Por la única puerta de la cocina,—una puerta de tablas bastas, sin machimbres, llena de hendijas, anchas de una pulgada, el viento en ráfagas, violentas y caprichosas, se colaba a ratos, silbaba al pasar entre los labios del maderamen, y soplando con furia el hogar dormitante en medio de la pieza, aventaba en grísea nube las cenizas, y hacía emerger del recio trashoguero, ancha, larga y roja llama que enargentaba, fugitivamente, los rostros broncíneos de los contertulios del fogón y el brillador azabache de los muros esmaltados de ollin.
Y de cuando en cuando, la habitación aparecía como súbitamente incendiada por los rayos y las centellas que el borrascoso cielo desparramaba a puñados sobre el campo.
El lívido resplandor cuajaba la voz en las gargantas y los gestos en los rostros, sin que enviara para nada la lógica reflexión de don Matías,—expresada después de pasado el susto.
—Con los rayos acontece lo mesmo que con las balas; la que oímos silbar es porque pasa de largo sin tocarnos; y con el rejucilo igual: el que nos ha'e partir no nos da tiempo pa santiguarnos...
Y no hay para qué decir que en todas las ocasiones, era el primero en santiguarse; aún cuando rescatara de inmediato la momentánea debilidad, con uno de sus habituales gracejos de que poseía tan inagotable caudal como de agua fresca y pura, la cachimba del bajo,—pupila azul entre los grisáceos párpados de piedra, que tenían un perfumado festón de hierbas por pestañas.
El tallaba con el mate y con la palabra, afanándose en ahuyentar el sueño que mordía a sus jóvenes compañeros, a fuerza de cimarrón y a fuerza de historias, pintorescas narraciones y extraordinarias aventuras, gruesas mentiras idealizadas por su imaginación poética.
—Mi acuerdo una vez,—empezó el viejo, mientras llevaba el mate, la cabeza inclinada hacia abajo y hacia un lado, cerrado un ojo y buscando con el otro la lucecita roja de un tizón «para no desparramar»...—mi acuerdo una vez...
En ese propio instante pasó dentro de la cocina algo así como el brillo de un mandoble de una daga formidable—Dios ensayando Juan Moreira,—y la pieza se llenó de olor de azufre y de seguido explotó un trueno tan formidable como si hubiese reventado la panza del cielo.
—¡Jesús María!—exclamó el viejo dejando caer la pava y el mate sobre el rescoldo...
Y de inmediato, recogiendo de entre las brasas sus prestigio, exclamó:
—Asina jué que dijo Lino Rojas, en una noche igualita qu'ésta, que Dios nos libre y guarde, en que machazas nubes picazas iban corcobiando por el cielo, jineteadas por rayos y centellas... Hablan del delubio... ¡qu'el delubio!... Nosotros habiamo desensillao en un altito'e mala muerte... supóngase como... como la chiquisuela' e una pata'e ñandú!... Pa'este lao de acá, el arroyo 'e los Cordales fufaba echando espumas; pa'este otro lao, la Cañada Brava rezongaba como sargento qu'el comesario ausente ha dejao a cargo'el distrito. Pu'aquí y pu'allí, las ovejas pasaban boyando, con las patas p'arriba y los ojos duros... esos ojos asina como ponen las ovejas y los cristianos cuando se áugan... Los truenos roncaban furiosos y los relámpagos y los rayos, se cruzaban, se misturaban, formando como rollos de víboras blancas y jediondas...
—¿Y jué entonces que Lino Rojas dijo?...—interrumpió uno de la tertulia...
—¡Jesús María!—continuó el narrador... Pero el agua y el viento y las centellas le metían cada vez más juerte. Pa sujetar los caballos qu'enloquecidos, bufaban amenazando arrancar las estacas y dejarnos a pie en aquel infierno, tuvimo que levantarnos y asujetarlos del maniador. Los recaos se hicieron sopa y como los ponchos, en vez de servirnos, nos embolsaban, levantaos pu'el ventarrón, tuvimos que sacarlos y tirarlos.
Entonces Lino Rojas, qu'era muy rabioso y muy boca sucia, encomenzó a tirarle a Dios con las palabras más fieras. Y dispués siguió con los santos y luego con la Virgen, poniéndolas como basurero...
—Sosegate, le aconsejé yo: pero él no m'hizo caso; y en una de esa, con un rejucilo grande, el mancarrón pegó una sentada y lo voltió en un charco. Rabioso de un todo y viendo que ni Dios, ni los santos, ni la Virgen le hacían caso, gritó, abriendo la boca:
—¡Me ca... igo en la perra madre que m'echó al mundo!...
El no dijo «perra», dijo otra palabra más fiera... Y en el mesmo instante, ¡hermanitos! un rayo grueso como una víbora 'e la cruz, ¡le dentro por la boca y le dejó seco!...
—Al día siguiente, cuando yo lo revisé...
—¿Estaba muerto?
—¡Dejuro!... Pero sanito; parecía dormido... Como tenía la boca abierta, miré y vide...
—¿Y vido?...
—Vide, ¡hermanitos!... ¡qué no tenía lengua!...
¡No tenía en la boca más que un montón de ceniza
negra!... ¡Pa mi aquel rayo era el alma del
dijunto su padre!...