenía un cabo de vela. Y era todo. No se veía palangana, ni jabón, ni escoba; pero se sentía un hedor de pocilga, húmedo y tibio, que hacía retroceder al curioso.
Doña Melitona tomó unos mates, echó una mirada rencorosa á las cuerudas y se despidió para ir á ver á su comadre Sinforosa, que era lindera. No tomó la calle: aquellos alambrados se pasaban sin dificultad. A los cinco minutos de marcha estaba en casa de su comadre.
Igual decoración, igual rancho ruinoso, igual predio inculto, idéntica miseria, idéntico abandono. La dueña de casa era más vieja, la familia más numerosa, compuesta de cinco muchachos escalonados de tres á siete años, y un sexto que contaría doce. La madre, tomando mate y asando choclos; los pequeños, revolcándose en el suelo, el mayor muy afanado en construir una cimbra para cazar perdices y escupiendo groseros juramentos cada vez que se presentaba una dificultad en su trabajo.
Doña Melitona hizo allí lo mismo que en la casa vecina: tomó mate, charló, habló mal de todas las personas conocidas, escuchó todos los chismes de su comadre y salió para su tercera visita, á lo de Dominga, muy amiga suya ésta y muy buena persona, aunque embustera y pedigüeña.
Igual decoración, igual rancho ruinoso, igual predio inculto, idéntica miseria, idéntico abandono. La dueña de la casa era joven, casi una niña, rubia, alta y bien tallada. Como era la protegida del comisario, vestía mejor y tenía una silla en la cual estaba sentada—tirada—fumando un cigarrillo. Tenía un rostro de animal bonito: los ojos grandes, castaños, con una mirada idiota—una luz de candil que alumbra á medio metro—unos labios gruesos de color terroso y unas mejillas pálidas, mostrando el cansancio, la fatiga de los que nunca han hecho nada.
Doña Melitona fué más afable con ella que con las otras tres. Se informó de su salud, inquirió noticias del comisario y del negro Pedro, asistente de éste, y concluyó por preguntarle:
—¿No hay mate, m'hijita?
Ella respondió con pereza:
—Mate, no; pero hay caña.
—¿Onde?
—Allí—dijo ella indicando el sitio con la mano y sin molestarse en traer la botella, que la vieja cogió en seguida y la empinó con ansia. Al ir á dejarla en su sitio vio sobre una silla un pedazo de queso y lo escamoteó rápidamente. Después, secándose la boca con la manga de la bata:
—'Tuve en casa'e Secundina—dijo—; una puerca que me envitó con un mate lavao. Y eso que ayer yo mesma vide á las cuerudas venir con un atao en que traiban yerba, y azucara, y fariña, y sal, y fideo y galleta, y un montón de cosas más.
—Buena liendre, Secundina—contestó la rubia con voz perezosa—;no tiene vergüenza dehacer sus porquerías delante de las hijas...
—¿Y ellas, m'hijita, y ellas?...
—¿Ellas?... ¡como pulpa 'el cogote!...
Doña Melitona se despidió y echó á andar en dirección á lo dé Policarpa.
Igual decoración, igual rancho ruinoso, el mismo predio inculto, idéntica miseria, idéntico abandono. La dueña de la casa era vieja y tenía diez hijos, dos varones y ocho mujeres. El mayor de los varones tendría veinte años: era grueso, no muy alto, de rostro lampiño y mirada canallesca. Acostado sobre un cojinillo, se entretenía en dibujar marcas con el dedo sobre la tierra del piso. Entre las mujeres había cuatro ya púberes, y de ellas tres exhalaban olor de vicio por sus cuerpos y sus caras. La cuarta, la mayor, era delgada y alta, desgarbada, fea, sin otro atractivo que una soberbia cabellera negra y unos ojos negros también, de mirada profunda y tibia, bondadosa y triste, resignada y casta. Todos la odiaban en la casa y ella tenía por todos un cariño humilde de perro maltratado. Ella cocinaba, cebaba mate, acomodaba y era la única que recibía insultos y moquetes.
Cuando doña Melitona llegó,Toribio, el hijo mayor, discutía agriamente con su madre, que estaba sentada en el suelo, junto al fogón, donde la caterva formaba corro.
