En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.
A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.
El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.
Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:
—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...
—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.
—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...
Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:
—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...
—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...
—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.
—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...
Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...
—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.
—Tuitos ustedes saben que Marculina, la mujer de Estanislao, era...
—Sí, ya sabemos lo qu'era: seguí no más—interrumpió don Pantaleón.
—Sigo. El finao difunto estaba tan quemao de los celos que desconfiaba hasta 'e su propia sombra, y como no permitía que ningún hombre pusiera los pieses en sus ranchos, había rompido con tuitos sus amigos. Esto lo supe yo a mi güelta 'el Brasil, ande, como a ustedes les costa, desollé una punta de años.
Los encontramos en esta mesma pulpería y nos relinchamos contentasos... ¡Dejuro!... ¡si nos habíamos criao como chanchos, como quien dice, comiendo juntos en la mesma batea!
—¿Ande pensás hacer noche?—me preguntó dispués de mucho prosiar.
—Acá nomás—respondí.
El quedó cavilando y yo vide que le había cambiao la cara, quedándose como empacao y con el entrecejo fruncido. Dispués arrancó de un golpe:
—¡No puede ser: vení a quedarte en casa!
—Si no es incomodo...—dije yo, por decir no más, porque, ¿a qué santo me ib'hacer rogar, no hayan?...
Güeno, el caso fué que la mujer del finao me recibió tuita fruncida y si yo no le hablaba, ella no me hablaba y era pa contestar con «sis» y «nos», más secos que alón de ñandú.
Al otro día era pior. En varias ocasiones la ói a Marculina rezongando con el finao al propósito mío. Una güelta ói que dijo con mucha rabia:
—¿Te pensás qu'esto es fonda y que yo vi'astar cocinando pa los entrusos que vos tráis a los tientos pa entretenerte dispués de cena, chupando caña y mintiendo y gastando velas?...
Yo no dije nada, pero esa mesma tarde le dije a Estanislao que me marchaba. Pero él s'encaprichó en que no.
—¿Pande vas a dir?... tuavía no tenés colocación; quedate conmigo, me tenés compaña y me ayudás a estirar la línea de alambrao de la costa.
Entonces dije:
—Yo por vos me quedaría, pero veo que tu patrona no es gustosa.
—¡Ráite 'e la patrona!—dijo él;—¡vos sos mi mejor amigo, sos mi hermano, puede decirse, y no vas a dormir a campo mientras tu hermano tenga rancho!
Aflojé, ¿qué iba hacer?...
—Y te aquerenciastes—intercaló don Pantaleón.
—A la juerza. Estanislao estaba loco 'e contento, y cuando la mujer me decía alguna cosa grosera, él se raiba de contento. Y la indina me trataba mal, mesmo. En la mesa me servía los pedazos que debían quedar pa los perros; si le pedía una cebadura 'e yerba me la daba como pa tomar en una cáscara de nuez; si le traiban alguna golosina de regalo, la escondía delante mis ojos, como pa mostrarme poco caso.
Y cuanti más abrojo era ella pa conmigo, más alegre se ponía él, de lo cual me comenzó a dentrar desconfianza y me puse a escarbar despacito pa fin de llegar a la olla de aquel hormiguero.
Prontito supe que dende ricién casao mi amigo estaba encendido por los celos como un gran trafoguero de coronilla, que arde hasta que se consume. Marculina no podía ver un hombre, juese viejo, juese una criatura, juese lindo o fiero sin encomenzar a tirarle piales con la mirada y la sonrisa. Que hubiera faltao, naides daba testimonio, pero con aquello no más le sobraba al marido pa llevar una vida de perro sarnoso. Descuidaba su trabajo, porque si había cáido algún mozo de visita, no se atrevía a dir al campo dejándolo solo con ella: y cuando salía se le ocurría pensar que quién sabe si fulano o mengano no estarían en el rancho aprovechando su ausencia; y en seguida montaba a caballo y volvía a las casas, dejando el trabajo a medio hacer.
Nunca pudo sorprenderla; pero eso en vez de sacarle la manía le recalentaba más los sesos.
Cuando yo juí a su casa y vido la mala gana con que me recibió su mujer, tuvo un alegrón, porque, dejuro habería sido lo pior de lo pior verse obligao a celarla con quier era cuasi como hermano.
Dispués que pasó una semana y vido que Marculina me mostraba cada vez más entepatía, le dentró lástima por mí y varias güeltas l'atropelló pidiendolé no juese tan corsaria conmigo, pero no consiguió nada; con lo cual el pobre finao no sabía si llorar o bailar, pero la cosa es que el hombre andaba alegre dende la mañana a la noche, como si hubiese escapao a una enfermedá muy mala...
Sin embargo, yo le había descubierto el juego a aquella china artera. En más de una ocasión, a ráiz de decirme una grosería, me tiraba, a espaldas del marido, el anzuelo de una mirada querendona. Yo me hacía el desentendido, pero sucedió una vez d'esta laya: díbamos a salir decampo; Estanislao marchaba adelante, dispué yo y detrás mío, cuasi pegada, Marculina; tan pegada que me había echao un brazo sobre la paleta y llevaba la cara juntita con la mía. Yo no tuve coraje pa hacer un ademán, de piedad por mi amigo, que si la albertía no iba a creer en mi inocencia. Esperaba qu'ella tuviera un respiro 'e juicio y me soltara... ¡y en eso se vino el rancho abajo!... Pantaleón dió güelta la cabeza de golpe y vido tuito... Se puso blanco como cuajada, se le redondearon los ojos mesmo que si juesen de ñandú, dió tres o cuatro güeltas redondas, como perro que intenta morderse el rabo, y luego juyó p'al arroyo...
Yo no quise seguirlo; monté a caballo y enderezé ni sé p'adonde, juyendolé al recuerdo de aquel ocurrido en que me tocó aparecer como traidor canalla al amigo que más he querido...
Eso jué. Lo demás ustedes lo saben. Por denuncias de la arrastrada Marculina, me prendieron. Seis meses estuve en la cárcel hasta que tuvieron que soltarme porque de ningún lao me aprobaron delito.
—¿Y Marculina?—interrogó don Pantaleón.
—En tuavía no la vide, pero como pa eso no más he dao la güelta al pago, la he'encontrar unos d'estos días pa retribuirle su abrazo...