—¡Fijesé, ña Melitona—dijo dirigiéndose á la visita sin levantarse—; fijesé si esta mama es bruta, que no me quiere hacer gancho pa con la gurisa 'e doña Tomasa!
—¡Dejuro! ¡A güen árbol te vas'arrimar!
Una de las muchachas intervino:
—¿Y si es gusto?
— ¡Pues!—agregó la otra—; cada cual tiene su modo de pelar el mondongo.
—¡Yo te viá pelar!...—gritó la madre encrespada.
Y la hija respondió riendo:
—¡No, vieja, no me pele, porque dispués don Frutos no me va'querer!... Él dice que n'usa badana porque'es malo pal...
Una carcajada general no dejó oir la última palabra de la chinita ladina.
— ¡Gente devertida—dijo doña Melitona aceptando el mate que le brindaba Sixta, la muchacha flaca, la única que no reía; y doña Policarpa, la madre, llorando de risa, exclamó:
—¡Esta muchacha es el diablo!... ¡Es capaz de hacer rair á un dijunto!...
La llegada del señor Pintos, estanciero de las inmediaciones, interrumpió la chacota. El señor Pintos, un hombre ya viejo y muy serio, traía una cara afligida.
—Bájese—dijo la dueña de casa.
—Gracias—contestó Pintos—; vengo apurado. Tengo á mi mujer en cama, muy atrasada, y mis dos hijos también cayeron ayer con trancazo, y estoy sin piona...
—¡Vea! El trancazo anda matando como peste en el ganao.
—Así es; y como estoy sin piona, he andao por todas estas casas y no he conseguido ninguna, porque ninguna quiere ir, y vine á ver si usté...
Doña Policarpa se irguió,roja de vergüenza:
—¿Yo?—dijo—. No, señor; yo no nací pa piona 'e naides.
—¿Y alguna de sus hijas?—insistió el estanciero mirando á las mocetonas.
—Mis hijas no tienen necesidá de humillarse... ¿No es verdá, muchachas?
—¡Ya lo creo!—contestó una.
—¡Dejuro!—respondió otra.
—¡Clavao!—concluyó la tercera.
El ganadero, desconcertado, intentó persuadirlas:
—Yo pagaría hasta...
—¡Por nada!
—...cinco ríales por día...
—Ni aunque usté se pinte de oro y traiga más onzas que el finao David Fernández. Nosotras no sernos de esas que sirven pa todo, y aunque sernos pobres, sabemos darnos el lugar que nos corresponde.
Sixta se atrevió á decir con voz humilde:
—Si usté quiere, mama, yo voy...
Pero la madre le lanzó una mirada furibunda y la hizo callar con un apostrofe autoritario:
—¡Cállese usté, mocosa sinvergüenza!
Y doña Melitona, después de depedirse, salió en dirección á otro rancho.
Y recorrió esa mañana, como todas las mañanas, las treinta y tantas miserables viviendas de la ranchería, satisfecha de encontrar en todas igual desidia, idéntico abandono; centenares de seres que viven como cerdos, mendigando, robando, prostituyéndose, sucios de cuerpo y de alma, sin educación, sin sentido moral, sin instinto de sociabilidad; legando á la numerosa progenie sus hábitos de haraganería, su perversidad y su vicio: negra herencia de miseria adyecta, maldita simiente destinada á producir zarzas ruines, espina de cruz que no da sombra, ni flor, ni fruto, ni sirve para calentar el hogar, ni para hacer un cerco, ni para construir una vivienda, y no tiene otro ornato que sus múltiples espinas silicosas, su rencor, su odio.
Y con cerca de un siglo sobre sus encorvadas espaldas, doña Melitona vivía aún, y aún era fuerte y diestra en el mal. No debía morir sin haber llevado á cabo alguna gran hazaña que inmortalízase su nombre. Ella fué la que voy á contar.
Era en invierno, un invierno excepcionalmente lluvioso y frío. Los temporales habían concluido rebaños enteros; las haciendas vacunas estaban tan flacas que en muchos rodeos no se lograba una res para carnear; nadie había engordado cerdos, porque con la sequía del verano se habían perdido las cosechas y estaba el maíz carísimo; legumbres nunca hubo en aquella zona. La vida era penosa para los ricos, miserable para los pobres, desesperante para las gentes de la ranchería, que no encontraban ni quien les diese, ni qué robar.
Doña Melitona, que siempre obtenía algún dinero con sus medicinas, no fué de las que peor lo pasaron. Pocas veces le faltó con qué comprar un capón flaco ó una oveja vieja y sal con que charquearlos para hacerlos durar una semana, á veces más. No era raro que algún cliente le regalase una gallina, algún queso, ó algunos kilos de harina; pero la miseria pública la alegraba, la satisfacía, y hubiera querido aumentarla, ver reventar de hambre á pobres y á ricos, aun cuando debiera reventar ella misma. Su alma era como esas habitaciones que nunca se barren: cada día deja en ellas una nueva capa de basura, y cada día la fermentación es más grande, más intenso el odio. Doña Melitona veía concluirse su existencia, y al considerar el poco mal que había hecho sentía vergüenza y se despreciaba, y pasaba las noches soñando venganzas y cataclismos. En las exacerbaciones de su odio llegaba á imaginarse que todos eran felices, que para todos la vida habla tenido caricias, ¡para todos, menos para ella, pulpa flaca, escoria humana, ser maldito, condenado á perdurar para ser testigo de la dicha ajena!... No conocía persona á quien alguna vez no hubiese visto reir; en los más desgraciados hogares había visto brillar alguna vez la luz del contento; y á ella, que no golpeaban, que no insultaban, á quien no le faltaba alimento, jamás se le había acercado un gozo, jamás la alegría había llegado á depositar un beso sobre su frente y á dejar un poco de calor en su alma helada.
Lindando con el terreno de doña Melitona, había un "potrerito" de la estancia vecina, en el cual, por ser muy abrigado, había puesto el estanciero su rebaño de ovejas finas, la majada tipo. Doña Melitona, unas veces de noche, otras veces de día, estuvo durante dos meses robando de esas ovejas. El patrón llegó á notar la merma y ordenó la vigilancia, pasando él mismo las noches en el campo, á la espera del cuatrero. Sus desconfianzas recaían sobre la curandera, á quien, desde el robo del borrego, profesaba odio mortal; pero como no era difícil que también comiesen de su hacienda otros holgazanes de la ranchería, llevaba el winchester bien cargado. Todas aquellas chozas, donde en el día no se encontraba un hombre, se animaban durante la noche. Una banda de perdularios—los maridos de aquellas mujeres degradadas—llegaba al anochecer, y unas veces unos y otras veces otros, salían para robar á los vecinos. La policía los conocía á todos y había cogido á muchos con las manos en la masa; pero á ellos eso no les apenaba gran cosa. Instruido el sumario, eran remitidos á la capital del departamento, de donde, casi todos, regresaban á los pocos días, puestos en libertad gracias á la influencia del caudillejo, de quien eran ellos elementos importantes; los menos permanecían de uno á tres meses en la cárcel, comiendo, durmiendo, "engordando á la sombra", y volvían al pago más que nunca dispuestos á la holganza y el robo. Por eso los ganaderos habían considerado como único remedio "meterles plomo" cuando los hallaban en sus rebaños.
Sorprender á doña Melitona era difícil; sin embargo, una tardecita el patrón alcanzó á verla enlazar una oveja, echarla en una bolsa y marchar con ella á cuestas. Su primer impulso fué hacer fuego; pero era una mujer, y su nobleza se rebeló, optando por seguirla de lejos. Ella no fué derecho á su rancho, sino á un bajío que distaba pocos metros, y allí, entre el barro, abrió un foso con su cuchillo, degolló el animal y lo enterró, tapándolo prolijamente con tierra y yerbas. Concluida la tarea iba á retirarse y vio un bulto que se alejaba agazapándose, y en ese bulto reconoció al patrón.
Tuvo unos instantes de sorpresa, pero pronto se repuso.
—Vas á buscar la autoridá—refunfuñó—; ¡ya vas á salir aviao!...
Y sonriendo, se encaminó á las casas.
Estaba acostada, muy tranquila, cuando ya cerca de la media noche golpearon á la puerta y respondieron á su
—¿Quién es?—con una frase seca e imperativa:
—¡La autoridad!
Empezó á vestirse con calma, dando lugar á que el comisario se impacientase y le gritara amenazándola:
—¡Abra de una vez, ó le echo la puerta abajo!
—¡Ya va!—replicó ella con aspereza—. Espérese que me vista, ¿ó quiere que le abra desnuda?... ¡Pucha que viene apurao!...
Cuando al fin abrió, cinco hombres entraron en la pieza: el comisario, el juez de paz, el ganadero y dos vecinos. Ella los saludó sin inmutarse, sin demostrar asombro ni contrariedad.
—Síganos—ordenó el primero.
—¿Onde?
—¡Siganós!
El estanciero iba delante, indicando el camino; doña Melitona seguía, rodeada por los cuatro hombres. Al llegar al sitio donde estaba enterrada la oveja, el guía se detuvo:
—Aquí es—dijo, señalando la tierra removida.
—Abra ese pozo—ordenó el comisario.
La vieja lo miró con insolencia:
—¿Y p'abrir pozos mi han hecho levantar á media noche?
—¡Abra! Usted bien sabe lo que hay ahí.
—¡Ya lo creo que sé!
Era una noche serena; la luna alumbraba el curioso cuadro. Doña Melitona se puso á escarbar, descubrió una pata del animal enterrado y tiró con fuerza.
La estupefacción fué general. En vez de una oveja, lo que allí había era la marrana blanca, la conocida marrana blanca de la curandera. Pasado el primer momento de asombro, el ganadero protestó, gritando furioso que él había visto robar y enterrar la oveja. El juez, muy serio, muy dentro de sus funciones, preguntó con voz grave:
—¿Cómo se explica que usted haya venido á enterrar esa chancha como una cosa robada, desde el momento que era suya?...
Ella respondió sin titubear:
—Porque era muy artera y tuíto me estragaba en el rancho, y no me servía pa nada; porque yo no tengo plata con que comprar maíz para engordarla, y, pa venderla, nadie la quería porque era muy ruin, y por eso hacía tiempo que la quería matar; pero me daba pena la pobrecita Juana; mi sobrinita, que aunque está feo decirlo, la quería como á hermana y se me prendía de la pollera cada vez que yo quería matarla, y por eso, como ayer m'hizo una judiada volcándome la olla 'el puchero y dejándonos sin cena, me dio rabia y me dije: esta noche, en cuanto se duerma la chiquilina, te degüello y te escuendo... ¡Ai'stá, señor!...
La llevaron nuevamente al rancho, pasaron la noche allí, en vela, y al siguiente día se realizó un prolijo registro, sin hallar rastros de oveja. El propietario juraba y perjuraba que existía el robo, que aquello era un ardid de la maldecida vieja; pero no se puede condenar sin pruebas á nadie, aun cuando se trate de un vecino de la ranchería.
El juez, siempre serio, siempre grave, tomó la palabra para finalizar el incidente:
—Bueno, amigo—dijo dirigiéndose al estanciero—, usted tiene que indemnizar á esta señora, puesto que no le ha podido probar nada y su afirmación resulta una calumnia.
—¡Una calumnia!—respondió el ganadero furioso.
Y el juez, impasible, contestó:
—No lo será; pero para la ley...
Luego, dirigiendo la palabra á doña Melitona:
—¿Qué pide usted?—le preguntó.
La vieja pensó un rato; después dijo con indiferencia:
—Que me dé un capón gordo... y cinco riales en plata.
El patrón, no obstante su rabia y su repugnancia, no tuvo más remedio que aceptar la sentencia, furioso al oirle decir al juez que debía darse por muy satisfecho, pues que cualquiera otro le habría sacado un par de cientos de pesos.
Cuando ya todos se retiraban, el comisario se acercó á doña Melitona, y, después de pedirle noticias de la rubia, le dijo en son de reproche:
—¡Sos boba! ¿Por qué pedistes tan poco?
Doña Melitona se encogió de hombros:
—Mi conduta no valía más—contestó.
Estancia «Los Molles», Junio de 1900.